Apuntes para una historia de la oralidad en la literatura argentina ...

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1. La oralidad desde el punto de vista de las disciplinas. La historia de la ... historia de la literatura, en tanto que disciplina, es hija de la filología que nace.
Walter Bruno Berg

Apuntes para una historia de la oralidad en la literatura argentina

Contenido: Capítulo 1: Capítulo 2: Capítulo 3: Capítulo 4:

Capítulo 5:

Capítulo 6:

Página: El marco teórico: hacia una definición de los conceptos básicos . . . . .10 “Oralidad y escrituralidad”: aspectos específicos de la temática para Latinoamérica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 24 Modelos de oralidad en la literatura argentina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 38 Breve historia de la oralidad en la literatura argentina (I) . . . . . . . . . . 56 — Poesía “gaucha” y poesía “gauchesca” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 56 — José Hernández: Martín Fierro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59 — Estanislao del Campo: Fausto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63 Breve historia de la oralidad en la literatura argentina (II) . . . . . . . . . . 71 — Fray Mocho y el costumbrismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71 — El teatro criollo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77 — Alejandro Berrutti: Tres personajes a la pesca de un autor . . . . . .79 — Manuel Gálvez: El mal metafísico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 82 Breve historia de la oralidad en la literatura argentina (III) . . . . . . . . . 90 — Jorge Luis Borges: “Hombre de la esquina rosada” . . . . . . . . . . . . . 92 — Julio Cortázar: “Las puertas del cielo” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 102

Introducción Aunque los Apuntes que siguen se limitan estrictamente al ámbito de la literatura argentina, es menester por de pronto abrir el horizonte, integrar en un contexto más amplio los problemas que van a ocuparnos. Vamos a tratar primero algunos de los problemas básicos de la temática desde el punto de vista metodológico (capítulo 1); luego nos ocuparemos de la cuestión de la oralidad en el contexto de la literatura latinoamericana en general (capítulo 2); lo cual nos permitirá finalmente establecer un modelo concreto para el estudio de los problemas de la oralidad en el ámbito específico de la literatura argentina (capítulo 3). Los restantes tres capítulos se dedican a exponer —en tres partes correspondientes— una “Breve historia de la oralidad en la literatura argentina”.

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Capítulo 1:

El marco teórico: hacia una definición de los conceptos básicos “Oralidad y escrituralidad en la literatura” — ¿Qué se esconde detrás de estos conceptos? ¿Qué significa oralidad? ¿Qué escrituralidad? ¿Qué entender por “oralidad y escrituralidad en la literatura”? A modo de introducción, vamos a exponer algunas de las respuestas que desde el punto de vista histórico y sistemático de las disciplinas se han dado a estos interrogantes. A continuación vamos a detenernos en un estudio clave en la historia de la oralidad literaria, a saber, en el concepto de “oral literature” según Walter Ong. Luego revisaremos, brevemente, “la otra cara de la medalla”, esto es, el concepto de “escritura” según Jacques Derrida. Se cierra el panorama con la presentación de dos nuevos enfoques de primera magnitud para el estudio empírico de la cuestión, debidos, por un lado, a Peter Koch y Wulf Oesterreicher y a Paul Goetsch, por el otro. 1. La oralidad desde el punto de vista de las disciplinas La historia de la literatura —como la historia en general— tiene un lado objetivo, pero a la vez uno subjetivo. En efecto, lo que llamamos historia de la literatura no es sólo una serie de textos agrupados según el parámetro de la sucesión temporal, sino también según las premisas y los intereses específicos de los que se ocupan de ellos, vale decir, de los historiadores. Es cierto que la historia de la literatura, en tanto que disciplina, es hija de la filología que nace en el siglo diecinueve. Esto explica que el interés por la oralidad, como tema de la historia de la literatura, constituya un tema relativamente nuevo. Es así que según August Boeckh, uno de los fundadores de la filología en el siglo XIX, el objeto de esta última no es nada menos que “la reconstrucción de las construcciones del espíritu humano en su totalidad” (cit. por Conrady 1966: 31). La tarea del filólogo consiste justamente en “conocer lo conocido” (ibid.). No vamos a insistir en esta definición, sugerente —por lo demás— en muchos sentidos. Sólo hay que agregar que Boeckh, al hablar de “las construcciones del espíritu humano”, de “lo conocido” —del objeto, pues, de la filología— está pensando, sin lugar a dudas, en manifestaciones escritas. Por otro lado, hay que tener presente que a mediados del siglo XIX, cuando aparece el famoso tratado de Boeckh, su Enciclopedia y metodología de las ciencias filológicas, la ciencia de la lengua y las ciencias de la literatura apenas se

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diferenciaban la una de la otra.1 Por lo menos, su objeto, su punto de partida era el mismo, esto es, la “literatura”. Erich Auerbach, en su Introduction aux études de philologie romane, subraya a este propósito que la lingüística “hasta mediados del siglo XIX se ocupó casi exclusivamente de la lengua escrita […]. La lengua hablada de todos los días, sobre todo la lengua del pueblo […] era completamente menospreciada […]” (Auerbach 31965 [1948]: 15). Lo que así se demuestra —gracias a “este lado literario y aristocrático de la lingüística antigua”—, concluye Auerbach, es su carácter “normativo” (ibid.). Por otra parte, el siglo XIX es también la época del nacimiento de los primeros estudios folklóricos, es decir, de algo que más tarde va a llamarse “etnología”. En Alemania, un documento extraordinario de este trabajo lo constituyen las compilaciones de los famosos “cuentos de hadas” debidas a los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm. No cabe duda, empero, que los textos que han sido publicados bajo el título de Kinder- und Hausmärchen son, ante todo, un producto de la cultura escritural. Si bien es cierto que una versión primitiva de estos cuentos proviene de la tradición oral y popular, la versión definitiva en que están redactados y publicados no deja de reflejar el lenguaje cultivado y estilizado de los grandes filólogos —y, a la vez, artistas de lenguaje— que eran los hermanos Grimm. No hay hecho más patente para esta transformación de un producto de la cultura oral en patrimonio de la cultura escritural que el fenómeno de la recepción. De ahí que para la conciencia popular, los compiladores se hayan transformado desde hace mucho tiempo en los efectivos autores de esos cuentos: con el paso de los años, los Kinder- und Hausmärchen han pasado a ser “Grimm’s Märchen”. Parece, entonces, que el lenguaje oral, apenas descubierto bajo la forma de tradiciones populares, desde ese mismo instante corre peligro de ser olvidado, rechazado como algo deficiente — a menos que sea redimido por el lenguaje escrito. Por eso, como vamos a verlo con mayor claridad al hablar de Walter Ong, el término “literatura oral” resulta ser —para no pocos especialistas de la literatura, aun hoy— un concepto inadmisible, o bien es estimado como equivalente a un objeto cuyo análisis le incumbe a otra disciplina, a saber, a la investigación etnológica. Tal apreciación cambia recién con el nacimiento de la lingüística moderna, esto es, con la aparición del Curso de lingüística general (1916) de Ferdinand

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En lo que se refiere a la “critique philologique” del siglo XIX, es conocido el juicio terminante de Ferdinand de Saussure. Tal crítica, según el famoso lingüista ginebrés, “est en défaut sur un point: elle s’attache trop servilement à la langue écrite et oublie la langue vivante” (Saussure 1985: 14).

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de Saussure, quien parte del principio de que el objeto primario de estudio de la lingüística no es el lenguaje escrito sino el hablado: la lengua (“langue”), o sea, el lenguaje como sistema, no es otra cosa que una construcción abstracta a partir de la realidad empírica y palpable que es el habla (“parole”). Así pues, el cambio introducido por Saussure respecto de la temática que nos ocupa es fundamental: por primera vez la oralidad como tal —tanto lingüística como literaria— se presenta como objeto estricto de una ciencia, en este caso, de la filología. Al hablar de oralidad en la literatura, hay todavía un tercer contexto que mencionar. Ya lo hemos tocado al referirnos al interés de los filólogos románticos alemanes por la narrativa popular. No se trata de una preocupación meramente “positivista”. Los románticos, más bien, se interesaron por la narrativa popular, en la medida en que el estudio de las tradiciones orales del pueblo les parecía un caso ejemplar de acercamiento al fenómeno de la historia. He aquí una tradición fundada, en mayor o menor grado, por el filósofo italiano Giambattista Vico (1668-1744), cuyo pensamiento había de ser continuado por el alemán Johann Gottfried Herder (1744-1803) y cuya culminación se produce, más tarde, en Wilhelm von Humboldt (1767-1835). Para los representantes de esta tradición, la historia resulta ser —según fórmula del filósofo Wilhelm Dilthey (1833-1911) a fines del siglo XIX— una “objetivación del espíritu humano”. Al hablar de espíritu humano ellos piensan, ante todo, en una entidad individual. Lo que constituye la historia no son, por lo tanto, leyes generales —como es el caso en el reino de la naturaleza— sino las emanaciones, las creaciones del individuo. Este principio de la individualidad que crea historia puede encarnarse en un sujeto particular (por ejemplo, los grandes artistas, los “genios”), como asimismo en grupos sociales —aun en pueblos enteros—, que son considerados también, metafóricamente, como individuos. Herder creó a este respecto el concepto de “espíritu del pueblo” (Volksgeist). Es de sobra conocida la función clave de este término en la creación de otro importante concepto del siglo XIX —decisivo para el proceso de emancipación de los nuevos Estados de América del Sur—, esto es, el concepto de nación (cf. Berg 1995: 111-140). Es, de igual modo, conocido el destino más bien funesto del concepto en la historia de los nacionalismos modernos. Más adelante volveremos sobre esta problemática. En resumen: el interés por la oralidad en la literatura tiene dos raíces. Una de ellas está constituida por la función clave que el lenguaje hablado desempeña en la lingüística moderna creada por Saussure; la otra se funda en

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la concepción romántica de la historia como emanación del individuo, como emanación de un así llamado “espíritu del pueblo”. Tenemos entonces que el primero de estos aspectos da la posibilidad de pensar la oralidad como un evento que se halla aún dentro de los márgenes de aquella disciplina que habitualmente llamamos filología, vale decir, de una ciencia basada en el estudio de textos —hecha la salvedad, claro está, de que estos textos son “textos” orales, lo que nos pone en contradicción con las premisas tradicionales del saber filológico. El segundo de los aspectos mencionados, en cambio, trasciende el campo de la filología y abre paso a una ciencia general de la cultura. De ahí el particular interés que despierta el estudio de la oralidad en la literatura latinoamericana, lo cual nos ocupará en el segundo capítulo. Por de pronto, sin embargo, hemos de permanecer dentro del campo metodológico general. A continuación examinaremos más de cerca tres modelos representativos para el estudio del problema de la oralidad. El primero de ellos es el de Walter Ong. 2. Walter Ong, Orality and Literature El libro de Walter Ong es, para el estudio de la oralidad, una obra que no puede ser soslayada. Por lo mismo, vamos a presentarla en un doble acercamiento: primero desde dentro, es decir, desde su propia argumentación e inmanencia; segundo, desde fuera, esto es, tomando distancia crítica. Ya el título del libro —Orality and Literacy. The Technologizing of the Word— demuestra que el objetivo a que apunta la obra no se limita a un estudio sobre “el lenguaje hablado” o la “literatura oral”. La formulación abstracta de los conceptos básicos —orality y literacy— más bien sitúa la argumentación a nivel de una teoría general de la cultura. Según Ong, la escritura es un nuevo medio, una herramienta, un instrumento nuevo para el manejo de una institución tan vieja como el hombre mismo, a saber, el lenguaje. Si de acuerdo a la tesis principal del autor, es necesario considerar la escritura como una “técnica” —una “técnica de la palabra”—, ésta, en verdad, ha revolucionado el mundo; permite, en efecto, distinguir dos culturas completamente diferentes, una caracterizada por la “oralidad”, la otra por la “escrituralidad”. La eficacia de la revolución llevada a cabo por la invención de la escritura consiste sobre todo en que ésta, según Ong, ha creado otra mentalidad. Es tan cierto que la escritura corresponde a un hito en la historia de la humanidad que resulta difícil —si no imposible— imaginarse, para los miembros de la cultura de la “escrituralidad”, lo que significa vivir en una cultura de la “oralidad”. El problema radica, pues, en

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“pensar”, es decir, en adentrarse mentalmente en el fenómeno de las llamadas “primary oral cultures”, o sea, en aquellas culturas en las que la escritura es desconocida. El primer capítulo del libro trata de despertar una sensibilidad adecuada para esta cuestión central. Al referirse a la preocupación manifestada por la lingüística moderna hacia la oralidad (véase supra), Ong demuestra que, pese a tal interés y los subsecuentes estudios del nivel fonológico del lenguaje, los lingüistas no se han mostrado hasta ahora particularmente motivados a investigar el fenómeno de la “primary orality”, esto es, la oralidad de las culturas no afectadas por la escritura. Si se parte del supuesto de que la invención de la escritura equivale a una revolución mental, es lícito preguntarse en qué medida aquel mundo de la oralidad primaria no nos queda cerrado por completo. Un buen ejemplo para poner en evidencia el problema epistemológico fundamental de la cuestión se halla en la literatura. Así llegamos a la pregunta capital que Ong, para nuestro contexto, formula: Hablar de literatura oral —la llamada oral literature— ¿no es acaso una contradicción en los términos? ¿No es cierto que el atributo “oral” excluye justamente lo que supone el término “literatura”, a saber, la existencia de “letras”, o sea, la tecnología de la “escritura”? ¿Cómo es posible, para los miembros de la cultura “letrada”, hablar sobre los asuntos de la cultura oral si no en términos “letrados”? Aceptar el concepto de “literatura oral” equivale, pues, a plantearse el problema de explicar, desde el punto de vista de una sociedad de automóviles que desconoce el caballo, lo que significa este último. La definición sería algo así como: un caballo es un “automóvil sin ruedas”. Por otra parte, todo lo que sabemos del universo de las culturas orales se lo debemos justamente a algunos estudios claves sobre textos literarios. En tal sentido es un hecho que “the modern discovery of primary oral cultures” se debe, ante todo, a los trabajos orientadores del helenista Milman Parry sobre la épica de Homero. El aporte de Parry consiste en demostrar que muchos de los rasgos estilísticos propios de los textos homéricos —entre ellos las frecuentes repeticiones, el estilo “rapsódico” de la presentación, la falta (a veces) de una conexión lógica entre las escenas, etc.— no son sino rasgos propios del estilo oral. La función de estos rasgos es, en su mayoría, de orden mnemotécnico. Evidencian que el texto de Homero, en vez de presentarse —como acostumbramos a verlo— como la obra de un genio individual, en realidad debe ser considerado como ejemplo de una obra colectiva, fruto de la tradición oral y anónima. La importancia de este descubrimiento consiste en

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que permite deslindar, esquemáticamente por lo menos, la diferencia que se da entre dos tipos de culturas: unas caracterizadas por la “oralidad primaria”; las otras por la escritura. En cuanto a los criterios, es preciso distinguir, según Ong, entre rasgos “diferenciales” (propiamente dichos) y rasgos “propios” de la cultura oral. tipos de cultura

rasgos “diferenciales”

rasgos “propios” de la cultura oral

oralidad primaria

escritura

• la tendencia de adicionar, de agregar el saber

• análisis • saber jerarquizado

• actitud “enfática”, favorable a la participación activa

• actitud de distancia objetiva

• actitud determinada por la situación concreta

• actitud abstracta

• conservadurismo y tradicionalismo • tendencia “homeostática”, tendencia a hacerse determinar por el presente, por la vida de todos los días, y no por la previsión del futuro • tono de vida “agónico”

A modo de síntesis, no cabe duda de que el estudio de Walter Ong, en lo relativo a la comprensión intrínseca de la oralidad, constituye un paso adelante. En efecto, el mérito del libro está en que plantea, de manera categórica, el problema de la oralidad en cuanto asunto epistemológico. En otras palabras, llama la atención sobre la existencia de prejuicios casi infranqueables que determinan nuestros juicios sobre el mencionado fenómeno. Si se admite la hipótesis, ampliamente divulgada por la etnología, de que las culturas autóctonas de América, al momento de la conquista, estaban en la mayoría de los casos caracterizadas por el desconocimiento de la escritura, es un hecho que el libro de Ong no puede dejar de sensibilizarnos frente a ese otro cultural. Hasta el momento parece que la lectura de Orality and Literacy convence. Hay que hacer, empero, la salvedad de que la nuestra ha sido, hasta aquí, una lectura inmanente, o sea, un acercamiento llevado a cabo dentro de las propias

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premisas de la argumentación. Veamos brevemente, para terminar, cuáles son estas premisas y como se las ha de apreciar. Hemos visto que toda la argumentación de Ong descansa en la hipótesis de una supuesta diferencia categórica entre culturas “orales” y culturas “letradas”. Ella es tan marcada, dice Ong, que constituye una frontera casi insuperable: los miembros de la cultura letrada apenas si entienden lo que significa vivir en una cultura oral. Si es verdad que de hecho existe un medio para entender el universo de la oralidad, éste paradójicamente es de orden escritural. Por eso, uno de los documentos más destacados de cultura letrada, la épica homérica, se presenta a la vez como una preciosa fuente para la investigación de la cultura oral. Pues bien, no resulta en absoluto difícil demostrar que la argumentación está basada, desde el punto de vista lógico, en una petitio principii. Pero no es esta estructura lógica lo que es criticable, sino más bien las consecuencias que Ong saca de ella. Pese a los esfuerzos del autor por acercarse a lo “otro” de la oralidad primaria, es evidente que en la descripción de los rasgos característicos tanto de la cultura oral como de la letrada han entrado subrepticiamente algunos de los prejuicios “clásicos” de esta última. Así, para Ong, no cabe duda de que la racionalidad, la lógica, la coherencia consigo mismo, en fin, los valores del “progreso” están de parte de la cultura letrada, mientras que los rasgos propios de la cultura oral no son sino la emocionalidad, el tradicionalismo, el conservadurismo, la incapacidad de organizar el futuro, etc. ¿No son acaso éstos los argumentos que han sido utilizados para justificar la obra “civilizadora” de los conquistadores, justamente argumentos para explicar la destrucción de las Indias en términos de una necesidad histórica? 3. Jacques Derrida y la provocación de la “escritura” No faltan tentativas de aplicar el modelo de la “oralidad primaria” propuesto por Ong en el contexto de la ciencia literaria. Así Paul Goetsch recurre al concepto de “oral residues” (cf. Goetsch 1985: 203) para desarrollar su propio concepto de la “oralidad fingida”.2 Según Ong los “oral residues” no son otra cosa que las huellas —los “residuos”— de la oralidad primaria en el texto literario. El ejemplo más famoso de este tipo de presencia de la oralidad en el texto literario es, como hemos dicho, el presentado en el estudio de Milman Parry sobre los rasgos de oralidad primaria en la épica de Homero.

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Vamos a volver al modelo de Goetsch en el siguiente apartado.

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Ahora bien, el denominador común de trabajos de esta índole consiste en que, en el fondo, se establece una jerarquía entre cultura oral y cultura escritural. El solo hecho de hablar de “residuos orales” en el texto literario significa que la llamada “oralidad” en cierta medida es considerada más fundamental que la escritura. Según esta concepción, la literatura no es sino un mero vehículo para expresar cualquier contenido. Se trata, en lo sustancial, del mismo modelo que utiliza Saussure para caracterizar la escritura. Ya hemos visto que para éste el objeto primario de la lingüística es el lenguaje hablado. En relación con este objeto primario, la escritura viene a ser un fenómeno secundario. Estamos así ante una concepción del lenguaje, o sea, de la escritura, que ya se encuentra en Aristóteles. Es el filósofo Jacques Derrida quien afirma que tanto en aquél como en éste estamos frente a una concepción del lenguaje que es preciso llamar “fonocéntrica”. Por nuestra parte, podemos afirmar que también la concepción de Walter Ong es fonocéntrica. Ésta última —el llamado “fonocentrismo”— descansa en una doble premisa: primero considera que la “fonè”, es decir la voz, el habla, es el origen de la lengua; segundo, estima que la escritura es sólo un vehículo subsecuente, un mero instrumento para expresar el contenido de la voz. Derrida habla al respecto de la concepción “vulgar” de la escritura (cf. Derrida 1967: 89). Se puede decir entonces que la dicotomía propuesta por Ong entre “literatura”, como expresión auténtica de la cultura, y “oral literature”, como expresión auténtica de una cultura determinada por la “oralidad primaria” y por ende inimaginable para los miembros de la cultura letrada, se funda en la concepción “vulgar” de la escritura (según la terminología del filósofo francés). De ahí la importancia de la crítica “deconstructivista” esbozada por Derrida en La grammatologie, en cuyo centro se encuentra el concepto de una “escritura en general” (o sea, según otra nomenclatura, la “archi-écriture”, Derrida 1967: 89). Lo sobresaliente de tal conceptualización está en el hecho de que, al superar la concepción vulgar de la escritura, pone en tela de juicio no sólo la (falsa) dicotomía entre “escritura” y “oralidad”, sino que a la vez permite pensar la supuesta oralidad fundacional —cuya pista está persiguiendo la tradición fonocentrista— en términos diferentes. Concluimos con una advertencia: el “deconstructivismo”, teoría y práctica que se exponen en la Grammatologie, no es una “metodología” cualquiera destinada al uso de la crítica literaria, sino, ante todo, una propuesta filosófica de primera envergadura. De ahí lo fastidiosa que resulta a veces la aplicación lisa y llana del “modelo” deconstructivista en trabajos de ciencia literaria. Por otra parte, el deconstructivismo tampoco es una filosofía cualquiera. Gracias

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a su actitud crítica frente a los dogmatismos y a los sistemas, el pensamiento deconstructivista se opone también a gran parte de lo que, tradicionalmente, ha venido llamándose filosofía. Si, en efecto, es indudable que no hay “metodología” que no tenga su lado filosófico, la función del deconstructivismo en el contexto de la ciencia literaria consiste, sobre todo, en señalar el punto crítico donde los modelos analíticos comienzan a apartarse del campo que les es propio, es decir, de la descripción empírica, para aventurarse en el terreno resbaladizo en que corren el riesgo de caer en la trampa de los dogmatismos de la filosofía. En tal sentido, el llamado fonocentrismo es —según Derrida— la trampa por excelencia. Con estas afirmaciones cerramos la digresión para volver a la tierra firme de los modelos analíticos. Terminaremos este capítulo con una breve mirada sobre un modelo muy diferente, que, si bien le falta toda pretensión filosófica, no por eso deja de marcar un paso innovador en la ciencia del lenguaje. 4. Nuevos enfoques: Peter Koch/Wulf Oesterreicher y Paul Goetsch No hay proyecto de investigación que no se jacte de haber inventado su propio modelo metodológico. Es así que a lo largo de los muchos años en que funcionó el proyecto interdisciplinario de la universidad de Friburgo sobre el tema “oralidad y escrituralidad” (1984-1996)3 prodigaron los modelos. Dos de ellos, de manera especial, merecen nuestro interés. Por lo demás, han sido aceptados y discutidos más allá de las fronteras de las disciplinas en que habían sido concebidos originariamente. Uno de ellos es el modelo concebido por los lingüistas Peter Koch y Wulf Oesterreicher; el otro, uno destinado al análisis literario que se debe a Paul Goetsch. El más original es, sin lugar a dudas, el de Koch/Oesterreicher. Pero el que nos interesa más directamente —porque se refiere al objeto literario—, es el de Goetsch. Este último está basado en el primero, de manera que empezamos por el modelo lingüístico. Acabamos de presentar a Derrida. Hemos visto que la importancia del deconstructivismo arranca del hecho de que contribuye a superar la (falsa) dicotomía entre “oralidad” y “escritura”. El mismo fin opera como trasfondo de la argumentación de Koch y Oesterreicher. Tradicionalmente, en efecto, es entendida dicotómicamente la relación entre “oralidad” y “escritura”, por cuanto ambas se conciben en términos de medios. Oralidad y escritura son consideradas como diferentes medios de expresión. Se trata, en otras palabras,

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Cf. W olfgang Raible (ed.) (1998): Medienwechsel. Erträge aus zwölf Jahren Forschung zum Thema ‘Mündlichkeit und Schriftlichkeit’. Tübingen: Gunter Narr [ScriptOralia, 113].

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del viejo esquema de aprehender filosóficamente el lenguaje: la “fonè” (la voz) no es sino expresión del pensamiento; la escritura, expresión del habla. La diferenciación entre oralidad y escritura en cuanto medios se circunscribe a su carácter de medios. La diferencia entonces es insuperable, dicotómica: o bien estoy hablando, o bien escribiendo. En el primer caso, dependo del factor del tiempo; en el segundo, del espacio. Al hablar dependo del tiempo como linealidad; puedo repetir lo dicho, cambiar la expresión, pero lo que he dicho una vez, lo he dicho para siempre, definitivamente. La improvisación, la espontaneidad son, por eso, esenciales al habla. La escritura, en cambio, me permite volver sobre lo escrito, corregirlo —infinitamente si quiero. La escritura es, pues, sinónimo de orden, de lógica, de perfección y armonía. Mientras el habla se considera como expresión del alma, de la persona y de sus sentimientos, la escritura pasa por ser la expresión adecuada del espíritu. Es el medio, el instrumento lógico por excelencia. Hasta ahí la vieja dicotomía. Sin embargo, el esquema es insuficiente, dicen los autores. Lo es frente a los resultados de la nueva teoría “pragmática” del lenguaje, pero también frente a la teoría de la comunicación. Para la pragmática, el lenguaje es ante todo un acto social. Sirve para la comunicación, para formas muy diferentes de ella. Los actos de comunicación son intencionales, vale decir, dirigidos por intenciones específicas de comunicación. Éstas, por su parte, dependen de ciertas situaciones de comunicación socialmente codificadas. Un ejemplo: el presente texto podría ser una conferencia que se presenta en el Brasil: Yo, profesor alemán, estoy hablando aquí y ahora, en Río de Janeiro, delante de un público brasileño, con el fin de explicarle cosas complicadas que otras personas, otros profesores alemanes, al otro lado del globo, han pensado y escrito hace varios años… Ahora bien, estoy hablándole, “oralmente”, claro está, pero tengo un manuscrito, bien redactado, bien pensado, que me ayuda a darme a entender. Es un discurso, pues, escrito, pero al mismo tiempo hablado, porque estoy lejos de servirme de él “servilmente”. Para caracterizar correctamente este discurso, no bastan así las categorías del mero “medio”. Sería más correcto caracterizarlo de “inter-medio”. Es un discurso entre los dos medios principales que son la escritura y la oralidad. Si, dado el caso, los eventuales estudiantes brasileños que escuchan mi discurso lo comparan con el de otros profesores que ellos conocen — “cariocas”, por supuesto— , ciertamente que van a percatarse de las diferencias: el mío estará más cerca del modelo de la “escrituralidad”; el de sus propios profesores, en cambio, más cerca del de la “oralidad”…

Cerramos el paréntesis. Como resulta evidente en el ejemplo, para una explicación adecuada se precisa de otra categoría. El término con que Koch/Oesterreicher la designan —acuñado en otro contexto— es el de “concepción”. Cada acto de comunicación, dicen ellos, está caracterizado,

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primero, por la elección de un medio; segundo, por la elección de cierta concepción, o sea, de una intención de comunicación, que corresponde a la situación en que el emisor del mensaje cree encontrarse. Intervienen siempre estos dos parámetros cuando está en juego un problema de “oralidad” y “escritura”. Veamos el siguiente esquema:

medio A/ “habla”

A’B

concepción B/“distancia”

B’/ “proximidad”

A’B A’/ “escritura” He aquí el eje de la argumentación. Es cierto que la dicotomía ha sido superada, en parte por lo menos: o bien me decido a hablar o bien a escribir. En cuanto al factor medio, la dicotomía se mantiene. En lo que se refiere al factor concepción, sin embargo, la dicotomía se encuentra reemplazada por toda una escala de posibilidades: claro que siempre puedo hablar con el fin de realizar un gesto de proximidad. De la misma manera, es indudable que escribir equivale normalmente al gesto comunicativo de la distancia.4 Por otra parte, también es posible que yo hable como si estuviera escribiendo, o bien, que escriba como si estuviera hablando. Se trata, formalmente hablando, de dos extremos. De ser lícito denominarlos, con Koch/Oesterreicher, “inmedia4

Se sugiere, por parte de los autores, que éstas, en cierta medida, equivaldrían a las concepciones “naturales” de los respectivos medios. Por eso, a veces, nos encontramos con el término “lenguaje de la inmediatez” (como equivalente de oralidad), o bien, “lenguaje de la distancia” (como equivalente de escrituralidad).

