Creer El Credo - PastoralSJ

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ron atraídos por un tal Jesús de Natzaret que se presentaba como un nuevo tipo de profeta ... (1) Resumen del capítulo 5 del libro “Creer el credo” de Josep ...
4 Creer El Credo Creemos en un solo Señor, Jesucristo1 EL JESÚS DE LA HISTORIA Decimos que creemos en Dios. Pero ¿qué podemos saber de Dios, fuera de postularlo como primer principio y origen de todo? Realmente Dios nos resulta inalcanzable en su propia realidad. Sin embargo, en nuestra tradición cristiana creemos que Dios mismo se nos ha “revelado” ( = se nos ha dado a conocer) particularmente en Jesucristo, enviado de Dios y presencia de Dios mismo en forma humana entre nosotros. En tiempos del emperador Tiberio, en la remota Palestina, un grupo de gente sencilla, la mayoría pescadores y también algunas mujeres del pueblo, se sintieron atraídos por un tal Jesús de Natzaret que se presentaba como un nuevo tipo de profeta, con una autoridad doctrinal y moral diferente de la de los maestros habituales. Algunos llegaron a formar una comunidad a su alrededor y fueron testimonios directos y cotidianos de lo que decía y hacía. Este tal Jesús, empezó a anunciar que el Reino de Dios, prometido desde antiguo, estaba cerca. Que Dios estaba a punto de hacer algo nuevo, que Dios acogía a los pecadores, pobres y marginados, frente a toda una organización socio-religiosa que mas bien rechazaba a este tipo de personas. Pedía, eso si, conversión de corazón, vida en fraternidad, hacer a los demás aquello que uno quiere que le hagan a él mismo, etc. Y todo esto lo decía “con autoridad” (Mc 1, 27); una autoridad confirmada con señales prodigiosas que parecían venir de Dios. Este tal Jesús, además, reinterpretaba la Ley antigua en una línea que no coincidía con la de las autoridades religiosas del judaísmo; y reinterpretaba el sentido del culto y del templo, en la forma en que nos ha sido transmitida en el maravilloso texto conocido como “Sermón de la Montaña” (Mt 5, 1ss). Sus seguidores, después de haber pasado por la trágica experiencia de su muerte cruenta y de su resurrección, llegaron a la convicción de que en este tal Jesús, se cumplían las antiguas promesas de Dios, de que en él estaba llegando efectivamente un nuevo “Reino de Dios”, de que Jesús era el “Mesías” o el “Cristo” (1) Resumen del capítulo 5 del libro “Creer el credo” de Josep Vives. Ed. Sal Terrae. Colección Alcance

prometido, expresiones éstas que significan “el Ungido” o consagrado por Dios, el escogido para conducir a término la renovación y la salvación de la humanidad.

DEL JESÚS DE LA HISTORIA AL CRISTO DE LA FE En los discípulos se produjo aquello que algunos denominan “el paso del Jesús de la historia al Cristo de la fe”. Es decir, el tránsito que va desde la experiencia de convivir con el hombre concreto Jesús, a la confesión que proclama que este hombre concreto era un enviado singular de Dios, presencia de Dios mismo entre nosotros y revelación del amor incondicional y salvador de Dios para con la humanidad. El Cristo de la fe se sustenta en el Jesús histórico, por más que su “realidad mesiánica” (y, en definitiva, su “divinidad”) no sea propiamente un dato histórico, sino el resultado de una interpretación que sus seguidores (los de entonces y los de ahora ) hacen de su comportamiento histórico. La realidad mesiánica o la divinidad de Jesús no son propiamente demostrables como datos históricos, pero tampoco son afirmaciones gratuitas: son consecuencia de una determinada actitud y de una determinada postura interpretativa ante los hechos históricos de Jesús de Natzaret. Y aquí se nos impone una reflexión: ¿Quienes son los que aceptan la realidad mesiánica de Jesús? ¿Cuáles son las condiciones para poder aceptar a Jesús como el Cristo y el Señor? Seguramente, deberíamos decir que Jesús es reconocido como Cristo y Señor por aquellos que él mismo, en el Sermón de la Montaña, declara “bienaventura-

dos”: los que tienen un espíritu de pobre, los no violentos, los que buscan la justicia, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz... Es decir, los que se sitúan en sintonía ( = se “convierten”) para acoger aquello mismo que Jesús anuncia y pide.

