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Giuseppe Bellini

El cuento hispanoamericano: de las culturas precolombinas al siglo XX

Università di Milano

Si las raíces de la narrativa europea ahondan en el cuento, las de la narrativa hispanoamericana arrancan desde la crónica del descubrimiento y la conquista. Voces autorizadas, como las de Miguel Ángel Asturias, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez lo han confirmado en época todavía reciente1. Escribe el novelista guatemalteco que en la Historia verdadera de la conquista de México, de Bernal Díaz del Castillo, y en los Comentarios Reales del Inca Garcilaso, reside el fundamento de la novela hispanoamericana2. Pero, ¡cuánta materia novelesca existe en todas las numerosas crónicas que, obra de españoles o de mestizos y criollos, se escriben en América en los siglos primeros de su nacimiento al mundo occidental y a su cultura! En las crónicas está la matriz también del cuento hispanoamericano. A parte las infinitas páginas donde parece que el cronista nos está contando una novela heroica, de aventuras, que nos adentra en un mundo por

más de un motivo fabuloso, además de terrible por desconocido, el relato histórico aparece amenizado por narraciones breves, verdaderos cuentos, que revelan, fundamentalmente, su raíz occidental, no cabe duda, pero que se refieren ya a una realidad distinta, a ese «nuevo mundo» descubierto o en vías de descubrirse, recién conquistado o por conquistar, donde un tipo original de vida se está afirmando, la de la nueva sociedad colonial. Luis Leal pone de relieve en su Historia del cuento hispanoamericano3, tratando de los origines del género en América, la existencia de un cuento popular entre los indígenas americanos, la riqueza en cuentos de las crónicas y la falta, 186por otra parte, en el mundo colonial, del cuento artístico, a pesar de su extraordinario auge en España, y recuerda, a este propósito, los motivos que la crítica ha aducido para ello, como la prohibición oficial de la circulación, en las tierras conquistadas, de obras de ficción -ampliamente burlada-4, el predominio de la vida religiosa, la supuesta incapacidad de los pueblos jóvenes para el cultivo de este tipo de narración, la falta de tradición literaria5. En un libro fundamental, La vocación literaria del pensamiento histórico en América6, Enrique Pupo-Walker pone el acento, a su vez, sobre el fenómeno singular, subrayando la difusión en América del cuadro costumbrista y lo que este tipo de narración -en gran boga- significó para la sociedad fruidora. En lo descriptivo, siguiendo a Mark Schorer7, el crítico ve su límite, puesto que no mira a una «valoración significativa de la existencia»8. Concluye Pupo-Walker afirmando la fundamental diversidad entre el «cuento literario» y el «cuadro de costumbres», «dos creaciones que apuntan hacia niveles desiguales de la experiencia literaria»9. Se ha discutido y escrito abundantemente sobre la naturaleza del cuento y qué se necesita para que lo sea. Gabriela Mora ha realizado un atento trabajo examinando, en su libro, En torno al cuento: de la teoría general y de su práctica en Hispanoamérica10, las más variadas definiciones y teorías, incluyendo, por supuesto, a Propp11 y a Todorov12, partiendo de la formulación de Poe13, desde la cual se origina toda discusión posterior relacionada con el cuento. La autora acaba, finalmente, por aceptar, como punto de partida para «otras exploraciones»14, la definición de Enrique Anderson Imbert en su Teoría y técnica del cuento: «El cuento vendría a ser una narración breve en prosa que, por mucho que se apoye en un suceder real, revela siempre la imaginación de un narrador individual. 187La acción -cuyos agentes son hombres, animales humanizados o cosas animadas- consta de una serie de acontecimientos entretejidos en una trama donde las tensiones y distensiones, graduadas para mantener en suspenso el ánimo del lector, terminan por resolverse en un desenlace estéticamente satisfactorio»15.