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tez” y “distancia”, resulta de igual modo cierto que esta doble concepción del lenguaje se encuentra realizada, una vez, por la “oralidad”; otra, en cambio, por la “escrituralidad”. Hasta ahí el modelo de los lingüistas Koch y Oesterreicher. No cabe duda de que éste, lingüísticamente hablando, constituye un gran paso adelante. No solamente permite superar la vieja dicotomía, sino que también posibilita una nueva apreciación de la escritura. Ella no es ya un mero instrumento al servicio del habla. Es un medio que tiene iguales derechos que el habla. De ahí que en el acto concreto de comunicación, el uno no funcione sin el otro. Veamos, para terminar, la manera cómo Paul Goetsch saca provecho del modelo de Koch/Oesterreicher para el análisis de textos literarios. Al principio de un artículo clave que nos interesa aquí, Goetsch se refiere a un estudio de Walter Ong. El término “oral residues” (Goetsch 1985: 203) es el que suscita su atención. En 1971, en un artículo de aquel entonces, Ong ya había mencionado el fenómeno “oral residues”, en este caso, las huellas de oralidad primaria en la retórica del Renacimiento. Goetsch adopta el término; opina, eso sí, que tales huellas no sólo se encuentran en textos del Renacimiento, sino también en autores y textos más modernos. Hace observar, empero, que tales elementos —los “oral residues”— no están conectados necesariamente con una supuesta “oralidad primaria”. En realidad pueden ser simplemente “fingidos”; son productos, pues, de la “narrativa de culturas letradas desarrolladas”. Al hablar de “culturas desarrolladas”, Goetsch se distancia explícitamente de la concepción estrechamente etnológica de la oralidad según Ong, para el cual esta última estaba ligada a un estado de desarrollo de las llamadas culturas primitivas, es decir, de aquellas que desconocen la escritura. El mérito del modelo de Goetsch consiste, pues, en desconectar la oralidad —por así decirlo— del “fantasma del origen”. Desde este punto de vista, resulta indudable que el término “oral literature” pierde una parte de lo paradójico que tiene en la perspectiva de Walter Ong. Es menester, con todo, comentar otro elemento del modelo para entender mejor el fondo de la argumentación. Goetsch es anglista. Cuando habla de “oralidad fingida”, lo que está detrás del atributo es la palabra “ficción”, en inglés “fiction”. Fiction-Literature, en inglés, es simplemente un sinónimo para “narrativa”, sobre todo para la narrativa de tradición realista. Hablar, pues, de “oralidad fingida” no significa necesariamente que se trate de una oralidad “inventada, “imaginada”, “irreal”. Significa tan sólo que se trata de una oralidad que ha sido transformada en objeto de representación, de

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mímesis, al igual que otros muchos e innumerables objetos de la realidad que aparecen en la literatura. Es verdad que en tal sentido no hay representación de la oralidad sino dentro de un contexto de valores. He aquí el tercer elemento esencial en el modelo de Goetsch: la representación de la oralidad en el texto literario siempre va unida con una valoración de la misma. Así, el uso estilístico del registro de la oralidad en la literatura realista puede connotar toda una serie de valores, tales como identidad, autoctonía, tradición, intimidad, destino común, etc. La oralidad fingida es, entonces, para los autores realistas, un elemento constitutivo de una estrategia de comunicación. En una palabra, la oralidad fingida, según Goetsch, es sobre todo un elemento retórico. De ahí también la significación del modelo de Koch/Oesterreicher para Goetsch. Hemos visto que el término de comunicación está en el centro del modelo de los dos lingüistas. Ahora, los autores realistas se comportan, según Goetsch, como los hablantes (o informantes) de la lingüística moderna: hacen uso del medio del “habla” o de la “escritura” conforme a sus respectivas intenciones, o sea —en palabras de Koch/Oesterreicher—, a sus respectivas “concepciones”. La oralidad fingida —concluye Goetsch— pertenece al conjunto de los procedimientos estéticos con los cuales las narraciones escritas ejercen una influencia sobre el lector. Podemos afirmar entonces que no se trata sino de un aspecto, pues, de la retórica general del texto fingido, en el sentido de The Rhetoric of Fiction de Wayne C. Booth, o en otro contexto, de la estética de la recepción en el sentido de Wolfgang Iser. El análisis de la misma nos permite sacar conclusiones dignas de interés sobre el valor de ambas —tanto de la “oralidad” como de la “escrituralidad”— en el contexto de las culturas letradas desarrolladas. Quisiéramos terminar con dos observaciones: Primero: el mérito del modelo de Goetsch no puede ser puesto en duda. Consiste —ya lo hemos dicho— en haber liberado el problema de la oralidad literaria del “fantasma del origen”. Así, la oralidad en la literatura debe ser considerada en términos de un producto estético-literario. Es un producto de las “culturas letradas” y no de una supuesta “primary orality”. Segundo: hay también un aspecto problemático del modelo. Nos parece cuestionable su adhesión a la tradición de la retórica y del realismo, lo cual se explica en gran parte por el hecho de haber adaptado sumariamente las premisas del modelo lingüístico de Koch/Oesterreicher. Lo que escapa así al modelo de la “oralidad fingida” es el aspecto creativo de la literatura. Vamos

El marco teórico

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a ver, a lo largo de los capítulos que siguen, que la oralidad literaria, lejos de reflejar sólo y exclusivamente una realidad lingüística ya existente es, a veces, “fingida” hasta el extremo de crear una realidad lingüística propia y autónoma que a su vez influye no solamente en la conciencia lingüística de la comunidad, sino aun en esa conciencia profunda —a veces, difusa y artificial— que se suele llamar identidad nacional.

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Capítulo 2:

“Oralidad y escrituralidad”: aspectos específicos de la temática para Latinoamérica Entre los aspectos generales de la temática que acabamos de tratar en el primer capítulo, y el aspecto específico que nos ocupará a partir del capítulo siguiente —es decir, la función de la oralidad en la literatura argentina—, hay todavía un nivel intermedio del que vamos a ocuparnos ahora, a saber, el problema de “oralidad y escrituralidad” tal como se plantea en términos de una problemática general de la cultura latinoamericana. Pues bien, la cuestión clásica que al respecto se plantea es la de la supuesta otredad de la cultura latinoamericana y sus relaciones con la problemática de la oralidad y la escrituralidad. Vamos a ocuparnos de ello a guisa de introducción. A continuación, revisaremos dos modelos representativos para el análisis de la oralidad en la literatura latinoamericana: los trabajos del Martin Lienhard y de Carlos Pacheco. 1. “La cuestión del otro” y las premisas de Todorov Veamos antes que nada cómo han sido planteadas las relaciones entre la supuesta otredad de la cultura latinoamericana y el tema de “oralidad y escrituralidad”. El fondo del asunto ya se ha tocado al hablar de Walter Ong. Es cierto —se había dicho— que existe una especie de opinio communis creada por la etnología de que las culturas autóctonas de América, al momento de la conquista, eran en su mayoría culturas desprovistas de escritura, culturas, pues, caracterizadas —según la nomenclatura de Ong— por la “oralidad primaria”. De ahí que sea preciso considerarlas —por supuesto desde una perspectiva de la cultura letrada— bajo la óptica de la otredad. Éste es el argumento decisivo a examinar. Como se aprecia en lo que sigue, el tema vuelve a aparecer en especialistas tan disímiles como el semiótico francés Tvzetan Todorov y el peruanista suizo Martin Lienhard. Sin duda alguna estamos frente a una premisa. Según el diccionario VOX, “premisa” es “una proposición probada anteriormente o dada como cierta, que sirve de base a un argumento”. En otras palabras, las premisas son proposiciones que ya no necesitan ser probadas porque se dan por evidentes. Es más, ellas soportan toda la argumentación. En cierta medida, las premisas son más importantes que la misma argumentación,

Aspectos específicos para Latinoamérica

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puesto que de ellas pueden derivarse aun conclusiones contrarias. Es por eso que escojemos a Todorov y a Lienhard. Claramente estamos, en uno y otro caso, ante una apreciación casi opuesta de la función de la oralidad: mientras para Todorov la falta de escritura alfabética es el factor clave para explicar la derrota de las culturas indígenas ante el asalto de la cultura invasora de los españoles, para Lienhard, por el contrario, la evidente fuerza y vitalidad de estas culturas —el hecho de haber sobrevivido, a pesar de la conquista, hasta hoy día— se debe justamente a su carácter oral. Así pues, primero examinaremos La conquête de l’Amérique. La question de l’autre de Tvzetan Todorov. Se trata de un interesante libro, constantemente discutido desde su aparición en 1982. El autor de estas líneas, por su parte, ya se ha ocupado de él en dos ocasiones: en una, cuando se plantea, en su Introducción a los estudios latinoamericanos, el problema de la historia latinoamericana en general; en la otra, cuando, en el mismo libro, se habla de la institución de la Iglesia.5 También en el contexto del presente estudio resulta de sumo interés la obra de Todorov. En efecto, la cuestión del otro no constituye un tema más entre muchos posibles, sino la cuestión clave de la conquista, el interrogante principal que ésta nos plantea. No cabe duda de que la conquista de América —según Todorov— es el acontecimiento más importante en la historia europea, porque los europeos, gracias a ella, llegan al conocimiento de la totalidad de aquello que, hasta entonces, sólo había sido una parte. El concepto de totalidad tiene dos aspectos: uno geográfico y otro cultural: la conquista de América es el primer e indispensable paso hacia una situación que hoy en día se discute bajo el título de “globalización”, la cual no es otra cosa —quiéranlo o no sus defensores6— que la propagación a escala universal de los valores de la cultura europea. En este sentido, la experiencia de la totalidad tiene una consecuencia tan imprevista como necesaria: siendo precisamente experiencia de la totalidad, llega a serlo también de sus propios límites —experiencia, pues, del otro (de sí mismo). Según Todorov, tres son los aspectos de la otredad. Primero, el objetivo: ¿cómo determinar la otredad en sí misma? ¿En qué consiste la diferencia específica entre la cultura europea y esa cultura diferente a que deben

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W alter Bruno Berg (1995): Lateinamerika: Literatur ! Geschichte ! Kultur; eine Einführung. Darmstadt: W issenschaftliche Buchgesellschaft, pp. 30-36 y 102-106. Cf. Sergio Paulo Rouanet (1999): “América Latina entre a globalização e a universalização” en: Berg, W alter Bruno; Michael, Joachim; Schäffauer, Markus Klaus (eds.): As Américas do Sul. Brasil no contexto latino-americano. Tübingen: Niemeyer (en prensa).

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enfrentarse los conquistadores? Segundo, el aspecto histórico: ¿cuál fue el papel desempeñado por la otredad en el proceso histórico de la conquista? Tercero, la dimensión ética: ¿cuál es o debe ser nuestra actitud hoy en día frente a los acontecimientos de la conquista, o sea, frente a esa experiencia de la otredad implícita en ellos? La respuesta de Todorov parte de una tipología de la comunicación: “los indios favorecen el intercambio con el mundo, los europeos, el intercambio con los seres humanos” (Todorov 21989: 262; cit. por Schäffauer 1998: 69). La tipología le sirve al citado autor no sólo para diferenciar las dos culturas, sino también para explicar las razones de la victoria de los últimos sobre los primeros, basada ella, en última instancia, en un comportamiento diferente respecto del Otro: mientras los españoles, gracias al principio de la “comunicación interhumana”, son capaces de entender al otro; el comportamiento de los indios —acostumbrados dentro de su propia cultura a la “comunicación con el mundo”— manifiesta una ausencia casi completa de tal capacidad. Parece que para los indios, los españoles son meras figuras dentro del universo de sus propias creencias. Cautivos de sus mitos se muestran incapaces de entender la estrategia de los conquistadores. Ahora bien, según Todorov hay una indicio casi infalible que explica esta capacidad —o más bien, incapacidad— para entender al Otro, a saber, el conocimiento de la escritura fonética. Es indudable que la escritura constituye un instrumento que a veces se transforma en arma. Su eficacia consiste precisamente en que posibilita el análisis, el distanciamiento y la desmitificación. Es así que a los conquistadores la escritura les ha ayudado a vencer; a los indios, por su parte, en la medida justamente en que tenían un conocimiento, aunque rudimentario, de la escritura, les ha ayudado a resistir. Este último, por dar un ejemplo, es el caso de los mayas, que han resistido durante largo tiempo a los invasores, mientras que el imperio de los incas, en cuya cultura la escritura fonética era desconocida, sucumbió al primer asalto. No se debe, sin embargo, pasar por alto el aspecto principal del libro. Al distanciarse de todo objetivismo historicista, Todorov pretende, antes bien, unir la tarea del historiógrafo con la del “moralista”.7 El libro, concebido

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“J’ai choisi de raconter une histoire. Plus proche du mythe que de l’argumentation, elle s’en distingue cependant sur deux plans: d’abord parce que c’est une histoire vraie (ce que le mythe pouvait mais ne devait pas être), ensuite parce que mon intérêt principal est moins celui d’un historien que d’un moraliste; c’est le présent qui m’importe plus que le passé. A la question: comment se comporter à l’égard d’autrui? je ne trouve pas moyen de répondre autrement qu’en racontant une histoire exemplaire (ce sera le genre choisi), une

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como una tentativa autocrítica frente a los estragos históricos del eurocentrismo, se presenta como una reflexión crítica sobre las causas del llamado “genocidio” perpetrado con los indios —el más grande en la historia, subraya Todorov—, es decir, el hecho de que la población indígena, a consecuencia de la conquista, fuera literalmente diezmada (de 10 millones bajó a un millón hacia el año 1600). Aunque es bien sabido que estas escandalosas cifras no se deben sólo a la crueldad de los conquistadores, sino también a causas “naturales” como enfermedades y epidemias (vgl. Reinhard 1992), no cabe duda de que, para Todorov, la culpa principal no recae sobre los microbios, sino, más bien, sobre los humanos: Los españoles, en efecto, llevaron a cabo la obra de la conquista en virtud de su capacidad para entender al otro; en virtud justamente de ese saber que habían adquirido del funcionamiento de la cultura ajena, sirviéndose de lo cual realizaron sus propios fines estratégicos. Es, pues, un hecho indubitable que el conocimiento de la escritura fonética —ya lo hemos visto— se convierte en un elemento decisivo de esta capacidad, que no tiene equivalente en las culturas autóctonas. Pues bien, en relación al texto que comentamos hay que señalar que el doble propósito que mueve al autor, esto es, por una parte, la reconstrucción del nivel fáctico de la historia, y por otra, una referencia concomitante al comportamiento ético de sus actores, lo ponen en un dilema, de tal manera que Todorov se ve obligado a constatar un irremediable desnivel entre los mencionados mundos —pese a su postulado de la igualdad de las culturas como consecuencia de su otredad—. Si de hecho hay que admitir la superioridad real de los conquistadores, no es menos cierto que esta jerarquización no cuenta para nada en el nivel ético de los valores: Para hablar de las formas y de las especies de comunicación, me coloqué primero en una perspectiva tipológica: los indios favorecen el intercambio con el mundo, los europeos, el intercambio con los seres humanos; ninguno de los dos es intrínsecamente superior al otro, y siempre necesitamos los dos a la vez; si ganamos en un plano, perdemos necesariamente en el otro. Pero al mismo tiempo, fui llevado a comprobar una evolución en la “tecnología” del simbolismo; para simplificar, esta evolución se puede reducir a la aparición de la escritura. Ahora bien, [… ] ¿Habrá también una evolución entre la comunicación con el mundo y la comunicación entre los hombres? En términos más generales, si es que hay evolución, ¿no vuelve a encontrar el concepto de barbarie un sentido no relativo? (Todorov 21989: 264 [= Todorov 1982: 255s.]; cit. por Schäffauer 1998: 73)

histoire donc ausssi vraie que possible mais dont j’essaierai de ne jamais perdre de vue ce que les exégètes de la Bible appelaient le sens tropologique, ou moral” (Todorov 1982: 11s.).

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Todorov llega, de este modo, a una aporía, vale decir, a dos proposiciones que, referiéndose al mismo objeto, no pueden sino contradecirse mutuamente: una, según la cual la escritura parece ser un avance categórico en el plano de una supuesta “tecnología del simbolismo”; otra, según la cual este avance es puesto en duda, al considerarse que la “comunicación interhumana” que lo acompaña sólo es posible a costa de la “comunicación con el mundo”, o sea, que lo que se gana en un plano se pierde en el otro. A todas luces, este esfuerzo de Todorov es respetable. Desgraciadamente, sin embargo, su argumentación está basada en la vieja y fatal dicotomía entre una cultura agresiva, vencedora, poseedora de la “tecnología” de la escritura, y una cultura pacífica, desprovista de tales medios y, por lo mismo, vencida. En cuanto al asunto que aquí nos ocupa —la función de la oralidad en la literatura latinoamericana— la argumentación no aporta nada nuevo. Sólo confirma el modelo tradicional (y logocéntrico) de la escritura (fonética).8 Encontraremos la misma premisa en el concepto de “etnoficción” del especialista suizo en culturas andinas Martin Lienhard, concepto del cual ahora nos ocuparemos. 2. El concepto de la “etnoficción” de Martin Lienhard 2.1. El esquema de la argumentación Martin Lienhard es considerado uno de los mejores especialistas en el campo de la “oralidad literaria” en Latinoamérica. Ya su tesis doctoral, publicada en 1981 —Cultura popular andina y forma novelesca. Zorros y danzantes en la última novela de J.M. Arguedas—, contiene todos los gérmenes del futuro modelo de “etnoficción”. En forma sistematizada éste vuelve a ser presentado en La voz y su huella, una de sus últimas publicaciones. Sin falsa modestia, el subtítulo de la obra —Escritura y conflicto étnico-cultural en América Latina 1492-1988— indica una intención: que se está ante una “suma”, ante la “conclusión” de un debate que tiene 500 años. La tesis principal tal como ya es ampliamente desarrollada en la primera parte del libro puede resumirse en tres puntos: 1. La conquista de América tuvo dos aspectos: uno militar, otro cultural. El resultado fue la formación de la sociedad colonial, cuya estructura estaba constituida en lo esencial por dos clases: una minoría dominante, caracterizada, a nivel de lengua, de costumbres y de religión por las tradiciones de la cultura europea; y una mayoría dominada, donde

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Nos hemos detenido más largamente en este aspecto en otro artículo; véase Berg 1998.

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prevalecían las tradiciones de la cultura autóctona. Ahora bien, esta configuración “colonial” no desapareció, según Lienhard, con la independencia, sino que persiste hasta hoy. 2. El instrumento más eficaz en el proceso de implantación de los principios y valores europeos fue la escritura. Vale decir, un instrumento de poder por excelencia. La cultura autóctona, marcada por la oralidad, no tuvo nada que oponerle. Por eso, se transformó en cultura de los vencidos, de los conquistados, de los oprimidos; características que también se mantienen hasta hoy. 3. Los vencedores hicieron todo lo posible por discriminar y exterminar la cultura oral de los vencidos. Claro que si de hecho consiguieron mantener su propio predominio hasta hoy, no por eso consiguieron que la cultura oral desapareciese por completo. Ésta, más bien, ha dejado “huellas” en el medio que es por excelencia el medio de la cultura de los vencedores, esto es, en la literatura. Es precisamente esta voz de la cultura oral que el libro se propone hacer escuchar.

2.2. Oralidad y escritura según Lienhard Veamos con mayor detenimiento la argumentación clave, es decir, la distinción entre “cultura oral” y “cultura dueña de la escritura”. En efecto, según el autor, las culturas precolombinas conocieron la escritura. No fueron, por consiguiente, “culturas desprovistas de escritura” como se ha afirmado desde Garcilaso “Inca” de la Vega hasta Claude Lévi-Strauss. Para examinar el tipo de escritura de que disponían, Lienhard se refiere a los llamados quipus usados por los incas así como a los famosos códices de las culturas centroamericanas. Nos parece, sin embargo, que en lo que se refiere a los quipus, la presentación es decepcionante, por cuanto Lienhard no hace, en el fondo, sino confirmar las informaciones “standard”, a saber, que los quipus son meros instrumentos “mnemotécnicos” destinados al cálculo, para almacenar datos concernientes a la administración, al abastecimiento, a los tributos, etc. Si no deja de ser cierto que constituyen instrumentos bastante precisos en cuanto a la transmisión de informaciones cuantitativas, carecen en cambio de precisión cuando se trata de trasmitir informaciones determinadas por el factor tiempo, como sucede en el caso de las genealogías, en donde necesitan ser comentados, apoyados por la “memoria oral” (Lienhard 31992: 34). El juicio de Lienhard sobre los códices de los mayas y de los aztecas no es muy diferente. También la función de los llamados “libros” aztecas —por ejemplo la larga lista de libros presentada por Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, el historiógrafo de la ciudad de Tezcoco y del rey Nezahualcóyotl— debe ser clasificada, de acuerdo a Lienhard, según las mismas categorías que antes

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habían sido empleadas para caracterizar los quipus: “historia, guerra, tributos, gobierno, tierras, cuentas de negocios, ceremonias, leyes” (Lienhard 31992: 35). Así pues, los “libros” mexicanos no fueron otra cosa que instrumentos mnemotécnicos, cuyo manejo estaba al servicio de una memoria social que operaba, en el fondo, según las leyes de la oralidad. Por eso, Lienhard llega a la conclusión de que: Con la relativa excepción de la incipiente escritura fonética de los mayas, todos estos sistemas tienden no a transcribir discursos verbales, sino a plasmar el mundo cósmico, natural y social en cuadros o listas. No previstos, contrariamente al alfabeto, para fomentar una práctica escritural discursiva, ellos auspician una práctica esencialmente “conservadora”. Los documentos plásticos o gráficos no transcriben el movimiento de la inteligencia discursiva del hombre, sino que ofrecen, bajo forma sintética, el resultado de sus observaciones, reflexiones y medidas. La dinámica del discurso humano, y este punto nos parece decisivo, se desarrolla bajo el signo de la oralidad. [… ] Las escrituras americanas sirven, ante todo, para almacenar datos, para fijar una visión del mundo ya consagrada, para archivar las prácticas y representaciones de la sociedad. No les incumbe, o sólo en una medida reducida, explorar o planificar el porvenir, jugar (filosofar) con las representaciones: estas prácticas se realizan en la esfera oral. (Lienhard 31992: 37s.)

2.3. El concepto de “etnoficción” Esta argumentación acerca de la oralidad es de capital importancia para el concepto que está en el centro del libro, el de etnoficción. Ésta debe ser entendida, dice Lienhard, como subgénero de la etnohistoria, de modo que su objeto han de ser aquellas subsociedades “orales”, dominadas u oprimidas, desde la época de la conquista, por la cultura “oficial” de los conquistadores europeos, que es, claro está, una cultura “letrada”. Se trata, empero, de una dominación parcial, puesto que estas subsociedades no sólo siguen existiendo como tales —es decir, manteniendo formas de vida propia, heredadas desde tiempos “precolombinos”—, sino que además han aprendido a servirse de la cultura de los opresores en favor justamente de la conservación de su propia cultura. En efecto, “por momentos, […] estas subsociedades —o, más exactamente, sus representantes o portavoces letrados más o menos legítimos— se sirven de la escritura europea para expresar una “visión” alternativa” (Lienhard 31992: 14). La “etnoficción”, por tanto, no es otra cosa que una literatura concebida como instrumento historiográfico para “otra historia”, justamente la de estas culturas orales destruidas u oprimidas por la cultura letrada de los conquistadores:

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El conocimiento de la “otra historia” permite y exige, ahora, la elaboración de “otra historia” de la literatura latinoamericana, una historia que tendrá que relativizar la importancia de la literatura europeizada o criolla, aquilatar la riqueza de las literaturas orales y revelar o subrayar la existencia de otra literatura escrita, vinculada a los sectores marginados. Esta “literatura escrita alternativa” es la que constituye el objeto principal del presente libro. (Lienhard 31992: 15)

2.4. Más allá del dilema de la “etnoficción”: el mestizaje cultural Si se toma en consideración la problemática general de la cuestión que nos ocupa (véase capítulo 1), se advierte fácilmente que el modelo de “etnoficción” tampoco escapa al dilema general que habíamos visto planteado al discutir el ensayo de Walter Ong. Podemos resumirlo en tres puntos: 1°

Se parte de la base de que las culturas precolombinas son culturas desprovistas de “escritura”. A su vez, la escritura (fonética), en las manos de los europeos, resulta un instrumento de dominación y de opresión. Al mismo tiempo, sin embargo, resulta ser también un factor dinámico. Porque, en efecto, es portador del pensamiento “discursivo”, vale decir, es el motor del progreso y del desarrollo social.



Hay asimismo una dinámica propia de las sociedades indígenas. Ella, sin embargo, no se manifiesta en el plano de la “escrituralidad”, sino en el de la “oralidad”. Si las sociedades precolombinas han sabido sobrevivir al asalto de los europeos (en forma de sub-sociedades), lo han podido hacer gracias a la “dinámica” de su cultura oral.



He aquí la paradoja: estas subsociedades se han apropiado aún del medio de la escritura (europea). No sólo se sirven de ella, sino que lo hacen en un sentido muy especial: para los representantes de las subsociedades marginadas, la escritura se convierte en el medio por excelencia, capaz de expresar la dinámica propia de estas subsociedades, lo cual antes le incumbió expresar, dentro del contexto “propio” de estas sociedades, exclusivamente al medio de la oralidad.

Es indudable que la argumentación de Lienhard funciona dentro de un campo restringido de oposiciones: “dinámica” se opone a “tradición” (o “archivo”); “oralidad” a “escritura”. Al pasar, pues, de una cultura a otra —de la oral a la letrada, o vice versa—, el cambio que se opera no se refiere al sistema mismo de las oposiciones, sino a la distribución de los valores que lo constituyen. Véase al respecto el siguiente esquema:

cultura europea

valor positivo: “dinámica”; “discurso”

valor negativo: “práctica conservadora”

escritura

oralidad

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cultura indígena subsociedades con escritura

oralidad

escritura “literatura oral” (por ej. “indigenismo”)

Del mismo modo, es evidente que la paradoja a que nos referimos sólo existe cuando suponemos —siguiendo a Walter Ong— que la cultura oral constituye un mundo autónomo, cerrado en sí mismo; un mundo, por tanto, con una mentalidad propia, impenetrable para la mentalidad del mundo de la escritura. En efecto, metodológicamente hablando, el problema que se le plantea a Lienhard es muy semejante al que vimos al hablar de Ong: en ambos casos se busca un nivel empírico que permita hablar de la cultura oral; una realidad, así, que se supone escapa justamente a las categorías epistemológicas del mundo de la escritura en que vive el investigador. En los dos casos, sin embargo, este nivel empírico se presenta paradójicamente como un conjunto de textos escritos —la épica de Homero, por una parte; la etnoficción americana, por la otra— los que, entremezclados con “huellas” de una oralidad primaria, permiten percibir la “voz” de los sujetos que originalmente se manifestaron a través de ella. Lo que llama la atención en estas interpretaciones es el hecho de que tanto Ong como Lienhard parecen haberse olvidado del principio fundamental que había sentado Ong en su ensayo, vale decir, el hecho de que ambos medios —tanto la oralidad como la escrituralidad—, además de ser meros “medios”, han de ser considerados como portavoces de un mundo propio, inalcanzable para el otro. Si de hecho la cultura oral se sirve de la escritura, se ve necesariamente “contaminada” por ésta. Encontramos justamente en José María Arguedas, el autor del cual Lienhard se ha ocupado con profusión, la contraprueba de esta desestimación de la escritura. Se trata de la experiencia —manifestada por ejemplo en la novela Los ríos profundos— de que el medio de la escritura, lejos de ser un medio neutro, o bien, “inocente”, desempeña un papel activo en esta transición o mezcla, esto es, en este “mestizaje” entre dos culturas, lo cual es precisamente el objeto de la literatura de Arguedas. La mera existencia de la literatura, de la “etnoficción” es ya un signo evidente de una pérdida irrecuperable del estado de inocencia de la supuesta “oralidad primaria”. La literatura viene a ser, por consiguiente, un producto del mestizaje cultural. Y este hecho resulta fundamental para cualquier acercamiento al problema de la cultura latinoamericana. En efecto, el así llamado mestizaje cultural, uno de los emblemas de la cultura latinoamericana, tiene una precisa significación, a

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saber, entre otras cosas, la de la transición desde una cultura oral hacia una cultura definitivamente “escritural”. 3. Carlos Pacheco: La comarca oral 3.1. El campo de estudio Para terminar veamos un tercer ejemplo representativo del acercamiento al problema general de la oralidad en la literatura latinoamericana. Se trata del ensayo del venezolano Carlos Pacheco La comarca oral, una de las más recientes publicaciones sobre el tema. Lo que nos interesa del trabajo es principalmente el punto de vista metodológico. Según nuestro criterio, el libro no aporta nada esencialmente nuevo, sin embargo el conjunto no deja de ser interesante. La obra, en efecto, se articula en dos partes: una primera de orientación metodológica (capítulos 1 y 2); y una segunda (capítulos 3 al 5) formada por tres estudios independientes, uno sobre el mexicano Juan Rulfo, otro sobre el brasileño João Guimarães Rosa y un tercero sobre el autor paraguayo Augusto Roa Bastos. Aquí nos interesa en especial la primera parte. Llama la atención, ante todo, el título de la obra: La comarca oral. La ficcionalización de la oralidad cultural en la narrativa latinoamericana contemporánea. Este título es ampliamente discutido en la Introducción. El punto de referencia, declara Pacheco, es un famoso estudio de Ángel Rama, La ciudad letrada (de 1984). La comarca oral, en cierta medida, va a presentar un complemento al estudio de Rama: mientras éste se interesa por los centros urbanos que se formaron en Latinoamérica durante la Colonia —focos de irradiación de la cultura hegemónica, escritural y cosmopolita—, Pacheco se interesa por el reverso de la medalla, es decir, por aquellas “comarcas” donde se han mantenido restos, “huellas” de las culturas autóctonas, de carácter esencialmente “oral”. Estas comarcas orales son caracterizadas por “tendencias culturales de carácter popular9 y tradicional” (Pacheco 1992: 17). Su interés histórico consiste en que constituyen “un bastión de resistencia cultural” (ibid.). Agrega que constituyen un indicio de: la progresiva emergencia, en la conciencia occidental y letrada, del fantasma (¡imprescindible!) del Otro, del subalterno (o sub/alterno), sobre cuya posibilidad de

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Véase el doble sentido del concepto de “cultura popular”: descriptivo por un lado; valorativo por el otro. Pacheco conoce las dos acepciones (cf. Pacheco 1992: 15, nota 4; 1992: 19, nota 9). La fórmula “bastión de resistencia cultural” demuestra, en todo caso, que utiliza sobre todo la segunda acepción.

