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ni uno aquí salvo Milcíades Peña, pero mucho después– jamás consideró que humillaba a su patria (Perú) ni a la entera América latina por considerar que: ...
Polémica

Norberto Galasso debate con José Pablo Feinmann Cómo se conquistó el pacto neocolonial Por José Pablo Feinmann Publicado en Página 12 – 18.04.2010 Alguien tan inteligente como el marxista peruano José Carlos Mariátegui –un marxista como no hemos tenido ni uno aquí salvo Milcíades Peña, pero mucho después– jamás consideró que humillaba a su patria (Perú) ni a la entera América latina por considerar que: “Enfocada sobre el plano de la historia mundial, la independencia sudamericana se presenta decidida por las necesidades del desarrollo de la civilización occidental o, mejor dicho, capitalista” (José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, Ediciones El Andariego, Buenos Aires, 2005, p. 16). Y añade: “Mr. Canning, traductor y ejecutor fiel del interés de Inglaterra, consagraba (...) el derecho de estos pueblos a separarse de España y, anexamente, a organizarse republicana y democráticamente. A Mr. Canning, de otro lado, se habían adelantado prácticamente los banqueros de Londres que, con sus préstamos –no por usurarios menos oportunos y eficaces–, habían financiado la fundación de las nuevas repúblicas” (Ibid., p. 17). Pero hay quienes afirman que la Revolución de Mayo (a diferencia de las otras de América) tomó el espíritu de las Juntas populares españoles que luchaban contra la España absolutista, hasta 1810. Luego los ejércitos de Bonaparte las borraron del mapa. Pero la Junta de Buenos Aires sería hija de ese espíritu que encarnaron las Juntas Populares. Incluso se llega a afirmar que Cornelio Saavedra (que es el villano de nuestra revolución) no se proponía, como Moreno y sus compañeros: que eran básicamente dos, Castelli y Belgrano, cambiar el orden social establecido, sino cambiar simplemente de virrey. Corrijamos esto: no se puede comparar a las Juntas Populares de la España rebelde, popular y antibonapartista con la mera, individual, Junta de Mayo, que proponía un Ejecutivo mínimo y quedó descalabrada no bien ese Ejecutivo se amplió. Por otra parte, la Junta de Mayo nunca fue popular ni tenía cómo serlo. Moreno, que deseaba ser Robespierre, carecía de una burguesía revolucionaria. Tenía a unos tenderos, a unos mercaderes del puerto que deseaban importar mercancías del exterior e introducirlas en el país. Y a unos terratenientes que buscaban mercados externos donde vender su trigo y sus vacas. De aquí que estuvieran en contra de España. Sólo porque no querían esclavizarse a un mercado único, sino vender a otros. Sobre todo al resto de Europa, que era, para ellos, la verdadera Europa. San Martín llega al país en una nave que lleva por nombre George Canning. Los brillantes intelectuales de la generación del ’37 proponen cambiar el español por el francés. Sarmiento en Recuerdos de provincia, escribe que 500 años de dominio “terrífico” de la Inquisición se teme que hayan achicado el cerebro español. En sus Viajes: “He estado en Europa y España”. Todo está claro: las revoluciones de América del Sur tuvieron como objeto salir del dominio español (algo que lograron con batallas tan heroicas como las de Maipú y Ayacucho) y tener la libertad de formar parte del desarrollo del occidente capitalista. Cito (para que no se enojen sólo conmigo los que imaginan a un Moreno y a un Castelli prefigurando a un Ernesto Guevara) a Milcíades Peña: “La llamada ‘revolución’ tuvo un carácter esencialmente político. Lo que Mariátegui observó en Perú vale para toda América latina: La revolución no representó el advenimiento de una nueva clase dirigente, no correspondió a una transformación de la estructura económica y social” (Milcíades Peña, Antes de Mayo, Ediciones Fichas, 1970, p. 76). Alberdi, José Luis Busaniche, el entrañable y riguroso Salvador Ferla, el biógrafo de Moreno Boleslao Lewin y muchos otros. Pero deseo agregar un par de elementos fundamentales. Dejo de lado los pasajes del Plan de Operaciones en que Moreno sugiere entregar la isla de Martín García a Inglaterra para que nos proteja o sus exultaciones sanguinarias (típicamente jacobinas) o sus elogios a la delación. Vamos a otra cosa. Moreno no tenía lo que tuvo Robespierre: una burguesía revolucionaria. Por consiguiente, todas sus brillantes ideas revolucionarias (la expropiación de las grandes fortunas, por citar una) giraban en el vacío. Tampoco era heredero de las

