Alexandra Sellers - Querido Enemigo.pdf - romances

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Querido enemigo .... Ya me gustaría a mí que alguien me enviara a un teatro de West End, .... como si se encontrara ante un antiguo y despiadado enemigo.
Alexandra Sellers

Querido enemigo El ultimo trabajo que habían asignado a la detective privada Elain Owen la estaba volviendo loca. A medida que intentaba resolver el misterio, la lista de sospechosos crecía cada vez más. ¿Cómo iba poner en su informe que los culpables eran un fantasma travieso y una gata aficionada al whisky? Para complicar las cosas, estaba el irresistible Math Powys. Como propietario del local incendiado, y poseedor de una póliza de seguros, él era el principal sospechoso, Sin embargo, el corazón le dictaba que no podía ser culpable. A no ser que lo acusaran de provocar un incendio en ella cada vez que la miraba...

Capítulo 1 EL PUEBLO estaba situado en la desembocadura de un río, cerca del puente Pontdewi, del que tomaba su nombre. La carretera principal pasaba sobre el puente en dirección hacia el mar, que se encontraba a dieciséis kilómetros. Elain tomó la única desviación del pueblo, un camino estrecho que llevaba al sur, siguiendo el curso del río. De repente se encontró en otro mundo, ascendiendo por la garganta de un viejo y musgoso río, flanqueado por hayas y robles. Más abajo., y a la derecha, se oía el discurrir del agua sobre las rocas y entre los árboles. A la izquierda, aparecían diminutos campos verdes cercados con vallas de piedra, que se extendían hacia el bosque. El blanco de las ovejas contrastaba con el color de la hierba, y se podían ver árboles esparcidos por todas partes. El bosque estaba invadido por plantas foráneas, hileras de oscuras coníferas bajo el brumoso cielo. Pero en el margen derecho, aparecían los viejos robles, fresnos y hayas, propios del lugar. Pronto desaparecieron las plantaciones de coníferas y se encontró conduciendo a través de un mundo verde y fantástico. Las ramas de los árboles se extendían sobre la carretera, cubriéndola. La tenue luz que se filtraba entre ellas parecía transportar a Elain a un lugar fuera del tiempo, como si de repente pudieran aparecer Arturo y sus caballeros cabalgando hacia ella por la angosta y escarpada carretera. Otro coche se cruzó con ella, y pensó que tal vez pudiera pintar aquel paisaje: un pequeño coche rojo en la carretera, ajeno a la presencia de Arturo y los caballeros medievales entre los árboles, y el estandarte del rey Arturo ondeando en lo alto. Apenas acababa el desvío, aparecía un sucio camino cerrado por unas puertas con un pequeño letrero que decía Cas Carreg. Debajo había otro que indicaba el hotel White Lady, y debajo ponía Y Ddynes Wen. El camino bajaba hacia la parte más estrecha del río y lo cruzaba por un puente de piedra envuelto en la bruma. Después, volvía a subir, y de repente, el bosque desaparecía en el margen izquierdo. Elain se encontró en una colina, desde la que se divisaba un frondoso y bello valle. Las ovejas y las vacas pacían sobre los verdes pastos, y el paisaje estaba surcado por granjas y campos delimitados por vallas de piedra. A lo lejos se alzaban unas oscuras colinas cubiertas de brezos, cuyas cimas se perdían en la niebla. Hechizada ante aquella visión, Elain disminuyó la velocidad, concentrada tanto en el camino como en el sereno y asombroso paisaje que se extendía hacia lo lejos. En el lado opuesto, el viejo bosque empezaba a desaparecer, dando paso a una espesa vegetación con rocas cubiertas de musgo. A partir de ahí, el camino se desviaba, y entonces, desde lo alto, pudo divisar la casa, en la ladera de la colina. Era una sólida construcción de piedra y argamasa, con chimeneas altas y cuadradas que parecían almenas. Las dos alas del tejado formaban un ángulo recto. Una era más larga y quedaba a poca altura, y la otra era mas alta y cuadrada. La casa estaba enclavada

sobre el valle, como un centinela. Tras ella, más allá de la colina y a través de los árboles, Elain podía ver lo que se suponía que eran unas ruinas. A la izquierda, un poco más lejos, estaban las construcciones accesorias. Cubierta con una espesa hiedra, que se veía. casi negra a través de la niebla, la casa parecía antigua, acogedora e imponente. Elain tuvo que abrir otra puerta que cruzaba el camino, y cerrarla a su paso. Antes de hacerlo se detuvo un momento, rodeada por la bruma ligera, respirando la paz del lugar. Lo único que se escuchaba era el lejano balar de una oveja, y el viento que estremecía las hojas de los árboles. Cerca de las ruinas, vio un jinete sobre un caballo negro, que galopaba por la cresta de la colina. En siglos pasados, los granjeros debían subir desde el valle para protegerse en la fortaleza ahora en ruinas, siempre que se vieran amenazados por un ataque. Podía imaginarlos arrastrando sus preciosas posesiones mientras trepaban por la colina. Las mujeres con la falda algo subida, con las piernas sucias de barro y un pañuelo sobre los hombros; los llantos de los niños; los animales jadeantes y aterrorizados, luchando contra la presión de las cuerdas anudadas en sus cuellos. Podía ver la enorme y oscura fortaleza en el horizonte. —¿Estoy despierta? —había preguntado Sally, con un lamento—. ¿Has dicho Gales? El cabello rubio ceniza rodeaba su cabeza formando un aura de rayos de sol. Se sentó y parpadeó ante la luz del día que se deslizaba por la bandeja del desayuno como si fuera una extraña forma de vida. Se sobresaltó al escuchar la risa de su amiga. —Gales —confirmó Elain. Dejó de reír, pero no podía evitar mantener la sonrisa. —¿Por qué? —preguntó Sally, asombrada. Gales sólo se encontraba a unas horas de camino, hacia el este, pero a juzgar por la reacción de Sally, parecía que estuviera en el otro extremo de la civilización. —De acuerdo, es muy bonito —prosiguió—. Pero, ¿a qué viene tanta prisa? Y, ¿por qué a primera hora de la mañana? ¿Has encontrado unos primos lejanos o algo parecido? —No, me voy por Raymond. Elain se echó el cabello pelirrojo hacia atrás y sirvió el café. No podía dejar de sonreír. Al contrario que a la actriz con la que compartía piso, a Elain le gustaban las mañanas. Cuando Sally no actuaba, o «descansaba», como se decía en Londres, trabajaba en un club nocturno. El trabajo temporal de Elain era, por lo general, de nueve a cinco. Las dos canadienses compartían un piso desde que se graduaron en dos prestigiosas escuelas de Londres, Sally en la escuela de actores RADA, y Elain en la escuela de arte Slade. Durante los dieciocho meses que llevaban juntas, Sally había ofrecido varias veces a Elain trabajo en el club, como camarera. —Si trabajaras por la noche, podrías pintar durante el día. Y ganarías más dinero —le decía siempre— Ven y habla con Harry.

Tenía razón en lo que decía, y al principio, Elain se había sentido tentada. No podía pasar el día pintando si tenía que buscar un trabajo para vivir. Pero cuando vio el traje con el que Sally trabajaba, cambió de idea. Nunca confesó a su amiga la verdadera razón, y Sally se reía comentando con sus amigos que Elain era muy recatada. No era cierto, y el vestido no resultaba demasiado vulgar. Pero era excesivamente escotado y sabía que ningún gerente de un club nocturno la contrataría para que llevase un vestido así. Y no veía razón para someterse a la humillación de tener que escucharlo en boca de Harry. De manera que consiguió algunos trabajos temporales de oficina, que sólo le permitían pintar los fines de semana. Hasta que un día tuvo suerte. La agencia la había enviado dos semanas con un detective privado llamado Raymond Derby. Él la encontró tan inteligente y despierta que, después de la primera semana, le dijo que estaba perdiendo el tiempo escribiendo a máquina y archivando, y le preguntó si estaría interesada en intentar trabajar como investigadora secreta. Uno de sus clientes, un fabricante de ropa, tenía entre sus empleados un ladrón que había robado parte de sus existencias. La idea era que Elain empezara a trabajar para el cliente, haciéndose pasar por secretaria temporal, y descubriera lo que estaba ocurriendo. Raymond le ofrecía más del doble de lo que la agencia la pagaba, y Elain aprovechó la oportunidad. El ladrón, que había tomado tantas precauciones para que sus jefes no lo descubrieran, no se preocupó por una secretaria suplente, y ella lo desenmascaró enseguida. Aquél había sido uno de los primeros trabajos importantes que había desempeñado para Raymond. Desde entonces, nunca tuvo que volver a trabajar a jornada completa. Trabajaba dos semanas al mes por término medio, y conseguía pagar las facturas gracias a su nueva ocupación y a las ganancias que obtenía de sus cuadros, que aún en plena crisis económica, aumentaban a medida que iba adquiriendo fama. De forma que tenía mucho tiempo para pintar. Pero el último trabajo era el mejor de todos. Estaba entusiasmada, y arrastró a su somñolienta compañera de la cama para contarle las nuevas noticias. —Por la mañana siempre estás animada —se quejó Sally, observando la taza de café con desconfianza—. No me acosté hasta las cuatro. Elain rió y se pasó una mano sobre el espeso cabello y después se acarició la mejilla izquierda, en un gesto característico. Un joven artista que trabajaba la madera, le había dicho que su pelo tenía el mismo color que la caoba clara. Con la luz del sol, los reflejos rojos y dorados resaltaban en el radiante cabello que le caía sobre los hombros como diamantes en una nebulosa. —Lo siento, pero tengo que despertarte. Me voy dentro de una hora y no sé cuanto tiempo voy a pasar fuera. Y además, tengo que decirte algo increíble. ¡Voy a hacerme pasar por artista! En el rostro de su compañera apareció una pequeña sonrisa.

—¿De verdad? ¿Qué clase de asunto es?, ¿cocaína escondida en tubos de blanco de titanio? Ya me gustaría a mí que alguien me enviara a un teatro de West End, a hacerme pasar por actriz —añadió en tono lastimero. —Es una sospecha de incendio premeditado —dijo Elain, untando de mantequilla una tostada—. Raymond dice que se trata de un hotel cerca del Parque Nacional de Snowdonia. Mordió la tostada y después, se quitó un trozo de mantequilla del labio y se chupó el dedo. —Tengo que conseguir una habitación en el hotel. Voy a hacerme pasar por una artista que quiere pintar las montañas —sonrió otra vez y por un momento sus profundos ojos verdes parecían distantes—. Y las verdes colinas cubiertas de gordas y lanudas ovejas; los robles del bosque y cielo; las antiguas fortalezas celtas; los menhires y... han —¡Hola! —dijo Sally, agitando una mano frente a los ojos de su amiga—. Si quemado el hotel, ¿cómo vas a conseguir una habitación? Y si no lo han quemado, ¿dónde ha sido el incendio? —Buena pregunta. Yo me pregunté lo mismo. Elain masticó un momento y después tragó—. Raymond dice que se ha quemado un ala del hotel. El resto está intacto. La gente todavía está alojada en el ala que no ha sufrido daños. De repente tembló. —¿Qué te pasa? ¿Qué ocurre? Sally la miró, preocupada. Elain se encogió de hombros y sacudió la cabeza. —Nada. Es algo que se me ha ocurrido. Pero había perdido el apetito. Dejó la tostada y alcanzó el café. —¿Ha habido víctimas? ¿Es eso? Sally sabía que su compañera había perdido a sus padres en un incendio, bastantes años atrás. También sabía que le ocultaba algo al respecto, pero no le gustaba presionar a la gente para que confiara en ella. Elain se dio cuenta de que no había preguntado a Raymond si había muerto alguien en el incendio, o si habría algún herido. Ahora le preocupaba que su jefe no hubiera tocado un tema tan importante. —No lo sé. No le pregunté —contestó. Miró a Sally, sin darse cuenta de la expresión de sus ojos. Sally se mordió el labio. —¿De quién sospechan? ¿De los nacionalistas galeses? Todo el mundo sabía que los nacionalistas galeses utilizaban los incendios como medio de protesta, pero siempre recurrían a casas de verano vacías, en ausencia de los propietarios ingleses, que eran el punto de mira de sus ataques. Elain negó con la cabeza.

—No, según Raymond es por un asunto de un seguro. Sospecha del dueño, que se llama... —se detuvo y cogió el bloc de notas en el que apuntaba las instrucciones—. Se llama Mathonwy Powys. Es un nombre misterioso, ¿verdad? Ni siquiera se pronunciarlo. —Tienes que acentuar la última sílaba —dijo Sally, ausente. Estaba recordando que tiempo atrás había recorrido Gales interpretando Vidas Privadas. No habían tenido mucho éxito, y no dejó de llover durante toda la gira. —Ése es el motivo por el que tengo que alojarme en el hotel. Sally frunció el ceño. —A mí me parece un poco peligroso. ¿No crees? —No más que otros trabajos que he tenido. Elain se encogió de hombros. Pero sabía que no era cierto. Nunca había tenido que mudarse para realizar una investigación. El supuesto pirómano, si lo había, tenía mucho que perder. Y se trataba del dueño. —¿Y cómo vas a conseguir una habitación? De entrada, ¿no les parecería sospechoso que intentaras alojarte en un hotel quemado? —Raymond dice que Gales está muy saturado en temporada alta y tal vez pueda fingir que he estado buscando en otros sitios. —Ten cuidado al hacerlo. En los sitios pequeños todos los hoteles saben quién tiene habitaciones libres y quién no. Oh, me sorprende oírle decir que la señorita Beadle no tiene habitaciones. Precisamente ayer se quejaba de que las tenía vacías esta semana — dijo en tono agudo, imitando una voz de mediana edad con acento londinense. Era una buena imitadora. Elain rió y sus preocupaciones se alejaron. Se dijo que era una tontería evocar malos recuerdos que estropearan el presente. Estaba segura de que no correría ningún peligro. —Muy bien. Lo pensaré con detenimiento. —Finge que tenías una reserva y se quemó en el incendio —sugirió Sally, levantándose para besar a Elain en la frente—. Ten cuidado, y recuerda que te echaré de menos. Y no te quedes mucho tiempo buscando pruebas. —No se me había ocurrido —dijo Elain, impresionada—. Si las cosas salen bien, podría pasar meses en Gales pintando. Ya me lo imagino. Sally sonrió y se dirigió al cuarto de baño. Elain recogió los cacharros del desayuno y los llevó a la amplia y soleada cocina, mientras tarareaba. Era un bonito piso, y lo echaría de menos tanto como a Sally, sólo un momento más tarde. Estirando un poco el cuello, se podía ver el Támesis desde una de las esquinas de la ventana del salón. A Sally, como actriz, le entusiasmaba la idea de vivir el, un sitio tan elegante como Chelsea, y a Elain, como artista, le encantaba estar cerca del pintoresco río londinense. Con frecuencia, cogía el caballete y el maletín de pintura, llegaba a la calle Embankment en diez minutos, y desde allí, paseando por la orilla del río, iba a pintar a la zona donde estaban la abadía de Westminster, el Big Beg y la Casa del parlamento.

Elain fregó los cacharros del desayuno mientras escuchaba a Sally, cantando bajo la ducha Vuelvo a Chelsea. Pensó que podría pintar las montañas y valles del Parque Nacional Snowdonia y empezó a respirar con agitación, entusiasmada ante la idea. Le encantaba Londres, pero sin duda el aire contaminado, el tráfico y la suciedad de la calle acababan cansando a cualquiera. Necesitaba aire puro, y Raymond le había dicho que el pueblo más cercano estaba a un par de kilómetros. En Canadá no habría supuesto nada, pero en el superpoblado y pequeño Reino Unido, dos kilómetros parecían una distancia abismal. Había otra razón que la impulsaba a viajar a Gales. Su bisabuelo había nacido allí, más de un siglo atrás. Era todo lo que sabía de él, y siempre había querido descubrir algo más. Tal vez podría aprovechar aquella ocasión. Era una buena razón para aceptar el trabajo, a pesar de sus temores. Por otro lado, era conveniente enfrentarse al miedo, o al menos todo el mundo lo decía. Incluso cuando se había vivido con él durante veinte años. Mientras se enjuagaba las manos, frunció el ceño y sacudió la cabeza. De repente tenía la sensación de que había otra razón para hacer aquel viaje, algo que desconocía. El jinete cambió de dirección y ahora podía ver al caballo bajando la ladera, hacia donde ella se encontraba. Lo observó un momento, como en sueños, y entonces se dio cuenta de que, quienquiera que fuera, no se limitaba a bajar la colina, sino que avanzaba directamente hacia ella. Abrió ligeramente la boca y tuvo un extraño presentimiento mientras el caballo se acercaba. Se puso tensa y sintió que se le ponía la carne de gallina, De repente, tuvo miedo de lo que podía ocurrir si el jinete la alcanzaba. Se volvió a toda prisa y entró en el coche. Lo puso en marcha con tanta rapidez que apenas tuvo tiempo de cerrar la puerta. De reojo vio que el jinete giraba y seguía galopando. El camino rodeaba el edificio. Elain comprobó que la mitad de la larga ala no tenía cristal en las ventanas, y que la piedra de algunas zonas estaba negra. La hiedra también era oscura, y confería al lugar un aspecto otoñal como si la muerte del edificio formara parte del ciclo de las estaciones. Elain aparcó el coche y se apeó. La niebla, que le mojaba los labios y la cara, empezaba a convertirse en una lluvia ligera, pero aún así permaneció un momento contemplando el hotel. La piedra gris se oscurecía bajo la lluvia y las nubes se agrupaban ocultando por completo la luz del sol, pero se veía el brillo de unas luces tras las ventanas de la planta baja y sintió una fuerte impresión de ser bien recibida. Se sentía como en casa.

—¿Cuánto tiempo hace que envió su cheque? —Hace meses. Creo que fue en marzo o abril —dijo Elain. Aquélla era la parte que más odiaba de su trabajo: tener que mentir desde el principio. La pequeña mujer, delgada y de mediana edad, volvió a buscar entre las tarjetas. Llevaba un vestido de flores que le quedaba muy bien. —El caso es que si nos hubiera llegado su cheque, le habríamos enviado la confirmación. Aunque después le habríamos enviado una carta para cancelar la reserva. Hemos tenido un incendio, como puede ver. Tenía un acento muy melodioso, que Elain encontró encantador. —Sí, ya lo he visto. Pero no parece haber afectado a todo el edificio, ¿no es así? ¿No tienen otros clientes? Si fuera posible... —Me temo que por el momento no podemos alojarla. Tenemos algunos clientes, pero todos son asiduos, gente que ya ha estado aquí antes y nos conoce, o gente que vive aquí de manera permanente. —Pero ¿tienen habitaciones? —Bueno, hay... —Por favor, deje que me quede —interrumpió. Su deseo de quedarse no se debía únicamente a que tenía que cumplir el trabajo que Raymond le había encomendado, sino que de alguna manera, se había enamorado de aquel hermoso lugar. —Prometo no reclamar si las cosas no funcionan como de costumbre. Quiero pintar Cadair Idris. Elain sabía que la montaña estaba cerca, y de no haber estado cubierta por la niebla, probablemente la habría visto mientras conducía. —Llevo conduciendo todo el día —prosiguió—. No me va a resultar fácil encontrar habitación en otro hotel. Además, es muy tarde. Lo tenía todo preparado. Resultaba mucho más difícil negar alojamiento a una persona a las siete y media de la tarde que a las cuatro. Y la inesperada lluvia que iba en aumento la favorecía. La mujer apretó los labios, pensativa. —Es usted de Canadá, ¿verdad? —En efecto. Tiene buen oído para los acentos. Prefirió no añadir que vivía en Londres. —Mi sobrino es de Canadá. Fui a visitarlo allí el año pasado. Es ingeniero civil, y trabaja en Vancouver. Elain se sintió más relajada mientras charlaba con la mujer, sabiendo que se la había ganado. —Bueno, voy a preguntar —dijo la empleada al cabo de unos minutos.

Entró en la oficina e intercambió unas palabras con alguien en un gutural pero extrañamente musical idioma, que a Elain le resultaba familiar, como si lo hubiera escuchado en sueños, o en otra vida. —Ahora mismo no está —dijo la mujer, apareciendo de nuevo—. La verdad es que no sé... En aquel momento, se abrió la puerta detrás de Elain. —Vaya, Math, llegas justo a tiempo. Esta señorita es de Canadá, y es pintora. Envió un cheque para hacer una reserva y no lo hemos recibido. Quiere saber sí podernos arreglarlo. —Hola —dijo él con voz profunda. Elain sintió que un escalofrío le recorría la espalda, consciente de que el hombre que se acercaba a ella era el primer sospechoso. Él empezó a presentarse, pero cuando Elain se volvió, los dos se quedaron inmóviles durante un momento, mirándose fijamente. Después, lentamente, Mathonwy Powys sonrió. Le tendió la mano, y ella se la estrechó con la misma actitud forzada. —Soy Math Powys. Era más alto que ella. Elain estaba acostumbrada a mirar a los hombres directamente a los ojos, pero en aquel caso, tenía que alzar la vista para mirarlo. Aunque de complexión delgada, tenía hombros anchos y brazos musculosos. Estaba bastante bronceado, el espeso pelo negro le caía sobre la frente, y tenía unos profundos ojos del mismo color que parecían traspasarla. Su nariz era grande, al igual que su boca, amplia y de labios carnosos. La clase de boca que sonreía con facilidad a las mujeres. Y la clase de boca que siempre la ponía nerviosa. Llevaba una camisa gris y unos vaqueros gastados que Elain ya había visto antes, aunque no le hacía falta ninguna pista para descubrir que aquél era el hombre del caballo. Lo habría reconocido aunque hubiera cambiado por completo. Sentía la misma impresión de encontrarse en peligro. Deseaba salir corriendo. Su instinto le decía que no se quedara allí, que se fuera mientras aún estaba a tiempo. El corazón le latía con fuerza y, cuando estrechó la fuerte mano, sintió que su pulso se aceleraba. De repente, tomó una decisión. No era capaz de intentar llevarse bien con aquel hombre. Podía ser peligroso. Estaba dispuesta a hablar con Raymond para que enviara a otra persona. Se iría de allí cuanto antes. Estaba segura de que Mathonwy Powys era culpable. Sentía una fuerte desconfianza hacia él. Y nunca, hasta que miró aquellos ojos negros, había sido consciente de las consecuencias que le podía acarrear el hecho de ganarse la confianza de alguien para luego traicionarlo. Mathonwy Powys parecía un hombre cruel. Le latía el corazón como si se encontrara ante un antiguo y despiadado enemigo. Se sentía atrapada bajo su mirada, como si ya lo hubiera traicionado y él lo supiera. Se dijo que no era justo que la suerte le fallara de aquel modo.

—Ya ve que ha habido un incendio —dijo él. Elain respiró aliviada. Parecía que iba a decir que no le podían proporcionar una habitación. Así sería más fácil. Cogería sus cosas y volvería a Londres, o al menos saldría de Gales, antes de que cayera la noche. Él la miraba fijamente, con el ceño fruncido, como absorto ante lo que estaba contemplando. —Pero no podemos permitir que se vaya con esta tormenta —continuó. Elain pensó que no dejaba de tener gracia, porque todos los problemas que pudiera encontrar fuera no eran nada en comparación con lo que la esperaba si se quedaba allí. —Si no le importa que haya algunas incomodidades, creo que podremos encontrarle una habitación. —Bueno, no quisiera... Antes de que pudiera continuar, él la cogió por la muñeca y causó el mismo efecto que si le hubiera tapado la boca. El hombre sonrió y Elain sintió una oleada de miedo irracional al comprobar que estaba decidido a no dejarla marchar. —Insisto —dijo Math Powys. «Lo sabe», pensó aterrorizada. «Sabe por qué he venido. Y no tiene intención de dejarme escapar.»

Capítulo 2 YO LE MOSTRARÉ la habitación de Llewelyn —dijo a la recepcionista, inclinándose para coger el caballete y dos de las maletas—. Después envía a Jan, ¿de acuerdo? Si no hubiera tenido equipaje, le habría resultado más fácil irse. Pero cuando vio, desolada, que Math Powys cogía la llave y abandonaba el vestíbulo, pensó que ella misma se había metido en aquel lío. Había bajado todo el equipaje antes de tocar el timbre de recepción, siguiendo una maniobra psicológica que Raymond le había enseñado. Pero su truco se había vuelto contra ella. Intentó negarse, pero entonces sintió algo extraño. Una inmovilidad, una especie de letargo que le impedía irse de aquel lugar, como si una parte oculta de su mente estuviera determinada a enfrentarse al peligro. Aunque no comprendía el motivo. Parecía tener los labios sellados y sentía el cuerpo más pesado, impidiéndole cualquier intento de resistir. —La habitación de Llewelyn —dijo Olwen, con aprobación—. No la de Llewelyn ap Gruffydd, por supuesto. Ésa es demasiado antigua. Elain apartó la mirada de Math Powys, que ya desaparecía. —¿De verdad? —preguntó, aunque no había escuchado nada—. ¿Puedo usar el teléfono? Quería hablar con Raymond, convencida de que si le explicaba lo que ocurría le ordenaría que volviera —Está ahí encima —le indicó Olwen. El antiguo teléfono de color negro, sin disco para marcar, estaba sobre una mesita entre dos sofás, cerca de la puerta. Elain se desanimó al verlo. —Tengo que marcar yo el número desde la oficina. Es un sistema un poco anticuado —le sonrió. Pareció notar la vacilación de Elain. —Pero será mejor que siga a Math y vea su habitación —continuó—. La cena estará enseguida. Le diré a Myfanwy que hay una persona más. Elain cogió el bolso y la caja de pinturas y siguió a Math Powys hasta la habitación. El ascensor parecía propio de una película inglesa de los años treinta, y no pudo evitar sentirse cautivada por su encantador aspecto. Le encantaban las películas de aquella época. Sally tenía una enorme colección de películas de video, y Elain veía siempre las que estaban en blanco y negro. Math Powys dejó las maletas en el suelo para abrirle la puerta, y cuando ambos entraron y la puerta volvió a cerrarse, Elain se dio cuenta de lo pequeño que resultaba. Lo habían construido en el hueco de la escalera y tenía el tamaño aproximado de dos ataúdes. —¿Es usted pintora? —preguntó él.

Tenía la voz suave y profunda típica de los galeses, pero sin el mismo acento musical. Elain asintió, agradeciendo poder decir la verdad. Le daba la impresión de que aquel hombre era capaz de descubrir en pocos minutos si alguien le mentía. Ya había pulsado el botón, pero parecía que el ascensor tardaba algún tiempo en ponerse en marcha. —Así es —dijo con cierta torpeza. Se sentía intimidada al estar tan cerca de él, y le costó hablar. Con un repentino estruendo, el ascensor empezó a subir. —Aquí encontrará muchas cosas que pintar. Pero supongo que ya lo sabrá, o de lo contrario no habría venido. ¿Había estado antes en el White Lady? Sólo quería entablar conversación pero ella sentía que el corazón le iba a estallar. Podía notar el sudor en la frente y bajo los brazos. Se encontraba incluso mareada. Pero se dijo que aquélla era una reacción ridícula, ya que era imposible que él supiera por qué estaba allí. Se echó hacia atrás un mechón de pelo. —No —respondió. El sonrió y se giró cuando el ascensor chirrió, antes de detenerse. —Resulta más conveniente no coger el ascensor, a menos que se lleve equipaje — dijo. Le abrió la puerta y volvió a coger el equipaje, después la guió a lo largo de un vestíbulo revestido en madera, hasta la habitación que se encontraba al final. Al entrar, Elain creyó encontrarse en otro siglo. Las paredes eran de piedra, y estaban cubiertas por tapices bordados. El suelo era de madera oscura y había un par de alfombras pequeñas; unos hermosos retratos al óleo del siglo diecisiete adornaban las paredes; había un antiguo baúl con cajones, un espejo de cuerpo entero con el pie de madera de roble, y un pequeño baúl del mismo material, a los pies de la cama. La cama estaba instalada contra la única pared revestida de madera, y la colcha, en tonos verdes, hacía juego con las cortinas y la tela del dosel. En las paredes exteriores, de al menos dos metros de grosor, había dos ventanas arqueadas, con cristales emplomados, y una pequeña chimenea que parecía mantenerse intacta desde hacía cientos de años. Elain se quedó boquiabierta al contemplar la habitación. —¡Es preciosa! —dijo, casi sin aliento. Le encantaban las cosas antiguas, y aquella habitación desprendía la paz que, aun sin ser consciente, necesitaba. —Sí —asintió Powys—. Esta habitación la hemos restaurado. El resto aún no está del todo modernizado. No me gusta trabajar con varias habitaciones a la vez.

Dejó las maletas en el suelo y cruzó la habitación para descorrer las cortinas. Frente a ellos apareció el valle, cubierto de nubes que oscurecían el cielo. Más allá se veía un reflejo de luces azules y rosadas que indicaban que el sol comenzaba a ocultarse. Abrió una de las ventanas. De inmediato, el viento les llevó el canto de un mirlo y el balido de una oveja, que parecía demasiado cercano para proceder del valle. Durante un momento contempló el paisaje, sin hacer caso de las gotas de lluvia que caían sobre él, Después se dio la vuelta. —Cadair Iris —anunció. Sonrió, invitando a Elain a acercarse a la ventana. Aquello era más de lo que ella podía soportar, de modo que fingió no haberse dado cuenta. Fue hacia la otra ventana y la abrió. Contempló las montañas más allá del valle, apenas visibles con la bruma. Las pocas zonas que se vislumbraban era de una oscura tonalidad púrpura. —¿Dónde? —preguntó. Enseguida deseó no haberlo hecho, porque él se acercó para indicarle el lugar exacto, pasando el brazo por encima de su hombro. —Aquella forma alargada —dijo—, La cima está completamente cubierta. No la había rozado, aunque se sentía como si lo hubiera hecho, Un hormigueo le recorrió la piel. —No parece muy alta —dijo sin pensarlo. Era cierto. Pensó que las montañas galesas no eran muy altas, al menos en comparación con las de su país. Pero se decía que tenían proporciones tan perfectas que era imposible denominarlas de otro modo que no fuera «montañas». Él la miró. —No —asintió—. Se podría llegar a la cima en un par de horas. ¿Le gusta caminar? —No tanto como a los ingleses. Por el tono de su voz daba la impresión de que había querido hacer un comentario despectivo. Parecía una canadiense intolerante y hostil que sólo apreciaba las virtudes de su país. —Las vistas desde la cima son espectaculares. En un día despejado, claro —añadió él, con una mueca. —¿De verdad? Odiaba tener que actuar de aquella manera. Estaba deseando que Math Powys desapareciera. Le habría gustado empujarlo, pero no se atrevía ni a acercarse a él. —Pero procure no pasar toda la noche con él. Elain lo miró. —¿Qué? ¿Con quién? —Con el gigante de la montaña. Se llama Idris. Cadair significa silla en galés. La montaña es la silla de Idris. Es un alma solitaria, pero según la tradición, el que pase una noche allí, por la mañana bajará convertido en loco o en poeta.

Aquella historia parecía encantadora. —¿De verdad? ¿Usted lo ha hecho? ¿Ha pasado una noche en la montaña? Él dudó un momento, y después la miró con un brillo en los ojos, invitándose a unirse a la broma con él. —Lo hice cuando era un joven intrépido. —¿Una especie de reto? Volvió a dudar antes de responder. —No exactamente. Elain no pudo evitar seguir preguntando. —¿Y se volvió loco? —Espero que no. —Entonces, es usted un poeta. —Olwen dice que tenemos una nueva invitada y necesita sábanas limpias, Math. ¿Es aquí donde hay que traerlas? Elain se sobresaltó al oír aquella voz. Entonces se dio cuenta de que se estaba dejando fascinar. Miró a Powyn, desalentada, pero él se había vuelto hacia la joven que esperaba en la puerta, llevando las sábanas y las toallas. —Sí, es aquí. Le presento a Jan —le dijo a Elain—. Ella se encargará de todo lo que necesite en la habitación. Jan, esta señorita es... —hizo una pausa—. Me temo que no le he preguntado su nombre. Él mismo parecía sorprendido. —Elain —les dijo a ambos—. Elain Owen. —Elain —repitió él. Hizo ademán de estrecharle la mano pero se echó atrás al ver que ella evitaba el contacto. —¿Le gustaría bajar y tomar algo antes de cenar? Mientras tanto, Jan le preparará la habitación. —Antes me gustaría asearme un poco. —Por supuesto. Jan, indícale dónde está el baño. La veré en el salón cuando esté preparada, y le presentaré a los demás. Se fue, dejando un curioso vacío a su paso, como si se hubiera llevado consigo toda la energía de la habitación. La chica dejó las sábanas sobre la silla y la acompañó fuera de la habitación, para indicarle el camino. —Owen —dijo Jan, acentuando las dos sílabas. Pronunciado de aquella forma, su apellido tenía un acento musical., que Elain no había oído nunca. —Es un apellido galés. ¿Es usted de Gales? —Mi bisabuelo nació aquí. —¿Y tiene algún familiar más? Se detuvo y abrió una puerta, pero esperó a que Elain la contestara.

—No lo sé. Quisiera creer que sí. —¿Era de esta zona? —No lo sé —dijo de nuevo. —Este es el cuarto de baño —dijo Jan. Era un elegante y antiguo cuarto de baño de estilo victoriano, con una bañera blanca y un lavabo empotrado en una encimera de caoba. Aquella habitación también parecía propia de otro siglo. —Dios mío —dijo Elain, sorprendida. Sobre la palangana había un enorme y antiguo espejo con marco de caoba. Al reflejarse en él, su suave piel y su cabello rojizo parecían difuminarse levemente, y daba la impresión de que pertenecían a otro mundo. —El servicio está en la puerta de al lado —dijo Jan, dejando toallas limpias—. Ahora la dejaré sola, ,de acuerdo? Todo aquel esplendor la fascinaba. —¿Los otros huéspedes suelen cambiarse para cenar? —preguntó a Jan. Observó los vaqueros y la arrugada camisa que llevaba puestos desde las nueve de la mañana. —Vinnie siempre lo hace, desde luego. Los demás se cambian cuando les apetece — contestó—. Pero esta noche será mejor que no se cambie, porque como hay poca gente, todos comen a la misma hora, y Myfanwy, la cocinera, se enfada cuando alguien llega tarde. En quince minutos estarán todos abajo. No le quedaba tiempo para darse un baño y quitarse toda la suciedad del viaje. —Muy bien. Cerró la puerta una vez que Jan se fue. Se lavó la cara y las manos y volvió a la habitación. Buscó en la maleta y se cambió la arrugada camisa por un jersey de algodón que le llegaba casi hasta las rodillas. Se quitó las zapatillas de deporte y se puso unos mocasines, se peinó y se retocó la línea de los ojos. Fue tan rápida que Jan aún estaba haciendo la cama cuando salió de la habitación. Tan rápida que no volvió a pensar en el hombre que la esperaba en el salón hasta que bajó las escaleras de piedra que rodeaban el ascensor. De repente se mordió el labio y empezó a caminar más despacio. No era la primera vez que desconfiaba de alguien sin motivo aparente. Aquel hombre le recordaba a Stephen. Tenía los ojos parecidos, y tenían algunas características en común, aunque tanto en su aspecto en general como en su profesión no tenían nada que ver. Parecía que un sexto sentido intentaba advertirla de algo, pero no sabía entender el mensaje. —Aquí está —dijo Math Powyn. Elain estaba a unos pasos de la planta principal, y pudo ver, al fondo, su oscura silueta a contraluz.

—Ya estamos todos —añadió. El recibidor era amplio, pero la tenue luz del exterior, que caía sobre el suelo de piedra gris, apenas lo iluminaba. El techo, en aquella parte de la casa, estaba a la altura del tercer piso, y desde su posición podía dominar toda la escalera. Math Powys estaba ahora frente a ella, y cuando lo miró, también parecía una sombra del pasado. «Ya nos conocemos», pensó, Elain de repente. «Antes también éramos enemigos. Lo hemos sido desde el principio.» En el fondo de la habitación había una gran chimenea de piedra, en la que parecía que se podría asar un cordero entero, como probablemente habrían hecho en el pasado. Era bonita dentro de su estilo primitivo. Tenía una repisa de roble sobre la cual se alzaba lo que parecía una montaña de piedra. En ambos lados había unos antiguos Y oscuros entablados. Owen Glendower, príncipe de Gales, podía haber estado allí con sus guerreros, ataviados con armaduras, dando buena cuenta de una cena a base de carne, pan y vino tinto servido en jarras de estaño. Probablemente, se habría tomado un breve descanso antes de continuar la batalla contra los ingleses. Había un grupo de gente en los sofás cercanos a la chimenea. Todos la miraron al entrar, y Powys la acompañó hacía donde se encontraban. El resto de la habitación, con excepción de las ventanas con vidrieras, la decepciono. Las paredes de piedra estaban enyesadas, había una pared interior revestida de papel pintado y una araña de cristal. Todo parecía hecho para disminuir el poder y la fuerza de la decoración original, para amoldarla a los nuevos tiempos y conseguir un aspecto cómodo. Ahora volvía a trasladarse a las películas de los años treinta. —Les presento a Elain Owen —dijo Mathonwy Powys—. Acaba de llegar. Elain, Vinnie Daniels. Era la persona mas anciana que se encontraba en la habitación. Una mujer de pelo blanco, cubierta de perlas, que vestía una blusa de seda y una falda estrecha de color gris. Estaba sentada en una elegante postura, enseñando hábilmente unas piernas que en otros tiempos debieron ser muy bonitas. Elain pensó que aún lo eran. En las piernas, como en la cara, la estructura ósea era muy importante, y Vinnie Daniels tenía unos tobillos perfectos. —¿Cómo está, señorita Owen? Estoy encantada de conocerla. Su cálida voz le recordó a la de Deborah Kerr. Parecía Deborah Kerr, algo entrada en años, interpretando a una condesa. —Muy bien, gracias. ¿Cómo está usted? —le contestó. Estrechó la mano que la mujer le ofrecía con elegancia. Tenía la piel muy suave y delicada, pero el apretón fue firme. Elain sintió que la tela de sus vaqueros empezaba a quemarle en las pantorrillas. Se había acercado demasiado a la chimenea, en un intento de mantenerse alejada de Math Powys, aunque por lo general evitaba acercarse al fuego.

Dos mujeres de unos sesenta anos se acercaron al sofá. —Rosemary y Davina Esterhazy —dijo Powys. No parecía muy seguro de saber quién era quién. Elain se inclinó para dar la mano a una de ellas. —Lo siento, usted es... ¿Rosemary? —preguntó. —Correcto —dijo la mujer. Era delgada pero fuerte, y caminaba muy erguida. Estrechó la mano de Elain. —Ahora ya no tiene emoción, Davina. Ha acertado a la primera. Me pregunto si tendrá el Don. ¿Tiene usted el Don, querida? Unos ojos agudos y escrutadores se fijaron en ella, con un distanciamiento que contrastaba de forma muy curiosa con aquellas extrañas palabras. Elain, entrando en el juego, inmediatamente la situó en el papel de directora de escuela sin ningún sentido del humor, que interpretaba una de aquellas actrices cuyo nombre no conseguía recordar nunca. —Yo no me sorprendería tanto —comentó Davina, antes de que Elain pudiera decir una palabra. No era tan alta como su hermana y parecía menos agresiva. El frágil cabello se escapaba de las horquillas y formaba una especie de halo alrededor de la cabeza, y su figura era más redonda y corpulenta. —Sentí algo en el momento en que entró en la habitación —continuó, con deliberado dramatismo. Elain estuvo a punto de echarse a reír. Parecía la propia Margaret Rutherford interpretando a la médium Madame Arcati, en una de sus películas favoritas de todos los tiempos. La observó y se preguntó si se quejaría de que estaba «interrumpiendo sus vibraciones», tal como decía el famoso personaje. —Siempre se sabe cuando otra persona tiene el Don —explicó Davina a todos los demás—. Es como si nuestras mentes pudieran comunicarse entre ellas. ¿Verdad, querida? Sonrió apremiante a Elain, como si la quisiera retar a rechazar el poder del Don. Pero Elain la miro, como pidiéndole disculpas y se encogió de hombros. —Me temo que no tengo poderes paranormales. Sonrió. Por nada del mundo les habría hablado de Owen Glendower y sus caballeros. —Yo creo que sí —Madame Arcati se llevó una mano a la sien—. Estoy bastante segura, querida. El hecho de que no lo haya notado no quiere decir que no tenga cierto potencia¡, aunque no sea consciente de él. Mientras esté aquí, debemos descubrir lo que es capaz de hacer. Yo tengo alguna experiencia en preparar a los, digamos, no iniciados. Math Powys sonrió. —Antes de que entren en contacto telepático, voy a presentarle a otra persona, aunque, si no le importa haré uso del lenguaje hablado —bromeó.

Todos rieron con el comentario. Se volvió hacia otra silla, donde un joven de ojos saltones, piel pálida y sonrisa irónica saboreaba un whisky. —Jeremy Wilkes. Nuestro poeta residente —dijo—. El perro se llama Bill. A sus pies había un perro labrador de color negro, que alzó los ojos y miró a Math. —La mayor parte de mi obra está inédita —dijo el poeta al tiempo que Elain le extendía la mano. Le sonrió con cierto cansancio atractivo, y con un brillo en los ojos que indicaba que sentía lo que le había ocurrido con las dos mujeres. —Hola. ¿Cómo demonios ha ido a parar a un hotel quemado como éste? Ella sonrió. —¿Usted también ha pasado la noche con el gigante? Él la miró asombrado. —Perdón, ¿cómo dice? Elain se dio cuenta de que era mayor de lo que parecía. Tenía una expresión joven, pero su piel ya estaba surcada de arrugas. Debía estar cerca de los cuarenta años. Pensó que, cuando fuera un anciano, conservaría el aire juvenil. —Ya sabe, la montaña —le explicó. —Le he contado la leyenda de Cadair Idris —dijo Math Powys. La imaginación de Elain no era suficiente para situar en su papel a ningún actor famoso. Jeremy sacudió la cabeza cuando entendió de qué estaban hablando. —Ah, claro. Tengo que contarle lo que me pasó allí. Creo que, desgraciadamente, yo me volví loco. Todo el mundo rió y Elain se sentó en una silla junto a Jeremy, mientras Math Powys iba a buscarle algo de beber. El perro se levantó y lo siguió. —Math nos estaba diciendo que es usted pintora, señorita Owen —dijo Vinnie, con su encantador acento—. Debe ser muy interesante. Envidio a la gente con talento. Díganos, ¿qué pinta? Elain suspiró aliviada. Si alguien la hubiera preguntado el motivo de su viaje a Gales habría tenido que continuar mintiendo, pero no fue así. —El tipo de pintura que hago se podría denominar como realismo mágico —dijo. Tomó el vaso de vino que Math le ofrecía. Después, él se apoyó contra el aparador y el perro se tumbó a sus pies. Rosemary frunció el ceño, —Yo pensé que ése era un término literario. Tallesin, el autor de Heridas que sangran con profusión escribe realismo mágico. Igual que Gabriel García Márquez, aunque sus estilos son muy distintos. —Mil años de soledad —señaló Jeremy, asintiendo—. Estupendo libro. Elain asintió también.

—Sí, creo que los pintores hemos tomado prestado el término literario. O más bien, los críticos de arte. —Son cien —dijo Rosemary. Todo el mundo la miró. —Cien años de soledad —explicó—. No mil. —Sí, pero no era lo que yo quería decir —dijo Jeremy—. No estaba citando el título original. Cuando dije mil años me refería a lo que el libro inspira. —Ya saben, todas esas historias, y toda esa soledad —agitó una mano mientras hablaba. Elain no había leído el libro y no sabía muy bien de qué hablaban, pero era evidente que Rosemary sí lo sabía. —Yo no veo... Rosemary se detuvo antes de acabar la frase. Observó a Jeremy con el ceño fruncido, examinándolo, como si hubiera llegado a la conclusión de que no valía la pena corregirlo. Fue Math quien habló, dando por terminada la cuestión. —¿Y qué significa el realismo mágico en la pintura? Elain no se desenvolvía muy bien con la palabras, y el interés de Powys la ponía nerviosa. —Bueno, si quisiera pintar la chimenea, con todos ustedes aquí sentados, por ejemplo —empezó a explicar— añadiría las figuras de Owen Glendower y sus caballeros, con armadura, como si... —se detuvo, sonrió y se encogió de hombros—. Bueno, creo que me expreso mejor pintando que hablando. —Es una idea estupenda —dijo Vinnie—. Espero que la lleve a cabo. Me encantaría aparecer en un cuadro junto a Owen Glendower. Fue un valiente guerrero y un estupendo general. Supongo que yo lo retrataría con un aspecto muy galés, muy masculino. —Ni esta chimenea, ni Owen Glendower —dijo Rosemary—. Se equivoca de época. La acritud de aquel comentario destrozó bruscamente la visión de Elain, devolviéndola al extraño recuerdo del que había surgido. Cerró los ojos intentando dominar la cólera que sentía. La culpa era sólo suya, por hablar antes de dar forma a sus ideas. El motivo era que se ponía nerviosa siempre que abandonaba su patrón de comportamiento. —No creo que esta casa se construyera antes de 1550, ¿verdad, Math? —preguntó Rosemary. Es probable que Glendower ya hubiera muerto en 1416. Si estuvo en esta zona durante las conquistas, imagino que se resguardaría en la antigua fortaleza. En lugar de adoptar la entonación habitual para una conjetura hablaba con firmeza, como una maestra que estuviera examinando a un alumno. —Según el registro, esta casa empezó a construirse en 1547 —dijo Math—. Aún queda algún rastro que demuestra que hubo otra construcción en este mismo lugar, contemporáneo a la fortaleza, y nunca se ha podido determinar la fecha de la chimenea,

pero parece más antigua, por lo que es posible que perteneciera al edificio original. En cualquier caso, esta casa está construida con piedras de la fortaleza, de modo que es probable que Owen Glendower haya estado junto a la chimenea. Las piedras son las mismas, aunque hayan cambiado de forma. El Señor de Cas Carreg fue uno de los primeros seguidores que tuvo en estas tierras. Mientras hablaba sonreía a Elain aunque su ojos parecían serios. Ella se dio cuenta e que intentaba devolverle la imagen que un momento atrás se había quebrado en su imaginación. No sabía cómo lo había entendido, pero empezaba a pensar que aquel hombre podía leer su pensamiento. —Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que Owen Glendower durmió aquí — finalizó. En aquel momento, el fuego expulsó una bocanada de humo sobre Rosemary, como confirmando las palabras de Powys, y como si las mismas piedras que hubiera cuestionado hubieran protestado por su autenticidad. Rosemary tosió y se sacó un pañuelo de la manga para limpiarse la cara. —¡Qué estupidez! —gritó. Elain se mordió el labio, intentando contener una sonrisa, pero el resto de los huéspedes no se reprimió. Todos estallaron en carcajadas. Bill, se incorporó y empezó a ladrar. Vinnie se acercó a la chimenea y dijo: —Hola, querida. —Parece que Jess te ha puesto en tu sitio, Rosemary —dijo Jeremy, divertido. Ella volvió a toser y se quitó el hollín de la cara. —Parece que está en contra nuestra, ¿no crees? —murmuró Davina. Elain miró la chimenea. —¿Quién?—preguntó. En aquel momento se abrió la puerta y apareció Jan, con aspecto contrariado. —Myfanwy dice que lleva veinte minutos con la cena preparada y que se va a enfriar. Y si no acuden inmediatamente, se irá —dijo con firmeza. —Muy bien. Ya vamos —dijo Math, dejando su vaso. Todos se dirigieron hacia la habitación contigua. El perro labrador parecía guiar al grupo. Vinnie se puso al lado de Elain y la cogió por el brazo. —No pasa nada, querida. Se trataba de nuestro fantasma en acción. Pero no tiene por qué preocuparse. Estoy seguro de que usted le ha caído bien. Elain pensó que, a fin de cuentas, estaba tomando parte en una película. Y estaba deseando conocer el resto del guión.