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hablar (y pensar, de imaginar, de actuar y de organizar el mundo), en lugar de ser pasivo objeto de representación, parece aún necesario interrogarse. (Pacheco 1992: 54)

Pues bien, la “comarca” tiene tres de estos “bastiones”, es decir, tres modos diferentes de presencia del otro cultural en la literatura: 1° Literatura testimonial: El único ejemplo de prestigio al que se refiere Pacheco es la famosa novela del cubano Miguel Barnet Biografía de un cimarrón, un texto elaborado en base a documentos “auténticos” desde el punto de vista autobiográfico, tales como grabaciones magnetofónicas. 2° Literatura indigenista: El verdadero punto de interés de esta literatura es de índole cultural. Se trata de una literatura caracterizada por la “apropiación y elaboración estética de elementos provenientes de fuentes míticas indígenas o africanas” (Pacheco 1992: 19). Se citan dos conocidos ejemplos: el caso de Miguel Ángel Asturias y el de José María Arguedas. 3° Literatura nacida en situación de diglosia: Estamos ante un caso que tiene mucho en común con la categoría anterior. Su interés especial, sin embargo, arranca de un problema lingüístico característico para muchos países de Latinoamérica: el fenómeno de la diglosia. Dice Pacheco que se trata de una literatura que procede del: estudio de las diversas soluciones aportadas por algunos escritores al problema del bilingüismo y la diglosia en sus respectivas áreas socioculturales, donde una lengua de origen europeo compite con una lengua autóctona que puede mantener un alto grado de vigencia en su funcionamiento social. (Pacheco 1992: 20)

Los ejemplos representativos que se citan son —una vez más— la obra del peruano Arguedas y, sobre todo, la del paraguayo Roa Bastos, autor al que se le dedica además uno de los capítulos de la segunda parte del libro. 3.2. Cuestiones metodológicas El primer capítulo del texto de Pacheco, titulado “Hacia una teoría de la oralidad” trata de una serie de autores que en parte ya conocemos, entre otros Walter Ong, Martin Lienhard y Jacques Derrida. Podemos limitarnos, pues, a algunas observaciones de tipo general. Pacheco parece deberle a Walter Ong el interés por el fenómeno principal, es decir, por el hecho de la existencia de una “diferencia cualitativa” entre

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culturas orales y aquellas que practican la escritura. El autor subraya que, sin embargo, hay un peligro inherente a la argumentación de Ong. Se trata del peligro de un “prejuicio letrado”, consistente en la equiparación entre “culturas sin escritura” con culturas “iletradas”, “analfabetas” y “ágrafas”, o sea, en una valoración negativa de las culturas orales desde la perspectiva del “etnocentrismo occidental moderno” (Pacheco 1992: 28). El argumento es del mayor interés, porque no solamente vuelve a plantear la pregunta por la existencia, en las culturas “orales” precolombinas, de prácticas escriturales diferentes del tradicional modelo fonético de escritura occidental, sino que, además, pone en tela de juicio la valoración inherente al modelo escritural de Occidente. Ya hemos tocado dicho punto más arriba al revisar el concepto de etnoficción en Lienhard. Pronto se descubre, empero, que Pacheco está lejos de darse cuenta del verdadero alcance de su pregunta: para contestarla se sirve de la argumentación del propio Lienhard. Adopta, sin examinar, su caracterización de las prácticas escriturales precolombinas como “prácticas” esencialmente “conservadoras”. El resultado de tal modo de argumentar es previsible. Valiéndose de la caracterización de las escrituras precolombinas como conservadoras, Pacheco puede referirse ahora “sin reservas” al modelo de Ong: en efecto, las sociedades precolombinas a la hora de la conquista eran culturas auténticamente orales; para ellas la introducción del sistema alfabético significó un paso cualitativo en su desarrollo. Este paso, fomentado por la formación de la “ciudad letrada”, no pudo impedir, sin embargo, que se formasen al mismo tiempo —o más bien: que quedasen— “comarcas orales”, vale decir, aquellas regiones donde “el código cultural predominante (seguía) siendo […] el oral” (Pacheco 1992: 37). Asimismo el segundo concepto clave de Pacheco —el de “ficcionalización”— carece de originalidad. Vuelve a repetir, aunque con menos precisión, lo ya expresado por Martin Lienhard y Paul Goetsch al referirse a la “oralidad fingida” o a su vez al modelo de la “etnoficción”. “Ficcionalización”, en los tres casos, no es sino una especie de dummy (en palabras de los lingüistas), por cuanto engloba significaciones tales como “medio”, “representación”, “signo”, “instrumento de conocimiento”, etc. Lo común a todas estas significaciones es la idea básica del “realismo”, es decir, la mímesis de una realidad concebida como algo preexistente al acto mismo de representación. Veamos por último la manera como el autor se ocupa de Jacques Derrida. Contrariamente a Lienhard, que decididamente se niega a adentrarse en el

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pensamiento deconstructivista,10 Pacheco sí parece interesarse en la figura de proa de esta corriente filosófica. Le dedica incluso un breve párrafo donde se refiere afirmativamente a un aspecto básico del pensamiento derridiano, esto es, al hecho de que el concepto de écriture (en el sentido del filósofo francés) se sitúa más allá de la dicotomía habitual entre “oralidad” y “escritura”. La conclusión que Pacheco saca de su lectura, no deja sin embargo de decepcionar. En vez de sacarlo de esquemas fijos y de sugerirle una actitud autocrítica, parece que el único efecto de esta lectura consiste en la afirmación de sus propias premisas: A la vez que puede aprovecharse la posición crítica derrideana con el fin de superar los riesgos de la idealización romántica de la oralidad, su teoría no es óbice en definitiva para reconocer la pertinencia y relevancia de la oralidad como rasgo central en la caracterización de determinadas sociedades y culturas, reconocimiento que resulta crucial dentro del enfoque de este trabajo. (Pacheco 1992: 46)

4. Nuevos enfoques Dentro del necesariamente restringido panorama de algunas teorías representativas de la oralidad literaria que hemos mencionado, destaca un trabajo que a su manera también es fruto del proyecto de investigación sobre el tema de “oralidad y escrituralidad” llevado a cabo en la universidad de Friburgo. Se trata de la tesis doctoral de Markus Klaus Schäffauer. Ya el título (algo pretencioso) de su trabajo —escritOralidad en la literatura argentina— alude a un argumento clave: por vez primera, hasta donde sepamos, se da pleno derecho de ciudadanía —por decirlo así— a la teoría de la “escritura” de Derrida dentro de un contexto dominado hasta hoy por la dicotomía “oralidad” y/o “escrituralidad”. Según Schäffauer, un análisis atento del fenómeno de la oralidad literaria en la Argentina no sólo permite superar la consagrada dicotomía, sino que es capaz de demostrar que la escrituralidad —suponiendo siempre que nos movamos dentro de esta práctica cultural llamada “literatura”— resulta ser incluso, por lo menos en la breve historia de la oralidad rioplatense, uno de los factores decisivos que han determinado a la primera.

10 Nos limitamos a citar el párrafo siguiente: “Poco operativo [… ] nos parece la concepción de una ‘archi-escritura’ formulada por el ‘grammatólogo’ Derrida: al incluir en ella, descartando el criterio de la notación, aun las operaciones de clasificación puramente mentales, se desvanece la posibilidad de distinguir las diferentes ‘escrituras’” (Lienhard 1992: 31s.).

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La tesis que, por nuestra parte, vamos a proponer será presentada a lo largo de los siguientes capítulos.

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Capítulo 3:

Modelos de oralidad en la literatura argentina 1. Contextos propios de la oralidad literaria en la Argentina 1.1. En busca de la identidad nacional Pasemos ahora a los problemas específicos de la oralidad en la literatura argentina. Por de pronto se presentan algunas reflexiones metodológicas de tipo general que nos sirven para acercarnos adecuadamente a la problemática que en este contexto se plantea. Más adelante, en el segundo apartado, se discuten problemas de “aplicación” del modelo propuesto al ámbito de la llamada literatura gauchesca, que es históricamente la primera fase de lo que, en los manuales de historia de la literatura, se da por llamar “literatura argentina”. A propósito de la literatura argentina, desde ya es posible descartar dos de los problemas fundamentales que surgen en el contexto de un estudio de la oralidad en general: el de la “oralidad primaria” y el de la “etnoficción”. En lo que se refiere al primero, es cierto —según Walter Ong— que la supuesta oralidad primaria no es sino una construcción (hipotética) en base a documentos escritos — el problema, por ejemplo, de la oralidad en la épica de Homero. Pertenece, pues, al problema global de la “oralidad en la literatura”. Por eso Martin Lienhard y Carlos Pacheco, al plantear los problemas específicos de la oralidad en la literatura latinoamericana, van a proponer el término “etnoficción”. Ésta vendría a ser la forma en que la supuesta oralidad primaria de las culturas precolombinas se ha transmitido, gracias a la literatura, hasta hoy. En el ámbito de literatura argentina, hay que descartar este modelo por una razón muy simple: ya no hay “etnias” en Argentina, por lo menos, no las hay en el sentido de etnias autóctonas, esto es, con raíces precolombinas. A diferencia de la situación en México, en Perú, en Guatemala y también en el Brasil, la población indígena es casi inexistente en la Argentina. Fue casi por completo erradicada en el siglo XIX.11 Si existen restos, “huellas” de ella, no

11 Esta forma de hablar de los indios corresponde, claro está, también a un “discurso oficial” — tan oficial para la Argentina como el otro discurso oficial, por ejemplo, el de los mexicanos, que pretende que la población del país consta de un 95% de mestizos. Desgraciadamente, sin embargo — he aquí una diferencia con respecto a México— , a este discurso oficial le corresponde también una “realidad”: no hay literatura de indios en

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juegan papel alguno en la literatura. Por otra parte, si bien no encontramos etnoficción en la Argentina, lo que sí hay es oralidad; justamente oralidad en la literatura. ¿Cómo se explica el fenómeno? ¿Cuál es la función de esta oralidad literaria, propia —según parece— del contexto argentino? Hay un doble contexto, en efecto, que se debe tomar en cuenta al tratar de explicar dicha situación. Es conocida, primero, la reputación de Argentina de ser un país europeizado —“eurocéntrico” se ha dicho muchas veces—, marcado fuertemente por la inmigración. En cuanto a la población indígena que a principios del siglo XIX aún vivía en el país, no cabe duda de que, comparada con la civilización azteca o incaica, su nivel cultural era inferior. Si las tribus tuvieron armas, no tuvieron letras (para decirlo metafóricamente con una expresión del Siglo de Oro). No tuvieron fuerza para resistir culturalmente. He aquí, en la experiencia de esta inferioridad, una de las razones del arraigado desprecio, por parte de la población criolla, hacia los indígenas y la completa falta de remordimiento ante su casi total exterminio. Segundo: es de sobra conocido el papel protagónico que le tocó desempeñar a la Argentina en las guerras de Independencia. Es un hecho que no hay país en Latinoamérica en donde el culto a la Nación sea más fuerte. Se trata de un culto que debe formarse sobre el vacío; ello en dos sentidos: por una parte, la negación del pasado indígena; y por la otra, la negación del pasado de la Colonia española. Como en otros lugares del globo, esta suerte de adoración va a gestarse sobre héroes y tumbas, justamente sobre los héroes de la Independencia, que a su vez, empero, tuvieron que inventar el objeto —el país— por el cual habían combatido e incluso muerto. Bajo estas condiciones el concepto de nación casi necesariamente llegó a transformarse en mito.12 Cada generación, cada régimen —hasta mitades del siglo XIX—

Argentina. Existe un caso de “etnoficción” relativamente reciente, trascendiendo, sin embargo, el ámbito de la “literatura” propiamente dicha. Nos referimos a la película de veras magnífica de Miguel Pereira La deuda interna. 12 El fenómeno de la mitificación no es privativo de la Argentina. En su gran novela histórica Durante la Reconquista, de 1894, el chileno Alberto Blest Gana lo describe patéticamente: “Los heroicos defensores de la plaza, que consiguieron con su arrojo convertir una derrota en una de las más brillantes páginas de la historia chilena, habían transmontado los Andes, dejando la patria enlutada y los hogares en lágrimas. Principiaba la leyenda, que es generalmente el vidrio de aumento de la historia, pero que esta vez no necesitaba de su poder engrosador, para dar a los personajes del drama, las proporciones gigantescas de los héroes de epopeya. […] En pocos días, los nombres de Millán, de Ibieta, de Molina, de Vial, de Sánchez, de Astorga, agrupados como una aureola de constelaciones luminosas en torno del gran nombre de O’Higgins, habían llegado a encarnar el culto del pueblo por esa deidad, la Patria, que vive de sacrificios, como los

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tuvo que inventarlo de nuevo: primero, los unitarios; después, los federales, con su figura de proa, el dictador Manuel Rosas; y por último, otra vez los unitarios que dictaron la Constitución. Ésta, con todo, si de hecho puso fin a las guerras civiles, no terminó el debate, sino que al contrario lo acrecentó. Si la Nación, gracias a la Constitución, comenzaba a institucionalizarse, si la vida política encontraba formas que eran consensualmente respetadas, continuaba el debate acerca del contenido de la Nación, acerca de lo que era e iba a ser el país. Y hacia fines del siglo XIX, con las crecientes olas de inmigrantes, se acentuó aún más. Fue una discusión acerca de la identidad. ¿Qué significa ser argentino? A falta de un prototipo histórico, ¿quién representa al argentino auténtico? Era evidente que la convención liberal, que había hecho posible la Constitución, se presenta con el tiempo como una base demasiado abstracta; era, pues, necesario llenarla de vida, darle concreción con figuras de carne y hueso. Ahora bien, respecto a este debate, a este proceso de re-formulación o creación de una (nueva) identidad nacional, es posible formular una doble tesis: que la institución “literatura” va a desempeñar un papel decisivo en este contexto; que, además, se trata de una literatura caracterizada, entre otras cosas, por el rasgo de la oralidad. Explicaremos brevemente cada una de las tesis. 1.2. El rol de la literatura con respecto a la re-formulación de la identidad nacional Al hablar de literatura, nos referimos al sentido amplio del término. “Literatura” incluye a este respecto tanto el pensamiento filosóficoensayístico como la literatura en el sentido riguroso, esto es, la poesía, la literatura ficcional, la narrativa, etc. No cabe duda, por ejemplo, que el tema de la identidad nacional preocupa constantemente a la llamada “Generación del 30" —Esteban Echeverría, Juan María Gutiérrez y, sobre todo, Juan Bautista Alberdi. La pretensión de este último es conocida. Lo que se propone es la creación de una filosofía “argentina”, una filosofía propia, adecuada para resolver los problemas específicos de la joven república. El pensamiento de Alberdi servirá más tarde como base filósofica para la Constitución de 1859. Sin menospreciar la obra de filósofos y ensayistas —a cuya influencia vamos a volver cuando hablemos de la oralidad en un sentido más preciso—, se puede dudar de que las ideas por sí solas sean capaces de crear una identidad estable. El mismo Alberdi ya había vislumbrado el problema: su

dioses de la idolatría” (Blest Gana 1897: 3s.; cursivas: W BB).

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proyecto de una filosofía “argentina” no era otra cosa que una filosofía “pragmática”, apropiada a las necesidades concretas del contexto histórico.13 “Las ideas no se matan”, había dicho orgullosamente don Domingo Faustino Sarmiento. Sin embargo, el propio Sarmiento ha dado el ejemplo de la creación, en estricto sentido literaria, de la primera figura paradigmática de la identidad nacional; ejemplo "fundador" en más de un sentido. Nos estamos refiriendo, claro está, al Facundo, esto es, a la biografía del famoso caudillo Facundo Quiroga, uno de los más importantes jefes de las huestes “montoneras”, constituidas en su mayoría por gauchos, que prepararon la ascensión del dictador Manuel Rosas. Parece contradictorio afirmar que justamente este libro, caracterizado por la ideología que se expresa en la funesta dicotomía "civilización" y "barbarie", haya contribuido a la creación del modelo fundador de la identidad argentina, cuyo símbolo va a ser la figura del gaucho. Es indudable, en efecto, que el Facundo ha creado, de una vez por todas, el prototipo, la figura representativa del gaucho que va a quedar grabada en la memoria colectiva; ello gracias a su vigor estético, a una narración cuyo rasgo distintivo es la indisoluble mezcla de historia, imaginación y ficción. Sarmiento mismo nos explica el secreto de su método: Cuando un hombre llega a ocupar las cien trompetas de la fama con el ruido de sus hechos, la curiosidad o el espíritu de investigación van hasta rastrear la insignificante vida del niño, para anudarla a la biografía del héroe; y no pocas veces, entre fábulas inventadas por la adulación, se encuentran ya en germen en ella los rasgos característicos del personaje histórico.14

1.3. Identidad y oralidad: el gaucho según José Hernández Se puede decir, entonces, que paradójicamente Sarmiento es el inventor del gaucho —aunque por razones ideológicas lo relega a los distritos limítrofes de la “civilización”, e intenta excluirlo del consenso nacional—. A todas luces es el inventor del gaucho como figura literaria, o sea, de una figura a la que compete un papel protagónico, sea como héroe o como anti-héroe, en la historia de la nación argentina. Cuando, 30 años más tarde, el poeta José Hernández trata de corregir en su famosa epopeya Martín Fierro la imagen denigrante del gaucho trazada por Sarmiento, no tiene que inventar nuevamente la figura. Ya existe. Se trata sólo de valorarla de un modo

13 Cf. al respecto Berg 1994. 14 Sarmiento 1974: 63.

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diferente, de purificarla de las denigraciones sarmentinas. No se entienden ni la importancia ni la repercusión que tuvo el Martín Fierro en su época (y posteriormente) si no se toma en consideración esta intertextualidad. Donde Sarmiento había dicho no, Hernández ahora dice sí. Pero hablan de las mismas cosas, de las mismas personas, pues se expresan en el mismo sistema. Si para Sarmiento, Facundo, el gaucho prototípico, había sido el anti-héroe (nacional) por excelencia, si propone la alternativa “civilización” o “barbarie”, tratando de presentar a Facundo Quiroga como representante de la última, Hernández, por su parte, trata de presentarlo como héroe. A este propósito, se sirve de tres recursos: cuenta primeramente otra historia de gauchos, una historia donde éste ya no comete delitos contra la sociedad, sino la sociedad contra él; un relato, pues, donde el gaucho aparece como víctima y no como victimario. En segundo lugar, en vez de contar la historia en tercera persona —recurso narrativo que crea distancia, tan característico del estilo “analítico” del Facundo—, la cuenta ahora en primera persona, es decir, desde una perspectiva autobiográfica. Y tercero, el narrador-protagonista no habla como “poeta” ni como filósofo-ensayista, sino como gaucho. Parafraseando una célebre fórmula podemos decir ahora: (el “gauchipoeta” Hernández) escribe como habla15 (su protagonista Martín Fierro). Hace hablar a su protagonista en su propio lenguaje, justamente en su propia oralidad. Gracias a estos rasgos característicos, Hernández consigue, así, transformar al gaucho en una figura —una “seña”— de la identidad nacional. 1.4. Breve presentación del modelo de la oralidad literaria El lector ya habrá percibido que, respecto de los modelos que han sido discutidos hasta ahora, el nuestro es diferente en más de un sentido. Tratemos de resumirlo en breve fórmula: El modelo se funda en la constatación de que, en el contexto de la literatura argentina, tanto el modelo etnológico (la “etnoficción”) como el realista (la “oralidad fingida”) resultan insuficientes para explicar adecuadamente la oralidad literaria. Antes bien, la oralidad debe ser considerada como uno de entre múltiples elementos al interior de un paradigma, vale decir, como un momento más dentro de una construcción literaria, cuya función consiste precisamente aquí en connotar —en indicar, semióticamente hablando— rasgos de la identidad nacional.

15 Nos referimos al lema de un proyecto de investigación dirigido por Hans-Martin Gauger. Por más detalles, cf. Raible 1998: 149-152.

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Ahora bien, antes de seguir y pasar a comentar en detalle el modelo explicándolo con ejemplos, tenemos que ocuparnos brevemente de un famoso debate cuyo conocimiento es indispensable como contexto histórico a propósito del problema de la oralidad literaria en la Argentina. 2. El debate sobre el “idioma nacional” La peculiar situación de la cuestión de la oralidad en el contexto argentino está caracterizada por la ausencia de culturas indígenas y además por la larga tradición del republicanismo criollo. Hemos visto que Argentina es, en cierta medida, la cuna de la independencia sudamericana. Pues bien, es un hecho que el mismo espíritu emancipatorio que hizo posible la victoria políticomilitar, se hace también extensivo desde muy temprano al sector de la cultura. La tradición de este espíritu emancipatorio es por cierto europea (o bien, en lo que se refiere particularmente al aspecto político: norteamericana), pero al mismo tiempo marcadamente anti-española. El campo donde se manifiesta este anti-españolismo es, sobre todo, en la lengua: Al partir del hecho de que el habla argentina, a nivel de su uso cotidiano (vocabulario, sintaxis, pronunciación), muestra toda una serie de particularidades que la diferencian del español peninsular, un grupo creciente de intelectuales defiende la tesis de que es preciso considerar que estas particularidades están a punto de transformar el español argentino en una lengua aparte, vale decir, en una lengua con rasgos individuales, que, al diferenciarlo del español de España (pero también de otras variedades del español que se hablan en el continente), lo elevan al rango de un idioma nacional.16 Hay mucho que decir acerca de este interesantísimo debate. Nos limitamos a algunas observaciones que lo vinculan con el tema que nos ocupa. Tres son los puntos que queremos mencionar. 2.1. La importancia de la oralidad El debate acerca del idioma nacional es, básicamente, una discusión acerca de la oralidad. Si, en efecto, hay peculiaridades del español argentino que permiten considerarlo como un idioma propio, éstas se manifiestan al nivel oral de la lengua, y no en el ámbito de la lengua escrita. Esta posición de los portavoces del debate, o sea, considerar que es el nivel oral de la lengua el que merece, ante todo, la atención del lingüista, es en pleno siglo XIX eminentemente “moderna”; anticipa, en cierta medida, la posición de Saussure

16 Véase al respecto en este volumen nuestro trabajo “Historia de una traducción fracasada”.

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a comienzos del siglo XX. Se puede decir que con ello se ha preparado el terreno de lo que, más tarde, va a ser la pregunta acerca de la oralidad literaria. 2.2. El nivel discursivo del debate Es fácil advertir que la discusión traspasa los límites de la mera lingüística. Ya el concepto en cuanto tal, el de un “idioma nacional”, se encuentra en cierta medida más allá de los límites de la lingüística como disciplina. Es evidente que el atributo “nacional” se sustrae a la descripción empírica. Es el prototipo de un concepto de valor: nacional es lo que se acepta como nacional, ni más ni menos. Al hablar de un carácter nacional, lo que se sugiere es una convención, un “común acuerdo”; en las democracias modernas, en fin, un voto. La contribución de la lingüística “profesional” a esta problemática es limitada. Su voto en favor o en contra (de la hipótesis de un “idioma nacional” independiente) depende de los criterios que se adopten: así el punto de vista de la llamada “lingüística de sistema” resulta muy diferente del punto de vista de la “pragmática” o de una lingüística que sólo se interesa por el nivel del “uso” de la lengua. El debate acerca del idioma nacional no es, pues, una argumentación lingüística, sino más bien un “discurso” en el sentido de Michel Foucault. Es decir que se trata de un “enunciado” en cuya constitución justamente entran diferentes formas (diferentes paradigmas) del saber. Si el debate acerca del idioma nacional está constituido, por ejemplo, por argumentos lingüísticos, de igual modo entran en él también argumentos sociales o políticos. El objeto del análisis de los discursos consiste, así, en demostrar cómo el saber social, en última instancia, está basado en diferentes posiciones del poder. O sea, hablar de un “discurso”, según Foucault, es siempre sinónimo de hablar de un “discurso del poder”.17 2.3. El debate acerca del idioma nacional frente a la literatura Se entiende ahora mejor lo que acabamos de decir, esto es, que el debate acerca del idioma nacional prepara el terreno de lo que, más tarde, va a ser la

17 “Ainsi conçu, le discours cesse d’être ce qu’il est pour l’attitude exégétique: trésor inépuisable d’où on peut toujours tirer de nouvelles richesses, et chaque fois imprévisbles; [… ] il apparaît comme un bien — fini, limité, désirable, utile— qui a ses règles d’apparition, mais aussi ses conditions d’appropriation et de mise en oeuvre; un bien qui pose par conséquent, dès son existence (et non pas simplement dans ses ‘applications pratiques’) la question du pouvoir; un bien qui es, par nature, l’objet d’une lutte, et d’une lutte politique” (Foucault 1969: 158; cursivas: W BB).

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pregunta acerca de la oralidad literaria. Defendemos la tesis de que la oralidad en la literatura argentina está también presente en forma de discurso. La diferencia con respecto al debate acerca del idioma nacional consiste en que se trata de un discurso literario. Ahora bien, la literatura no es simplemente un medio neutro para transmitir contenidos discursivos. El texto literario —aparte de ser una forma discursiva propia— es también un “trabajo” sobre los discursos. Este trabajo puede ser tanto constructivo como de-constructivo. Puede ser la co-presencia de la afirmación y la negación de un discurso. Por el contrario, los “meros” discursos se presentan normalmente en forma alternativa: o son afirmativos o negativos. He aquí la diferencia específica del discurso literario cuya importancia es capital para nuestro tema. 2.4. El idioma nacional como “conciencia lingüística” Para ser más concretos, vamos a referirnos brevemente a un trabajo de Mercedes I. Blanco, quien ha estudiado el debate de manera exhaustiva.18 También para ella, lingüista de especialidad, el debate no es sino un “discurso”. Lo que se manifiesta en éste son básicamente actitudes lingüísticas. Se trata, así, de un concepto clave. He aquí su definición: [actitudes lingüísticas son] aquellos comportamientos subjetivos que el hablante tiene para con su lengua, que se manifiestan en general a través de creencias, prejuicios y valoraciones sobre su variedad lingüística, sobre otras lenguas o sobre determinados hechos del lenguaje. Tales juicios de valor se corresponden, en algunos casos, con la realidad lingüística [… ] así como muchas veces están asociados a ideologías de algún signo [… ]. (Blanco 1991: 9)

La definición no necesita comentario alguno; sólo hay que añadir que está muy cerca de lo que el lingüista Eugenio Coseriu ha llamado “Sprachbewußtsein” (conciencia de lengua). Blanco presenta a continuación una detallada historia del cambio y de las variaciones de estas “actitudes lingüísticas”. Lenguaje e identidad: si por una parte el lema general de estas actitudes se mantiene, los contenidos que le corresponden van a ir cambiando según las épocas. No se puede demostrar de manera más categórica el carácter discursivo del debate. Un ejemplo: durante largo tiempo, a partir justamente de la Generación romántica de los 30, los llamados “rupturistas” fueron los portavoces del debate. Su posición fue, claro está, la ruptura (lingüística) con España; la afirmación, pues, de la existencia de un “idioma nacional”, que se estima “diferente” de aquel hablado en la 18 Cf. Blanco 1991.

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“madre patria”. A fin de siglo, sin embargo, a la hora de las inmigraciones masivas, el discurso pasa a manos de los “hispano-nacionalistas”, es decir, de gente que pretenden —como Ernesto Quesada— “que ‘lo verdaderamente argentino es todavía esencialmente español’” (Blanco 1991: 50). Sería una gran equivocación creer que se trata de gente que predicaba el retorno al imperio español. Sólo se oponían al “patriotismo estrecho de barrio” de los recién llegados de Europa. Éstos, mal asimilados al lenguaje y a las costumbres de quienes hasta entonces se habían considerado dueños de la auténtica tradición, proclamaban —según el mismo Quesada (citado por Blanco)— un “criollismo vulgar y estrecho” (ibid.). Pero leamos la cita completa: El verdadero espíritu nacional, amplia y claramente entendido tiene en él dos enemigos igualmente notables: el ensimismamiento infantil y la imitación deslumbrada, el primero se encarna en cierto patriotismo casero, casi diría profesional, que a todo, venga o no a cuento, quiere ponerle nombre, más bien que alma, de nacional y argentino: patriotismo estrecho de barrio, para lo cual nuestra historia comienza en 1810, como si nos hubiésemos caído entonces de la luna. (Blanco 1991: 50)

Se trata, pues, de la oposición de dos modelos de identidad, modelos que se excluyen recíprocamente. Tanto los representantes del uno como del otro se declaran “patriotas”. Ambos a su manera contestan al cambio de la situación histórica: los “rupturistas” —que ya no son comparables a los “rupturistas” románticos de la Generación del 37— responden a las expectativas de las masas inmigratorias, que en su mayoría pertenecían al “proletariado”; los “hispano-nacionalistas”, a su vez, intentan hacerse eco de las aspiraciones y de los temores de la clase criolla, de la auténtica por supuesto y no del “criollismo vulgar y estrecho” proclamado por los recién llegados. De lo que se trata, entonces, es de una lucha por el poder, mal disfrazada a veces de una argumentación lingüística o estética. Estamos todavía a comienzos de siglo. A fines de siglo, en 1897 por ejemplo, ya no se habla de los “hispano-nacionalistas”. Históricamente, pues, parece que los “rupturistas” han salido triunfantes. Ahora bien, su más categórico portavoz en ese entonces fue un francés naturalizado en la Argentina, Luciano Abeille. Escribe un libro que aparece en 1900 y que se titula simplemente Idioma nacional de los argentinos.19 La obra se transforma

19 Luciano Abeille (1900): Idioma nacional de los argentinos. Con una introducción de Louis Duvau. París.

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en una especie de biblia de los rupturistas. Para los “hispano-nacionalistas”, por el contrario, está llena de las más abyectas herejías. Leamos un extracto: La frase argentina es clara porque la claridad constituye uno de los caracteres de la inteligencia argentina. (Abeille 1900: 63)

Quien habla, evidentemente, es un francés. Está aplicando la categoría más noble que se ha inventado para su propia lengua —la famosa “clarté”— al español de los porteños. Un poco más adelante expresa: El pueblo argentino es eminentemente sensible: hay así conexión natural entre el término y la noción de ternura. Esta es la razón de la multitud de diminutivos. (Abeille 1900: 63)

Y también: El acento argentino rechaza la aspereza y el énfasis, debilita los sonidos guturales… Armoniza los matices de los sonidos de un modo que satisface al oído. La impresión general de dulzura proporcionada por el acento argentino es el eco de la simpatía que el alma argentina profesa hacia sus semejantes. (Abeille 1900: 63)

Son textos curiosos. No es preciso analizarlos en detalle. Simplemente hay que añadir que la argumentación, aparte de ser muy “francesa”, también es “alemana”. Está en sintonía, aunque en forma más bien trivializada, con la filosofía de la lengua del romanticismo alemán; en sintonía especialmente con el famoso concepto de la “forma interna de la lengua” (innere Sprachform) de Wilhelm von Humboldt. Como continuador del pensamiento historicista del filósofo Johann Gottfried Herder, Humboldt define la lengua como expresión del individuo, pero también, al mismo tiempo, como expresión auténtica del “espíritu de los pueblos”, a condición, sin embargo, de concebir a estos últimos como individuos.20

3. La oralidad literaria como “modelo” Según lo dicho, la importancia del debate acerca del idioma nacional consiste, así, en que se plantea en términos de discurso. También la oralidad literaria

20 Véase W ilhelm von Humboldt: Über die Verschiedenheit des menschlichen Sprachbaues und ihren Einfluß auf die geistige Entwicklung des Menschengeschlechts. Berlin 1836. Faksimile-Druck. Ferd. Dümmler Verlag, Bonn 1968

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—hemos dicho antes— es un “discurso”, pero un discurso literario. Repitamos: no sólo es un discurso en la literatura, sino que esta oralidad que nos ocupa constituye un discurso que se presenta en forma literaria, lo que es una cosa distinta a un mero “discurso”. Aún no sabemos exactamente lo que es un “discurso literario”. ¿Cómo definir su diferencia —digamos— con respecto al discurso “cotidiano”? Pues bien, para escapar al problema terminológico proponemos otro concepto, éste mucho más preciso que el de “discurso”, a saber, el concepto de “modelo”, que constituye un elemento clave de la semiótica de Jurij M. Lotman.21 3.1. “Discurso” y “modelo” ¿Qué es un “modelo”? Conocemos el término en el ámbito de la técnica. Por ejemplo, un arquitecto antes de construir una casa esboza un “modelo”. Pero una vez construida la casa, aquél pierde su interés. Nadie confunde la realidad de la casa con su “modelo”. Hay, con todo, otros contextos en que la relación entre realidad y modelo no es tan evidente; un caso es la física atómica: el ojo humano no ha visto jamás un “átomo”, una de las múltiples “partículas elementales” que casi a diario se están descubriendo. Nadie las ha “visto”, por cuanto sólo se las conoce a partir de sus efectos. Verlas no es otra cosa que recurrir a fórmulas matemáticas o bien a representaciones gráficas. En los dos casos se trata de “modelos”. Lo cierto es que ni las fórmulas matemáticas ni las representaciones gráficas son equivalentes a la realidad: cada vez que se descubre una nueva partícula, hay que modificar el modelo, a veces por completo. Se trata, en buenas cuentas, de una manera de representar el mundo. Por eso, los modelos son instrumentos al servicio de la “mímesis”. Uno de los más importantes, sin lugar a dudas, es el lenguaje. Representa el mundo, lo “modela”. Pensemos en un lenguaje que tenga a su disposición 30 diferentes expresiones para nombrar al caballo; es evidente que modela otro “mundo hípico” que aquel que sólo conoce tres o cuatro expresiones. Un lenguaje, pues, representa el mundo de dos distintas maneras: por un lado, lleva esto a efecto porque cada acto lingüístico tiene un mensaje propio, que se refiere de un modo específico al mundo; por otro lado, representa el mundo a nivel de “código”, es decir, a nivel de lenguaje, en suma, de modelo. 3.2. El texto literario como modelo

21 Cf. Jurij M . Lotman (1972): Die Struktur literarischer Texte. München: W ilhelm Fink (sobre todo, capítulo 1: “El arte como lengua”).