Juntas españolas porque su Junta era una y no tenía arraigo popular. Esta figura que dibuja Moreno (la del ideólogo revolucionario sin clase social que en que apoyarse) será también la de Lenin: el revolucionario socialista sin proletariado urbano. Lenin tenía un problema muy simple: si quería hacer la revolución siguiendo las indicaciones de El Capital tenía que esperar 50 años. Que la burguesía se desarrollara y diera origen al proletariado revolucionario. Jamás. Ideó la teoría de la vanguardia. Una élite de intelectuales (que conocían las leyes del desarrollo histórico) formarían un partido de vanguardia y entregarían al proletariado la “ideología revolucionaria” evitando así el pasaje por la etapa capitalista. Esa sería la “dictadura del proletariado”, pero dirigida por una vanguardia que ejercería una tutela ideológica sobre ese proletariado modelando su conciencia revolucionaria y ahorrándole el pasaje por el infierno de la etapa capitalista. Todo esto tenía que terminar mal. El Partido de Vanguardia se convierte en Partido de la Burocracia. La teoría revolucionaria en dogma. El Partido elige a un líder. El líder se transforma en dictador y da inicio a la etapa del culto a la personalidad. Lenin no vio esto porque se había muerto, pero el diagrama le pertenece. Moreno razonaba de un modo similar. No tenemos una clase social que nos apoye. No importa: la vanguardia hará la revolución. Escribe en el Plan de Operaciones: “Los pueblos nunca saben, ni ven, sino lo que se les enseña y muestra, ni oyen más que lo que se les dice” (La cita está en Filosofía y Nación, difícil de conseguir en estos momentos pero en breve saldrá una edición nueva). Esta frase la ha dicho el numen, la deidad inaugural del periodismo argentino. Hoy, más que nunca, nuestro periodismo cree en ella y trata de ejercerla. (Cada vez, creo, con menos eficacia: las reiteraciones terminan por volverse cruelmente en contra de los reiteradores ante el aburrimiento de los que las reciben pasivamente hasta que advierten que si “mil repeticiones hacen una verdad”, como decía Goebbels, dos mil despiertan la sospecha del engaño.) Pero la ausencia de masas en su proyecto, la ausencia de una clase social poderosa que lo apoye determina su derrota. Cuando escribí el capítulo sobre La Razón Iluminista y la Revolución de Mayo en Filosofía y Nación corría el año 1975. Día a día, en medio de un reflujo de masas más que evidente, la Orga de los Montoneros se había trenzado en una lucha a muerte con las bandas de la Triple A. Fue escrito contra la práctica vanguardista y fierrera de los montos. Ese fue el disparador. Me apoyé centralmente en Ferla, pero esperaba –si en algún momento retornaba la posibilidad de discutir estos temas– exhibirle al vanguardismo montonero sus similitudes con la soberbia morenista. Me dediqué entonces a garabatear algunas consignas morenistas inspiradas en las de la Orga de Firmenich y los suyos. Algunas –además de divertidas– son seriamente conceptuales: Que se sepa/ Que se sepa/ Castelli se curó/ pa’ decirle a los gorilas/ la puta que los parió. O también: ¡Guillotina! ¡Guillotina!/ Para los hijos de puta/ que vendieron la Argentina. O si no: Con Moreno en el alma/ Castelli en el corazón/ Haremos de l’Argentina/ La gran patria jacobina. O por qué no: Si Moreno viviera/ Sería conducción/ Sería lucha armada/ Para la liberación. Aunque: ¿le cedería Firmenich la conducción a Moreno? Una más: Mayo argentino/ Mayo morenero/ Mayo argentino/ Mayo montonero. Otra: Liniers, Liniers/ Gallego y franchute/ Te quisiste rebelar/ Moreno y Castelli/ Te hicieron recagar. Y la última: Si Evita viviera/ sería morenera. En suma, las “revoluciones” de América latina lo fueron –por completo– respecto de España. Había que expulsar a los godos de un continente que deseaba entrar en la modernidad capitalista. Desde esta perspectiva, la lucha fue a muerte y fue triunfal: el poder español se retiró. Fue derrotado –por el glorioso general Sucre en 1824 en la batalla de Ayacucho– el poder colonial al que estábamos sometidos. Se inicia, a partir de ahí, el pacto neocolonial. América latina se transforma en un continente de monocultivo para cubrir a bajos precios las necesidades de las industrias británicas. Inglaterra, taller del mundo, nos dará todas las mercancías que necesitemos. Pero esa es otra historia. Y no disminuye la grandeza de San Martín, que acaso vino al Plata en la corbeta George Canning para llevar a cabo esa y sólo esa tarea: echar a los godos, derrotar el atraso, abrir las puertas de la modernidad occidental. Acaso en Guayaquil –si Bolívar le confío sus sueños sobre la gran nación bolivariana– le dijo no, lo que yo vine a hacer a este continente ya está hecho. Y se fue. El resto es otra historia. La de la Revolución de Mayo es la que acabamos de narrar.