Capítulo 3 EL PRIMER plato consistía en una deliciosa crema de zanahorias decorada con una estrella de nata líquida y una ramita de perejil. Elain pensó que las cañerías debían ser de la época victoriana, y las cortinas datarían de la guerra, pero la comida parecía preparada por alguien que siguiera las últimas tendencias. El comedor era una amplia habitación que cruzaba todo el piso principal, con ventanas en los extremos de cada pared y vistas hacia el valle y las ruinas. Todas las paredes estaban enyesadas, y las cortinas estaban descoloridas, al igual que en el salón. Había mesas para dos y cuatro comensales, pero todos se sentaron en una mesa grande al fondo de la habitación, en un acogedor rincón. Había otra chimenea que confería un aspecto reconfortante, frente al viento y la lluvia que golpeaba los cristales. La mesa era redonda y para alivio de Elain, Vinnie se sentó entre Math y ella. —No siempre comemos así de bien —le explicó Vinnie—. Después del incendio, se suspendieron las cenas en el hotel, pero Myfanwy es la mejor cocinera en muchos kilómetros, y gracias a nuestra insistencia y a que ella se aburría cocinando para tan poca gente, Math se vio obligado a volver a abrir el comedor. Pero los lunes cocinamos los propios residentes. De forma tradicional, los cocineros libran el lunes. Los pinches sólo pueden dar abasto con un grupo pequeño. —Y aquí estamos —dijo Jeremy, desde el otro extremo, Elain aún estaba intentando situarlo en un papel dentro de la película. —Querida, me pregunto si podría pintar un retrato del fantasma —dijo Davina bruscamente. Se apoyó en la mesa, con el mismo entusiasmo que lo habría hecho Madame Arcati. —¿No cree que podría inspirarle, Elain? Ella parpadeó. —No lo sé. ¿Quién es? ¿Cuándo vivió? —No se sabe exactamente, aunque en el pueblo se oyen muchas historias —dijo Vinnie. —Dicen que es una chica —añadió Jeremy—. Aunque a veces creo que es un hombre. Tiene el mismo sentido del humor que Althorpe. —¿Quién es Althorpe? —preguntó. Miró al perro, que descansaba junto al fuego. Pero recordó que le habían dicho que se llamaba Bill. —¡Por Dios! —exclamó Jeremy—. ¡Althorpe, el Vizconde! Elain continuaba en blanco. —El hermano de la Princesa de Gales —le aclaró. —Por supuesto, ahora es el Conde Spencer —señaló Vinnie. —Claro —dijo Jeremy, golpeándose la frente con la mano—. La última vez que hablé con mi querido primo, aún se llamaba Althorpe. Es un primo por parte de madre —le dijo a

Elain, seguro de impresionarla—. Me temo que la familia de mi padre no tiene tan buenas relaciones con la casa real. Añadió aquel comentario con la típica desaprobación inglesa, convencido de que, una vez que había quedado patente su relación con el Conde Spencer, a Elain no le importaría el origen de su padre. —De todas formas, me temo que ahora le sonríe la suerte, aparte de haber caído en desgracia frente a los demás —prosiguió. «Sydney Greenstreet», se dijo Elain, que por fin había encontrado su papel. «Y está a dieta.» El segundo plato era salmón a la plancha con patatas cocidas y guisantes, todo cocinado a la perfección. —Myfanwy suele tomarse los lunes libres —explicó Vinnie—. Pero esta noche cocina porque es el primer día que viene, después de pasar fuera una semana. Su madre está muy enferma, y Math le dio unos días para ir a visitarla. Los lunes normalmente preparamos algo entre todos. —La verdad es que estábamos tan hartos de nuestros comistrajos que le rogamos que cocinara hoy, y no ha puesto ningún inconveniente —dijo Davina. —Sí, tiene suerte de no haber estado aquí la semana pasada. Le podía haber tocado comer una tostada con judías por encima —dijo Jeremy, temblando al recordarlo. —Qué ridiculez. No estuvo tan mal —lo recriminó Rosemary—. Los filetes que preparó Math estaban deliciosos. Se detuvo, pero nadie dijo nada. Elain se preguntaba qué habría cocinado ella cuando le tocó el turno. Rosemary se volvió hacia ella. —¿Usted cocina? Elain se quedó pensativa. Era una excelente cocinera. Le gustaba tanto comer que no podía pasar por alto algo tan importante como la preparación de la comida. Pero vio algo en la mirada de Math que la hizo abstenerse de hablar de sí misma. Tenía la impresión de que, si revelaba demasiado, aquel hombre le robaría el alma. —Sé preparar bocadillos de queso y crema de champiñones —dijo tímidamente. Todos los comensales hicieron una mueca de fingida resignación. —¡Otra experta en bocadillos! —Como puede ver, desde el incendio, hemos desarrollado una mentalidad todo terreno —dijo Math, haciendo una mueca— Podemos enfrentarnos a cualquier cosa. Por lo general, los lunes compartimos la tarea, pero la semana pasada tuvimos que establecer turnos. —El segundo cocinero se ha ido a trabajar a otro hotel —le dijo Vinnie en voz baja—. Ya que no van a admitir clientes este verano... —Por desgracia —dijo Davina, en voz alta y clara—, el enemigo está entre nosotros.

Elain se volvió hacia ella con tanta rapidez que el pelo le golpeó la cara. Los demás no se inmutaron, aunque Vinnie parecía molesta. —Otra vez no, por favor —dijo Jeremy. Elain sentía que el corazón se le aceleraba, y tuvo que cerrar los ojos para evitar mirar a Math y ver si se había dado cuenta de su reacción. Por un terrorífico momento tuvo la impresión de que Davina se refería a ella. —¿Qué quiere decir? —preguntó, esperando que nadie hubiera advertido su tensión. —Todo el mundo cree que el fantasma es un bromista inocente —dijo, con voz grave—. Pero yo creo que ha cambiado. —¿Cómo? —Sí, se ha vuelto peor. Más siniestro. A veces ocurre. —¿De verdad? Nunca había oído algo así. ¿Qué puede hacer cambiar a un fantasma? Madame Arcati agitó una mano. —Puede ser por muchas razones. Nunca se sabe —se puso una mano en la frente— Yo he sentido en este fantasma una especie de resentimiento o frustración que ha debido llevar consigo mucho tiempo. Elain había oído cosas más raras, aunque no podía evitar la risa. Miró directamente a Math, por primera vez desde que se sentaron a la mesa. —¿Ha pensado en traer un exorcista? Tal vez el vicario... Davina se horrorizó al oír aquella idea. —¡No! No se debe hacer eso. No en determinadas circunstancias. —¿Por qué? Mi madre también lo dice —dijo Jan, con curiosidad. Acababa de entrar en aquel momento con el segundo plato. —No se puede exorcizar a un fantasma que ha cambiado —explicó Davina—. Es extremadamente peligroso, Elain estaba dispuesta a llegar más lejos. —Vamos, ¿desde cuándo los fantasmas son peligrosos? ¿No será que han visto demasiadas películas? —Es algo mucho más serio —la recriminó Davina. —Ya veo —se volvió hacia Math—. ¿Ha intentado un exorcismo? Él negó con la cabeza. —¿Por qué no? —Porque me gusta el fantasma. Y a la mayoría de la gente. Es una tradición, lleva en esta casa muchas generaciones. Y yo sólo llevo tres años. Sería pretencioso por mi parte decirle que se fuera. —¿Cree que es una mujer? —Sin duda. —¿Por qué? —le preguntó con curiosidad.

—Porque he acabado por conocerla, y es muy femenina —dijo, sonriendo. Elain sintió que se le ponía la carne de gallina. Ahora temblaba visiblemente, aunque no por los motivos que todos suponían. —No hay nada que temer —dijo Vinnie—. Yo he vivido con ella muchos años y nunca ha actuado con maldad. Hace algunas chiquilladas, pero con tanto sentido de humor que siempre se la acaba perdonando —se volvió hacia Math—. Sería una pena que se fuera. —Voy a tener que pellizcarme —dijo Elain, con asombro—. ¿Siempre representan esta escena con los nuevos huéspedes? Supongo que no dirán en serio que creen en ese fantasma, que vive en esta casa y todas esas cosas. Rosemary suspiró. —Ah, la limitada mente colonial. Claro, supongo que en Canadá no hay edificios suficientemente antiguos para albergar fantasmas. Aquí, querida, llevamos construyendo edificios mucho más tiempo que ustedes. La mayoría de las mansiones de Inglaterra tiene fantasmas, y sospecho que las casas pequeñas también. Es estúpido ridiculizar algo que no se conoce. Elain no supo qué decir ante aquella regañina. En realidad, no había querido ridiculizar a su fantasma, y parecía haberse quedado muda. Le habría gustado responder al ataque de Rosemary, pero lo único que sentía era aquella insoportable timidez que tan bien conocía, y la certeza de no poder contar con nadie. Miró a Math, sin saber muy bien por qué. Tal vez porque sintió que él la miraba. Encontró comprensión en sus ojos y él se inclinó hacia ella. —Siempre podrá pintar su retrato. De repente se sintió aliviada. Se vio envuelta en una oleada de risas incontrolables y contagiosas. Aquello acaparó la atención de todos, aunque Davina seguía diciendo que aquello no era algo sobrenatural, sino perfectamente científico, aunque aún no se había estudiado lo suficiente. —¿Qué pasa? ¿Cuál es el chiste? —preguntó Rosemary. Resultaba evidente que desaprobaba aquellas risas. Elain se mordió el labio y sacudió la cabeza, intentando contenerse. —No le he dicho a Elain que pinte al fantasma, sino que te pinte a ti —dijo Math, con calma. Rosemary intentó fingir que no le preocupaba. —¿De verdad? ¿A mí? No sé por qué. —Porque es una artista del color y de las formas, no de las palabras. Y por ese motivo ha estado en desventaja cuando la has insultado delante de todos. Tanto Elain como Rosemary se quedaron boquiabiertas. Elain observó paralizada cómo Rosemary se sonrojaba lentamente, desde el cuello, pasando por las mejillas y finalmente hasta las raíces del pelo. Por un momento, la mujer se quedó sin habla. Después miró su plato, a Math, y por último a Elain. Se tocó el cuello inquieta, como si llevara un collar.

—Puedo asegurarle que no he querido insultarla, querida. Espero que me perdone. Me temo que entre nosotros es una costumbre llamar coloniales a los canadienses y a los australianos, pero le aseguro que no es con mala intención, aunque sé que a ustedes les irrita. Elain estaba absolutamente desconcertada. —Ya, ya me imagino, es que... Se sumió en silencio cuando volvió a aparecer Jan. La joven sirvió el postre, a base de melocotones y crema y aprovechó el silencio para preguntar a Elain: —¿Les ha contado lo de su familia? Evidentemente no era una empleada cualquiera. Elain pensó que también debía asignarle un papel en la película. —Elain quiere aprovechar su estancia para localizar algunos familiares, ¿no se lo ha contado? Todos se sorprendieron. —¿De verdad? —¿Dónde están? —¿Quiere decir que es usted de por aquí? Cuando le dejaron hablar, se explicó. —Mi bisabuelo nació en Gales en 1879. Se llamaba Arthur John Owen. Eso es todo lo que sé. Y he pensado que tal vez podría descubrir algo más. —Elaine, acabado en e no es un nombre galés. Pero sí lo es Elain. —En mi partida de nacimiento consta el nombre sin la e —interrumpió Elain, entusiasmada— Siempre me he preguntado la razón. —¿Sí?, entonces, ¿cómo deberíamos pronunciarlo, Math? —preguntó Vinnie. —Hay que acentuar la primera sílaba. Significa «cierva», o «cervatillo», no estoy seguro. Es un nombre poco frecuente. —Puede encontrar información sobre las partidas de nacimiento en Saint Catherine House —dijo Rosemary—. Pero tendría que ir a Londres. Elain se sorprendió. —¿De verdad? Pude haberlo hecho mientras estaba allí, pero no lo sabía. —¿Ha estado en Londres? —Sí. De pronto, se sobresaltó. No sabía muy bien si les había hecho creer que había llegado directamente de Canadá. No podía recordarlo. Miró a Vinnie con nerviosismo, y después a Math. Era ridículo pensar que él sabía algo, aunque parecía muy inteligente. Se dijo que debía tener más cuidado. —Sí —continuó—. He estado en Londres, pero muy poco tiempo. Y no me di cuenta de que allí podría obtener información.

—También puede conseguirla aquí —dijo Math—. En la Biblioteca Nacional de Aberystwyth están registrados los nacimientos desde 1837. —¿Está muy lejos de aquí? —No mucho. En coche se llega en un par de horas. —Puede que vaya. —Así que es usted galesa, Elain. Debíamos haberlo supuesto —dijo Davina. Elain ya estaba un poco cansada de su sexto sentido, pero sonrío. —¿De verdad? —Tiene el pelo rojo, es un rasgo típico de los celtas. Elain se rió y se paso una mano sobre el pelo. —Sí, ya me lo han dicho antes. Pero mi bisabuelo era muy moreno, al menos así lo retrataron. Un celta muy oscuro, según he oído. —Como Math, entonces. Ella lo miró. Era evidente que tenía rasgos galeses, como se podía apreciar en las cejas y los ojos oscuros, las facciones, la nariz y la boca. Pero aquello no era lo que la ponía nerviosa. En realidad, no sabía el motivo. —¿No será descendiente del señor de la fortaleza que defendió Owen Glendower? —preguntó a Math— ¿O tal vez del propio Glendower? Él la observaba con interés. —No. Procedo del valle. Por mis venas corre sangre de mineros y granjeros. ¿A qué se dedicaba su bisabuelo? —Era constructor —dijo. Nadie más tomaba parte en aquella conversación, todos estaban atentos a lo que decían. —Construía casas —continuó— Al igual que su padre. —¿Y emigró a Canadá? —Exacto. Y allí se hizo cura. Después fue elegido para el Parlamento. —Supongo que era un buen orador —dijo Vinnie Daniels—. Los galeses lo son. —Murió cuando mi madre tenía quince o dieciséis años. Nunca le oí hablar, por supuesto. Pero mi abuelo decía que desprendía un magnetismo especial en el púlpito. Miró a Math y se lo imaginó en un púlpito, hipnotizando a los rieles con su profunda voz. Una voz que escucharía a menudo si decidía continuar con aquel asunto. Una voz que debería grabar en una cinta. Entonces se dio cuenta de que él también la miraba y parpadeó, temblando ligeramente. Por la mañana encontró una avispa en el borde de la ventana. La observó mientras se frotaba la cabeza con las patas, igual que un gato. La avispa voló con la brisa y Elain la siguió con la vista, hasta el valle. Era una hermosa mañana. El sol estaba ascendiendo por las colinas y aún no había alcanzado el valle. Pero brillaba con fuerza en el hotel. Había dejado las cortinas

descorridas, de manera que la luz del día la despertó temprano. Se lavó rápidamente y se vistió. La noche anterior había decidido seguir adelante con el trabajo, harta de conducir y fascinada con aquel lugar y Math Powys. Había muchas razones para no irse de allí: la oportunidad de pintar, el enfado de Raymond sí volvía, y el dinero. Tampoco le apetecía quedar como una tonta. Y existía otra razón, algo inexplicable que tan pronto la atraía como la repelía. Comprobó el equipo de grabación y se lo escondió entre la ropa. Aún faltaba una hora para el desayuno, de modo que decidió salir a explorar un poco. Quería ver las ruinas de la fortaleza. Al salir oyó el tintineo de los platos, a lo lejos. Abrió la puerta principal y abandonó las sombras de la casa para encontrarse bajo el brillante sol, que auguraba un día despejado y caluroso. Subió la colina y llegó a las ruinas en sólo cinco minutos. Volvió a pensar en los granjeros del valle. Les debía llevar al menos media hora alcanzar la fortaleza, sobre todo si tenían que cargar con niños, comida y sus más preciadas pertenencias. El pánico también debía suponer una pesada carga. Se preguntó si los ingleses quemarían y saquearían los pueblos a su paso. La fortaleza no le pareció muy grande, en comparación con los castillos galeses, y la mayor parte estaba en muy mal estado. Comprobó que lo que le había dicho Math el día anterior era verdad: se habían utilizado muchas de sus piedras en la construcción del hotel, y tal vez también en algunas cercas y casas del valle. Sólo quedaban una pocas piedras que permitían averiguar el considerable perímetro de las paredes. La estructura de la torre principal se mantenía en pie, igual que una edificación auxiliar que formaba parte de la muralla. Elain subió por una vieja pero sólida escalera, que estaba en el interior de la fortaleza. Hacía frío, y el lugar estaba sumido en la penumbra, aunque a mediodía el sol debía alcanzarlo de lleno. Se quedó un rato allí arriba, mirando a través de una alta saetera. Podía imaginar el castillo tal como fue, oscuro y sombrío. Sintió la presencia de una mujer que había estado allí, observando y esperando algo que no conseguía averiguar. Tal vez el retorno de su marido tras la batalla. Un hombre al que amaba profundamente, un hombre fuerte y curtido que había partido con su príncipe, y que tal vez murió en la batalla. Y aquella mujer seguía esperando oír el sonido de los cascos del caballo, que indicaría que su marido estaba vivo y volvía a ella, o que precedían al mensajero que le comunicaba su muerte. Imaginó el sonido de los cascos, resonando en la piedra, y cómo debió sentirlos aquella mujer, en todo el cuerpo, en los huesos y en el corazón, sin saber si sería su voz la que escucharía, o la de un desconocido. —¿Elain? ¿Está usted ahí? Dio un brinco como si le hubieran echado agua hirviendo encima, y estuvo a punto de caerse de la plataforma de piedra. Oyó resoplar a un caballo y miró hacia el final de

las escaleras de piedra. Entre las sombras descubrió a Math, que montaba un gran caballo negro y la miraba con curiosidad. —Hola —saludó, apenas sin voz. La figura imponente de Math la estremeció. —Supuse que la encontraría aquí. Dejó caer las riendas y se bajó del caballo, que enseguida empezó a comer la hierba que abundaba en el suelo de la fortaleza. Math fue hacia el pie de las escaleras y miró hacia arriba. Elain sintió un curioso impulso, como si perviviera en ella el espíritu de la dama del castillo y aquél fuera su caballero. Contuvo el deseo de correr hacia él y bajó las escaleras lentamente. Le habría resultado difícil explicarle su conexión con aquella mujer de otra época lejana, que esperó durante tanto tiempo a su caballero. Y por fin, aparecía, en la figura de Math. Cuando llegó a su altura, hubo un momento de silencio y ambos se miraron, como si algo inesperado fuera a suceder. —¿Necesita un guía? —dijo él. Su trabajo consistía en contestar que sí. La noche anterior había decidido que no tenía sentido aquel miedo irracional, pero a pesar de todo seguía sintiéndose insegura a su lado. Se sentía como si estuviera en el borde un precipicio, Incluso a la luz del día lo temía. —Sí, gracias —le contestó. El espeso pelaje del caballo estaba sudoroso por el ejercicio, pero Elain no pudo resistir la tentación de acariciarle el cuello. El animal respondió agitando la cabeza bruscamente y la empujo con el hocico. Elain rió y dio un paso atrás, intentando mantener el equilibrio. —Vaya, parece muy sociable. —Algunas veces —dijo Math. El caballo seguía empujando a Elain. —Debe pensar que le voy a dar azúcar. —Más bien cree que usted es el azúcar. Math estaba sonriendo, pero Elain no vio nada especial en aquello. Pensó que podía sonreír así a cualquiera. Aún así seguía encontrando una doble intención a sus palabras. De repente, empezó a sentirse agobiada por el fuerte olor del caballo, que no dejaba de apretar el hocico contra su pecho, Dio un grito y se echó hacia atrás, turbada ante aquella ridícula situación. Para ocultar su sonrojo, inclinó la cabeza Y ajustó el cable de la grabadora que llevaba sujeta al cinturón, como si pensase que el caballo podía haberlo desconectado. Al hacerlo pulsó el botón de grabación con disimulo, y aquel leve movimiento pareció devolverle la confianza. Miró a Math y se retiró el pelo de la cara.

—No pasa nada. ¿Cómo se llama? Math la miraba con tal firmeza que estuvo a punto de desconectar la grabadora, convencida de que se había dado cuenta. Pero se mordió un labio y sonrió. —Balch —respondió Math. Elain frunció el ceño. —¿Como la ciudad? —Se siente orgulloso de ser galés. Se pronuncia acabado en el sonido de la jota, como la palabra escocesa «loch». —Es muy bonito. El caballo había vuelto a comer hierba y Elain aprovechó para volver a acariciarlo. Entonces el animal alzó la cabeza y resopló suavemente en su oído. —¡Bueno, pues vete! Sé apreciar cuando alguien no me quiere. Math arqueó una ceja. —¿Está segura? Elain fingió no escucharlo, miró hacia arriba y le preguntó sobre la edad del edificio y su constructor. No había mucho que ver, pero entraron en lo que debieron ser unas habitaciones, aunque sin puertas que las separaran. Math describió lo que cada una de ellas debía haber sido. A medida que hablaba, Elain revivía las vidas de sus habitantes. Pensó que era cierto lo que se decía de los galeses, puesto que tanto su voz como aquel lugar parecían hechizarla. Salieron y empezaron a caminar hacia otra pequeña estructura. —¿Y quién vivió aquí? —preguntó. —El constructor debió ser un pequeño señor del siglo trece que debía tributo al príncipe Llewelyn. Es probable que el valle perteneciera al castillo. Elain miró a su alrededor, sonriendo. El sol ascendía sobre las montañas iluminando el valle con su luz dorada. Sentía un profundo vínculo con todas las personas que habían vivido en aquel lugar a lo largo del tiempo. —Mucha gente habrá visto la salida del sol en este mismo lugar a lo largo de siete siglos —dijo a media voz. —Yo diría que durante muchos más —dijo él—. Es probable que haya habido otros asentamientos desde la prehistoria. Antes de esta fortaleza hubo otra, probablemente de la época del rey Arturo. Anteriormente, los romanos estuvieron aquí, y antes que ellos, los celtas. Elain lo observó mientras hablaba de sus ancestros, y pensó que tal vez aquello era lo que le inspiraba sentimientos tan contradictorios. —¿Y qué construyeron? Math señaló un punto a lo lejos. —En aquella elevación del terreno quedan restos de una fortificación, que debe datar del primer o segundo siglo antes de Cristo.

Elain lo miró. —¿Es usted historiador? Math dudó antes de contestar. —Se podría decir que sí. —¿Por qué decidió comprar el hotel? La cinta continuaba grabando y Elain se sintió una tramposa. Desconfiaba de aquel hombre y su voz no la hacía sentirse mejor. Normalmente, le costaba mostrar interés por alguien que le desagradaba tanto. Como había ocurrido con Stephen, su tutor en la universidad. Todos insistían en lo buen profesor que era y lo mucho que iba a mejor su rendimiento con él, pero ella no lo soportaba. Odiaba tener que hablar con él. —Estaba buscando algo en el pueblo, y resultó que Vinnie vendía su castillo. Mi familia procede de las inmediaciones, y es más que probable que tuvieran que pagar tributo al señor del castillo —sonrió—. Lo encontré irresistible. —¿A qué se dedica un historiador? —A veces doy clases. Pero sobre todo me gusta escribir. No parecía tener muchas ganas de dar explicaciones. —¿Y qué escribe? —Artículos, y algún libro. —¿Sobre Gales? —Algunas veces. —¿Podría leer algo? Hizo aquella pregunta sin saber muy bien por qué. Intentó convencerse de que no quería obtener más información sobre él, sino sobre sus propios antepasados. Math se quedó en silencio, mirándola. —Bueno, si prefiere que no lea nada, no importa —añadió Elain. —Al contrario, me halaga su interés. Elain no lo creyó. —¿Cómo era la fortaleza celta? —preguntó—. ¿Qué tipo de vida llevaban? Miró la elevación del terreno, que no le sugería nada. Sólo era un pequeño montículo de tierra, cubierto de brezo y matorrales. —Generalmente, elegían terrenos secos y empleaban madera en sus construcciones. Si está interesada en ver alguna, en mis libros puede encontrar reproducciones —dijo Math—. Se alimentaban a base de trigo y cebada. Construían fortificaciones muy resistentes y con complejos sistemas de defensa, lo cual indica que a menudo debían hacer frente a guerras tribales. —¿Cree que los granjeros subían del valle para obtener protección? —preguntó. —Supongo que lo venían haciendo desde hace dos mil años siempre que había una guerra. Elain imaginó que podría pintar un cuadro que abarcara todos los períodos por los que había pasado aquella zona: construcciones celtas, guarniciones romanas, el castillo de

uno de los nobles de Arturo y la fortaleza de Llewelyn, más tarde de los defensores de Owen Glendower. —En esta fortaleza había una mujer, esperando —dijo como en sueños. —¿Si? —No hablo de un fantasma. Estaba esperando a un hombre que nunca regresó. —¿Cree que no? No quiso confesarle que ella también esperó una vez a un hombre que nunca volvió, y tal vez aquélla era la razón por la que sentía la presencia de aquella mujer con tanta fuerza. —¿Cómo eran de altas las construcciones en la época de Arturo? ¿Serían como ésta? Se debieron librar muchas batallas en otras fortalezas anteriores, ¿no es verdad? Él no contestó, invitándola a continuar con su sueño» —No podría decir en qué época vivió —volvió a hablar de la mujer—. Hace quinientos anos, o tal vez mil. —Supongo que las mujeres han estado esperando a los hombres desde que se inventaron las guerras. —Sí, pero, ¿quién era esta mujer? Me gustaría pintarla. Math la observó un momento detenidamente. —¿Cree que puede tratarse de nuestro fantasma? Aquella pregunta la hizo volver de su ensueño. —¿Qué? Oh, no. No creo que esta mujer sea un fantasma. Es sólo que estuvo tanto tiempo esperando que es fácil sentir su presencia. ¿Sabe a lo que me refiero? —Sí —dijo. —No me suelen pasar estas cosas. Pero siento algo especial y quiero pintarlo. Realmente puedo sentirla, no como una idea, sino como una personalidad. Empezó a dar forma al cuadro en su mente y se dio cuenta de que no necesitaba ver con claridad a la mujer. Podía ser un ojo que observara tras una saetera; o una figura distante en el baluarte. Había cosas más importantes que el color del pelo. Caminaron sobre la hierba hacia la pequeña estructura en ruinas que se encontraba al lado de la fortaleza. Había una verja y varios letreros de madera que advertían que el lugar era peligroso. Elain se asomó para echar un vistazo. —¿Corre peligro de derrumbarse? —Ha habido algún hundimiento. Lleva cerrado desde la guerra. Alguien se cayo en un agujero y se rompió una pierna. Probablemente fuera un pozo, así que el que se cayó tuvo suerte de poder salir. De vez en cuando viene algún turista, y es mejor que esté cerrado. Elain metió la cabeza entre dos barrotes para ver mejor. Era mucho más pequeño que el edificio central y no tenía subdivisiones interiores. —¿Qué cree que ...?

No pudo acabar la pregunta, porque uno de los barrotes se desprendió y estuvo a punto de caerse. De no haber sido por Math, que la sujetó con fuerza por la cintura, podía haber ocurrido una desgracia. —No debería acercarse tanto a esta zona —dijo, una vez que ella se incorporó—. No quiero que pase la noche en el fondo de un pozo. —Ni yo tengo intención de trepar por él —dijo—. ¡El maldito barrote ha cedido! ¡No soy idiota! El comentario no merecía una reacción como aquélla. Estaba nerviosa y desconfiaba de él. Al sujetarla, Math había podido tocar la grabadora, y era posible que hubiera sentido la vibración que indicaba que estaba en marcha. Aún la estaba sujetando, tenía su mano izquierda alrededor de la cintura y la derecha sobre la cadera. Se volvió para mirarlo. Sus ojos eran muy oscuros. —Lo siento —dijo. El corazón le latía con fuerza y no sabía por qué sentía tanto miedo. Sabía que, aunque Math supiera quién era y fuera el responsable del incendio, no le haría daño, puesto que aquello despertaría la curiosidad de las autoridades. Se dijo que era una estupidez considerarlo un peligro. Aun así, no podía librarse de la sensación de que, de un momento a otro, le daría un golpe en la cabeza y la tiraría al fondo del pozo.

Capítulo 4 —ESTÁ OTRA vez aquí —anunció Rosemary. —¿Quién? —dijo Jeremy mientras bostezaba. No le gustaba levantarse temprano, pero al haber disminuido el número de huéspedes del hotel, el personal también era más reducido, y en consecuencia, nadie le llevaría el desayuno a la cama a hurtadillas. Jan no se dejaba impresionar por sus lazos familiares. —Esa mujer, el fantasma —explicó Rosemary a Elain, mientras removía su café—. Esta mañana, en mi habitación, me cayó hollín de la chimenea en la cara. Te lo digo yo, es maligna. Davina asintió con énfasis, pero tenía la boca demasiado llena de tostada con mantequilla y mermelada como para hablar. Jeremy cogió la cafetera. —¿Y qué estabas haciendo en la chimenea? —preguntó con falsa sorpresa. Elain se atragantó con una miga y empezó a toser. —Me pareció oír a un pájaro que se había quedado atrapado y fui a ver. —Tal vez el pájaro le echó el hollín —sugirió Elain. A Rosemary le desagradaba tanto que alguien pudiera poner en duda la existencia de¡ fantasma que desechaba cualquier explicación racional. Irritada, sacudió la cabeza. —¿Por qué le preocupa tanto el fantasma?, ¿tiene miedo? Davina se tragó el trozo de tostada que estaba masticando. —Mire, querida, yo estoy convencida de que el fantasma provocó el incendio. Y tenemos miedo de que ocurra otro incidente que pueda ser fatal. Gracias a Dios, esta vez no ha muerto nadie. Elain ya había conectado la grabadora hacía rato. De modo que arqueó las cejas y preguntó: —¿Cree que fue el fantasma? ¿Es posible? —Por supuesto, Si un fantasma es capaz de pasar a un plano físico, deja de ser un mero fenómeno extraño. Se convierte en algo diferente, mucho más completo de lo que el término implica. Y esos son los fantasmas que corren el riesgo de transformarse. Le llegó el turno de servirse a Elain. —¿Es usted médium, Davina? —Creí que se había dado cuenta. Querida, soy psíquica. Puedo captar la presencia de los espíritus. —Como Madame Arcati. —¿Cómo dice? —Ya sabe, aquella película estupenda de Margaret Rutherford. —Ya sé quien es Madame Arcati —dijo con frialdad—. Yo no soy médium.

—Tengo una compañera de piso que es una entusiasta del cine. Se aclaró la garganta, consciente de que había estado a punto de hablar demasiado. —Tiene una enorme colección de videos —continuó—. Yo siento debilidad por las películas de los años treinta y cuarenta. Me encanta Margaret Rutherford, en especial en Blithe Spirit. ¿A usted no? —Jeremy, ¿puedes pasarme la mantequilla? —dijo Davina. Elain se dio cuenta de que la había ofendido. —Bueno, es una comedia, claro —dijo débilmente— Pero no queda en mal lugar. Quiero decir que hizo un buen trabajo, ya que consiguió que la esposa volviera. Después recordó que no había sido así exactamente. Tal vez había sido la doncella, que tenía poderes sin saberlo. —Ya —dijo Davina. —Mi hermana se toma muy en serio su trabajo —le aclaró Rosemary. —¿Es usted profesional? Entonces, ¿Math la llamó para pedirle consejo? Davina parecía necesitar tiempo para recobrarse y contestó Rosemary en su lugar. —No —dijo—. Vinimos hace unos años a La Dama Blanca, de vacaciones y por pura casualidad, y entonces oímos hablar del fantasma. El año pasado volvimos, Solemos pasar el verano en Gales y esta zona nos gusta especialmente. Entonces mí hermana no dijo nada, pero le preocupaban algunos cambios que había observado en el fantasma. Pero era pronto para prevenir a nadie, sobre todo teniendo en cuenta que aún no sabían que era una profesional. Por supuesto, no solemos hablar de esto. —Claro —dijo Elain. Elain pensó divertida que, desde que la había conocido, no había tenido ningún reparo en hablar del tema. —Este año hemos vuelto —continuó—, porque mi hermana está investigando para escribir un libro sobre los fantasmas de Gran Bretaña. Quería incluir éste, y para ello tenía que comprobar si se iba a manifestar los cambios que esperaba. En efecto el fantasma se ha transformado. Vinimos y encontramos el hotel casi en ruinas. —¿Nadie las avisó? —Estábamos de viaje —Davina continuó con la historia—. No podían localizarnos de ninguna manera. Cuando llegamos, todavía se sentía el olor del humo —se estremeció—. Fue horrible. Creo que no había estado tan aterrorizada en mi vida. ¡Fue todo tan rápido! Parece increíble que un viejo edificio de piedra pueda arder así. Fue una suerte que no ardiera entero. —Gracias a los esfuerzos de Math, sobre todo —intervino Jeremy—. Por supuesto, yo también ayudé. Fue un trabajo realmente duro, hasta que llegaron los bomberos. Yo, personalmente, había perdido las esperanzas de poder contener el fuego. —¿Cómo empezó? —preguntó Elain—. ¿Cómo puede un fantasma provocar un incendio?

Se llevó la mano a la grabadora para comprobar que seguía en marcha. En una ocasión, había conseguido una conversación incriminatoria y después de dio cuenta de que la grabadora estaba desconectada. —Empezó en el sótano —dijo Jeremy—. Bajo el salón. Los peritos de la compañía de seguros estuvieron por aquí intentando descubrir el origen. —¿Qué dijeron? —No lo sé con exactitud, pero aún no han pagado. Math quiere empezar con la reconstrucción cuanto antes, pero mientras no reciba el dinero no podrá. —Entonces, ¿no descubrieron la causa? —Al parecer, había un poco de gasolina en la bodega, de la que nadie sabía nada — dijo Rosemary. —Dos latas grandes. Llevaban ahí desde la guerra. En aquel momento, Vinnie Daniels entró en la habitación como una bocanada de aire fresco y Elain sintió que el ambiente se animaba. —Buenos días a todos —saludó—. Me temo que me he quedado dormida. Se sentó junto a Elain, y sonrió mientras cogía una taza y un platillo. —Querida, ¿tendría la amabilidad de servirme un poco de café? —Por supuesto. Elain llenó la taza de porcelana y le ofreció leche y azúcar. —Estábamos hablando del incendio. Es sorprendente que esa gasolina llevara allí tanto tiempo. Vinnie puso una pequeña cantidad de azúcar en el café y lo agitó vigorosamente. —Lo sorprendente es cómo llegó hasta allí. Estoy segura de que la gasolina nunca se guardó en el sótano. Al menos no desde la guerra, porque mi padre lo limpió en 1948, cuando compró el edificio —miró a Rosemary y después a Elain—. Tal vez no lo sepa, querida. Mi padre compró la casa después de la guerra y la transformó en hotel. Mi marido había muerto en Arnhem, así que me vine aquí con mis padres. Se lo vendí a Math hace tres años, cuando ya me resultaba muy difícil dirigirlo. Aquello aclaró algunas cosas que Elain no comprendía muy bien. —¿Y aún veranea aquí? —Vivo aquí de forma permanente —contestó—. Es el único hogar que he tenido en cincuenta años, Math consintió en dejar que me quedara hasta el día de mi muerte. —Tal vez había gasolina y tú no lo sabías —Insistió Rosemary—. Esa parte del sótano es tan pequeña y tan húmeda que supongo que nadie tendría ganas de entrar. A fin de cuentas, los agentes del seguro encontraron las latas, o lo que quedaba de ellas. —No había latas con gasolina en esa parte del sótano —Insistió Vinnie. Rosemary la observó con el ceño fruncido, como si dudase de su cordura. —Estaban allí desde el último inventario de 1942. Es lo que Math les contó. ¿Cómo demonios se explica eso?

—¿Usted qué cree que ocurrió, Rosemary? —preguntó Elain. —Una de las latas debió empezar a gotear. Creo que el calor o una chispa provocó el incendio. —Y un espíritu es capaz de general calor —añadió Davina. —Por supuesto —dijo Jeremy—. También generan frío. A menudo suelen causar corrientes de aire, y los llamados puntos fríos. Por supuesto, Althorpe tenía un fantasma. Alguna vez lo vi, cuando era pequeño. —Los niños pueden verlos —intervino Davina. Elain rió para sí, imaginando cómo iba a salvar aquel problema la compañía de seguros. Pero Raymond quería un trabajo concienzudo y, si aquello suponía incluir fantasmas, así sería. —¿Cree que el fantasma vivió aquí? Quiero decir, mientras vivía. —Sin duda —contestó Davina. —No hay duda de que ésta era su casa —añadió Vinnie. —Por supuesto —dijo Rosemary. —Pero, ¿por qué querría quemarla? ¿Adónde iría? Davina pareció ponerse en guardia. —Bueno... No continuó la frase. —No hay razón para que se volviera maligna —dijo Vinnie—. Y, desde luego, ella no tenía motivos para quemar la casa. Tiene demasiado sentido del humor como para hacer algo tan estúpido. —Los fantasmas inteligentes son los que tienen más probabilidades de cambiar — dijo Davina, nerviosa. Era evidente que el sentido común de Vinnie la incomodaba. —Creo que eso es muy poco probable. De cualquier forma, ¿cómo lo demostrarías? —dijo Vinnie. Bebió un sorbo de su café, con tranquilidad. —Tal vez Davina podría elaborar un test de inteligencia para fantasmas —sugirió Jeremy. Un poco más tarde, y ya en su habitación, Elain escuchó la conversación que había grabado. Raymond decía a menudo que aquellos aparatos eran estupendos para realizar operaciones secretas. Resultaba muy fácil grabar sin que nadie se diera cuenta. La grabadora de Elain era sencilla y siempre llevaba una cinta de un curso de idiomas. Siempre se encargaba de que la gente supiera que estudiaba italiano, lo cual no resultaba sospechoso en una artista que algún día quería ir a pintar a Italia. Y así, si alguien se daba cuenta de que lo que se oía por sus auriculares eran voces, en vez de música, no se sorprendería.

Pero el aparato tenía espacio para una segunda cinta, que no se veía, y era en ella donde Elain grababa las conversaciones. Siempre que trabajaba para Raymond llevaba la grabadora, y solía ir con los auriculares, que ocultaban el micrófono, alrededor del cuello o en las orejas. La gente pensaba que Elain era una de aquellas personas que siempre iban pegadas a su aparato, y nadie le daba importancia. Y se estaba volviendo una experta en italiano. Tomó algunas notas sobre las conversaciones que habían mantenido durante el desayuno, pero no descubrió nada que pudiera interesar al cliente de Raymond. Todos conocían la causa del incendio, y Elain no podía imaginar que la compañía de seguros fuera a aceptar la idea de que un fantasma había generado el calor suficiente para prender las latas de gasolina. Lo más interesante era la insistencia de Vinnie de que en el sótano no había gasolina. Tal vez por aquel motivo la compañía sospechaba de Math Powys. Apuntó la fecha y la hora de la grabación y guardó la cinta en un compartimiento secreta de su maleta. Nunca borraba ninguna cinta antes de que el caso estuviera resuelto, puesto que el comentario más insignificante podía resultar ser una prueba. Después cogió la cinta en la que había grabado la conversación con Math. No había nada importante en ella, pero quería escucharla. Anotó la fecha y la hora en una pequeña etiqueta y se la pegó. Después la introdujo en el pequeño aparato y la rebobinó. —¿Cómo se llama? Escuchó su propia voz, más intensa que de costumbre por la cercanía del micrófono. —Balch. Se preguntó por qué motivo habría grabado aquella conversación, si en ningún momento había hablado del fuego. —¿Como la ciudad? Aquella voz profunda la estremecía. Decidió apagar la grabadora, puesto que no le apetecía escuchar aquella voz más de lo necesario. —Parece que han salido todos de una película —dijo Elain. Estaba llamando desde el teléfono de pueblo, ya que en su habitación no tenía, y llamar desde el vestíbulo del hotel no le parecía recomendable. —¿De verdad? ¿De cual? —dijo Raymond. Elain rió. —Eso es lo que estoy intentando imaginar. El título podría ser algo así como El mundo está loco, loco, loco, pero ya existe una película con ese título, y no tiene mucho que ver. —¿Qué tienen de raro?

—Son un atajo de excéntricos. Siempre había oído hablar de la excentricidad de los ingleses, pero no imaginé que pudieran colocarlos a todos juntos en el mismo sitio. —Depende del sitio. Es probable que en el manicomio de Bedlam tengan más de los que les corresponden. Raymond tenía la capacidad de hacerla sentirse mejor. Poseía un agudo sentido del humor, y siempre sabía hacer los comentarios adecuados para tranquilizarla. Elain no tenía mucha facilidad de palabra, así que era una cualidad que admiraba en los demás. —Y hay un fantasma —añadió—. Se llama Jess y creo que tiene ya unos cuantos siglos. —Bueno, no creo que sea una sospechosa —dijo Raymond. —En eso te equivocas. Le contó la teoría de Davina acerca del incendio. —Está muy bien —dijo él—. Pero no es lo suficientemente sólida. Dudo que podamos demostrar legalmente que un fantasma ha tomado parte en el siniestro, aunque sea cierto. —¿Saben que Vinnie era la antigua propietaria? —dijo Elain de repente— Está convencida de que en el sótano no había gasolina. ¿Por eso sospechan los del seguro? —No —contestó Raymond—. No lo han dicho claramente, pero creo que recibieron un soplo. Era evidente que Math Powys tenía un enemigo, alguien que quería hacerle daño del modo que fuera. Por la tarde cogió el caballete y los útiles de pintura y se fue a pintar frente a la fortaleza en ruinas. Se sentó y contempló el White Lady y el valle que se extendía a lo lejos. En el lado opuesto se levantaba la figura de Cadair Idris sobre el cielo. Lo que decían de las montañas galesas era cierto. No eran muy altas, pero estaban perfectamente proporcionadas. Pensó que la mujer misteriosa debía haber contemplado aquella misma vista, mientras caminaba junto a las almenas o miraba por la diminuta ventana. Probablemente, el paisaje no había cambiado mucho desde entonces. Se preguntó si también habría ovejas en las laderas de las colinas. Los campos no debían haber estado tan despejados y no habría coníferas, aunque el bosque sería mucho más extenso y abundarían los robles, los fresnos, las hayas, los olmos y los alerces. Casi podía verlos cubriendo el valle. Imaginó a la mujer entre las almenas, frente a aquel extenso panorama. Las mujeres de aquella época debían esperar semanas, tal vez meses, antes de tener noticias de sus maridos. Aquel hombre podía haber ido a las cruzadas, en cuyo caso pasarían años. Años de espera, ansiando su regreso. Mientras pintaba recordó que ella misma había esperado durante varias semanas, repitiéndose como una oración: «Dijo que volvería. Lo prometió». Al principio, todo el mundo había sido muy amable con ella. Intentaban convencerla de que no volverían, no

porque no quisieran, sino porque era imposible. Ella no quería reconocerlo, Al final, la gente que la rodeaba se asustó, y aquel temor se convirtió en crueldad. Le gritaban que habían muerto, que sus padres habían muerto, y que nunca más volverían a casa. La mujer de la fortaleza debía presentir la verdad. Pero tal vez no quiso desconfiar de la palabra de quien había prometido que volvería, puesto que el hecho de no regresar significaría que había muerto. Él volvería si tenía oportunidad, y por lo tanto, debía mantener la esperanza y esperar, porque no creer que fuera a cumplir su promesa sería igual que traicionarlo. Y lo único que podía hacer era esperar. Si él no volvía, la vida no tenía sentido. Elain observó el lienzo y se concentró en la silueta de la mujer, que estaba de espaldas, con las manos apoyadas en el alféizar de piedra. Debió haber suplicado a Dios que salvara a su marido. Escuchó ruido de pasos sobre las piedras y se volvió. Allí estaba, delante de ella, con sus ojos oscuros y el rostro impenetrable, escudriñándola con la mirada. Y por un momento, creyó que tanto ella como la mujer habían deseado a un tiempo el regreso de su amado. —¿Qué quieres? —preguntó. Su voz sonaba ronca. Elain lo miró, atónita y temblorosa. —¡Math! —susurró. —¿Qué ocurre? —dijo él—. Me has llamado, ¿no? Elain estaba confusa. Parecía que el cerebro no le respondía. Miró un momento en dirección al hotel, en la ladera de la colina. —No —dijo—. ¿Cómo te iba a llamar? Se observaron durante unos segundos. A Elain le temblaban las manos y dejó caer el pincel. Math se acercó, y Elain tuvo la sensación de que sus destinos estaban unidos a través del tiempo y del espacio. La paleta resbaló al suelo. Math la recogió, y entonces Elain se echó en sus brazos. Se abrazaron con fuerza y por primera vez se sintió a salvo. Cuando se besaron, un escalofrío recorrió su cuerpo, haciéndola estremecer de la cabeza a los pies. Sentía la necesidad de escapar de allí, pero al mismo tiempo deseaba entregarse a él. Le ofreció la boca y recorrió su cuerpo con las manos, temblando al sentirlo tan cerca de ella. Math le echó la cabeza hacia atrás y la besó en la garganta, y después siguió la línea del cuello hasta el hombro. Elain gimió y escuchó su voz, que murmuraba palabras sin sentido en su oído. Volvió a besarla en la boca y la rodeó con los brazos. Entonces la miró y deslizó una mano sobre su rodilla. Un minuto después, todo pareció nublarse. La llevó hasta la hierba, y ambos se tendieron sobre el verde lecho.

Capítulo 5 LA HIERBA le parecía muy suave, como si la propia tierra la quisiera abrazar. Todo era perfecto, incluso el trino de un mirlo sobre sus cabezas y el balar de las ovejas en la distancia. Yr wif i yn dy garu di, oyó junto a su oído, Fy nghalon i. Todas las criaturas del mundo decían las mismas palabras, y ella los comprendía. —Math —gimió. En aquel momento, el mirlo respondió al canto de su compañera. Math le acarició el cuello, los hombros y las mejillas con manos temblorosas, mientras Elain sentía que su corazón se aceleraba. Estaban en otro mundo, rodeados por la naturaleza, el sol y la música. Y se besaban siguiendo una suave melodía. Elain le acarició el pelo, tan tupido como la hierba sobre la que descansaban. Él la besó en la boca, y después en el oído y en la mejilla. —Eres preciosa —dijo. Apenas era consciente de sus propias palabras. Continuó besándola y hablándole. Le desabrochó la camisa y se la abrió para besarle los hombros y después los senos. Elain sintió que le hervía la sangre. En sólo un momento había pasado de un extremo a otro, de no sentir nada a verse desbordada por la pasión. —No —dijo, asustada—. No. Math levantó la cabeza y la miró, sonriendo. Tenía los ojos encendidos por el deseo y le temblaban los brazos. —¿Qué pasa? —preguntó, cada vez más excitado. Pero no obtuvo ninguna respuesta. Ella lo empujó a un lado. —¡No! —gritó. Math seguía tendido a su lado, abrazándola. Elain sintió que todo su cuerpo se ponía tenso. —Ya veo —dijo él. Respiró profundamente, y un mechón de pelo le cayó en la frente. Había fuego en sus ojos cuando la miró. Los cerró, y cuando volvió a abrirlos, el brillo había desaparecido. Se levantó de su lado. Elain temblaba y estaba conmocionada como si acabara de sufrir un accidente. Se sentó y dejó caer la cabeza hacia delante. Tenía frío y se sentía mareada. —Lo siento —dijo—. No puedo. Math suspiró. —No importa. Elain empezó a llorar, preguntándose cómo había podido suceder algo así. —No puedo, lo siento. —Ya lo veo.

Math guardó silencio mientras lloraba. Después la estrechó entre sus brazos, como haría un padre, para calmarla. —Tranquila. Le acarició el pelo y dejó que llorara contra su pecho. Cuando Math se fue, Elain se quedó frente al caballete, contemplando el valle. Aún había luz suficiente, No le apetecía pintar en absoluto, pero tampoco quería volver al hotel y que la vieran en aquel estado. De modo que cogió la paleta y se sentó. Afortunadamente, había caído con el óleo hacia arriba. Cogió el pincel. Se había concentrado más en la figura de la mujer y el valle apenas estaba esbozado. Decidió seguir con el paisaje, ya que en aquel momento, no tenía la paciencia necesaria para continuar pintando los detalles de la figura. Observó el valle, y puso un poco de blanco, negro y gris marengo en la paleta. Después empezó a pintar. Pintó el valle a través de los ojos de la mujer, frío y apagado, estéril, abandonado, un lugar donde las semillas nunca germinaban. Un valle sin vida, donde la savia se congelaba en los troncos y la sangre se secaba en las venas. Donde la oveja no respondía al cordero, el sol brillaba con frialdad en un cielo gris y había un invierno permanente. Donde ni siquiera había lugar para la putrefacción, porque todo lo que se descompone supone una promesa de vida. Mientras pintaba, las lágrimas se secaron en sus mejillas, y no volvió a llorar. Más tarde, cuando decidió recoger sus cosas, echó en falta la grabadora, De mala gana, se volvió hacia la fortaleza y entró en ella. El sol empezaba a descender en el cielo, pero aún así alcanzó a ver el aparato, tirado en el suelo. Se limpió las manos en los pantalones y lo recogió. Se lo colocó en la cintura y se puso los auriculares alrededor del cuello. Miró a su alrededor, hacia la hierba que cubría el lugar como una alfombra, y se preguntó qué había pasado. Tal vez se habían dejado llevar por el deseo de la mujer misteriosa. Dio la vuelta y volvió junto al caballete. Miró el cuadro con indiferencia. Parecía distinto, como si no lo hubiera pintado ella. Observó aquel paisaje desolado y terrible, algo que nunca se había permitido pintar, frío y desagradable. Le habría gustado tacharlo con unas franjas rojas que dijeran: «Existe la vida, existe la belleza, aunque no se encuentre en mí. Pero triunfará. Debe triunfar». Escuchó una voz interior que decía «ésta es mi vida. He pintado mi propia vida, vacía y sin sentido». El sol ya se ocultaba tras un grupo de árboles. Hacía frío, y Elain estaba tiritando. Cubrió el lienzo mientras se preguntaba quién había estado a punto de hacer el amor con Math y quién había pintado aquel cuadro. Debía descubrirlo. Tenía que pensar.

Todos estaban tomando té en el jardín y la llamaron para que se uniera a ellos. Elain sonrió y estuvo un rato charlando con el grupo. Después les dijo que tenía que guardar los lienzos y se llevo una taza de té a la habitación. Una vez allí, abrió la ventana de par en par y se echó en la cama. Se sentía desbordada por los acontecimientos y se arrepintió de haber ido a aquel lugar. Debería haber puesto una excusa a Raymond cuando le dijo que se trataba de un incendio. Había algo extraño en su interior, algo incomprensible que no tardaría mucho tiempo en descubrir. Se despertó porque no podía respirar. Sentía una especie de asfixia, pero en la oscuridad no podía saber que su tos se debía al humo. Había un enorme estruendo, un ruido que no había oído nunca y que la aterrorizaba. Caminó hacia la puerta y la abrió. La oscuridad desapareció y vio una intensa luz roja y brillante y un mar de llamas que subía por las escaleras. Un objeto ardiendo le cayó en el pecho y le prendió el pelo. Empezó a gritar. Entonces apareció su padre, abriéndose paso entre las llamas, le apagó el pelo con las manos y la cogió en brazos para llevarla al dormitorio. Sintió que el pecho de su padre se estremecía con la tos, y el balanceo de su cuerpo cuando levantó una pierna para romper la ventana. Alguien gritó desde abajo: —¡Salta!, ¡Salta! Había gente corriendo por todas partes. —¡Richard! —gritó su padre—. Voy a tirar a Elain. ¿Podrás cogerla? Elain sintió el aire frío de la noche y se abrazó al cuello de su padre. —¡No! —gritó. En aquel momento lo quería más que nunca. Sentía un amor tan intenso que parecía que el corazón se le iba a desgarrar. —¡Salta conmigo! —imploró—. ¡Salta tú también! Su padre la abrazó con fuerza durante unos segundos. —Tengo que ir a buscar a tu madre —dijo—. Después iré contigo, Elain. Después. —¡Prométemelo! —gritó ella. Pero en aquel momento, la arrojó al aire helado y su llanto fue barrido por el viento. Unos brazos la cogieron y la dejaron en la nieve. Estaba jadeando, con la cara y el pecho quemados y congelados a la vez. Después empezaron a alejarla de la casa, que ardía como una tea. —¡Papá! ¡Papá! —gritó. El techo se hundió con un rugido infernal. Se despertó en otra clase de infierno, blanco y vacío, en el que sólo había lugar para el dolor.