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En el sentido explicado, los textos literarios son también “modelos”, aunque por cierto de carácter específico. Su especificidad y propiedad —dice Lotman— consiste en que son “modelos a nivel secundario”. Evidentemente el texto literario tiene un nivel “primario” que es el así llamado “lenguaje natural”. En este sentido, pertenece a categorías tales como “lengua española”, “lengua alemana”, “lengua portuguesa”, etc., que son el objeto de la lingüística. Lo que más bien lo transforma en texto literario es el conjunto de los procedimientos estéticos. Por ejemplo, en la poesía, las reglas prosódicas; en la narrativa, el problema de la perspectiva; en el teatro, el hecho de respetar —o no— las reglas aristotélicas de la “unidad del personaje” o de la acción, etc. El conjunto de los procedimientos estéticos se superpone al nivel primario22 como un modelo secundario, es decir, como un lenguaje secundario que modela, a su vez, el mundo. Visto así, la definición que proponemos es muy simple: La oralidad literaria pertenece al conjunto de los procedimientos estéticos propios para caracterizar los textos literarios como modelos a nivel secundario. El mundo al que se refieren, en el caso de la oralidad en la literatura argentina, es el de la búsqueda de la identidad nacional.

Quizá no sea superfluo subrayar el hecho de que ésta no es una definición ontológica. No se pretende que la oralidad —siempre y en cualquier literatura— tenga la función que le atribuye la definición en el caso particular de la literatura argentina. En otras palabras: estamos frente a una definición cuya función consiste, fundamentalmente, en presentarse como hipótesis de trabajo. Estamos convencidos, sin embargo, de que se trata de una hipótesis que puede verificarse ampliamente.23 Con esta salvedad, creemos asimismo que la definición es preferible al concepto de “oralidad fingida” (propuesto por Carlos Pacheco y otros). No obstante, nos parece necesario añadir un comentario en tres puntos: • La “emancipación” de la lingüística. En un sentido general, la definición significa que es posible acercarse al fenómeno de la oralidad literaria con instrumentos metodológicos que se han “emancipado” de la lingüística en tanto que disciplina directriz.

22 Dicho sea de paso: también es cierto que el segundo supone al primero. 23 En cuanto a la verificación que aquí se promete, véase más adelante los capítulos 4-6: “Breve historia de la oralidad en la literatura argentina”.

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• El carácter de indicio de la oralidad literaria. Hablando de “modelo” (en el sentido de Lotman), hay que destacar que estamos en presencia de una argumentación semiótica, vale decir, estructuralista: por eso, no es la “materialidad” de los elementos, en nuestro caso, de los procedimientos estéticos, sino su carácter distintivo (¡dentro de un sistema de oposiciones!) lo que les confiere su carácter de “modelo”, esto es, su función de estructura significativa. De ahí que la oralidad en la literatura funcione sobre todo a nivel de los “indicios”. Indicio es un elemento significativo dentro de un paradigma. Una vez identificado como tal, uno solo es ya suficiente para evocar el paradigma entero. 24 Un caso: en la literatura —al contrario que en un “corpus lingüístico”— la presencia del “voseo” ya es suficiente para caracterizar un texto como representativo de la “oralidad argentina”. • El carácter “translingüístico” de la oralidad literaria. La conclusión de lo que acabamos de explicar no deja de ser paradójica: si la oralidad en la literatura funciona a nivel de los procedimientos literarios en general, si es verdad que su función se mide según la lógica de las oposiciones que determinan un texto como estructura significativa, entonces es preciso considerar que la misma estructura significativa “indicada” por el indicio lingüístico del lenguaje oral está presente en el texto también en la forma de otros paradigmas. En otras palabras: la tesis consiste en decir que el fenómeno de la oralidad literaria trasciende los límites del campo de trabajo de la mera “lingüística” (como ciencia del lenguaje). Se trata, más bien, de un fenómeno “translingüístico”. Adoptamos aquí, sin entrar en una discusión metodológica, el concepto de Julia Kristeva,25 quien entre otras cosas se refiere al famoso dicho de Saussure concerniente a la necesidad de “fundar” la ciencia de la lengua en una ciencia general de los signos (“sémiologie”). De la misma manera, pues, como el modelo del lenguaje natural está constituido por todo un conjunto de paradigmas —nivel sintáctico, vocabulario, pronunciación, etc.—, también el modelo secundario del texto literario está constituido por varios paradigmas que operan al mismo tiempo (convenciones genéricas, reglas poéticas, tradiciones nacionales, etc.). La oralidad es sólo uno de ellos. Todos estos paradigmas, entonces, pueden participar virtualmente en la

24 Lo expresado aquí en cuanto a la función de los “indicios” equivale en parte a la “semiótica de la connotación”, ampliamente desarrollada por Karlheinz Stierle a partir de un esquema básico de Roland Barthes; cf. al respecto el “Versuch zur Semiotik der Konnotation” en: Stierle 1975: 131-151. 25 Cf. Kristeva 1969: 75-76 y 351-354.

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construcción de un único y mismo modelo significativo, vale decir, la construcción —o deconstrucción— de la identidad argentina. 4. Modelos de oralidad en la literatura argentina El diagrama al final de este capítulo resume esquemáticamente los puntos más importantes de la argumentación. Se trata de una sinopsis de la oralidad literaria argentina desde su inicio en el siglo XIX hasta comienzos del siglo XX. Hemos de insistir, sin embargo, que al hablar de “sinopsis” no pretendemos dar un exhaustivo esquema de la historia de la literatura argentina. El esquema no es cronológico ni “materialmente” completo. Su función consiste ante todo en ilustrar, desde una perspectiva estrictamente estructural, la argumentación semiótica que precede. Al tratarse de un diagrama, se combinan en él elementos estructurales, esto es, analíticos (plano horizontal) con manifestaciones históricas de la literatura argentina (plano vertical). Este último plano, aunque es “histórico”, no es cronológicamente exhaustivo; sólo intenta ilustrar, con conocidos ejemplos, el esquema anteriormente esbozado en términos abstractos. El diagrama está encabezado por ocho “elementos constitutivos” (o sea, “categorías”) del modelo de la oralidad. El primero de ellos es el género, el cual determina normalmente la “visión del mundo” de un texto literario en el sentido más general de la palabra. Hay géneros trágicos, cómicos, edificantes, didácticos, narrativos, poéticos; hay otros que buscan sobre todo el divertimiento, etc. Naturalmente que los autores son libres de aceptar o de rechazar las reglas del género. Es por eso que hay “mezcla” de ellos. Se trata, sin embargo, de una libertad que sólo es relativa, porque también el teatro épico de Brecht es “teatro”; la anti-novela es también “novela”; y el poema en prosa, “poesía”. Las reglas del género pueden ser concebidas como un código que determina, a su vez, las otras categorías del modelo. Así, por ejemplo, las categorías cinco, seis y siete: los géneros reflejan un momento histórico determinado (categoría 7); se refieren a veces a una sociedad concreta que tiene sus protagonistas y sus conflictos específicos (categoría 5 y 6), etc. La relación entre los géneros y los otros elementos no tiene, empero, nada de automático. Sólo hay historia de la literatura (es decir: cambio), porque la coordinación de los elementos justamente no es fija. Un caso ejemplar, en la literatura clásica francesa, es el burgués (el “bourgeois”), que no es sino una figura cómica, o sea, una de las figuras estereotipadas de la comedia. Su transformación en un personaje trágico y serio (por ejemplo, Balzac, César

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Birotteau) supone el nacimiento de un nuevo género, la novela realista del siglo XIX. No cabe duda, pues, que los géneros son “modelos” (en el sentido que Lotman le atribuye al concepto). La oralidad (véase la categoría 3), por el contrario, no es un “modelo”. Para transformarse en “modelo”, necesita un contexto, en primer lugar, el género. Tradicionalmente la oralidad no es admitida en la “literatura”. La reacción de los géneros ha sido el rechazo, la censura. Pese a ello, ya desde la antigüedad se han formado espacios libres donde la oralidad puede manifestarse. Se trata, ante todo, de los géneros cómicos: la comedia, la sátira, el sainete [español] (del siglo XVIII); despúes, la novela realista y naturalista; en España: el “esperpento” (de Valle-Inclán). Es un hecho incuestionable que todo lo que es “literatura popular” acoge con los brazos abiertos a los dialectos. Por eso, ella se escribe —según una expresión del romántico Jacob Grimm— “con la boca caliente del pueblo” (“mit dem warmen Mund des Volkes”26). Una situación semejante se da también en la Argentina: no obstante las sonoras reivindicaciones concernientes al “idioma nacional” que se escuchan desde la primera mitad del siglo XIX, la oralidad del habla argentina corriente queda excluida de la literatura. Siguen sirviendo de norma las reglas de la literatura española. Ni siquiera es el caso en la famosa novela El matadero de Esteban Echeverría (1838) —una obra cuya temática, la denuncia del régimen sangriento de Juan Manuel Rosas, anticipa principios de la novela naturalista—, donde no se encuentran más que algunas “huellas”, prácticamente insignificantes27 del habla coloquial. Ésta queda limitada a algunas expresiones “malsonantes”, utilizadas como interjecciones connotativas del “color local”. La entrada definitiva de la oralidad en la literatura va, pues, a tardar todavía. Va a desencadenarse una verdadera “lucha por el reconocimiento” en sentido hegeliano (Kampf um Anerkennung). De lo que se trata es, en síntesis, del reconocimiento de la igualdad de derechos estético-culturales por parte de la oralidad en el contexto de una literatura dominada hasta entonces por los sistemas de la “escrituralidad”.

26 Cf. Grimm 1866: 199. 27 Aparecen las formas verbales del “voseo” (pero no el “voseo” mismo), el “che” y algunos insultos.

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Modelos de oralidad en la literatura argentina

Modelos de oralidad en la literatura argentina 1.

2.

3.

4.

género

ejemplo de texto

oralidad

valoración de la oralidad

poesía gaucha

anónimo



negativa

poesía gauchesca

Martín Fierro

dialectos gauchescos

positiva (“cultura popular”)

literatura arrabalesca

N.N.

lunfardo

positiva (“cultura popular”)

costumbrismo

Fray Mocho

habla de Buenos Aires

positiva; no faltan acentos críticos

sainete criollo

N.N.

cocoliche

positiva; no faltan acentos críticos; entretenimiento

novela

Gálvez: Historia de arrabal

voseo

hacia la extensión de la norma literaria tradicional

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5.

6.

7.

8.

personajes

acción / conflictos

época

problemática de la identidad

gauchos

temática universal

siglo XIX (1ª mitad)



M.F. como “gaucho malo”

el gaucho obligado a servir a un orden injusto y represivo

siglo XIX (fin)

identificación positiva con un personaje marginado (“barbarie”)

compadrito (“el gaucho llega a la ciudad”); ideología machista; idealización de la violencia

amor y celos; honor

siglo XX (comienzo)

identificación positiva con un personaje popular

clase media en ascención; inmigrantes

inmigrantes contra criollos

siglo XIX (década de los 90)

conflictos de identidad propios de la confrontación entre criollos e inmigrantes

clase media baja

amor y vida económica; conflictos entre inmigrantes y criollos

siglo XX (comienzo)

conflictos de identidad propios de la confrontación entre criollos e inmigrantes

prostitución y rufianismo; proletariado

amor y violencia

siglo XX (comienzo)

interés por los marginados; actitud patriarcal

Breve historia de la oralidad (I)

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Capítulo 4:

Breve historia de la oralidad en la literatura argentina (I) 1. Poesía “gaucha” y poesía “gauchesca” El año 1912 se fundó en Buenos Aires la primera cátedra de literatura argentina. El concurso fue ganado por el tucumeño Ricardo Rojas. De 1916 a 1922 Rojas escribió su monumental Historia de la literatura argentina, cuyo tomo primero está dedicado a Los gauchescos, y el segundo a Los coloniales. También Los coloniales pertenecen a la “literatura argentina”, pero ésta paradójicamente se fundó sólo más tarde, a principios del siglo XIX — acto coetáneo, pues, a la fundación del Estado y de la nación argentinos. La cronología del mismo Rojas corresponde, en tal sentido, a un acto fundador. Sin embargo, dentro de los presupuestos ideológicos que estamos discutiendo, esto es, la oralidad en tanto que indicadora de la “argentinidad”, la cronología de Rojas es menos arbitraria de lo que a primera vista parece, ya que el primer escenario de la oralidad en la literatura argentina es, en efecto, la poesía gauchesca. Antes de ocuparnos de ella, tenemos que discutir una distinción que aparenta ser sólo de orden terminológico, a saber, la que ciertos autores28 proponen entre poesía gauchesca y poesía gaucha. La diferencia, con todo, es de primera importancia para nuestro contexto. ¿Qué es “poesía gaucha”? Todo ocurre, en efecto, como si el término coincidiera efectivamente con esa realidad cultural que Walter Ong ha llamado “oral literature”. Según un concepto generalmente aceptado, la poesía gaucha es tradicionalista, de tradición oral, anónima y regional. Estaríamos, pues, según esta argumentación, frente a un auténtico caso de la llamada “oralidad primaria”. No obstante, el discurso sobre la poesía gaucha no deja de ser arbitrario, porque nadie conoce exactamente esta poesía. Es cierto que se trata de una práctica cultural extinguida, de la cual hoy en día sólo se tiene noticia en forma de transcripciones. En este sentido, la poesía gaucha comparte el destino de la oralidad primaria en general. Entre los autores que pretenden conocerla se encuentran, por ejemplo, Jorge Luis Borges y Bioy Casares. Ellos la mencionan en su Antología de la poesía gauchesca, en donde subrayan, sin embargo, que constituiría un grave error estimar que los

28 Véase a este propósito, el Prólogo de Ángel Rama a la colección Poesía gauchesca, publicada por Jorge B. Rivera en la Biblioteca Ayacucho, Caracas 1977.

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auténticos poetas gauchos eran ya una especie de predecesores de los poetas gauchescos, quienes por su parte, al decir de Rojas, han escrito el primer capítulo de la literatura argentina. Muy por el contrario, los textos de los poetas gauchos justamente no estaban imbuidos de esta oralidad con pretensiones de ser “gaucha”, que más tarde iba a ser considerada como la marca distintiva de la poesía “gauchesca”. Puesto que eran analfabetos, resultaban demasiado incultos, según Borges y Bioy Casares, como para seguir la moda culta, es decir, la moda romántica de la couleur locale lingüística: el rústico, en trance de versificar, procura no emplear voces rústicas. Tampoco busca temas cotidianos ni cultiva el color local. Ensaya temas nobles y abstractos.29

Entonces y a modo de paradoja, los poetas gauchos prefirieron, justamente por su falta de cultura, las formas cultas del lenguaje poético frente a las formas orales de su habla cotidiana. Escuchemos al respecto otra vez a Borges y a Bioy Casares: Los payadores de la campaña no versificaron jamás en un lenguaje deliberadamente plebeyo y con imágenes derivadas de los trabajos rurales; el ejercicio del arte es, para el pueblo, un asunto serio y hasta solemne. (Kürschner 1991: 21s.)

Al revisar algunos ejemplos para verificar estas afirmaciones, lo que constatamos, empero, es que los asertos de Borges y Bioy Casares no están exentos de ideología. La línea de demarcación entre poesía gaucha y poesía gauchesca no es tan terminante como ellos pretenden. Veamos un primer caso: Hoy es lo mismo que ayer, mañana igual que hoy será… ¡Si creo que cuando nací te venía queriendo ya! Cielito, cielito y más cielo y cielito siempre igual: ¡Si creo que cuando nací te venía queriendo ya! (Kürschner 1991: 25)

El texto es un “cielito”. “Cielo” es la mujer por antonomasia, la mujer amada, claro está, a la que se dirige el poeta. De ahí el nombre del género. Como las

29 Citamos según el texto de la tesis de licenciatura (“maestría”) de Heike Kürschner (1991): Poesía gauchesca: Literarische Kunstsprache oder Abbild sprachlicher Wirklichkeit? Die argentinische Gaucholyrik zwischen Mündlichkeit und Schriftlichkeit. Freiburg, p. 21.

Breve historia de la oralidad (I)

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“coplas” o los “cantos”, los “cielitos” pertenecen a esas formas cortas preferidas por los poetas gauchos, puesto que no solamente son apropiadas para ser recitadas de memoria, sino también para juegos de improvisación. Estos últimos pertenecen al bien conocido repertorio de las llamadas “payadas”, vale decir, de las famosas competiciones poéticas, tan características de la vida social de los gauchos. Tanto la forma prosódica como las imágenes, o sea, el lenguaje de esta poesía recuerdan la tradición de la poesía popular española. A ese respecto el ejemplo que acabamos de ver parece confirmar la tesis de Borges y de Bioy Casares. Hay otros ejemplos, sin embargo, menos fáciles de interpretar. Veamos otro “cielito”: Dos cosas ha de tener el que viva entre nosotros, amargo y mozo de garras para sentársele a un potro. Y digo cielo y más cielo cielito de espinillo en circunstancias que sea liberal para el cuchillo. Mejor es andar delgado andar águila y sin pena, que no llorar para siempre entre pesadas cadenas. (cit. por Kürschner 1991: 25)

La diferencia salta a la vista: si la forma prosódica del poema sigue siendo tradicional, esto es, universal, el vocabulario por el contrario refleja la vida de los gauchos: “amargo y mozo de garras”, “potro”, ser “liberal para el cuchillo”, etc. No cabe duda de que el poeta está hablando de un gaucho. Además el vocabulario “gauchesco” señala un cambio más profundo a nivel de contenido: ya no se trata de un “apóstrofe” a la mujer amada. Puede ser que ésta esté implicada, pero el poeta, con su “cielito”, se mira más bien a sí mismo. El “cielo”, así, no es tanto la idealización de la mujer cuanto la del que canta, del que ama; en fin, del gaucho mismo. Podemos decir, pues, que el tema del poema es la identidad gauchesca. Si volvemos al modelo de la oralidad en la literatura argentina tal como fue presentado en el capítulo anterior, nos damos cuenta de que por lo menos el “cielito” citado no corresponde al paradigma “poesía gaucha”, sino muy por el contrario al paradigma “poesía gauchesca”. Todos los elementos caracterís-

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ticos de este último están presentes: el personaje “auténtico”; una acción representativa de la vida de los gauchos, sugerida a nivel del vocabulario; la época, y por último, el problema de la identidad. También está presente la “oralidad”, hablando desde un punto de vista lingüístico, valorada “positivamente”. La oralidad está presente no solamente a nivel de aquellas expresiones que connotan la vida “gauchesca”, sino también en giros como “andar águila y sin pena”. Al parecer se trata de una expresión oral, de lo cual es indicio el hecho de que no figure en los diccionarios. No obstante, el mensaje parece claro: Es preferible, dice el poeta, contentarse con poco (“ser delgado”), pero al mismo tiempo ser libre (“andar águila y sin pena”), que buscar riquezas a cambio de “cadenas”, es decir, trocando la libertad y la pobreza por esclavitud y riqueza. En este sentido, el caso que hemos visto es muy instructivo: verifica nuestra hipótesis de que la oralidad literaria trasciende el campo de la lingüística propiamente dicha y que, por eso, debe ser concebida a nivel de un lenguaje “secundario”, esto es, como un elemento constitutivo del modelo de la pretendida identidad argentina. Esto implica que la oralidad lingüística —por llamarla así—, si bien es un elemento constitutivo del modelo, sólo es uno de entre los múltiples que lo componen. Aún cuando uno de los elementos llegue a faltar, el modelo como tal sigue funcionando. 2. José Hernández: Martín Fierro Es preciso, por lo tanto, mantener la distinción entre poesía gaucha y poesía gauchesca. Nuestro tema es evidentemente la segunda. Hemos hablado en el capítulo anterior, al referirnos a la oralidad literaria, de la “lucha por el reconocimiento”. Pues bien, se puede decir que la poesía gauchesca constituye históricamente el primer paso hacia tal reconocimiento; o sea, en términos guerreros, la primera victoria. ¿Por qué, a pesar del famoso debate acerca del “idioma nacional” (cf. pp. 37-40), sigue existiendo el problema de la oralidad? Pensamos al respecto que la problemática se entiende mejor si se toma en consideración el concepto de “modelo”: no se trata simplemente de introducir otra forma de hablar; no se trata, por ejemplo, de una mera reforma ortográfica (propuesta y realizada en Chile por el mismo Sarmiento). Aceptar la oralidad lingüística significa más bien aceptar todo un sistema de valores diferentes; por ende, un sistema diferente en términos en última instancia políticos, lo cual está en flagrante contradicción con el orden tradicional, establecido bajo la consigna del liberalismo. La “lucha por el reconocimiento” por parte del habla gauchesca

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equivale, pues, a la “lucha por el reconocimiento” de los respectivos sujetos. Se trata, así, de la “lucha por el reconocimiento” de estos mismos sujetos, considerados hasta ahora como marginados, inferiores, excluidos del consenso “liberal reinante". El papel desempeñado por la literatura en medio de esta lucha es considerable. Se entiende mejor la obstinación de la lucha al constatarse que la visión opuesta, es decir, el modelo “liberal” de la identidad nacional propuesto por Alberdi y Sarmiento, está todavía por constituirse. No es exagerado, entonces, decir que la identidad argentina no existe. No tiene sustrato “ontológico”. De modo que no es sino un efecto de un discurso. Con todo, no hay que subestimar la función que los discursos, aun careciendo de sustrato ontológico, desempeñan en la vida social. Según Michel Foucault, hablar de “discursos” es siempre, como ya hemos señalado, sinónimo de un “discurso del poder”. Visto así, la famosa frase con que el humanista Sarmiento se dirige al general Mitre tres días después de la batalla de Pavón demuestra que la frontera que separa el discurso del poder del discurso de la mera violencia corre, a veces, el peligro de borrarse: No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos. (MF: 20)

El cinismo de estas palabras indica toda una mentalidad. Es la de los vencedores de la batalla de Pavón, vale decir, de los representantes de la victoria definitiva sobre el régimen rosista. Según este modo de pensar, que determina de allí en adelante el programa político de los gobiernos liberales que van a sucederse, la cultura de los gauchos es considerada como una cultura de segunda clase, esto es, como una “subcultura”, que Sarmiento no vacila en equiparar con la “barbarie”. Ahora bien, es precisamente en contra de esta mentalidad, en contra del proceso de marginación física e ideológica de la cultura gauchesca, que los “gauchipoetas” van a elevar la voz. La más destacada pertenece, sin lugar a dudas, a José Hernández (1834-86). Pero es otra la voz que escuchamos a través de la voz del poeta: se llama “Martín Fierro”. En forma autobiográfica —usando su propio lenguaje, que es, sin embargo, presentado en sextinas construidas cuidadosamente según la tradición de la versificación española— Martín Fierro le cuenta al público otra historia de aquella que se propaga desde que los liberales están gobernando el país. Contrariamente a la imagen del gaucho que Sarmiento proyecta en el Facundo, Martín Fierro permite ver al gaucho tal como éste se ve a sí mismo: Martín Fierro es gaucho; cuenta su propia historia, en forma autobiográfica, directa, desde su propia perspectiva, en su propio lenguaje.

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Más importante que la pura perspectiva es, antes bien, el contenido que se transmite a través de ella: al igual que el gaucho de Sarmiento, el gaucho Martín Fierro es soldado. Aparte de eso y a diferencia de su imagen en Sarmiento, Martín Fierro es un campesino civilizado, que se contenta con llevar junto a los suyos una vida simple, pero digna y pacífica, en medio de una naturaleza abundante cuyas riquezas se ofrecen a una explotación moderada. La vida gauchesca, antes de la intrusión de los representantes del poder central (que en la perspectiva de Martín Fierro aparece como la “autoridad”), se presenta en forma de idilio. En él irrumpe la “autoridad”, usurpando el poder y los derechos, o sea, todo aquello que hasta entonces estaba en manos del gaucho. Martín Fierro por ejemplo es enrolado a la fuerza y se le obliga a combatir a los indios, quienes a su vez siguen estando al acecho del idilio de los gauchos. No obstante esta amenaza y a pesar del hecho de que el propio Martín Fierro, al hablar de los indios, los designa como “salvajes”, él está lejos de cumplir su servicio con entusiasmo. Al final consigue escaparse. De vuelta a casa, encuentra todo en ruinas; los niños y la mujer han desaparecido. Alienado entonces de la sociedad humana, despojado de todos los bienes tanto materiales como espirituales, Martín Fierro poco a poco se transforma en un “gaucho matrero”, un “desesperado” que vive al margen del mundo “civilizado”. Hasta aquí un breve resumen del contenido. Ahora bien, ¿cómo se explica el éxito abrumador del libro? La respuesta en parte ya se ha dado: Martín Fierro transmite una voz y esta voz se escucha. El éxito del libro se explica, pues, por un fenómeno específico de recepción. El mismo Hernández, en la introducción a la segunda parte del libro (La vuelta de Martín Fierro), publicada siete años después de la primera, reflexiona sobre el fenómeno. Ahí insiste en el carácter estrictamente realista del texto. Y en efecto, la mímesis realista es tan fuerte y directa que el autor se ve obligado a proceder a una clásica captatio benevolentiae, es decir, a excusarse de antemano por la crudeza de la realidad que va a presentar. Pide la benevolencia de sus lectores por “los defectos del libro”, el cual, empero, no deja de ser “copia fiel de una [¡sic!] original que los tiene.” Un poco más abajo la intención es formulada con más precisión, ya que “muchos defectos están allí con el objeto de hacer más evidente y clara la imitación de los que lo son en realidad” (MF: 194). Más adelante, Hernández toca de cerca el aspecto de la recepción. Según dice, el Martín Fierro es: Un libro destinado a despertar la inteligencia y el amor a la lectura en una población casi primitiva, a servir de provechoso recreo, después de las fatigosas tareas, a millares

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de personas que jamás han leído, debe ajustarse estrictamente a los usos y costumbres de esos mismos lectores, rendir sus ideas e interpretar sus sentimientos en su mismo lenguaje, en sus frases más usuales, en su forma más general, aunque sea incorrecta; con sus imágenes de mayor relieve y con sus giros más característicos, a fin de que el libro se identifique con ellos de una manera tan estrecha e íntima, que su lectura no sea sino una continuación natural de su existencia. (MF: 194)

Se trata de una auto-interpretación que es preciso rectificar en dos sentidos. Primero: el texto no es, por cierto, una “copia fiel”; simplemente porque el “original” con que ha de ser cotejado es desconocido. Hernández que pretende conocerlo (o, por lo menos, lo da por supuesto), en realidad, lo ha inventado. Lo ha construido a partir de elementos aislados, de dialectos que existen (o más bien que existían), pero nadie, a no ser el propio Hernández, habla como Martín Fierro. Lo que se presenta como “copia fiel” es en realidad una ficción literaria, tal como ésta fue definida más arriba, al presentarse el modelo de la “oralidad fingida” de Paul Goetsch. Se trata, así, de una construcción a nivel secundario, o sea, de un modelo textual en el sentido de Jurij M. Lotman. Ahora bien, hay una doble función —un doble “mensaje”— de este lenguaje. Por una parte, se trata de una afirmación que consiste en decir: “Yo soy auténtico”, “yo soy copia fiel del original” etc., según la cual, la oralidad equivale a un mensaje de “verosimilitud”, de apariencia en relación a la verdad o realidad. Por otra parte, el mensaje implica una reivindicación que también es una afirmación; en este caso una afirmación de identidad. Consiste en afirmar: “esto somos nosotros”, es decir, los gauchos en el sentido amplio de la palabra, o sea: “esto somos nosotros los argentinos”. La segunda rectificación se refiere a la larga cita sobre la recepción del libro. Hernández señala que el Martín Fierro es “un libro destinado a despertar la inteligencia y el amor a la lectura en una población casi primitiva, a servir de provechoso recreo, después de las fatigosas tareas, a millares de personas que jamás han leído…”, etc. ¿Cómo va a ser posible que personas “que jamás han leído”, de un día para otro, sean capaces de leer? Estamos en presencia, pues, de otra ficción. El libro, en realidad, no fue leído por la población rural, sino por la de Buenos Aires, por los “porteños”. Además, no fue escrito en la Pampa, sino en un despacho de hotel con vista a la Casa Rosada, vale decir, en la misma Plaza de Mayo. La recepción masiva del Martín Fierro —no cabe duda— se concretó en una burguesía que encontró en él un modelo alternativo de su identidad, o sea, de su “argentinidad”. Los lectores del Martín Fierro se reclutaron de entre esos sectores de la burguesía cuyo descontento con la política general de los gobiernos liberales —por razones muy diversas— iba creciendo.

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Jorge Luis Borges, en su famosa apreciación del Martín Fierro, ha puesto de relieve sin ambages este aspecto ficticio de la recepción de la epopeya. El juicio de Borges se basa en la distinción entre un “Martín Fierro como obra literaria” y un Martín Fierro “como personaje” (cit. por Sáinz de Medrano, véase Hernández 1982: 36). Si la primera merece admiración, el segundo le parece “espantoso”: “[… ] me parece espantoso y triste”, subraya, “que un país tome por ideal a un desertor, a un prófugo, a un borracho, a un soldado que se pasa al enemigo. Esto debe haber sido muy raro en aquella época. Creo que Hernández se anticipó, porque M artín Fierro es un malevo sentimental, que se apiada de su propia desdicha. Los gauchos deben haber sido gente mucho más dura, debían parecerse más a los gauchos de Ascasubi o de Estanislao del Campo” (Borges 1982: 36).

El valor del juicio de Borges tiene un indudable carácter de provocación. No podemos ocuparnos de él en detalle. También es provocativo el juico sobre Estanislao del Campo, cuya obra sí nos ocupará a continuación. 3. Estanislao del Campo: Fausto En 1866, seis años antes del Martín Fierro, aparece en Buenos Aires una pequeña obra del conocido poeta gauchesco Estanislao del Campo. Su título es Fausto. Se trata de una conversación rimada de dos gauchos: don Pollo y don Laguna. Pollo acaba de salir del teatro Colón donde ha visto el estreno de la ópera Faust et Marguérite de Charles Gounod y le cuenta a Laguna lo que ha visto. La representación “real” tuvo lugar el 24 de agosto de 1866. Estanislao del Campo se hallaba entre el público. Al día siguiente tuvo la idea de escribir un diálogo entre dos gauchos que habían visto la pieza. Un amigo (Ricardo Gutiérrez) le sugiere publicarlo.Y así, cuatro semanas más tarde, el Fausto en la versión gauchesca de Estanislao del Campo aparece en la revista El Correo del Domingo. La obra es para nuestro contexto interesantísima. Recordemos que “lucha por el reconocimiento” en el Martín Fierro tiene dos significaciones: por un lado, se trata del reconocimiento, en la literatura, del habla cotidiana; por el otro, del reconocimiento de un conjunto de reivindicaciones en última instancia políticas. Es evidente que estas últimas están apoyadas por sujetos históricos concretos: no sólo por los propios gauchos, sino también —y sobre todo— por esos sectores dentro de la burguesía que se sentían, frente al modelo de progreso y desarrollo propuesto por los gobiernos liberales, cada vez más en una situación marginada. Ya hemos visto, además, que una de las condiciones previas de esta transformación del Martín Fierro en “seña de

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identidad” para estos sectores de la burguesía nacional no es otra cosa que una especie de ficcionalización cultural. El fenómeno de ficcionalización se refiere, primero, al lenguaje y a la identidad del protagonista; luego también al público, es decir, a los receptores reales de la obra. Ahora bien, el interés especial del Fausto consiste en que pone de manifiesto, por lo menos parcialmente, el fondo real de esta ficcionalización. Este fondo, en efecto, consiste en la interferencia de dos culturas que en última instancia son incompatibles: la cultura dominante, representada en Fausto por la ópera, frente a la “subcultura dominada” (Rama 1982: 254) de los “gauchos”. El tema general de la obra es, pues, este “choque de culturas” producto del hecho de que el gaucho simbólicamente viene a la ciudad; es el encuentro polémico de las dos culturas. Ciertamente esta interferencia está también presente en el Martín Fierro, pero no es menos cierto que Hernández trata generalmente de reprimirla. En el Fausto, por el contrario, la interferencia es tematizada constantemente. Hay una co-presencia de los dos discursos. No se trata de una coexistencia pacífica, sino polémica. Por eso, el estilo dominante del Fausto es irónico, satírico. De hecho entonces Estanislao del Campo plantea la problemática que nos ocupa: la “lucha por el reconocimiento” de la norma lingüística del habla cotidiana en la literatura — en el campo que le es propio, esto es, el de la cultura. Sería, sin embargo, un error deducir que la problemática de la oralidad se plantea ante todo en términos lingüísticos. También en el Fausto la oralidad de los gauchos corresponde a una manera especial de ver el mundo; en el caso que nos ocupa, a una manera especial de ver el teatro. La pieza a que acaba de asistir don Pollo, empero, no pertenece al teatro gaucho ni al criollo, sino por excelencia al teatro universal, pues se trata nada menos que del Fausto. De manera que el problema que se plantea es el de la traducción. ¿Cómo se traduce el mundo del teatro —que representa, en este caso, la cultura universal— al mundo regionalista y marginado de los gauchos? Hablamos metafóricamente de traducción porque tanto en español como en otras lenguas romances existen dos verbos para expresar esta acción, a saber, traducir y verter —cosa que por ejemplo no sucede en alemán—. Pues bien, nosotros vemos en estas alternativas que el propio idioma ofrece la posibilidad de acentuar matices y significaciones diversas. Es así que en adelante vamos a entender por “versión” el acto de traducir algo desde una lengua ajena a la propia. Por “traducción”, en cambio, entenderemos el acto de traducir algo desde la lengua materna a una ajena.