Mucho habría que aclarar todavía, pero, en el ámbito de la extraordinaria inseguridad de llegar a un resultado universalmente reconocido por valedero y satisfactorio, la definición de Anderson Imbert nos parece aceptable16. Confluyen, es cierto, en el cuento, la brevedad -relativa a

veces-, la tensión, la rapidez del desarrollo, el elemento sorpresa, la eficacia de un estilo sólitamente tenso, la conclusión inesperada. Sobre todo, a diferencia de la novela, el cuento no aguanta demoradas digresiones y debe mantener en cualquier momento despierta la atención del lector, estimular constantemente su participación y su curiosidad. Se ha dicho que un buen cuento debe leerse de una sentada. Lo dijo Poe17, y estimo que, a pesar del tiempo transcurrido, esta afirmación -inevitablemente exagerada-, queda fundamentalmente valedera. Una novela puede leerse en varios tiempos, hasta puede el lector detenerse a meditar páginas aisladas. El cuento no: por su naturaleza intrínseca, por su constitutiva concisión y tensión, debe leerse hasta el final, todo seguido, página tras página18. Estas digresiones nos han alejado, aparentemente, de nuestro asunto específico, por tratar cuestiones más generales. Volviendo al tema, nos atrevemos a considerar los orígenes del cuento en la América hispana más allá de la crónica. El europeo, en este caso el español, llegando a América entraba en contacto con un mundo antes desconocido por él, diverso por mentalidad y cultura. Su curiosidad era constantemente solicitada por lo material y visible, pero también por lo cultural y tanto que aun a distancia de siglos las antiguas culturas indígenas siguen activas en escritores contemporáneos de reconocido relieve, y no solamente en autores mestizos o «aindiados» espiritualmente, como José María Arguedas o Miguel Ángel Asturias, sino en otros numerosos, de Pablo Neruda a Pablo Antonio Cuadra, de Octavio Paz a Ernesto Cardenal... 188 Si entendemos así las cosas, es evidente que una historia del cuento hispanoamericano debe empezar de lo que significa exhumación de lo indígena en su aspecto mítico y fabuloso y luego lo que implica como aventura la empresa del descubrimiento y la conquista, lo anecdótico de la vida colonial y su interpretación más profunda al mismo tiempo. El Popol-Vuh es la fuente primaria donde se elabora una visión occidental del mundo indígena. Un extraordinario halo mítico acompaña la creación del mundo y el hombre americanos. Cuento, o mejor narración sagrada, que nos participa el instante misterioso, el clima tenso de cuando «todo estaba en suspenso», en espera del primer acto creativo de los progenitores, Tepeu y Gucumaz. A distancia de siglos, Asturias reflejará, en «Los brujos de la tormenta primaveral», de Leyendas de Guatemala, con habilidad sin par, nuevamente el momento irrepetible del primer día, cuando «Los ríos navegables, los hijos de las lluvias, los del comercio carnal con el mar, andaban en la superficie de la tierra en lucha con las montañas, los volcanes y los llanos engañadores que se paseaban por el suelo comido de abismos, como balsas móviles. Encuentros estelares en el tacto del barro, en el fondo del cielo, que fijaba la mirada cegatona de los crisopacios, en el sosegado desorden de las aguas errantes sobre lechos invisibles de arenas esponjosas, y en el berrinche de los pedernales enfurecidos por el rayo»19.

Y hasta influirá, siempre a distancia de siglos, en otros géneros literarios, como la poesía. En el Canto general Neruda repite, en «Amor América», al contrario de Asturias, en cuya recreación todo es movimiento ambiguo y pugna, la calma del paraíso original: Antes de la peluca y la casaca fueron los ríos, ríos arteriales: fueron las cordilleras, en cuya onda raída el cóndor o la nieve parecían inmóviles: fue la humedad y la espesura, el trueno sin nombre todavía, las pampas planetarias20.