Unos desconocidos se acercaban de vez en cuando y la observaban a través de un cristal, hablaban entre ellos y tomaban notas. Nadie la tocaba. Y cuando lo hacían, utilizaban guantes. Sus rostros eran tristes y sacudían la cabeza cuando la miraban. Elain pensó que no la tocaban porque estaba sucia y fea. Y todo el tiempo sentía un profundo dolor. Moverse, e incluso respirar, le resultaba doloroso. Pero sentía mucho más dolor cuando cobraba consciencia de lo que había ocurrido. Al cabo de una eternidad vio rostros conocidos tras el cristal. Sus abuelos, que lloraban y trataban de sonreír a un tiempo. —Mi pobre niña —decía su abuela. Pero su rostro estaba triste. Su abuela tampoco la tocó. Entonces pensó que realmente debía haberse vuelto horrible, puesto que su abuela la quería y siempre la abrazaba y la acariciaba. Pero nunca entraron en la horrible crisálida blanca que la envolvía. Siempre se quedaban fuera, llorando y saludándola. —¿Dónde está mi padre? —preguntó a las personas de blanco. Pero siempre se volvían, incómodos, sin contestar. —¿Dónde está papá? —preguntó a sus abuelos—. Prometió que volvería. —Ahora no puede venir, cariño —le respondieron— No puede. —Fue a buscar a mamá —dijo—. ¿La encontró? Dijo que después vendrían. —No puede venir ahora —dijo su abuelo. Su abuela estaba llorando y no podía hablar. —¿Cuándo van a venir? Pero entonces no obtuvo respuesta. Al cabo de un momento, su pregunta fue otra. —¿Van a volver? Pero tampoco respondieron. Se hizo la misma pregunta en su corazón, deseando encontrar una respuesta. «Volverá», se dijo. Y como aquellas palabras no la consolaron, gritó con determinación: —¡Volverá! ¡Tiene que volver! Un día llegó su abuelo con una de las personas de blanco. —Me temo que vamos a tener que hacerlo. Lo hemos aplazado tanto como hemos podido, pero no se ha recuperado. El daño es demasiado profundo. Después de aquello empezó a experimentar diferentes tipos de dolor. Le dolía la pierna casi a la altura de la cadera, y vio que allí también tenía un vendaje. —Todo ha marchado muy bien —dijo el hombre de blanco a su abuelo—. Espero que responda favorablemente al injerto. Después se encontró en la cama en la que dormía cuando visitaba a sus abuelos. Iba a verla mucha gente y cuando la miraban, sonreían con tristeza, sacudiendo la cabeza.

—Era una niña muy guapa —decían a su abuelo—. Es una pena. Notaba algo raro en el pelo, pero no sabía qué era. Su madre solía cepillárselo por la mañana y por la noche, y las dos se reían mientras se lo medía. Le decía hasta qué parte de la espalda le llegaba, y recordó que, en poco tiempo, pasó del centro de la espalda hasta la cintura. Ahora su abuela sólo se lo cepillaba a la altura de la cabeza y jamás dejaba que se mirase en el espejo cuando terminaba. Le dolía cuando la peinaba, pero aun así un día le preguntó: —Abuela, ¿por qué no me lo cepillas entero? Entonces su abuela empezó a llorar, dejó el cepillo y se cubrió la cara con las manos, sollozando. Estaba sentada sobre la tapa del inodoro y Elain se volvió para abrazarla. —No llores, abuela —dijo—. Cuando papá vuelva, todo se arreglará. El llanto de la abuela aumentó y cogió a la niña en sus brazos. —Mi niña, tu papá no va a venir. No va a volver nunca más. Mi cielo, ¡tu pobre pelo!, ¡tu pobre cara! Le acarició la cara y la besó con dulzura. Sus labios estaban mojados por las lágrimas. —Cariño, me gustaría tanto que pudiera volver, pero es imposible. Está con tu madre, y con Dios. —¿Y cuánto tiempo se va a quedar con Dios? —preguntó Elain. —Para siempre, mi niña —dijo su abuela, más calmada—. No va a volver. Pero nos tienes a nosotros, y te queremos muchísimo. Entonces comprendió que su pelo y su cara ahora eran horribles y por aquella razón su padre no volvería. El siempre le había dicho que era muy guapa, y le encantaba su pelo largo y brillante, por lo que según le iba creciendo, su madre y ella se lo contaban orgullosas. Su madre solía adornárselo con una cinta. Cuando su padre llegaba a casa, salía a recibirlo y él la miraba y le decía, «¡Esta noche estás guapísima! ¿Te has puesto esa cinta por mí?» —¡Ponme una cinta en el pelo! —le dijo a su abuela—. Así vendrá papá. Pero no surtió efecto. Su abuela tenía razón. Nunca volvería. La ventana se cerró de golpe a causa del viento. Elain se incorporó y miró el reloj. Tendría que darse prisa, si quería cambiarse antes de cenar. Se metió en la ducha, deseando que el agua limpiara también sus recuerdos, pero le resultaba. imposible conseguirlo con una ducha británica, ya que en aquel país, las duchas consistían en unos tubos de goma que se encajaban en los grifos de la bañera. Le resultaba difícil mezclar el agua fría con la caliente, y tan pronto salía helada como ardiendo. Pero ya tenía experiencia con otras duchas parecidas y estaba inmunizada. Se volvió y dejó que el agua le cayera en la cara.

Volvió a la habitación y se secó, evitando mirarse en el espejo de cuerpo entero hasta que estuvo en ropa interior. Después se observó durante un momento. Tenía unas piernas largas y musculosas, unas caderas estrechas pero redondeadas, y una cintura esbelta. Pero su pecho... Se dijo que era idiota por pensar en Math como lo hacía. Aunque todo su pasado volviera ahora advirtiéndola del peligro, debía afrontar el hecho de que había ido allí para investigar si Math había tenido algo que ver con el incendio. Sería estúpida si se encariñaba con él. El único hombre que le había interesado en mucho tiempo, era del que más debía desconfiar. Sonrió al pensar en las ironías de la vida. Por cruel que pareciera, su pasado suponía una ventaja. Estaba segura de que en otras circunstancias se habría arriesgado más. Se conocía lo suficiente para saberlo. Descubrió que lo temía porque sentía algo especial por él. Tenía que haberlo supuesto desde el principio. Debía haber imaginado antes de que la tocara que debía evitar su contacto. Imaginó qué habría pasado en la fortaleza si ella se hubiera dejado llevar, si hubiera dejado que Math la desnudara. Era como estar bajo la ducha, tan pronto sentía el frío del miedo como el calor del deseo. De cualquier forma, quedarse allí ya suponía un peligro. De repente reparó en la hora. Era muy tarde y aún tenía el pelo empapado. Fue hacia el tocador y cogió el secador. Desenredó el cable y buscó un enchufe. No había ninguno a la vista. La lámpara de la mesilla debía estar conectada al único enchufe de la habitación. Se agachó y tanteó la pared bajo la cama, pero no encontró nada. Supuso que estaría más arriba, tras el cabecero. La cama era demasiado pesada para moverla, y sólo podía empujarla en una dirección, de manera que también tendría que desplazar la mesilla. Lo hizo y el cable llegó al tope, de manera que la lámpara estuvo a punto de caerse. La cogió a tiempo, pero se golpeó en la rodilla con la mesa. Se le cayó la toalla de la cabeza y el pelo le tapó los ojos, impidiéndole ver, pero se las ingenió para dejar la lámpara en la cama y evitar que se rompiera. Sonaba una especie de tintineo, como el de una campana. Pero Elain estaban tan absorta en lo que estaba haciendo que apenas se dio cuenta. Se echó el pelo hacia atrás, se inclinó y empujó la cama con todas sus fuerzas. Pudo desplazarla unos centímetros. Después se arrodilló con el secador en la mano, volvió a tantear la pared, y por fin encontró un enchufe triple. Conectó el aparato, se levantó y puso en marcha el secador. En aquel momento sonó un pequeño estallido y el secador se paró definitivamente. Bajó a cenar con un vestido de seda, de color crema y sin mangas. Llevaba el pelo, aun mojado, recogido con un pañuelo. Varios candelabros iluminaban el comedor, y la gente reía y bromeaba en varias mesas. De repente, Elain se dio cuenta de que aquella noche había más comensales. —¿Cómo ha podido cocinar Myfanwy a la luz de un candil? —preguntó una mujer.

—Creo que Myfanwy podría cocinar con los ojos vendados —respondió la voz profunda de Math, que sonaba divertida. Elain estaba temblando e hizo un esfuerzo para entrar en la habitación. —Hola, Elain. ¿Dónde le gustaría sentarse? Era la voz de Jan, que apareció entre la penumbra. Había una mesa vacía en un rincón de la habitación, que estaba iluminada por los últimos rayos del sol. —¿Allí?—sugirió. —Enseguida le traigo la carta. Elain se dirigió hacia la mesa y de repente se encontró frente a frente con Math. La acompañó y le retiró la silla de la mesa. Elain se sentó en el momento en que aparecía Jan, y Math cogió la carta. —¿Te importaría traer otra, Jan? —preguntó. Después se sentó con toda naturalidad en la silla que había frente a la de Elain, como sí llevara años haciéndolo. Abrió la carta y se la ofreció. —Los champiñones al ajillo de Myfanwy son la sugerencia para esta noche —dijo, sonriendo—. Te los recomiendo. Elain lo miró y no dijo nada cuando Jan volvió con la otra carta y un candelabro para la mesa. Tan pronto como se fue, bajó la cabeza y dijo: —Lo siento. Estaba sujetando el menú con fuerza entre las dos manos, pero cuando Math extendió el brazo, lo soltó y le ofreció una mano. Él se la llevó a los labios y le besó la punta de los dedos. Después la miró a los ojos, con la llama de las velas reflejada en las pupilas. —No me pidas perdón —dijo. Le soltó la mano, como si intentara refrenar sus impulsos, y Elain se estremeció. Math cogió la carta y la abrió. Era muy limitada. Tenía dos o tres opciones para cada plato, y la lista sólo ocupaba una página. —¿Qué me dices de los champiñones? —preguntó. Su voz sonaba más natural. No quedaba ningún rastro de la tensión que se respiraba unos minutos atrás. Elain asintió y él sonrió. —Bien. ¿Qué te parece el filete de segundo? Si no te gusta, la tortilla de verduras es excelente. —Prefiero el filete. Math levantó una mano y Jan fue hacia ellos. Tomó nota de sus pedidos rápidamente. —Y una botella de Mouton Cadet —le dijo Math cuando se iba a llevar la carta. —¿Te gustaría venir conmigo a Aberystwyth mañana? —preguntó, una vez que Jan se fue. —¿Vas a ir?

Pensó que aquella pregunta era estúpida. Math asintió. —¿Estará abierta la biblioteca? —siguió preguntando Elain. —Allí es donde quiero ir. Elain estaba segura de que estaría a salvo con él, y quería averiguar algo más acerca de sus ancestros. —De acuerdo —dijo. En aquel momento, entró en el comedor Rosemary, acompañada por su hermana. —Estoy segura de que ha sido el fantasma. ¡Siempre eligiendo el momento más inoportuno! Math se volvió hacia ella. —Jess nunca juega con la electricidad, Rosemary —dijo. Elain sonrió. —¿Por qué no? —Porque no la entiende. En sus tiempos, no existía —contestó, riendo. —Yo no estaría tan segura —dijo Rosemary. Caminó hacia una mesa y esperó a que Jan encendiera el candelabro. —Estaba caminando por la habitación, y cuando llegué al final de la alfombra se fue la luz. Seguro que es uno de sus trucos. —Créeme, la electricidad en esta casa tiene el suficiente carácter como para causar por sí misma este tipo de incidentes. Es un simple cortocircuito, y en cuanto Evan lo encuentre, lo arreglará —le dijo Math. De repente, Elain lo miró con gesto culpable. —¡No me había dado cuenta! Estaba intentando enchufar el secador de pelo cuando se fue la luz. Ocurrió tan deprisa que no pensé... ¿crees que puedo haberlo causado yo? Math estalló en carcajadas. —Jan —llamó—. Ve y dile a Evan que mire el enchufe de la habitación de Llewelyn. Después se volvió hacia Rosemary y se encogió de hombros, divertido. —¿Lo ves? A Jess le gustan más los candelabros. Cuando tengas problemas con alguno, podrás decir que es culpa suya. —Creo que no comprendes a nuestro fantasma —dijo Rosemary, y se sentó. Frente a ella, la luz del candelabro empezó a disminuir hasta desaparecer. Todos empezaron a reír y varias persona gritaron: —¡Hola, Jess! ¡Cuanto tiempo sin verte! Elain también reía, pero se detuvo bruscamente y frunció el ceño, al oír un tintineo. —¿Qué es eso? Se volvió, intentando oír mejor. —¿Qué es eso? También lo oí hace un momento en mi habitación. —¿Qué? —Es un tintineo, como el de una campanilla o algo parecido. No puedo describirlo. ¡Ahora!, ¿lo oyes?

—Continuamente. No todo el mundo puede. Algunos dicen que es la risa de Jess. Según la tradición, suena como una campanilla. Elain sonrió involuntariamente. —Es como una risa contagiosa, ¿verdad? Y hace que te apetezca reír. Math alzó las manos. —Vaya. Jess te da la bienvenida al White Dame. A lo largo de la hora siguiente, estuvo nerviosa ante la cercanía de Math. Le prestaba toda su atención y era sumamente amable. Sentía un magnetismo especial, pero al mismo tiempo, desconfiaba. Era como si Math se encontrara al otro lado de un precipicio, y si se dejaba arrastrar por él, caería al fondo. Otros hombres habían intentado seducirla en el pasado, pero nunca había tenido problemas para desembarazarse de ellos. Sus intentos por atraerla fueron demasiado bruscos, y sus pretensiones tan evidentes que muchas veces había tenido que hacer un esfuerzo para contener la risa. Pero Math era diferente, era encantador. Con él podía hablar de lo que de verdad le apetecía y siempre demostraba interés. Desprendía un aire de tolerancia, como si conociera todos los detalles sobre su vida y los aceptara. Analizaba su carácter como un granjero analiza la tierra, que por muy fértil que sea, también tiene un lugar para la ruina y la desolación. Aquello era lo que la desorientaba, aunque con toda seguridad no podría explicarlo con palabras. Era como si la estuviera pintando. Ella amaba los temas que elegía para sus cuadros, cualquiera que fuera el motivo que tuviera para pintarlos, y a pesar de sus imperfecciones. Era como una invitación para que bajara la guardia, y sentía miedo. Veinte años atrás, la había bajado, y después se sintió completamente indefensa. De repente, recordó que debería estar grabando la conversación. Miró de reojo el bolso que tenía en el regazo. Dentro estaba la grabadora, desconectada. —En un día lluvioso apetece más pasar el tiempo en una biblioteca —dijo Math—. Si mañana hiciera sol, tal vez te apetecería más ir a Cadair Idris. Se sintió como si hubiera caído en una trampa. Parecía que Math supiera lo difícil que le resultaba alejarse de él, su lucha interna por intentar confiar, y lo mucho que lo necesitaba, Volvía a sentirse indefensa, como en el pasado. —No sé si voy a pasar aquí el tiempo suficiente para hacer todo lo que quiero — dijo, sonriendo. —Entonces tendremos que retenerte. Lo dijo espontáneamente, como si no tuviera importancia. Pero Elain sintió que su corazón se aceleraba, como si se sintiera amenazada.

Abrió el bolso para sacar un pañuelo. Aprovechó para conectar la grabadora, cerró el bolso y lo dejó sobre la mesa. Ahora se encontraba mejor, como sí todo estuviera controlado. A fin de cuentas, estaba desempeñando su trabajo. —Desde luego, este sitio es precioso —dijo con sinceridad—. Creo que podría pasarme años pintando aquí. Pero supongo que la paz se va a quebrar pronto. Él la miró. —¿Sí?, ¿por qué? —Bueno, supongo que querrás reconstruir el hotel. ¿Empezarás pronto? Se encogió de hombros. —Hasta que el seguro no pague, no me puedo permitir muchos gastos. Y no parece que vaya a ser pronto. —¿Por qué no? La pregunta les sonó igual de falsa a los dos. Pero él no lo demostró. —Imagino que están buscando pruebas de que el incendio fue provocado. Es la excusa de siempre. —¿Y crees que las encontrarán? Quiero decir, ¿crees que fue provocado? Math volvió a encogerse de hombros. —Las circunstancias fueron extrañas. Nadie recuerda haber visto las latas de gasolina en el sótano. Aun así, debían de tener más de cincuenta años. De todas formas, no comprendo quién querría hacer algo así y por qué. Elain frunció el ceño. —Y aparte de ti, ¿quién más podría beneficiarse?¿los nacionalistas galeses? —Yo desde luego, no —dijo con un aire absolutamente sincero—. Los nacionalistas galeses provocan incendios a veces, pero nunca, hasta ahora, en las propiedades de los galeses —le explicó—. Resultaría asombroso que hubieran decidido incendiar un hotel que los ingleses vendieron hace tres años. Y desde el incendio, he tenido que despedir a doce empleados, todos ellos galeses, y de este pueblo. No creo que estuvieran interesados en algo así. Elain insistió. —¿Y no hay nadie más? —Si hay alguien que quiera causarme algún daño, nunca lo ha demostrado. Nadie se ha interesado por este lugar desde que lo compré, y Vinnie dice que ni siquiera antes había tenido ninguna oferta. El hotel no se ha renovado desde la guerra, y como ya habrás observado, las cañerías son de la época victoriana. Sin embargo, los turistas siempre exigen habitaciones con cuarto de baño y calefacción central. Nunca está completamente lleno, ni en temporada alta, y los clientes no empezaron a comer en el restaurante hasta que contraté a Myfanwy. Hablaba como si estuviera haciendo un esfuerzo y como si algo le preocupara. —Entonces, ¿por qué lo compraste? ¿Tienes intención de hacer algunos cambios?

Según le había dicho Raymond, aquello era lo que la compañía de seguros sospechaba. Que Math había incendiado el lugar para obtener el dinero necesario para modernizarlo. —Tengo intención de restaurarlo —dijo. Elain parpadeó. —¿Qué? —No quiero un hotel. Quiero hacer desaparecer todo lo que pertenezca al estilo victoriano y todos los cambios que se han hecho desde la guerra, para intentar recobrar el aspecto original. La habitación de Llewelyn, que es donde tú estás, ya ha sido reformada. —¿Y después? Math le cogió la mano, con aire ausente, y la tomó entre las suyas. La volvió y se quedó contemplando su palma. —Después viviré aquí, claro. ¿Qué más puede haber? —¿Y no puedes hacerlo ahora? Math le acarició la palma de la mano y Elain sintió un escalofrío desde la espalda hasta la cabeza. Cerró la mano y la retiró. —Claro que puedo. Y lo voy a hacer. Pero el fuego ha destruido los preciosos artesonados del siglo diecisiete, y en el salón del ala había un tapiz del siglo quince que era una auténtica pieza de museo. Va a ser muy difícil reemplazarlo, incluso si el seguro paga todo su valor. El tono de su voz se había oscurecido. —¿Qué representaba? —Era una escena del Mabinogion. «El Sueño de Rhonabwy». ¿Lo conoces? Elain había oído algo acerca de las leyendas épicas de Gales, pero no las conocía a fondo. Negó con la cabeza. —Nunca he escuchado ninguna de esas historias. —«El Sueño de Rhonabwy» cuenta una partida de gwyddwyll jugada entre Owein ap Uryen y el Rey Arturo. El tapiz los mostraba jugando entre las tiendas y pabellones de varios ejércitos, como el de Rhuvawn el Radiante de Deorthach, Caradawg Strong Arm, March ap Meirchyawn Cadwr, conde de Cornwall. Las tropas se habían reunido allí para luchar con Arturo contra Osla, el Caballero Negro. —Cuánto me habría gustado verlo —comentó Elain. Le fascinaba oír hablar a Math acerca de aquellos caballeros y su leyenda. —Sí. La mujer que lo tejió era toda una artista de la aguja. La historia describe los colores de los caballos y de las huestes, y habían sido perfectamente reproducidos en el tapiz. —¿Tienes alguna fotografía de la escena? Math negó con la cabeza.

—Había quedado con un fotógrafo especializado en obras de arte en octubre, cuando acabase la temporada turística. —Lo siento —dijo Elain. —Yo también. Sobre todo porque... De repente se detuvo. —¿Por qué? Math suspiró. —Era irreemplazable. Es imperdonable por mí parte no haber tomado más precauciones. Era una pieza histórica que había llevado todo una vida confeccionar, y en unos pocos minutos, el fuego la ha destruido. Incluso me habían propuesto que lo vendiera a un museo, pero me gustaba tenerlo aquí. —¿Cuánto podría valer? —Calculo que algo más de cincuenta mil libras. —Vaya —dijo Elain. Pensó que no era una cantidad tan grande como para preocupar al seguro. A fin de cuentas, un buque petrolero podía costarles cientos de millones. —Aunque en una subasta, ni se sabe —dijo Math—. Normalmente, los tapices bordados no tienen el mismo valor que los tejidos, que pueden llegar a valer medio millón. Pero éste representaba una escena poco frecuente, y se encontraba en muy buenas condiciones. Y, por supuesto, el hecho de que formara parte de la historia y la tradición de Gales aumentaba su valor. —Aun así, cincuenta mil libras son bastante dinero. Él rió. —Pero no ha sido tasado en esa cantidad. Hace veinte años se valoró en cinco mil libras. Ha debido ser obra del diablo, que ha intentado demostrar que valía más —la miró apesadumbrado— No, ha sido una verdadera pérdida. No hay nada positivo en esta historia.

Capítulo 6 ELAIN se sentó en la cama con la pequeña cinta en la mano. Estaba segura de que Math no lo había hecho. Difícilmente podían creerlo sospechoso cuando iba a recibir tan poco dinero. Cogió un bolígrafo y las etiquetas y anotó la fecha, poniéndole un asterisco para recordar que era una conversación importante. Después pegó la etiqueta en la cinta. Suponía que su trabajo acababa allí. Pensó en llamar al día siguiente a Raymond, quien sin duda le diría que volviera. Decidió tomar algunas notas para dar a Raymond datos más precisos, e introdujo la cinta en la grabadora. La cinta tenía una duración total de hora y media, por las dos caras. El micrófono se activaba con la voz, de manera que en los intervalos de silencio se desconectaba automáticamente. Elain rebobinó la cinta hasta el principio de la primera cara, se puso los auriculares y pulsó el botón para reproducirla. Yr wyf i yn dy garu di, volvió a escuchar a Math, y dio un brinco, sorprendida. Se preguntó qué demonios era aquello. Fy nghalón i. Y después oyó su propia voz susurrando «Math, Math». Su corazón se aceleró. Desconectó el aparato. Se preguntó cómo podía haber ocurrido. Tal vez la grabadora se había puesto en marcha cuando él la cogió en brazos, o cuando la dejó en la hierba. No quería escucharlo. No quería volver a experimentar el pánico que la atormentaba. Decidió borrar la cinta. Raymond se la pediría, y no estaba dispuesta a permitir que nadie escuchara aquello. Pero, lentamente, sus dedos alcanzaron el aparato y volvieron a ponerlo en marcha. «Eres preciosa», escuchó en su profunda e hipnótica voz. Aquello era lo que más la desconcertaba, porque ella no era bonita. Se preguntó qué habría hecho si él no hubiera pronunciado aquellas palabras. Pero recordó que fue en el momento en que Math le tocó los senos cuando se sintió aterrorizada. Cuando empezó a desabrocharle la camisa. Levantó la vista hacia el espejo de cuerpo entero. Contempló el oscuro pelo rojizo, las delicadas cejas que se curvaban, exóticas, sobre los ojos grises, la suave piel y la boca carnosa. Se preguntó si era hermosa. Otros hombres se lo habían dicho antes, pero jamás le había afectado tanto como cuando Math lo hizo. Nunca había necesitado creer lo que le decían. Tal vez fuera hermosa, a pesar de todo. «Eres preciosa.» Se levantó despacio, como si estuviera hipnotizada, y se acercó al espejo, memorizando las palabras de Math. Sólo estaba encendida la lámpara de la mesilla, y bajo su tenue luz sintió una especie de coraje y determinación que no había experimentado

antes. «Preciosa», había dicho Math, y después repitió aquellas extrañas palabras, que tal vez significaban lo mismo en galés. Yr wff i yn dy garu di. Detuvo la cinta y se sentó en el sillón que había junto al espejo. Se quitó el pañuelo del pelo y lo tiró al suelo. Después se agachó para coger el borde inferior de su vestido, se lo quitó por encima de la cabeza y lo dejó en el sillón. Se quedó un rato en ropa interior, y por fin se llevó los brazos hacia atrás para desabrocharse el sujetador. Se lo quitó y liberó sus senos tersos y bien formados. Por primera vez en muchos años, era capaz de mirarlos. No había necesitado injertos en la cara gracias a que, en el incendio, su padre le había apagado las llamas del pelo rápidamente. Se había quemado una oreja y parte del cuero cabelludo, pero afortunadamente la cara recuperó su aspecto normal con el tiempo. Se le había curado, pero habían transcurrido casi dos años antes de que le desapareciera el tono rojizo de las quemaduras, y durante aquel tiempo, se había visto extraña. Tenía la parte izquierda de la frente y de la mejilla de un color rojo intenso, y el resto de un blanco inmaculado, como si media parte de la cara estuviera sonrojándose continuamente. Incluso los adultos se lo comentaban. Los niños habían sido muy crueles. Algunos simplemente estallaban en carcajadas al verla, y ella se sumió en una furia y un dolor mudos, que incrementaban aún más el tono rojizo de su piel. Hasta que le creció el pelo, no pudo ocultar de ninguna manera la punta quemada de la oreja, ni la calva que tenía tras ella. «Oye, piel roja, ¿tu padre era medio indio o qué?» «Alguien ha intentado cortarle la cabellera.» «Ha debido ser su padre medio piel roja.» Incluso los profesores demostraban a veces una increíble indiferencia, sin mostrar ninguna comprensión por la causa de su cambio de comportamiento. La niña que antes era brillante ahora era insociable y taciturna, y ante aquel cambio, respondían con sarcasmo, dejándola perpleja y desesperanzada. «Antes conocías la respuesta, Elain. Por favor, esfuérzate o pensaremos que también te has quemado el cerebro.» Al cabo de dos años, todo pareció volver a la normalidad. El pelo le cubrió la calva y creció lo suficiente para ocultar la oreja, que había cicatrizado bien. El color rojo de la cara desapareció. La gente olvidó que alguna vez había estado desfigurada, y la propia Elain, poco a poco, empezó a olvidar cómo se había convertido en una niña desagradable y fea, en una sola noche. Una vez que el dolor desapareció, apenas prestó atención a la marca cuadrada de su pecho. Su abuela siempre le compraba bañadores poco escotados, y la gente no parecía fijarse en la zona oscura que procedía de la piel del muslo. Pero entonces empezaron a crecerle los senos. En el instituto tenían piscina, y los vestuarios eran comunales. Un día escuchó: «Dios mío, Elain, tienes un pezón más grande que el otro». Se miró en el espejo y comprobó que era verdad.

Volvió a experimentar la humillación y la vergüenza al tomar consciencia de su deformidad. Estaba desesperada por parecer normal y fue a un médico, pero no pudo hacer nada. La explicación era muy sencilla: la piel del muslo no era tan flexible como la del pecho. Probablemente, sus senos nunca serían iguales. Tendrían el mismo tamaño, porque la piel de la parte inferior del pecho compensaría la falta de elasticidad. Pero el pezón izquierdo, arrastrado por la piel del injerto, siempre estaría erguido, y el parche siempre tendría un color ligeramente diferente, que se acentuaría si tomaba el sol. Sin embargo, se podía considerar afortunada. Aquello no impediría que pudiera dar el pecho a sus hijos. Podía haber muerto en el incendio, pero sobrevivió y sólo le quedó una pequeña deformación. Le costó algún tiempo, pero acabó por aceptarlo. Y aunque nunca dejó de sentirse deforme, cuando las chicas la preguntaban acerca de la marca, contestaba: «Fue en un incendio. Tuve mucha suerte». Y descubrió que su propia aceptación evitaba las reacciones violentas que tanto odiaba. Pero aquello fue antes de conocer a Greg. Se apartó del espejo, cogió la parte superior del pijama apresuradamente, y se la puso. Se acostó y apagó la luz. Recordó que Greg también pensaba que era hermosa, hasta que la vio desnuda. Y no se arriesgaría a pasar otra vez por aquello mientras viviera. Se encontró con Math en el desayuno. —No voy a ir contigo a Aberystwyth —le dijo—. Creo que prefiero pintar. —Va a estar despejado todo el día —dijo Math—. Es un buen día para ir a la montaña. ¿Te apetece ir de picnic a Cadair Idris? —Gracias, pero quiero pintar —repitió, con decisión. —Los picnics de Myfanwy son la envidia de todos los invitados no residentes. No pudo evitar reír. Pero sabía que debía vencer la tentación. De lo contrario, la situación se le podría ir de las manos. —En otra ocasión. Pero estaba segura de que no habría otra ocasión. Con un poco de suerte, se iría aquel mismo día. Él sonrió, y aquello fue como un bálsamo para su corazón vacío y desolado. Pensó que no podía irse de allí con tanta rapidez. Math se marchó unos minutos más tarde. Elain sintió que se alejara de ella y se sentó sola, frente a su café, hasta que llegaron Vinnie y Jeremy. —¿Hoy también va a pintar? —preguntó Vinnie. —Probablemente, pero primero necesito hacer un poco de ejercicio. He pensado en dar un paseo hasta el pueblo. ¿Saben cuánto se tarda en ir a pie? El día anterior había ido en coche. —Media hora por la carretera. Pero si quiere disfrutar del paisaje, vaya por la senda para excursionistas. Pasa por la fortaleza, en el otro lado de la colina, y baja unos

veinte metros desde la muralla. Si va hacia la derecha llegará al bosque, y Pontdewi está solo a veinte minutos. Elain subió hacia la muralla y se abrió paso entre los arbustos. Después, subió unos escalones para cruzar la valla de piedra que separaba el terreno del hotel de los pastos para las ovejas. Al verla, unas cuantas desconfiaron y salieron corriendo. —No voy a haceros daño —gritó Elain. Pero no parecía que la comprendieran. La senda continuaba junto a la valla de piedra y después se desviaba hacia el bosque. Fue un paseo agradable y tranquilo, y pronto se encontró en la vieja cabina de teléfonos, donde empezó a revolver en sus bolsillos en busca de monedas. —Has trabajado rápido —dijo Raymond, cuando escuchó las noticias—. Informaré al cliente. Llámame dentro de un par de días. —¿Puedo irme ya a casa? —casi le imploró. —¿Qué te pasa, pelirroja? ¿Estás ansiosa por volver a la gran ciudad? —le preguntó, imitando el acento norteamericano. —Bueno... —Perdona —interrumpió—, no quiero acabar tan pronto con este asunto. Mi cliente no ha sido totalmente sincero, y me gustaría que te quedaras más tiempo, hasta que todo se aclare. Aquello echaba a perder sus planes. Colgó el teléfono y se quedó un momento en la calle, con el sol a su espalda. En el pueblo sólo había un bar, George, y una diminuta tienda que también era la oficina de correos. Nada más. Según el letrero de la puerta, en George ofrecían cafés por las mañanas, y por las tardes servían la merienda en la terraza. Elain cruzó la carretera. Entró en el bar y pidió un café y unas pastas. —Usted se aloja en el White Lady, ¿no es verdad? —le preguntó la camarera—. Fue una pena lo del incendio. Mi cuñada trabajaba para Math, pero ahora apenas tiene clientes ¿no? —Sólo unos pocos —respondió Elain. —Qué pena. Elain era la primera clienta de la mañana y la camarera parecía tener ganas de charla. —Me pregunto cómo empezaría el fuego —dijo Elain. —Bueno, está claro que no fue Jess, tal y como dicen esas mujeres —respondió la camarera, con vehemencia. Elain conectó la grabadora, ya un hábito en ella. —¿Usted no cree que el fantasma haya cambiado? —Nunca he oído que a otros fantasmas les haya pasado —dijo—. Como ellas son profesionales, o como quiera llamarlo, supongo que lo sabrán. Pero conocemos a Jess. Ella nunca habría provocado un incendio. Se limita a bromear y a reír.

—Sí, ya la he oído. La camarera sonrió. —¿De verdad? Eso significa que le cae bien. ¿Lo sabía? Elain asintió. —La gente suele mentir al respecto —continuó la camarera—. Pero siempre se nota quién la ha oído y quién no. —¿Le importaría ponerme otro café, Gwen? Al oír aquella voz, Elain se volvió con tanta brusquedad que estuvo a punto de tirar el suyo. que ibas a Aberystwyth —le increpó. Y pensaba hacerlo —dijo—. Pero tan pronto como llegué al mar, me di cuenta de que era una pérdida de tiempo pasar el día en una biblioteca. No solemos tener tan buen tiempo en Gales. Así que volví para ver si te apetecía ir a nadar al mar. La camarera le sirvió el café. —Me dijeron que venías al pueblo —continuó diciendo a Elain—. Creí que ibas a ir a pintar. Por la expresión de su cara, Elain supo que la había atrapado. Se sonrojó. —Bueno, pretendo hacerlo. Pero me apetecía hacer un poco de ejercicio antes de empezar. —La natación es estupenda. Y el mar está a pocos minutos. Math cogió la taza de café y le echó azúcar. Después miró a Elain con una sonrisa. Antes de que pudiera contestarle, la preguntó: —¿Estabas hablando de Jess con Gwen? Afortunadamente, no había llegado a tiempo para oírlas hablar del incendio. —Sí. Es algo bastante peculiar, ¿no te parece? —¿Tú crees? Después de todo, ella forma parte de la vida aquí, como las ovejas y las cañerías viejas. —¿Piensas hablarme de ella alguna vez? Aquella pregunta resultaba extraña para alguien que pensaba irse al día siguiente, pero Elain apenas lo advirtió. —Claro —respondió Math. Apuró el café, se levantó y dejó unas monedas sobre la mesa. —Vamos —dijo. —¿Qué? —Te hablaré de Jess en la playa. Elain llevaba un bañador verde, poco escotado y con anchos tirantes, que ocultaba la marca. Math llevaba un bañador negro de algodón, que no era nada ajustado, pero le quedaba muy bien. El reflejo del sol en el mar los deslumbraba, y el aire era tan puro que los pulmones acostumbrados al de Londres no podrían soportarlo. Nadaron un rato y después, se tumbaron en las toallas. El momento inevitable llegó.

—Tienes la piel muy blanca. ¿Has traído crema protectora? Math había llevado una sombrilla, pero Elain tenía tantas ansias de sol que no quiso ponerse en la sombra. Pero tenía razón, podía quemarse fácilmente. —Está ahí —dijo. Math le alcanzó el bolso. Elain, como un animal domesticado, buscó en su interior, sacó un tubo grande de protector y se lo dio. Entonces él le desató los tirantes y se los bajó. Eran meramente decorativos. El bañador llevaba ballenas que hacían que se sujetara solo y los tirantes habían sido diseñados para atarse alrededor del cuello o en un lazo, por debajo del pecho, pero Elain nunca había mostrado los hombros en público, y se sentía desnuda. Se llevó las manos al pecho, y entonces se ruborizó al pensar en lo estúpido de su comportamiento. Se inclinó mientras Math le extendía la crema por la espalda. Había comprado el bañador en una tienda especializada en mujeres operadas de mastectomía, pero no por ello dejaba de tener estilo. Era de corte alto en la parte inferior, y tenía un amplio escote en forma de triángulo en la espalda para compensar el escaso escote de la parte delantera. A medida que Math extendía la crema, Elain tomaba consciencia de lo amplio que resultaba el escote trasero del bañador. Math cubrió cada centímetro de sus hombros, cuello y espalda, y algunos más, Deslizó los dedos bajo el bañador, a la altura de los tirantes y después en el lugar en que acababa el escote. Elain se estremeció y tuvo que morderse el labio para no gritar. Sentía como una corriente eléctrica, todo su cuerpo se estremecía ante aquellas caricias tan deseadas. No podía decir ni hacer nada, estaba como hipnotizada. Sabía que debía detenerlo, pero también era consciente de que si movía un solo músculo no sería para apartarse de él. Si se pusiera en pie, las piernas no podrían sujetarla. —Date la vuelta —dijo Math. El sonido de su voz era como otra caricia, y le hacía temblar. Se volvió, con las manos aún en el pecho, sujetando los tirantes. Con un solo dedo, Math le extendió la crema sobre la piel de la cara, sobre la nariz, bajo los ojos y alrededor de la boca, en un gesto cargado de erotismo. Le retiró las manos del pecho, con delicadeza, y subió los suaves pliegues de la tela. Elain mantenía los ojos cerrados y continuaba mordiéndose los labios cuando, por fin, Math descubrió la marca de su piel. No observó ningún cambio en su comportamiento, nada que la indicara que lo había visto, pero era imposible que le hubiera pasado desapercibido bajo la luz del sol. —Me quemé —dijo Elain. Math acarició sus senos. —Vaya, lo siento.

Entonces, con suma delicadeza, Math le aplico la crema en la parte descolorida que tenía sobre el pecho izquierdo. Ella sintió un escalofrío. Abrió los ojos y apenas podía respirar, como si le faltara el oxígeno. Después sintió sus labios en el mismo lugar, y el pelo oscuro de Math le hizo cosquillas en el cuello. —¿Qué estás haciendo? No sabía muy bien si podía más el miedo o la rabia que sentía. Math levantó la cabeza y la miró. —Te estoy besando. —No lo hagas —dijo Elain—. No. Él frunció el ceño y la miró, desconcertado. —¿Por qué? —Me quemé aquí —dijo tontamente, como una chiquilla—. Es piel injertada. —¿Te duele cuando te toco? —preguntó sorprendido—. Parece que está curado. —No —dijo Elain. —Estupendo. Math sonrió con una expresión que no le había dado tiempo a descifrar cuando ya la estaba besando de nuevo. Y aquel beso fue electrizante. Después le puso crema en los brazos y en las piernas, y ella tembló bajo sus manos. No la tocaba con ninguna intención, pero cuando llegó a la altura de los muslos, no la necesitó. Ni cuando le acarició la parte interna del codo o la planta de los pies. Su cuerpo tradujo aquel contacto, y si él hubiera decidido hacer el amor con ella en la playa, apenas habría podido negarse. Cuando acabó, Elain sintió que una sombra la cubría y supo que Math había colocado la sombrilla. Después se tumbó a su lado. Elain no podía sentir ni la toalla ni la arena bajo su cuerpo. Le parecía estar levitando. Se dejó llevar por aquella sensación. Un insecto se posó un segundo en el brazo, y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. —¿Estás dormida? —preguntó Math. Elain pensó que debía estar bromeando si pensaba que se podía dormir en aquellas circunstancias. No había estado más despierta en su vida. Se lamió los labios y saboreó el gusto mentolado de su protector labial. —No. —¿Estás preparada para oír la historia del fantasma? No tenía ni idea de lo que estaba hablando. Le sorprendió que quisiera hablar de un fantasma en un día de playa soleado, y cuando ella estaba levitando a causa de la excitación. —Muy bien —dijo. No tenía intención de protestar. —Se llamaba Jessica —empezó a explicarle—. Según dicen era descendiente del constructor original de la casa, su única hija. Aunque algunos dicen que sus padres

tuvieron otro hijo, enfermo, al que nunca quisieron. Jess era una niña preciosa y se convirtió en una bella jovencita, a la que su padre adoraba. A los diecisiete años, le eligieron un marido, un buen partido. Pero ella estaba enamorada del hijo de uno de los vasallos del pueblo. Probablemente fuera un granjero, aunque nadie lo sabe con certeza. —¿Con quién quería casarla su padre? —preguntó Elain. Empezaba a interesarse por la historia, a pesar de su estado físico. —Con el hijo de su hermana, que estaba casada con un señor. Pero Jess se negó. Su amante fue a pedirle su mano a su padre, y le dijo que ella ya le había entregado su corazón, y jamás podría pertenecer a otro. —¡Qué valiente! —exclamó Elain. —Demasiado. Fue azotado por su osadía. Y envió al padre un mensaje, que decía que si no le concedía su permiso, se fugaría con ella y jamás vería a sus nietos. —¿Le dijo eso al señor del feudo? Suena un poco arriesgado. Elain abrió los ojos y lo miró, porque en algún momento, tenía que hacerlo. Math estaba tumbado junto a ella, apoyado en un codo. Lo veía a través de una nube, como si tuviera un aura alrededor. —¿Y si su padre la encerraba? —preguntó Elain. Math rió, mostrando sus perfectos dientes blancos. Elain tembló y volvió a cerrar los ojos. —Dicen que el amante era un maestro de las artes ocultas, ya que él se las ingenio para entrar en la casa sin ser visto. También dicen que, a menudo, pasaba las noches en su cama sin que nadie se enterara, y se iba antes de que amaneciera. Otros dicen que la había hipnotizado, y no hace falta mucha imaginación para descubrir que pretendía ganar sus favores sexuales. Elain no podía entender aquello. Hacía mucho tiempo que nadie pretendía obtener sus favores sexuales, pero aquel día vio que podía ocurrir. —En realidad, no se sabe si Su amante empleaba artes ocultas, pero Jess aceptó fugarse con él —prosiguió Math. Elain deseaba que dejara de emplear la palabra «amante». En su boca cobraba un significado especial, lleno de promesas. —Pero la noche que planearon la fuga los descubrieron. La doncella los traicionó, y encerraron a Jess en la casa, con un vigilante en la puerta. —Vaya —tomó aire— ¿Y a él lo mataron? —Nadie lo sabe. Desapareció cuando se vio rodeado. Dicen que se convirtió en un pájaro y escapó. Con aire ausente, extendió un poco de crema que se había quedado hecho un pegote en el brazo de Elain. Elain estaba sudando. Deseó que volviera a besarla. —Llamaron a un mampostero del pueblo para que construyera un muro frente a la puerta—explicó Math.

—¡Dios mío! —Elain se incorporó y se sentó—. ¿Quieres decir que la emparedaron y murió de hambre o algo parecido? Math negó con la cabeza. —No en aquel momento. Jess estaba embarazada de su amante, y al cabo de unos meses, tuvo un bebé sano, al que puso el nombre de su padre. Pero ella murió poco después. El nieto que dio a su padre fue el único que tendría, la única oportunidad de dejar sus tierras a alguien de su propia sangre. Cogió el tubo de crema solar y miro a Elain levantando una ceja. —¿Me pones un poco en la espalda? —Claro. Se dio la vuelta y Elain se arrodilló a su lado. Su cuello y los músculos de sus hombros le parecían muy fuertes. Apretó el tubo y le puso un poco de crema. Después, nerviosa, empezó a extendérsela. Tenía al piel muy caliente. También sudaba, y la mezcla del sudor con la crema le resultaba especialmente erótica. Se preguntó si aquella piel sabría a sal, y si sus labios serían tan cálidos como sus manos. Pensó que resultaba muy fácil entregarse a alguien en aquellas circunstancias. —De otra forma —continuó Math—, tendría que dejárselas a los hijos de su sobrino. Y no era lo que él deseaba. —Entonces, ¿se las dejó al hijo del siervo, el hombre con el que prohibió a su hija que se casara? Tenía los muslos empapados en sudor. El día era realmente caluroso. Se preguntó si sería normal que la gente sudara al hacer el amor. Descubrió un lunar en el hombro de Math, pero el resto de su espalda estaba inmaculado. Tenía la piel suave. Le frotó los hombros y cuando llegó al cuello, él suspiró. —Qué bien —dijo, como si le gustara sentir las manos de Elain. Tenía las manos fuertes; pintar desarrollaba los músculos. Empezó a masajear el cuello de Math, y sintió que toda su energía y vitalidad fluían desde su sangre hasta ella, y de ahí al corazón. Era como si estuvieran envueltos en una nube de calor. Math también tenía los muslos empapados en sudor, Observó sus pantorrillas, cubiertas de un fino vello oscuro y manchadas de arena. —Sin duda. Elain parpadeó, sobresaltada al salir de su ensueño. —¿De qué hablas? —Dejó sus propiedades en herencia a su nieto. Tal vez tenía remordimientos. —Pero el niño era ilegítimo. Math tenía los ojos cerrados y la cabeza apoyada en los brazos. Sonrió. —Probablemente, pero nunca lo sabremos con seguridad. Unos meses después del nacimiento, se descubrió en el pueblo el registro de matrimonio de Jess y su amante,

celebrado un año atrás por el párroco del pueblo. De modo que el hombre pudo declarar legítimo al niño y le legó su herencia. —¿Ya estaban casados? ¿Y por qué no se lo dijeron? ¿Qué podría haber pasado? Math se volvió para que Elain le echara crema por el pecho, que al igual que las piernas, estaba cubierto de vello y gotas de sudor. Observó su torso, los músculos de su estómago y la forma de su ombligo, como si fuera un terreno extraño, peligroso para los no iniciados. Se echó un poco de crema en la mano y se la extendió por el estómago. Math guardó silencio durante un rato. Respiró profundamente y su estómago subió despacio y volvió a bajar. —También existe la sospecha de que el registro de matrimonio fue falsificado por orden del padre de Jess. Al parecer, el párroco del pueblo vivió muy bien el resto de sus días, y mientras vivió, cualquiera que necesitara un favor de la casa grande, si tenía al párroco de su parte, podía estar seguro de conseguirlo. —¿Y el niño heredó sus tierras? —Así fue. —Y entonces, ¿por qué ronda el fantasma de Jess? ¿Esperaba que su amante volviera para llevársela? O tal vez se quedaría para ver crecer a su hijo, y después se acostumbró a estar allí, Aunque en voz alta, parecía hablar consigo misma. Al tocar a Math sintió que su piel se estremecía, pero él no pareció advertirlo. Aquello suponía una nueva experiencia. Podía tocar la piel de un hombre desnudo sin ningún peligro. Se dijo que era algo sin importancia que cualquiera podría hacer. —¿Tú habrías hecho lo mismo? ¿Esperarías a tu amante más allá de la muerte? La curva de sus pestañas resultaba muy atractiva en aquel ángulo. Elain suspiró. No podía saber lo que habría hecho, porque no tenía ninguna experiencia en el amor. Aunque podía imaginarse a sí misma como un fantasma, esperando, tal vez a Math. Llegó al final del estómago, donde comenzaba el bañador. Tenía los músculos tensos. —No lo sé —le respondió—. Tal vez habría intentado irme de casa antes de rechazar la propuesta de matrimonio de mí padre. Sobre todo si estuviera embarazada. Rozó el bañador de Math, que estaba húmedo y frío. Se echó hacia atrás y le puso un poco de crema en las piernas. —Dicen que el padre y la hija estaban muy unidos. Seguramente, ella creyó que lo podría convencer. Math emitió un pequeño gemido cuando Elain empezó a masajearle los muslos, en el límite del bañador. Tenía un poco de arena, y a Elain le resultaba agradable su tacto, mezclado con la crema. —Me pregunto qué fue de su amante. ¿Crees que lo mataron aquella noche? Siguió ensimismada en los muslos fuertes y musculosos, que contrastaban con la suavidad de la piel. El bañador era largo y se los cubría en parte, de modo que pasó la

mano por debajo del borde para poder extender bien la crema, en caso de que el sol también llegara allí. —Parece poco probable que hubieran podido encubrir un asesinato así, La gente lo habría rumoreado. Math se sentó y quitó las manos de Elain, aunque no había terminado. —Pero de todos modos él tendría que haberse ido del pueblo, ¿no? —preguntó Elain. Math la miró y se apartó la arena de las piernas. Elain tapó el tubo de la crema y lo guardó en el bolso. No quería preguntárselo, pero al final no se pudo contener. —¿Qué habrías hecho tú? Cuando Math la miró, parecía como si sus ojos hubieran absorbido toda la luz del sol. Sonrió. —Habría vuelto a buscarla —dijo. Lo dijo sin intención y sin ningún énfasis, pero Elain sintió que el corazón empezaba a latirle más fuerte, como si Math fuera a buscarla a ella y no admitiera un no por respuesta.

Capítulo 7 ELAIN se recogió la falda y se sentó en el todo terreno. Las piernas se le pegaba el asiento. Sonrió. —Lo que ahora necesito es una buena ducha caliente con mucha presión. Pero supongo que tendré que conformarme con una ducha normal. —Pero caliente, ¿no? Math la miraba mientras conducía. El sol empezaba a descender a sus espaldas. Habían nadado y comido un delicioso picnic preparado por Myfanwy, habían tomado el sol, y después de pasar todo el día en la playa, se sentían envueltos en un sensual sopor. Tenían la piel pegajosa con la mezcla de sal, arena y crema. Hacía años que Elain no se sentía tan viva. —Al menos tenemos agua caliente —dijo Math. —Cierto. Me conformaré con una ducha caliente. —¿,Qué más necesitas? —preguntó, riendo. —Daría un ojo de la cara por una ducha que tuviera más presión —respondió Elain. Math sonrió, mostrando su perfecta dentadura. —Muy bien. Te contaré un secreto. Arriba tengo una ducha especial. Puedes usarla si prometes no decir nada. —¿En qué consiste esa ducha especial? —Tiene un motor eléctrico que aumenta la presión. El agua del hotel no viene directamente del canal, sino de un tanque. Por eso apenas tiene presión. —¿Y dónde tienes esa ducha? — En mi piso. Vivo en el piso de arriba. —¿Y a cambio de un simple ojo de mi cara puedo disponer hoy de semejante lujo? —El precio es más alto cuando la ducha se convierte en una necesidad. Se podría decir que actuamos como traficantes de drogas. Elain rió más de lo que la broma merecía. No recordaba haberse reído tanto como aquel día. Tal vez empezaba a ver una pequeña luz en la oscuridad. Le maravillaba lo fácil que era. Un hombre la besaba dos veces y parecía que el corazón iba a levantar el vuelo como un pájaro. El piso estaba restaurado y mezclaba con elegancia detalles antiguos y modernos. El techo era alto y abovedado, con reproducciones decorativas en madera, y un tragaluz que iluminaba toda la habitación. Math no había alterado la estructura original del edificio para introducir aquellos cambios. El suelo estaba revestido de madera pulida, que brillaba en los espacios que la alfombras dejaban libres. La enorme chimenea de piedra gris había sido restaurada para devolverle su aspecto original.