RECONOCER A JESÚS COMO MESÍAS SALVADOR La opción por Jesús se realiza siempre desde un determinado lugar. Evidentemente, no desde un lugar físico o sociopolítico, sino desde una determinada postura o “lugar interior”. Este “lugar tal vez sólo se puede describir, con las palabras del propio Jesús, como el de una forma de “pobreza de espíritu”, de humildad sincera, de reconocimiento de las propias limitaciones y de las propias faltas, de reconocimiento de los derechos de los demás, de reconocimiento de la necesidad que todos tenemos de ser “salvados” y liberados de nosotros mismos, y de la necesidad que tenemos de ser acogidos y perdonados gratuitamente por la bondad de Dios, etc. Los que estaban en estas disposiciones son los que, de hecho, reconocieron a Jesús, ya durante su vida en las tierras de Palestina, como Salvador. Contrariamente, los que mantenían disposiciones opuestas, tales como la prepotencia y la autosuficiencia, no solamente no le reconocieron como Salvador, sino que, además, le rechazaron hasta conducirle a la muerte. Por lo tanto, solamente reconoce a Jesús como el Cristo aquél que siente la necesidad de ser salvado por Cristo; solamente reconoce al Salvador aquél que se siente en necesidad de ser salvado, del mismo modo que solamente conoce al médico como médico el que se siente en-

Creemos en un solo Señor, or, Jesucristo fermo y se pone en disposición de dejarse curar. Creer en Jesucristo es ponerse en disposición de dejarse salvar por él. Cristo viene a decirnos que hay unas determinadas disposiciones de fondo hacia Dios y hacia los otros que son más importantes que las meras disposiciones o prácticas morales y cultuales, o que las profesiones nocionales de determinados dogmas. Por ejemplo, hemos de estar dispuestos a reconocer que somos “pecadores”; uno ha de comenzar por reconocer la propia pobreza espiritual, que incluye el sentimiento de que ante Dios siempre estamos en situación negativa, en números rojos, que nunca correspondemos suficientemente a su amor gratuito (porque el pecado no es solamente cuestión de saltarse la ley, sino de falta de correspondencia al amor). Si no reconocemos esto, seremos de aquellos fariseos de los que Jesús decía que estaban autosatisfechos de sus propias obres, y ni amaban ni se dejaban amar. Creer en Jesús el Cristo no es, pues, como pretendían algunos libros apologéticos de hace algunas décadas, cosa que resulte de demostraciones argumentativas sobre su divinidad. A alguien se le podría ocurrir hacer esta pregunta: ¿La gente que seguía a Jesús, creía? ¿Creían que Jesús era el Mesías y que era Dios? ¿Los mismos apóstoles, creían en esto? Y alguien contestaría: No faltaría más! Basta con leer Mateo 16, 13, donde Pedro proclama: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo”. Que la escena en la que se encuadran estas palabras sucediera exactamente como lo describe el relato del evangelista es cosa discutible. Pero lo más importante es que los que seguían a Jesús,

los que eran curados por él, aún sin ser capaces de tematizar o de explicitar muy bien su fe, se entregaban totalmente a él. Tal vez si les hubiesen preguntado de repente si Jesús era Dios, se hubieran espantado y no hubieran sabido muy bien qué contestar. No quiero decir que nosotros, que hemos recibido del catecismo la capacidad de formular la realidad divina de Jesús, no tengamos que esforzarnos en confesar la fe en los términos más adecuados posibles. Lo que quiero decir es que puede haber una fe en Cristo, plena y total, aunque no se sepa formular muy bien. Es más importante preocuparse por la entrega total que por la exactitud de las fórmulas dogmáticas. Con ello querría también sugerir que hemos de guardarnos de sentenciar precipitadamente que la gente no tiene fe. Tal vez tengan una fe muy confusa, y no sepan expresarla, pero tal vez crean en su corazón mucho más de lo que puedan llegar a formular con sus labios o en su mente.