Respuesta de Norberto Galasso 09-05-10 / El historiador le responde al filósofo por un artículo publicado en Página 12. Por Norberto Galasso Historiador El artículo se titula Cómo se conquistó el pacto neocolonial (18/04/2010, Página 12) y sorprende que José Pablo Feinmann no mencione a Bartolomé Mitre (trazado de ferrocarriles ingleses en abanico hacia el puerto, empréstitos e instalación de bancos ingleses) y en cambio, le adjudique ese protagonismo antinacional a la Revolución de Mayo, a Mariano Moreno y al General San Martín. Por eso, paso a reseñar lo fundamental del artículo donde encuentro graves errores. Feinmann reproduce una cita de Mariátegui fundando así su tesis descalificatoria de la Revolución de Mayo: “Los ingleses habían financiado la fundación de las nuevas repúblicas”. Pero esa cita es aplicable a 1824 y no a 1810. Proviene del libro El congreso de Verona, del vizconde de Chateaubriand, quien sostiene: “De 1822 a 1826, diez empréstitos han sido hechos en Inglaterra en nombre de las colonias españolas”. Chateaubriand explica el objetivo colonialista de esos 10 empréstitos, por un total de 20.078.000 de libras y después de demostrar que fueron una estafa –Inglaterra quedó como acreedora por 35.745.000 libras– concluye: “Las colonias españolas se volvieron una especie de colonia inglesa”. Esto se produce entre 1822 y 1826 y se corresponde con la política de la burguesía comercial portuaria expresada por Rivadavia en el período que Vicente López y Planes llama “de la contrarrevolución”, respecto al período de Mayo (1810-1821) que fue, según señala, el de “la revolución”, cuando se hablaba “de patriotismo” mientras que en la época rivadaviana “se proclamó el principio de habilidad o riqueza” (Carta a San Martín del 4/1/1830). Con esos empréstitos quedaron encadenados al Imperio varios países latinoamericanos –fue el inicio, con Baring Brothers, de nuestra deuda externa– y no existe relación alguna con la Revolución de Mayo. Scalabrini Ortiz enseñó, en Las dos rutas de Mayo, que la de Moreno (nacional y revolucionaria) era antagónica a la de Rivadavia (colonialista). Puede sostenerse que en 1824 nace ese pacto semicolonial que consolida luego Mitre a partir de 1862. Como al pasar, Feinmann sostiene que “hay quienes afirman que la revolución de Mayo, a diferencia de la otras de América, tomó el espíritu de las Juntas españolas que luchaban contra la España absolutista” y agrega: “Corrijamos esto: no se puede comparar a las Juntas Populares de la España rebelde, popular y antibonapartista con la mera individual Junta de Mayo [...], junta de mayo que nunca fue popular ni tenía cómo serlo”. En primer término, no hay diferencia entre la revolución de Mayo y “las otras de América”, pues en todos los movimientos entre 1809 y 1810, se forman Juntas Populares, como en España, para desplazar a los virreyes, y en todas ellas se jura por Fernando VII, lo que prueba que no tenían inicialmente un propósito separatista y que al igual que las juntas españolas, confiaban en Fernando VII como el posible modernizador de España. Esa revolución española declara que las tierras de América no son colonias, sino provincias, y propicia la formación de Juntas, cuyo contenido inicial es democrático, no independentista y se tornan separatistas a partir de 1814 cuando la revolución española es derrotada por el absolutismo