Las ventanas tenían vidrieras antiguas, y a su alrededor crecía la hiedra. En las paredes había empleado piedra, yeso y algunas tablas de madera. El cuarto de baño era de ensueño. Las paredes y el suelo estaban cubiertos de una austera piedra negra, incluido el espacio que rodeaba a la ducha y el lavabo. Tenía un aspecto sobrio y antiguo, en el que Owen Glendower se habría sentido muy cómodo. La ducha le pareció increíble, un lujo que no había tenido desde que dejó su casa, hace cinco años. Estuvo debajo durante cinco minutos, sin moverse, como si la acabaran de rescatar de un desierto. El agua le caía sobre la cabeza, la cara, y todo el cuerpo hasta las plantas de los pies, como un masaje terapéutico. En el extremo opuesto a la ducha, y pegado a la pared, había un espejo de cuerpo entero. Cuando acabó estaba cubierto de vaho y su reflejo parecía el de un fantasma. Pulsó un botón y puso en funcionamiento un ventilador. El calor empezó a disiparse. Se secó, mientras su reflejo en el cristal se hacía más nítido. La imagen empezó a aclararse en las partes superior e inferior. Por un momento, mientras el centro permanecía borroso, se vio a sí misma como una mujer normal. Una mujer a la que un hombre desearía tocar y hacer el amor con ella. Alta, de piernas esbeltas, brazos bien formados, un pulcro y rojizo bello púbico, vientre liso y cintura delgada; cuello largo y delgado, rostro atractivo, un saludable y espeso cabello rojizo, y piel suave, ligeramente bronceada en la cara, los brazos y las piernas. El vaho desapareció por completo y Elain se obligó a mirarse. Observó sus senos, redondos y generosos. Uno era de un blanco perfecto, y en el otro aparecía una marca oscura de piel mas gruesa, que le llegaba hasta debajo del brazo. El pezón apuntaba hacia arriba más de lo normal, destruyendo la simetría y cualquier asomo de belleza. —¡Diablos! ¿Qué es eso? ¡Qué cosa tan rara! Recordó aquella voz masculina con tanta nitidez que pareció retumbar en las paredes de piedra. Entonces Elain se había cubierto con una mano, para evitar que siguiera mirando. —Es un injerto. Me quemé. No podía dejar de escuchar su risa nerviosa. —Vaya, Elain, tendrías que haberme avisado. Seguía riendo. —Lo siento. —Bueno, ahora veo por qué te hacías tanto de rogar. Te vas a divertir mucho en la vida, ¿eh? Bueno, no me hagas caso, soy un bocazas. Desde entonces, nunca se miraba, odiaba aquella deformidad. Hasta aquel día, en que pudo mantener los ojos abiertos y fijos en ella. «Nada ha cambiado» se dijo. «Un hombre te ha besado dos veces, pero en realidad nada ha cambiado.» Diez minutos después salió del cuarto de baño.

—¿Quieres que comamos algo aquí arriba, lejos de la multitud? —sugirió Math—. Puedo pedir a Myfanwy que nos envíe una bandeja. Elain contempló la habitación, fría y en penumbra, la luz púrpura y dorada del atardecer que pasaba a través de los cristales, y las sombras oscilantes de las hojas mecidas por la brisa. Vio flotar motas de polvo en la luz, y se sintió agotada por la actividad del día. Lo último que le apetecía era la compañía de extraños. Pero le apetecía menos aún lo que veía reflejado en los ojos de Math. Porque sabía cómo aquella expresión podía cambiar con rapidez, y no estaba dispuesta a comprobarlo. Al menos no con Math. Sabía que con él sería mucho peor. Estaba segura de que se marcharía el día siguiente. Se planteó la posibilidad de arriesgarse, sólo por una vez. A fin de cuentas, no lo volvería a ver. —No, gracias —le contestó—. Ya me voy.

lobo.

—Quieren que te quedes más tiempo —dijo Raymond. —¿Qué? El corazón le latió con fuerza. Era como si la obligaran a meterse en la boca del

—¿Por qué? —preguntó—. Él no lo hizo. Es imposible. —Mira, están muy satisfechos con la manera en que has llevado este asunto, pero todavía no se dan por vencidos. Quédate allí y consigue toda la información que puedas, y es posible que dentro de poco puedan darte instrucciones más específicas. Elain maldijo. —¿Qué pasa, cariño? ¿No se te está dando bien la pintura? —preguntó Raymond con sarcasmo. —No —respondió con sequedad. No estaba dispuesta a explicarle por lo que estaba pasando y lo que suponía para ella quedarse allí. —Aguanta —dijo Raymond—. Lee un libro. Eso ayuda a pasar el tiempo. Y graba todo lo que puedas. Nunca se sabe. —¿Qué es lo que nunca se sabe? —Puede que él mienta, Elain. Pero al menos habla contigo. Quién sabe, tal vez te cuente una historia diferente cada día. El tapiz no se había tasado en su valor actual. Procura averiguar algo al respecto. Pensó que si grababa todas sus conversaciones tendría más posibilidades de llevar las riendas. Suspiró. —Él no lo hizo, y lo sabes. No es vuestro hombre. —Elain, querida, este cliente es muy importante, y los dos cobramos en función del tiempo que emplees. Hay crisis. Si tú no necesitas el dinero, yo sí. Así que no lo eches a perder. Volvió a suspirar.

—Raymond, no hay nada raro en este asunto. Es una tontería que me quede aquí. Están pagando por nada. —Mira, cariño, es una compañía de seguros. Son muy escrupulosos y quieren que las cosas se hagan a su manera.. Están cargados de dinero, así que no veo la razón para no sacar una buena tajada de todo esto. Aunque te quedaras un mes, ni siquiera se fijarían en la factura. —¿Un mes? —gritó—. ¡Yo no me quedo aquí un mes! —Pareces una doncella victoriana ultrajada. Mira, pienses lo que pienses, ellos tienen sus sospechas y prefieren pagarnos a nosotros nuestro sueldo miserable antes que pagar ese seguro. Ahora, haz el favor de ponerte a trabajar. Me alegra hablar con mi agente en el campo de batalla. Me recuerda los viejos tiempos. El paisaje era más bello de lo que había imaginado. Las laderas de las colinas estaban cubiertas de musgo y árboles llenos de magia que parecían tan viejos como la misma tierra. Cualquier elevación del terreno ofrecía una vista espectacular. El cielo azul y despejado, y las playas amplias y limpias parecían propios del Caribe. Las casas antiguas estaban rodeadas por muros de piedra de siglos pasados. Proliferaban los ríos, lagos y arroyos, y en los campos verdes pacían las oscuras vacas, las blancas ovejas y los caballos, que ofrecían un cuadro más pintoresco de lo que podía soñar. Los círculos de menhires, las susurrantes cataratas y todos los sitios continuaban igual desde que su bisabuelo abandonó aquellas tierras. Elain condujo y caminó por aquellos parajes, siempre con su caballete y sus pinturas, para dejar constancia de aquella belleza. Era como el regreso al hogar. El mito, la historia y la magia. Era la tierra de sus antepasados, el lugar en el que estaban sus raíces. Sabía que nunca volvería a ser la misma. —Gales tiene un clima muy húmedo —le dijo Vinnie—. Por eso es tan verde. Elain estaba contemplando la lluvia. Llevaba dos días sin poder pintar. Se habían quedado solas después de comer y no tenían ninguna razón especial para levantarse de la mesa. Rosemary y Davina habían salido temprano aquel día, con la comida en unas mochilas. Jeremy había ido a Londres para ver a su editor. Math había subido a su piso una hora antes. Pero Vinnie y Elain no tenían nada que hacer, excepto tomar un café y charlar. No conectó la grabadora porque estuvieron charlando sobre el pasado. Vinnie había perdido a su marido cuando tenía veintidós años y esperaba su primer bebé, que también murió. No volvió a casarse y tuvo que aprender a dirigir un hotel, cuando nunca había tenido que mover un dedo para salir adelante. Una ráfaga de viento entró por la ventana y Elain se empapó. Apenas se vislumbraba la fortaleza, oscurecida por la lluvia y la espesa niebla. En aquel momento tuvo una idea y conectó la grabadora.

—He pensado que me gustaría pintar la escena del tapiz que se quemó en el incendio —dijo— Sobre todo si el tiempo continúa así. ¿Lo recuerda bien como para describírmelo? Vinnie dejó su taza. —Es una idea estupenda, querida. Seguro que a Math le encantará. Le gustaba mucho ese tapiz. ¿Se lo ha encargado él? —La verdad es que no se lo he comentado. Estaba pensando en un lienzo pequeño. Pero si a él le gusta la idea podría ser más grande. Por supuesto, no sería tan valioso como el tapiz. —Creo que a Math no le importaba por su valor. Quería exponerlo cuando restaurara la casa. —¿Dónde lo consiguió? —Siempre estuvo aquí, al menos por lo que yo sé. Lo encontré guardado en un aparador en 1956. Pero hasta que murió mi padre, en 1970, no lo saqué para colgarlo. A mí padre no le gustaba tanto como a mí. —¿Fue entonces cuando lo tasó para asegurarlo? Vinnie suspiró. —Me temo que sí. Nunca supuse que subiría tanto su valor. El joven agente que me aconsejó su venta lo pasó por alto. —Un golpe de suerte para Math —dijo Elain, con rudeza. —Sí, él fue el primer sorprendido. Cuando vino a ver la casa sólo había echado un vistazo por encima a esa habitación. Se quedó encantado cuando vio el tapiz. Es muy aficionado a los mitos galeses. Aunque no tenía intención de venderlo, acordamos que, si algún día se decidía, me pagaría la mitad del dinero que obtuviera. — Era la representación de «El Sueño de Rhoabwy», ¿verdad? ¿Conoce la historia? —Querida, la escuché hace mucho tiempo, pero me temo que no lo recuerdo todo. Math tiene la traducción al inglés del Mabinogion. Puedes pedírsela. —Pero, ¿me podría describir la escena? —presionó Elain. Se sentía apesadumbrada. Hasta entonces, en ninguna investigación se había encontrado tan cerca de la gente a la que espiaba, y odiaba lo que hacía. Por otro lado, estaba muy interesada en obtener más información sobre sus antepasados. Y no mentía al decir que quería pintar «El Sueño de Rhonabwy» El artista original había sido una mujer que trabajaba en el único medio que podía permitirse. Elain pensó que tal vez se sintiera desanimada con los lentos progresos de la aguja. Y todo su trabajo se había quemado en un momento. Pero ella estaba decidida a volver a darle vida. —Si quieres puedo intentarlo —dijo Vinnie—. Si pintas mientras hablo, tal vez pueda hacerlo. Estaba confeccionado en un extraño y antiguo estilo, ya sabes. Los colores originales eran muy vivos y la perspectiva. ..

En aquel momento escucharon los ladridos del perro en el vestíbulo, y un ruido de voces. Tras la tarde de inactividad, ambas decidieron investigar. Rosemary y Davina se habían visto sorprendidas por la tormenta y acababan de entrar. Estaban llamando a Jan. Su aspecto debía haber desconcertado a Bill. Llevaban grandes gabardinas y sombreros, y estaban empapadas y cubiertas de barro. El perro les ladraba con furia, como si fueran desconocidas. —¡Elain! ¡Vinnie! Estáis ahí —dijo Rosemary, agradecida—. ¿Podríais decir a Jan que nos traiga algo para limpiarnos un poco? No queremos manchar de barro todo el suelo. —¡Vaya día! Primero nos sorprende una horrible borrasca. Muy tonificante, pero nos hemos empapado —explicó Davina— Y luego, Rosemary se cae. Bill no dejaba de ladrar, nervioso. —¡Quieto, Bill! —ordenó Elain. No tenía muchas esperanzas de que la obedeciera, y en efecto, siguió ladrando. —No tiene mucho sentido del olfato —dijo Vinnie—. Y estáis muy raras. La gabardina amarilla de Rosemary estaba cubierta de barro. Elain comprendió inmediatamente por qué no querían moverse de donde estaban. —Iré a buscar a Jan —dijo. La encontró en la cocina, y volvió con ella, con un cubo y algunos trapos y toallas. Math ya había bajado las escaleras. —Por supuesto, no hemos podido disfrutar del picnic —dijo Rosemary—. No hemos estado a resguardo ni un solo momento desde que salimos de aquí. Bill no parecía tener intención de callarse, ni siquiera cuando las dos mujeres se limpiaron las gabardinas y se quitaron todas las prendas externas. El perro había visto al enemigo, y la euforia de su triunfo, al ahuyentarlo y hacer aparecer a Rosemary y Davina en su lugar, no tenía límites. Al final, todos renunciaron a hacerle callar, pues cuanto más intentaban tranquilizarlo, más nervioso se ponía. Vinnie sacudió la cabeza con tristeza y miró a Math. —Supongo que ya chochea. Rosemary estaba más mojada y sucia que Davina. Mientras seguía limpiándose el barro de las manos, se miró los calcetines y los pantalones empapados, y los mechones de pelo que le caían rezumando agua. —Bueno—dijo— Creo que la próxima vez... No pudo terminar la frase. Bill se abalanzó emocionado hacia sus piernas, en un arrebato de cariño, y tan grande era su excitación que no pudo controlarse y desahogó la vejiga en sus pies. Rosemary, por mucho que lo disimulara, era una persona muy rígida, y demasiado vanidosa para dejarse llevar por el sentido del humor. No era capaz de reírse de sí misma en una situación apurada, y el que hecho de que Elain no pudiera contener la risa no la ayudó. —¡Dios mío! —gritó.

Levantó el pie izquierdo, embutido en sus nuevos y empapados calcetines, y lo miró con una indignación asombrosa. —¡Pero qué demonios es esto! Vinnie y Math se controlaron mejor que Elain. Math se lanzó a coger al desafortunado perro, lo sujetó por el collar, abrió la puerta más cercana, que daba al salón, lo empujó allí y después cerró la puerta rápidamente. Bill, que había dejado de ladrar un momento, empezó de nuevo, con más énfasis. —Lo siento, Rosemary —dijo Math—. No sé qué le ha pasado. Vinnie le agarró un brazo. —Math —dijo, asustada. En aquel momento Elain sintió el olor. —Humo —dijo, frunciendo el ceño—. Algo se está quemando. El olor la hizo recordar y gritó: —Dios mío, ¡fuego! Bill empujaba la puerta del salón, ladrando y gimiendo como si lo hubieran encerrado con un fantasma. Math le abrió la puerta y el olor del humo entró en el vestíbulo. Todos entraron rápidamente en la habitación, incluido Bill, que al parecer no había empujado la puerta para salir, sino para que ellos entraran. En el centro de la alfombra que estaba frente a la chimenea, empezaba a crecer una llama, levantando una nube de humo. —¡El cubo! —dijo Jan. Salió corriendo en su busca. Pero no fue necesario. Bill, que no dejaba de ladrar y de gemir, se agazapó con las patas traseras extendidas y olfateó la alfombra, como si intentara descubrir qué era aquello. Después levantó la pata y orinó encima. Su puntería resultó excelente. El pequeño fuego se extinguió antes de que Jan volviera con el cubo. La alfombra desprendía un olor fuerte y desagradable, una mezcla entre lana quemada y orín de perro. Todos estallaron en carcajadas, aliviados. Davina, que se encontraba más cerca de la escena, había tragado mucho humo y empezó a toser mientras se echaba hacia atrás precipitadamente. —Muy bien, Bill —dijo Vinnie con admiración. El perro se apartó y los miró, ya calmado, golpeando la cola contra el suelo y con la boca abierta en una amplia mueca. Ladró una vez más, contento por su hazaña. Math lo miraba con una ceja levantada. —No volveremos a decir que chocheas, ¿verdad, chico? —dijo, riendo. —Por supuesto que no —añadió Vinnie—. Y mucho menos que ha perdido el sentido del olfato. —Pero, ¿cómo ha ocurrido? —preguntó Elain—. ¿Alguien estaba fumando?

El único que fumaba era Jeremy y estaba en Londres. Math se acercó a la alfombra y apartó el humo con una mano. Había una marca oscura de unos treinta centímetros. Y en el centro un pequeño pegote carbonizado. Miró a Jan. —Jan, ¿cuándo encendiste el fuego aquí? —Hace una hora, justo después de comer. Me dijiste que lo hiciera cuando subiste, porque hacía frío. Y no cayó ningún trozo de carbón en la alfombra. Math sacudió la cabeza. —No, yo diría que esto se ha prendido hace unos quince minutos. ¿Alguien ha estado en esta habitación durante la última hora? Elain negó con la cabeza. —Vinnie y yo hemos estado en el comedor tomando café. Y no me ha parecido ver a nadie. Sólo tres personas habían comido en el hotel, y Jan no había puesto la mesa acostumbrada, sino una más pequeña cerca de la ventana y con vistas al valle. Desde el comedor se veían sin problemas la puerta de entrada y el vestíbulo. Vinnie asintió. —Todo ha estado tranquilo. Hace como una hora, Jan vino a traernos más café, así que creo que es cuando encendió la chimenea, y no hemos visto a nadie más desde entonces. Davina cerró los ojos. —Siento la presencia —dijo con voz emocionada—. Me temo que ha sido Jess. Math sonrió. Miró el fuego de la chimenea, cuyas llamas caldeaban la habitación, haciéndola más cómoda. —Es más probable que haya saltado una brasa de la chimenea —dijo. Y, como para confirmarlo, el fuego aumentó en aquel mismo momento, y saltaron varias brasas. —Sí, parece que tienes razón —dijo Vinnie. Rosemary sacudió la cabeza. —Sería mejor que hicierais caso de las advertencias de mi hermana —dijo. Elain añadió rápidamente: —No se olviden de Bill. —¿Qué quiere decir? —preguntó Rosemary. —¿Qué le llamó la atención? —dijo Elain—. Siempre han dicho que no tenía sentido del olfato, y no estaba ladrando a la puerta del salón, ¿verdad? — Bueno, tal vez... —empezó a decir Vinnie. —¿No lo ven? Algo lo puso nervioso, pero no fue el fuego. Normalmente sólo le asusta. Y si no hubiera ocurrido el incidente de Rosemary, Math no habría abierto esta puerta. Y tal vez no hubiera entrado nadie en una hora más. —¿Qué tratas de decir? —preguntó Math.

—Bueno... no lo sé —dijo, encogiéndose de hombros. Pero había algo extraño. Tendría que pensar.

Capítulo 8 LA NIEBLA se acumulaba sobre las montañas como un mar de humo. Cubría todo el valle, y confería un aspecto misterioso y fascinante a las verdes laderas, incluso bajo el brillante sol de la mañana de verano. «Debo surcar el mar hacia Avalon», pensó Elain, en sueños. «Aunque si me quedo más tiempo mirando, la espada Excalibur aparecerá.» Y apareció, blanca y gris, envuelta en la niebla, tomando forma bajo sus delicadas pinceladas; otra realidad imposible en aquel mundo imaginario, que sólo algunos se atrevían a ver. Elain sonreía mientras pintaba, aunque inconscientemente. Aquella sonrisa reflejaba que el cuadro había cobrado vida y parecía tener voluntad propia para convertirse en lo que quisiera. Elain no había planeado incluir a Excalibur en el paisaje, pero tampoco había planeado algunos de sus mejores cuadros. Si hubiera resistido aquella inspiración, casi una intrusión, habría echado a perder el cuadro. Excalibur tenía una resplandeciente esmeralda incrustada en la empuñadura, rodeada de letras rúnicas. Elain se dio cuenta una vez que la pintó, se pasó la lengua por los labios y se inclinó para acentuar el resplandor. La inspiración procedía de otra parte. La técnica era lo único que ella había aportado al cuadro. Añadió un poco de blanco para conseguir el efecto del brillo. Pensó que, en el centro del resplandor verde, debía haber una imagen, cogió un pincel del número uno y lo manchó de rojo carmín. Tal vez podría pintar una rosa, o unos labios rojos, o algo que mezclara ambos detalles. —¡Qué interesante! Supongo que es Excalibur, ¿,verdad? Elain se sobresaltó, y la pincelada roja fue a parar al cielo de tonos grises y azules. La visión se quebró y cayo en una especie de niebla. Elain volvió al mundo real, con la sensación de haber perdido algo importante. Volvió la cabeza sobre el hombro y parpadeó. Aún se encontraba entre dos mundos, y la mujer que vio frente a ella le pareció una completa desconocida. —Hola, Rosemary —dijo al fin. —Oh, lo siento —dijo Rosemary— No pensé que pudiera sobresaltarte. Creí que me habías oído llegar. —Cuando pinto no me entero de lo que sucede a mi alrededor —dijo Elain. Dejó el pincel en el suelo. Pensó que debía reconstruir aquella imagen, pero en otro momento. —Te he estropeado el cuadro. Pero ha sido sin querer. Creía que estabais charlando. Elain frunció el ceño, desorientada. Entonces se dio cuenta de que el escalofrío que había sentido en la espalda un rato atrás le había indicado que no estaba sola. Se volvió

en el asiento y lo vio. Estaba tendido en el suelo y apoyado en un codo, masticando una brizna de hierba. El sol brillaba en su cabello oscuro, y otra luz le iluminaba los ojos. Lo había estado evitando los últimos días, pero su presencia seguía poniéndola nerviosa. Math sonrió y se encogió de hombros, sin decir nada. Elain estaba desconcertada. Bajó la mirada y se inclinó para guardar la paleta en la caja de pinturas. —Siento mucho haberte estropeado el trabajo —dijo Rosemary, con remordimiento—. Espero que puedas arreglarlo —se acercó al cuadro y se inclinó para observarlo mejor—. Seguro que podrás hacerlo. —Por supuesto —dijo Elain. Se alegraba de que la hubiera distraído. Intentó desviar la atención de aquellos o jos que observaban el tenue algodón del vestido de verano, la curva de sus hombros y brazos sudorosos, los mechones de pelo que le caían en la frente y el cuello, y las hábiles manos manchadas de pintura. —No será difícil —añadió. Y era cierto. Hacer desaparecer la mancha de carmín del cielo era algo muy sencillo. Sin embargo, si hubiera ocurrido en el brillo de la esmeralda, el problema habría resultado más serio. Cogió un trapo del interior de la caja de madera y limpió los pinceles que había usado. —¿Cuánto tiempo llevabas mirándome? —preguntó, sin levantar la vista de los pinceles. —Unos cinco minutos antes del nacimiento de Excalibur —dijo Math. Resultaba curioso que se expresara de aquella manera, como si comprendiera el proceso creativo. Estaba más acostumbrada a oír a la gente preguntarle de dónde sacaba las ideas, como si fueran algo que se pudiera comprar en una tienda. No pudo evitar una sonrisa, y se volvió hacia él. El le devolvió la mirada con tanta intensidad que Elain no pudo desviar la suya, y apenas podía respirar. Rosemary contemplaba el paisaje. La niebla empezaba a disiparse bajo el calor del sol, y el valle ya se vislumbraba bajo las colinas. Elain llevaba varios días levantándose temprano para contemplar la niebla. Subía con su equipo de pintura hacia el muro, donde nadie podía verla, y pintaba sin interrupción durante un par de horas. —He visto mil veces esta escena y jamás he imaginado una espada en el cielo —dijo Rosemary—. ¿De dónde sacas esas ideas? Había un ligero tono de desaprobación en aquella voz, que a Elain le recordaba a un profesor que había tenido en el colegio, y que detestaba el arte. Trató de evitar una mueca de fastidio, pero entonces se volvió hacia Math, y tenía una mirada tan irresistible., que empezó a reír, como si el aire estuviera impregnado de champán.

—Simplemente me vienen —le explicó a Rosemary. No había forma de explicárselo. Entonces pensó que la idea de la espada le había venido poco después de que Math apareciera. Tal vez había algo freudiano en todo aquello. Podía haber sentido inconscientemente su presencia, y había pintado la espada no como un objeto místico, sino como un símbolo fálico sobre las colinas con formas de senos. Por supuesto, sus predecesores no lo habrían expresado así, sino más bien como el profundo misterio de la sexualidad. Tal vez el significado fuera el mismo, pero ahora se llamaba por su nombre a lo que antes se consideraba misterioso. Rosemary se despidió de ellos y bajó por la ladera, para tomar el camino hacia Pontdewi. Elain se quedó en silencio, con Math a su espalda. Elain recogía el caballete y las pinturas, mientras Math continuaba tumbado en la hierba, esperando. Al final, se vio forzada a volverse para mirarlo de nuevo. Él la miró como si entendiera lo que estaba pensando y le sonrió con ternura. Elain sintió un nudo en la garganta. Math estaba apoyado en la hierba sobre un codo, y le tendió el otro brazo. Lo hizo de forma espontánea, como si ambos supieran que ella se tumbaría a su lado, sólo porque él se lo pedía. Lo miró durante un momento, intentando resistir la atracción de sus ojos, de su presencia, de su mano extendida. Por fin, sacudió la cabeza y Math bajó el brazo. —¿No sigues? —preguntó, con suavidad. Elain volvió a negar con la cabeza y se volvió hacia el valle. —Se ha ido la niebla —dijo—. Tendré que esperar a otro día. Se inclinó para recoger el equipo de pintura. Math se levantó con desgana y caminó hacia ella para ayudarla. Cogió sus cosas y las dejó junto a la torre en ruinas. Después, tomó a Elain por la cintura y la sentó en el muro de piedra, antes de cruzarlo. Balch estaba atado fuera de la fortaleza y masticaba hierba. —¿Has venido a caballo? No te oí —exclamó Elain. —No, estabas inmersa en el trabajo —dijo Math, cogiendo las riendas del caballo—. Te has escondido bien, hacía tiempo que no te veía. Elain sintió un calor en las mejillas. —Estaba trabajando —dijo. Era cierto, como también lo era que en los últimos días había intentando evitar a Math. Incluso había comido dos veces en el bar del pueblo. —¿Te apetece un descanso? Hoy hay mercadillo en Machyrilleth, un pueblo cercano, y Myfanwy me ha dado una larga lista. El sol ya empezaba a calentar, y Elain no podía pasar por alto las instrucciones de Raymond. —Muy bien —dijo. Después añadió, culpable: —Gracias.

Math sonrió. El mercadillo del pueblo resplandecía bajo el sol. Pasearon por las calles, entre los puestos de verduras de alegres colores, rojos, verdes, amarillos y marrones. También había puestos de huevos, mantequilla y quesos locales e importados; ollas y cacerolas resplandecientes; camisas y faldas de fuertes colores, mecidos por la brisa; maquinaria para lava granjas; objetos de ferretería; tazas de té y cuchillos. —Es muy grande —observó Elain—. ¿Siempre está aquí? Conocía algunos mercadillos londinenses, Pero había algo en aquél que lo hacía más real. Tal vez fuera la cantidad de gente que vendía su propios productos. —El mercadillo de Machyrilleth lleva funcionando cada miércoles desde hace ochocientos años —dijo. Elain alzó la vista, sorprendida. El sol la cegaba. —¿Me tomas el pelo? Se puso la mano sobre los ojos, para poder verlo. Math negó con la cabeza. —No. El rey Eduardo concedió el permiso en diciembre de 1291. Hay una copia en los archivos, que están un poco más abajo. —¿Cada miércoles? ¿Sin falta? —Eso tengo entendido. Los puestos de ganado estaban donde está ahora el reloj. —Soy canadiense —dijo—. Creo que no estoy preparada para enfrentarme a una tradición de ochocientos años. —Pero llevas sangre galesa —le recordó Math. Elain miró la calle, con los tenderetes expuestos en ambos lados, y se preguntó si en siglos pasados sus antepasados habrían ido hasta allí para comprar comida para su familia. Mientras Math compraba, Elain lo seguía. Cuando algo le llamaba la atención se detenía, y luego debía encontrar a Math entre la multitud. Se detuvo en todos los puestos que vendían grabados enmarcados y acuarelas originales. Pocos cuadros eran buenos, y la mayoría representaba animales entrañables de grandes ojos, niños precozmente santificados o paisajes mal pintados. Pero descubrió una acuarela de delicadas pinceladas que tenía muy buen aspecto. No se limitaba a una mera función estética, sino que inspiraba algo especial. Preguntó el precio e hizo un gesto de asombro. Le parecía muy bajo para una acuarela original. El artista se vendía por muy poco. Si el trabajo era de mayor calidad también debían exigir un precio mayor. —La mayoría de la gente cuelga esos cuadros en la cocina —dijo Math, detrás de ella—. Hay una tienda para turistas con trabajos de artistas locales, cruzando la carretera. ¿Te gustaría verla? Yo acabo en un minuto. Lo siguió hasta el próximo puesto, donde compro un surtido de cuadernos y una caja de folios. Aquello no estaba en la lista de Myfanwy.

—¿Estás trabajando en algo? —preguntó Elain. —Sí —respondió, con aire ausente. —¿Sobre qué? ¿O no debería saberlo? Math hizo una pausa, y después contestó. —Estoy escribiendo sobre el Mabinogion. —La epopeya sobre Gales —dijo Elain. Siguió a Math a través de la calle. —Exacto. —¿Es verdadera, Math? —¿Qué entiendes por verdadera? —Si está basada en un hecho real. Math se echó a reír. —Depende de lo que entiendas por un hecho real. Aquí está la tienda. Era la típica tienda que se podía ver en cualquier lugar donde se desarrollara una intensa actividad artística. Math le contó que un grupo de artistas sin ánimo de competir en su trabajo, había alquilado el local, y dirigían el negocio entre todos. Los socios eran dos alfareros de estilos muy distintos, un joyero que trabajaba la plata y la piedra pulida del lugar entre otras cosas, un acuarelista, un tejedor y un tallista de madera. Elain dio una vuelta por la tienda, observando los trabajos expuestos, y se preguntó por que no habría tenido el valor de hacer algo así después de graduarse. En vez de trabajar para Raymond en Londres, donde todo era tan caro, podía haberse establecido en aquella avenida, que parecía abierta para ella. Algunas veces había vendido algo en el puesto que tenía un amigo suyo en Embankment, pero siempre había atribuido sus ventas a la suerte. Tal vez la visita a Gales le había infundido más confianza. Por primera vez, tenía la convicción de que podría vivir de sus obras arte, en lugar de trabajar de detective para Raymond. —No hay óleos —dijo Elain, casi para sí. —En efecto —Math se volvió hacia el hombre que estaba sentado tras el mostrador—. ¿Cómo va el negocio, John? —Bore da, Math. Un poco flojo esta semana. Pero en conjunto muy bien. —Elain, te presento a John Llewellyn. Es el autor de las tallas de madera que están expuestas. John, mi amiga Elain Owen. Pinta al óleo. John la estrechó la mano con fuerza. —¿Está pintado algo ahora? ¿Va a pasar aquí mucho tiempo? —Estoy pasando un par de semanas en el White Lady. El hombre levantó las cejas e inclinó la cabeza hacia Math. —¿Qué tal te va? ¿Te han pagado ya? Math sacudió la cabeza. —Aún no.

En el mostrador había tarjetas de la tienda. Elain cogió una y se la guardó en el bolso, donde llevaba la grabadora. —¿Hay algún problema? —No dicen nada. O dicen que tienen que considerarlo. Pero creo que hay algo más. John volvió a levantar las cejas. —¿El jefe de bomberos no les pasó su informe? —Sí. Las latas de gasolina tenían al menos cincuenta años. Y él determinó que había sido un accidente. —Pero los del seguro no quieren pagar. Math asintió. John chasqueó la lengua. —Y mientras tanto no puedes hacer nada. Si al menos restauraras la fachada, podrías utilizar las habitaciones que no han sufrido daños. —Tendré que empezar sin ellos. —Olwen dice que se quemó el tapiz. No lo sabía. Eso si que es una tragedia. Math se limitó a asentir, y John reparó de nuevo en Elain. —Así que es usted pintora ¿Es galesa? —Descendiente de galeses —dijo, sonriendo. —¿Y quiere pintar los alrededores? —Es una manera de decirlo. —Bueno, si va a quedarse un tiempo por aqui, venga algún día a enseñarnos sus cuadros. Tal vez podamos exponerle alguno. Aquélla era una generosa oferta, considerando que no sabía nada sobre ella. —Gracias —le dijo Elain. Después volvieron al calor y el ruido del mercadillo. —Debe ser hora de comer —dijo Math. Pasaron la tarde conduciendo y contemplando el paisaje, y después fueron a la playa. No habían llevado traje de baño, pero pasearon descalzos por la orilla hasta el atardecer, y volvieron al hotel bastante después de que se sirviera la merienda. —¿Quieres ducharte? —le preguntó Math. Elain contestó que sí, y él le dio un juego de llaves. —Voy a llevarle todo esto a Myfanwy. Sube y sírvete un té o una copa, si lo prefieres. Elain pasó antes por su habitación para coger ropa limpia. Cuando salió de la ducha, Math aún no había vuelto, y se sirvió una copa de jerez seco. Por alguna razón no le apetecía irse de allí. Se envolvió el pelo en una toalla y dio una vuelta por el piso. En una de las habitaciones estaba el estudio de Math. Las paredes estaban llenas de libros, y había un par de mapas y grabados, una máquina de escribir y un escritorio con una gran silla negra frente a una estrecha ventana con cristalera. Y entonces descubrió a

un gato pardo, tumbado en el escritorio entre una montaña de papeles y libros. Estaba aprovechando los últimos rayos de sol y la miraba fijamente. —Hola—dijo Elain—. ¿Eres un gato observador? El gato maulló, estiró las patas traseras y empezó a lamerse con sumo esmero. Después se volvió a tumbar, sin prestar atención a Elain. Atraída tanto por la presencia del gato como por la ventana, caminó hacia allí. Se veía la fortaleza, aunque no totalmente, ya que la ventana era muy estrecha. Tuvo la extraña sensación de que estaba mirando un mundo encantado a través de una ventana mágica. Era aquel tipo de ventana. Sonrió y decidió preguntar a Math si podía pintar el paisaje que se contemplaba desde allí. Nunca se sabía lo que podía ver. Acarició la cabeza del gato, casi sin darse cuenta. Tenía un color extraño, y su pelo era oscuro y espeso, como el de un oso. Sin pretenderlo, miró la hoja que estaba en la. máquina de escribir.

Señor —dijo Caradoc—. Tus mensajeros no pueden hacer nada más. ¿No emprenderás tú mismo el camino que viste en tus sueños? Si nos guiaras... Elain se sentía culpable y se comparó con Rosemary, Se volvió y abandonó la habitación, seguida por el gato. De vuelta en el salón, se dijo que debía irse, pero no lo hizo. Allí también había estanterías llenas de libros. Se agachó y empezó a leer los títulos, sin ninguna intención en especial. Era una colección muy variada, que incluía libros antiguos y modernos: ficción, poesía, historia, mitología y religión. Elain no era muy aficionada a la lectura, pero le gustaba la literatura de ficción moderna. Encontró un grupo de libros que pertenecían a autores modernos, como D.M. Thomas, Robertson Davies y Taliesin, y se preguntó cual sería el preferido de Math. Aunque ella no leyera mucho, conocía aquellos nombres. Se sentó con las piernas cruzadas, se quitó la toalla y puso la copa en el suelo, a su lado. Encontró un ejemplar de El hotel blanco. Ya había leído aquel libro y lo había encontrado tan imprescindible como la pintura. De los escasos autores que conocía, pocos la habían impactado de aquella manera. Decidió que tenía que leer más. Cogió otro libro, Bred in the Bone, en cuya portada leyó que había obtenido un accésit en un certamen. Alguien le había dicho que aquel libro trataba sobre artistas y le apetecía leerlo. Tal vez Math se lo prestaría. Estaba segura de que nunca había leído a Taliesin. Era un nombre curioso. Creyó recordar que alguien lo había mencionado poco tiempo atrás. Cambios atmosféricos. Las cartas de la diosa. También había oído aquel nombre recientemente. Heridas que sangran con profusión. Estaba segura de que aquel título sí lo habían mencionado. Cogió el libro y lo abrió. Una poderosa exploración erótica del mito y la realidad.

El gato se acercó, olfateó el jerez y se tumbó en su regazo, de manera que apenas la permitía moverse. Pasó las hojas con dificultad, incapaz de concentrarse. Se sentía intranquila. Se preguntó qué estaba haciendo allí, y por qué estaba esperando a Math. Una mujer galopaba en un caballo negro, susurrándole al oído que fuera más deprisa. Tomó un sorbo de jerez y acarició al gato. Volvió a preguntarse por qué estaba esperando a Math. El gato se tumbó boca arriba, con un ronroneo que invitaba a acariciarlo. Así lo hizo, y sonrió cuando el animal la recompensó con otro ronroneo, cambiando de postura para seguir recibiendo caricias. Elain se inclinó y frotó la cara contra el pelo del animal. —Comprendo cómo te sientes —le dijo—. Igual que yo cuando... Se interrumpió al darse cuenta de que el final de aquella frase era la respuesta a sus dudas, y volvió al libro. El caballo no llevaba riendas ni silla. La mujer lo controlaba con la presión de las piernas y de las manos, y con la voz. Elain presintió que en otras ocasiones sería imposible de controlar. Leyó lentamente, sin apreciar el cariz erótico que estaba tomando la lectura, hasta que resultó demasiado evidente, hasta que comprendió que entre el caballo y la mujer existía una especie de armonía apasionada, una extraña atracción que no dejaba de ser física por el hecho de no ser convencional. Ya había leído antes literatura erótica. Resultaba difícil evitarlo. Pero las descripciones del acto sexual que conocía no la habían afectado tanto como aquella poética pasión. No estaba preparada para experimentar la corriente de sensualidad que la arrastró cuando el caballo emprendió el vuelo en la noche, súbitamente; ni para pensar en las caricias de Math, ni en el duro enfrentamiento con la verdad, de la que siempre huía. —Yo me siento igual cuando Math me toca —dijo, por fin, al gato. Entonces se dio cuenta de que aquello era lo que había estado esperando: la llegada de Math, y sus caricias. Cerró el libro con un golpe que hizo que el gato saltara de su regazo. Lo puso en la estantería de cualquier modo, cogió la copa de jerez y se levantó. Debía irse antes de que Math volviera. No tenía fuerzas para volver a resistirse. Y su experiencia en el pasado la obligaba a desconfiar. Aunque lo que había sentido con Greg no era nada en comparación con el daño que podría hacerle Math, si descubría en él la misma mirada. Se volvió y dejó la copa sobre una mesa, se inclinó para recoger la toalla y caminó hacia la puerta. El gato la seguía, enredándose en sus piernas, y no la dejaba avanzar. Pero ya era demasiado tarde. A medio camino se detuvo, inmóvil como una estatua. La puerta se abrió y su corazón latió con fuerza, como si detrás le esperara la misma muerte.

Capítulo 9 —HOLA —dijo Math, sonriendo—. ¿Has disfrutado de la ducha? —Sí. Me he olvidado el peine —fue la primera excusa que se le ocurrió. Tenía la toalla en la mano, y el cabello revuelto le caía sobre los hombros. Math se interponía en el camino hacia la puerta. Elain sonrió nerviosa mientras caminaba hacia él. Math la rodeó con un brazo y le hizo dar media vuelta. —Vamos, puedes usar el mío, quédate un rato a hacerme compañía. Le quitó la toalla de las manos y la arrojó sobre un taburete de madera cercano a la chimenea. —¿Estás tomando algo? —Un jerez —contestó. Elain sentía la sangre hervir y estaba a punto de desfallecer. Un escalofrío le recorría la piel. Parecía como si no le llegara el oxígeno suficiente para que la mente funcionara. Math empezó a desabrocharse la camisa. —¿Me pones un whisky? Voy a buscar el peine. Entró en el cuarto de baño. Elain lo miró y vio que cerraba la puerta. Por alguna razón, la imagen de aquella habitación se le había grabado en la mente, y estaba segura de poder pintarla sin verla. Se dirigió hacia el mueble bar y comprobó que no había hielo. Fue hasta el frigorífico y cogió unos cubitos. Después se detuvo, y su mente empezó a despejarse. No tenía que esperar sólo porque él se lo dijera. Podía irse cuando ella lo decidiera. Math salió del cuarto de baño. Llevaba un albornoz largo y negro. Era la clase de regalo que haría una amante agradecida. Elain estaba inmóvil, con un vaso lleno cubos de hielo en la mano. —Math —dijo, dudando. —Sí. Lo dijo como si estuviera contestando a una pregunta, en lugar de formularla. Y por la forma en que la miraba, Elain pensó que cualquiera mujer podría pensar que él era la respuesta a cualquier pregunta. —¿Quieres hielo en el whisky? —preguntó débilmente. —Sí, gracias. Volvió a desaparecer en el cuarto de baño, al cabo de un momento, se oyó el ruido de la ducha. Elain echó unos cubos de hielo en un vaso y sirvió el whisky. Entonces la asaltó la visión de Math en la ducha: el pelo negro, la piel pálida en contraste con la piedra oscura de las paredes, el agua cayéndole sobre la cara y los ojos cerrados al recibirla, la curva del cuello y su cuerpo firme y musculoso. Pensó en sus manos

deslizándose por el cuello, el pecho, las axilas y los muslos; el jabón cubriéndole el pecho, las caderas y el abdomen. El gato maulló y se apoyó en sus pies para lamer el suelo. Entonces Elain se dio cuenta de que había vertido media botella de whisky. El vaso se había desbordado, el mueble bar estaba empapado y el gato había decido probar el líquido que había caído en el suelo. Elain dejó la botella medio vacía y buscó un trapo. Había una toalla sobre la cubitera y la cogió para limpiar la mesa. Después la metió en la cubitera y la llevó a la cocina. Lo dejó todo en el fregadero y cogió una esponja y un cubo. Cuando volvió a la habitación, el gato había dado buena cuenta de la mayoría del líquido vertido en el suelo y se estaba lamiendo una pata. Elain se preguntó cómo iba a explicar a Math que el gato estaba empapado de whisky. —Hueles como una bodega —lo acusó. El gato parpadeó confundido y se volvió a tumbar boca arriba, ofreciéndole la barriga. Maulló, animado. Elain sacó con cuidado los cubos de hielo del vaso y el whisky bajó de nivel. Después se sentó e intentó volver a echarlo en la botella. Observó que era whisky de malta escocés de quince años. El gato, probablemente, se habría bebido el valor de diez libras. Tomó un sorbo y se sintió confortada. Había conseguido introducir la mitad del whisky del vaso en la botella, pero la otra mitad empapó la etiqueta y cayó sobre el mueble. La ducha dejó de sonar. Elain dejó el vaso y limpió el resto del líquido derramado. Después volvió a echar los cubos de hielo en el vaso. Cuando Math salió del cuarto de baño, envuelto en una nube de vapor, con el albornoz y una toalla en la cabeza, Elain estaba sentada en un sillón al lado de la chimenea, con otra copa de jerez. El vaso de whisky estaba sobre una mesa de madera, entre su sillón y el brazo del sofá. Math se acercó a la mesa y cogió el vaso, lo miró y después se volvió hacia Elain, sonriendo. —¿Quieres emborracharme? —preguntó. Aquella risa embriagó sus sentidos tanto como el whisky al gato. Se mordió los labios, bajó la mirada y sacudió la cabeza. —¿Te he puesto demasiado? Antes de que pudiera contestar, el gato empezó a correr por la habitación, chocó con los tobillos de Math, se dio la vuelta y empezó a morderle y arañarle el albornoz, como si se tratara de un ratón. —¡Ay! —se quejó Math al sentir las uñas. Apartó la pierna y el gato se tumbó en el suelo, con las orejas hacia atrás y un brillo salvaje en los ojos.

—¿Qué te pasa, Mudpie? —le preguntó. Se inclinó y le acarició la cabeza. Mudpie volvió a salir corriendo, desenfrenado, y se llevó por delante una pequeña alfombra. —¿Qué demonios pasa? —dijo Math. —¿Tu gato se llama Mudpie? ¿Pastel de barro? —Yo no tengo ningún gato. Mudpie es una gata. —Pues tu gata es una borracha —le informó Elain. Math hizo una mueca. —Ya veo que lo has descubierto. Elain asintió, con seriedad. —Sí. —¿Cuándo empezó a darle a la botella? —Hace unos diez minutos. Mientras estabas en la ducha. Parece que tuvo una necesidad imperiosa de probar tu mejor whisky. Math fue hacia el mueble bar y cogió la botella medio vacía. —Vaya —exclamó. Miró en la dirección en que la gata se había ido. —¿Sobrevivirá? —Supongo que sí. No se lo ha bebido todo. Utilizó el resto para revolcarse. —Qué sensata. Math fue hacia el sofá y se sentó, riendo. De alguna manera, aquella situación divertida sólo había servido para que Elain se pusiera más nerviosa. Se levantó del sillón y caminó hacia el taburete en el que Math había dejado la toalla. La recogió y se pasó los dedos por el cabello. A su espalda se encendió una tenue luz. —Ven aquí. Se lo pidió con dulzura, amablemente, no como una orden. Aun así, había algo en su entonación que la obligó a quedarse donde estaba, y sintió un escalofrío que le recorría la espalda. Se volvió, incapaz de resistir el impulso, y lo miró por encima del hombro. Estaba sonriendo. Sus ojos parecían más cálidos bajo la luz de la lámpara, y los párpados le caían ligeramente. —Siéntate aquí —señaló el sofá que estaba a su lado. Llevaba un peine plateado. —Deja que te desenrede el pelo. Elain sabía que si se sentaba a su lado estaría perdida. Fue hacia él, se volvió y se sentó con las piernas cruzadas, frente a sus rodillas. Math le puso las manos sobre los hombros para que se echara hacia atrás, y abrió las piernas para que ella se acomodara. Le pasó las manos por la cabeza y empezó a deslizar el peine por su cabello, hasta bajar a la altura de los hombros, Elain sintió sus dedos electrizantes. Era como si recibiera una descarga sobre la cara y el cuello, la espalda y los hombros, a través del pecho, el

estómago y la piernas. Lo podía sentir hasta en las pestañas. Se cambió de postura, nerviosa, y extendió las piernas. Llevaba unas mallas marrones de algodón y un jersey del mismo material, color crema, y estaba descalza. Mientras Math pasaba el peine por el pelo mojado, Elain encogió los pies. La luz de la lámpara parecía envolverlos, mientras el sol se ocultaba tras las montañas y las sombras invadían el resto de la habitación. Tenía los pies de Math a ambos lados. Eran fuertes y musculosos, y sus tobillos estaban cubiertos de un vello oscuro y rizado. Sentada entre sus piernas, se sentía pequeña y a salvo, lo que no la ocurría desde hacía años. Se preguntó si Math sería tan sensible a su contacto como ella al suyo. Se dio cuenta demasiado tarde de que Math podía encontrar la pequeña marca de la oreja. En aquel momento, él se detuvo para beber un sorbo y después se inclinó para alcanzarle su copa de coñac. Ella la cogió, agradecida, feliz de saber qué hacer con las manos. Dejó que sus sentimientos afluyeran, animada por el alcohol. Cuando Math acabó, le pasó las manos por los hombros y empezó a masajearle el cuello. Elain cerró los ojos y echó la cabeza hacia delante, estremecida. Sabía cómo iba a acabar aquello. Pensó que debía irse, pero no fue capaz de hacerlo. Estaba ansiosa por sentir sus caricias, y no podía perder aquella oportunidad. Math le masajeó el cuello, los hombros y la parte superior de los brazos, hasta relajarlos por completo. Después Elain se volvió, se arrodilló y le rodeó la cintura con los brazos, para recostarse en su regazo. Apoyó la cabeza sobre su miembro erguido, y se echó hacia atrás, sobresaltada. Parecía verdaderamente sorprendida, pero Math la sujetó por los brazos. —Tranquila—dijo con firmeza—. Elain, tranquilízate. Elain estaba temblando como una hoja en medio de un huracán. Sin darse cuenta, habían llegado demasiado lejos. Pensaba que Math no había reparado en la sensualidad de la situación. Qué equivocada estaba. Y eso que Math sólo le había tocado los hombros, y ella ni siquiera lo había rozado a él. Él la estrechó contra su pecho y se inclinó para besarla con dulzura. —Donde la abeja liba —susurró y volvió a besarla— libo yo también. Y aunque no solía comprender las metáforas, entendió que Math estaba comparando su boca con una flor. En aquel momento, todo empezó a despertar sus sentidos: las caricias, la voz, las palabras que Math le decía, e incluso su propio pelo que le caía sobre el cuello. Math volvió a besarla y ella gimió. —No haremos nada que no desees —susurró Math—. Nada para lo que no estés preparada. Elain pensó que toda su resistencia resultaría inútil. Sin saber cómo, se encontró tumbada en el sofá, con Math entre sus piernas, la pierna izquierda tras su espalda y la derecha junto a su regazo. Él le acariciaba, ya sin

dulzura, los muslos, el estómago, los hombros y los brazos, y Elain se estremecía, pidiendo más. Math le pasó la mano por los muslos, despacio, esperando una protesta, pero Elain ya era incapaz de resistirse. Deslizó los dedos bajo el jersey, sobre el estómago y hacia sus senos, y los recorrió una y otra vez, hasta que Elain estuvo saciada de sensaciones. Elain sabía que ya no podía echarse atrás, no podía detenerlo ni con un palabra, una mirada o una caricia. Math deslizó los brazos tras su espalda, la levantó y empezó a subirle el jersey sobre la cabeza. Lo arrojó al suelo, y entonces se quedó contemplando los ojos entrecerrados y anhelantes de Elain. «Vaya, Elain, tendrías que haberme avisado». Volvió a escuchar las palabras de Greg. Pero no podía hacer ni decir nada, sólo podía esperar a que Math la tocara. El se inclinó y besó la garganta de Elain, y poco a poco fue bajando hasta el sencillo sujetador que siempre llevaba. Deslizó las manos bajo las hombreras y Elain respiró profundamente. —Math —susurró. Él se detuvo y ella observó los músculos tensados de su mandíbula. —¿Quieres que vaya más despacio? —preguntó suavemente—. ¿Lo dejamos? Elain cerró los Ojos, incapaz de hablar, y después volvió a abrirlos. Se encontró con la mirada profunda de Math, y deseó ahogarse en ella, —Math —volvió a susurrar. Él le desabrochó el sujetador y se lo quitó. Elain sintió un pequeño escalofrío, mezcla del miedo y el deseo. Observó a Math mientras miraba sus senos desnudos y sólo descubrió deseo en su mirada. Desesperanzada, se mordió los labios. Math se inclinó y besó sus senos, Elain sintió el calor de su mano sobre el pecho dañado y su boca deslizándose por él. —¿Qué estás haciendo? —gritó. Le resultaba incomprensible que no le importase tocar su seno defectuoso. —¿Qué estás haciendo? —repitió. Math levantó la cabeza y la miró. —¿Qué ocurre, mi amor? —susurró—. ¿No puedo besarte? —¡Ahí no! —gritó como una niña. Math apartó la mano, sorprendido, lo miró y después se volvió hacia ella. —¿Por qué? —Porque es horrible. Está deformado. Soy horrible —dijo. La verdad resultaba dolorosa, pero debía enfrentarse a ella. Math se inclinó hacia ella y perdió el control. La besó en los labios con pasión, sin prestar atención a sus palabras. Después la miró, casi enfadado. —No eres horrible —dijo—. Eres la mujer más bella que he conocido. Tus senos son hermosos y tu cuerpo también lo es. Tu rostro es como una flor. Y te deseo. —¿Aún? —preguntó, con una voz que no parecía la suya.