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Por otra parte, el hecho de que haya dos expresiones nos parece interesante aún en otro sentido: no existe algo así como una traducción “perfecta”, de manera que el criterio para verificar la adecuación entre los dos polos en cuestión —lo propio y lo ajeno— es siempre un criterio de perspectiva, del punto de vista desde el que se considera el asunto. De ahí entonces que domine o bien la perspectiva propia o bien la ajena, vale decir, que o hay asimilación de lo ajeno a lo propio —que es precisamente lo que entendemos por “versión”— o asimilación de lo propio a lo ajeno — que es lo que entendemos por “traducción”. Ahora bien, volviendo al Fausto, podemos decir que esta obra evidentemente constituye un caso de “versión”: es, en efecto, la “versión” gauchesca de la ópera Faust et Marguérite de Charles Gounod. He aquí el primer punto que nos ocupará. A continuación, por su parte, vamos a demostrar lo contrario, vale decir, que el Fausto es también “traducción”, o sea, asimilación de la subcultura gaucha a la cultura dominante de la burguesía. 3.1. El Fausto como “versión” No resulta, en verdad, difícil advertir que el Fausto constituye una “versión” de la ópera acomodada al mundo y a la conciencia gauchos. He aquí la fama de la obra, y así figura en las historias de la literatura. El juicio parece por de pronto acertado en cuanto a la lengua misma. Del Campo hace hablar cuidadosamente a sus gauchos según el código fonético del habla cotidiana y rural: es el caso de la transcripción continua de la desinencia “-ado” en “-ao”, la sustitución de las sílabas iniciales “vu” o “bu” por “güe” o contracciones como en “ciudá” (V: 364) o “Dotor” (V:389).30 A estas particularidades fonéticas se añaden otras de orden morfo-sintáctico, como la acentuación del imperativo en la última sílaba del pronombre “enclítico”, por ejemplo: “larguesé” (V: 181), “dejeló” (V: 265), “persinesé” (V: 301), “sientesé” (V: 72) o “aguardemé” (V: 73). Hay asimismo otras contracciones que no se entienden directamente. Se trata, en la mayoría de los casos, de interjecciones: “¡ahijuna!” (= ¡Ah, hijos de una…!) (V: 7) o “velay” (vedla ahí = “mire”) (V: 71). Otra categoría es la de las expresiones idiomáticas, giros y modismos, los que a menudo son a primera vista ininteligibles. A estos últimos se refieren, sobre todo, las notas de los comentadores de las ediciones escolares del

30 Estanislao del Campo (1994): Fausto. Notas de Noemí Susana García y Jorge Panesi, Buenos Aires: Ediciones Colihue; se abrevia con „V“, sigla que se refiere a los versos.

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Fausto. Así, vaya por caso, con respecto a la edición que estamos utilizando, una estadística simple da ya un resultado significativo: en total hay 166 notas; de éstas, 23 se refieren a expresiones que connotan las actividades profesionales del gaucho, su manera de tratar con caballos u otros animales. Pero puesto que normalmente una expresión es comentada una sola vez, hay que multiplicar estas cifras por dos o tres para tener la frecuencia “real” de estos giros en el texto. Hay, pues, una presencia preponderante en el texto del vocabulario —y por eso del mundo— “gauchesco”. En la mayoría de los casos, estas expresiones son empleadas en sentido figurado. Veamos, por ejemplo, la observación autocrítica de Pollo a comienzos de la cuarta parte: Ya se me quiere cansar el flete de mi relato… (V: 601s.)

Lo que significa, poco más o menos, que Pollo con su relato está cansándose como un “flete”, esto es, como un “caballo de sangre, lindo y brioso”, según la información de la nota dos. Su amigo le contesta quedándose al mismo nivel de las imágenes: Priéndale guasca otro rato; recién comienza a sudar. (ibid.)

Es decir: “Dale con el látigo; apenas está sudando” (la palabra “guasca” es de origen quechua), o sea: “no te creo, todavía no estás cansado, sigue no más…”. El mundo de los caballos está presente, pues, en la forma de un campo semántico, utilizado como repertorio de imágenes, metáforas y connotaciones. Es significativo que en este campo semántico del gaucho sólo aparezca el caballo, no la vaca: aquél, y no ésta representa al gaucho (que no es “cow-boy”). Sólo el caballo puede operar retóricamente como “sinécdoque” de la vida gauchesca. También el cuchillo funciona como “sinécdoque”. Igual que el caballo, éste es sinónimo de tal vida. Veamos ahora otro nivel de la “versión”, esto es, el de la acción. ¿Cómo ha visto Pollo los personajes “dramáticos”, los conflictos y la trama? A este respecto, la traducción corresponde a una rigurosa reducción. Pollo ha entendido sólo dos motivos: el del amor y el del pacto con el diablo. Mientras Fausto en su relato es el “dotor”, Margarita es “la rubia”; dos expresiones cuya función consiste en connotar ante todo la distancia social que entre ellos

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existe. De acuerdo a esta perspectiva, el conflicto inicial se presenta en términos insuperablemente simples: Pues como le iba diciendo, el Dotor apareció, y en público se quejó de que andaba padeciendo. Dijo que nada podía con la cencia [sic!] que estudió. Que él a una rubia quería, pero que a él la rubia no. (V: 273s.) [… ] Que de cansado de sufrir, y cansado de llorar, al fin se iba a envenenar porque eso no era vivir. El hombre allí renegó, tiró contra el suelo el gorro, y por fin, en su socorro, al mesmo Diablo llamó. (V: 289s.)

Al diablo, por su parte, se le introduce debidamente con harto azufre, pero aparte de eso, no crea mayores problemas para la manera de ver el mundo de Pollo. Constituye un elemento integrado a este mundo — elemento “milagroso” (pero no “fantástico”) según la distinción de Roger Caillois. Lo único que le parece fantástico o problemático dentro de este mundo, es el amor del “dotor” por “la rubia”. Cuando se trata de valorar este amor, los dos amigos llegan casi a un altercado:

Por hembras yo no me pierdo: la que me empaca su amor, pasa por el cernidor y… si te vi, no me acuerdo, (V: 657)

Quien está hablando es don Laguna. De modo grandilocuente extrae su sabiduría del tesoro de los refranes españoles. La reacción de Pollo es diferente. Parece que la pieza que ha visto lo ha impresionado realmente. Reconoce el poder del amor:

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Cuando un verdadero amor se estrella en un alma ingrata, más vale el fierro que mata que el fuego devorador. Siempre ese amor lo persigue a donde quiera que va: es una fatalidá que a todas partes lo sigue. (V: 669s.)

Parece que el conflicto le recuerda un caso de “amor fatal” tan frecuente en las letras del tango: … pienso, Don Laguna, que no hay desgracia ninguna como un desdichao amor. (V: 650s.)

3.2. El Fausto como “traducción” En suma: los ejemplos que hemos visto hasta ahora lo son de ese tipo de traducción cultural que hemos llamado “versión”. Se puede hablar de una versión auténticamente gauchesca de la cultura “hegemónica”, en el sentido de que ésta ha sido asimilada de modo coherente al vocabulario así como al ideario de la “subcultura” gaucha. En términos de la estética de la recepción, esta “asimilación” se presenta desde dos perspectivas muy diferentes: por un lado está la de los gauchos, manifestándose a nivel de texto; por el otro, la del lector, que sigue viviendo en el mundo de la cultura hegemónica. Ahora bien, en el momento de la lectura, las dos perspectivas van a encontrarse e inevitablemente van a producir un “choque de culturas”. Aquella que es puesta en tela de juicio e ironizada, resulta ser sin lugar a dudas la cultura hegemónica. Hay también pasajes, aunque en menor escala, caracterizados por la perspectiva inversa, o sea, ejemplos de “traducción”. He aquí un caso: Las olas chicas, cansadas, a la playa agatas vienen, y allí en lamber se entretienen las arenitas labradas. Es lindo ver en los ratos en que la mar ha bajao cair volando al desplayao gaviotas, garzas y patos.

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Y en las toscas, es divino mirar las olas quebrarse, como al fin viene a estrellarse en hombre con su destino. (V: 453s.)

¿Qué ha pasado? Evidentemente la intención del texto deja de ser satírica. Es como si don Pollo dejara de ser don Pollo el gaucho; como si su voz se transformara en una voz portadora del mensaje tradicional de la cultura oficial. En el citado pasaje, entonces, ya no hay asimilación de la cultura alta a la subcultura, sino al revés, de ésta a aquélla. El texto, al referirse de modo serio e inequívoco al espectáculo de la naturaleza, trata de comunicar una emoción intensa, de hacer partícipe al lector de una experiencia dramática y extraordinaria. Al lector mal instruido —en tanto que por un momento se olvida de la fonética gauchesca— el pasaje le hace pensar en el estilo sublime de un drama calderoniano. He aquí la prueba: don Laguna ya no aguanta más. Interrumpe a su amigo: ¡Ah Pollo! Ya comenzó a meniar taba: ¿y el caso? (ibid.)

Pollo, por su parte, asiente, prometiendo seguir con el relato: Dice muy bien, amigazo: seguiré contandoló. (ibid.)

Hay otros casos de “traducción”, por ejemplo la manera, entre amistosa y jovial, como se tratan mutuamente los dos amigos. No hay ningún compañerismo; se hablan con respeto y distancia; de ahí el uso del “don” y el “usté”. Falta curiosamente el “voseo”. La impresión que todos estos buenos modales dejan en el lector es ambivalente. ¿No es acaso posible que simplemente delaten su verdadera identidad, es decir, aquella de dos porteños distinguidos que se hacen temporalmente gauchos…? Veamos, para terminar, el problema de lo que hemos llamado la lucha por el reconocimiento. El interés del Fausto consiste en que retrotrae el conflicto a su punto de origen, es decir, al conflicto subyacente entre dos culturas: una cultura hegemónica de tradición europea y una subcultura autóctona de tradición gauchesca. El resultado de la lucha, en última instancia, es indeterminado. Hemos visto que se presenta en términos contradictorios: por un lado es cierto que se manifiesta, a lo largo del conflicto, otro sujeto cultural, representante de la “subcultura” y capaz de “desautomatizar” la

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cultura dominante, esto es, capaz de transformar lo ajeno en discurso propio; por otro lado, es cierto también que este sujeto diferente a menudo se desvanece, que pierde la fuerza (o el interés) de oponerse, que busca más bien el compromiso, la asimilación de lo propio a lo ajeno. En el primer caso, el resultado apunta a un modelo “poli-céntrico” de la cultura (en términos de Mercedes I. Blanco supra), es decir, una cultura constituida por la copresencia de una multitud de voces heterogéneas y diferentes; en el segundo caso, volvemos al modelo tradicional, esto es, a una cultura “mono-céntrica” (de tradición española-colonial).

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Capítulo 5:

Breve historia de la oralidad en la literatura argentina (II) Van a ocuparnos en este capítulo otros tres momentos constitutivos de la historia de la oralidad en la literatura argentina: el costumbrismo, el llamado “teatro criollo”y la obra de Manuel Gálvez, que fue durante un determinado período el autor de mayor éxito. El fenómeno de la masiva recepción de la obra de Gálvez aporta un criterio nuevo para nuestra historia. Hace necesario hacerse cargo de la pregunta por el campo literario en general en que se sitúa el problema de la oralidad durante la época que nos interesa. Vamos a ver que el propio Gálvez ha planteado el interrogante en su novela El mal metafísico. 1. Fray Mocho y el costumbrismo Recordemos brevemente lo alcanzado hasta aquí. Hemos visto como se manifiestan, en el texto de Estanislao del Campo, dos puntos de vista opuestos: una perspectiva, por así decir, auténticamente gauchesca, desde la cual la cultura “oficial” aparece ironizada; otra donde por el contrario se nota un afán de “mímesis”, o sea, de asimilación de la subcultura a la cultura hegemónica. Es fácil explicarse sociológicamente esta dualidad: el gaucho —hemos dicho— viene a la ciudad. La doble perspectiva es, pues, el efecto de un “choque de culturas”. Por otra parte, la idea de un gaucho que va a la ópera, amarrando su caballo al lado de carrozas de lujo de la alta burguesía, es graciosa, pero peca de inverosímil. Lo que justamente le falta al Fausto es aquello que le da la fuerza al Martín Fierro, esto es, el realismo. En el Fausto el gaucho viene a la ciudad, viene a la ópera. Si esta situación constituye una invención literaria, ¿cuál es entonces la realidad? ¿Cuál es la realidad del país? Ésta, hacia el fin del siglo XIX, está efectivamente marcada por un acelerado proceso de urbanización. Los que vienen a la ciudad, sin embargo, no son gauchos, sino en su mayoría extranjeros, inmigrantes. Si es un hecho indiscutible que una de las funciones fundamentales de la oralidad es la de señalar la inmediatez, o sea, la presencia del que habla; si por esta razón la oralidad desempeña la función de una “seña de identidad”, es evidente que, en tales condiciones, la oralidad gauchesca corresponde cada vez menos a este postulado. Nuevos sujetos van a entrar en escena. Con ellos, nuevos idiomas, nuevas oralidades, nuevos “modelos de identidad”, y por ende también, nuevos conflictos. Es así que surge un nuevo género (literario)

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que precisamente da cuenta de estas transformaciones: el llamado “costumbrismo”. La figura más destacada del costumbrismo argentino es José S. Álvarez, que escribe bajo el seudónimo de “Fray Mocho”. Álvarez nace en 1858 en Gualeguaychú, provincia Entre Ríos. Muere en 1903 en Buenos Aires. De su vida no se sabe mucho, claro que una información resulta cierta: escribió sin cesar, y es que se ganaba la vida como periodista. Alcanza el punto culminante de sus actividades entre 1898 y 1903. Sabemos además que Fray Mocho fue director de la revista satírica Caras y Caretas, en que publica sus obras más importantes, los Cuentos. Es indudable que el modo de escribir de “Fray Mocho” no corresponde a los gustos de la élite. Prueba de ello es la observación siguiente: Si la conversación recae sobre escritores, ni por broma citéis a Fray Mocho, porque es prueba de poco refinado gusto y educación deficiente conocer escritores que no se llamen Octave Mirbeau, Lamartine.” (Eustaquio Pellicer en Caras y Caretas, cit. por Marín 1967: 25s.)

Fray Mocho no puede gustar a la élite por tres razones. En primer término, los temas que escoge no son los temas de la élite, porque justamente Fray Mocho muestra la otra cara de la moneda “liberal”, demuestra que el modelo está en crisis. En 30 años, entre 1864 y 1895, la población de Buenos Aires había aumentado en un 255% (!). En 1895 de cada cuatro porteños, uno era extranjero. El resultado más llamativo de estas transformaciones demográficas es la formación de una nueva clase de pequeñoburgueses, que se compone, claro está, de los inmigrantes de la primera generación, pero también de criollos “viejos” y, con el correr del tiempo, de una minoría de empobrecidos descendientes de la élite en segunda o tercera generación. La característica más destacada de esta nueva clase es su movilidad, su inestabilidad, su “dinamismo”. Lo que le da una cierta unidad —no obstante su heterogeneidad fundamental— es el descontento con el estado de cosas de aquel entonces. He aquí el contexto en que nuevamente se plantea el problema de la identidad. En realidad, se plantea en nuevos términos, porque ésta es justamente la época en que se inventa el término “argentinidad”. Es evidente que se trata de un concepto fundamentalmente “nacionalista”. Sustituye, entre otras cosas, al viejo antagonismo de “unitarios” y “federales”, que tenía un carácter

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“interno”. Ahora, “argentinidad” se opone a todo lo que es considerado como “extranjero”, como “gringo”.31 La segunda razón por la que Fray Mocho está en conflicto con la “élite” es de orden estilístico. El suyo es un estilo en que entran todas las variantes del lenguaje coloquial en uso en la sociedad de aquel entonces: pronunciaciones a veces “fantásticas”, errores gramaticales, giros y modismos representativos de las cuatro partes del mundo, pero todo ello está tan lejos y es tan diferente de la norma del viejo casticismo, como por su parte es diferente y lejano el estilo de vida que llevan los que habitan la "babilonia" de los conventillos miserables respecto del estilo aristocrático de sus primeros moradores. El tercer elemento que suscita conflictos con la cultura hegemónica es de orden genérico: el costumbrismo de Fray Mocho no lo es a la española. Si éste es hijo del romanticismo, el de Fray Mocho es hijo del realismo. Es sobre todo realista el cambio de función del “color local”. Éste invita en el costumbrismo español a la identificación, es decir, a la experimentación de un sujeto colectivo, cuya voz está recogiendo precisamente el costumbrista. En Fray Mocho, en cambio, el color local —que en la mayoría de los casos es de índole lingüístico— no sugiere la identificación, sino más bien la diferencia. A continuación presentamos el resultado de la lectura de 16 Cuentos de nuestro autor, todos ellos aparecidos entre 1893 y 1903 en la revista Caras y Caretas. El esquema se circunscribe a tres aspectos: temática, estructura y sistema de valoraciones: título

temática

estructura

valoraciones

1. “En familia” (465)

oposición entre “criollos” y “gringos”: problemas de matrimonio; prevalece la perspectiva del padre de familia

diálogo; no hay narrador; oralidad

neutral

2. “Callejera” (592)

oposición entre “criollos” y “gringos”/ situación económica: miedo de los criollos de perder influencia e identidad por razones económicas

diálogo; no hay narrador; oralidad

neutral

31 El “gringo”, en la Argentina, es el inmigrante prototípico, a saber, el italiano. El significado no es, pues, como en otros países latinoamericanos, el de “rubio” o “norteamericano”.

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título

temática

estructura

valoraciones

3. “Entre dos copas” (515)

oposición entre “criollos” y “gringos”/ situación económica: el sistema político como mero formalismo; el arribismo de los gringos

diálogo; no hay narrador; oralidad

neutralidad por parte del narrador

4. “De baquet’a sacatrapo” (555)

oposición entre “criollos” y “gringos”/ situación económica: el arribismo de los gringos

monólogo

neutralidad por parte del narrador

5. “Mi primo Sebastián” (587)

política: arribismo de la nueva generación; el sistema político como mero formalismo

diálogo; función del narrador: manejo de la sátira; muchos modismos

crítica del sistema político

6. “Robustiano Quiñones” (602)

política: sátira de las perversiones del patriotismo; denuncia del egoísmo

diálogo; la función del narrador: manejo de la sátira; muchos modismos

crítica del sistema político

7. “Cuartelera” (459)

contexto militar: conflicto generacional; nostalgia del pasado; escepticismo

diálogo; no hay narrador; oralidad

neutralidad por parte del narrador

8. “El ahijado del comisario” (452)

contexto militar: oposición entre “criollos” y “gringos”; las fuerzas armadas como oportunidad de “arribar”; mérito contra patriarcalismo

diálogo; no hay narrador; oralidad

neutralidad, pero también simpatía por la posición de los extranjeros

9. “Regalos de boda” (608)

contexto militar: sátira del militarismo; las fuerzas armadas como espejo deformante de la sociedad

diálogo; no hay narrador; oralidad; denuncia de la retórica vacía de los militares

crítica del militarismo

10. “Entre el recado y la silla” (463)

conflicto generacional; esnobismo eurocéntrico: contexto social de los terratenientes; tradicionalismo criollo contra los principios de la modernización (tema del “viaje a Europa”)

diálogo; no hay narrador; oralidad

neutralidad por parte del narrador

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título

temática

estructura

valoraciones

11. “Después del recibo” (564)

sátira del esnobismo eurocéntrico: afirmación de la identidad criolla

diálogo; la función del narrador es insignificante

crítica del esnobismo eurocéntrico; la posición de Fray Mocho no es evidente

12. “El lechero” (439)

conflicto de las generaciones; nostalgia del pasado

oralidad limitada al discurso directo

tono nostálgico

13. “Entidá judicial” (613)

sátira de los modales de la gente de Buenos Aires; denuncia de la maledicencia

la función del narrador: manejar la sátira

crítica social

14. “Flirt” (516)

denuncia del cambio concerniente a las relaciones entre los sexos

diálogo; no hay narrador; oralidad

neutral

15. Leyendas enterrianas: “Más vale maña que fuerza” (445)

leyenda: competición entre el avestruz y la rana

no hay oralidad

moraleja típica del género

16. “Como víbora que ha perdido la ponzoña” (469)

leyenda: explicación del proverbio "parece víbora que ha perdido la ponzoña"

no hay oralidad

leyenda sin moraleja (?)

Pasemos brevemente revista al esquema. En lo que se refiere a la primera columna, es decir, la “temática”, los rasgos más destacados son los siguientes: 1° El tema preponderante de los Cuentos es, sin lugar a dudas, la oposición entre “criollos” y “gringos”. Está presente en cinco cuentos. 2° Una serie de temas está estrechamente relacionada con el anterior, y en cierta medida le confieren su especificidad. Entre los aspectos subordinados a la oposición preponderante entre “criollos” y “gringos” se encuentran los siguientes: aspectos “privados” (cf. “En familia”), económicos (cf. “Callejera”, “Entre dos copas” y “De baquet’a sacatrapo”), militares (cf. “El ahijado del comisario”) y , por último, políticos.

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3° Otro grupo de temas está subordinado al de la vida “privada”. Así son abordados: el matrimonio, el trato humano (los “modales”), las relaciones entre los sexos y entre las generaciones, etc. Son éstos motivos que pertenecen al repertorio “clásico” de la literatura “moralista”. 4° El siguiente motivo es el del arribismo y del eurocentrismo. También ellos están provistos de cierta independencia, aunque se relacionan con los motivos mencionados en los primeros grupos. 5° La última serie está constituida por temas de leyendas, los que visiblemente están fuera del contexto general de los Cuentos. Su presencia demuestra que la temática de Fray Mocho está lejos de limitarse al aspecto sociológico. Pasemos ahora a la segunda y tercera columna del esquema. Es evidente que hay una estrecha relación entre el problema de las “valoraciones” y el de las estructuras narrativas. En lo que se refiere a estas últimas, ha de interesarnos en especial la manera como Fray Mocho se sirve de las técnicas narrativas para dar realce a la oralidad. En relación a este problema, hay que distinguir cuatro grupos de textos: 1° Hay un grupo en que predomina el diálogo “puro”. Se trata de verdaderos diálogos “dramáticos” sin narrador explícito. En siete de los 16 textos esta estructura es la preponderante. Son, pues, ejemplos perfectos de “oralidad fingida”. Para el lector —sobre todo si es extranjero— constituyen los textos más difíciles de la colección, porque suponen un máximo de competencia lingüística. La ilusión de la “presencia” de los interlocutores es casi perfecta. No menos esencial, sin embargo, es la “presencia”, por supuesto virtual, del lector. Debido a la falta de narrador explícito, es él quien debe desempeñar la función del que "valora": De modo tal que, si el lector no entiende, se pierde todo el efecto de la “auto-denuncia” de los diálogos; se pierde justamente el fin que el autor trata de conseguir, o sea, el efecto satírico. 2° Otro tipo de textos —semejantes al primero— es el monólogo puro. Como estrategia retórica opera igual que el diálogo puro. 3° El siguiente grupo también tiene semejanzas con el primero. Mayoritariamente consta de diálogos en estilo oral. La diferencia está dada por el hecho de que hay también un narrador. Su función consiste en “manejar la sátira”.

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4° Hay un grupo que corresponde finalmente a los textos de “leyendas”. Resulta interesante compararlos con los de los tres grupos anteriores. Llama la atención que en estos textos vuelva a aparecer la figura del narrador caracterizada por su papel tradicional: está por encima de la “historia”, y es él quien maneja los sistemas de valores. Constatamos además que en estos textos el estilo oral está casi ausente. Veamos para terminar el aspecto valorativo, expresado en la última columna del esquema. Hay dos valoraciones que predominan: la neutralidad y la crítica. Si relacionamos las valoraciones con la temática, el resultado no puede ser más significativo: Fray Mocho se muestra netamente crítico y satírico cuando están en juego temas “nacionales”, por ejemplo, el sistema político, el sector militar, la moda eurocentrista, el deterioro de las cos-tumbres y de los modales, etc. Por el contrario, demuestra “neutralidad” cuando presenta el conflicto entre “criollos” y “gringos”. Es significativa esta neutralidad, por cuanto se refiere justamente al problema clave del momento histórico, es decir, a la re-definición de la identidad nacional en el sentido de la “argentinidad”. Ahora bien, este aspecto tiene que ser subrayado: Fray Mocho no se pronuncia categóricamente ni en pro ni en contra de los extranjeros. Ni condena explícitamente su “arribismo” ni su oportunismo —dos actitudes características también de los criollos—, ni tampoco los convierte en “víctimas”. La de Fray Mocho es, pues, una actitud que podríamos llamar “policéntrica”, en virtud justamente de su aparente neutralidad, actitud que postula una identidad más alla de las dicotomías, una identidad basada así en la aceptación de una pluralidad de “centros”. 2. El teatro criollo 2.1. Sainete criollo y lenguaje de la proximidad El costumbrismo es una respuesta literaria a la nueva situación históricosocial que atraviesa el país a consecuencia de las masivas inmigraciones producidas en las últimas décadas del siglo XIX. Otra respuesta —semejante al costumbrismo— es el llamado “teatro criollo”. Se asemeja al costumbrismo no sólo por sus temas, sino también porque, al igual que éste, es un género32 marcado profundamente por la oralidad. Como género el sainete viene de España. Su creador (se dice) fue Ramón de la Cruz (1731-1794), uno de los 32 Otras denominaciones del género también en uso: “sainete criollo” o “género chico criollo”; véase en este volumen, Markus Klaus Schäffauer: “‘Un idioma del diablo’: la oralidad en el género chico criollo”.

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pocos autores de la Ilustración española que pasó a la posteridad. Ya en el siglo XVIII el sainete fue un género de oposición. En efecto, se opuso a la tradición decadente pero todavía vigente del teatro del Siglo de Oro. Introdujo en su tiempo un realismo-avant la lettre, la crítica social y, sobre todo, el humor. También el “género chico” se creó en España: muchos sainetes no son más largos que los “entremeses”, destinados a divertir al público de los autosacramentales durante los intervalos. Tanto el entremés como el sainete (y, por supuesto, la “comedia”) son ejemplares del género cómico, que es el lugar donde está permitida desde la antigüedad la mezla de los estilos, donde por eso es aceptada desde siempre la oralidad, o sea, el realismo del habla popular. Como continuador de las tradiciones que acabamos de mencionar, el sainete criollo se constituye al mismo tiempo como un género propio con características específicas. Es en dos sentidos teatro popular: por una parte, el pueblo —esto es, su modo de vivir y de sentir, de pensar y sobre todo su manera de hablar— constituye el objeto, o más bien dicho, el sujeto, de la representación teatral; por otra parte, es un teatro cuyo público también es “pueblo”. En este sentido, el sainete criollo se distingue de la poesía gauchesca, cuyo público no son los gauchos, sino la gente de Buenos Aires. Esta reciprocidad entre el teatro y su público nos parece el rasgo más destacado del género chico. Es su gloria, pero también su miseria. Gloria porque es la clave de su éxito, basado en el principio de una mímesis directa y estricta. El espectador debe reconocerse en la escena, reconocer su mundo, sus problemas, su conflictos, pero sobre todo su lenguaje. De ahí la importancia de la oralidad, que es, claro está, “concepcional”, en el sentido justamente del modelo “pragmático” de la oralidad de los lingüistas Koch y Oesterreicher presentado en el capítulo primero. Recordemos que según estos autores el criterio para establecer la diferencia entre oralidad y escrituralidad no es solamente el factor del “medio”. Hay que tomar en cuenta también el factor “pragmático” de la “concepción”, vale decir, la intencionalidad comunicativa que está detrás de cada uno de los actos de lenguaje. De esta manera, la dicotomía entre los dos medios es sustituida por una escala que tiene dos extremos: la “lengua de proximidad” y la “lengua de distancia”. Ahora bien, parece que el sainete criollo resulta un caso prototípico para ejemplificar el término de oralidad concepcional: es cierto, por una parte, que se trata de un teatro de la oralidad en el sentido que acaba de señalarse, es decir, de un teatro que es, según su propia concepción, un teatro de la proximidad; por la otra, el término de oralidad concepcional permite

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entender que esta oralidad teatral no es de ninguna manera la reproducción fiel de una oralidad “real”, sino que es sobre todo una “creación” estética. Así, por ejemplo, el famoso “cocoliche” —esa mezcla tan típica entre el español y el italiano, que se atribuye al habla de los inmigrantes italianos de Buenos Aires— tiene su origen en una figura teatral, Antonio Cocoliche. Es ésta una figura estereotipada en el famoso Juan Moreira, una pieza que fue en cierta medida el modelo de lo que más tarde se denominó “teatro criollo”. La reciprocidad entre el teatro y su público, o sea, la mímesis directa y estricta del habla coloquial, constituye la gloria de este teatro, porque es la clave de su éxito. Pero es, como decíamos, también su miseria. ¿Por qué? Porque es en cierta medida su única clave, la clave “constitutiva” de este teatro. Para seguir con la metáfora: como mecanismo estético el teatro criollo deja de funcionar desde el momento en que la clave se torna un procedimiento demasiado usado; desde que ya no abre nada, porque todo lo que supuestamente abre ya se conoce de sobra. En otras palabras: su miseria consiste en la estrechez de los medios estéticos de que se sirve, en el peligro de una visión estereotipada.33 2.2. Alejandro Berrutti: Tres personajes a la pesca de un autor Vamos a ilustrar la argumentación con un ejemplo. El texto al que ahora nos abocaremos es una obra aparecida de 1927, época, pues, en que el rotundo éxito del género ya estaba definitivamente declinando. Se trata de la pieza Tres personajes a la pesca de un autor de Alejandro Berrutti. La obra es interesantísima por dos razones: si, por una parte, demuestra los límites del género, vale decir, justamente los límites del concepto de la oralidad “fingida”; por la otra, viene a afirmar—al quedarse en última instancia dentro de los límites señalados— las premisas estéticas del género, es decir, su “realismo”. En el centro de la pieza hay un motivo muy antiguo: el del “teatro dentro del teatro”. La acción de la pieza no es una acción cualquiera, sino justamente un sainete en tanto que sainete, o sea, la representación escénica de uno de ellos. Así, el cuadro primero representa “un ensayo general de una pieza que va a estrenarse” (V: 197). El cuadro segundo continúa esta situación. Otra vez presenciamos un ensayo de teatro, aunque en este caso el ensayo de otra pieza. Por eso, en la escena están presentes los “actores” (también el resto del

33 Ángel Rama en la Introducción a la antología Poesía gauchesca, llega respecto a este género una conclusión parecida; cf. pp. XLVII-XLVIII.