(hasta 1814 flameó la bandera española en el Fuerte de Buenos Aires). En segundo lugar, es correcto que nos faltó una burguesía nacional unificadora, capaz de consolidar la revolución hispanoamericana. Ni Moreno ni Bolívar ni San Martín tuvieron burguesía nacional en que apoyarse o cuando la había, era muy débil y estaba mentalmente colonizada, como le ocurrió después a Perón en la Argentina. Pero también faltó –o fue muy débil– la española, y por eso volvió el absolutismo a España en 1814. Sin embargo, Moreno sostenía la necesidad del rol del Estado que podría reemplazarla como se ha planteado un siglo y medio más tarde en varios países del tercer mundo (por eso, Moreno, al igual que San Martín, gesta fábricas estatales de armas y de pólvora). Otro error consiste en afirmar que “la Junta de Mayo nunca fue popular ni tenía como serlo [...] que sus compañeros (los de Moreno) eran básicamente dos”. Por el contrario, eran sectores populares dirigidos por los chisperos o manolos de la Revolución como French, Beruti, Donado, Arzac, Orma, Dupuy, Cardozo, Planes y muchos otros que movieron mil personas en la plaza (el 2% al 2,5% de Buenos Aires; en valores actuales sería una concentración de 80.000 a 100.000 personas). Los enemigos del pueblo tenían en claro lo que era el morenismo: Arroyo y Pinedo lo aborrecía porque “Moreno sostiene que ya todos somos iguales, máxima que así vertida en la generalidad ha causado tantos males” y agregaba: “En estas circunstancias en que el susodicho Moreno se había arrastrado a la multitud”. El morenismo se continúa después de 1810 con Monteagudo y San Martín. Son los continuadores de Moreno, después de su muerte y tanto es así que la Asamblea del año XIII adopta importantísimas medidas democráticas y antiabsolutistas, iguales a las que aplica San Martín cuando es Protector del Perú: principios fundamentales como la destrucción de los instrumentos de tortura, la abolición de títulos y escudos nobiliarios, la abolición de los tributos que pesaban sobre los indios y la libertad de vientres, entre otras. La confrontación de clases y de proyectos es evidente en esa época. Que la izquierda abstracta pregone que son luchas interburguesas pues ninguno aspiraba al socialismo y, por tanto, despreciables, resulta coherente con su desvinculación con la clase obrera real, pero que lo haga un filósofo de la talla de Feinmann, es lamentable y peligroso. Asimismo, sorprende que Feinmann no acuse a Mitre del pacto semicolonial y en cambio defenestre a Moreno y, al mismo tiempo, descalifique a Lenin y niegue el protagonismo popular –justamente cuando se multiplican hoy las concentraciones populares– para luego caer en la versión de Sejean de que San Martín fue sobornado en Londres en 1811, y no le interesaba la unión latinoamericana –justamente hoy cuando avanzamos hacia ella con la Unasur y otras expresiones de la Patria Grande–. Advierto en el artículo de Feinmann algunos otros errores. Por ejemplo, sostener que los terratenientes deseaban exportar trigo en 1810, cuando ello sólo empezó a manifestarse siete décadas después, desacierto que proviene seguramente de las urgencias periodísticas. Pero no puedo dejar de criticar el final donde afirma: “Acaso en Guayaquil –si Bolívar le confió sus sueños sobre la gran nación bolivariana– le dijo no, lo que yo vine a hacer a este continente ya está hecho. Y se fue”. Con esta suposición sugiere (previamente señala dos veces que vino en una fragata inglesa) que San Martín, al igual que los revolucionarios de Mayo, es también responsable del pacto semicolonial, dando aliento así a la tesis de Sejean

de que San Martín era un agente inglés. En este aspecto existen proclamas, cartas y en especial el tratado “Pacto de unión, liga y confederación perpetua”, firmado el 6/7/1822, entre Monteagudo, en representación de San Martín, y Mosquera, en representación de Bolívar, por una “asociación para formar una nación de repúblicas”. Este tratado aparece en los textos como entre Perú y Colombia, pero Perú incluía el territorio que luego fue Bolivia y tenía el apoyo de Chile (O’Higgins) y Colombia se integraba con Venezuela, Ecuador, Colombia y Panamá, que formaba parte de esta última, y en él se comprometen los firmantes a “interponer buenos oficios con los gobiernos de los demás estados de la América antes española para entrar en este pacto”. Por supuesto, el probritánico Rivadavia no apoya esta política.