—Siempre—dijo él—. ¿Qué quiere decir ese aún? Elain cedió ante su mirada apasionada. —Tenía miedo. Pensé que si lo veías... No pudo continuar. Luchaba por controlar el torbellino de sentimientos que la envolvía. —Me quemé —explicó, al ver que él no decía nada. Es un injerto. —¿Y qué pensabas que haría cuando lo viera? —preguntó Math. Elain vio un brillo en sus ojos que aún la atemorizaba. Tragó saliva y no le contestó. Math la miró y la abrazó. Después se inclinó y Elain volvió a sentir el calor de su boca en el pecho. Pero cuando sintió el contacto de su lengua ya no sentía miedo, sino que se dejaba arrastrar por las sensaciones. Se estremeció al descubrir que había recuperado la libertad. Curvó la espalda y gritó, y Math supo que por fin se entregaba libremente. De repente, Math le agarró el brazo con fuerza. Elain abrió los ojos y lo miró. —¿Eso es todo? —preguntó Math. —¿Todo? Apenas podía hablar, sumida en el nuevo mundo de sensaciones que estaba experimentando. —¿No temes nada más? —¿Qué quieres decir? No sabía de lo que le estaba hablando. —¿Ningún hombre te ha hecho daño? ¿No tenías miedo de hacer el amor conmigo? Elain no entendía nada en absoluto. —Tenía miedo de que cuando lo vieras, no quisieras... Intentó explicarse, pero fue incapaz. Como si sus palabras le hubieran hecho perder el control, de repente, Math la rodeó con los brazos y la besó con desmesurada pasión. —Elain —susurró—. Creía que... Pero entonces volvió a besar su cuello, sus senos y sus brazos y empezó a recorrer de nuevo su cuerpo con los labios. Elain se despojó de las mallas y Math recorrió con las manos y con la boca sus zonas más íntimas. Ella gritó llevada por la pasión y se sumió en un mundo de sensaciones nuevas y desconocidas. Perdió la noción del tiempo. Math estaba desnudo, encima de ella, y tenía un atractivo irresistible que la cautivaba por completo. La alzó para sentarla sobre sí. Elain gimió, temerosa de lo que iba a ocurrir y escuchó a Math pronunciar su nombre como si fuera una palabra secreta y muy preciada. Ninguna experiencia la guiaba. Él era su único guía, y con toda seguridad, la conduciría a través de un mundo salvaje y desconocido, donde encontraría el placer más insospechado. Math la levantó, la besó y la acarició hasta hacerle perder el control.

Después la estrechó contra sí, con los brazos alrededor de su cuello y los ojos encendidos por la pasión. —Bésame —le ordenó—. Bésame, Elain. Ella le acarició el pelo y lo besó con avidez. Recorrió su boca con la lengua y después deslizó los labios por su rostro. —Math —susurró. Se sentía segura y confiada pronunciando su nombre. Volvió a besarlo. Math susurró su nombre. Al escucharlo, Elain se vio envuelta en otra oleada de profundas sensaciones, y entonces sintió un placer incontrolable.

Capítulo 10 MÁS TARDE, Elain descansaba en el sofá, a salvo entre sus brazos. Se estrechó contra su pecho, ligeramente aturdida. —Nunca lo había hecho —dijo. —Ya me he dado cuenta —dijo Math, no sin cierta sorpresa —¿Cómo es posible? —Nunca pensé que alguien pudiera... Math esperó la respuesta, pero Elain fue incapaz de continuar. —¿Que alguien pudiera qué? ¿Descarte? —dijo, con incredulidad. Elain asintió. Math se inclinó y la miró. —¿Cómo puedes creer que alguien pueda no desear a una mujer tan bella y atractiva como tú? ¿Y cómo es que nadie te lo ha demostrado? Ella sonrió, sin acabar de creerlo. —¿Crees que los otros hombres son como tú? No estaba segura de haberse explicado bien. —Si lo que yo piense puede hacerte creer que eres deseable, la respuesta es sí, sin lugar a dudas. Pero no le des muchas vueltas —la rodeó con un brazo—, porque ninguno de ellos te tendrá. —Greg decía... Bueno, cambió de actitud cuando... —respiró profundamente antes de acabar la frase—. Cuando me vio desnuda. De repente, la imagen de Greg se convirtió en un recuerdo estúpido. Entonces se dio cuenta de lo tonta que había sido al dejar que un momento desagradable le amargara la vida. Empezó a reír. —Fíjate, en el instituto era una figura en el deporte. Después consiguió una beca deportiva, se fue a una universidad estadounidense y se licenció en abdominales, o algo parecido. Elain estaba tumbada de espaldas a Math y él la rodeó con los brazos y cubrió sus senos con las manos. De repente, Elain empezó a llorar. Por fin se sentía a salvo. —Gracias —dijo. Al escuchar su voz quebrada por las lágrimas, Math se inclinó y la besó en la mejilla. Él también tenía los ojos húmedos. —¿Por qué lloras? —preguntó Elain. —¿Estoy llorando, cariño? Supongo que es porque tu explicación no tiene nada que ver con lo que había imaginado. —¿Y qué habías imaginado? —Reaccionaste de una forma tan violenta el otro día en la fortaleza que pensé que alguien, de alguna manera, te había hecho odiar el sexo. —¿Creías que me habían violado?

—Algo parecido. —¿Y qué pensabas hacer? —Esperar el tiempo que fuera preciso. Elain supo que era sincero y que siempre podía haberse sentido segura a su lado. Habría estado dispuesto a esperar, sin perder la paciencia. —Pero me alegro de que no haya sido así —concluyó. Por la noche, Elain se despertó a su lado. La luna llena iluminaba la cama a través del tragaluz, pero Elain sentía que aquella luz provenía de sus propios ojos, como si fueran capaces de ver en la oscuridad. El mundo parecía mágico y distinto, y se sentía como si acabara de nacer. Se levantó de la cama y caminó por la habitación. Hasta entonces, nunca había dormido desnuda, y se deslizó entre la luz y las sombras, sintiendo que la propia luna la había aceptado tal y como era. La luna aparecía perfectamente enmarcada en el tragaluz e iluminaba todo el salón. Elain levantó las manos sobre la cabeza e hizo una pirueta, alzó la cabeza hacia la luna y bailó al compás de una música que oía en su interior. Escuchó el ulular de un búho y lo comprendió. Entendía a todas las criaturas de la noche, que adoraban como ella a la diosa luna. La noche vivía en su interior. Fue hacia la ventana y contempló la oscuridad, los colores misteriosos y los suaves movimientos de las sombras. Sobre la colina, vio la torre de la fortaleza, que se alzaba inexorable y parecía cobrar vida bajo la luz de la luna. Elain permaneció inmóvil durante un momento, casi sin respirar, contemplando aquella visión. Y deseó poder formar parte de la noche, como el búho, el zorro, el rocío que cubría la hierba y el canto de los grillos. Los poetas hablaban del día de la creación, del despertar de la luz en la oscuridad. Para Elain aquella era la primera noche. Estaba segura de que el creador, que había originado la luz, también había originado la oscuridad, ya que la noche no podía existir sin la ausencia del día. Se dirigió hacia la chimenea y miró el sofá. Los recuerdos la asaltaron. Vio el rostro de Math., su mirada profunda y apasionada, y se estremeció. Pasó la mano por el brazo del sofá, con suavidad, y cerró los ojos, reviviendo las sensaciones de unas horas antes. El búho volvió a ulular. —Gracias —susurró, en respuesta—. Gracias. Cuando se volvió reparó en la estantería, junto a la cual otra mujer, en otra vida, había estado arrodillada aquella tarde. Se acercó, sonriendo. Pensaba en la forma en que el amor había transformado a aquella mujer. La luna iluminaba la estantería, y descubrió una sombra en el lugar en el que había colocado apresuradamente uno de los libros, justo cuando Math llegó para cambiarle la vida.

Al colocar el libro debía haberlo empujado demasiado. Se inclinó y lo sacó. Heridas que sangran con profusión, de Taliesin. Abrió el libro y le quitó la cubierta de papel. Se quedó mirando la parte trasera frunciendo el ceño. La luz de la luna a veces engañaba. Encendió la lámpara que estaba junto a la estantería para verlo mejor. No era un efecto de la luna. Sobre el nombre del autor, Taliesin, había una fotografía de Math. Cuando volvió a la cama, la luna había desaparecido. Se deslizó bajo las sábanas y se acercó a Math. A pesar de la cálida noche, se había quedado helada, y se estrechó junto a él. —Mmm —murmuró, adormecido. La rodeó con los brazos. —Nada —dijo Elain. —Mmm. Pensó que era maravilloso poder sentir su cuerpo cálido junto a ella. Se apretó más contra él y sonrió. Math se revolvió como si de repente recuperara la consciencia. —¿No puedes dormir? —No. ¿Math? —¿Sí? —¿Tú eres Taliesin?, ¿el escritor? —Mmm. Math bostezó y se estrechó contra ella. —¿Por qué no me lo dijiste? Volvió a bostezar. —Supongo que lo iba a hacer en cualquier momento. —Eres famoso, ¿verdad? Math abrió los ojos y le rodeó la cintura. —No exactamente. ¿Te supone algún problema? —Claro que no. —Pensaba decírtelo mañana, si esto ocurría. He tenido una idea. —Cuéntamela. Bostezó una vez más. —No. Ahora vamos a dormir —dijo. Elain se abrazó a él, con la nariz a la altura de su cuello. Sintió el agradable aroma de su cuerpo y se recostó en su hombro. —¿Qué idea has tenido? Math tenía los ojos entrecerrados, y una sonrisa se perfiló en sus labios. —¿Qué? —¿Qué estás pensando? —repitió. —¿Ahora? —Sí.

—La verdad es que estoy pensando en lo mucho que me gustaría volver a hacer el amor contigo, y me preguntaba si tu cuerpo podría soportarlo. ¿Qué me dices? Levantó la cabeza y le acarició el hombro y el brazo. —Estoy dolorida —admitió, sorprendida—. Hacer el amor es doloroso, ¿verdad? —Sólo la primera vez, cariño. —Ah. Math continuaba masajeándola y sus caricias le hacían temblar. —Siento que estés tan incómoda. Math se apoyó sobre el codo y la miró, mientras le apartaba el pelo de la cara. Elain lo miró y él sonrió. —¿Si te beso el sitio que te duele te encontrarás mejor? Aquella proposición la sobresaltó. Se mordió un labio. Antes de que dijera nada, Math se deslizó bajo la sábana, con las manos en sus muslos. Elain sintió la dulce presión de sus manos al separarle las piernas, y después otra presión diferente, como el roce de una pluma, que despertó todos sus sentidos. Gimió, disfrutando del placer que Math le proporcionaba. —¿Por qué escribes bajo un pseudónimo? —preguntó Elain, por la mañana. Se habían levantando temprano, y habían tomado la senda que llevaba a Pontdewi, con intención de desayunar allí. La noche anterior no habían cenado, y por la mañana, llegaron tarde para el desayuno. Aquello podría levantar sospechas entre los huéspedes del hotel, pero Elain era tan feliz que no le preocupaba. —Así que ¿no puedo ser un personaje anónimo? —¿Alguna vez has publicado algo con tu propio nombre? —Nunca. —¿Y no te gustaría? Math se dio la vuelta para mirarla. —Cuando tenía veinte años creía que si era famoso tendría más éxito con las mujeres. Se reía tanto como de sí mismo como de Elain, pero ella no pudo unirse a la broma. Aun así, creía que tras aquel tono jocoso, había algo que no era tan divertido. Le resultaba extraño. Ella nunca podría pintar bajo otro nombre. Pensaba que la vida era muy corta, y que si podía hacer alguna contribución al mundo del arte, quería que se le reconociera. Pero el sol brillaba entre los árboles, y aquel paisaje era demasiado hermoso para pensar en algo tan fugaz como la fama y la inmortalidad. —¿Por qué escogiste ese nombre? —Es el nombre de un poeta galés del siglo seis. Tal vez resulte un poco presuntuoso, pero tenía sólo veintiséis años cuando lo elegí.

Llegaron al bar y pidieron un desayuno abundante: huevos, panceta ahumada, salchichas, tomate frito, champiñones y tostadas. Elain solía tener buen apetito, pero no tanto como para desayunar frituras. Sin embargo, aquella mañana estaba hambrienta. —Sabes cómo abrir el apetito a una chica —dijo. Devoró su desayuno en un tiempo récord y miró la mesa en busca de algo más. —¿Te vas a comer eso? Math rió. —Sírvete. Pidió otra taza de café y recostó en el respaldo de la silla. —¿Te importa si te hago una proposición mientras comes? Elain lo miró, sorprendida. —Adelante. ¿Tiene algo que ver con lo que dijiste anoche? —¿Has leído el Mabinogion? —Aún no. Elain hizo una mueca. Math le había dejado un ejemplar, pero lo único que había leído era El Sueño de Rhonabwy. —Me gustaría que lo leyeras, avísame cuando lo termines. Quiero que me digas si te resultaría interesante pintarlo. Algunas escenas de cada cuento del Mabinobion — dijo— Ya te dije que quería escribir un libro. Creo que podríamos hacerlo juntos. Yo me encargaría del texto y tú de las ilustraciones. ¿Qué te parece? Elain respiró profundamente, emocionada. Aquél era un proyecto fascinante, y el argumento de El Sueño de Rhonabwy merecía la pena. Había algo que la atraía en la sencillez de la historia y en la descripción de los trajes. Podía tratarse de su trabajo más importante, la oportunidad de desarrollar un tema en varios cuadros. —Me encantaría hacerlo —dijo—. ¿Puede haber alguien interesado? ¿Tendremos posibilidades de publicarlo? Math sonrió, le tomó la mano y la besó. —Creo que te lo puedo garantizar —dijo. Por la tarde dieron un largo paseo y visitaron unos yacimientos romanos y una iglesia del siglo doce. Después volvieron al hotel. Olwen salió de la oficina, donde estaba viendo la televisión. —Ha tenido una llamada —le dijo a Elain. —¿Sally? Era la única amiga a la que había dado el número del White Dame. Olwen miró a Math. —No —dijo—. Era un hombre, Raymond. Quiere que le devuelva la llamada. Elain se quedó boquiabierta. Aquello la hizo despertar de su sueño y volvió a tomar contacto con la realidad. Se había olvidado por completo de Raymond y de su trabajo. Durante las últimas veinte horas, fue como si no existiera. Miró a Olwen y se sonrojó.

Estaba segura de que creía que tenía una relación con otro hombre y que Math era sólo un entretenimiento. Pero lo que no imaginaba era lo que Math pensaba. Estaba detrás de ella, sin decir nada. —Gracias. ¿A qué hora llamó? Intentó que su voz sonara indiferente. —A las nueve de la mañana. Jan fue a buscarla a la habitación, pero no estaba. —No. Elain pensó que lo único que faltaba era poner un anuncio en el periódico que dijera: MATH Y ELAIN HAN PASADO LA NOCHE JUNTOS.

—Gracias. Lo llamaré. Se preguntó qué querría Raymond. Era extraño que llamara. —Si quiere, puede llamar desde la oficina. Era evidente que pensaba que Elain quería hablar en privado. Pero Olwen estaba demasiado interesada como para arriesgarse a llamar desde el hotel. Decidió que bajaría a Pontdewi. —Gracias —dijo—. Creo que le llamaré más tarde. No corre prisa. —¿Qué demonios pasa, pelirroja? Deberías haber llamado ayer. ¿Qué ocurre? Ella misma se sorprendió. Había perdido por completo la noción del tiempo. —Lo siento. Me olvidé. No hay nada nuevo por aquí, Raymond. Quiero decir que sigo convencida de que él no lo hizo. De hecho, no creo que nadie provocara el incendio, a menos que fuera el fantasma. Fue un accidente. —Vaya, estoy deseando decírselo a nuestro cliente —dijo, con ironía—. Mira, me da igual con quién te estés entreteniendo, pero no bajes la guardia, ¿de acuerdo? Los del seguro están decididos a demostrar que el dueño provocó el incendio. Si no consigues encontrar pruebas, me va a resultar muy difícil justificar todo el tiempo que llevas allí. Así que por las noches haz lo que quieras, pero durante el día, quiero que hagas algo que merezca la pena. Elain estaba asombrada. Parecía como si todo el mundo lo supiera. —No seas estúpido, Raymond —se defendió. Pensó que el tono de su voz la traicionaría, descubriendo sus verdaderos sentimientos. —Muy bien, intentaré pensar algo. Tal vez deberíamos centrarnos en los clientes. A fin de cuentas, con excepción de las parapsicólogas, los demás residen aquí de manera permanente y estaban cerca cuando el fuego empezó. Todo el personal es galés. Podrías fingir que creemos que existe una conexión con los nacionalistas. —No se lo tragarían. ¿Tiene novia? —¿Qué? —preguntó, sorprendida. —¿Está liado con alguna clienta? —No lo sé —contestó, dudando—. Creo que no.

—¿Tal vez en el pueblo? Averígualo. Pon el cerebro en marcha, cariño, y llámame mañana. Pasó la tarde pintando y no vio a Math hasta la hora de cenar. No le hizo ningún comentario respecto a la llamada telefónica. A juzgar por la cara de Jan, Math debió pedirle una botella de un vino muy especial. Después entablaron una conversación trivial. Pero el brillo en sus ojos le daba otra impresión. Era como si creciera una llama mientras la observaba, absorbiéndola por completo. No sabía qué ocurriría, pero de lo que estaba segura era de que Math pretendía hacer el amor con ella de nuevo, y volver a pasar la noche a su lado. Aquella idea la inquietó y estuvo nerviosa durante toda la velada. Sus ojos la trastornaban, y temblaba al ver la seguridad con que cogía la copa de vino, y al escuchar aquella voz que despertaba sus instintos. Math sonrió con tristeza y sacudió la cabeza. De repente, Elain se sobresaltó. Jeremy estaba golpeando su vaso con una cuchara para llamar la atención. Todos los residentes estaban allí, y había algunos clientes más. La mayoría de ellos había acabado con el plato principal. Todos guardaron silencio. —¿Vas a leernos otro poema, Jeremy? —dijo alguien. Jeremy se levantó. llevaba una hoja de papel. Hizo una reverencia. —«Cinco años antes del eclipse» —anunció, y después empezó: «Cinco años antes del eclipse, Mi padre Despertando en la cama Vio la sombra de su futuro en el abigarrado Armario de la vida Cinco años antes del eclipse Vio la sombra de la tierra Y su fragilidad Lo hizo llorar Por la luna llena que nunca volvería a ver Por su esplendor. Cinco años antes del eclipse Mi padre sabía Que la vida ya no lo esperaría». Todo el mundo aplaudió y lo felicitó. Elain no había entendido el poema, pero también se sumó a los aplausos. —No entiendo mucho de poesía —le dijo a. Math. Él se inclinó sobre la mesa.

—En este caso no necesitas entender nada. —susurró Math—. Tengo la impresión de que el autor tampoco lo entiende. Ella rió con ganas. —¿Tan malo es? —Un poco pomposo. —Ni siquiera sé lo que significa. Math sonrió. —Imagínate un plato de fabada fría. Elain rió con tanta fuerza que algunas personas se volvieron para mirarla. —¿Y consigue publicarlo? —Eso dice. Imagino que lo hará en alguna pretenciosa revista literaria. Jan llegó con el postre y el café. —No debería tomar café —dijo Elain, una vez que Jan se fue—. Después no podré dormir. —Si el café no lo consigue, yo me encargaré —le prometió Math. Elain era incapaz de explicar el efecto que su voz le causaba. Sentía un nudo en el estómago, se quedaba sin habla y una corriente le recorría el cuerpo. Lo miró, estuvo a punto de hablar un par de veces pero no pudo hacerlo. Math la miraba a los ojos todo el tiempo. —¿De verdad? —dijo por fin. Math sonrió. Elain tomó un sorbo de café. —Éste sitio es un poco raro, ¿verdad? —dijo. —¿Tú crees? —Bueno, no es normal que en un restaurante uno de los clientes se levante y recite un poema —se encogió de hombros y sonrió—. ¿Lo hace a menudo? —Cada dos por tres. —Me sigue pareciendo extraño. —Tal vez sea el amor que sienten los galeses por la poesía —sugirió—. La costumbre de recitar poesía está muy arraigada aquí. Se llama eisteddfod. Elain tenía en la habitación un folleto sobre los diferentes certámenes de poesía y música que se celebraban por todo Gales. —Pero suele hacerse en galés, ¿no? —Bueno, de vez en cuando usamos el inglés —sonrió—. ¿Te gustaría ir a un certamen de eisteddfod auténtico? —¿Va a haber alguno pronto? Math asintió. —Dentro de dos semanas. Te llevaré. Aquello la devolvió a la realidad. No podría quedarse una vez que hubiera acabado el trabajo.

—Bueno, no sé si aún estaré aquí—dijo con torpeza. Math la miró, dispuesto a decir algo, pero se contuvo. Se encogió de hombros. —Bueno, te llevaré si estás. Lo dijo como si no le importara demasiado, pero Elain presentía que aquello no era lo que sentía.

Capítulo 11 ELAIN salió de su habitación, apoyó en la pared el caballete y la caja de pinturas, y cerró con llave. Después volvió a coger sus cosas y empezó a bajar las escaleras. Solía bajar por la escalera principal. Pero había unas escaleras antiguas y estrechas que subían desde la cocina hasta el apartamento de Math; y aquella mañana, sin saber por qué, decidió bajar por ellas. En el piso siguiente tendría que ir por el pasillo hasta la escalera principal si no quería acabar en las cocinas. La distribución de la casa era un tanto extraña; había zonas que no se comunicaban entre sí, y varios tramos de escaleras. Elain aún no las conocía muy bien. Iba tarareando mientras bajaba con el aparatoso equipo. Math había cumplido su promesa de la noche anterior, y no la había dejado dormir hasta después del amanecer. Elain había dormido hasta tarde y se despertó cansada, pero contenta al descubrir que Math ya estaba trabajando en el estudio. Decidió empezar un nuevo cuadro aquella mañana. No le parecía que la luz fuera apropiada para Excalibur, aunque su humor era el adecuado. Tal vez lo intentara. Cuando estaba llegando al siguiente piso, la caja de pinturas resbaló y se abrió. Todos los tubos, pinceles, trapos y botes saltaron por las escaleras. Por mucho que Elain intentó sujetarlos no sirvió de nada, y el bote de aguarrás salió disparado, cayó en el suelo y fue. a parar en la puerta de una habitación, donde se rompió en varios trozos. El olor inundó todo el lugar y se formó un charco que empezó a extenderse hasta el interior de la habitación. Elain no pudo evitar una exclamación; el aguarrás podía estropear el suelo. Lo dejó todo en el suelo y corrió hacia la habitación. Golpeó la puerta. —¿Oiga? —llamó, pero no obtuvo respuesta. La puerta estaba cerrada con llave. Acercó el oído y volvió a llamar. Escuchó algo parecido a un murmullo, tal vez el sonido de un pequeño motor, pero nadie respondió. Se dio la vuelta y bajó hasta la cocina. —¡Jan! —gritó—. ¡Jan! Era un poco más tarde de las once. La cocina estaba resplandeciente, y Jan y Myfanwy estaban de pie, tomando una taza de té, antes de proseguir con el trabajo. Las dos se sobresaltaron al verla. —Elain, ¿qué ocurre? Les explicó lo que había ocurrido. Jan cogió un cubo, un trapo y un juego de llaves, y subió con ella las escaleras. —¡Vaya! —dijo. Se tapó la nariz al sentir el olor del aguarrás. —Es la habitación de Davina y Rosemary —dijo mientras buscaba la llave—. Voy a limpiarlo. Salieron temprano y dijeron que no volverían hasta la tarde.

Abrió la puerta y la dejó abierta, como acostumbraba a hacer cuando limpiaba. No había nadie dentro, pero el murmullo que Elain había escuchado se oía con más fuerza y Jan se quedó boquiabierta y dio un pequeño grito. Elain se asomó para ver de qué se trataba. En un rincón de la habitación había una enorme gotera. El papel de la pared ya estaba empapado, al igual que un trozo de alfombra, pero no parecía que hubiera grandes daños. Había una manta sobre un baúl de madera. Jan la cogió y la metió en la tubería rota para evitar que siguiera fluyendo el agua. —¡Vete a avisar a Evan! —gritó a Elain—. Dile que corte el agua. Cuando Elain ya se iba a marchar, añadió: —¡Y que traiga la caja de herramientas! Elain no perdió el tiempo, y en cinco minutos, el encargado de mantenimiento del hotel cerró el agua, llegó a la habitación y reparó la avería, mientras Jan, Olwen y Elain lo recogían todo. Metieron la manta empapada en un cubo de basura para llevarlo a la cocina. Después, Jan y Evan levantaron la cama para que Elain y Olwen pudieran recoger la alfombra. —¡Vaya! —exclamó Elain, al levantar la alfombra. Debajo de la cama descubrió dos libros de bolsillo, echados a perder por la humedad. Estaban abiertos y boca abajo, como si alguien que los estaba leyendo por la noche los hubiera puesto bajo la cama antes de dormirse. Elain los recogió y los dejó sobre la cama. Se llevaron la alfombra, fregaron el suelo, y después Elain cogió los libros y los llevó hacia la ventana abierta. El sol brillaba con fuerza, y soplaba una suave brisa procedente de la colina. Los libros habían engrosado con el agua, pero Elain pensó que una vez secos se podrían leer. Fantasmas de Gran Bretaña, y El diccionario de los Fantasmas. Elain sonrió. Sin duda Davina se estaba documentando para escribir su propio libro. La ilustración de la portada no parecía gran cosa, y las de dentro resultaban demasiado extravagantes para un trabajo serio. Parecían propias de un aficionado. Elain pensó que ella podría haberlas hecho mejor. «¡Una explosión fantasmagórica! En el bonito pueblo de Cheslyn Slade, Wiltshire, hubo una explosión que nadie pudo explicar en términos científicos. En la noche del 13 de junio de 1944 ... » Elain dejó de leer, riendo. Era un libro para niños. No parecía una documentación muy valiosa para una parapsicóloga. Se preguntó qué haría Davina con un libro así. Abrió el otro libro. El estilo era parecido y no empleaba términos técnicos. Tenía algunas ilustraciones, pero la de la portada parecía del mismo autor del otro libro. Elain frunció el ceño, y después empezó a reír desmesuradamente. La autora de ambos libros era Diane Middleton. Parecía que descubría todos los pseudónimos al mismo

tiempo. Davina, la parapsicóloga, la mujer que despreciaba el término «médium» y cualquier comparación con Madame Arcati, escribía libros baratos sobre fantasmas. Se volvió, pero Olwen y Jan se habían ido con las sábanas de la cama. Pensó que tal vez sería mejor que nadie más conociera el secreto de Davina. Aunque a Math sí se lo contaría. Era el tipo de broma que sabría apreciar. A las doce estaban todos en la cocina, tomando otra taza de té y riendo, aliviados por haber evitado un posible desastre. —Gracias a Dios que se le cayó la caja de pinturas —dijo Olwen, mientras rellenaba la taza de Elain—. Afortunadamente, no ha pasado nada, pero de no haber sido por ti no nos habríamos dado cuenta en dos o tres horas. —O incluso en todo el día —añadió Jan—. Yo acababa de limpiar la habitación. Y Davina y Rosemary se habían ido de picnic, así que no regresarían hasta tarde. El agua habría llegado hasta el salón, pero nadie lo habría notado, porque no se suele usar en un día normal —respiró profundamente y sacudió la cabeza—. Habría sido un desastre: todas sus ropas arruinadas, los colchones y las alfombras empapadas... ¡Gracias, Elain, por tirar la caja! Elain sonrió y asintió. Pero estaba recordando que si no hubiera bajado por aquellas escaleras jamás habrían encontrado la tubería rota. Frunció el ceño mientras pensaba. No solía utilizar aquellas escaleras, pero algo la había impulsado a hacerlo. Y mientras bajaba, se había sentido extraña. Hacía un bonito día. Elain subió hasta la fortaleza y trabajó en el cuadro que había empezado una semana atrás, el de la mujer que observaba el valle. Era extraño, muy diferente a lo que solía pintar. Era la clase de cuadro que había pintado a veces para Stephen, el director de su tesis. —Pareces captar el lado oculto de las cosas —le había dicho en una ocasión—. Espero que alguna vez seas capaz de captar tu lado oculto. Se sentía incómoda trabajando con Stephen, sobre todo porque era incapaz de reconocer que tenía razón en lo que decía. Aunque con él había realizado sus mejores trabajos. En aquella época, lo único que sabía era que lo temía, pero desconocía la razón. Todo el mundo se sorprendió cuando decidió que un profesor distinto la ayudara en su tesis, y ahora lo comprendía. Durante el año que trabajó con el nuevo profesor, su trabajo no tenía la misma fuerza. Siempre se había preguntado por qué temía tanto a Stephen y quería alejarse de él por todos los medios posibles. Ahora lo sabía. Era por la misma razón por la que había tenido miedo de Math. Se había sentido atraída por él, una atracción demasiado fuerte para ocultarla. Y seguramente, si alguien se lo hubiera insinuado entonces, lo habría negado.

Sentía algo más que una atracción sexual por Math. Desde el primer momento, había tenido la extraña sensación de que lo conocía. La presencia de Math la había impulsado a descubrir su lado oculto. Si no hubiera tenido un trabajo que hacer, se habría alejado de él, y seguiría negándose a ser deseada, a ser amada. Odiaría y temería al hombre que la atraía. Seguiría siendo una artista mediocre y pintaría ilustraciones de libros como

Fantasmas de Gran Bretaña.

Cogió otro lienzo y lo puso en el caballete. Se trataba de una vista inacabada del hotel y el valle. Había algo más a lo que no había tenido el valor de enfrentarse. Rápidamente, puso sobre la paleta un poco de naranja, rojo, amarillo, azul, marrón y negro. Con ligeras pinceladas, empezó a pintar el hotel en llamas; un incendio terrible propio de la peor pesadilla. Con unos pequeños trazos perfiló la silueta de un hombre en una de las ventanas superiores. Estaba mirando la habitación en llamas en el momento en que el tejado se derrumbaba. Abajo, en el exterior, un hombre alto llevaba en brazos a una niña vestida con un camisón rosa, que miraba hacia la ventana profiriendo un grito desesperado. «Lo supe entonces», pensó Elain mientras pintaba. «Desde el momento en que escuché aquel ruido infernal supe que no volverían. El resto fue una farsa.» Elain estaba abriendo la puerta de la habitación cuando Davina y Rosemary llegaban a la suya, en el piso inferior. Oyó la voz de Rosemary al abrir la puerta. —Qué extraño. —¡Rosemary! —gritó Davina. Elain se mordió los labios. Al parecer, no se habían encontrado a nadie que les avisara de lo que había sucedido, aunque Olwen había dicho que estaría pendiente de su regreso. —¿Qué ocurre, Davina? —preguntó Rosemary, esperando algo horrible. Su voz sonaba alarmada y Elain pensó que la expresión de Davina debía ser algo digno de ver. Aunque en realidad no había de qué asustarse. Sólo había desaparecido la alfombra y faltaban las sábanas de la cama. —¡Dios mío! —exclamó Davina, al cabo de un momento—. ¿Qué ha pasado aquí? —No tengo ni idea —dijo Rosemary. Elain dejó sus cosas dentro de la habitación, cerró la puerta y bajó las escaleras. Olwen ya había llegado y encontró a las tres mujeres dentro de la habitación, con la puerta abierta. —Lo siento. Quería haberos avisado antes de que subierais. Afortunadamente, no ha habido ningún daño importante. —Jessica otra vez —dijo Davina, categórica.

—Estoy segura de que sí habrá causado algún daño. ¿Se han manchado nuestras cosas? —No, sólo la alfombra y parte de las sábanas. Se rompió una cañería. El agua empezó a salirse, pero pudimos detenerlo a tiempo. Hemos pensado trasladarlas al otro extremo del vestíbulo, a la Guardería. Desde allí se ve el valle. Hubo un momento de silencio. —Pero siempre hemos estado en la Capilla —dijo Davina, horrorizada—. Siempre que hemos venido hemos reservado esta habitación. —Sí, pero Math ha pensado... —Vamos a inspeccionar la otra habitación, Davina —dijo Rosemary, interrumpiendo a Olwen. —Pero ... Las dos hermanas se miraron entre sí, y después a Olwen. —Mi hermana necesita sentirse cómoda en su habitación —dijo Rosemary—. Ésta era la antigua capilla, por supuesto. Pero hay otras habitaciones en las que le sería imposible quedarse, sobre todo ahora que el fantasma está en plena transición. Si la otra habitación es de nuestro agrado, no tendremos ningún inconveniente en trasladarnos. Vamos, Davina. Pero a Davina aún no la habían abandonado las vibraciones negativas. Tan pronto como llegaron a la otra habitación y abrió la puerta, se volvió. —No —dijo con voz lastimera— Por favor, Rosemary. Rosemary se mordió un labio. —Sólo esta noche, Davina. Si mañana sigues teniendo la misma impresión... —se volvió hacia Olwen—. Espero que la Capilla esté preparada para mañana por la mañana. —Por supuesto —dijo. —Creo que no voy a poder pegar ojo en toda la noche —dijo Davina. —¿Por qué demonios no me lo dijiste antes? —preguntó Raymond. Elain no le había contado el incidente de la alfombra quemada. —Porque pensé que no tenía importancia. Pero ahora ha ocurrido algo, y a decir verdad, todo me parece muy misterioso. Le habló acerca de la cañería rota. —Esto empieza a ponerse serio. Nadie habría resultado herido, pero habría sido motivo suficiente para reclamar el seguro. —Ya entiendo —dijo Raymond. —No pudo ser él. No sería tan estúpido. Eso empeoraría su situación con la compañía de seguros, y tendría menos posibilidades de cobrar. —¿Crees que alguien lo está saboteando?

—No lo sé. Si quieres hacer caso a las parapsicólogas, ellas dicen que el fantasma está cambiando, o algo parecido. ¿Te lo dije? Dicen que ahora, después de pasar varios siglos gastando bromas inocentes, se ha vuelto siniestra y peligrosa. —Cuando las hermanas se recuperaron del susto, Davina había dicho a Math que podía ver la mano de Jessica en todo aquel asunto. —No las creo —dijo Raymond, sin más. —Muy bien. Empezaré a investigar a los demás. Se sentía como una traidora al darle los nombres de los demás clientes y del personal y al contarle lo que sabía de ellos. Nunca había tenido una relación tan cercana con las personas a las que había investigado. Le contó todo lo que había averiguado a lo largo de las dos semanas anteriores, incluida la muerte del marido de Vinnie, en Arnhem; que Jeremy, emparentado con la nobleza, era un poeta que publicaba en pequeñas revistas presuntuosas; que Davina escribía libros sobre fantasmas bajo el pseudónimo de Diane Middleton; que Jan estaba casada con un granjero del pueblo; que el primo de Gwen, la camarera del bar, había trabajado para Math; y muchas otras cosas. Era una traidora, pero no podía hacer otra cosa. Si dejaba el trabajo, la compañía de seguros enviaría a otra persona, que con toda seguridad se esforzaría por demostrar la culpabilidad de Math. Si el incendio había sido provocado por otra persona, Elain era la única que podía demostrarlo, y al menos, lo intentaría. Y si no continuaba, tendría que volver a Londres. Era una idea que no soportaba, aunque no sabía muy bien por qué. Quería quedarse allí, y después de todo tenía sus motivos. Gales era un bello lugar, la tierra de sus antepasados. Y estaba pintando buenos cuadros. Tenía muchas razones para quedarse. —Mira —dijo Elain. Estaban cenando en el restaurante del hotel. Math cogió la gruesa hoja de papel que Elain le tendía. Lo miró y levantó las cejas. Acercó el candelabro de la mesa para tener más luz. —¿Cómo has podido hacerlo? —preguntó sorprendido. Era una acuarela que representaba «El Sueño de Rhonabwy». —Es igual que el tapiz —dijo, como un niño. —¿Está bien? —preguntó Elain. —Si no es una copia perfecta., se acerca mucho —dijo. Volvió a mirarlo. Elain podía apreciar que le había gustado. —¿Encontraste una fotografía o algo parecido? —preguntó Math. Miró hacia la mesa en la que estaban cenando Vinnie, Rosemary y Davina. —¿O es que los poderes psíquicos se contagian? Elain rió. —Vinnie encontró una vieja fotografía en blanco y negro, no del tapiz, sino de alguien que posaba delante. Había olvidado que la tenía. Se aprecian la mayoría de los

detalles. Sólo tuvo que recordar los colores. Por supuesto, la descripción de la historia me ayudó mucho. Math sonrió y colocó el boceto en un lado de la mesa. Después apartó la sal y la aceitera que tenía delante y volvió a mirarlo. Cogió la mano de Elain y se la besó. —No creo que la copia resulte demasiado gratificante a un artista, pero me gustaría tener un mural al óleo de esta escena. ¿Te interesa? —Me interesa, pero no creo que pueda conseguir una copia perfecta. Habrá algún toque personal y notarás la diferencia. —Razón de más para que lo pintes —dijo Math. Subieron a través del bosque hasta lo alto de la colina. Habían dejado el camino hace tiempo, ya que Math quería llevarla a un sitio especial. Los últimos treinta metros habían sido lo suficientemente escarpados para que Elain llegara jadeando. Cuando por fin llegaron, Elain respiro profundamente, mientras miraba a su alrededor. Era un lugar mágico, iluminado por el sol, con un enorme roble en el centro. Los viejos árboles de Gales proliferaban sobre el manto de hierba y flores silvestres. Cerca del roble, cubierto de líquenes, se levantaba un menhir. Debía medir poco más de un metro. Aunque, de alguna manera, parecía tener algún poder. Los menhires siempre llamaban la atención, pero aquél lo hacía de una manera especial. Capturó la atención de Elain de inmediato. —Es absolutamente mágico —dijo después de tomar aire—. ¿Cuánto tiempo lleva aquí? Math negó con la cabeza. —Debieron celebrar algún tipo de ceremonia aquí. Se puede sentir. ¿Tú crees que adorarían a los árboles? —Antes de Cristo asociaban a la Diosa Blanca con los árboles —dijo Math. Elain avanzó por la hierba y bajo las ramas extendidas de los árboles, para tocar la piedra. Podía sentir el poder de la tierra bajo la mano. —¿Vienes aquí con frecuencia? preguntó. Tenía la extraña necesidad de hablar en voz baja, como si estuvieran en una iglesia. Math asintió. Elain seguía recibiendo mensajes de la piedra. —¿Y qué haces? Math se encogió de hombros. —Leo, escribo, o simplemente me siento a pensar. —¿Vamos a merendar aquí? —Si tú quieres. —Sería poco menos que un sacrilegio. —Supongo que habrán celebrado más de una ceremonia sagrada en este lugar. Es difícil saberlo.

Por fin, extendieron la manta y la comida bajo las ramas del roble y se dispusieron a comer en aquel lugar sagrado. Cuando saciaron el hambre, Elain volvió a llenar los vasos con el suave vino blanco, y se tumbó, apoyándose en una raíz que emergía de la tierra. —Deberías contarme alguna historia del Mabinogion —dijo. —Muy apropiado —asintió Math. —Alguna que quieras que pinte. —Está la historia de Math ap Mathonwy y la de Elen de las Huestes. ¿Cual prefieres? Elain dudó. —¿Las dos pertenecen al Mabinogion? —Más o menos. ¿Quieres que te hable del sueño de Máximo? Elen tiene algo que ver. —Sí, por favor. —Máximo el soberano. Math empezó a contar la historia con una suave y profunda voz, mientras Elain contemplaba el árbol y el cielo perfecto y azul. —Máximo era Emperador de Roma. Era sabio y apuesto, e idóneo para el gobierno. Un día reunió a todos sus cónsules y fueron a cazar a un valle cercano a Roma. Cuando el sol se levantaba sobre sus cabezas y el calor era insoportable, Máximo sintió sueño y decidió tumbarse a descansar a la orilla de un río. Y tuvo un sueño. Soñó que viajaba a través de montañas y llanos, siguiendo el curso de un gran río, hasta que llegó al mar. Allí embarcó en un colosal barco y navegó hasta una isla, y cruzó la isla para alcanzar el otro extremo. Llegó a una gran fortaleza. El tejado y las puertas eran de oro, y las paredes estaban incrustadas de joyas. Dentro, en una silla dorada, estaba la mujer más bella que jamás había contemplado. La abrazó y se tendió con ella, pero entonces lo despertaron el ruido de los caballos y el clamor que el viento le traía a través de los campos. —Ah. Math rió. —Así que Máximo se enamoró de aquella mujer, y se sintió tan desgraciado al despertar y no encontrarla que se sumió en una profunda melancolía. Ya no quería cazar con sus hombres, ni escuchar canciones, ni beber. Sólo quería dormir, para soñar con su dama. Por fin, su hombre de confianza fue a hablar con él y le dijo que sus hombres estaban desolados, porque jamás se dirigía a ellos y no sabían qué hacer. Era preciso que reaccionara. De modo que reunió a sus sabios y les contó que estaba enamorado de una mujer que había visto en un sueño y era incapaz de interesarse por nada más. Los sabios le sugirieron que enviara mensajeros en busca de la mujer del sueño, y así al menos viviría con la esperanza de encontrarla. Máximo los envió por todo el mundo, pero al cabo de un año regresaron sin haberla encontrado. Entonces uno de los cónsules le propuso que tratara él mismo de encontrar el lugar de sus sueños. Elain estaba absorta en la historia.

—Máximo viajó hasta encontrar el río —continuó Math—, y entonces mandó a sus mensajeros que lo siguieran. Así lo hicieron, y encontraron todos los lugares que él les había descrito, hasta llegar a la fortaleza de la isla. Entraron y encontraron sentada en una silla dorada a Elen, hija de Eudav, con su padre y sus hermanos, Kynan y Avaori. Se arrodillaron delante de ella y, en nombre de Máximo, el emperador de Roma, le pidieron que se fuera con ellos. Pero Elen se negó, alegando que debía ser Máximo quien fuera hasta ella. Los mensajeros volvieron a Roma e informaron a Máximo, que emprendió viaje con su ejército. Conquistó la isla de Britania y llegó a la fortaleza de Eudav. Allí vio a Elen, tal como la había visto en el sueño. Aquella noche durmieron juntos y por la mañana ella le pidió la dote que merecía, pues cuando la encontró era virgen. Máximo le dijo que la eligiera ella misma y Elen le pidió la isla de Britania para su padre y las tres islas mar adentro para ella, y también le pidió que construyera tres fortalezas en Arvon, Caerleon y Carmarthen. Más tarde tres caminos unirían las fortalezas. Math hizo una pausa y después continuó: —Máximo se quedó con Elen durante siete años, y al cabo de ese tiempo, le comunicaron que en Roma habían elegido a otro emperador. Se puso en marcha para reconquistar Roma, pero tras un año de asedio a la ciudad no conseguía la victoria. Mientras tanto, los hermanos de Elen reunieron un ejército con su nombre y lo enviaron a Roma, para ayudarlo. Máximo recuperó el trono y dejó que los hermanos conquistasen cuantos territorios desearan. Se hicieron con castillos y ciudades, y después Avaon y sus hombres volvieron a Britania, mientras que Kynan y su ejército se quedaron en la tierra que habían conquistado. Para preservar el idioma cortaron la lengua a las mujeres y, según la leyenda, ése es el motivo por el que aún se habla el celta en Gran Bretaña. Los tres caminos que unían las fortalezas se llamaron desde entonces los Caminos de Elen de las Huestes. Eligieron ese nombre porque los hombres de Britania se reunieron gracias a ella. Elain estaba sumida en una especie de ensueño, mientras escuchaba la voz de Math y evocaba cuadros en su mente. Ahora el único sonido que escuchaba era el del viento sobre las hojas. Abrió los ojos y se resguardó del sol. —¿Ya se ha acabado? —Me temo que sí —dijo Math—. No solían excederse en los argumentos. Antiguamente, las leyendas se daban a conocer a través de la música y la poesía. —Ya veo —dijo Elain—. ¿Y quieres que el resto de la información lo reflejen mis cuadros? Sonrió, contento de que ella hubiera captado la idea. —Eso es —dijo. —Bueno, ya tengo ideas para unos cuantos cuadros. El río, la fortaleza y la mujer en la silla dorada. Y los ejércitos, claro. ¿Es una historia real? —Está basada en algunos hechos reales. Hubo un hispano llamado Magno Máximo que prestó sus servicios al ejército británico durante el siglo cuatro. Las tropas lo proclamaron emperador, y cruzó el canal, venció a los ejércitos romanos en Galia,

Hispania y el norte de Italia, pero el emperador Teodosio lo derrotó en el 388 y lo decapitó. Incluso es posible que se fugara con alguna mujer galesa de la alta sociedad. —Es curioso que los romanos tomen parte en las leyendas de Gales —dijo Elain. —Los romanos gobernaron durante tres siglos en estas tierras. Es lógico que dejaran algún legado —dijo Math—. Me gusta esta historia porque creo que sugiere que, cuando los romanos conquistaron Gales la sociedad era matriarcal, y bajo la influencia romana cambió por completo. —¿Sí? ¿Qué quieres decir? A Elain la historia no le había sugerido nada parecido. —Era Elen quien estaba sentada en la silla dorada, aun cuando su padre y sus hermanos estaban cerca. La silla debía de ser su trono. Y, aunque su padre estaba vivo, los romanos no le pidieron a él su mano, como sucede en las sociedades patriarcales. Se dirigieron directamente a Elen. Y se negó a ir a Roma cuando el emperador la pidió en matrimonio, exigiendo que fuera él. Elain parpadeó bajo la luz del sol. —Es verdad. —Cuando pide su dote, no lo hace como si se tratara de un favor, como la mayoría de las mujeres. Exige el dominio de los territorios que Máximo ha conquistado. Y construye castillos y los une mediante caminos que después recibirán su nombre. Como cualquier gobernante, ella aprovechó los conocimientos de los conquistadores para el bien de su pueblo. Math cogió una manzana y se la frotó en el pantalón, con aire ausente. —Avaon y Kynan, sus hermanos, reunieron un ejército bajo su nombre, no el de su padre. —Ya veo. —¿Y qué ocurrió? Máximo les otorgó el poder necesario para conquistar cuanto desearan. De repente, Kynan y Avaon obtenían poder, cuando antes lo recibían de su hermana. Ya ves, tomaron el concepto de la superioridad masculina de los romanos. ¿Y qué es lo primero que hicieron cuando tomaron el poder? —¿Qué? —Cortaron la lengua a las mujeres. Silenciaron sus voces, como ocurrió desde entonces en todos los patriarcados. Se inclinó y acarició la mejilla de Elain. —Creo que los romanos trajeron la idea de la superioridad masculina a Gales. Me gustaría que pintaras a Elen como una poderosa reina celta, Elain. El verdadero poder femenino.

Capítulo 12 BAJO LOS efectos del sol y de la relajante historia, Elain se sumió en un profundo sopor. Estaba adormecida y soñaba con ríos azules y torres resplandecientes. Se despertó y vio a Math a su lado. Estaba dormido, boca arriba y con los brazos bajo la cabeza. Lentamente se incorporó y lo miró. Le fascinaban sus formas masculinas, sus líneas y sus curvas. Era un placer que desconocía. Nunca había mirado a un hombre de forma tan directa y ahora sabía la razón: mirar podía significar desear. Math llevaba pantalones cortos y una camina de algodón por fuera. Con cuidado, le desabrochó la camisa y se la abrió para poder observar su torso. Se movía despacio, a causa del calor, pero sentía que no había prisa y que podía disfrutar de las sensaciones. El vello oscuro y rizado de Math se extendía sobre el pecho y bajaba hasta el estómago, invitando a acariciarlo. Pero Elain no quería despertarlo. No era delgado ni grueso, pero aunque su complexión era musculosa, tenía un pequeño exceso de grasa. No tenía el cuerpo de un deportista, sino el de un hombre que monta a caballo y camina para mantenerse en forma, y que come lo que quiere. Las piernas eran más musculosas, con muslos delgados y fuertes y pantorrillas redondeadas, tobillos fuertes y pies cuidados. Pensó que le gustaría pintarlo tal como estaba, como si fuera un dios que descansaba en el bosque después de cazar o de mantener una aventura con la hija de los árboles o del río. Pero no quería pintarlo vestido. Se acercó y le desabrochó un botón de los pantalones, y después, como hipnotizada, le desabrochó otros tres más. Abrió la tela y la echó hacia los lados. Se sorprendió al ver que no llevaba nada debajo y que estaba excitado. Lo miró a la cara, pero estaba dormido. Pensó que tal vez, como Máximo, estaba soñando con una princesa galesa en un trono dorado. La fuerza de su virilidad la estremecía y no podía apartar la mirada. Decidió que lo pintaría así, como un dios en un lecho de hierba, desnudo y excitado. Se inclinó sobre él, y de la manera más natural, besó aquel miembro. Sintió que se excitaba más y volvió a besarlo, sonriendo. Entonces recordó el placer que la boca de Math le había hecho sentir. Abrió los labios y abrazó el pene con suavidad. Al contacto con la mano pareció cobrar vida propia, presionó los labios contra él y sintió un estremecimiento en la espalda, el abdomen y los muslos. Elain se movía por instinto, intentando recordar lo que Math había hecho para proporcionarle tanto placer. Descubrió que le agradaba deslizar la lengua y se lo introdujo más en la boca. Después besó sus muslos y su abdomen.