VERDADERO DIOS Y VERDADERO HOMBRE Ya desde los primeros siglos se discutió muchísimo sobre la forma más exacta de formular la manera como Jesús era presencia salvadora de Dios entre nosotros. Unos decían que era solo un hombre a través del cual - o por medio del cual - Dios actuaba. Otros decían que era verdaderamente Dios y que solamente tenía una simple apariencia humana. Es decir, o un hombre que solamente parecía Dios, o un Dios que solamente parecía hombre. La comunidad llegó finalmente a la convicción de que estas formas de hablar “en apariencia” no se correspondían con lo

solamente reconoce a Jesús como el Cristo aquél que siente la necesidad de ser salvado por Cristo

que habían experimentado y creído los primeros seguidores de Jesús, ni con lo que el mismo Jesús había dicho de si mismo. Así se pasó a declarar que Jesús era Dios verdadero y hombre verdadero; Dios y hombre unidos en una unidad personal que nos resulta misteriosa porque está más allá de todo lo que nosotros podamos experimentar o comprender.

JESÚS ES EL SEÑOR Cuando profesamos que creemos en un solo Señor, Jesucristo, lo que queremos decir es que creemos que Jesús es el Señor. En el Antiguo Testamento los hebreos creían en su Dios, cuyo nombre era Jahvé. Pero, por respeto a este nombre, evitaban pronunciarlo, y hablaban habitualmente del Señor (Adonai). El Señor es, pues, un sustituto del nombre de Dios. Ya en el Nuevo Testamento, cuando San Pablo quiere explicar cómo hemos de creer en Jesús, dice: Si confiesas con la boca que Cristo es el Señor y crees con el corazón que Dios le resucitó, serás salvado (Rm 10, 9). ¿Qué es lo que hace falta para salvarse? Confesar que Jesús es el Señor, que es Dios. Pero fijémonos en el paralelismo de la confesión que Pablo reclama: hemos de confesar con la boca que Jesús es el Señor, lo cual implica confesar con el corazón que Dios le resucitó, que no

le abandonó a la muerte – aunque así lo pareciera - sino que le recuperó y le hizo sentarse a su diestra. Y por eso es Señor, sentado a la derecha de Dios.

SENTADO A LA DERECHA DE DIOS ¿Qué quiere decir estar a la derecha de Dios? Es una manera plástica - y muy catequética - de decir que es igual a Dios; que está al mismo nivel que Dios; que es del orden de lo divino, no del orden de las cosas creadas que están por debajo de Dios. Confesamos que Jesús es el Señor, igual a Dios, porque Dios le resucitó y le hizo sentarse a su derecha. Esto es lo que quiso declarar el Concilio de Nicea (año 325) cuando algunos cuestionaban la plena divinidad de Jesús. Con un lenguaje mucho más abstracto, y seguramente más difícil de comprender que el de Pablo, aquel concilio afirmó que Jesús era “consubstancial” al Padre; es decir, de la misma sustancia, de la misma naturaleza, de la misma categoría que Dios Padre todopoderoso. Esta definición parece que dejaba satisfechos a los letrados que disputaban. Nosotros tal vez podemos contentarnos confesando sencillamente que Jesús es el Cristo, el Señor, sentado a la derecha de Dios, después de haberse hecho presencia amorosa y salvadora de Dios mismo entre nosotros.