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equipo: el “autor”, el “traspunte” y el “apuntador”). Los actores, sin embargo, desempeñan dos papeles diferentes: el de “actores” (reales) y el de “personajes” (fingidos). Se representa, pues, tanto la acción “fingida” de la pieza que se está ensayando como la acción “real”, esto es, la realidad de los actores como hombres de “carne y hueso”. Pero no debe olvidarse que todo está “representado”, todo es acción teatral, tanto la “ficción” del sainete en cuanto objeto del ensayo, como la realidad pretendidamente “real” de los actores. Estamos, así, ante una clásica “mise en abyme” (según la terminología de Lucien Dällenbach). En todo caso, lo que a Berrutti le interesa no son las implicaciones filosóficas del motivo —aunque es indudable que el título del sainete se refiere más o menos explícitamente a la famosa pieza de Luigi Pirandello Sei personaggi in cerca d’autore (de 1921). Lo que le interesa a Berrutti es el aspecto de la recepción, de la reciprocidad entre teatro y público al que acabamos de referirnos. Ahora bien, también este aspecto está representado: es que, durante el ensayo que se desarrolla en el cuadro segundo, se presentan tres personas que habían presenciado el estreno de la noche: Pascual, Isolina y Felisa. Perentoriamente piden que se modifique la pieza porque, así declaran, se habían sentido “directamente aludid(os)” (V: 208) en la obra en cuestión. Al igual que todo lo que se dice y se representa en la pieza, también esta escena permite por lo menos dos lecturas. Una (el punto de vista de los tres espectadores) es ésta: la pieza es un fracaso porque efectivamente interfiere en la vida real de los espectadores; es un fracaso porque tendencialmente ya no es “teatro”; se suprime lo que es constitutivo suyo, es decir, la distinción entre “representación” y “realidad”; se suprime, pues, tendencialmente el carácter de “ficción”. Otra lectura posible (el punto de vista del autor, del autor “fingido” claro está) es que la pieza fue un éxito, porque tuvo un efecto más allá de lo que había de esperarse: la mímesis de la pieza fue tan eficiente que los espectadores no sólo aceptaron la realidad como “verosímil”, sino que incluso llegaron a confundir el modelo verosímil con la “verdad” misma. Es fácil demostrar, sin embargo, que la pieza propiamente tal, no obstante el hecho de que pone de modo contundente en tela de juicio los presupuestos “realistas” del género, se queda dentro de esos mismos presupuestos. En efecto, si hay una puesta en tela de juicio, ésta se limita a la estructura estética del “teatro dentro del teatro”, vale decir, a la estructura dramática de la pieza en general; no se transmite en iguales términos a la persona ni a la identidad del protagonista. Por eso no importa si estamos enfrentados al Pascual “fingido” o “real”; no es decisivo si escuchamos las palabras del “hombre de

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honor” o las que confidencialmente, en tanto que “actor” real, él comunica al “autor”: las informaciones en el fondo quedan intactas. No son sino variantes de un estereotipo caro al sainete: Pascual es el prototipo del italo-argentino — fanfarrón, machista, pretencioso, pero sobre todo ridículo. Al fin y al cabo: como habla el personaje, así es en realidad. Esta afirmación de los presupuestos del realismo en una época en que ya se habían publicado los primeros manifiestos vanguardistas no es privativa de Berrutti, sino constitutiva del género chico. Ello tanto en sentido estético como económico. Por eso se ha hablado de la miseria del género: cuando las condiciones macro-históricas que lo habían posibilitado ya no se dan, el género comienza a declinar. Al hablar de “condiciones macro-históricas” nos referimos evidentemente a la época caracterizada por el fenómeno de la inmigración masiva, es decir, al hecho de que ciertos sectores cada vez mayores de la sociedad argentina experimentan la necesidad de auto-definirse. Hemos visto que el teatro criollo durante mucho tiempo responde a esta necesidad. Y lo hace gracias al elemento clave de la oralidad —oralidad por cierto fingida; o sea, una oralidad que, como “lenguaje de la proximidad”, le permite al público espectador la perfecta comunicación face-to-face, es decir, la comunicación imaginaria consigo mismo—. Permítasenos una hipótesis: parece que los medios masivos, a partir de los años 20 van a asumir el papel que antes asumió, en parte por lo menos, el teatro criollo. Los medios masivos van a ser el nuevo teatro de la oralidad —oralidad “secundaria” según la terminología de Walter Ong—, donde un público cada vez más heterogéneo busca el lugar imaginario de su “identidad”. No creemos habernos equivocado: el “teatro dentro del teatro” puesto en escena en Tres personajes a la pesca de un autor es efectivamente la expresión de una crisis, es decir, de una crisis dentro del “campo literario” de la época. Ahora bien, debemos tener presente que el novelista Manuel Gálvez, 10 años antes, ya había evocado esta crisis de manera perfecta en su novela El mal metafísico (1916). 3. ¿Cómo tener éxito en las letras argentinas? A propósito de Manuel Gálvez: El mal metafísico 3.1. El problema de la profesionalización La obra de Manuel Gálvez (1882-1962) despierta hoy en día poco interés. El autor es considerado como un escritor de segunda o tercera categoría. Su obra se ha eclipsado ante el prestigio de la nueva literatura argentina que comenzó a florecer, con el boom de los vanguardismos, en los años 30. El hecho de que

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Gálvez fuera el autor más leído de su época, el hecho mismo de su asombroso éxito de antaño, se ha transformado en un dato irrelevante de la historia de la literatura, sólo conocido por los especialistas.34 Para nuestro contexto, sin embargo, el caso de Gálvez sigue despertando un especial interés; es sabido que Gálvez ha tenido una conciencia precisa de la profesionalización. Se consideró a sí mismo el primer escritor profesional de las letras argentinas. ¿Qué significa aquí “profesionalización”? No cabe duda de que para Gálvez el término tenía, ante todo, un significado económico: el escritor profesional es aquel que sabe vivir de su propia pluma. En otras palabras: es un autor que tiene éxito. Es entonces que surge la pregunta de cómo tener éxito en las letras argentinas. He aquí el lema no sólo de la biografía real de un extraordinario escritor, sino también el de una de sus novelas más interesantes: El mal metafísico (de 1912).35 Su tema es la biografía de un escritor fracasado. Carlos Riga, el protagonista de la novela, es justamente un escritor que no tiene éxito, pero que sueña con tenerlo efectivamente: Mi ideal, ¿sabés cuál es? Conseguir un empleo, un buen empleo, que me permita realizar mi obra, tener una casita con jardín en los alrededores de Buenos Aires, casarme con Lita, vivir una existencia feliz y laboriosa… (cit. por Szmetan 1994: 127)

Su sueño es, pues, también la profesionalización en el sentido antes indicado. Aunque es evidente el ingrediente autobiográfico de la novela, Carlos Riga, con todo, no es Manuel Gálvez, ni positiva ni negativamente. No constituye una copia de la realidad, sino una creación artística de Gálvez. Varios elementos, por decirlo así, entran en la composición del personaje. Al principio es un romántico, un bohemio. Representa, pues, al típico escritor latinoamericano finisecular. Más tarde sus poemas connotan rasgos modernistas. Al final de su carrera, cuando ella se inclina definitivamente hacia el lado de la decadencia, se interesa por la literatura nacional. Pero si la figura de Carlos Riga es artificial, no lo son de la misma manera las circunstancias a las cuales el protagonista debe enfrentarse en su tenaz y desesperada lucha por el reconocimiento. Por el contrario, la invención del personaje es un recurso

34 Entre ellos Ricardo Szmetan, uno de los pocos historiadores de literatura actuales que se interesan, más allá de las etiquetas, por la obra de Gálvez; véase su ensayo La situación del escritor en la obra de Manuel Gálvez (1916-1935), New York 1994, así como nuestra reseña del libro, en: Notas, Vol. 3 (1996), pp. 115-117. 35 Manuel Gálvez (1949): El mal metafísico, en: Obras escogidas. M adrid: Aguilar, pp. 393691 (citado como "M M").

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estético que le sirve a Gálvez para esbozar, al modo de la novela experimental concebida por Émile Zola, un panorama de la situación de la literatura argentina alrededor de los años 20, o sea, en palabras del sociólogo francés Pierre Bourdieu, un modelo verosímil del campo literario de los años veinte. El problema de la “profesionalización” —o sea, el del éxito de Riga o de cualquier otro escritor del momento— equivale, pues, al problema de imponer el propio modelo literario a los modelos alternativos que constituyen este campo. Veamos por de pronto cuáles son las posiciones que constituyen este campo. 3.1.1. La posición “eurocéntrica” En la novela esta actitud es representada, sobre todo, por la francofilia de Eduardo Itúrbide, uno de los más viejos amigos de Riga desde los años de la universidad. Itúrbide pasa con su familia una temporada en París;sus autores predilectos son los autores a la moda del fin de siglo: Renan, Verlaine, Maeterlinck, Anatole France, un desconocido que se llama Rodembach (MM: 425), los filósofos Nietzsche y Schopenhauer, pero también algunos clásicos como Montaigne y Voltaire (MM: 426). Para Riga, la posición eurocentrista de Itúrbide carece de verdadera atracción, aunque, por su amistad con él, está en contacto con tal postura. El mismo Itúrbide en parte la abandona al constatar que la demanda del público está cambiando: Ahora preparaba una novela, cuyos personajes eran argentinos, pero cuyo asunto ocurría en París, en Venecia y en Roma; y deseaba que Flaschoen se la editara. (MM: 648)

3.1.2. La posición modernista En cierta medida, la actitud modernista es el punto “cero”, el punto de partida de todas las carreras representadas en la novela. Corresponde a las reuniones entusiastas de los jóvenes bohemios en el café La Brasileña. Cuando se reúnen allí, parece que los amigos están todavía de acuerdo sobre algunos puntos esenciales: la crítica de los hábitos “burgueses”, el culto de la belleza absoluta, la convicción de representar ellos mismos una élite, la punta de lanza de una evolución cuyo signo es la “modernidad”. Pero la posición misma está sujeta a cambio. Opera como punto de partida, nada más: cuando Riga lee a sus amigos su primer poema, que no es sino una desabrida imitación del famoso Nocturno de Asunción Silva, es acogido con sarcasmo. Cuando más tarde los amigos vuelven a reunirse para asistir a la recitación de la primera pieza de teatro del poeta, el aplauso es sincero, pero Riga sabe que

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ello no equivale al verdadero éxito que está buscando. ¿Cuál es entonces el éxito que persigue? La respuesta está implícita en la tercera posición. 3.1.3. La posición “criollista” La tercera postura, en efecto, es la del así llamado teatro “nacional”, es decir, del teatro criollo que nos ha ocupado en el capítulo anterior. Si es verdad que la “argentinidad” —por lo menos en el sentido en que la entienden los representantes del teatro criollo— no corresponde exactamente a la posición del propio autor, llama la atención el espacio que le concede en relación a las otras. Es evidente que la posición le interesa, hasta le fascina. Por eso es ampliamente representada, tanto a nivel del argumento como a nivel lingüístico propiamente dicho. El error de Riga, sin embargo, consiste en que no sabe distinguir entre esta fascinación y la necesidad de encontrar un camino propio. Pero dejemos por ahora la posición criollista. Veamos, por de pronto, la cuarta posición. 3.1.4. La posición del escritor nacional profesionalizado Parece que es ésta la posición con que el propio Gálvez trata de identificarse. En la novela es una actitud que es definida sólo en términos negativos: no corresponde a la modernista ni a la criollista, sino a una postura intermedia. El problema consiste, pues, en superar el modernismo sin caer por eso en el criollismo. Riga está encaminándose en la dirección correcta, lo que se demuestra no solamente por su último drama, sino también por una nueva colección de poemas —Los jardines místicos— cuya segunda parte “se componía de veinte poemas de índole realista, escritos en el idioma de todos los días, versos innovadores en cierto modo, que revelaban el odio a la belleza convencional y a las jergas poéticas” (MM: 613). No es una receta infalible, pero indica una dirección: el escritor nacional se define, ante todo, por los temas que va a tratar; apartándose del universalismo modernista, presta atención a la realidad cotidiana en que vive. Estéticamente también se aparta de los principios modernistas, esto es, del “culto de la belleza” manifestado justamente en la búsqueda de imágenes y de palabras preciosistas. Superar el modernismo sin caer en el criollismo: en definitiva la solución del problema que al escritor nacional se le plantea consiste en un compromiso. O sea, en un distingo, en una diferenciación que, si bien está ausente en el teatro, en cierta medida es “connatural” al género narrativo. Consiste en la diferencia entre historia y narración (en términos de Roland Barthes), o sea, dicho en

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términos más sencillos, en el hecho de que el narrador se exprese en otro lenguaje que aquel con que hace hablar a sus personajes. 3.2. La oralidad puesta entre comillas Parece que esta distinción entre historia y narración, escrupulosamente respetada en El mal metafísico, fue la fórmula que no sólo le permitió a Gálvez alcanzar el compromiso necesario, sino que además constituyó la base de su éxito como primer escritor nacional profesionalizado. La fórmula lo es de una oralidad entre comillas. No estamos hablando en metáforas. Las comillas son auténticas. Junto con las notas a pie de página resultan las señas más visibles de que se sirve la cultura escritural para domesticar la oralidad salvaje. Su función consiste en diferenciar las buenas de las “malas” palabras, la retórica eufónica de las expresiones “malsonantes”, la civilización —en materia de lengua— de la barbarie —de la subcultura lingüística— etc. No sólo hay que poner entre comillas la subcultura, sino que también es preciso comentarla, explicarla, condenarla en términos éticos (si la ocasión se presenta). He aquí el oficio de las notas a pie de página. A nivel de la estructura narrativa, lo que corresponde a las comillas es la mencionada disociación entre lo narrado y el acto de narrar. Gracias a esta estructura el lector es capaz de ver y observar la oralidad sin participar en ella. Esta estructura es característica de una actitud que puede calificarse de voyeurismo social. Ya hemos visto como —tendencialmente por lo menos— este voyeurismo es superado en el teatro; como en Tres personajes a la pesca de un autor el tema de la pieza es justamente la superación de esta escisión. Hemos visto asimismo que Berrutti, aunque da el primer paso, se niega a dar el segundo; como, por consiguiente, no sólo vuelve al llamado realismo, sino también al voyeurismo. Pues bien, la superación definitiva de la disociación sólo ocurre cuando se entra en la fase de la literatura “moderna”. Podemos apreciarla por vez primera en las obras de Borges y de Cortázar.36 Antes de ocuparnos de estos autores, sin embargo, veamos todavía un ejemplo concreto de esta oralidad entre comillas; ejemplo, pues, de ese voyeurismo narrativo tan característico de Gálvez. 3.3. Oralidad puesta entre comillas: un caso En términos generales ya conocemos el contexto: Riga, no contento con el aplauso de sus amigos, se acerca a uno de los representantes del “género

36 A este propósito, véase el último capítulo.

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chico”. Se trata de un tal Pedro Caporal, “director” del teatro Minerva. Riga viene a ofrecerle su nuevo drama. Esta escena resulta clave para nuestro tema. Por eso vamos a comentarla con detenimiento. La escena está introducida por un diálogo entre Riga y su amigo Heleno. El tema del diálogo es el valor intrínseco del teatro criollo. Mientras Heleno reacciona con su consabido escepticismo, insistiendo en la categoría de “literatura subalterna”, Riga por su parte se muestra defensor entusiasta del “teatro argentino” (MM: 588). Según él, se trata de: [una] literatura que despierta el amor al heroísmo y a la libertad, que nos penetra del espíritu de la Pampa, no es una literatura subalterna. Para mí vale más que nuestros versos pretenciosos y extranjeros y que gran parte del repertorio teatral, más evolucionado, sin duda, que le siguió. (MM: 591)

Para dar énfasis a su apreciación, le cuenta a su amigo un incidente ocurrido durante una representación: uno de los espectadores se había precipitado a la escena, alzando un puñal, para defender al gaucho Juan Moreira contra los que iban a meterlo preso. A su vez, al llegar la policía a detener a este perturbador, el público intervino en su favor, de modo que los policías no tuvieron más remedio que soltarlo. La anécdota es muy significativa. Estructuralmente no puede menos que recordarnos la pieza de Berrutti arriba comentada: tanto el tema de la anécdota como el del sainete deben ser intepretados como invitación a superar la frontera entre ficción y realidad. Ahora bien, lo que a Riga se le presenta como el valor intrínseco de esta literatura —la supresión justamente de tal frontera como prueba definitiva de su carácter “popular”—, para Berrutti no es sino un motivo más del juego teatral (sin valoración positiva ni negativa). Gálvez, a su vez, parece considerarlo simplemente como un error. En efecto, la escena siguiente —es decir, la visita de Riga al teatro Minerva— no constituye sino una serie de equivocaciones. En efecto, Riga pretende en su conversación con el “director” que el valor del “género chico” es comparable al estándar del gran teatro universal, al teatro francés y español, a las obras maestras del mundo entero (cf. MM: 593). El director, por su parte, insiste en un solo criterio, que es, el aplauso del público. Riga está de acuerdo en aceptarlo, pero a condición de que el aplauso venga de un público “culto”. “No”,dice el director. Lo que cuenta es sólo el aplauso del “paraíso”, es decir, de gente que entra casi sin pagar. Ellos son los verdaderos conocedores del mundo del teatro; son más inteligentes que todos los críticos del mundo (cf. MM: 593). Al bajarse el telón, Riga da una prueba de su ignorancia respecto de la cultura popular: “¡Qué vergüenza!”

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exclama ante el aplauso frenético del público. “No debía permitirse que hubiera claque.” “Esto no-es-la-cla-que”, lo corrige el amigo que lo acompaña (MM: 594). Riga, empero, sigue equivocándose. Insiste en que el director opine sobre el “drama” que le quiere presentar. Gálvez, por su parte, no se equivoca. Por el contrario, trata de evitar todo tipo de confusiones y ambigüedades. Cautelosamente introduce a su lector a un mundo que se supone éste desconoce. A diferencia de la dramaturgia de Berrutti —basada en la confusión intencional de los planos—, contrariamente también a la idea equivocada que Riga se ha formado del mundo que está a punto de pisar, Gálvez despliega todos los recursos de su arte para guardar distancia. No comparte el punto de vista de su protagonista, sino que construye una perspectiva “objetiva”, la de un narrador omnisciente, omnipresente. Es esta perspectiva de un observador “neutral” que el lector es invitado a compartir. Un primer ejemplo de ella es la descripción de un curioso individuo llamado Pedemonte, que acompaña al director a la hora de la lectura del drama. Escuchemos el texto (mejor dicho: veamos lo que dice): Era un hombre como de treinta años, alto, de bigotes caídos, de piernas largas y talle corto, y que al caminar hacía un movimiento combinado de caídas compadronas e inclinaciones hacia adelante. […] ostentaba el mayor aspecto de compadrón que Riga había visto en su vida, y era prodigiosamente sucio. Sus largas uñas y el cabello y los puños de la camisa estaban de luto riguroso. El pelo le crecía silvestremente por todas las inmediaciones de la cabeza, y debía de hacer por lo menos un año que allí no entraba tijera. La cara estaba en relaciones nada cordiales con la navaja de afeitar; y en cuanto a los arrabalescos botines que llevaba, podía afirmarse que no conocieron jamás la simulación del betún. La ropa no era quizá vieja, pero sí espesamente mugrienta. En el saco blanqueaban vastas zonas de caspa que el Vesubio de la cabeza alimentaba sin cesar; debajo de los pantalones, que formaban en las rodillas un ángulo obtuso, asomaban las tiras de los calzoncillos. (MM: 600)

La estrategia narrativa corresponde a las leyes fundamentales de la sicología de la percepción: lo extraño, para ser percibido, ha de ser expuesto primero a la vista, después al oído. Así pues, una vez que Gálvez ha presentado visualmente al individuo, recién entonces permite que el lector lo escuche; éste, en efecto, se ha preguntado quién es el susodicho. Aquí tenemos una respuesta: Pedemonte “[… ] fastidiado de que no supiesen quién era, con su voz de suburbio, limpia de toda civilización, lo único limpio en él, contestó, echando la cabeza hacia atrás y pasándose la mano por la nemorosa cabellera: — Soy el director artístico de la compañía.” (M M: 600s.)

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El individuo, Pedemonte, finalmente ha hablado, pero a la vez se puede decir que no ha hablado, en cuanto que el narrador en cierta medida habla todavía en su lugar. La cita que se acaba de presentar constituye la primera frase directa del sujeto y la última frase de una larga descripción que de él hace el narrador, y que sirve de introducción al discurso propio de aquél. Ahora bien, cuando Pedemonte habla, lo hace como realmente parece ser, a saber, como un representante real de la subcultura del teatro popular. Su habla refleja el mundo en que vive, y que es el mundo de la oralidad —una oralidad, sin embargo, construida, o sea, fingida por el narrador—. La primera frase que realmente pronuncia es un comentario sobre el drama de Riga, cuando éste ha terminado la lectura. Escuchemos: “Hay ecena muy larga, hay ecena…”, dice (MM: 601). Más bien dicho: lo hace decir el narrador. Pero apenas pronunciada la frase, el narrador vuelve a interrumpirlo para comentar lo que acabamos de oír. Escuchemos el párrafo completo: Hay ecena muy larga, hay ecena, — dijo el director artístico, pronunciando las vocales muy abiertas, suprimiendo las eses finales, alargando la última sílaba acentuada de la frase, y repitiendo las primeras palabras, como los compadrones. (MM: 601)

Comentario exhaustivo que no necesita explicaciones. Parece que el narrador nos considera ahora lo suficientemente preparados como para escuchar ejemplos más largos del habla de Pedemonte. A éste se le conceden tres entradas: primero, una sola frase; después, dos frases, y por último, un pequeño párrafo entero. Desde el punto de vista del contenido, no es nada espectacular. A Riga le explica que su drama no vale para su teatro; hasta procede a consolarlo porque él mismo —Pedemonte— había tenido sus experiencias: sólo al cabo de muchos fracasos había aprendido el arte de escribir para el teatro; recién ahora podía decirse que lo poseía… 4. Un resumen Hemos vuelto al problema que nos ha ocupado antes, o sea, al concepto de la historia de la oralidad como “lucha por el reconocimiento”, específicamente reconocimiento de la norma lingüística del habla cotidiana en la literatura argentina. Tomando en cuenta el fenómeno de la lucha, puede decirse que la oralidad, con Gálvez, ha ganado una batalla, pero todavía no la guerra. La victoria parcial que ha alcanzado radica en que se le concede por lo menos el derecho de vivir, esto es, de existir dentro del sistema tradicional de la literatura. Ya no se trata sólo de un género aislado, marginal —fácil de negar

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y de excluir del canon de la buena literatura—, como el “género chico”. El derecho de vivir se refiere más bien a la novela, el género por excelencia de la burguesía. Tanto más estrictas, sin embargo, son las restricciones que se le imponen al recién llegado. Es un régimen de “compartimientos”, muy parecido al régimen del apartheid que casi en la misma época se inventó para permitir la convivencia entre razas diferentes. Se trata de un régimen de la oralidad representada, fingida. No cabe duda de quien es el dueño de la casa, de quien representa. El régimen de la oralidad fingida es, así, el régimen de la mirada desde fuera; o sea, la mirada sobre la oralidad. De ahí que se imponga el término voyeurismo, en el sentido de que no se les permite a los sujetos que son representados manifestarse por su propia cuenta. Todavía no es el régimen de la mirada recíproca (estructura que se encuentra tan frecuentemente en los textos, por ejemplo, de Julio Cortázar). Por eso todavía no hay interpenetración, intertextualidad entre oralidad y escrituralidad.

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Capítulo 6:

Breve historia de la oralidad en la literatura argentina (III) 1. “Oralidad” y “discurso” Este último capítulo está dedicado a dos escritores, en cuyas obras se gesta una ruptura de tal envergadura que le ha cambiado el rumbo a la historia de la oralidad en la literatura argentina, lo cual se extiende hasta la actualidad.37 Se trata ni más ni menos que de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar. A la pregunta por el sentido de esta ruptura, se puede decir de manera general que consiste en el hecho de que deja de funcionar el discuso de la oralidad tal como surge y se desarrolla a partir del siglo XIX —cosa que hemos podido analizar en los capítulos precedentes. Para entender el alcance de nuestra hipótesis, hay que preguntarse previamente cómo es que funciona un discurso. Según una de las principales tesis de Michel Foucault en Arquéologie du savoir, lo propio de los discursos es su “positividad”. Son ellos los que definen, en cierta medida, las posibilidades de la episteme antropológica de una determinada época, es decir, los esquemas cognoscitivos según los cuales la gente que vive en un tiempo histórico determinado suele definirse a sí misma, a sus contemporáneos y al mundo que lo rodea. Como hemos podido apreciar en los capítulos precedentes, resulta incuestionable que el fenómeno de la “oralidad” en la literatura argentina equivale a un “discurso” en este sentido. Como cualquier discurso también el de la oralidad tiene una “referencia”. Ésta no es otra cosa que la famosa “argentinidad” de la que se habla programáticamente desde principios del siglo XX, esto es, el problema de la “identidad” argentina. Pues bien, es indudable que la estructura de los discursos opera conforme a una lógica

37 Por supuesto que no estamos hablando en términos de una causalidad estricta. Si bien es cierto que “Hombre de la esquina rosada” (uno de los textos a comentar) tuvo una considerable “influencia” — aunque quede para investigaciones ulteriores averiguar como hay que entenderla concretamente— , no se puede decir lo mismo de “Las puertas del cielo” de Julio Cortázar (el segundo de los textos a comentar). Por otra parte, en el caso de “Hombre de la esquina rosada” nuestro análisis no queda limitado al texto publicado en 1936, sino que se refiere a toda una serie de textos publicados antes y después. En efecto, el conjunto de esos textos constituye esa historia diferente de la oralidad, que es lo que nos interesa en este último capítulo. En cuanto a “Las puertas del cielo”, nuestra tesis consiste simplemente en demostrar que el texto de Cortázar forma parte de esta historia diferente. Nuestra hipótesis no consiste, pues, en postular una causalidad discutible, sino en demostrar la ejemplaridad de los textos en cuestión.

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dicotómica, es decir, que funciona como un sistema de oposiciones, constituido por afirmaciones y negaciones. En lo que se refiere a la oralidad en la literatura argentina, algunas de las oposiciones que más resaltan en este discurso son las siguientes: oralidad

escrituralidad

idioma nacional

español peninsular

cultura autóctona

cultura europea

criollos

inmigrantes

gauchos federales Hernández nacionalismo tradicionalismo

A

versus

porteños

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unitarios Sarmiento universalismo modernidad

En términos de análisis de los discursos, lo que importa es que se mantenga el sistema de las oposiciones. Los contenidos en sí son de orden secundario; en última instancia se puede decir que son intercambiables. No importa, por eso, si Sarmiento reclama la identidad argentina en nombre de los valores europeos o que Hernández lo haga en nombre de los valores autóctonos de la Pampa: se afirma en ambos casos el mismo sistema de oposiciones, el mismo discurso de la identidad. Asimismo tampoco importa que los protagonistas de las respectivas historias se presenten como gauchos auténticos —como en el caso del Martín Fierro de José Hernández—, o que lo hagan sólo como unos gauchos alegremente disfrazados —como en el Fausto de Estanislao del Campo—. Por otra parte, a la hora de presentarse el nuevo grupo de figuras representativas de la “argentinidad”, como son los famosos compadritos surgidos en los arrabales de Buenos Aires, no tiene relevancia alguna en este caso, que se trate de individuos representados, ya sea como delincuentes vulgares (como en Historia de arrabal de Manuel Gálvez), ya como héroes hipotéticos (como en “Hombre de la esquina rosada” de Jorge Luis Borges): los dos se caracterizan ante todo por su lenguaje, por la oralidad de su habla, que les asigna su respectiva posición dentro del sistema, es decir, dentro del discurso. Encontramos el mismo discurso, a su vez, en el costumbrismo y en el teatro criollo. Es el mismo porque se mantiene el sistema de las oposiciones —oralidad versus escrituralidad,

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idioma nacional versus español peninsular, criollos versus inmigrantes—. Frente a lo inconmovible del discurso, pasa a segundo plano el problema de la identidad de los individuos como tales, esto es, el de quién es y quién tiene el derecho a considerarse como “argentino”. La estabilidad de los discursos estriba, pues, en la estabilidad de las oposiciones que los constituyen, pero a partir de los años 30 se anuncia la ruptura ya mencionada. De manera ejemplar puede ser observada en la obra de Jorge Luis Borges. Un texto clave que permite estudiarla es el famoso cuento “Hombre de la esquina rosada”. 2. Jorge Luis Borges: “Hombre de la esquina rosada” 2.1. Borges y la “argentinidad” A manera de introducción al cuento es indispensable echar una breve mirada al contexto general de la literatura argentina de los años 30. Por de pronto, hay que subrayar la importancia de la vanguardia. En efecto: al regresar de Europa donde mantuvo estrechos contactos con los ultraístas españoles, el joven Borges se transforma en uno de los iniciadores más decididos de un vanguardismo, por así decir, “local”. Entre las consignas del movimiento se encontraba entre otras la preocupación por el problema nacional, o sea, el de la identidad argentina. Es así que casi no se percibe como una contradicción el hecho de que la revista más representativa del movimiento adopte el nombre de Martín Fierro, o sea, el título de una obra literaria que, por su escritura intencionadamente tradicionalista, está en franca oposición a los propósitos iconoclastas de la vanguardia. No es una contradicción porque hacer referencia a la figura emblemática de Martín Fierro se entiende, en primer lugar, por razones ideológicas. Se lo escoge —y no por ejemplo al Facundo—, porque se considera que el Martín Fierro realizó en su época la misma obra “nacional”, o sea, “anti-burguesa”, que los representantes del movimiento se proponen. No es extraño, pues, que entre los elementos representativos de este espíritu vanguardista también se encuentre el tema de la oralidad, o sea, según la fórmula del famoso Manifiesto de “Martín Fierro”, la “fe en nuestra fonética, en nuestra visión, en nuestros modales, en nuestro oído, en nuestra capacidad digestiva y de asimilación.”38 Evidentemente la fórmula constituye todo un emblema de lo que acabamos de llamar el discurso de la oralidad. Lo

38 Revista Martín Fierro 1924-1927 (1995): Edición facsimilar. Estudio preliminar de Horacio Salas. Buenos Aires: Fondo Nacional de las Artes, p. XVI.