Cuando se arrodilló sobre Math, sintió una mano en la cabeza, lo miró y descubrió que la estaba mirando, con los ojos entrecerrados por el placer. Sonrió y se acercó para besarlo en la boca, al mismo tiempo que se levantaba la falda del vestido estampado. Math la acopló sobre él, de manera que sus sexos estuvieran en contacto. Se quitó el pantalón de algodón para ofrecerle su cuerpo desnudo, y después, la penetró. Elain se quedó inmóvil por un momento. El vestido extendido sobre los dos parecía un manto de flores. Se miraron a los ojos, sonriendo, y ambos se sintieron unidos en un mismo cuerpo. Elain pensó que, de alguna manera, los antiguos dioses habían despertado y contemplaban con aprobación el viejo rito bajo el árbol y la piedra sagrados. Después se inclinó hacia delante, con las manos apoyadas en los hombros de su amante, y se movió, sintiendo dentro su propia parte de divinidad. El largo cabello le caía y cubría sus rostros, mientras ambos compartían sus mundos. Math le sujetaba las caderas y se movía a su mismo ritmo. Lentamente, parecían seguir el ritmo de la creación. Después aceleraron, hasta sentir los latidos de la madre tierra y de su amante, el cielo. El cielo despertó y ofreció su bendición a los adoradores, y la madre los acogió en su pecho. Después, aquel ritmo grandioso los arrastró y vibraron al sentir el más profundo misterio del mundo. Sus pulsos se aceleraron. La piel de Elain resplandecía y pareció que su rostro se transformaba en el de una diosa que obtenía placer de su amante terrenal. El cielo abrió sus tesoros y los derramó sobre los amantes, la hierba y los árboles. Y la diosa tierra los aceptó, porque era el ritual de la fertilidad. Entonces ambos gritaron, al sentir que formaban parte de la creación. Pero, como eran humanos, no podían mantenerse en unidad durante mucho tiempo, y el ritmo se quebró. Sus cuerpos se estremecieron conscientes de lo que habían perdido. Math la rodeó con los brazos, y Elain, de nuevo humana, se recostó junto a él, inmóvil. Los dioses habían sido satisfechos. Sonreían y aplaudían. —¿Eso ha sido un trueno? ¡Dios mío!, pero si está lloviendo. Math rió. —¿Ahora te das cuenta? Mientras hacían el amor había levantando la cabeza para beber de la lluvia, como otra contribución a su rito sensual. —No, claro que no. Pero no noté que fuera tan fuerte. Nos vamos a empapar. —Es estimulante. Si nos quedamos debajo del árbol estaremos más protegidos. Colocaron la manta y el resto de las cosas bajo las ramas de árbol y acabaron el vino mientras esperaban a que escampara. Cayeron algunos relámpagos sobre el valle y se escucharon varios truenos, pero por fin dejó de llover, el cielo se despejó y volvió a brillar el sol.

—Elain, te presento a Theresa Kouloudos, mi representante. Theresa, Elain Owen. Se va a encargar del trabajo artístico. —Encantada. Elain saludó a una rubia delgada y vestida con elegancia, que parecía saber moverse en el peligro. —¿Cómo estás? Theresa le devolvió el saludo y se sentó. Estaban en el piso de Math. —¿Eres canadiense?, por el apellido se diría que eres de Gales. —Bueno, algo parecido. Mi bisabuelo nació aquí. Theresa asintió. Aceptó el whisky con hielo que Math le ofrecía y bebió un trago que a Elain le hubiera hecho ver doble. —Mmm —asintió, pensativa—. Sí, eso funcionará. Volver a tus raíces y todo lo demás. ¿Hay algo de especial interés en tus ancestros? Todo parecía ir muy deprisa. —Bueno, quería obtener información en la biblioteca de Aberystwyh, pero aún no he podido ir. —Bien. Podemos poner a alguien a trabajar en tu árbol genealógico, si es necesario. Mientras tanto, ¿podrías escribirme tus datos, incluyendo todos los detalles que conozcas sobre tus orígenes galeses? Transcurrió media hora antes de que le pidiera ver sus cuadros, y en aquel tiempo, discutieron el proyecto desde todas las perspectivas posibles. Theresa era inteligente y conocía bien su trabajo, pero también resultaba muy exigente. A medida que pasaba el tiempo Elain estaba más nerviosa, convencida de que su trabajo no encajaría en la mentalidad de una agente comercial y de que, si lo aceptaba, era sólo por hacerle un favor a Math. —Muy bien —dijo Theresa por fin—. ¿Puedes enseñarme algo que hayas pensado para el libro? Nerviosa, abrió el portafolios. Llevaba varios dibujos y se los entregó uno por uno: la fortaleza, con la multitud que subía por la colina desde el valle; la figura de Excalibur sobre el valle; los hombres de Arturo y el coche en el bosque; y otros más. Sólo tenía un dibujo que pertenecía al Mabinogion: el de la bella Elen en el trono dorado; y algunos bocetos de otras historias, como la del tapiz. En el último momento, y tras muchas dudas, había añadido el dibujo de la mujer que observaba el valle. Pero el cuadro del incendio aún no estaba acabado. Theresa los observó todos con detenimiento. Después los extendió a su alrededor, apoyándolos en la chimenea vacía y en varios taburetes y sillas. Se sentó y los miró otra vez. —Mmm —murmuró, después de una angustiosa demora. Después miró a Math.

—Sí, ya veo. Son muy sensuales y ricos en detalles —se dirigió a Elain— Muy bien. No habrá problema en incluirlos. —Queremos que el producto final sea de alta calidad. Costará una fortuna, pero vale la pena. Conozco un par de editores que estarán interesados en financiarnos. Hablaré con ellos esta semana. Volvió a mirar los cuadros. —¿Puedo llevarme alguno? —preguntó a Elain. Aún no había sonreído. Era como si su cerebro funcionara al máximo y se olvidara de la función de los músculos faciales. Elain asintió. —Llévate lo que quieras. Theresa escogió sin dudar tres cuadros, uno tras otro, y después decidió llevarse uno más. —Te los devolveré, por supuesto. Recogió el resto y se lo devolvió a Elain. Sólo quedó un cuadro, apoyado en la chimenea. Era el cuadro de la mujer, cuyo mundo estaba vacío. Era distinto a los demás. Theresa se sentó, con la barbilla apoyada en los dedos, y Elain deseó que no le pidiera que pintase algo parecido para el libro. Por fin, Theresa se movió. Se volvió hacia Elain y señaló al cuadro. —¿Me lo venderías? Me gustaría tenerlo en mi piso. —¿Qué dices? —preguntó Elain. La línea no era muy buena, y tenía problemas para escuchar la voz de Raymond. —Que no está relacionado con Althorpe —repitió Raymond—. Lo siento. Por Spencer, claro. —¿Bill? Bill es un perro —dijo Elain, asombrada, —¡Wilkes! —gritó Raymond—. Maldita sea, Elain. —Lo siento, no te oigo. ¿Dices que Jeremy no es primo del conde? Entonces, ¿quién es? —Un actor fracasado de clase media —respondió, con brusquedad. Un tractor pasó cerca de la cabina y Elain se tapó un oído. —Pero Raymond, eso es imposible. ¿De dónde saca el dinero? Él dice que recibe una renta familiar. —Pues miente. Vive de los intereses de un dinero que heredó. —Pero, ¿de quién? El tractor subió por la carretera y por fin, Elain pudo oír bien. —De su pareja, que murió de sida hace dos años. Y está agotando todo su capital. Al paso que va, estará sin fondos en dos o tres años. —¿Y es cierto que ha publicado?, ¿tiene un agente?

—Si lo tiene, no lo hemos encontrado. Y si ha publicado algo, tampoco hemos dado con ello. —Dice que cuando viaja a Londres, va a ver a su agente. —Sí, aquí tengo la nota de la última vez que hablamos. Avísame la próxima vez que venga. Le seguiré el rastro. —¿Algo más? —La historia de tu amiga, Vinnie Daniels, también tiene altibajos, por lo que sabemos. No te ha contado nada que no sea cierto, excepto que no consta en ningún registro que llegara a casarse con su novio antes de que él muriera en Arnhem. Adoptó su apellido cuando se trasladó a Gales. Elain empezó a sentirse enferma. Le parecía mal escarbar en el pasado de Vinnie. Decidió que cuando acabara aquel trabajo, dejaría a Raymond para siempre. —Y lo mismo ocurre con la camarera galesa —continuó Raymond—. Si tiene alguna conexión con los nacionalistas, lo oculta muy bien. No hemos descubierto nada más. No hemos encontrado nada sobre las hermanas parapsicólogas. Intenta obtener más información, de dónde vienen, dónde nacieron y cosas parecidas. Elain deseó que hubiera tenido más dificultades para obtener información sobre Vinnie, y no sobre Davina. No le importaría descubrir ante todos que Davina era una charlatana. —De todas formas, no estaban aquí cuando el fuego empezó —dijo—. Pero me gustaría que encontraras algo sobre la autora de esos libros. —Los imprimieron hace veinte años y ya están descatalogados. La editorial está intentando conseguirnos información, pero llevará tiempo. —Ponme al corriente cuando sepas algo. —Lo haré. Y ahora, ¿tienes algo para mí? —No mucho. Math ha decidido empezar la restauración del hotel sin el dinero del seguro. Dice que tanto si pagan como si no, está cansado de esperar. —¿La compañía lo ha aprobado? —preguntó Raymond. —No lo sé. Pero su perito estuvo aquí hace unas semanas y no le dijo que tuviera que volver. Aunque existiera alguna prueba que se le hubiera pasado por alto, ha estado lloviendo, así que ya se habrá borrado. —Muy bien, ¿algo más? Elain no tenía más información y le prometió que se emplearía a fondo en el trabajo. Salió de la cabina, aliviada. No le gustaba lo que estaba haciendo, así que decidió no pensar en ello. Ahora tenía una doble personalidad. La Elain que pintaba y estaba con Math era real, pero la otra Elain cobraba vida sólo en determinados momentos, cuando hacía preguntas supuestamente inocentes a la gente, y cuando entraba en la cabina telefónica roja.

Math salió del estudio y se dirigió a Elain. Estaba en el sofá, con las piernas extendidas, absorta en los bocetos del Mabinogion. —¿Te apetece comer? —preguntó Math. Elain asintió, dejó el cuaderno de dibujo y se incorporó. —Sí, por favor —enseñó un boceto a Math—. ¿Quién es? No le importaba que Math viera los dibujos inacabados. Math se acercó, se inclinó para besarla y cogió el boceto. Representaba un jinete que galopaba en un río y arrojaba una cascada de agua a unos hombres que estaban asentados en una pequeña isleta. Uno de aquellos hombres llevaba la espada desenvainada, otro vestía ropas religiosas, y el tercero llevaba un gran anillo. Estaban rodeados de tiendas y pabellones. —Avaon, hijo de Talyessin, arrojando agua sobre Arturo y su obispo. Muy bonito — dijo. —Estupendo —dijo Elain. Se puso de rodillas en el sofá, descansando las manos en la parte de atrás, y le ofreció el rostro a Math para recibir otro beso. —Y ahora, ¿qué te parece si comemos? —¿Hace mucho calor para una sopa? —Una ensalada estaría mejor. —Muy bien, ¿y unos sandwiches? Cuando estaban comiendo, alguien llamó a la puerta. Math abrió y entró un hombre corpulento, con la cara y las manos manchadas de hollín. —Math —dijo—, quiero hablarte de la zona que estamos restaurando. Elain aún estaba sentada a la mesa, pero le dio la impresión de que Math estaba preocupado. —Dime —apremió. —Hemos encontrado algo que creo que te gustaría ver. Creo que deberías venir. El techo tenía forma de L, como la casa, aunque era más pequeño en extensión. En la parte principal del edificio habían bajado el nivel del suelo, habían revestido las paredes y habían instalado la electricidad. En aquella zona estaban la lavandería y los almacenes del hotel. Pero el espacio bajo el ala más grande, donde tuvo lugar el incendio, estaba a un nivel más bajo, era oscuro y estrecho y no lo habían modernizado. Ambas secciones se comunicaban por un muro grueso de piedra, en el que había unos escalones para acceder al nivel más alto, aunque el techo tenía la misma altura. Se detuvieron, ya todo estaba sucio y oscuro y no tenían electricidad. George encendió una linterna. Las paredes de piedra no se habían modernizado, y la estrecha estancia estaba casi vacía. Más adelante, donde el fuego había causado más estragos, el sol se filtraba a través del tejado quemado y confería al lugar un aspecto irreal propio de una fotografía de posguerra,

Elain nunca había vuelto a la casa en la que murieron sus padres. Se estremeció y se preguntó si tendría el mismo aspecto que aquel lugar, donde reinaban la destrucción y la desolación. Por todas partes había maderos, soportes, enchufes y una serie de materiales que demostraban el trabajo que se estaba haciendo. Cuando llegaron Math, Elain y George, encontraron a los trabajadores y a todos los clientes del hotel, que se volvieron en aquel momento para mirarlos. Math sacudió la cabeza al verlo. —¿Estáis todos locos o qué? ¿Qué demonios hacéis aquí? ¡Esto se os puede derrumbar encima! —Pero, Math... —dijo Davina débilmente—. Creo que deberías detenerlos. No deben seguir. Por favor, ¡escucha! Math miró a George. —Te juro que no estaban aquí cuando salí a buscarte —le dijo George, y después miró a su ayudante—. Alguien debe haber corrido la voz. El ayudante empezó a balbucear una disculpa, pero Davina lo interrumpió. —¡No! Nadie nos lo ha dicho. Algo me atrajo, Math. Sentí el peligro. Por favor, escúchame. Math soltó una exclamación. —Si te mantuvieras alejada, lo comprendería mejor. Ahora quiero que todos los que no estén trabajando se vayan inmediatamente, por favor. Si quieren estar por aquí, manténgase apartados de la zona en obras. Hablaba despacio, pero con firmeza. Vinnie, Davina, Rosemary y Jeremy desfilaron entre los escombros hacia un lugar más seguro y allí se quedaron esperando, expectantes como niños. Math se volvió hacia Elain. —¿Vas a quedarte aquí? Elain asintió. Había un fuerte olor a quemado. Si había algún peligro no dejaría sólo a Math, Ya había perdido a sus padres en un incendio. Math pareció entender. —Muy bien —dijo—. No te alejes de mí. Quiero que estés cerca por si hay algún problema. George, ¿qué posibilidades hay de que esto se derrumbe? George sacudió la cabeza. —No muchas. Hemos estado limpiándolo todo y parece que lo que queda es sólido. Hoy hemos estado comprobando los cimientos. No se encuentran en muy buen estado, como puedes ver. La luz se filtraba a través de parte de la pared derecha, donde había un gran agujero. Math frunció el ceño. —¿Qué demonios ha causado esto? —preguntó.

—Bueno, las latas de gasolina estaban justo ahí, así que supongo que la explosión se concentró en ese lugar. —No pudo ser tan fuerte como para agujerear una pared de piedra. George asintió. —Es lo mismo que yo pensé. Pero lo hemos comprobado y no hay ninguna duda. Detrás, debe de haber una habitación o un pasadizo que no conocíamos.

Capítulo 13 —MATH! —la voz procedía de la oscuridad, tras ellos—. Es peligroso, Math. Puedo sentirlo. Hay un mal que acecha desde hace mucho tiempo. No entres. —Gracias, Davina, pero confiaré en mi propio juicio. Antes que nada, averiguaré de qué se trata. George los guiaba a lo largo del muro, en dirección a la sección que no se había quemado, donde un enorme armario se apoyaba contra la piedra. —Hemos intentado moverlo, pero es un mueble muy pesado. No lo hemos conseguido entre cuatro. —¿Qué crees que oculta? ¿Una puerta, tal vez? —preguntó Math. —De hecho, supongo que hay una puerta oculta en el fondo del armario, pero me temo que el calor ha derretido los goznes. Sólo podremos pasar con un hacha. —De acuerdo—dijo Math. —¡Math! —rogó Davina. Se había acercado para mirar el armario. Math se volvió y le sujetó el codo con la mano. —¿Qué sientes exactamente? En aquella situación, la vidente se volvió insegura. —Algo horrible está encerrado ahí. —Es posible que tengas razón. Tal vez vayamos a encontrar un cuerpo emparedado. Pero será un esqueleto de varios siglos, y esas cosas no me dan miedo. Si la perspectiva te parece desagradable, puedes irte. Elain recordó de pronto la historia de Jessica. De modo que Math pensaba que era posible que la hubieran emparedado viva. Se estremeció. —No, no lo entiendes. Es un mal más profundo, más espiritual. —Si hay un mal espiritual en el sótano de mi casa, quiero conocerlo. Un hacha golpeó a sus espaldas la antigua madera. Cuando apartaron los tablones, descubrieron una puerta que medía aproximadamente un metro y treinta centímetros de alto por algo menos de un metro de ancho. Detrás todo estaba oscuro. Todos se acercaron, arremolinándose alrededor de la entrada secreta. La brillante luz de la linterna cayo en un muro, que se encontraba a poca distancia. —Ése debe ser el muro original —dijo George. Math cogió otra linterna. —Vamos a ver si hay huesos —dijo, entrando. George lo siguió, y los dos desaparecieron de su vista. Poco después, los demás empezaron a pasar.

Se trataba de un estrecho pasillo que ocupaba toda la longitud del ala quemada, bajando hacia la colina. Las linternas arrojaban extrañas formas sobre las paredes de piedra. —¡Un pasadizo! —murmuraban todos asombrados—. ¡Es un pasadizo secreto! —Eso parece —dijo Jeremy, con el tono de un niño con zapatos nuevos—. Vamos a ver adónde llega. Math se volvió hacia los demás y se encogió de hombros. No tenía sentido que intentara mantenerlos al margen. Todos parecían perros que hubieran olfateado su presa. Cuando Elain avanzó para alcanzarlo, pisó algo. —¿Qué es esto? ¿Tenéis otra linterna? —Sí, yo llevo una —dijo uno de los obreros a su espalda. No era muy potente, pero iluminaba lo bastante para ver lo que Elain había encontrado. Sobre un montículo grisáceo que parecía de tierra había restos de tejido. Elain se agachó. —Parece un saco de cemento o algo así —comentó. Vinnie, que tenía una vista excelente a pesar de su edad, examinó el sello del fabricante en el saco de arpillera. —No es cemento —anuncio—. Es harina. Recuerdo estos sacos, de antes de la guerra. Math y George habían vuelto al oír a Elain, pero no tenían mucho que decir sobre un saco de harina, cuando esperaban encontrar huesos humanos. —Es posible que haya ratas —advirtió Math. Pero a nadie pareció importarle, de modo que todos siguieron. Poco después sintieron una corriente de aire frío a la altura de los tobillos. George y Math murmuraban algo entre ellos. De repente, bajo la luz de las antorchas, la piedra de los muros pasó a ser roca sin pulir, y el pasadizo se convirtió en un túnel. —Ahora debemos estar debajo del muro del final de la casa —comentó George. —¿Qué será esto? —preguntó Jeremy—. ¿Una mina de oro? —No seas ridículo —reprochó Rosemary—. Cualquiera puede ver que es un túnel. —Supongo que llega hasta la fortaleza —dijo Math—. Esperadme aquí o volved. No hay bastante luz, y podríamos tener un accidente. Y es posible que haya murciélagos. Algunos miembros de la expedición contuvieron un estremecimiento. —A los cinco no les dan miedo unas cuantas ratas voladoras —dijo Jeremy, decepcionado. —De todas formas, prefiero que no sigáis. George y Math empezaron a bajar por el túnel, mientras los demás se quedaban reunidos alrededor de la pobre iluminación de la linterna. —¿Conocías este pasadizo? —preguntó Elain a Vinnie. —No. Ni siquiera creo que mi padre supiera que estaba. No creo que tuviera ningún motivo para ocultármelo.

—Es posible que no se haya usado en varios siglos —comentó Davina. —Ese saco de harina no debe ser tan antiguo —señaló Vinnie—. Desde luego, es de este siglo. —Me encanta esto —dijo Jeremy— Este verano los cinco van a estar bastante ocupados investigando. —Puede ser muy peligroso —dijo Rosemary—. Me sorprende que Math nos haya dejado llegar hasta aquí. Por supuesto, él sería el responsable si a alguien le ocurriera algo. —Ya se lo advertí —dijo Davina con voz cavernosa. —Algún día alguien tendrá que explicarme quiénes son los cinco —intervino Elain, para aliviar el ambiente—. Tengo la impresión de que me he perdido algo. —Son los protagonistas de una serie de libros infantiles, de Enyd Blyton —dijo Rosemary en tono de desaprobación—. Actualmente, se consideran racistas y esnobs, entre otras cosas. —Pero a los niños les encantaban—dijo Vinnie—. La verdad es que cuando salieron esos libros yo ya no estaba en edad de leerlos, pero mis hermanas pequeñas disfrutaban mucho con su lectura. Y la escritora no era más racista o sexista que el resto de la gente de su época. No es justo culpar a una persona por los pecados de su entorno. —Piensa en todos los escritores del siglo veinte que serán condenados en el futuro por despreciar la homosexualidad —convino Jeremy—. Pero ahora mismo eso no llama demasiado la atención. Entre Vinnie y Jeremy consiguieron acallar a Rosemary. A Elain le habría encantado ver su rostro, porque sabía que no le hacía mucha gracia que pusieran sus opiniones en duda. De repente, la luz que había en la distancia se reflejó en una piedra. —Han alcanzado el final del túnel —anuncio Rosemary. Math y George se detuvieron, y el murmullo de sus voces llegó del túnel. Después se volvieron y caminaron hacia el grupo, Los demás los esperaron en silencio. —Parece que hubo un desprendimiento de rocas. Es inaccesible. —¿Quieres decir que es más largo aún? —preguntó Davina. —¿Crees que conducía a la fortaleza? —intervino Elain. Math se encogió de hombros. —Puede ser. No sé muy bien cuándo se construyó. Vamos. Elain notó que no estaba concentrado en lo que decía. Estaba pensando en otra cosa, algo que lo preocupaba. Todos volvieron sobre sus pasos. Cuando se acercaban a la puerta, las luces de las linternas iluminaron otra cosa. El pasadizo se extendía en los dos sentidos. Habían avanzado hacia la izquierda, pero ahora veían que también podían haber tomado la derecha.

En aquella dirección, sólo medía unos metros, y llegaba a un muro de piedra. Pero no era aquello lo que les interesaba. Junto a las dos paredes había un montón de cajas y sacos, en avanzado estado de descomposición. —Parece que es un almacén olvidado —dijo Math—. Alguien debía estar esperando un asedio. —¿De quién? —preguntó Jeremy—. Esto parece interesante. Los alimentos parecen demasiado modernos como para pensar en Owen Glendower. Todos guardaron silencio durante un momento. Vinnie fue la primera en hablar. —De los alemanes, por supuesto. Esto debe estar aquí desde la guerra. El último descendiente de la familia que poseía el castillo murió en 1942, y después de la guerra, el estado se lo vendió a tu padre. Supongo que estas cosas se guardarían antes de que llegara el racionamiento, y cuando el dueño murió, nadie supo de su existencia. Cuando volvieron, todos estaban llenos de polvo. Jan se desesperó al ver que estaban esparciéndolo por todas partes. Se quitaron los zapatos y subieron con precaución a sus habitaciones, como niños traviesos. En el piso de Math, Elain fue la primera en usar el baño. Se miró en el espejo. Tenía la ropa muy manchada, pero suponía que no era nada que no pudiera arreglar el detergente. Se desnudó, se duchó y después salió envuelta en una toalla para meter la ropa en la lavadora. Math se había desnudado en la cocina. Mientras se duchaba, Elain puso en marcha el aparato y se puso un vestido de algodón. Cuando Math salió del baño, Elain estaba deseosa por hablar de su hallazgo, —¿Qué piensas? ¿Crees que el pasadizo estaba ahí desde que se construyó la fortaleza? ¿Quién lo haría? —preguntó cuando se sentaron a acabar la comida que habían dejado dos horas atrás. —Supongo que el pasadizo se debió construir junto con esa parte de la casa, o poco tiempo después. Pero me encantaría saber el motivo. También me pregunto si el túnel pertenecería al edificio original. —Por lo menos, ahora sabemos cómo entró Jessica en la casa. Math mordió un trozo de pan y la miro, —Por supuesto. Además, eso resuelve otro problema. Ya sabemos de dónde salió la gasolina que originó el incendio. Pero eso deja una pregunta sin respuesta. ¿Quién sacó las latas del pasadizo? ¿Y para qué querrían quemar el castillo? —¿Qué?—gritó Elain. Raymond maldijo. —Has estado a punto de dejarme sordo. Ya me has oído. Los peritos dicen que el tapiz no se quemó.

—Eso es imposible. Además, ¿cómo lo saben? —Se puede averiguar mucho a partir del tejido. Había restos en el lugar que ocupaba el tapiz, pero las muestras que tomaron resultaron ser de algodón, del siglo veinte. —¿Quieres decir que el tapiz se salvó del fuego y que Math miente? —Me parece más probable que lo retirasen antes de provocar el incendio. Aquello inculpaba directamente a Math. Nadie más habría tenido la oportunidad de quitar el tapiz. —No lo creo. Lo más probable es que el perito extrajera muestras del tejido incorrecto. Supongo que tendrían el tapiz colgado delante de un paño, para protegerlo de la pared. Se hizo una breve pausa. Después, Raymond se aclaró la garganta. —No te estarás involucrando personalmente en el asunto, ¿verdad? —preguntó incómodo. —Bueno; vivo aquí. Naturalmente, tengo que relacionarme con todos ellos. Pero no se trata de eso. No me han nublado el juicio, si es lo que insinúas. —Eso era lo que insinuaba, en efecto. —En cualquier caso, si el tapiz no se quemó, ¿por qué no lo dicen los del seguro? Lo único que tienen que hacer es negarse a abonar su valor. Eso no demuestra que el incendio fuera provocado, ni que el resto no se haya destruido. Raymond suspiró. —Eso demuestra —explicó con paciencia— que alguien sabía que iba a haber un incendio. Y cuando un incendio ha sido previsto, eso significa que ha sido provocado. —¡Venga! El tapiz podría haber sido retirado por miles de razones. Para limpiarlo, para restaurarlo, para tasarlo, para colgarlo en otro lugar. Las coincidencias existen. Pero su corazón se encogió, porque cualquiera de aquellas explicaciones significaba que Math estaba involucrado en un fraude, incluso en el caso de que no hubiera provocado el incendio. Y ella trabajaba para la empresa a la que había intentado estafar. En efecto, la respuesta de Raymond fue la esperada. —Pero reclamó su valor de todas formas, ¿no> A lo mejor se le olvidó que lo había llevado a¡ tinte. —Hay otra explicación. Debió quemarse. El perito ha cometido un error. —Mira —dijo su jefe con amabilidad—, éste no es el único motivo que tienen para desconfiar. Te aseguro que aquí ha habido un incendio provocado y un fraude, y el propietario es culpable de ambas cosas. Elain se quedó sin palabras. —¿Tienes algo que decirme? preguntó Raymond. —Rosemary y Davina son de un pueblo cercano a Godalming. Es lo único que he podido averiguar. —Muy bien. ¿Qué más?

Se detuvo. No sabía si decírselo. Había decidido no hablarle del descubrimiento del pasadizo, para que fuese Math quien lo dijera. Sabía que algo lo preocupaba. —Venga —Insistió Raymond—. Suéltalo. Cuando tomó aquella decisión, Elain estaba convencida de la inocencia de Math, y pensaba que en cualquier momento la compañía de seguros admitiría su error y pagaría. Abrió la puerta de la cabina telefónica y respiro profundamente. Se apoyó el auricular en el pecho y dijo al aire: —Lo siento. Ahora mismo termino. Después volvió a colocarse el auricular para hablar con Raymond. —Perdona. Alguien quiere usar el teléfono. De momento no hay nada más. Mañana volveré a llamarte. Colgó antes de que su jefe pudiera protestar y salió de la cabina telefónica. Estaba cubierta de sudor. Se enjugó la frente con una mano. Después se dirigió al bar, confundida. Probablemente, necesitaba tomar algo. Era posible que necesitara un golpe así para reaccionar y reconocer la verdad: estaba enamorada de Math. —Hola —dijo Gwenn al verla—. ya has hecho tu llamada? —Sí —respondió Elain, de forma automática. Se lo había buscado ella misma. El sentido común la había prevenido contra aquel hombre. Su trabajo consistía en descubrir los fraudes, y no debía involucrarse demasiado con los sospechosos. —¿Quieres un café? —Sí, por favor. Math había provocado un incendio en el que podían haber muerto varias personas. La temporada alta no había empezado aún, por lo que el hotel estaba lleno, pero Vinnie le había comentado que dos personas habían tenido suerte de salir con vida. Se preguntaba si Math sería capaz de arriesgar las vidas de otras personas por dinero. No sabía nada de él. Su corazón le había dicho que era inocente, y no había investigado más. Pero también recordó que nada más verlo había tenido la sensación de que era culpable. Se había convencido de que no era así engañándose a sí misma, porque se sentía muy atraída por él. Pero en realidad, no sabía absolutamente nada. —Aquí tienes tu café. Has tenido malas noticias, ¿no? Elain parpadeó para volver al presente. —¿Cómo? —Tu llamada telefónica. Parece que las noticias no han sido muy buenas. De repente, Elain se dio cuenta de que Gwenn le había preguntado al verla entrar si había hecho su llamada. Al parecer, todo el pueblo controlaba cada una de sus acciones. Pero era lógico. El sentido común también debería habérselo advertido. El hecho de que una persona que se alojaba en el hotel bajara al pueblo casi todos los días para llamar por teléfono desde la cabina no podía pasar inadvertido.

Sabía con certeza que Math acabaría por averiguar algo que despertara sus sospechas. Y al darse cuenta de aquello, reparó en una cosa más: la reacción que tendría Math al darse cuenta de lo que estaba haciendo. Ninguna explicación podría ocultar el hecho de que mientras estaba con él llevaba una doble vida. Había sentido la tentación de confesárselo todo varias veces, y ahora deseaba haberlo hecho. Pero ya no tenía sentido. Si Math había provocado el incendio, ella no podría soportar que empezara a contarle mentiras. De pronto se dio cuenta de que estaba en una carrera contra reloj. Debía averiguar si Math había tenido algo que ver en el incendio antes de que él se enterase de que era una farsante. El desconocido llegó al día siguiente, a la hora de la comida, con sus maletas y sus excusas, y nada más verlo, Elain supo que debería haber sospechado que ocurriría algo así. Los huéspedes y los trabajadores estaban en las mesas del jardín, comiendo la ensalada y los bocadillos que Vinnie y Jeremy habían preparado. El restaurante estaba cerrado a los externos mientras las reparaciones tuvieran lugar, y Myfanwy se había tomado la mañana libre. Elain los había visto desde la colina, donde estaba aprovechando la mañana soleada para pintar, y había bajado a su encuentro. Math había llegado unos minutos después. Elain suponía que había estado trabajando en su estudio, pero no estaba segura, ya que la noche anterior había dormido sola. Había pasado en vela la mayor parte de la noche, pero no había llegado a ninguna conclusión. Había dos posibilidades: Math podía ser culpable o inocente. Sí era inocente, ella era la persona indicada para demostrarlo. Si dejaba su trabajo ahora y se marchaba, la compañía de seguros enviaría a otra persona, que estaría predispuesta contra Math. Algunos investigadores parecían creer que su trabajo consistía en demostrar la culpabilidad de los sospechosos, en vez de averiguar si eran o no culpables. Por otro lado, si se quedaba, aumentaría el riesgo de que Math la descubriera. Pero no podía marcharse, y tampoco podía renunciar al trabajo, porque no podía correr con los gastos del alojamiento en un hotel tan caro si Raymond no pagaba su factura. Se sentó en una mesa de la terraza y cogió un bocadillo. Saludó a los demás mientras Math avanzaba hacia ella, por el jardín. Inocente o culpable, se pondría furioso si empezara a sospechar de ella. Pero si era inocente y ella lo demostraba, era posible que tuviera una oportunidad de obtener su perdón. Si era culpable, nada importaba. —Hola—le dijo—. ¿Te encuentras mejor? La noche anterior había dicho que prefería estar sola porque le dolía mucho la cabeza. —Sí, gracias —respondió. Sin embargo, el ceño fruncido de Math indicaba que no la creía.

—Deberías ponerte un sombrero para trabajar al sol. En aquel momento llegó el coche y se detuvo en el camino, frente a las mesas. Un hombre se apeó, saludó y entró en el hotel. Math levantó una ceja al verlo, pero no dijo nada. —¿Quién será? —dijo Rosemary. Math negó con la cabeza. —Tal vez un cliente potencial —dijo Vinnie. Olwen apareció en la entrada. Parecía agitada. —Math —gritó—, ¿puedes venir? Jeremy emitió un sonido de sospecha. —¿Qué pasa? —le preguntó Elain, volviéndose—. ¿Quién crees que es? Jeremy se encogió de hombros. —No tengo ni idea. —Entonces,¿por qué has dicho eso? —Bueno; es evidente que hay algún problema, ¿no? Tal vez su visita tenga algo que ver con el túnel que descubrimos ayer. Cuando Math volvió, el hombre iba con él. —Ahora no hay ruido —explicaba Math— porque los obreros están comiendo. Pero estamos de obras, y el hotel no resulta muy relajante. —Eso es cierto —decía el hombre. Math lo acompañó a las mesas. —Les presento a Brian Arthur —anunció. —¿Se va a alojar aquí? —preguntó Vinnie, tendiéndole su elegante mano. Math se encogió de hombros. —Al parecer, hemos perdido otra reserva. Es posible que se extraviara algún registro con el lío del incendio. Elain sintió que su garganta se cerraba. —¿Va a quedarse aquí? —preguntó. Nadie sabía mejor que ella que no se había perdido ninguna reserva a causa del incendio. Pero al parecer, alguien se había enterado ya de que aquella excusa funcionaba para conseguir una habitación. Además, aquel hombre le recordaba a alguien. —Si no tiene inconveniente —respondió él, estrechando su mano. Elain intentó en vano localizar su acento. Math terminó con las presentaciones, se apoyó en una mesa y cogió un bocadillo. —Brian es uno de los voluntarios del ferrocarril y se va a quedar aquí dos semanas. —¿De verdad? —preguntó Davina—. ¿Está trabajando en el ferrocarril de Talyllyn? —Exactamente. ¿Ha montado ya? Math le sirvió una copa de vino, mientras Davina asentía. —¿Qué trabajo ocupa en el ferrocarril? —Este año soy bombero.

—Es un tren precioso —comentó Jeremy—. Yo no he montado, pero tengo entendido que está muy bien. —En efecto —respondió Brian Arthur, volviéndose hacia Elain—. ¿Y usted? ¿Ha montado ya en el tren? Elain negó con la cabeza. Había visto el folleto, pero no lo había leído. Al parecer, unos cuantos trabajadores voluntarios estaban restaurando una antigua línea de ferrocarril. —Deberías ir —le dijo Vinnie—. Es una preciosidad, y todo el mundo lo pasa muy bien. Los amantes del ferrocarril de toda Gran Bretaña vienen a pasar las vacaciones haciendo de ingenieros, conductores y expendedores de billetes. Tal vez fuera así, pensó Elain. Pero el hombre que acababa de pedir una habitación en el White Lady no se encontraba entre ellos. De repente se dio cuenta de que la persona que le recordaba era Raymond Derby. Si Brian Arthur no era otro detective, estaba dispuesta a comerse la mesa además de los bocadillos.

Capítulo 14 —HAN ENVIADO a otra persona —gritó Elain. La lluvia golpeaba las paredes de la cabina telefónica con tanta fuerza que apenas se podía oír nada. Elain estaba empapada, pero quería hablar con Raymond inmediatamente, y si hubiera cogido el coche, la gente se habría preguntado por qué lo hacía. El chaparrón la había sorprendido a mitad de camino. Pero aquélla era la última llamada que podía hacer desde el pueblo. —¿Quién lo ha enviado? —Tus clientes, por supuesto. Raymond, por favor, si lo sabes no me digas que no. Quiero saber qué está ocurriendo. —Te aseguro que no sabía que fueran a enviar a alguien más. —Entonces, son ellos los que tienen un doble juego. —¿Hasta qué punto estás segura de que ese hombre es detective? Elain pensó durante un momento. Setenta por ciento. Ochenta. —Ya veo. ¿Se puede saber por qué? —Es evidente. Por lo que me dijiste. No creen que el tapiz se consumiera en el incendio. —No me convences. Se alegran de que estés ahí, aunque no hayas averiguado gran cosa por ahora. Están dispuestos a darte más tiempo para que te ganes su confianza. El estómago de Elain se encogió. Por supuesto, lo estaba haciendo muy bien. Se estaba ganando su confianza. Un trueno ensordecedor se desató en el cielo. —Ha usado para conseguir habitación la misma excusa que yo. Dijo que había hecho una reserva y que se debía haber extraviado. Aparte de ti, de mí y de tus clientes, ¿quién más crees que puede saber que esa excusa funciona? —Todo el hotel —respondió—. De todas formas, tengo la impresión de que hay algo que no me cuentas. Por eso ha aparecido ese tipo. Ahora, dímelo todo y a lo mejor averiguamos a qué se debe su presencia. —El incendio reveló un pasadizo oculto en el sótano. Alguien había estado acumulando provisiones durante la guerra, y siguen ahí. Math sospecha que de allí salió la gasolina. —Estoy seguro de que tiene razón —dijo. —Pero eso significa que alguien la cambió de sitio. Porque cuando se incendió, estaba al otro lado de la pared del pasadizo, justo debajo de la habitación donde estaba el tapiz. —¿Adónde conduce el pasadizo? —Probablemente llegaba hasta la fortaleza de la que te hablé, pero parece que un derrumbamiento bloqueó el paso, y ahora no lleva a ningún sitio. —Pero bueno, ¿dónde tienes la cabeza? —¿Qué quieres decir?

—Nadie se arriesgaría a provocar un incendio con gasolina y después salir por la casa, ¿no? Eso era lo único que no cuadraba en la teoría del incendio provocado. El túnel conduce a algún sitio, y tú tienes que averiguar adónde. Fuera, en la calle, un relámpago iluminó un coche aparcado. Durante un segundo, Elain se quedó contemplándolo. Inmediatamente después, un trueno hizo estremecerse la cabina. —Me temo que estoy en el corazón de la tormenta —comentó Elain. Pero la comunicación se había cortado. —¿Se te ha ocurrido pensar que puede haber alguien interesado en echarte de aquí? —preguntó a Math con tono despreocupado, mientras cenaban. Aquélla era la única posibilidad que se le ocurría para demostrar la inocencia de Math. —¿Fuera de la casa, quieres decir? —Sí. —¿Por qué crees que alguien podría querer hacer eso? —No lo sé. ¿Has recibido alguna oferta de compra últimamente. Math sonrió. —Pregunta a Vinnie durante cuánto tiempo tuvo el hotel en venta hasta que yo se lo compré. Empezaba a pensar que nunca conseguiría colocarlo. Además, su valor ha descendido desde entonces, como el valor del resto de las propiedades. No tengo intención de vender, así que me da igual. Si quisiera deshacerme del castillo, tendría un problema. —¿Nadie se ha ofrecido a comprártelo? —insistió. —Nadie ha insinuado que le interese tenerlo. Necesita demasiadas reformas antes de convertirse en un hotel decente. Es necesario instalar cuartos de baño y modernizar las cocinas. Como verás, la disposición es un poco rara. Hay muchos pasillos y escaleras que llevan de un extremo a otro, y para llegar a los puntos intermedios, hay que dar un rodeo. Sería muy difícil hacer sitio para los cuartos de baño sin destrozar las proporciones. Éste no es un hotel que visitarían regularmente los turistas japoneses. —Pero en verano solías llenarlo. —Tenemos un grupo reducido de clientes, bastante excéntricos, a los que les gustan el aislamiento, la piedra y la fontanería antigua. Pero ese grupo se reduce año tras año. Ése era el motivo que impulsó a Vinnie a vender. Además de su edad, naturalmente. Pensó que podría interesar a alguna cadena hotelera, o que alguien podría querer convertirlo en un palacio de congresos. Pero no tuvo mucha suerte. —Ya veo. ¿Tienes enemigos? —preguntó directamente. —Que yo sepa, no —cogió su mano y le besó las puntas de los dedos—. Ahora dime por qué piensas que podría tenerlos.

Elain lo miró. Imaginó qué ocurriría si le contaba la verdad sobre quién era y qué hacía. Podía decirle que estaba convencida de su inocencia y quería ayudarlo a demostrarlo. Pero también cabía la posibilidad de que fuera culpable. —He oído que habéis encontrado un pasadizo debajo de la casa —comentó un hombre, acercándose a la mesa. Se trataba de uno de los clientes habituales del restaurante, un inglés que se dedicaba a escribir guías de viajes y que vivía por los alrededores. —Veo que los rumores se extienden rápidamente —dijo Math, resignado—. Pero si no te importa, te agradecería que digas a quien te pregunte que no es nada del otro mundo. Unas cuantas provisiones de la época de la guerra, y ya está. No conduce a ningún sitio, y no es nada interesante. Lo único que me faltaría ahora sería que un par de turistas tuvieran un accidente en el sótano y me pusieran una denuncia. El hombre rió y se alejó de la mesa, después de charlar un poco más. Elain volvió a la carga. —¿Estás segura de que Brian Arthur es quien dice ser? Aquello cogió a Math por sorpresa. —No me lo he planteado. ¿Quién crees que es? —Para estar enamorado de los trenes, sale muy poco del hotel. —Ha estado lloviendo. Math no intentaba encontrar excusas para el comportamiento del hombre. Simplemente, no le interesaba. Elain no sabía cómo podía prevenirlo, aunque ni siquiera sabía contra qué lo tenía que prevenir. Math tenía razón. Nadie quería nada de él, y no era probable que tuviera un enemigo tan acérrimo y no lo supiera. Le gustaría que la tomara más en serio. Si se lo propusiera, tal vez pudiera recordar algo, algún indicio que lo condujera a sospechar de alguien. Math llenó las copas de coñac, entregó una a Elain y cogió la suya, mirando el líquido con gesto ausente. Elain había ido a su piso porque no podía volver a pretextar un dolor de cabeza. No sabía qué hacer. Estaba traicionando a Math, aunque por otro lado, él podía haber provocado el incendio. Ahora le resultaría más difícil escapar. No sabía qué excusa poner para que él no sospechara nada. Math intentaría averiguar qué le ocurría, y Elain no sabía si podría encontrar una explicación verosímil que justificara su comportamiento. Hasta entonces nunca se había sentido muy presionada cuando trabajaba para Raymond. Además, si conseguía convencerlo de que no ocurría nada, sólo acumularía más mentiras. Math se sentó en el suelo frente a ella, con los codos apoyados en los muslos. Levantó la cabeza, pidiéndole un beso, y Elain reaccionó inmediatamente. Daba igual lo que

pensara su cabeza; su corazón y su cuerpo pertenecían a Math. Su sonrisa de deseo era completamente auténtica, Math subió una mano para acariciarle la mejilla mientras el beso deshacía los sentidos de Elain, disolviendo sus reproches. —Tengo la menstruación —mintió contra sus labios. Math se apartó de ella ligeramente y siguió sonriendo. —No me importa. Volvió a besarla, arrodillándose para llegar a su boca. Dejó las copas en un taburete y después se tumbó en la alfombra, arrastrando a Elain tras sí. Ella se tumbó sobre su pecho y lo miró con los ojos llenos de amor. Math la había liberado de su prisión. No podía pagarle delatándolo. —Te amo —susurró Math. Elain sintió que su sangre bullía, ensordeciéndola con el eco de aquellas palabras. —¿De verdad? Math la abrazó con fuerza. —Eres todo lo que siempre quise. Eres mi vida. Quiero estar siempre contigo. —Yo también te amo —respondió ella—. Nunca he querido tanto a nadie. No podía evitar decirlo, aunque sabía que no era lo más apropiado. Su corazón se desgarraba por el amor que sentía. Nunca había vivido una experiencia semejante. Siguieron besándose, rodando por la alfombra. Cuando se detuvieron, Math estaba encima de ella. —Nunca tendré bastante de ti —dijo él—. No sabes cuánto te amo. Desde el momento en que te vi supe que nunca podría haber nadie más. Aquellas palabras salían de lo más profundo de su alma. Mientras hablaba, la besaba y la abrazaba con frenesí, devorado por la pasión. Elain gimió mientras Math le quitaba el vestido y las braguitas. Abrió las piernas para abrazarlo con un grito de pasión, y lo acogió en su interior. —Te amo, Elain. Dime que me amas. Era cierto. En el todo el universo nada más era verdad, salvo su amor. —Te amo —susurró Después, cuando todo estallaba a su alrededor, cuando parecía que el placer que los devoraba no iba a detenerse nunca, volvieron a gritarse su amor. Más tarde, dormida junto a su amante, Elain lo recordó y lloró. —¿Por qué no subimos tus cosas? —propuso Math mientras desayunaban. Elain estuvo a punto de atragantarse con el café. —¿Qué quieres decir? —No tiene sentido que sigas teniendo tu equipaje en la habitación, ¿verdad? —Bueno, mi pintura... —Ven conmigo.

Dejó la taza y se levantó, para dirigirse a una puerta que había en el salón. Elain vio una preciosa habitación con dos ventanas que daban a la fortaleza. La iluminación era perfecta. El muro exterior era de piedra desnuda. sin revestir. En el centro de la habitación había una mesa antigua, rodeada de sillas. Pero Math y ella nunca habían comido allí. Sólo la luz eléctrica indicaba en qué siglo se encontraban. —¿Te gustaría quedarte con esta habitación como estudio? —Math —dijo en voz baja—, no estoy preparada para esto. Era mentira. No había nada que deseara más. Pero tal y como estaban las cosas, no podía mudarse a vivir con él. Su posición sería intolerable. Math se quedó inmóvil, como si intentara escuchar un sonido lejano. —Ah. —Lo siento, pero esto es... Es ir demasiado deprisa. El semblante de Math era inexpresivo. —Ya veo. Entonces, ¿qué quieres hacer? ¿Quedarte donde estás? —Si no te importa. Math sonrió al oír aquello. —Me importa muchísimo. Pero la decisión tiene que ser tuya. Elain sabía que no podría salir de aquella situación sin destruir algo. Tenía que averiguar la verdad, o ella sería la destruida. Encontró la oportunidad al día siguiente, a la hora de comer. Los trabajadores se detuvieron a las doce y media, y el restaurante estaba tan lleno que Olwen tuvo que ayudar. Elain entró en el despacho y abrió rápidamente el registro. «Brian Arthur», leyó. «Branwen Close, 15. Cardiff». Memorizó la dirección y el número de su carné. Después se fue a la cocina. Por el camino se encontró a Jan, que iba cargada de platos. —¿Te importa que me sirva un vaso de agua? preguntó. Jan la invitó a pasar con un gesto. Elain caminó hasta el antiguo fregadero de loza, saludó a Myfanwy y cogió un vaso. Lo llenó lentamente y se apoyó contra la pared para bebérselo. La cocinera estaba trabajando de espaldas al fregadero. No le resultó difícil escabullirse por la esquina y bajar hasta el sótano. Las luces estaban apagadas, y no se atrevió a encenderlas. Tardó cinco minutos interminables en avanzar por el sótano, y cuando alcanzó los escalones de forma inesperada, estuvo a punto de caerse. Pero al menos, cuando dobló la esquina había algo de luz, procedente del agujero que había hecho la explosión. Elain cogió una enorme lámpara portátil. Pesaba demasiado, pero prefería agotarse a no ver por dónde iba. Habían cerrado la puerta con dos vigas, pero no tuvo ningún problema para pasar por debajo de ellas y entrar en el pasadizo. Se quedó un momento allí, mirando a su alrededor. Las provisiones seguían en su sitio; nadie las había tocado. Tal vez aquello indicara algo. Era posible que allí hubiera algo importante.

Tal vez el pasadizo ocultara un tesoro, claro que, en tal caso, se lo habrían llevado. La persona que había cogido la gasolina había podido acceder a todo lo demás. Alguna escena de las películas antiguas tomó cuerpo en su cabeza. Recordó que la acaparamiento era ¡legal durante la guerra. Claro que nadie intentaría perseguir aquel delito después de tantos años. En cualquier caso, la persona que poseía antes la casa había estado acaparando provisiones y había muerto antes de poder utilizarlas. Dirigió la luz a los patéticos fardos que indicaban el miedo que alguien tenía de quedarse sin comida, y sacudió la cabeza. Le apenaba que en las épocas de escasez la gente rica se apresurase a acumular provisiones, creando más escasez. Detrás de la comida no había nada, salvo una pared de piedra que indicaba el final del pasadizo. Frunció el ceño. Había visto algo, pero no sabía muy bien qué. Volvió a bajar la luz y apuntó el polvo acumulado entre dos sacos rotos. Había dos círculos muy bien delimitados, y se notaban las marcas que se habían hecho al arrastrar los bultos. La tierra estaba tan prensada que no había huellas, pero cincuenta años de presión habrían hundido en el suelo los bordes de las latas de gasolina. Por supuesto, Math había visto aquello el día que habían pasado. Lo que no sabía era si había bloqueado el pasadizo porque tenía miedo de que alguien más pudiera darse cuenta. Al principio, había intentado mantener a todo el mundo al margen de aquello, pero después había cedido al ver el interés que mostraban. Elain se encogió de hombros y se volvió. Raymond tenía razón. Nadie se habría arriesgado a prender unas latas de gasolina si la casa fuera su única vía de escape, y menos aún se habría atrevido a quedarse en el pasadizo, o incluso en el túnel, mientras la casa se quemaba sobre su cabeza. Podía pasar cualquier cosa. El oxígeno se podía agotar, o el fuego podía calentar demasiado la piedra. Bajó por el túnel, cargada con la pesada lámpara. Al menos sabía que el suelo era firme. Math y George habían avanzado hasta el lugar que resultaba inaccesible a causa del desprendimiento. Pero el camino era muy inestable, y avanzaba muy lentamente. Sintió el viento en los tobillos. Por supuesto. Aquello indicaba que el túnel estaba abierto en algún lugar. Se preguntó quién más se habría dado cuenta de aquello el otro día, cuando todos habían sentido la corriente. Nadie había comentado nada, pero sin duda habrían hecho conjeturas. Math debía haberse dado cuenta. Las paredes estaban prácticamente excavadas en la roca. Aquel túnel podía datar de cualquier época. La pared y el techo se habían desprendido por la derecha, dejando el túnel bloqueado por piedras y tierra. A primera vista parecía que el derrumbamiento había cerrado el acceso por completo. Pero estaba aquella brisa. Elain intentó descubrir de dónde procedía el aire. No sabía cuánto tiempo había pasado allí. Se preguntó si los obreros necesitarían la lámpara. Tal vez sospecharan lo que había ocurrido y fueran a buscarla.