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es porque no solamente sigue funcionando dentro de un sistema de oposiciones, sino que aun más parece que las está agudizando. Así, según el Manifiesto, la “fe en nuestra fonética” no sólo es la expresión de la propia idiosincrasia cultural, sino que también es posible oponerla a “nuestro nacionalismo intelectual, hinchando falsos valores”. Al esquema de las oposiciones antes esbozado hay que añadirle, entonces, la de “verdad versus falsedad”. Por cierto que los escritos del joven Borges están llenos de este fervor nacionalista: con el mismo entusiasmo como del lado de allá, es decir, en Europa, había descubierto la literatura universal, ahora del lado de acá se pone a descubrir El idioma de los argentinos, Las calles y el Fervor de Buenos Aires, la Historia del tango y, sobre todo, da con un poeta vernáculo llamado Evaristo Carriego. Este fervor alcanza tal extremo que años más tarde, cuando Borges ya está preparando sus Obras completas, intenta ocultar parcialmente este hecho, en cuanto que se niega a permitir la reimpresión de lo que considera como pecados de juventud, entre ellos varios de los ensayos más importantes de la época: El tamaño de mi esperanza, Inquisiciones y la ya mencionada colección El idioma de los argentinos. Dentro de esta perspectiva se entiende que el texto más famoso de este período —el cuento “Hombre de la esquina rosada”— haya pasado siempre por ser la expresión más auténtica de la ideología de aquel entonces. Es un texto que parece reunirlo todo: lenguaje coloquial, una historia y un personaje de arrabal auténticos, y no solamente vistos desde fuera como en la citada novela corta de Gálvez. En efecto, comparado con Historia de arrabal de Gálvez, “Hombre de la esquina rosada” resulta aún más “auténtico”, porque no estamos ya ante un narrador omnisciente y moralizador. Él, más bien, está implicado en la historia, forma parte de ella, transformándose en protagonista; habla el mismo lenguaje que los otros personajes, etc. Se entiende por qué entonces para Noemí Ulla —para citar un caso—, el cuento de Borges es un texto clave para definir la identidad rioplatense de los años 30.39

2.1. “Hombre de la esquina rosada” En lo que sigue vamos a plantear una tesis muy diferente, que sin negar la anterior, la complementa. Quisiéramos demostrar que “Hombre de la esquina rosada” —contrariamente a la lectura “clásica” del cuento que acabamos de

39 Cf. Ulla 1990.

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bosquejar— es un texto en que se manifiesta, por primera vez, la ruptura de la que hemos hablado al principio. Lejos de formar parte de ese discurso de la argentinidad tal como se manifiesta a lo largo de la historia de la oralidad literaria, el cuento se presenta, por el contrario, como una crítica, mejor dicho: como un proceso de deconstrucción literario de este discurso.40 Veamos ahora el texto mismo. 2.2.1. El argumento: inversión del cliché de una “historia de compadritos” El lugar de la acción es un boliche en un pequeño pueblo de la provincia. La acción, el conflicto que se va a desarrollar, no podría ser más simple. Todo parece previsible, codificado: Un forastero venido del “Norte” llega a desafiar a un conocido cuchillero del lugar de nombre Rosendo Juárez; puesto que la mujer de éste —la Lujanera— está allí, parece que al desafiado no le queda más remedio que aceptar la disputa, y en concreto dar muerte al contrincante. Pero contra toda previsión, Juárez elude el desafío: en efecto, cuando la Lujanera le entrega un cuchillo para que lo use, la reacción del hombre consiste en tirarlo lejos y después simplemente desaparecer. Entonces la mujer pasa a los brazos del desafiador —su nombre es Francisco Real—, y tras bailar salen juntos del boliche. En éste comienza la fiesta, en que toman parte tanto los lugareños como los forasteros que acompañan a Real. En un determinado momento se abre la puerta, entra primero la Lujanera, y detrás de ella empujándola, Real; pero éste viene herido de muerte, así que poco después fallece. Se presenta la policía. Para entonces el cuerpo del difunto ya ha des-

40 Metodológicamente, claro está, estamos referiéndonos a la terminología (y a la filosofía) de Jacques Derrida. ¿En qué sentido se emplea aquí el término “deconstrucción”? Conforme a una definición muy simple podríamos decir que “deconstrucción” consiste en la demostración de que cualquier acto de conocimiento, cualquiera de nuestros “enunciados”, se presenta siempre como “construcción”, o sea, como un acto “discursivo” reducible a un sistema de oposiciones. Pues bien, es evidente que los enunciados no se refieren a la realidad “en bruto”, sino que ésta sólo está presente bajo la forma de otros “discursos”, otros sistemas de oposiciones, o sea — en términos derridianos— , de otras diferencias. Es a este sistema de diferencias al que se refiere Derrida cuando habla de écriture (cf. Derrida 1967; sobre todo la primera parte titulada “L’écriture avant la lettre”). Para diferenciarla de la “escritura” en el sentido restringido de la palabra, esto es, “escritura” como simple instrumento mnemotécnico, Derrida la denomina también “archi-écriture” o “archi-trace”. El argumento clave de la deconstrucción consiste en la crítica de la llamada “metafísica de la presencia”, o sea, en demostrar que los enunciados jamás se refieren a una realidad palpable y presente, sino — en palabras del propio Derrida— a “un passé, [… ] un toujoursdéjà-là qu’aucune réactivation de l’origine ne saurait pleinement maîtriser et réveiller à la présence” (Derrida 1967: 97).

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aparecido, porque lo han arrojado a un arroyo —como un modo de evitarse problemas—; antes le habían cortado un dedo, sacándole el anillo que llevaba. Quien narra estos acontecimientos es un testigo presencial de los hechos. Es más: al final del relato se dan indicios que sugieren que ha sido precisamente el narrador el que ha vengado el agravio infligido a Rosendo Juárez; por otra parte, entre los indicios que se dan no es el de menor relieve el que sugiere, en conexión con el inicio del cuento, que la Lujanera ha pasado la noche con él.41 El argumento se presenta, creemos, como la inversión del cliché de una “historia de compadritos”: el comportamiento escandaloso de Rosendo no solamente viola las leyes del honor, sino también las del género. Le está quitando a éste un protagonista constitutivo.42 A nivel del texto lo que ha pasado parece ser un simple acto de cobardía. Rosendo toca el cuchillo que le pasa la Lujanera como si fuera un objeto desconocido. Lo tira y emprende la salida del campo de una batalla que no es la suya. El resto de la historia no es ya una “historia de compadritos” propiamente dicha; sería más conveniente llamarla “historia policial”.43 Las preguntas de quién mató a Francisco Real y qué ha sucedido realmente no son evidentemente adecuadas, tratándose del género de las “historias de compadritos”. Al parecer, sólo sirven para desorientar al lector.

2.2.2. La forma: función y deconstrucción del narrador En el cuento se constata un paralelismo muy estrecho entre contenido y forma. Veamos, por de pronto, la figura del narrador. Pertenece al tipo del narrador-protagonista. Históricamente su origen se encuentra en la picaresca. Nuestro narrador, empero, no es un “pícaro”, y en tal sentido no está en conflicto con las normas de la sociedad. Todo lo contrario, actúa conforme al 41 En el último párrafo dice el narrador entre otras cosas lo siguiente: “Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras. Ardía en la ventana una lucesita, que se apagó en seguida. De juro que me apuré a llegar, cuando me di cuenta” (Borges 1974: 334). El sentido un tanto enigmático de esa “lucesita” se aclara tan pronto como el lector recuerda lo dicho por el narrador al comienzo de la historia: “A mí, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. [… ] Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en una misma noche, pero es noche que no se me olvidará, como que en ella vino la Lujanera porque sí, a dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó, para no volver, el Arroyo” (Borges 1974: 329). 42 “Con las dos manos recibió Rosendo el cuchillo y lo filió como si no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia atrás y voló el cuchillo derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado” (Borges 1974: 331). 43 Volvemos más adelante al problema; véase 2.2.3, nota 47.

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código social. De eso nos enteramos gracias a sus comentarios que regularmente interrumpen la narración; es decir, gracias a su lenguaje, sobre todo, al acento oral en que se expresan. El mismo lenguaje —o sea, la jerga de los “compadritos”— se utiliza tanto a nivel de los diálogos como a nivel de la narración. Ha desaparecido por completo la oralidad entre comillas.44 Así visto, no cabe duda: el narrador es también “compadrito”. Si ello es cierto, ¿por qué entonces trata de esconder su acto? Y es que lo encubre no solamente como protagonista, sino también como narrador. Al tratar de este modo al lector rompe justamente el “pacto autobiográfico” característico del género picaresco. ¿Para qué entonces este jugar al escondite narrativo? Encontramos una respuesta implícita en el último párrafo. El narrador se dirige a un interlocutor: Yo me fui tranquilo a mi rancho que estaba a unas tres cuadras. [… ] Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre. (Borges 1974: 334; cursivas: W .B.B.)

Así, a propósito de esta inmediata relación entre la primera persona que relata y su interlocutor —quien recién al final del cuento es mencionado por su nombre propio—, esta inmediata relación nos remite a un conocido texto del autor: “Borges y yo”.45 Aquí también estamos ante Borges y yo. El “yo”, por una parte, se entiende ante todo como el narrador ficticio de la historia; pero no resulta posible omitir que, en un peculiar sentido, “yo” es también el autor “real” del cuento, o sea, el Borges de carne y hueso. Por otra parte, tenemos que este Borges, en cuanto autor real, en cierta medida se diferencia del interlocutor del relato, que tiene por cierto la condición de una figura ficticia. Así pues, tanto “yo” como Borges no designan un proprium, es decir, algo idéntico e inmutable. Al contrario, la identidad a que apuntan pronombre y nombre propio tiene que ser narrada. “Narrar” —en el sentido que Borges le atribuye a la palabra— consiste en poner de manifiesto las múltiples significaciones escondidas bajo la forma aparentemente unívoca de los signos culturales, en confrontar al lector con la trace, la “huella”, las diferencias, las equivocaciones de todo un conjunto de otras historias semejantes u opuestas, censuradas o simplemente olvidadas, cuyo disimulo está al origen de aquella de que actualmente se está hablando. Narrar no es, pues, sino una forma de

44 Véase capítulo 5. 45 Borges 1974: 808.

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deconstrucción “en acción”, vale decir, que el acto de narrar tiene una gran semejanza con esa experiencia que Derrida llama “escritura en general”. La afirmación es aplicable también —acabamos de constatarlo— al modelo de la oralidad literaria. Uno de los indicios más infalibles de la deconstrucción es la ironía. En nuestro texto se manifiesta ante todo por la forma ambigua en que se presenta la figura del narrador. Si tomamos este indicio como tal y nos dejamos conducir por él, el texto nos está insinuando una identificación de Borges con el narrador; pero no sólo eso: podemos dar el arriesgado paso de suponer la identificación de Borges con el narrador-protagonista, o sea, nada menos que con la persona que ha perpetrado el asesinato de Francisco Real. Justificamos este paso con otro indicio, claro que esta vez no del cuento mismo: el lugar donde el narrador suele guardar, y en este caso de hecho guarda, el cuchillo ya limpio de la sangre de la víctima —nos referimos a una tradición oral de Buenos Aires— corresponde al lugar donde el autor solía guardar su estilográfica.46 Conforme a esta lectura, el objeto de la autocensura sería, entonces, la violencia virtual implícita en el acto de escribir. Volveremos al argumento más adelante. Por de pronto, veamos otra pista — aquella que está indicada por los pre-textos del cuento. 2.2.3. “Texto” y pre-textos El concepto de “pre-texto” ha sido introducido por la llamada “crítica genética”. Aunque ésta se interesa ante todo por la “génesis” de los manuscritos, creemos que también es lícito aplicar el concepto al proceso de la escritura en general. Pocos años antes de la publicación de “Hombre de la esquina rosada” en la colección Historia de la infamia (1935) Borges había publicado en El idioma de los argentinos (1928) dos textos aparentemente heterogéneos bajo el título común de “Dos esquinas”. El primero se llama “Sentirse en muerte”. Su tema es una experiencia cotidiana, que, sin embargo, en la perspectiva del autor se presenta como una experiencia de la “eternidad”; el segundo es un cuento con el título “Hombres pelearon”, texto que la crítica suele considerar como un modelo directo —o sea, un “pre-texto”— de “Hombre de la esquina rosada”.47

46 Debemos la información a Markus Klaus Schäffauer. 47 “Sentirse en muerte” fue publicado más tarde en Historia de la eternidad. “Hombres pelearon”, por su parte, un año antes de su aparición en El idioma de los argentinos había sido publicado en la revista Martín Fierro (N°38, 1927) bajo el título “Leyenda policial”. Curiosamente, sin embargo, “Hombres pelearon” (o sea, “Leyenda policial”) no tiene nada

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Entre las diferencias entre texto y pre-texto hay dos que no pueden dejar de ser mencionadas. En cuanto al argumento, “Hombres pelearon” —contrariamente a “Hombre de la esquina rosada”— no es sino la afirmación del cliché de una historia de compadritos: dos cuchilleros se encuentran; conforme a las reglas de la geografía social, el desafiado es un hombre del “Sur”, es decir, proviene de los barrios pobres del sur de Buenos Aires. El desafiante, Pedro “el Mentao”, por su parte, vive en un barrio del norte, vale decir, en Palermo. La estructura de la acción es estilizada como las líneas de un grabado en madera. Todo se reduce a la confrontación mortal de los dos “machos”. En este caso, sin embargo, el protagonista no cede el paso al provocador. Él mismo va dar muerte “al Chileno”. También desde el punto de vista de la narración, la estructura de la historia es tradicional. “Discurso” e “historia” (según la terminología de Roland Barthes) se manifiestan en dos planos estrictamente diferentes. El narrador no es “testigo” ni “protagonista”. Se contenta con intervenir a nivel de comentario: Así fue el entrevero de un cuchillo del Norte y otro del Sur. Dios sabrá su justificación: cuando el Juicio retumbe en las trompetas, oiremos de él.48

El narrador en “Hombres pelearon” comprende y habla el lenguaje cotidiano, pero comparado con “Hombre de la esquina rosada” se sirve menos de él y de un modo diferente. Así, la última frase del texto que acabamos de citar, al imitar la voz de un “compadrito”, recuerda sobre todo una fórmula bíblica, es decir, una fórmula del libro que suele llamarse “sagrada escritura”. “Hombres pelearon” es entonces un texto escrito sub specie aeternitatis: una querella entre dos cuchilleros como equivalente a la sensación de la eternidad evocada en “Sentirse en muerte”. No cabe duda de la intención “seria” de los dos textos. Quizá en el título común de “Dos esquinas”, en el sentido de

de cuento policial. En cambio, se presenta como una perfecta “historia de compadritos”. Tanto la desaparición del título en una publicación posterior como la vuelta al género “policial” que observamos en “Hombre de la esquina rosada” son hechos significativos, que se sustraen, en última instancia, a una clasificación satisfactoria en términos de persistencia o de cambio estructural (lo que interesaría a la “crítica genética” propiamente dicha). Se presentan, por el contrario, como fenómenos auténticos de “tachadura” (cf. al respecto: J. Derrida (1972): “La différance” en: Marges de la philosophie. París: Les Éditions de Minuit, 1-29. 48 Jorge Luis Borges (1928): “Hombres pelearon” en: El idioma de los argentinos. Buenos Aires: M . Gleizer Editor, p. 154; cursivas: W .B.B.

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sugestionar en dirección a una equivalencia valorativa, se puede rastrear un matiz irónico. Después de su publicación en El idioma de los argentinos los dos textos van a separarse: “Sentirse en muerte” aparecerá en la colección de ensayos Historia de la eternidad; “Hombres pelearon”, por su parte, se transformará en “Hombre de la esquina rosada”, publicado en Historia universal de la infamia, esa colección de ejercicios de estilo o “ejercicios de prosa narrativa”,49 como los llama el autor, y que el mismo Borges clasifica de “barrocos”.50 Lo que en esta obra aparece no son sino reproducciones y paráfrasis de una colección de “pre-textos” pretendidamente auténticos de una “historia universal de la infamia”, y que constituyen textos claves para marcar la ruptura decisiva de Borges con las premisas del “criollismo”, con el cual, hasta ese momento se identificaba. 2.2.4. Deconstrucción de un género Al confrontar así el texto con los pre-textos se entiende mejor, quizá, la tesis según la cual es necesario atribuirle al cuento “Hombre de la esquina rosada” el carácter de una experiencia transcendental51 de la “écriture” en el sentido de la Grammatologie. Sin ser un relato autobiográfico como “Sentirse en muerte” ni tampoco una alegoría filosófico-social como “Hombres pelearon”, no por eso “Hombre de la esquina rosada” deja de referirse a la temática y estructura de sus pre-textos, e incluso los incorpora al proceso y a la dinámica de su propia escritura: así, por ejemplo, la experiencia extática del tiempo, que es una temática sugerida en los pre-textos como posibilidad de una experiencia fuera del texto, vuelve a aparecer en “Hombre de la esquina rosada” como huella, es decir, como referencia al allá-desde-siempre (“toujours-déjà-là”) de una estructura textual. Veamos ahora la dimensión “genérica” de esta experiencia: “Hombre de la esquina rosada” es además la experiencia del “origen” y del “fin” del

49 Borges 1974: 289, prólogo a la primera edición de Historia Universal de la infamia, de 1935. 50 “Barroco (Baroco) es el nombre de uno de los modos del silogismo; el siglo XVIII lo aplicó a determinados abusos de la arquitectura y de la pintura del XVII; yo diría que es barroca la etapa final de todo arte, cuando éste exhibe y dilapida sus medios. [… ] Ya el excesivo título de estas páginas proclama su naturaleza barroca” (Borges 1974: 291, prólogo a la edición de 1954 de Historia Universal de la infamia). 51 A propósito de la “écriture” como experiencia transcendental, véase nuestro artículo “Mündlichkeit im literarischen Text? Anmerkungen aus der Sicht der Grammatologie” (Berg 1998).

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“criollismo” al que el joven martinferrista Jorge Luis Borges era adicto. En efecto, es un hecho que en la perspectiva del criollismo las historias de “compadritos” no son sino la tentativa de transponer los protagonistas y la escala de valores de la literatura gauchesca al contexto urbano de los arrabales de Buenos Aires. En “Dos esquinas”: El paralelismo, llevado al extremo de su convertibilidad, entre la experiencia secularizada de la eternidad y la mirada fría de un cuchillero esperando el golpe mortal de su adversario, corresponde a la tentativa de erigir la experiencia de este “Sentirse en muerte” a la dignidad de una experiencia universal de la existencia. “Hombre de la esquina rosada”, por su parte, no es otra cosa que la sustitución de todas estas sugestiones de identidad por la experiencia transcendental de la “écriture”. Una experiencia de esta índole se sustrae definitivamente, en nombre de una inscripción en un sistema inmemorial de diferencias, a toda “posición” de identidad pensada según el modelo de la presencia. Estamos así ante “un pasado", “un allá-desde-siempre” como dice Derrida, en “que ninguna reactivación del origen podrá dominar enteramente y despertar a la presencia.”52 2.2.5. Experiencia versus mito (de la muerte) Volvamos al problema de la “autocensura”, a ese jugar al escondite enigmático del narrador-protagonista que consiste en que éste, a propósito de su propio actuar, está aparentemente encubriendo ciertas informaciones. En efecto, ya hemos hecho referencia al indicio de que el narrador se atribuye a sí mismo, enigmáticamente, el nombre propio de “Borges”. Es precisamente este sujeto enigmático el que opera como “sujeto” de la experiencia transcendental de la “escritura” a que nos hemos referido. Al hablarse de “autocensura” parece, pues, que hay en juego un problema de “sujeto”. Veamos, por eso, cuál es la definición derridiana del “sujeto”, de éste, por supuesto, como sujeto de aquel proceso de deconstrucción que es la “escritura”: Ahora bien, el espaciamiento como escritura es el devenir-ausente y el devenirinconsciente del sujeto. Por el movimiento de su deriva, la emancipación del signo constituye en cambio el deseo de su presencia. Este devenir — o esta deriva— no le ocurre al sujeto que lo escogiese o que se dejase llevar por ello pasivamente. Como relación del sujeto a su muerte, este devenir es la constitución misma de la subjetividad.

52 Véase la cita completa en la nota 40.

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A todos los niveles de organización de la vida, o sea, de la economía de la muerte. Todo grafema es esencialmente testamentario. (Derrida 1967: 100; traducción nuestra) 53

Al tomarse como base la definición de Derrida, es posible poner en relación tanto el heroísmo de la muerte en “Dos esquinas” como el heroísmo ironizado —mejor dicho “auto-censurado”— en “Hombre de la esquina rosada” con esta noción de la “economía de la muerte” provocada por el proceso de la “escritura”. Pues bien, el propio Borges nos ha ahorrado este trabajo especulativo con un cuento publicado en 1970 en la colección El informe de Brodie. El título del texto es “Historia de Rosendo Juárez”. Ciertamente se trata es una especie de post-scriptum, una suerte de “post-texto” al texto que nos interesa.54 Rosendo Juárez es el cuchillero, recordemos, que ha desertado de su rol de “guapo”; es el pretendido cobarde que, al traicionar el código de honor de los “compadritos”, va a huir sin dar la cara. En “Historia de Rosendo Juárez” el mismo Rosendo se pone ahora a contar su historia. O sea, dicho con más precisión, Rosendo se la cuenta a otro narrador, quien a su vez va a contárnosla a nosotros los lectores, limitándose sin embargo a la función testimonial del narrador tradicional — a diferencia del narrador-protagonista de “Hombre de la esquina rosada”. Leemos —además el narrador lo dice explícitamente— la versión escrita de un relato oral que le había sido comunicado en los años 30. Estamos, pues, ante una especie de “testamento” de “Rosendo Juárez”. ¿Cuál es el contenido de ese testamento? A guisa de introducción, Rosendo se refiere a una novela que su interlocutor había escrito sobre su vida. Se trata, con todo, de un texto que se apoya en las historias inventadas por el viejo Paredes, frente a las cuales ahora va a oponer su propia versión, o sea, la versión “auténtica” de su vida. El texto que leemos, entonces, pretende ser en cierta medida la autobiografía de Rosendo Suárez: ésta —una vez más— se inicia con una riña a cuchilladas. Aunque se dejara involucrar en ella muy a pesar suyo, tiene que pelear y sale victorioso; según otra escala de valores: sale como asesino. Debido a su

53 “Or l’espacement comme écriture est le devenir-absent et le devenir-inconscient du sujet. Par le mouvement de sa dérive, l’émancipation du signe constitue en retour le désir de la présence. Ce devenir — ou cette dérive— ne survient pas au sujet qui le choisirait ou s’y laisserait passivement entraîner. Comme rapport du sujet à sa mort, ce devenir est la constitution même de la subjectivité. A tous les niveaux d’organisation de la vie, c’est-àdire de l’économie de la mort. Tout graphème est d’essence testamentaire” (Derrida 1967: 100). 54 Borges 1974: 1034-1038.

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valentía, ingresa a la “política”. Se le ofrece un puesto de matón dentro de un grupo de secuaces de un alto político. Gracias a las funciones desempeñadas como matón llega a adquirir la fama que se le atribuye al principio de “Hombre de la esquina rosada”. En lo que se refiere a la escena clave con el forastero venido del Norte, Rosendo expone su propia versión de los hechos; para ser más exactos, su propia manera de interpretarlos: Sucedió entonces lo que nadie quiere entender. En ese botarate provocador me vi como en un espejo y me dio vergüenza. No sentí miedo; acaso de haberlo sentido, salgo a pelear. Me quedé como si tal cosa. (Borges 1974: 1037-38)

El motivo es, por tanto, la vergüenza ante ese modo de vida que obliga a pelear a muerte cada vez que alguien es provocado. Pero en vez de “sentirse [heroicamente] en muerte”, Rosendo se decide por una “economía de la muerte”. Ésta, al postergar (en francés: “différer”) la eternidad del momento heroico, al mismo tiempo “difiere” (=“posterga”) también la “muerte” en general. El protagonista se decide concientemente por un ser-para-la-muerte (l’être-pour-la-mort en el sentido de J.P. Sartre). Y éste es, usando palabras de Derrida, su testamento: la opción por la vida. 3. Julio Cortázar: “Las puertas del cielo” El último apartado de estos Apuntes sobre la oralidad literaria como expresión de la “argentinidad” está dedicado a un autor que, para muchos pasa por ser, junto a Borges, uno de los más argentinos de la literatura nacional: Julio Cortázar.55 Ser muy argentino es, entonces, una de sus características. Otra es ser uno de los representantes más ingeniosos del cuento “neofantástico”. Lo que en nuestra interpretación interesa es la interrelación que se da entre lo uno y lo otro. En cierta medida se puede decir que Cortázar continúa justamente donde Borges —con “Hombre de la esquina rosada”— ha terminado. Tomemos como ejemplo el cuento “Las puertas del cielo”, publicado en la colección Bestiario en 1951.56 3.1. El nivel del argumento “Las puertas del cielo” constituye un texto de carácter representativo para la temática que nos ocupa, ante todo gracias al argumento. La acción es tan 55 Para un contexto más amplio del autor y su obra, véase W .B. Berg (1991): Grenz-Zeichen C o rtá zar. Leb en und W erk eines a rge ntinisch en Sch riftstellers der G eg en w art. Frankfurt /M.: Vervuert. 56 Julio Cortázar (1973): Bestiario. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, pp. 117ss.

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significativa como la de “Hombre de la esquina rosada”, pero en un sentido diferente. Tres son los protagonistas: el abogado Dr. Marcelo Hardoy y sus amigos, la pareja de Mauro y Celina. Se conocen a raíz de un pleito en que Marcelo defendió con éxito la causa de Mauro. Por razones muy diversas, aunque complementarias, se hicieron amigos: Mauro y Celina, por razones de gratitud, pero también por prestigio social; Marcelo, a su vez, por la típica fascinación que parecen ejercer sobre el intelectual burgués los así llamados bajos fondos. Celina, en efecto, proviene de estos ambientes de la sociedad. Mauro, un pequeño comerciante en la plaza de abastos, la ha sacado de un quilombo que el texto llama eufemísticamente “la milonga del griego Kasidis” (PC: 124). La acción propiamente dicha comienza con la noticia de que Celina acaba de morir. Apenas conmovido, Marcelo se dirige a la casa de Mauro para participar en el velorio. Unos días después, al regresar de un congreso de abogados en Rosario, se encuentra en el tren con unas bailarinas del Moulin Rouge de París. La compañía de las mujeres le trae a la memoria la figura de Celina. De regreso a Buenos Aires —con el doble fin de distraerse y de reactivar el recuerdo de Celina—, le propone a Mauro una visita al cabaré Santa Fe Palace. Se trata de un lugar parecido a la “milonga” de Kasidis. De hecho, Mauro comienza a divertirse; baila con una mujer de nombre Emma. Pero en un momento dado ocurre una especie de aparición, y nada menos que de Celina. A Marcelo y Mauro les parece divisarla con toda certeza. Marcelo ve como Mauro trata de alcanzarla, pero a éste le resulta inútil: Lo vi levantarse y caminar por la pista con paso de borracho, buscando a la mujer que se parecía a Celina. Yo me estuve quieto, fumándome un rubio sin apuro, mirándolo ir y venir sabiendo que perdía su tiempo, que volvería agobiado y sediento sin haber encontrado las puertas del cielo entre ese humo y esa gente. (PC: 138)

3.2. El nivel de la narración Al igual que “Hombre de la esquina rosada”, el cuento de Cortázar se presenta como una narración en primera persona. Hallamos, una vez más, el “triángulo libidinoso” del cuento de Borges, es decir, un narrador “activo” que interviene en las complejas relaciones de una pareja. Sin embargo, hay una diferencia de fondo: mientras en Borges el “deseo” del narrador se manifiesta ante todo a nivel de la acción, en Cortázar por el contrario estamos sobre todo ante un deseo narrativo. Hemos visto que en Borges el deseo del narrador se presenta como afirmación de un código social, acto que equivale, para él, a la

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afirmación de cierto modelo de “argentinidad”. Pero a esta historia del narrador-protagonista el narrador-Borges le opone, gracias a un sutil juego de intertextualidades, una serie de historias alternativas, que van a deconstruir ese mismo modelo de identidad, es decir, que van a poner de manifiesto el carácter discursivo de tal modelo. Ahora bien, hemos dicho que Cortázar en cierta medida continúa donde Borges había terminado. No se trata empero de una continuación lineal. No hay linealidad donde antes hubo “deconstrucción”. La primera impresión es que Cortázar parece, no tanto continuar, cuanto más bien volver atrás, en el sentido de que Marcelo como narrador repite el gesto del narrador-voyeur que hemos encontrado en la obra de Manuel Gálvez. Pero aquí, a diferencia de Gálvez, estamos ante un voyerismo conciente, esto es, un voyerismo —si se nos permite la expresión— “auténtico”. No estamos ante el voyerismo disfrazado de moralismo à la Gálvez; tampoco ante ese otro voyerismo malsano de tradición burguesa que es el “encanallamiento”. Por otra parte, si Marcelo de hecho se muestra fascinado por ese submundo, lo que en realidad le fascina es esta “dura y caliente felicidad” (PC: 120) que encuentra en la pareja de Mauro y Celina, es decir, unos bajos fondos en cierta medida rescatados de sus defectos, de sus taras sociales; en otras palabras, esta especie de cielo57 en que viven una “existencia de la que ellos mismos no sabían nada” (PC: 120). Es preciso entonces preguntarse si es lícito hablar en este caso de utopía. Parece que Marcelo no está lejos de creer en ella. De todos modos, quiere compartir esa felicidad inconsciente, in-sensata. No se contenta, pues, sólo con relatar. De la misma manera que el narrador en “Hombre de la esquina rosada” — por lo menos virtualmente— pasa a la acción: Era yo el que conseguía a Mauro para ir a los bailes, y sé que me lo agradeció desde un principio. Ellos se querían, y el contento de Celina alcanzaba para los dos, a veces para los tres. (PC: 125s.)

3.2. Experiencia de la muerte Así, del nivel de la narración hemos vuelto al de la acción. Con todo, la acción a que nos referimos pertenece al pasado. Se trata de los acontecimientos que el narrador “actual” está recordando, de cara al hecho decisivo de

57 Recuérdese la significación del género “cielo”, “cielito” en la poesía gauchesca que discutimos antes. El título del cuento no deja de referirse expresamente a esta tradición.

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la muerte de Celina. No importa, pues, si el narrador-protagonista, al pasar temporalmente a la “acción”, consiguió o no la felicidad que ansiaba. En el momento presente, en que está contando, vuelve a perderla, y definitivamente. Por tanto, si hubo voyerismo —uno positivo y que alcanza en cierta medida el cumplimiento de su deseo—, también éste pertenece al pasado. La noticia de la muerte de Celina, en efecto, hace entender que el objeto de deseo del narrador-voyeur ya no está en este mundo. Lo que resulta determinante para la actualidad es, entonces, la experiencia de una diferencia ineluctable. Por eso, el deseo del narrador, al escuchar la noticia, se transforma inmediatamente en in-diferencia. Al escuchar la noticia, Marcelo reacciona con un gesto de mera rutina, a diferencia del encargado de transmitírsela, José María, a quien “le temblaban los labios” (PC: 117): Yo tenía que terminar unas notas, aparte de que le había prometido a una amiga llevarla a comer. Pegué un par de telefoneadas y salí con José María a buscar un taxi. (PC: 117)

Parece que, como consecuencia de la muerte de Celina, al narrador-voyeur se le han cerrado de una vez por todas las “puertas del cielo”, que en el pasado, por lo menos temporalmente, veía entreabiertas. Por otra parte, ¿cómo reacciona el narrador Marcelo ante la muerte de Celina? Ya hemos hablado de su indiferencia. Ella resulta una reacción directa frente al hecho de que el objeto del deseo ha muerto. La indiferencia, sin embargo, es también la manifestación de otra muerte, a saber, la muerte del voyerismo. Muere una ilusión; la de que el narrador–voyeur pudiese compartir la felicidad inconsciente de la pareja de Mauro y Celina. Así pues, para el narrador la muerte de Celina tiene la función de un verdadero desengaño en el sentido clásico de la palabra: es el fin de un engaño —o sea, de una ilusión— y es al mismo tiempo el primer paso hacia una visión más pura, un conocimiento depurado de la influencia de los sentidos. Yendo más a fondo hay que preguntarse cuál es la significación de ese “desengaño”. Equivale, por de pronto, al nacimiento del verdadero narrador. La muerte de Celina es el acontecimiento que lo constituye como tal, como narrador. La historia que leemos es el relato de las relaciones de Marcelo con Mauro y Celina sub specie mortis, o sea, desde la perspectiva de la muerte. Tanto el personaje al que hemos llamado el “narrador-voyeur” como la pretendida felicidad inconsciente de la pareja dependen de esta perspectiva. En cuanto a la felicidad inconsciente de Mauro y Celina, ya ha surgido la pregunta de en qué medida es posible hablar de una felicidad de la cual sus poseedores no saben nada. La pregunta se entiende mejor al ser formulada en

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términos de identidad — ya que de eso, en el fondo, se trata aquí: del amor como una forma de identidad en el sentido más sublime de la palabra. Ahora bien, surge el interrogante de si es posible el amor, es decir, el encuentro entre dos seres diferentes, separados por los antagonismos de las diferencias sociales; encuentro que por otra parte se funda sólo en la inconsciencia, en el olvido y —por qué no— en la "represión"de lo que antes se fue. En lo que se refiere a los “antagonismos de las diferencias sociales”, la trama de la historia presenta estas diferencias bajo dos aspectos problemáticos: por un lado, se trata del fenómeno del “rescate” de Celina (como representante de los bajos fondos de la sociedad) por el pequeñoburgués Mauro; a propósito de este “rescate” habla el texto de “felicidad inconsciente”. Pero hay además en el texto otro problema de “rescate”: el de la participación del narrador-voyeur en la felicidad de ambos. La realización de esta utopía vendría a ser la solución del problema de la identidad argentina en términos de amor, en fin de felicidad. Ahora bien, una vez más surge la pregunta de si esta felicidad es en definitiva posible. La respuesta a esta pregunta es el tema de la historia verdadera, la actual, es decir, la que se cuenta a partir de la muerte de Celina: el narrador es ahora un “desengañado” que se vuelve indiferente a la persona muerta, y que antaño fue el objeto de su deseo. Retorna a sus actividades rutinarias. El encuentro con las bailarinas del Moulin Rouge le recuerda vagamente a la persona de Celina. Ahora, ante la perspectiva de la muerte —como si ésta fuese capaz de abrirle los ojos de modo diferente— recuerda, no la felicidad de la pareja, sino la primera impresión que tuvo de Celina cuando Mauro se la presentó, esto es, “la sencillez agresiva de Mauro y su esfuerzo inconfesado por incorporarse del todo a Celina” (PC: 124). La pretendida felicidad de Celina es el resultado de una “agresión”, del esfuerzo violento por parte de Mauro “por incorporarse del todo a Celina”. He aquí la clave de la cuestión de la “felicidad inconsciente” que reaparece aquí bajo la fórmula del “esfuerzo inconfesado” de Mauro, “por incorporarse […] a Celina”. La felicidad, la identidad, el amor, la superación del antagonismo de clases, en fin, la “argentinidad” —todo eso se presenta ahora bajo la perspectiva de la violencia, de la fuerza, de la obligación, o en términos sicoanalíticos, de la “represión”—. Por eso, si la propuesta de ir al Santa Fe Palace a primera vista parece repetir el gesto del “encanallamiento” habitual, si es verdad que desde esta perspectiva significa una vuelta al voyerismo frívolo que Marcelo ya había superado en el pasado, la propuesta es en realidad el primer paso hacia otro tipo de experiencia, hacia una narración diferente de la historia que el

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narrador-voyeur está constantemente recordando. No solamente la historia que pasará en el Santa Fe Palace es otra historia, sino que también el narrador ha cambiado: éste, del narrador-voyeur que era hasta el momento, se transformará en narrador-voyant.58 La visita al Santa Fe Palace corresponde, pues, a una iniciación; una iniciación a un mundo-al-revés, el de lo otro (social), “reprimido” justamente hasta ahora por la conciencia burguesa del narrador (y de Mauro el amante pequeñoburgués). Es el mundo, por cierto, de Celina. El de “los monstruos”. He aquí su descripción: Asoman con las once de la noche, bajan de regiones vagas de la ciudad, pausados y seguros de uno o de a dos, las mujeres casi enanas y achinadas, los tipos como javaneses o mocovíes, apretados en trajes a cuadros o negros, el pelo duro peinado con fatiga, brillantina en gotitas contra los reflejos azules y rosa, las mujeres con enormes peinados altos que las hacen más enanas, peinados duros y difíciles de los que les queda el cansancio y el orgullo. (PC: 130)

Quien describe esto, quien lo “estudia” y mira, es el narrador, el perfecto voyeur, que registra y analiza todo. No se le escapan los detalles: Mirando de reojo a M auro yo estudiaba la diferencia entre su cara de rasgos italianos, la cara del porteño orillero sin mezcla negra ni provinciana, y me acordé de repente de Celina más próxima a los monstruos, mucho más cerca de ellos que Mauro y yo. Creo que Kasidis la había elegido para complacer a la parte achinada de su clientela, los pocos que entonces se animaban a su cabaré. (PC: 130s.)

Pero el voyeur ya está a punto de transformarse en voyant. He aquí el comienzo de la visión: Sobre la pista parecía haber descendido un momento de inmensa felicidad, respiré hondo como asociándome y creo haber oído que Mauro hizo lo mismo. El humo era tan espeso que las caras se borroneaban más allá del centro de la pista, de modo que la zona de las sillas para las que planchaban no se veía entre los cuerpos interpuestos y la neblina. Tanto como fuiste mío, curiosa la crepitación que le daba el parlante a la voz de Anita, otra vez los bailarines se inmovilizaban (siempre moviéndose) y Celina que estaba sobre la derecha, saliendo del humo y girando obediente a la presión de su compañero, quedó un momento de perfil a mí, después de espaldas, el otro perfil, y alzó la cara para oír la música. Yo digo: Celina; pero entonces fue más bien saber sin comprender, Celina ahí sin estar, claro cómo comprender eso en el momento. (PC: 136-37)

58 Nos referimos, en efecto, al concepto de “voyance”, propuesto por Arthur Rimbaud en su famosa Alchimie du verbe (cf. Rimbaud 1960: 228s); es conocida la fascinación de Cortázar por Rimbaud, cf. Berg 1991: 71- 72.

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Se trata de una “visión”, hemos dicho. ¿Qué es una visión? En términos filosóficos, es la percepción de un acontecimiento sobrenatural; en términos literarios, un acontecimiento fantástico. Mientras lo característico de una “descripción” (realista por supuesto) consiste en la subordinación de la realidad a la perspectiva, a la lógica del sujeto, lo propio de la “visión” por el contrario consiste en que el sujeto se ve subordinado a la realidad. El sujeto, en el transcurso de una visión, —decimos— es arrebatado, deja de existir como “identidad” consigo mismo, comienza a existir “ex-táticamente”. Literariamente una visión es una “función textual”, es decir, que el texto no la trasmite, sino que la produce. Ésta, por lo menos, es la lección que Cortázar ha aprendido de su lectura de los surrealistas franceses. Hay un ejemplo de esta función en el texto que acabamos de citar. Se trata del siguiente pasaje: “curiosa la crepitación que le daba el parlante a la voz de Anita, otra vez los bailarines se inmovilizaban […] y Celina que estaba sobre la derecha, saliendo del humo”. En efecto, insistimos: el texto no trasmite una visión, sino que la produce. Lo hace por medio de la partícula “y”. Esta “y” coordina dos proposiciones que, según nuestra lógica occidental, no pueden ser coordinadas: una percepción —digamos— empírica (“los bailarines se inmovilizaban”) y una percepción fantástica (“Celina que estaba sobre la derecha”). No cabe tal conexión a menos que creamos en la resurrección de la carne antes del Juicio Final; o que aceptemos que estamos rodeados de muertos vivos, por ejemplo de “zombis”. La retórica antigua ya conocía la función de este “y”; le dio la dignidad de una figura retórica, el famoso “zeugma”. Esta figura del zeugma aparece frecuentemente en contextos irónicos.59 No es posible, sin embargo, tal lectura en Cortázar. Estamos al principio de un nuevo género, el cuento “neofantástico”. El zeugma aquí está al servicio —según fórmula de Jaime Alazraki— de la “postulación de una nueva realidad”.60 3.4. La identidad como “visión” ¿Cuál es esta “nueva realidad”? En otras palabras, ¿cuál es el contenido de la visión? En términos generales, se trata de una experiencia de identidad. Hay al respecto tres puntos que es necesario discutir: 3.4.1. La experiencia de la felicidad 59 “Dejé la casa y la paciencia… ”, se lee en el Don Quijote. El ejemplo lo trae W olfgang Kaiser 111965: 117. 60 Cf. Alazraki 1983.

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En el centro de la experiencia está una vez más la sensación de felicidad: “Sobre la pista parecía haber descendido un momento de inmensa felicidad, respiré hondo como asociándome y creo haber oído que Mauro hizo lo mismo.” Es una sensación de la que participan ambos, tanto el narrador como su amigo. Antes de seguir comentándola, veamos otra cita: Cualquiera de las negras podría haberse parecido más a Celina que ella en ese momento, la felicidad la transformaba de un modo atroz, yo no hubiese podido tolerar a Celina como la veía en ese momento y ese tango. M e quedó inteligencia para medir la devastación de su felicidad, su cara arrobada y estúpida en el paraíso al fin logrado; así pudo ser ella en lo de Kasidis de no existir el trabajo y los clientes. Nada la ataba ahora en su cielo sólo de ella, se daba con toda la piel a la dicha y entraba otra vez en el orden donde Mauro no podía seguirla. Era su duro cielo conquistado, su tango vuelto a tocar para ella sola y sus iguales, hasta el aplauso de vidrios rotos que cerró el refrán de Anita, Celina de espaldas, Celina de perfil, otras parejas contra ella y el humo. (PC: 137-38)

Lo decisivo de esta sensación consiste en que es portadora de una experiencia de identidad, que los dos espectadores, es decir, el narrador y su amigo, son incapaces de compartir —aunque también ellos tienen una sensación análoga—. Para explicar el fenómeno, pasemos a los otros dos puntos.

3.4.2. La identidad transfigurada Nos preguntábamos qué es una visión. Es la percepción de un acontecimiento sobrenatural — hemos dicho arriba. La Celina de la visión no es, pues, la que Marcelo conocía antes, o sea, antes de su muerte. Dicho en lenguaje bíblico, es una Celina transfigurada. Es el propio narrador que se sirve de este lenguaje. Así, se menciona que “la felicidad la transformaba de un modo atroz”; y más adelante se habla de: “la devastación de su felicidad, su cara arrobada y estúpida en el paraíso al fin logrado…” No cabe duda pues: la felicidad a que se hace referencia es la de los místicos, un modo de existir más allá de las fronteras, en los límites de la existencia donde los contrarios llegan a tocarse —la felicidad y la atrocidad, la belleza y la fealdad, la inteligencia y la estupidez, etc.—, pero sobre todo donde las fronteras del individuo se vuelven permeables. A la experiencia de esta permeabilidad entre el individuo Celina “y sus iguales”, el texto la llama explícitamente “cielo”, más aún, “su duro cielo conquistado”. La conquista de este cielo y la re-integración al mundo de “sus iguales”, esto es precisamente su “paraíso al fin logrado”, esto es lo que podemos llamar —con pleno derecho— “identidad”. Se trata de una identidad rigurosamente opuesta al estado anterior de Celina, cuando ella vivía al lado del pequeñoburgés Mauro; opuesta, por consiguiente, también a

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la pretendida felicidad de una “existencia de la que ellos mismos no sabían nada” (PC: 120) que aparece ahora, frente a la visión transfigurada de Celina, como una existencia alienada. Se supone, pues, un paso —quizás utópico— de la alienación a la identidad. A él le es por necesidad inherente el paso por la muerte. De ahí que no haya que confundir el “paraíso al fin logrado”, el “cielo conquistado” con un regreso a una especie de paraíso perdido, a una estado social aún noalienado. No se trata de una re-conquista, sino de una verdadera conquista, es decir, del acceso a algo que antes no existía. Una vez más el texto es explícito al respecto: “así pudo ser ella en lo de Kasidis”, se imagina el narrador, para añadir: “de no existir el trabajo y los clientes”. La identidad del cielo conquistado corresponde, así, a la reintegración de Celina al mundo de sus iguales —pero en tanto que se desliga de la alienación característica de este mundo a nivel de lo que suele llamarse “realidad social”. 3.4.3. Identidad como alteridad No hay que perder de vista, sin embargo, que en “Las puertas del cielo” el narrador es también protagonista. Podemos decir que su rol de protagonista consiste justamente en esto, en ser un productor de visiones. La que estamos analizando tiene un lado objetivo y uno subjetivo: objetivamente es cierto que se trata de la figura de la Celina transfigurada; subjetivamente por el contrario es una visión producida por el propio narrador, una visión, por ende, que también puede leerse como una figura de la identidad de este último. He aquí una paradoja que es preciso analizar más de cerca. A diferencia de “Hombre de la esquina rosada”, la figura del narrador de “Las puertas del cielo” no parece hasta ahora ser un personaje problemático. Por una parte, es indudable que el narrador de Cortázar no es un personaje estable, y que poco a poco de simple narrador y voyeur se transforma en un voyant; por otro lado, parece que como narrador mantiene en el fondo el mismo papel: es él quien cuenta la historia, trátese de acontecimientos reales o fantásticos, pasados o presentes. No parece estar afectado por el juego de las intertextualidades tan característico de “Hombre de la esquina rosada”. Compárese, sin embargo, la siguiente cita: Lástima que nada de eso pueda ser realmente descrito, ni la fachada modesta con sus carteles promisores [… ], menos todavía los junadores que hacen tiempo en la entrada [… ]. Lo que sigue es peor, no que sea malo porque ahí nada es ninguna cosa precisa; justamente el caso, la confusión resolviéndose en un falso orden: el infierno y sus círculos. Un infierno de parque japonés a dos cincuenta la entrada y damas cero cincuenta. Compartimentos mal aislados, especie de patios cubiertos sucesivos donde en

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el primera una típica, en el segundo una característica, en el tercero una norteña con cantores y malambo. Puestos en un pasaje intermedio (yo Virgilio) oíamos las tres músicas y veíamos los tres círculos bailando; entonces se elegía el preferido, o se iba de baile en baile, de ginebra en ginebra, buscando mesitas y mujeres. (PC: 127-28)

Aquí también, en Cortázar, estamos ante un fenómeno de intertextualidad. El mismo narrador la señala explícitamente: “yo Virgilio”. Se trata evidentemente del Virgilio de La Divina Commedia. En efecto, parece que el Santa Fe Palace es una invención dantesca; es un “infierno y sus círculos”, un infierno confortable “de parque japonés a dos cincuenta la entrada y damas cero cincuenta”. Al entrar en este lugar ambiguo, el narrador no deja de expresar su “lástima que nada de eso pueda ser realmente descrito, ni la fachada modesta con sus carteles promisores”. ¿Por qué no puede ser descrita una “fachada modesta con sus carteles promisores”? Justamente porque es la entrada del infierno. Ni el infierno ni el cielo —según Dante y muchos otros autores que participan de la misma tradición— pueden ser adecuadamente descritos. Ernst Robert Curtius en su famosa obra sobre las tradiciones “tópicas” en la literatura europea habla al respecto del topos de la “inefabilidad” (“Unsagbarkeitstopos”). Dante es uno de los creadores (y continuadores) más importantes de ese topos. Pero en fin, ¿quién es Virgilio? En La Divina Commedia su función es la de un guía. Se lo presenta como el autor más prestigioso de la antigüedad clásica, o sea, pagana. Su misión consiste en guiar al autor de la Commedia —o sea, al vates, al voyant cristiano— hasta la “puertas del cielo”. A Virgilio, sin embargo —a diferencia del autor cristiano—, le está prohibida la entrada. En el cielo mismo, el propio Dante tendrá otro guía, la famosa Beatrice; pero ésta es otra historia… Quedémonos en la tierra. Habíamos dicho que la visión producida por el narrador tiene dos lados: uno que se dirige hacia el “objeto”, otro hacia el “sujeto”. Lo que predomina, sin embargo, es el aspecto subjetivo. Es el narrador en tanto que sujeto quien produce la visión. Se trata entonces —podríamos decir— de una figura de la identidad. O sea que vista desde su lado subjetivo es claro que se trata sólo de una identidad formal, vacía y sin contenido. Pues bien, el contenido de esta identidad no es sino el lado objetivo de la visión, esta “existencia de la que ellos mismos no sabían nada”, es decir, aquello que aparece, en la perspectiva del sujeto-narrador, como pura alteridad. 3.5. Oralidad y argentinidad en Cortázar

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¿No estamos perdiendo de vista el tema principal de este ensayo, es decir, el problema de la oralidad? Las lectoras y lectores que nos han acompañado hasta aquí pueden quizá hacerse la pregunta. Pues bien, nosotros creemos que de ninguna manera estamos apartándonos del tema, a condición, claro está, de que se acepten ciertas premisas de nuestro análisis, entre ellas, el “modelo de la oralidad literaria” que antes se ha expuesto. Por otra parte, hay que preguntarse por el rol que desempeña la oralidad en el preciso aunque restringido sentido de la lingüística; cómo está ella presente en el texto de Cortázar y qué función cumple. He aquí una serie de lícitos interrogantes que vamos a contestar para terminar. Hemos dicho al comienzo de este apartado que Cortázar es seguramente uno de los autores más “argentinos” de la literatura nacional; así el presente texto, en cuanto a la cuestión de la “recurrencia” de los elementos “orales”, constituye un excelente ejemplo para demostrar la veracidad de la afirmación. He aquí una lista de algunos de los principales “vulgarismos” —esto es, de giros y modismos de la lengua cotidiana— que se encuentran en el texto:



Usté sabe cómo es él cuando se cabrea. (PC: 118)



Andá velo a Mauro, le dije a José María. Ya sabés que conviene darle bastante alpiste. (PC: 118)



Aguantando las ganas de putearla me metí en el caldo caliente de la pieza. (PC: 119)



… yo estaba otra vez con Celina y Mauro en el Luna Park… con seis whiskies y una m am úa padre… (PC: 120)



Después bailó conmigo una m achicha. La pista era un horror de gente y calina. (PC: 121)



Ya el velorio funcionaba a todo tren… , hasta la noche ayudaba caliente y pareja, linda para estarse en el patio y hablar de la finadita, para dejar venir el alba sacándole a Celina los trapos al sereno. (PC: 123)



… ir a la milonga, tirarme cualquier hem bra… (PC: 126-27)



Yo estuve antes de conocerla, era una milonga m uy rea. ¿Usté la frecuenta? (PC: 127)



Lástima que nada de eso pueda ser realmente descrito, ni la fachada modesta [… ], menos todavía los junadores que hacen tiempo en la entrada” (ibid.)



Lástima el calor. Debían poner estratores. (PC: 128)

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Nos acodamos contentos delante de dos cañas secas y Mauro se bebió la suya de un solo viaje. (ibid.)



Llamó pidiendo otra, y m e dio calce para desentenderme y mirar. (PC: 129)



Se le veía en las caderas y en la boca, estaba armada para el tango, nacida de arriba abajo para la farra. (PC: 132)



El humo era tan espeso que las caras se borroneaban más allá del centro de la pista, de modo que la zona de las sillas para las que planchaban no se veía entre los cuerpos interpuestos y la neblina. (PC: 136)

Aunque sólo la menor parte de estos giros se encuentra lexicalizada, una primera mirada ya demuestra que la mayoría de ellos no son lunfardismos, sino que pertenecen a un nivel de lengua que podemos llamar —sin especificación social alguna— “coloquial”. Por eso una vez más el problema que debe ocuparnos es el de la “distribución”. Ya conocemos dos ejemplos de como se ha dado solución al problema: la de Gálvez y la de Borges. En las novelas de aquél el principio que determina la distribución de la oralidad es estrictamente “moralizante”, vale decir, que está conforme al principio tradicional según el cual el lenguaje caracteriza al hablante: si hay, pues, “oralidad”, ésta sólo se encuentra de parte de los “malevos”; el narrador, en cambio, trata de adecuarse en la medida de lo posible al estilo “escritural” de la “buena” tradición literaria española. En Borges, por el contrario, hemos constatado una ruptura: el narrador habla como los personajes a los que hace hablar. Queda por determinar, sin embargo, el valor de esta ruptura: según la lectura que hemos propuesto, la función de esta nueva distribución sigue todavía un esquema “realista”: sirve para demostrar que el narrador es también uno de los “compadritos”, es decir, que él mismo ha adoptado la “moral” de ellos. Si hay, así, “ruptura” en Borges —lo que nos parece evidente—, ella no se manifiesta a nivel lingüístico. Parece que Cortázar en "Las puertas del cielo" ha adoptado el mismo principio de distribución que Borges en "Hombre de la esquina rosada". Pero, si de hecho el narrador habla el mismo lenguaje que los otros personajes, a esta notable transgresión de la norma lingüística no le corresponde ninguna transgresión del resto de las normas que determinan la vida social. Al contrario, lo que se demuestra es la ausencia de automatismo, de paralelismo entre los dos niveles. El narrador es un abogado hábil; explícitamente se

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subraya que además escribe, que es escritor.61 En ambas ocupaciones imperan todos los estilos y niveles de la lengua —tanto escritos como orales— en uso en la Capital. No obstante esta capacidad, él no es uno de ellos. No pertenece al pueblo. Habla su lengua, pero es incapaz de compartir su vida. Si quiere compartirla, sólo es capaz de hacerlo mediante el rol del voyeur. Precisamente así comparte la vida de Mauro y Celina. Hay una párrafo significativo que describe la manera como se tratan entre sí los amigos a nivel de lengua: Ni ella ni Mauro me tutearon nunca, yo le hablaba de vos a Mauro pero a Celina le devolvía el tratamiento. A Celina le costó dejar el “doctor”, tal vez la enorgullecía darme el título delante de otros, mi amigo el doctor. Yo le pedí a M auro que se lo dijera, entonces empezó el “Marcelo”. Así ellos se acercaron un poco a mí pero yo estaba tan lejos como antes. Ni yendo juntos a los bailes populares, al box, hasta al fútbol (Mauro jugó años atrás en Rácing) o mateando hasta tarde en la cocina. (PC: 121-122)

El pasaje es relevante respecto del famoso debate sobre el “idioma nacional” al que nos hemos referido varias veces en este ensayo. Cortázar denuncia el hecho de que el debate, en efecto, corresponde al esquema de una ideología de arriba. No es compartido por los de abajo.62 El mismo fenómeno lingüístico, la “oralidad”, desempeña papeles no sólo diferentes, sino contradictorios: según la ideología de quien hace uso de él, sea la aristocracia o el “pueblo”, es alternativamente un signo de “identidad” o bien de diferencia. Así, los mismos fenómenos que sirven a la burguesía para suponer la existencia de un idioma nacional, a los miembros de las clases populares les sirven más bien para diferenciarse. En este caso, la oralidad sirve para reconocerse a sí mismo, para distinguirse justamente de los “doctores” (como Marcelo), con quienes, cuando la ocasión (o la necesidad) se presenta, se trata en el lenguaje que es el de ellos. En una perspectiva realista es lícito, por consiguiente, decir que Cortázar en "Las puertas del cielo" rebaja el debate acerca del “idioma nacional” desde el cielo de la ideología nacionalista a la tierra de la comunicación cotidiana: en esta perspectiva, es indudable que el “voseo” sigue connotando simple-

61 El mismo Cortázar en la época en que concibió el texto desempeñó el cargo de un “traductor público”. 62 Al respecto, Beatriz Sarlo sostiene la tesis de que el verdadero idioma de los argentinos de los años 30 y 40 de este siglo lo representaba más bien esta competencia en las lenguas extranjeras como la poseían Borges, Victoria Ocampo y Cortázar, pero no el desgraciado Roberto Arlt quien, al dominar perfectamente todos los matices del lunfardo, no dejaba de sentir envidia por la cultura “aristocrática” de sus colegas mejor ubicados en la jerarquía social (cf. Sarlo 1997: 28-41).

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mente —conforme a la demostración de Koch/Oesterreicher— la “inmediatez”, mientras que el “usted” connota la “distancia”. Lo que hace falta para superar la distancia, que es siempre una distancia social, no es un esfuerzo lingüístico, sino literario. También este intento viene de arriba, necesita de un impulso por parte de la cultura dominante. No es, por tanto, un fenómeno que surja de la cultura “popular”. Para terminar volvamos al problema de la “argentinidad”. Sin duda alguna está presente en el texto. Lo está ante todo en forma de deseo. Está presente al principio —aunque sólo retrospectivamente— como la esperanza del narrador-voyeur de participar en la felicidad inconsciente de Celina y Mauro, o sea, la esperanza de que “el contento de Celina (alcanzara) […] para los tres.” La realidad de la historia que se cuenta es, sin embargo, diferente. Empieza con la muerte de esta primera forma de una identidad imaginaria: demuestra que esta forma de identidad, indicada por el “contento de Celina”, ni siquiera es posible entre ella y Mauro, ni mucho menos entre ella y Marcelo. Al transformarse en voyant, el narrador es capaz de abrirse a otra experiencia, de descubrir otra Celina, una Celina transformada en figura de la alteridad. Llegamos de esta manera a un resultado muy parecido al encontrado en “Hombre de la esquina rosada”: tanto en Borges como en Cortázar se esfuma la “argentinidad” en tanto que modelo monolítico de la identidad nacional, y que es indicado a nivel del texto por el uso del lenguaje coloquial —que a su vez se interpreta como indicador del “idioma nacional”—. El modelo mismo está sujeto a un riguroso proceso de deconstrucción. Hemos dicho antes, al hablar del Martín Fierro, que a la “lucha por el reconocimiento” literaria de la oralidad le corresponde en realidad una “lucha por el reconocimiento” de los respectivos sujetos. Ahora bien, al compararse a este propósito “Hombre de la esquina rosada” con “Las puertas del cielo”, lo que constatamos son equivalencias, pero también diferencias. Las equivalencias se refieren evidentemente al “reconocimiento” de la oralidad como lengua literaria —cosa lograda ya en “Hombre de la esquina rosada”—; las diferencias, por el contrario, se refieren a la “lucha por el reconocimiento” de los sujetos en cuestión. Ahora bien, es evidente que en Borges el proceso de deconstrucción no sólo se refiere al modelo de identidad abstracto, sino también a los sujetos concretos.63 En Cortázar, a su vez, la deconstrucción de la ideología de un 63 No cabe duda de que para el Borges posterior a “Hombre de la esquina rosada” ni el gaucho ni el “compadrito” son figuras aceptables para representar la identidad nacional. Conocidas son sus palabras con respecto al Martín Fierro: “me parece espantoso y triste

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modelo monolítico de identidad nacional sirve justamente para revalorizar a los sujetos que están en juego. En este sentido, hay que afirmar que “Las puertas del cielo” corresponde al modelo utópico de una argentinidad cuya base no es ese tipo de “identidad” que resulta en última instancia de un acto de violencia, sino un acto de reconocimiento ilimitado del derecho a la alteridad. 4. Consideraciones finales A lo largo de esta Breve historia de la oralidad en la literatura argentina hemos estudiado una serie de posiciones, textos y autores, en los que aparece problematizada, aunque por cierto de manera muy diferente, la relación entre la “lucha por el reconocimiento” de la oralidad literaria y el motivo de la argentinidad. A guisa de resumen presentamos los siguientes puntos: 1/ Se ha verificado con creces, a lo largo de las páginas que preceden, la hipótesis inicial: la de una estrecha relación entre el tema de la identidad y la “lucha por el reconocimiento” de la oralidad literaria. 2/ También se ha verificado la segunda hipótesis, es decir, aquella que se refiere a la existencia de una historia en términos estrictos. La historia de la oralidad en la literatura argentina corresponde grosso modo a la historia de la nación argentina, con la salvedad, empero, de que esta historia se entienda en términos de una geneología, vale decir, de una evolución histórica caracterizada por un origen y un fin. Es esto lo que comúnmente se entiende bajo el concepto de identidad. 3/ En este sentido “Hombre de la esquina rosada” de Jorge Luis Borges es una obra de primera importancia. En efecto, se trata de un texto con el cual la historia de la oralidad en la literatura argentina llega a su fin en el doble sentido de la palabra. Representa la culminación de la historia, pero al mismo tiempo constituye un término final: así, con “Hombre de la esquina rosada” la oralidad literaria llega a su telos, es decir, a su reconocimiento como práctica discursiva y asimismo como discurso de la argentinidad; por otro lado, sin

que un país tome por ideal a un desertor, a un prófugo, a un borracho, a un soldado que se pasa al enemigo. Esto debe haber sido muy raro en aquella época. Creo que Hernández se anticipó, porque Martín Fierro es un malevo sentimental, que se apiada de su propia desdicha” (cit. por Sáinz de Medrano, en: Hernández 1982: 36).

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embargo, el texto opera también como deconstrucción no sólo del discurso, sino también de los sujetos que lo articulan. 4/ De ahí la importancia del cuento de Cortázar. Mientras el texto de Borges está vuelto hacia el pasado, el de Cortázar abre paso al futuro; demuestra que la historia continúa, más allá de las premisas que una vez la hicieron posible. Continúa la historia de la oralidad al reconocerle al discurso el derecho de igualdad en relación al resto de los discursos literarios. Pero al mismo tiempo, la función que se le atribuye a la oralidad ha cambiado fundamentalmente: ya no es considerada como uno de los elementos de una supuesta identidad monolítica, sino que, dentro de una multiplicidad de elementos discursivos heterogéneos, representa el derecho alienable a la alteridad.

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