De repente recordó una de las máximas de Raymond: «Nunca te dejes llevar por la prisa». Era una de las reglas más difíciles de obedecer. Respiró profundamente y siguió buscando la abertura. Un juego de sombras la mantenía oculta, y además, nadie buscaría allí. Ella había estado intentando localizar un hueco entre las rocas desprendidas, porque parecía lo más lógico. Sin embargo, el desprendimiento había tenido lugar junto a una abertura, que no había quedado bloqueada por completo. En el lugar en que las rocas parecían unirse a la pared, había un pequeño hueco. De allí, procedía la corriente de aire. El paso era muy estrecho; parecía demasiado angosto para un niño. Pero por allí había pasado un adulto recientemente. Se pegó a las rocas y pasó, iluminando el agujero. De repente, había espacio. Detrás de la estrecha entrada, la pared izquierda desaparecía. Igual que el túnel. Se quedó inmóvil un momento, intentando seguir, cuando lo que verdaderamente deseaba era dar la vuelta y correr a casa. Se dijo que estaba en una caverna, simplemente. Si tuviera bastante luz, podría ver las paredes. Hasta podía ver a lo lejos el reflejo de la lámpara en las rocas. Tal vez su miedo fuera instintivo, pero no resultaba completamente irracional. Mucha gente se perdía en las cuevas. Cometería una imprudencia si exploraba sola aquel lugar. Por lo menos, debería haber dejado en su habitación una carta, diciendo dónde estaba, de modo que, si no volvía, fueran a buscarla. Pero no tenía tiempo. Al final, decidió explorar únicamente las inmediaciones de la entrada. Se deslizó lentamente a lo largo de la cuesta que había en el suelo. Después se volvió e iluminó el camino que había recorrido, memorizando todas las curvas de la pared que conducía a la hendidura. Las rocas rotas resplandecieron bajo la luz. La cueva no era tan grande como había imaginado en un principio, pero tenía túneles que parecían excavados por el agua. De repente pisó un entrante. Se cayó al suelo, y la lámpara se apagó. Elain gritó, presa del pánico, al verse inmersa en la más absoluta oscuridad. Se quedó muy quieta, pero sus ojos no se acostumbraban a la oscuridad. Ni siquiera se distinguía una vaga sombra. Por mucho que esperase, nunca podría ver nada, porque no había absolutamente nada de luz. De repente, se dio cuenta de que tenía frío. Tanteó el suelo a su alrededor, en busca de la lámpara. No la encontró. Se puso de rodillas y avanzó unos centímetros, palpando el suelo detenidamente. De repente rozó algo. Contuvo el supersticioso impulso de apartar la mano y se encontró con la lámpara. Se sentó en el suelo y buscó a tientas el interruptor. Lo pulsó. No ocurrió nada. Las lágrimas de miedo quemaban sus ojos. De pronto se dio cuenta de que había otro interruptor. Una luz roja, intermitente, iluminó vagamente la cueva. Elain dejó escapar una risa histérica. Cuando oyó el eco en las paredes de la cueva se dijo que debía controlarse.

Se puso en pie con precaución. El resplandor rojizo no iluminaba demasiado. De repente, tuvo la impresión de que no estaba sola. Era como si algo la atrajera hacia un lugar. No se resistió. Siguió su sexto sentido, su intuición o lo que fuera, y de repente se encontró en la salida del túnel. —Gracias —dijo en voz alta—. Muchas gracias. Un minuto después se había introducido por la abertura. A medida que avanzaba por el pasadizo oyó el ruido de la obra, pero todos los trabajadores estaban en el piso superior. Dejó la lámpara en su sitio y avanzó hacia la escalera tan deprisa como pudo. —¿Se puede saber dónde has estado? —preguntó Rosemary, mirándola horrorizada. Elain se quedó inmóvil, maldiciendo su mala suerte. Había conseguido salir de la cocina sin que nadie la viera, pero había tenido que pasar cerca de la puerta de Rosemary en el preciso momento en que ella salía de su habitación. Si hubiera transcurrido un segundo más, nadie habría llegado a verla. —Me he caído —dijo débilmente. —¿Dónde?¿En una mina de carbón? Elain decidió que no tenía por qué responder a aquella pregunta. Se limitó a sonreír y subió a toda prisa por la escalera. Desde luego, estaba hecha una pena. Se miró en el espejo. Tenía la ropa y la cara llenas de manchas negras, de aspecto algo grasiento. Verdaderamente, parecía que había estado en una mina de carbón. Frunció el ceño. Aquella suciedad aceitosa le recordó algo. Intentó recordar durante un momento, y después se encogió de hombros. Tenía demasiadas cosas en que pensar.

Capítulo 15 MUDPIE SE estiraba con sensualidad en el sol, restregándose contra la alfombra. Cuando Elain abrió la puerta, la gata se enderezó y la miró con reproche. Math, que estaba sentado en el escritorio, se volvió a mirarla y sonrió. —Vaya —dijo, entrecerrando los ojos—. Parece que te has estado divirtiendo. Elain se había limitado a lavarse la cara, pero aún llevaba la ropa manchada de negro. —He vuelto a bajar al túnel —anunció. —¿Tú sola? ¿Estás loca? Eso puede ser muy peligroso. ¿Qué habría pasado sí te hubieras caído y te hubieras roto una pierna? —Bueno, la verdad es que me caí, pero sólo rompí la linterna. Pero he descubierto una cosa. El pasadizo no se bloqueó con el desprendimiento. Hay una salida a un lado. —Y por supuesto la has encontrado. Math no parecía sorprendido. —¿Tú también la viste? —preguntó. Él asintió. Después rodeó su cintura con los brazos y apoyó la cabeza en su cadera. —Se me rompió la lámpara antes de que pudiera verlo todo. ¿Qué crees que es? ¿Una mina? —Probablemente, pero no parece muy reciente. Hay unos cuantos artefactos de madera, y unos cuantos picos. Parecen romanos. —¿De qué crees que sería la mina? ¿De plomo? Math se encogió de hombros. —O de oro, o de hierro. Los romanos extraían las tres cosas en Gales. No sé demasiado sobre las características geológicas de esta zona. —¿Tiene más salidas? —Sí. Va a parar a la fortaleza. Justo al pozo que está protegido con barrotes —se puso en pie—. Aún no has comido, ¿verdad? Elain negó con la cabeza y lo siguió a la cocina. —Esto es muy emocionante —dijo, buscando inspiración en la nevera—. ¿Tú no estás intrigado? Math sacó una lechuga, queso y un par de huevos. —Creo que menos que tú. —¿Es que no te das cuenta de que fue por ahí por donde entraron? —¿Quiénes? —Las personas que provocaron el incendio, por supuesto. Sea quien sea quien ro... Se contuvo justo a tiempo. Había estado a punto de mencionar el robo del tapiz. —Sea quien sea quien incendió la casa —continuó—, encontró la gasolina en el pasadizo, la sacó al sótano, y después volvió a huir por el túnel. ¿No te das cuenta?

Math estaba batiendo los huevos. —Sí. Lo que no puedo entender es quién fue. Ni por qué lo hizo. Elain se quedó mirándolo. Aquélla era la pregunta. Y ella tendría que encontrar la respuesta. —Hola, Elain, perdona que te moleste —dijo Rosemary. —Tranquila. No estaba trabajando. Era cierto. Estaba en su cama, leyendo el Mabinogion, y se había quedado dormida. Rosemary la había despertado al llamar a su puerta, y ella había abierto sin pensárselo dos veces. Recordó demasiado tarde que aún tenía en el caballete el cuadro que representaba el hotel en llamas, y la habitación estaba llena de bocetos. No le importaba quién viera su trabajo una vez terminado, pero le molestaba que la gente mirase sus cuadros inacabados. Sobre todo si se trataba de alguien como Rosemary. —Siéntate —dijo, abriendo su carpeta. Se apresuró a guardar el cuadro del incendio en el compartimiento especial para los óleos frescos. —¿Te has recuperado de tu caída? —Sí, no ha sido nada grave. No me he torcido un tobillo, ni nada parecido. —Supongo que volviste a bajar por el túnel. Si lo reconocía, era posible que a los otros clientes les diera por hacer lo mismo que ella, y no quería que todo el mundo averiguara que no se acababa al llegar al desprendimiento. —No. Estaba fuera, buscando algo que pintar, y ... —¡Dios mío! —gritó Rosemary. Elain miró rápidamente la cabeza hacia el lugar al que apuntaban los ojos de la vidente. Pero allí estaban sólo los bocetos del Mabinogion. —¡Qué interesante! —dijo Rosemary, con un tono que parecía de horror. Elain se apresuró a recoger los bocetos y dejó el montón boca abajo. —Lo siento, pero no me gusta que nadie vea mis trabajos antes de que los termine. Es una manía. —¿No podrías enseñarme...? Bueno, lo entiendo. En fin; había venido a preguntarte si podemos contar con tus dotes culinarias esta noche. Recuerda que es lunes. —¿Se puede saber qué estáis haciendo? —preguntó Elain en la puerta de la cocina. Math estaba delante de la cocina, con el delantal de Myfanwy puesto y una espumadera en la mano, mirando fijamente una sartén. Jeremy parecía estar amasando algo, junto a la encimera. Vinnie, con la cara llena de harina, batía huevos con energía. Mudpie y Bill olfateaban el suelo, con la esperanza de encontrar algo comestible. —¿Insinúas que esto es un desastre? —preguntó Math con aire jovial.

—¿Sabes cómo se puede recoger la harina del suelo? ¿Crees que hay forma de recuperar ese montículo? —Espero que no pretendas que nos lo comamos —dijo Elain con ironía. —Es todo lo que quedaba en el paquete —replicó Jeremy, mirando con preocupación el montón de harina. —Dios mío —dijo Vinnie, alzando la vista al techo. Mudpie estaba arañando el suelo, como si quisiera enterrar todo aquello, mientras que Bill estaba sentado, mirando a Elain. Movía con alegría el rabo, esparciendo la harina por todas partes. Jeremy se encogió de hombros. No parecía aceptar el juicio de Elain ni de Vinnie, pero al parecer acabó por desistir al ver lo que hacían los animales. —¿Sabes si hay más harina, Math? —Prueba en el sótano, pero no te recomiendo que uses la del pasadizo. Todos se miraron entre sí y rieron la broma. Habían pensado en lo mismo, al mismo tiempo. —Supongo que alguien usaría el pasadizo secreto durante la guerra —comentó Vinnie. Jeremy se limpió las manos y dijo: —Vaya desastre. —Yo me encargaré de arreglarlo si tú sigues cocinando —intervino Elain. Jeremy le dio las gracias y se marchó por las escaleras. Elain cogió un trapo y sujetó a Bill para limpiarle la harina que tenía por todo el cuerpo. —Tus animales parecen tener la costumbre de sentarse en los peores sitios — comentó a Math. —En Bill es normal. Pero Mudpie se dejaba guiar por un instinto muy femenino. —¿Cual? —Embadurnarse de cualquier cosa que huela bien. Elain rió mientras seguía limpiando. Al aspirar se le metió un poco de harina en la nariz y no pudo evitar un estornudo. —¿Whisky como perfume? —preguntó con incredulidad. —No era un whisky normal y corriente, sino mi mejor whisky de malta escocés. Cuando terminó de limpiar, le preguntó: —¿Qué puedo hacer ahora? —Siéntate a charlar con nosotros —contestó—. Tres cocineros son demasiados. Ya verás cómo lo estropeamos todo. —Rosemary dijo que me necesitabais aquí. —Pues Jeremy se te ha adelantado. Por alguna razón, Elain recordó en aquel momento el comentario que había hecho Raymond. Según su jefe, Jeremy estaba gastándose su fortuna a toda velocidad, y no le

duraría más de tres o cuatro años. Se preguntó si tendría los contactos necesarios para vender el tapiz de manera discreta. La pregunta estribaba en quién necesitaba más el dinero. Una cuestión que odiaba preguntarse. Vinnie no lo necesitaba, puesto que su trato con Math le permitía quedarse allí toda la vida. Aunque hubiera robado el tapiz, no habría hecho algo tan estúpido como quemar su propia casa para que no la descubrieran. Pensó en Rosemary y en la escena que se había desarrollado en su habitación. Algo la sorprendía y la empujaba a sospechar. Elain recordó que, justo en el instante en que había apartado el cuadro que representaba el incendio, la parapsicóloga había tenido aquella extraña reacción. No comprendía que se hubiera asustado tanto. Sólo era pura invención. —Pareces preocupada esta noche —dijo Math con suavidad. Elain regreso a la realidad a tiempo de observar que Math se había inclinado sobre la silla en la que estaba sentada, sonriendo. Le devolvió la sonrisa. Pero aunque no fuera consciente de ello, frunció el ceño al mismo tiempo. —¿Qué sucede? —preguntó él—. ¿Qué es lo que te preocupa? Sus emociones se notaban demasiado. Desde luego, no daba la talla de detective fría e impenetrable. Nunca había tenido que esforzarse tanto en un trabajo, ni durante tanto tiempo. Hasta entonces no se había enamorado de ningún sospechoso, y le resultaba muy difícil ocultar a Math sus sentimientos. Miró a su alrededor. Jeremy se encontraba al otro extremo de la cocina, mezclando algo con la batidora. Vinnie había desaparecido. —¿Se te ha ocurrido pensar que alguien pudo incendiar el edificio para que no descubrieran que había robado el tapiz? —¿Cómo? —preguntó, aparentemente sorprendido—. ¿El tapiz robado? ¿Qué te hace pensar tal cosa? —Que no encuentro otro motivo más claro. —Pues yo no encuentro nada claro en este asunto. A menos que... ¿Qué te hace pensar que el tapiz no se quemó? Elain quería decirle la verdad, pero no podía. —No lo sé. El fuego empezó debajo de aquella habitación, ¿no es cierto? Él frunció el ceño y consideró lo que había dicho. Después, hizo un gesto de negación con la cabeza. —No puede ser. El perito de la compañía de seguros examinó los restos de tejido. De no haber sido el tapiz, lo habrían descubierto —declaró, mirándola—. Pueden saber la edad de la tela, aunque esté quemada. —¿Te lo dijo el perito? —No era necesario. Es algo que casi todo el mundo sabe. Además, es el tipo de cosas que los arqueólogos conocen.

Ahora sabía que Math era inocente del robo del tapiz. Con sus conocimientos, no habría cometido la estupidez de intentar engañar a la compañía de seguros un truco tan burdo. —Pues no han dicho nada de... Elain dejó de hablar cuando Jeremy apagó la batidora. —Bueno, bueno, aquí está la masa —dijo, acercándose con un gran bol. —¿Qué vamos a comer? —preguntó ella. —Crepes —contestó Jeremy—. Al parecer, la especialidad olvidada de Math. Todos se sentaron en la mesa redonda una vez más, siguiendo la costumbre de los lunes. Aquél era el cuarto lunes para Elain, lo que significaba que llevaba tres semanas allí. Le maravillaba observar que la vida podía cambiar tanto y tan profundamente en tan poco tiempo. Aquella noche, Math estaba sentado a su lado. Recordó que la primera noche se había sentido muy aliviada al no tener que sentarse junto a él. Estaba nerviosa; pensaba que era peligroso, pero no podía adivinar que lo único peligroso que tenía era que la atraía poderosamente. Al mirarlo, estuvo a punto de reír. Había sido una estúpida. Math era muy atractivo, encantador, maravilloso, y sus ojos estaban llenos de promesas cuando la miraba. Estaba segura de que lo había notado de forma subliminal, aunque no consciente. Ahora sabía que resultaba ridículo sospechar de él. Para empezar, si hubiera tenido alguna razón para intentar quemar su hotel, no habría puesto en peligro la vida de las personas que vivían en él. Tal vez lo había dudado en algún momento, pero ahora estaba segura. Debía ser otra persona, y por otra razón. Fuera cual fuera la lógica de la situación, que apuntaba hacia Math como principal sospechoso, era incorrecta. Había algo que todavía no habían descubierto, simplemente. Sonrió a Math y empezó a comer. De pronto tomó una decisión. Era posible que Raymond la despidiera si lo averiguaba, pero no le importaba. Aquella noche se lo confesaría todo. Era posible que estuviera en posesión de información que ella desconocía. Si contrastaban sus datos, podían descubrir algo. —¿Así que los huéspedes nos turnamos para preparar la cena de los lunes? — Preguntó Arthur cuando terminaron—. No soy muy buen cocinero, pero sé preparar algunas cosas. —¿Te vas a quedar más tiempo? —preguntó Elain con dulzura, desconfiando de la estupidez que tan bien sabía fingir. El hombre la miró con la misma expresión que adoptaba Raymond cuando pretendía hacerse el tonto. —Hasta la semana que viene. Tú vives aquí, ¿no? —Por ahora no —respondió. —¿Así que trabajas?

Elain se dio cuenta de que intentaba obtener información mientras aparentaba mantener una conversación trivial. —En efecto —dijo, sonriendo y volviéndose hacia Vinnie. Pero antes de que pudiera pronunciar una palabra más, Brian Arthur preguntó: —¿A qué te dedicas normalmente? Durante un horroroso momento estuvo convencida de que él lo sabía e intentaba destrozar su coartada. Después se dijo que aquello era imposible. Hacía lo mismo que ella: intentaba averiguar sobre la gente que lo rodeaba para buscar pistas. —Soy pintora. ¿A qué te dedicas tú? Davina se agitó nerviosa en su silla al captar el tono hostil de Elain. —A muchas cosas —respondió con un tono evasivo que enfureció a Elain—. ¿Vives de la pintura? Le llevaba la delantera. Elain intentó salir de aquella situación, pero no sabía cómo hacerlo. Math se levantó. —Disculpadme, pero tengo que hacer una llamada —dijo a modo de despedida. Apretó el hombro de Elain y ella entendió el mensaje: esperaba que más tarde subiera a su piso. Elain sonrió y asintió de forma imperceptible, pero Vinnie los miraba embelesada. Elain sospechaba que todos sabían lo que había entre ellos. Brian Arthur se despidió poco tiempo después, y Elain no lo sintió demasiado. No le apetecía seguir enfrentándose a él aquella noche. Todos se levantaron y empezaron a recoger la mesa. Olwen salió para llevarse a la cocina el carrito de los platos sucios. Los demás inquilinos empezaron a caminar hacia el salón, pero Elain se dirigió a la escalera. Se detuvo en su habitación unos minutos y después subió al piso de Math. Mudpie esperaba en la puerta. —Por mucho que te restriegues contra mis piernas, no estoy dispuesta a darte más whisky —le dijo— Math me mataría. La gata no la creyó, o pensó que no era culpa suya y decidió perdonarla. En cualquier caso, siguió restregándose contra ella. La luz del salón estaba encendida. Math ya estaba allí. Elain saludó en voz alta, se detuvo para dejar unas cosas en el cuarto de baño, cogió en brazos a la gata y volvió al salón. De repente frunció el ceño al darse cuenta de que Math no había respondido a su saludo. Estaba sentado en el sofá, mirando unos papeles. —¿Negocios? —preguntó, sonriendo. Sabía que, fuera lo que fuera, Math lo dejaría ahora que había llegado. Era consciente de que prefería estar con ella antes que trabajar, de modo que aquella noche se había acabado el papeleo.

Pero cuando Math alzó la cabeza para mirarla, con la mandíbula firmemente apretada, se sintió como un niño que estuviera jugando con un tigre. No tenía ningún poder sobre él. Había sido estúpida al pensarlo. —Math —dijo casi sin aliento. Él se levantó y se quedó mirándola fijamente. —¿Conoces a un hombre llamado Raymond Derby? Hablaba con suavidad, pero la expresión de sus ojos la dejó paralizada.

Capítulo 16 —PUEDO explicarlo —dijo Elain, desesperada. Pero incluso si hubiera tenido algo que decir no habría encontrado las palabras. Mucho menos con los ojos de Math clavados en los suyos. A juzgar por la expresión de rabia de Math, se dio cuenta de que él no lo había creído. No sabía lo que le habían dicho, pero no había querido creerlo. Si ella lo hubiera negado, habría aceptado su negativa. Confiaba en ella. —Lo siento. Math, yo... Se quedó sin habla. No podía reaccionar. —A ver si me entero. ¿Eres detective? ¿Investigadora privada? Se sentía completamente indefensa, como cuando los niños se reían de ella en el colegio. —Te lo iba a decir esta noche. Iba a... —¿Trabajas para la compañía de seguros? Elain guardó silencio. —¿Eres tú el motivo por el que se niegan a darme la indemnización? ¿Es algo que tú les has dicho? ¿Algo que crees que has averiguado mientras te revolcabas conmigo en la cama? Elain se limitaba a mirarlo. —¡Contéstame! —No. Me enviaron porque sospechaban de ti. —¿De mí? ¿Se puede saber qué sospechaban que había hecho? Elain jamás había visto tanta frialdad en los ojos de Math. Se equivocaba, todos se equivocaban. En el infierno no había fuego, sino hielo. Había muerto y aquél era su infierno. —Provocar el incendio. En el silencio que siguió, Elain escuchó su corazón, sorprendida de que siguiera funcionando. —¿Has estado esperando a que confesara que había quemado mi propia casa? Esto ardía como una antorcha. Tuve suerte de que no se destruyera por completo. Podríamos haber muerto todos. —No creo que lo hayas hecho tú. Tardé poco en darme cuenta de que eras inocente. He estado intentando demostrar que no fuiste tú —dijo desesperada. —La inocencia no se demuestra. Sólo hay que demostrar la culpabilidad. ¿O es que las compañías de seguros opinan lo contrario? —No, claro que... Pero... Se detuvo. No era posible. Ninguna explicación podía justificar lo que había hecho. Ahora se daba cuenta de aquello. Incluso en el caso de que hubiera sido ella quien se lo

hubiera confesado, no habría tenido oportunidad de justificarse. Estaba soñando cuando pensó que aquello tenía arreglo. —Te amo —susurró—. Es verdad. Math profirió una carcajada. —Estoy seguro. —Me amas, ¿no es así? —imploró, sintiéndose desnuda. Sabía lo que Math iba a responder antes de que abriera la boca. Era como si lo hubiera oído en una vida anterior. —No te amo. Maldita hipócrita, ¿encima quieres eso? Había estado mirándolo todo el rato. Al fin cerró los ojos y dejó caer la cabeza. Se llevó una mano a los ojos y sintió las lágrimas. Se preguntó por qué no le había dicho alguien que lo del corazón destrozado no era sólo una frase hecha, que dolía de verdad. Se preguntó por qué nadie le había advertido que el dolor le impediría articular palabra. —Te amo —sollozó—. Math... —¿Se puede saber qué más quieres? Lárgate de aquí ahora mismo. ¡Fuera de mi hotel! ¡Fuera de mi vida! —¿Adónde voy a ir? —preguntó desesperada. —¿Yo qué sé? Al lugar al que va la gente como tú cuando termina su trabajo. Vuelve al agujero del que saliste. Ya he tenido bastante. Elain abrió la puerta y salió corriendo. —¿Y te ha echado del hotel? ¿En mitad de la noche? Elain contuvo un sollozo. Había huido de él, había huido de la casa sin detenerse más que a coger el bolso, donde llevaba las llaves del coche. No sabía muy bien cómo había conseguido llegar hasta Pontdewi sin acabar en la cuneta. La voz de Sally le había devuelto la cordura. Había escuchado todo lo que Elain tenía que decir sin hacer preguntas, aunque, en realidad, apenas había entendido lo ocurrido. —Es horrible —dijo Elain—. Me siento fatal. Lo que he hecho ha sido horrible. Aquello era innegable, y Sally no lo intentó. —¿Qué vas a hacer ahora? —No lo sé. No lo sé. Volvió a hipar. Había logrado contener el llanto, pero había pasado media hora sollozando antes de ser capaz de llamar por teléfono. En primer lugar, había llamado al club, pero después había recordado que Sally libraba los lunes. La había despertado en la única noche que podía dedicar a dormir en toda la semana. —Qué horror —dijo su amiga—. Me gustaría poder... No sé qué decirte. Debe estar furioso, y muy dolido. —Es tan frío como el hielo —replicó Elain.

—¿Dónde estás? —En la cabina telefónica del pueblo. —Es muy tarde. ¿Dónde vas a pasar la noche? —No lo sé. El bar es también una pensión. Si no, me iré a Dolgelau. Tengo que encontrar algo. —Cuelga antes de que sea demasiado tarde para buscar alojamiento. Llámame por la mañana. Da igual que sea temprano. De todas formas, no voy a ser capaz de dormir, pensando en ti. —No te preocupes, encontraré algo. Gracias por escucharme. Pero no resultó tan fácil encontrar un hotel libre en medianoche, en una pequeña localidad galesa y en temporada alta. La pensión de Pontdewi no tenía habitaciones libres, y en Dolgellau, la ciudad más cercana, estaba todo ocupado. Tendría que pasar la noche en el coche, y aquella idea la aterrorizaba. La criminalidad no era demasiado elevada allí, pero no era demasiado recomendable que una mujer durmiera sola en un coche. Condujo durante un rato buscando algún lugar que pareciera seguro, pero al final volvió al White Lady. Cuando atravesó la puerta de la verja apagó los faros y se dirigió a oscuras a los edificios accesorios. Metió el coche en una antigua cuadra, apagó el motor, se tapó con una manta y se durmió, completamente agotada. Unos golpes en la ventanilla la despertaron. Se incorporó sobresaltada, y tardó unos segundos en recordar dónde estaba. Se frotó los ojos. Era de día. Le dolía todo el cuerpo por haber dormido en el asiento del coche, y creía que su cabeza iba a estallar, pero su corazón parecía aturdido, afortunadamente. Volvió a oír los golpes y se volvió. Math estaba inclinado sobre el coche. —¿Se puede saber qué haces aquí? —preguntó. —Me echaste del hotel, y no pude encontrar una habitación en ningún sitio. —¿Así que volviste? —dijo con incredulidad—. ¿Crees que aquí estarás a salvo? —Me daba miedo... Se interrumpió, abatida. Math le dedicó una sonrisa diabólica, fría y sin sentimientos. —Estás loca si crees que te encuentras a salvo cerca de mí. Elain sabía que aquello era cierto. —De todas formas, tengo que recoger mis cosas y pagar la factura. —Ya veo. Honrada hasta el final. —Además, tengo intención de lavarme y cambiarme de ropa antes de irme—dijo cada vez más furiosa—, así que no esperes haberme perdido de vista en cinco minutos. Tendrás que soportar que contamine tus propiedades durante más tiempo. —Voy a pasar una hora fuera. Será mejor que hayas desaparecido cuando vuelva.

Math se marchó, y un minuto después, Elain oyó el sonido de las herraduras. Por supuesto, Balch estaba en la cuadra contigua, y Math había visto su coche al pasar. —No sabía que te marcharas hoy. —Ha surgido un imprevisto, y tengo que irme. —¿Lo sabe Math? —Claro que sí. —Bueno; de todas formas, no tienes nada que pagar. Nos dio instrucciones para que no aceptáramos tu dinero —le dijo con una sonrisa—. Me lo pidió hace unos días, ¿lo ves? Lo tengo apuntado en tu ficha. Elain tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse. Bajó la vista, apretó fuertemente los labios y volvió a mirar a la recepcionista. —Creo que averiguarás que ha cambiado de idea —dijo con el tono más neutro que pudo encontrar. Olwen se quedó un rato en silencio, sin saber qué decir. —Entonces creo que debería... —Olwen, por favor, deja que pague mi factura y que me marche. La recepcionista la miró y supo que sería mejor hacerle caso. —¿Quieres que te lo cargue a la tarjeta de crédito? Elain asintió y le entregó la tarjeta. Después rechazó el recibo. —¿No te vas a despedir de los demás? ¿Ni siquiera de Vinnie? Se sintió culpable al pensar en cómo la miraría Vinnie si lo supiera. También a ella la había traicionado al averiguar cosas sobre su pasado que no eran asunto suyo. —Le mandaré una carta. Dile que lo siento. —¿Cómo es posible? —preguntó Raymond—. ¿Quién se lo dijo? —No lo sé. Después de cenar dijo que tenía que hacer una llamada y se marchó. Media hora después me dijo que... Media hora después me echó del hotel. —¿Dónde estás ahora? —En Dolgellau. —Muy bien. Será mejor que vuelvas. Los de la compañía de seguros lo sentirán mucho, pero no es culpa tuya. —¿De verdad? —No. Es culpa mía. El otro día vino un potencial cliente, y hablé demasiado de ti. Le dije que en este momento estabas ocupada en otro trabajo, y que no estarías disponible hasta la semana que viene, más o menos. Por supuesto, no era un cliente. Era alguien que quería averiguar si trabajabas para mí. Qué estúpido fui. —Pero, para empezar, ¿quién podría saber que trabajaba para ti? —No tengo ni idea. Cualquier persona. Un antiguo cliente, tu compañera de piso, tus amigas. Eres pintora, ¿no? Supongo que les dirías que te ibas a Gales.

—¡No! Sí, pero... Empezó a hablar y se detuvo. —Como verás, no es muy difícil seguirte el rastro. Probablemente alguien invitó a una copa a tu compañera de piso y se interesó por ti. Debería haber supuesto que podía ocurrir algo así. —Sí—convino Elain con desmayo. —Llamaré a mis clientes para decírselo. Ven a verme en cuanto llegues a Londres, ¿de acuerdo? Había una cafetería cerca de la cabina que Elain había utilizado, y entró para meditar. Había algo que no le cuadraba, y no estaba dispuesta a irse de allí hasta que no hubiera descubierto de qué se trataba. Desde el momento en que averiguó que el tapiz no se había quemado, había estado preguntándose quién, si no Math, podía haberlo hecho. Porque nada más parecía tener sentido. Si un ladrón hubiera querido la tela, sólo habría tenido que robarla. De hecho, la había robado, a juzgar por lo que decían los peritos. Era una locura pensar que alguien fuera a incendiar el hotel, arriesgando su propia vida, para ocultar la desaparición de una obra de arte que valía como mucho cincuenta mil libras. Sin duda, nadie se arriesgaría a la condena que suponía la provocación de un incendio en un edificio habitado a cambio de una cantidad de dinero tan reducida, que podría haber obtenido de todas formas una vez robado el tapiz. Ni siquiera entendía por qué lo habían robado. No era tan fácil de vender como un anillo de diamantes, Por ejemplo. A no ser que alguien lo hubiera visto o hubiera oído hablar de él y hubiera encargado su robo. Aquello significaría que iría a parar directamente a una colección privada. No había necesidad de ocultar el robo, porque no volvería a verlo nadie más que el nuevo propietario y su círculo más íntimo. El ladrón no tendría que preocuparse por la posibilidad de que lo sorprendieran intentando buscarle salida en el mercado. De modo que no tenía sentido que hubieran incendiado el hotel. Sólo Math podía beneficiarse tanto de la desaparición del tapiz como del fuego, Aquél era el motivo por el que sospechaban de él. Pero sabía que Math no había salido beneficiado de aquel incendio. Había perdido para siempre cosas que tenía en gran estima, como el mobiliario antiguo. Estaba convencida de que Math era inocente. Sabía que no podía haber puesto en peligro la vida de nadie por obtener ganancias, y sabía que no mentía cuando le dijo que el tapiz se había quemado. Parecía completamente convencido de ello, De repente algo empezó a cobrar forma entre toda aquella confusión.

El hecho de incendiar un hotel para ocultar el robo de un tapiz de cincuenta mil libras sólo podía ser obra de un demente. De modo que, a no ser que estuvieran enfrentándose a un psicópata, el hotel había sido incendiado por otro motivo. Alguien quería quemar el hotel de Math. Pero había algo más. Estaba el soplo que había llegado a la compañía de seguros. También querían que Math fuera sospechoso de haber provocado el incendio. Era posible que el tapiz hubiera sido retirado no porque alguien lo quisiera, sino porque supieran que los aseguradores iban a descubrir que no había ardido. Era posible que sólo hubieran robado el tapiz para convertir a su dueño en el principal sospechoso. No podían saber que no estaba tasado en su valor real. Pero Math lo sabía. Si hubiera tenido intención de quemar su propia casa para obtener el dinero del seguro, habría esperado a que un experto valorara la tela. Alguien quería quemar el hotel. Había entrado por un túnel secreto cuya existencia desconocía todo el mundo. A última hora de la noche, alguien había entrado en el sótano por la cocina. Había cogido el tapiz y lo había llevado al pasadizo. Después había llevado al sótano las latas de gasolina y las había prendido. A continuación, había cerrado la puerta secreta del fondo del armario para después salir por la fortaleza. Cerca de las ruinas pasaba un camino que conducía al pueblo. Se preguntó adónde llevaría en la otra dirección. También había presenciado otros incidentes sospechosos. El carbón que ardía en la alfombra del salón, que había descubierto el perro, y la cañería rota, que también había sido descubierta por casualidad antes de causar daños más serios. Y aquellas estúpidas hermanas videntes, con toda su charlatanería sobre los fantasmas siniestros, habían cegado a todo el mundo sobre lo que ocurría en realidad. Alguien estaba saboteando a Math, y no le importaba poner en peligro otras vidas. —No voy a volver —anunció. —¿Qué? Quieren hablar contigo. Quieren que les presentes un informe —dijo Raymond, sorprendido. —¿Quién es ahora el que parece salido de una película? Me da igual lo que quieran. Aquí pasa algo raro, y no estoy dispuesta a irme antes de averiguar qué es. —Lo único que pasa es que el propietario provocó un incendio —dijo Raymond—. Está más claro que el agua. Como no saques las narices de este asunto, mis clientes se van a enfadar conmigo. —Yo estoy aquí y tú no. Sé lo que digo. Raymond asimiló sus palabras en silencio. —A los del seguro no les va a gustar nada todo esto. Y desde luego, no estarán dispuestos a seguir corriendo con tus gastos. —Me da igual. Me despido. —¿Te vas a pasar al enemigo? Ten cuidado con lo que le dices.

—Tranquilo. Sólo quiero averiguar la verdad. ¿O no es eso lo que quieren tus clientes? —Sabes que ellos prefieren tener una mentira y no pagar a tener la verdad y soltar el dinero. Las compañías de seguros no son ángeles. Pero te entiendo. ¿Dónde te vas a alojar? Supongo que no te quedarás en el White Lady. —No. Por el momento, daré una vuelta e intentaré encontrar otro hotel. —Llámame. Empiezas a preocuparme. Y otra cosa... —¿Sí? —Si necesitas ayuda, no dudes en pedírmela. Había otra cosa que la preocupaba. Math era la única persona a la que había mencionado la escuela de arte Slade. La puerta se abrió, y él estaba allí, mirándola con frialdad. —¿Qué haces aquí? —preguntó con indignación contenida. Elain vaciló, pero no se echó atrás. —Quiero hablar contigo. —Ni hablar. No quieres hablar conmigo si sabes lo que te conviene. No me interesa hablar con hipócritas. —Dijo la sartén al cazo. No tenía intención de decir algo así. Quería exponerle sus sospechas de forma calmada y razonable, para convencerlo. No quería acusarlo directamente de haberla investigado mientras él la investigaba a ella. —Déjame en paz. —¿Quién contrató a alguien para que averiguara algo sobre mí, Math? ¿Quién sabía que había estudiado en la escuela Slade? ¿A quién había hablado de Sally? Sólo tú. Tú eres la única persona que puede haber puesto sobre mi pista al detective que averiguó para quién trabajo. Entró en la habitación, y Math se lo permitió, pero se quedó mirándola inmóvil, con la mano en el picaporte. —Yo no pedí a nadie que te investigara. —Entonces, ¿se le ocurrió a algún amigo tuyo tener el detalle de regalarte el informe? Porque lo miraste, ¿no? Lo leíste y lo creíste. —¿Insinúas que lo que ponía en él no era cierto? Aquello era ridículo. No iba a llegar a ninguna parte diciéndole lo dolida que estaba. —Math —dijo con tono apremiante—, ¿no te das cuenta de que aquí pasa algo muy raro? El tapiz fue robado. No se quemó en el incendio, y no hay ni rastro de él. Se supone que no debería decírtelo. Alguien está detrás de ti o quiere este lugar, ¿no te das cuenta? Quiero ayudarte. —¿Es eso lo que querías decirme?

—¿Quién te contó lo mío? ¿Con quién hablaste? Math se limitó a mirarla con hastío. —¿No ves que es muy importante? —insistió Elain—. La persona que lo hizo debió darse cuenta de que yo quería demostrar tu inocencia. Querían detenerme. Querían que se te acusara de provocar el incendio. Math la miró con resignación, como si le hubiera tocado un interlocutor aburrido en una fiesta, esperando a que acabara para marcharse. —¿Quién es Brian Arthur? ¿Te lo has preguntado alguna vez? —preguntó, desesperada—. ¿Qué está haciendo aquí? Puedo asegurarte que no es lo que parece. —Pocas personas lo son hoy en día. Elain sintió que le rompía el corazón. Había intentado no hacerse demasiadas esperanzas, pero no había tenido éxito. No podía soportar que la mirara de aquel modo, odiándola por lo que había hecho. Corrió hacia él y se abrazó a su cuerpo, pero sólo obtuvo una completa falta de respuesta. Math estaba tenso. La cogió de los brazos y la apartó lenta pero inexorablemente, de forma que no pudo resistirse. La presión de sus manos dolía. Sabía que le dejaría alguna marca, porque tenía una piel muy sensible. —¡Math! —rogó, cuando la soltó por fin. —Si vuelves a acercarte a mí, no me hago responsable de las consecuencias. —Math, te amo ... La miró sin sentimiento alguno. De forma inconsciente, ella se pasó un mechón de pelo por detrás de la oreja. —Te aseguro que no he experimentado nada más repugnante y feo que tener que escuchar una mentira así de tus labios —espetó él. Aquella frase acabó con todos los sueños de Elain, con todas las esperanzas que albergaba para el futuro. Se quedó allí, impotente y sin habla, mientras él abría la puerta. En aquel instante, su corazón parecía de piedra. Pero sabía que cuando se quedara a solas volvería a ser de carne y hueso, y entonces la hoja de su odio lo cortaría en dos. En aquel instante apareció Theresa Kouloudos. —Qué oportuno. Precisamente estaba a punto de llamar. Ya veo que recibiste mi mensaje. Ah, hola, Elain. —Hola, Theresa. Precisamente me marchaba en este momento. —Oh, no te marches, por favor. Quiero hablar con vosotros dos. Tenemos un contrato. Elain pensó que Theresa no era el tipo de persona con quien le habría gustado encontrarse en un callejón oscuro. Arrollaba a cualquiera que se interpusiera en su camino. De algún modo, se las había arreglado para sentarse a la mesa con ellos.

—Pero ya he metido las maletas en el coche —protestó la detective—. No puedo quedarme. Tengo que irme de viaje para pintar unos cuantos cuadros. Estaba dispuesta a seguir mintiendo para que no supiera que Math la había echado. Miró al dueño del hotel y se preguntó por qué no decía algo que reafirmara su excusa. Obviamente, no quería que permaneciera en aquel lugar. Pero Math no dijo nada. Se imitó a mirar a las dos mujeres como si estuvieran en una obra de teatro. —¿Cómo puedo convencerte para que te quedes hasta... No sé —dijo Theresa, casi en tono de orden—. Henrietta quiere presentar el libro a unos editores estadounidenses, y pretende tenerlo preparado el mes que viene. Cuanto más completo sea el libro, más oportunidades tendremos de que lo publiquen. Le gusta mucho la idea, pero no puede embarcarse en una edición tan cara sin la ayuda de editoriales importantes. De modo que le dije que no teníais ningún otro compromiso y que os pondríais a trabajar a fondo durante las próximas semanas. No tienes nada importante que hacer por el momento, ¿verdad, Math? La expresión de Math era inescrutable. —¿Cuándo quiere que lo tengamos" —Se marcha a los Estados Unidos el diez de septiembre. —De acuerdo —dijo, encogiéndose de hombros. Theresa los miró, como si su falta de entusiasmo la hubiera contagiado. Pero en cualquier caso, no era una persona que dejara que los problemas amorosos de los demás interfirieran en el contrato de un libro. —Muy bien —sentenció—. En tal caso, haremos que Elain se instale abajo. Tendréis que estar cerca para poder colaborar. El rostro de Math no denotaba emoción alguna.

Capítulo 17 REGRESO a la habitación de Llewelyn y se sentó mirando las paredes. No sabía qué estaba haciendo allí. No podía olvidar la frase que había dicho Math. Pensaba que había mentido al decir que lo amaba. Cerró los ojos. Durante unas cuantas semanas, había creído que el amor podía vencer cualquier obstáculo, pero acababa de despertar del sueño, y de manera brutal. No estaba dispuesta a dejarse atrapar de nuevo en la trampa de la seducción. Math era menos patoso que Greg, pero mucho más peligroso. Llevada por la desesperación y por sus propios traumas, había interpretado la frase de Math como una prueba de que la consideraba fea. A la luz de aquella interpretación, hasta pensaba que Greg había sido más sincero, porque cuando vio su deformidad no pretendió en ningún momento hacerle creer lo contrario. En cierto modo, la herida que le había inflingido era relativamente limpia. Un solo golpe, seco y profundo. Math la había destrozado con una sola frase, y dudaba que pudiera olvidar nunca la expresión de sus ojos. Una vez más, se preguntó qué estaba haciendo allí. Math no la quería, y ya no lo deseaba. Elain no deseaba hacer nada, excepto taparse bajo las sábanas y dormir. Dormir y despertar en otra vida, donde pudiera ser más fuerte, más hermosa, más invulnerable. No quería ser fea, débil y sentimental. De hecho, consiguió dormir. Y cuando despertó, se sentía enferma y algo marcada. Ni siquiera bajó a tomar el té. Se limitó a ducharse en el antiguo cuarto de baño y a pasear por su habitación, incapaz de concentrarse en la simple tarea de deshacer las maletas. Mientras se vestía, ni siquiera se miró en el espejo. Cuando quiso cenar, condujo hasta el pub cercano. La tormenta que había amenazado durante todo el día no había estallado aún. Pidió pollo con patatas fritas y se sentó en una esquina, sola, escuchando las risas y las conversaciones cercanas y levantando el escudo protector que siempre llevaba, para que nadie se fijara en ella. Sin embargo, había bajado el escudo con Math. Y le había gustado experimentar aquella sensación de libertad, de carencia de inhibiciones. De todas formas, la desconfianza formaba parte de su naturaleza, y rápidamente había levantado de nuevo los muros. Apenas era consciente de que lo que consideraba una simple estrategia defensiva constituía la peor de sus prisiones. Sólo sabía que una vez más controlaba su vida. Y no necesitaba ningún hombre. La tormenta estalló mientras estaba comiendo, pero no duró demasiado. Cuando salió del pub se dirigió hacia el coche. Pero al pasar por delante de una cabina se detuvo y entró.

—Éste es el contestador automático de Derby Investigations. En éste momento no podemos atender su llamada. Por favor, dejé su mensaje cuando termine la señal. —Raymond, soy Elain —empezó a decir—. Sólo quería... En aquel instante alguien descolgó el teléfono. —Hola, pelirroja —dijo Raymond—. ¿Cómo van las cosas? Raymond tenía la costumbre de no contestar las llamadas a partir de cierta hora, porque los clientes lo llamaban siempre a casa. —Nada importante. Sólo quería decirte que voy a alojarme en el White Lady. —Ah. No hizo ninguna pregunta. En cualquier caso, no sabía lo que había sucedido. No podía saber la terrible traición que había cometido Elain. —Supongo que me quedaré un par de semanas, hasta que descubra algo más. ¿Algo nuevo? Estaba dispuesta a averiguar lo sucedido. No dejaría que Math la asustara. Elain pudo oír que su jefe consultaba su agenda. —Ah, sí, algo sobre esas dos hermanas. Esterhazy. Por fin hemos conseguido encontrar algo sobre ellas. —¿Entonces es cierto que escribe libros? —No solo no es escritora, sino que ni siquiera están en el negocio. —¿A qué negocio te refieres? ¿Al de escribir? Pero si... —No, no. Al negocio de las videntes. Davina no es médium, ni echadora de cartas, ni una de esas charlatanas que estafan a los ignorantes con el más allá y el destino. Ninguna de sus amigas ha oído nunca que utilice la palabra «vibraciones» —dijo con ironía. —¿Cómo? —preguntó la detective, pensando con rapidez—. ¿Qué quieres decir? —Que es una impostora. —Pero, ¿por qué? Raymond guardó silencio durante unos segundos. Elain se dio cuenta de que se estaba quedando sin monedas y echó unas cuantas más. —No lo sé muy bien. En cuanto a la otra, la hermana... —Rosemary. —Rosemary Esterhazy es profesora en un colegio. Da clases de inglés e historia en un colegio femenino bastante caro. Va a jubilarse este año. —Me extraña que no se dedique al teatro. —¿Cómo? —Nada, nada. ¿A qué se dedica Davina? —Vive en casa de su hermana. Era secretaria, pero dejó el trabajo hace cinco años. Desde entonces, no ha estado empleada. —Eso no tiene sentido, Raymond. Ni siquiera estaban aquí cuando empezó el fuego. —Tampoco estaban en su casa. Se marcharon a pasar unas largas vacaciones la última semana de mayo.

—El fuego se produjo en la segunda semana de junio, ¿no es cierto? Y creo que llegaron diez días más tarde. ¿No existe alguna forma de que podamos averiguar lo que estuvieron haciendo entre tanto? —Resultaría difícil de averiguar, Elain. Y no tengo a nadie que pueda encargarse de ello. La información que te acabo de proporcionar me ha costado doscientas libras. Digby es bueno, pero caro. —¿No podrías hablar con tus clientes para contarle lo que sospechas? Supongo que les encantaría descubrir que se trató de un pirómano, fuera quien fuese. —Si pensaran que pueden demostrarlo, lo harían. De acuerdo, hablaré con el cliente. Les diré que sigues trabajando en el caso e intentaré sacarles dinero. —De todas formas, no tiene sentido —tuvo que admitir—. ¿Por qué querrían quemar el hotel las dos hermanas? —Me gustaría saberlo. Ah, una cosa más. Tenías razón con respecto a Brian Arthur. Es detective. —Escúchame —rogó—. ¡Por Dios, escúchame aunque sólo sea cinco minutos! Math la miró con aburrimiento, como si se tratara de una cargante vendedora de productos de limpieza. —No me interesa lo que tengas que decir. — Te equivocas. Por favor, Math. Olvídate de todo durante un momento y escucha. Sólo te pido cinco minutos. Eso es todo. Math la dejó entrar, y ella caminó hacia la mesa. Estaba llena de recuerdos, pero habría sido peor de tratarse del sofá. Se sentó y sacó una pequeña libreta en la que había escrito unas notas. Math permaneció de pie. Cogió el vaso de whisky que estaba bebiendo, pero no le ofreció nada. El fuego estaba encendido y había un libro abierto sobre el sofá. Bill dormía sobre la alfombra. Obviamente, había interrumpido una tranquila e íntima velada. Math no parecía estar sufriendo. No la necesitaba. Nunca la había necesitado. Le habría gustado que se sentara, pero no lo hizo. —Muy bien. ¿Te interesaría saber que Davina Esterhazy no es ni ha sido nunca vidente? —No. —Pero Math, se ha hecho pasar por algo que no es. En realidad... —Mucha gente empieza a creer en esas cosas cuando tiene problemas. Y si no cree, al menos puede estafar a algún incauto. Es como una enfermedad. —Pero dijo que estaba escribiendo un libro. Se ha hecho pasar por... —El mundo está lleno de farsantes. ¿O es que no te habías dado cuenta? Elain suspiró, bajó la cabeza y leyó sus notas. —Te lo diré de todas formas. Salieron de su casa la última semana de mayo. —Lo sé. Por eso no recibieron el mensaje cuando las llamé para cancelar sus reservas.

—Oh —dijo, algo derrotada—. Jeremy Wilkes no es pariente del conde Spencer. Y no ha publicado nada con su propio nombre, por lo que he podido averiguar. Math rió. —Jeremy no engañaría a nadie. Cuando lo conozcas mejor, si es que tienes la oportunidad, te darás cuenta de que no engaña a nadie con sus fantasías. —¿Y por qué sigue aquí? —Supongo que no tiene a dónde ir —contestó, encogiéndose de hombros—. Antes del incendio tuvimos una chica que trabajaba limpiando las habitaciones, a la que consiguió impresionar con sus hipotéticas conexiones con la aristocracia. Siempre lo trató como si perteneciera a la realeza. Aquí puede hacerse pasar por lo que quiera, y nadie mete la nariz en sus asuntos. Pero si piensas decirme que él incendió el hotel... —No. Sólo observaba que... —Al parecer hay muchas personas aquí que no son lo que parecen. Pero ya me había dado cuenta —dijo con ironía. Elain decidió no decir nada sobre Vinnie, sabiendo que no llegaría a ninguna parte. —Brian Arthur es detective privado. Pero nadie sabe para quién trabaja. Desde luego, no lo ha contratado la compañía de seguros. —Ya veo —dijo, sin inmutarse. —¿Cómo? —estalló—. ¿Es que no te das cuenta de lo sospechoso que es todo esto" Algo raro está ocurriendo, y tú eres el objetivo. —Sí, claro. —¿No te das cuenta? Si uniéramos la información que tenemos los dos... —No creo que sea posible —la interrumpió—. Trabajar contigo en un proyecto es más que suficiente. Elain comprendió que nunca creería en ella. Ni siquiera la escuchaba. Se levantó y guardó la libreta y el bolígrafo. —Estás loco —dijo enfadada. Math sonrió con dureza. —Nunca lo he dudado. Sin pensarlo, se acercó a él y colocó las manos sobre su pecho. Él la cogió por los hombros, y Elain supo que iba a empujarla violentamente, Pero entonces sintió que temblaba, y que su autodominio se derrumbaba como un castillo de naipes. Para su sorpresa, sus manos empezaron a moverse, pero no para rechazarla, sino para atraerla hacia él. La abrazó con fuerza y la besó. Elain gimió al sentir el contacto y se frotó contra él. Sintió que su espalda chocaba con la mesa mientras la besaba de forma apasionada. Empezó a juguetear con su cabello mientras Math asaltaba su boca dominado por la pasión. Sintió su mano en la falda, subiendo, mientras sus labios se posaban sobre su cuello, en su garganta, en todos los puntos que estaban a su alcance.

Excitada, notó que la pasión ardía en sus venas. —¡Math! —gimió. Pero no la escuchó. Introdujo una mano por debajo de sus braguitas y empezó a acariciarla. Después echó la cabeza hacia atrás, la cogió por el pelo y dio la impresión de que hacía un esfuerzo sobrehumano por recuperar el control de la situación. Durante unos segundos, pudo contemplar el deseo en el rostro de Elain. Entonces dijo: —No te importará que me tome una pequeña venganza, ¿verdad? Eres una bruja sin corazón. ¿Crees que podrás convencerme entregándome tu cuerpo? ¿Crees que podrás engañarme de nuevo acostándote conmigo? Elain se quedó helada. Pero Math no se alejó de ella. Bien al contrario, la atrajo hacia sí. —No. No es como tú crees... Math sonrió. —¿No? ¿Es que no te gusta oír la verdad? ¿Prefieres tus mentiras? —¡No eran mentiras! ¡No es cierto! Entonces rió y la soltó. Y su rostro no denotó emoción alguna. Ni siquiera desprecio. El camino que pasaba junto a la fortaleza, además de conducir a Pondewi, como Elain sabía, seguía en la otra dirección por un valle, y acababa en una colina con vistas al estuario. Había estado allí, pintando las vistas. Si alguien había usado el camino para llegar al túnel, pensó, no habría salido del pueblo. No se podía arriesgar a ser visto. En los pueblos pequeños, la gente no tenía mejor cosa que hacer que observar los movimientos de los demás y hacer conjeturas sobre ellos. La gente que había provocado el incendio sólo podía querer dos cosas: que el hotel se quemara o que Math fuera acusado del delito. En cualquier caso, esperarían una investigación policial, y en tal caso, habrían interrogado a la gente del pueblo para preguntar a quién habían visto aquella noche. Por tanto, era probable que hubieran ido en la otra dirección. Elain empezó a caminar hacia el estuario, y al cabo de poco tiempo, llegó a lo que había estado buscando: una bifurcación en el camino. A la izquierda se extendía la ruta que ya había recorrido para ir a pintar, y por la derecha, en un camino casi oculto por la vegetación, se llegaba a la carretera principal. Cerca de allí, había un hueco en el que cabían unos cinco vehículos. Era bastante frecuente que hicieran aparcamientos en las partes de las carreteras que accedían a las vías peatonales. De modo que habían dejado allí el coche, habían ido a pie hasta el muro de la fortaleza, lo habían saltado y habían soltado uno de los tablones que bloqueaban el acceso a la mina. Después, habían bajado al túnel. Una vez robado el tapiz y provocado el

incendio, habían recorrido el mismo camino de vuelta y se habían marchado. A sus espaldas., las llamas ya debían alzarse hacia el cielo, mientras Math libraba una terrible batalla para salvar su casa y las vidas de sus inquilinos. Ahora todos sabían lo suyo, aunque nadie se lo había dicho. No se sabía de dónde había salido la información, pero se había difundido, y el ambiente era bastante frío. —¿Crees que soy una persona terrible? —preguntó a Vinnie. —Bueno, querida, habría sido peor si hubieras aceptado el trabajo después de conocernos. Supongo que encontramos desagradable este asunto porque parecías encajar perfectamente. —Pero eso no era fingido. Era cierto. Es lo que lo hizo tan difícil para mí. —Pero seguiste con ello. —Sólo porque... Me gustaría poder explicártelo. Estaba atrapada. Vinnie sonrió con tristeza. —Supongo que todos conseguiremos perdonarte con el tiempo. Y, por supuesto, resulta emocionante haber sido el objeto de una investigación. Estoy segura de que el mes que viene, Jeremy ya se estará dedicando a exagerar tu personaje cuando te describa. —¿Crees que Math llegará a perdonarme? —Bueno, con Math tienes la historia en tu contra. —¿La historia? —repitió desconcertada. —Me preguntaba si lo sabrías. Entonces, ¿no averiguaste eso? El padre de Math era juez. Se trataba del primero de su familia que conseguía llegar tan lejos. Su esposa, la madre de Math, se quedó inválida cuando tenía unos cincuenta años, más o menos. Siguieron amándose, pero ella estaba incapacitada para el amor físico. —No tenía ni idea de eso. —No. Todo se publicó en los periódicos hace quince o veinte años, pero nunca se ha vuelto a hablar del tema. Pero recuerdo cuando lo conocí. —¿Por qué se habló de eso en los periódicos? ¿Qué ocurrió? —Tal vez en la actualidad sea más normal, o al menos esas cosas salen ahora a la luz con más frecuencia que antes. Pero en aquella época, fue una conmoción. El padre de Math tenía una querida. Al parecer, la trataba muy bien. Le dijo la verdad; le confesó que seguía enamorado de su mujer y que nunca se casaría con ella. Le abrió una cuenta para asegurarse de que nunca le faltaría el dinero. Fue un trato amistoso. Después, lo armaron caballero. —¿El padre de Math era caballero? —preguntó sorprendida. —Llegó al Tribunal Supremo. Todos sus miembros son armados caballeros casi automáticamente, porque el mismo Tribunal Supremo los apoya. Para él era un logro increíble, ya que procedía de una familia de granjeros. Pero el encanto de la publicidad

resultó irresistible a la chica. Cuando el nombramiento se hizo oficial, ella vendió su historia a los periódicos. —¿A los periódicos? —preguntó Elain con incredulidad. Sin embargo, no se trataba de nada nuevo. Sucedía todos los días. —Bueno, a un periódico sensacionalista. En aquella época sólo había dos, pero los tiempos han cambiado, y en Gran Bretaña no se lee otro tipo de prensa. Ya sabes cómo es la gente de quisquillosa en este país con la vida privada de los personajes públicos, de modo que el juez tuvo que dimitir. Nadie se había enterado de que la madre de Math no podía mantener relaciones sexuales, pero todo salió a la luz. Puedes imaginar con qué palabras. Sin duda, ella entendía el acuerdo al que había llegado su marido, aunque no sé si estaba informada antes de que se publicara. Pero el caso es que murió a las dos semanas. Ya sabes cómo es la prensa. Su muerte sólo añadió más leña al fuego. —Dios mío —dijo Elain, intuyendo adónde conducía aquello. —Sí, debió ser horrible. El padre de Math se suicidó dos días después de la muerte de su mujer. Elain estaba horrorizada. —¿Cuántos años tenía? Vinnie supo a quién se refería. —Pocos. Quince o dieciocho. —¿Dónde está la mujer que...? —No tengo ni idea. Cayó en el olvido. —Supongo que escribe bajo seudónimo para evitar que la historia salga de nuevo a la luz. —Es posible. Siempre me pareció un hombre muy reservado. —Y ahora me ve a mí como otra vendida. —Pero los casos son muy distintos —dijo Vinnie, intentando tranquilizarla. Pero no era así. Desde el punto de vista de Math, desde cualquier punto de vista, los casos eran demasiado parecidos. Debía concentrarse en el trabajo, en el Mabinogion. Ocurriera lo que ocurriera, aquélla era una importante oportunidad para ella. Sería estúpida si la desperdiciaba. Sacó todos los bocetos que había hecho, los que había apartado cuando Rosemary había entrado en su habitación. No los había mirado desde entonces. Tal vez se inspirase si los repartía por su habitación. Pero nunca volverían a inspirarla. Alguien los había emborronado con un rotulador negro, destrozando a conciencia todos los bocetos tan cuidadosamente dibujados. Y en los trazos veía una violencia que la dejaba helada. —Mira —dijo—. ¿Te das cuenta de que puede haber algún peligro? —Te estás poniendo pesada. ¿Qué quieres ahora?

La puerta de Math estaba abierta. Elain había entrado y lo había encontrado en su escritorio. —No me creerías si te lo dijera. ¿Has pensado en todo esto? Si no fue el fantasma el que puso el carbón en la alfombra y rompió la cañería, como afirma Davina, ¿quién lo hizo, y por qué? —Los accidentes ocurren. —¿Preguntaste a Evan en qué estado se encontraba la cañería? Yo sí. Dijo que alguien la había roto deliberadamente. Y dime cómo puede ser que un carbón encendido acabe a un metro de una chimenea que tiene panel protector. —Olvídalo —dijo Math—. No tienes motivos para preocuparte, y tus jefes preferirían que te concentraras en demostrar mi culpabilidad. —He dejado el trabajo. Ya no tengo jefes —dijo rápidamente. —Sin duda, ahora que se ha descubierto tu tapadera ya no sirves para nada. —Es posible que tú pienses eso, pero hay alguien que no está tan segura. Dejó los bocetos en la mesa, delante de él. Math se quedó mirándolos, y Elain se dio cuenta de que aquello lo había impresionado. Durante un instante vio al verdadero Math. Después él bajó los párpados, apretó la mandíbula y recuperó su frialdad habitual. —¿Y bien? —preguntó Math. —¿Lo hiciste tú? Durante unos segundos, cuando los vio, había pensado en aquella posibilidad. Había recordado la cólera de Math y lo había creído capaz de hacer aquello. Pero sabía que con ello sólo pretendía ocultar su culpabilidad. —No —respondió con frialdad—. No he sido yo —la miró a los ojos—. ¿Has sido tú? Elain contuvo la respiración como si hubiera recibido una bofetada. Cogió los papeles, furiosa. —¿Por qué iba a hacer yo algo así? —No lo sé. Ya no me engaño, convenciéndome de que sé cómo funciona tu cabeza. Pero si creías que esto te iba a servir para hacerme bajar la guardia, te has equivocado. Elain no había estado nunca tan cerca de pegar a alguien. Nunca había sentido algo tan cercano al odio. —Créeme, me da igual que subas o bajes la guardia —dijo, lanzándole las palabras como dardos envenenados—. No me interesa en absoluto acercarme a ti. Me he hartado para siempre de ese tipo de mentiras. —Me alegro. Por lo menos, he conseguido salvar a otro pobre hombre. Su mano se disparó sola, pero la de Math fue igual de rápida. Se puso en pie, sujetándola por la muñeca. Todos los dibujos salieron volando, y la silla cayó al suelo. La gata huyó a toda prisa. —No se te ocurra —dijo, mirándola a los ojos. —Por supuesto, si nos peleáramos, ganarías tú.

—Puedes estar segura. Durante un momento se quedaron en silencio, mirándose a los ojos como adversarios. Elain conocía muy bien aquella sensación de amenaza, y recordó lo que había sentido al principio, antes de ser tan estúpida como para creer que lo amaba. Desde el principio, había sabido que aquel hombre era su enemigo. Apartó la muñeca, y Math la soltó. —Me da igual lo que te pase —dijo Elain, jadeando— Pero te lo contaré de todas formas. Falta la acuarela que representaba el tapiz. Math no dijo nada. Elain rió sin humor antes de seguir. —Supongo que esperaban que no me diese cuenta. Al parecer, tus enemigos están dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de encubrir el robo del tapiz. —¿Por qué no te olvidas de eso? —dijo Math con hastío. —Supongo que tenían miedo de que entregara el boceto a la policía. Te lo enseñé en el restaurante, cuando estaba lleno, pero es posible que, si te esfuerzas, recuerdes quién estaba allí —dijo con frialdad—. Porque tu enemigo es una de las personas que estuvieron en el restaurante aquella noche. Y no sé qué es lo que pretende, pero parece que aún no se ha detenido. Ya no sabía qué era lo que la movía. No se trataba del deseo de proteger a Math, ni siquiera de la necesidad de demostrarle nada. Ahora lo odiaba. Había mentido tanto como ella, o quizás más, y con menos motivo. Había dicho que la amaba. Había afirmado que era bella. Aquello era peor que ninguna de las mentiras que ella le hubiera contado. Había comprado la linterna más potente que había podido encontrar, y otra de bolsillo, más pequeña. También tenía una chaqueta y unos pantalones impermeables. Y una cuerda fuerte. Aparcó después de media noche. No había nadie cerca. La noche de verano era cálida, y el cielo estaba lleno de estrellas. Un búho ululaba, y la luna acababa de entrar en el cuarto menguante. Elain recorrió el camino sin servirse apenas de la linterna. La fortaleza tenía un aspecto sobrecogedor a la luz de la luna, con sus irregulares bordes blancos recortados contra el cielo negro. Su sombra parecía moverse cuando una nube pasaba por delante de la luna, y los árboles se agitaban con el viento. Recordaba a Jess, a la mujer que esperaba y a las ratas. No quería estar allí, y mucho menos de noche. Pero estaba decidida a encontrar la respuesta, aunque sólo fuera para tirársela a Math a la cara. Antes, cuando aún era de día, había examinado la entrada. Habían añadido más tablones para mantener alejada a la gente, pero ella había aflojado un par, y ahora los retiró sin demasiada dificultad. Era posible que los romanos hubieran construido aquel orificio como un respiradero., pero habían labrado unos escalones en la piedra. Eran escarpados y empinados, y Elain necesitaba la cuerda que había llevado. La dejó colgando por si acaso,

aunque no tenía intención de volver por el mismo camino. Se levantaría a primera hora de la mañana para hacer desaparecer las pruebas de su intempestiva visita. El agua goteaba en algún lugar, y podía sentir la humedad en el rostro. La oscuridad era absoluta, tanto que parecía tragarse el haz de luz, que sólo conseguía crear sombras. Avanzaba con precaución, puesto que el suelo era muy irregular. Golpeó algo con el pie, y cayó lejos, con un sonido distante que la aterrorizó. Aquello era mucho peor de lo que había imaginado. Siguió caminando, iluminando sus alrededores de vez en cuando. Ni siquiera sabía qué buscaba. Tal vez la prueba de que alguien había estado allí, o tal vez algo que indicara por qué podía alguien querer destruir el White Lady. Se preguntó cuántos trabajadores habían pasado allí abajo sus vidas. Todos los mineros romanos eran esclavos. Era probable que muchos hubieran muerto en los túneles. Tenía intención de explorarlos, pero ahora se daba cuenta de que era imposible. Le faltaba el valor. Aquél no era un lugar adecuado para estar sola por la noche, acompañada del sonido del agua y del silbido del viento. Se preguntó qué hacía allí. Debía haberse vuelto loca. El último encuentro con Math debía haber anulado su capacidad de raciocinio. Allí no podía encontrar ninguna prueba, a no ser que se encontrara de frente con el culpable. Allí sería muy fácil cometer un asesinato. No resultaría muy difícil hacer que pareciera que alguien había caído y se había golpeado la cabeza, o que había resbalado y se había ahogado en el agua que oía en algún sitio. Decidió que lo mejor sería volver. Se volvió e iluminó el camino que había tomado. No veía los escalones de piedra. Tal vez hubiera recorrido ya más de la mitad del camino. Debía conservar la calma y seguir avanzando lentamente. No podía dejarse llevar por el pánico., ni intentar correr. Podría caer y golpearse la cabeza, y tardarían mucho en encontrar la nota en su habitación. Reconoció aliviada el desprendimiento de rocas. Lo peor había pasado ya. No le quedaba demasiado camino por recorrer. Entró por la abertura y salió al túnel que conducía al pasadizo. Afortunadamente, pronto estaría en la cocina. La puerta del sótano había sido tapiada. Sintió un sabor amargo en la garganta, y su estómago se encogió con un miedo animal. No podía volver. No era capaz de adentrarse de nuevo en la mina, con sus fantasmas y sus ratas. Se preguntó si alguien la oiría si gritaba con fuerza. Tal vez alguien derribara el muro y le abriera el paso. Pero sabía que en cuanto empezara a gritar perdería la poca calma que le quedaba. Se vería reducida al terror que esperaba para consumirla. Y si no la encontraban, si no llegaban...

En una ocasión, Math había acudido a su llamada, aunque ella no había sido consciente de estar llamándolo. Pero ahora no iría a su encuentro. Podía gritar hasta quedar afónica, y Math no aparecería. Estaba segura de ello. Tenía que volver, No le quedaba otro remedio. Tenía que caminar lentamente, paso a paso. No debía correr ni gritar, ni hacer nada que pusiera en peligro su control. No tardaría mucho. Ilumino su reloj de pulsera con la linterna. Era la una y diez. Llegaría a la salida a la una y veinte, o a la una y veinticinco, como mucho. Diez minutos, nada más. Podía aguantar durante diez minutos. Volvió a pasar por la abertura temblando. Estaba muerta de frío, y se sentía enferma. Pero no debía rendirse. Quedaba muy poco. La oscuridad de la cueva la aterrorizo mas que la primera vez. Podía, sentir otra presencia, como si su paso hubiera despertado a los fantasmas del lugar. Ya no estaba sola. Se quedó inmóvil y miró a su alrededor, pero era inútil que intentara ver algo. La linterna sólo arrojaba sombras sobre las paredes. Pensó que debía apagarla, pero se sentía incapaz de hacerlo. Ya conocía la oscuridad absoluta de la mina. Si antes la había aterrorizado, ahora la mataría. Había alguien más allí. Podía sentirlo con cada poro de su piel. Podía oír su respiración. —¿Quién hay ahí? —preguntó con una voz casi inaudible. No hubo más respuesta que el goteo del agua y el silbido del viento, como antes. Empezó a avanzar por la cueva, y volvió a oírlo. Se quedó congelada, y apuntó con la linterna en todas direcciones, intentando ver, sabiendo que la otra persona jugaba con ventaja. De pronto, sin aviso, vio una gran sombra que avanzaba hacia ella, mucho más cerca de lo que había imaginado. Estuvo junto a ella en una décima de segundo. Gritó, y entonces sintió un brazo alrededor del cuello y unos fuertes dedos que apretaban por la muñeca la mano con que sujetaba la linterna. Elain supo que estaba perdida.

Capítulo 18 SU GRITO había sido involuntario, una respuesta puramente animal. Pero no malgastó tiempo ni aire en volver a gritar, dedicó todas sus energías a la lucha. Si pudiera liberar la muñeca lo golpearía con la linterna. Echó una pierna hacia atrás y rozó su tobillo con el pie. Intentó zafarse, pero su oponente no soltaba. Apretó su muñeca con más fuerza, y ella se vio obligada a soltar la linterna, que se estrelló contra las rocas. Se vio envuelta en la oscuridad y supo que iba a morir. El miedo confirió a sus músculos una fuerza que no reconocía. Empezó a descargar puñetazos sobre su atacante, dándole patadas a ciegas, resistiéndose a ser inmovilizada, Oyó un gruñido de dolor, y utilizó la ventaja para descargar sobre él un puñetazo, que desgraciadamente lo golpeó en el pecho o en el brazo. Siguió golpeando, buscando su cara. descargando en la violencia todo su miedo. Lucharon en silencio, interrumpido sólo por los gemidos de dolor y el sonido de sus respiraciones entrecortadas. El hombre era más fuerte que ella, pero no podía soltarla. ya que en la oscuridad podría escapar fácilmente, y ella sabía que él no deseaba que aquello ocurriera. Estaba protegida por su grueso traje impermeable, pero los golpes resultaban igualmente dolorosos. Al final, el hombre logró inmovilizarla. Fue como si el tiempo se escabullera en la oscuridad y traspasara alguna frontera. Entonces lo reconoció como un antiguo y terrible enemigo, y supo que aquella batalla había estado predestinada a tener lugar durante vidas enteras. Estaba aterrorizada. Él era más fuerte que ella. Cayeron al suelo. Elain siguió debatiéndose en vano, mientras el hombre intentaba buscar algo con su mano libre, probablemente una piedra para estrellársela en la cabeza. Elain supo que aquéllos eran sus últimos segundos de vida. Los instantes eran eternos. Con la clarividencia de la cercanía de la muerte, Elain pensó de repente en lo poco que había amado. Toda su vida había estado escondida tras un muro de miedo, protegiéndose del amor. Pero al menos había amado a Math, por completo, con todo su corazón. Daría cualquier cosa con tal de tener más tiempo para amar. Para amar a Math como sabía que podía hacerlo, durante toda la vida, durante toda la eternidad. —¡Math! —gritó desesperadamente. Le daba igual que aquello no tuviera ningún sentido. Lo único que sabía en aquel momento era que lo amaba, y que no podía soportar la idea de separarse de él tan pronto. De repente, su atacante se quedó inmóvil, y profirió una maldición. —¿Elain? —dijo como si se estuviera muriendo—. ¿Elain? Dios mío, ¿qué demonios pasa aquí?

—¿Math? —susurró Elain—. ¿Eres tú, Math? —empezó a sollozar—. Dios mío, creí que ibas a matarme. —La verdad es que sólo pretendía atarte. Había visto una cuerda por aquí. Salieron de la cueva utilizando la pequeña linterna que Elain llevaba en el bolsillo. Después se tumbaron en la hierba, a la luz de la luna. No dijeron una sola palabra durante mucho tiempo. —¿De dónde has salido" —preguntó Elain al cabo de un largo rato. —Te vi por la ventana cuando llegabas a la fortaleza. Pensé que eras... No sé, la persona que ha estado haciendo todo esto. Pero sabía que no conseguiría entrar en el hotel, así que me quedé a esperar. ¡Dios mío! Estás sangrando —le acarició el rostro con una mano temblorosa—. ¿Qué hacías ahí abajo, Elain? ¿Se puede saber por qué...? —No lo sé. Tenía la impresión de que podría encontrar algo. Math rió desesperanzado. —¿Y lo has encontrado? —No. Me di cuenta de que no tenía ningún sentido lo que estaba haciendo. Sólo quería salir de allí, pero la puerta estaba tapiada. —No te reconocí —susurró Math—. Al principio sólo quería darte un susto, pero de repente tuve la impresión de que eras... —Tu enemiga. Lo sé. Yo tuve la misma sensación. —No sé qué más habría podido hacerte si no me hubiera dado cuenta de que eras tú. Al fin se levantaron para marcharse. A pesar de sus gruesos ropajes, Elain estaba tiritando. —Necesitamos tomar un trago —comentó Math. Siguieron caminando en silencio. De repente, cuando se acercaban al hotel, Math sujetó por el brazo y le dijo al oído que se detuviera. Elain se paró en seco. —Hay alguien en el salón —susurró Math—. Agáchate. Se agazaparon y se ocultaron a la sombra de unos árboles. En efecto, por las ventanas del salón se veía claramente una tenue luz que se movía. —¿Qué crees que están haciendo? —preguntó Elain. —Vamos a averiguarlo. Avanzaron con precaución entre las sombras, y al final, llegaron al muro del ala quemada. Math avanzó rápidamente junto a la pared.. y Elain lo siguió en silencio hasta el lugar donde se juntaban las dos alas, y por fin llegaron a las ventanas. Ya no estaban ocultos por la sombra, Math se acercó a la vidriera y volvió a apartarse. —¿Qué hacen? —preguntó Elain. —No lo sé. Moverse.

Una nube decidió ocultar la luna, y los dos aprovecharon para mirar. Una persona que llevaba un vestido o una bata de color blanco se desplazaba por la estancia, con una minúscula linterna en la mano. El haz de luz era demasiado pequeño para iluminar ninguna característica que permitiera identificar a la persona. Pero Elain estaba segura de que se trataba de una mujer. Volvieron a agacharse cuando la nube se retiró. —Está moviendo los muebles —dijo Elain—. Eso es lo que parece. Math frunció el ceño. Lanzó otra mirada furtiva y se agachó de nuevo. —Sí. Creo que ahora está moviendo la alfombra. —¿Es posible que haya una trampilla en el suelo? —No lo sé. Que yo sepa, debajo está el sótano. Pero con una construcción como ésta es difícil estar seguro de las direcciones y las dimensiones. Otra nube ocultó la luna, y volvieron a enderezarse. —Ha desaparecido —murmuró Elain. —En la esquina. Junto a la chimenea. Math tenía razón. Elain la vio levantar un brazo, y pareció que tiraba algo. De repente, hubo una luz brillante y una explosión, y la mujer desapareció de su vista. Igual que Math. Estaba dentro del edificio, corriendo hacia el salón. Elain lo siguió a toda prisa. Cuando lo alcanzó, vio que Math estaba golpeando la puerta con el hombro. Se oían pasos procedentes del piso superior. Al final, la puerta cedió bajo el peso de Math, que se apresuró a encender la luz. Elain observó dos cosas. La habitación tenía el mismo aspecto que si una bomba hubiera estallado en ella, y allí estaban sólo ellos dos. —¿Adónde puede haber ido? —preguntó—. ¿Crees que le habrá dado tiempo a salir por esta puerta y cerrarla? Math se llevó un dedo a los labios. —Viene gente. Poco tiempo después todos los clientes bajaban por la escalera. Jeremy encabezaba la marcha, seguido de cerca por Davina y Vinnie. Olwen llegó corriendo por el pasillo, atándose el cinturón., seguida por Evan. Arriba podían oír a Rosemary que preguntaba a gritos qué había pasado. Después, Rosemary y Brian Arthur llegaron al recibidor, completando el número. Todos ellos entraron en el salón, entre exclamaciones de horror. —Dios mío, ¿qué ha pasado aquí? —preguntó Olwen, atónito. —Ha sido una explosión psíquica —dijo Davina con voz tenebrosa— Puedo sentir la energía. Por fin se ha transformado. Con un pijama oscuro debajo de una bata roja y completamente despeinada, su aspecto se parecía más que nunca al de Madame Arcati. Se volvió hacia Math, acusadora. —Te lo advertí. —Pero ¿qué ha hecho? —preguntó Jeremy—. ¿Tirar una bomba?

En efecto, aquello era lo que parecía, pero no había trazas de fuego. Todos los muebles parecían haber sido arrojados desde algún lugar cercano a la chimenea. Los sillones estaban volcados, las alfombras estaban contra la pared, y los espejos y los cuadros habían caído, pero no había ningún punto negro en el lugar en que había tenido lugar la explosión. Había pocas cosas rotas. Si no hubiera visto aquello por la ventana, Elain habría sentido la tentación de pensar que una presencia muy poderosa se había manifestado allí, como decía la vidente. —¡Dios mío! —dijo Jeremy, mirando a Math—. ¿Estabas aquí? Estás herido. Todos los ojos se volvieron hacia él. Sus brazos desnudos estaban llenos de golpes y arañazos, y resultaba evidente que se iba a llenar de cardenales. —No —respondió. —¡Y Elain también! ¡Te sangra la cara! —exclamó Rosemary. —No estábamos aquí —insistió Math. Todos estaban impresionados. Se pusieron a intercambiar comentarios entre ellos. Elain los observó. Olwen llevaba una bata amarilla, pero era más gruesa que la mujer que habían visto. Jeremy se encendió un cigarrillo y se guardó la pitillera de plata en el bolsillo de la bata de terciopelo. Elain observó que llevaba un pijama de rayas. De forma sorprendente, Rosemary parecía estar desnuda bajo su bata. Brian Arthur seguía vestido, con un pantalón y una camisa. Vinnie llevaba un albornoz corto sobre un camisón de color claro que le llegaba por las rodillas. Elain se sintió de nuevo tentada a pensar que habían visto un fantasma. La mujer iba vestida de blanco, y había desaparecido sin dejar huella. Pero no creía que los fantasmas utilizaran linternas de bolsillo. —Ha sido una buena explosión —protestó Jeremy, examinando las alfombras—. Debería haber dejado una marca, ¿verdad? Pero no hay nada. —No entiendes las explosiones psíquicas —dijo Davina. —Desde luego que no —intervino Elain— Dinos qué crees que ha pasado aquí. Se sorprendió de no haber observado antes que Davina se ponía muy nerviosa cuando le pedían detalles. —La verdad es que me cuesta pensar con claridad. La presencia sigue siendo tan fuerte... Las explosiones psíquicas tienen lugar en el nivel del éter. Hay luz, sonido y fuerza, pero no dejan manchas. —¿Y tú crees que ha sido Jessica? —Sin duda, ha sido una entidad que reside en esta casa. Tal vez se haya desencadenado una energía maligna al abrir ese pasadizo del sótano. Ya advertí que era peligroso. —Tonterías —dijo Math—. La «entidad» que ha hecho esto tiene tanto de fantasma como todos nosotros. Ahora, ¿os importaría iros a la cama? Voy a cerrar esta habitación. Me gustaría que la policía le echara un vistazo.

Rosemary, que había estado mirando a su alrededor, tenía el semblante pálido por el terror. —Espero que tengas razón. Elain se sorprendió al reconocer el verdadero miedo en su voz. Parecía estar a punto de desmayarse. —Bueno—dijo Rosemary con determinación—, me voy a la cama, como ha propuesto Math. Creo que todos deberíamos irnos. Es muy tarde, y estas cosas no sientan muy bien a mi edad. Su tono dominante era imposible de desobedecer. Todos empezaron a retirarse a regañadientes. —Sí —confirmó Math—. ¿Os importaría iros a la cama? Ya hablaremos mañana de este asunto. Obedecieron con reticencia, lanzando miradas furtivas a la habitación. Al cabo de unos minutos, sólo Math, Brian Arthur y Elain estaban en el lugar de los hechos. —¿Qué has visto? —preguntó Math a Brian en voz baja. El detective miró a Elain y después a Math, que asintió. —Esta joven ha sido la única que ha salido de su habitación después de retirarse — respondió—. Los demás se han quedado en sus habitaciones. Elain se quedó mirándolos atónita. —¿Tú?—dijo a Math con incredulidad—. ¿Fuiste tú quien lo contrató? —¿No se te había ocurrido? —preguntó él, mirando la chimenea. De repente indicó a los otros dos que se callaran. —Muy bien —dijo en voz alta—. Buenas noches. Mañana nos encargaremos de este asunto. Se agachó y pareció sujetar algo. Elain se aproximó lentamente. Entre dos de los antiguos paneles de madera que cubrían el muro de piedra había un trozo triangular de tela blanca, que era lo que Math tenía en la mano. Elain tardó un momento en entender lo que era aquello: había algo detrás de aquellos paneles. Obedeciendo su señal, Brian Arthur caminó hasta la puerta y se despidió de ellos. Elain hizo lo mismo, y apagaron la luz. Después, volvieron a entrar en el salón antes de cerrar la puerta. La luz de la luna iluminaba la habitación a través de las cristaleras, confiriendo un aspecto aún más sobrecogedor al desorden. Guardaron silencio absoluto durante varios minutos, mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. De repente, se oyó un tenue susurro, y el trozo de tela que Math sujetaba empezó a disminuir. Al parecer, la mujer de blanco se había ocultado tras los paneles. Debía haberse quedado allí todo el tiempo, esperando para desengancharse la ropa y marcharse. A pesar de la terrenal explicación, sintió un estremecimiento cuando el panel se corrió y una mano salió por la abertura para tirar de la tela. El momento pareció eterno, pero Math no debió tardar más de una décima de segundo en agarrarla por la muñeca.

Se oyó un grito, pero Math tiró de su prisionera hacia el salón, mientras Elain encendía la luz. —Vaya, Rosemary, cuánto me alegro de verte —dijo Math con tono jovial.

Capítulo 19 —SUÉLTAME! —dijo Rosemary, furiosa. —Ni lo sueñes. —Quítame las manos de encima —le ordenó—. Esto es indignante. Pero Math parecía ser inmune a su tono de institutriz. —Estoy de acuerdo contigo. Podrías haber matado a alguien. Siguió tirando de ella, mientras una voz, procedente del piso superior, dijo con precaución: —¿Rosemary? Estaba aferrada a un camisón blanco. Math entregó a su prisionera a Brian Arthur y después asomó la cabeza por la abertura. —¿Por qué no bajas tú también, Davina? —invitó. —¿Es una escalera? —preguntó Elain, encantada—. Qué raro. —No tiene nada de raro —dijo Rosemary con desprecio—. Ni siquiera es poco frecuente. Lo raro es encontrar una edificación de esta época que no tenga un pasadizo secreto cerca de la chimenea del salón. Por supuesto, el detalle de la escalera hace que éste sea algo más elaborado que la media. —¿Cómo no ibas a saberlo? —dijo Elain con sarcasmo—. Como profesora de historia, estarás muy informada sobre estos detalles. —Cualquier persona que tuviera un mínimo de cultura general lo sabría —respondió Rosemary, poniendo a Elain en su sitio. Davina apareció por el hueco, llorando. —Sabía que saldría mal —sollozó. —Cállate, estúpida —espetó su hermana. Alguien llamó a la puerta, y Jeremy asomó la cabeza. —Me pareció oler una aventura. ¿Os importaría que me uniera a vosotros? Math alzó la vista al cielo pero no dijo nada, de modo que Jeremy entró en el salón. Enderezó un par de sillones y se dejó caer en uno de ellos, mirando a su alrededor. —¡Vaya! —exclamó, levantándose al ver la entrada del pasadizo—. Supongo que conduce al sótano —comentó. Al oírlo, Elain se levantó a inspeccionar. En efecto, la escalera no sólo llegaba al piso superior; también bajaba un nivel. —¿Eres tú, Elain? —preguntó Vinnie, asomando la cabeza por la habitación de las hermanas—. ¿No te parece fascinante? ¡Y pensar que he pasado tanto tiempo viviendo en esta casa sin saber los secretos que ocultaba! Se recogió la bata y empezó a bajar por la escalera.

—Esto resuelve un montón de misterios —anunció al llegar a la altura de los demás—. Ahora sabemos cómo llegó a la alfombra el carbón encendido. Rosemary bajó por aquí cuando no había nadie y volvió a marcharse de la misma forma. —Ten cuidado —le dijo Elain—. Hay otro agujero debajo de donde estás, y va a parar al sótano. —¡Qué emocionante! Supongo que éste era el camino que seguía el amante de Jessica para entrar en la casa, Y que fue así como desapareció cuando creyeron que lo tenían atrapado. —Es posible —convino Jeremy—. Y también fue así como se rompió la cañería. ¡Y pensar que sospechábamos de la pobre Jess! —Ahora ya sabemos cómo lo hicieron —dijo Math—, pero seguimos sin conocer sus motivos. ¿Os importaría explicárnoslo? —añadió, dirigiéndose a las hermanas. —¿Me puedes dar un cigarrillo? preguntó Rosemary a Jeremy. Lo encendió y aspiró una profunda bocanada antes de contestar. —Supongo que a estas alturas... Sin duda ya habrás encontrado la abertura del túnel —dijo a Math. Él asintió, mientras los huéspedes empezaban a asaetearlo a preguntas. Todos se callaron cuando Rosemary volvió a hablar. —¿Entendiste lo que era? —dijo con el tono de una profesora que examinara a un alumno. —Una mina romana, ¿no? —Exactamente. Una mina romana. ¿Sabes lo que extraían de ella? Math frunció el ceño y se quedó mirándola atónito. —¡No puede ser! ¿Oro? —Lo que queríamos era convencerte para que vendieras, a cambio de menos dinero del que habías pagado. Algo que pudiéramos permitirnos. No teníamos intención de quemar la casa. No sabíamos que el incendio se fuera a extender tan deprisa —dijo Davina, sin dejar de llorar—. Sólo queríamos que cerraras el hotel. Nos quedamos horrorizadas al enterarnos de que alguien había estado a punto de morir. Math no parecía impresionado. —Si incendiasteis un edificio lleno de gente que dormía, podéis estar contentas de no ser culpables de asesinato. —Ya lo veo, pero pensamos que como no estábamos en temporada alta y el hotel no estaba lleno... Rosemary fue quien lo hizo todo. A mí me daba miedo entrar en la mina. Aparcamos y subimos por la colina. Después, Rosemary bajó y lo hizo. ¡Dios mío! La explosión fue horrible. Estaba aterrorizada viendo cómo se consumía el edificio, y mi hermana no había salido aún. Pero entonces volvió... —Con el tapiz— interrumpió Elain.

—No te atrevas a hablarme con ese tono tan arrogante —dijo Rosemary— Eres una maldita espía. No sé ni cómo no se te cae la cara de vergüenza. No tienes idea de lo que es el juego limpio. Elain sintió que se sonrojaba, a pesar suyo. Quería responder, pero como de costumbre, no encontraba las palabras adecuadas. —¿Y tú sí? Elain hizo lo que hizo para descubrir un delito. ¿A quién ha hecho daño, o a quién ha intentado hacer daño? A ti te habría dado igual matar a quien fuera con tal de lograr tu objetivo. —Ésa no es la cuestión. —Yo creo que sí. ¿Dónde está el tapiz? —No sé nada de ningún tapiz. —Oh, Rosemary, ¿qué sentido tiene negarlo? —dijo Davina, temblorosa— Ya no sirve para nada. Lo tenemos guardado —añadió, mirando a Math—. Lo vimos la primera vez que vinimos de vacaciones, pero hasta el año pasado, que encontramos el pasadizo... — empezó a balbucear de forma inconexa—. No fue por casualidad, porque Rosemary decía que en un edificio de esta época tenía que haber un pasadizo. Sólo queríamos enseñártelo cuando lo encontráramos, pero Rosemary estaba segura de que era una mina de oro, y... —¿Qué te hace pensar que aún queda algo? —No es que lo piense. Extraje unas muestras y las llevé a analizar. Queda por lo menos una veta bastante rica. ¿Crees que hice todo esto por un sueño? En esta zona, hay minas que no se abandonaron hasta principios de este siglo y que ahora se han vuelto a abrir. Esta no se ha tocado desde la época de los romanos, por lo que veo. —Entonces soy rico —dijo Math secamente— De modo que hicisteis vuestros planes y este año revelasteis vuestra condición de videntes. ¿De verdad creéis que una historia de fantasmas me iba a impulsar a vender el castillo? —Bueno, si no paraban de pasar cosas, al final te quedarías sin inquilinos. La gente no querría venir a un hotel quemado en el que no paran de pasar cosas. Y sobre todo, si esparcíamos el rumor de que el fantasma era maligno, no podrías salir adelante y tendrías que vender. —Basura —dijo Math con frialdad— Esperabais obligarme a dejar de pagar la hipoteca. Imaginabais que el banco me embargaría la propiedad si no conseguía atraer clientes. ¿Qué oportunidad tendría de encontrar un comprador a última hora? Esperabais adquirirlo en una subasta bancaria por una décima parte de su valor. Y eso habríais hecho, si hubiera estado completamente quemado. Davina lo miraba aterrorizada. —Y como no fue así —dijo Elain, que había recuperado la calma—, supusisteis que si la compañía de seguros se negaba a pagar Math tendría problemas. Así que les disteis el soplo de que el incendio había sido provocado. —¡No! —exclamó Davina— No lo sabía —rectificó, al ver la expresión de su hermana.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Rosemary a Math. No parecía dispuesta a implorar. —La mayor parte de vuestras acciones no tuvieron el efecto que esperabais. Pero hicisteis algo que es imperdonable. —Qué melodramático —dijo Rosemary con sarcasmo—. ¿Qué fue lo que hice que te pareció tan imperdonable? ¿Intentar robarte? La gente lo hace continuamente y se le perdona. —Me refiero a algo mucho peor. Destruisteis los cuadros de Elain. —¿De verdad? —preguntó Vinnie, preocupada. —Sólo eran unos estúpidos bocetos. Esa maldita zorra entrometida tiene suerte de que no le hiciera nada más. —Esta historia merecería estar en un libro de los cinco —comentó Jeremy. —Quería ser escritora —comentó Rosemary como si estuviera charlando con unos amigos—. Pero no me dejaron. Me obligaron a estudiar magisterio. Nadie respondió. El silencio se apoderó de la habitación. Brian Arthur, que se había marchado un rato atrás, entró en el salón y anunció: —La policía está de camino. Davina prorrumpió en sollozos. Pero Rosemary no se dejó amilanar. —¿Y tú te consideras una buena persona? —preguntó a Math—. Eres el dueño de una mina de oro. Yo fui quien la descubrió. Deberías darme las gracias. Ahora puedes vender esto por una fortuna. ¿Y cómo me lo pagas? ¡Entregándome a la policía! En aquel momento, los agentes llamaron a la puerta. —Así que sospechaste desde el principio? —pregunto Elain. Estaba amaneciendo. —Era evidente que ocurría algo raro. —¿Así que pediste a Brian Arthur que me investigara? Tenía la esperanza de que fuera así. Si la desconfianza había sido mutua, era posible que... —Sólo le pedí que averiguara qué pasaba aquí. Te investigó por su cuenta. Igual que tú investigaste a los demás inquilinos. —Sé que no puedes perdonarme. Sé que soy fea. Pero sólo quería decirte que lo siento. Habían subido juntos por la escalera, y habían llegado al piso en el que se encontraba la habitación de Elain. Math la miró muy serio. —¿Puedo entrar? —¿Qué quieres? —susurró ella. —Lo único que quiero es no perderte de vista. Abrazarte y saber que respiras.

Al día siguiente, Elain, Math y Brian Arthur exploraron el pasadizo, bajando por la escalera oculta del salón. Allí se abría la pared al pulsar un gran resorte oxidado, y se llegaba al lugar en que se ocultaban las provisiones de la guerra. —La mina fue abandonada cuando se marcharon los romanos, ¿verdad? —preguntó Brian—. No sé demasiado de historia. —Cuando el imperio romano empezó a decaer fueron abandonando los territorios ocupados —explicó Math—. Más tarde, se construyó una fortaleza en el lugar del asentamiento. Supongo que los túneles les parecían útiles, sobre todo en tiempo de ataques. No sabemos cuántas entradas puede haber. —Y después construyeron este castillo y también aprovecharon los túneles — concluyó Elain. La noche anterior no habían hablado, ni habían hecho el amor. Se habían quedado abrazados, sin decir nada, hasta que se durmieron. —Jessica debía conocer la existencia del pasadizo, y le dijo a su amante cómo utilizarlo. —Sin duda. —Me pregunto dónde la emparedarían. —Es posible que el desprendimiento no fuera accidental —respondió Math—. O tal vez forme parte del mito. También es posible que más adelante volvieran a tirar el tabique. Después de tantos siglos, el secreto se había perdido. Elain suspiró. —Me alegro de que se haya descubierto. Pero siento que haya tenido que ser Rosemary. Más tarde, Math y Elain paseaban por la colina, con la fortaleza a sus espaldas. El sol brillaba, los pájaros cantaban, y el día era perfecto. Algo había cambiado. Por algún motivo, no necesitaban las palabras. Subieron a la fortaleza, y Elain se encaramó a la torre. El sol iluminaba el interior del edificio derruido. —¿Recuerdas el día que estabas aquí, yo vine a caballo y tú bajaste? —preguntó Math. Elain contuvo la respiración al oír su tono. —Lo recuerdo. —Aquel día lo supe —dijo Math—. Incluso el día que llegaste, cuando te vi desde lejos, algo me atrajo hacia ti. Y cuando hablé contigo, sentí la necesidad apremiante de conservarte a mi lado. Pero cuando nos vimos aquí lo supe sin lugar a dudas. Pensé que tú también lo sabías. —Sí. Creía que era la otra mujer, la que esperaba, pero también era yo. Era yo, y quería correr a tus brazos. Pero tenía mucho miedo.

—En aquel momento deseé hacer el amor contigo. Sentí más deseo del que he sentido nunca por una mujer. Sabía que me tomarías por loco si decía algo. Nunca había necesitado controlarme tanto. Pero Elain sabía que en otro tiempo, después, había necesitado controlarse para no volver a expulsarla de allí. Cuando la miraba con odio helado. Math acarició su rostro con ternura. —Anoche estuve a punto de perderte. Podía haberte matado cuando nos peleamos en la cueva. Entonces entendí que me resultaba imposible vivir sin ti. —¿No tienes a veces la sensación de que somos enemigos? —No tengo explicación para esas cosas. Pero no volveremos a ser enemigos nunca más. —Siento lo que hice —insistió Elain—. No sabía qué hacer. Estaba enamorada de ti, pero te espiaba, y ... Math la calló con un beso. —No te preocupes. Rosemary te llamó espía y farsante, como yo, y entonces me di cuenta de lo ridículo que era decir eso de ti. Tú eres una persona distinta. —¿Quién soy? —Eres mi mujer. Lo eres todo para mí. Y lo que dije anoche fue la verdad que habría visto antes si no me hubiera vuelto loco de indignación. Tú nunca intentaste hacer daño a nadie. Sólo desempeñabas tu trabajo, y de una manera muy justa. Elain parpadeó, porque sus ojos estaban llenos de lágrimas. —¿Confías en mí, Math? —Absolutamente. Por completo. Con todo lo que soy y lo que tengo. Anoche me dijiste que sabes que eres fea, y yo supe que era el culpable de que pensaras eso. Eres tan bella que se me parte el corazón cada vez que te miro. ¿Podrás perdonarme? —No hay nada que perdonar. Lo abrazó y lo besó en la boca. —Últimamente somos muy pocos —comentó Jeremy—. Espero que acabes con las reparaciones antes de que termine la temporada. —Yo también —respondió Math, sonriendo. —Aunque por supuesto no tengo queja de vuestra compañía —añadió Jeremy . La comida que ha preparado Elain es deliciosa. Y siempre es agradable comer a la luz de las velas, tanto si hay un apagón como si no. Pero lo mejor es no tener que aguantar a Rosemary. Me hartaban sus comentarios y sus quejas sobre la pobre Jessica. A veces me resultaba difícil ser educado. —Como a todos. —Era una mujer muy desagradable. Y me inquieta la inteligencia que demostró al trazar su plan. Todo estaba previsto a la perfección. Yo nunca habría sospechado de ellas. Nunca parecía que anduvieran por los sitios en los que ocurrían las cosas.

—Desde luego, no es tan estúpida como nos hizo creer —convino Math—. Y su sangre fría es impresionante. Tengo la impresión de que Davina es su verdadera debilidad. —¿Recordáis el día que se quemó la alfombra? —comentó Vinnie—. Habían salido a comer fuera, y al volver, montaron un número para que todo el mundo supiera que ellas no habían podido ser. —Claro que Bill ayudó a montar el número —comentó Elain. El perro enderezó las orejas al oír su nombre. —Fue el único de todos nosotros que expresó a Rosemary sin tapujos su opinión sobre ella —rió Jeremy—. Realmente, me parece admirable. —¿Cómo lo hicieron exactamente? —preguntó Jeremy—. No me había parado a pensar que estaban fuera. —En aquella ocasión fueron a la fortaleza, pasaron por el túnel y entraron en el salón. Supongo que Rosemary eligió un día lluvioso porque así habría menos posibilidades de que alguien las viera. —Y porque era más probable que la chimenea estuviera encendida —añadió Vinnie. —Recuerdo que la gabardina de Rosemary estaba muy embarrada —murmuró Elain—. Por supuesto, cuando yo bajé al túnel, Rosemary se dio cuenta de que mis manchas eran parecidas. Por eso fue a mi habitación, para intentar enterarse de lo que había averiguado. —Le debía aterrorizar que alguien más supiera que había una mina de oro. —Cuando vio mi boceto del tapiz se debió asustar mucho. No podía saber el motivo por el que lo pinté. —Supongo que ella fue la que menos se sorprendió al enterarse de que eras detective —dijo Vinnie. Elain miró a Math, que se limitó a sonreír. —Claro que los demás también sospechábamos algo —dijo Jeremy—. No tienes el típico aspecto de los pintores. —Pero soy pintora —protestó Elain. —Ya, no es eso lo que quiero decir. Lo que quiero decir es que no pareces la típica pintora. Los demás comensales guardaron silencio mientras se esforzaban por encontrar algún sentido a sus palabras. —Además, me alegro de que hayan dejado en paz a Jessica —añadió Jeremy—. Nunca pensé que estuviera transformándose y quisiera matarnos a todos, como decían las hermanas. —Yo tampoco —convino Vinnie—. Era una idea estúpida. —Pero todos esos trucos, no os hicieron sospechar. No parecía que hubiera otra explicación.

—Jess no era la explicación — insistió Vinnie—. He vivido con ella durante casi cincuenta años, y conozco su estilo. Sus trucos son siempre inocentes. De repente, Elain dejó los cubiertos en la mesa y los miró con expresión de haber descubierto algo. —Ya sé lo que pasó —anunció—. Cada vez que Rosemary y Davina hacían algo, ocurría otra cosa que impedía que el daño fuera serio. Cuando puso el carbón en la alfombra, Bill se volvió loco y hubo que encerrarlo. Y cuando rompieron la cañería de su habitación, se me abrió el maletín y entró trementina por debajo de su puerta. —Sí, ya lo sabemos, querida —dijo Vinnie, sin seguir el hilo—. Pero no veo... —¿No os dais cuenta de que fue Jessica quien hizo estos trucos? Cuando Rosemary se ponía grosera, le tiraba hollín en la cara, o algo así. ¿Os dais cuenta? Jess sabía desde el principio quién estaba haciendo todo eso, y saboteaba sus intentos de sabotaje. —Creo que tienes razón —dijo Vinnie—. Por supuesto, Jess querría defender su reputación. ¿Por qué no se nos ocurriría antes? Pero lo del perro y lo de la trementina no fueron sus mejores grupos. ¿Por qué a Rosemary se le enganchó el camisón entre las tablas? De no ser por esto, tal vez no la habríamos atrapado. Jeremy rió. —¡Pobre Rosemary! ¿Os la imagináis subiendo por la escalera desnuda para ponerse la bata a toda prisa y hacernos creer que la había despertado la explosión? —Como Superman en las cabinas telefónicas —rió Elain— Me habría encantado verlo. —Supongo que Jessica lo vio todo —dijo Jeremy entre carcajadas—. Seguro que se moría de risa. Seguro que tienes razón. Eso parece obra suya. Nunca le cayó bien Rosemary, y una jugada así sí que es propia de su sentido del humor. —Estoy seguro de que le encantó —dijo Math, alzando su copa de vino— Creo que esto merece un brindis. Por Jess, esté donde esté. Lentamente, las llamas de las velas disminuyeron y se apagaron. Todos contuvieron la respiración y estallaron en una carcajada. El tintineo de las campanas de plata se unió a ellos. —Por Jessica —dijeron al unísono antes de apurar sus copas.