Narración, fábula, leyenda, cuento siempre de un momento mágico, sobre el cual se funda toda la magia del mundo americano, hasta nuestros días, a pesar de su dura realidad de dolor humano. Así descubren, el conquistador y el colono, a través del intermedio del fraile sabio, que atesora y reconstruye los restos de las antiguas culturas derribadas, 189o detenidas en su desarrollo por la llegada de los europeos, un mundo lleno de misterio y de encanto, que va del norte del continente hasta las «pampas planetarias» que Neruda canta21. Leyendas de origen sagrado le introducen en otras culturas. Donde existe escritura -glifos y pictografía-, la traducción al castellano es el trámite, y donde no existe, será el vehículo oral, la transmisión de un caudal abundante, del que el mismo Garcilaso sacará datos y noticias en torno al origen fabuloso del pueblo al que, por parte de madre, pertenece y de sus reyes. En el caso de muchas culturas que carecen de signos escritos el descubrimiento a través de la fuente oral es continuo. La dura penetración en el «mundo nuevo» nos la cuenta, entre otros cronistas, empezando por Cortés y sus Cartas de relación, un viejo soldado como Bernal Díaz del Castillo, en una narración sencilla, concisa en su expresión y sin embargo eficazmente dramática. Su Historia verdadera de la conquista de México, que origina, hacia el final de su vida, un empeño de reivindicación y de protagonismo personal frente al silencio cortesiano, no deja de atraer al lector, que participa del clima de «fábula-realidad», como dirá en Maladrón un personaje de Asturias22, porque esto son para los conquistadores, por encima del peligro y de la fatiga, estas Indias. Y como en Bernal Díaz, la eficacia narrativa resplandece en muchas páginas de la Historia del Perú, de Pedro Cieza de León, rica en relatos que son prácticamente cuentos. Para penetrar el misterio del mundo sur de América, nada más atractivo y narrativamente valedero como ciertas páginas de la Historia general del Perú, del Inca, donde se cuentan las peripecias de Gonzalo Pizarro en busca de realidades fabulosas. Hay que convenir con Asturias que en este escritor, especialmente, reside la fuente de la gran narrativa «mágica» del siglo XX hispanoamericano, ciertamente la del propio escritor

guatemalteco. Una naturaleza impervia, imprevista y suntuosa, una humanidad que consume su vida en someterla, peligros y contiendas siempre al acecho, dan carácter dramático, belleza extraordinaria a las páginas del habilísimo narrador. Pero Garcilaso es también cuentista. Ya José Juan Arrom señaló23, certeramente, la existencia de cuentos en los Comentarios Reales, y más tarde Pupo Walker ha vuelto sobre el tema, ampliando las referencias con relación a la «ficción intercalada» en la narración histórica24. No cabe duda de que el Inca es un 190cuentista hábil. Narraciones de este tipo solían incluir, por otra parte, en sus obras históricas, otros cronistas americanos. Nota Luis Leal que si en la época colonial el cuento artístico no se cultiva, en las crónicas e historias encontramos «innumerables narraciones novelescas intercaladas aquí y allá con el objeto de amenizar el largo y a veces seco relato histórico»25. Terminada la conquista, realizado en sus líneas generales el descubrimiento, la exploración, mejor dicho, del continente en sus zonas más extensas, la vida colonial entra de pleno en la narrativa y en la crónica, a su vez novela interesante. Serán, en el primer caso, los Infortunios de Alonso Ramírez (1690), que padeció en poder de los ingleses, del novohispano Carlos de Sigüenza y Góngora, en el segundo el Cautiverio feliz, que escribe hacia 1650 el «chileno» Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán; será sobre todo una extraña crónica, gran libro de la vida colonial, El Carnero, escrito hacia 1630 por el «colombiano» Juan Rodríguez Freyle, y la Nueva Corónica y Buen Gobierno, del «peruano» Felipe Guaman Poma de Ayala, escrita entre 1584 y 1612. Estamos ya frente a una narrativa americana, por temas e intereses, además que por lengua y estilo, a pesar de incumbentes modelos e influencias, sobre todo de la novela picaresca. Los frutos más valiosos se dan en dos obras desiguales, y diferentes, el Lazarillo de ciegos caminantes -libro «de los misterios», según acertadamente lo definió Emilio Carilla26, por su ocultada paternidad, al fin individuada en el inspector y organizador de correos, de Buenos Aires a Lima, Alonso Carrió de la Vandera-, publicado en 1773, y El Periquillo Sarniento, del mexicano José Joaquín Fernández de Lizardi, indiscutiblemente la mejor de sus obras de ficción, rica en episodios que legítimamente pueden entrar, por su eficaz y tenso desarrollo, en el ámbito del «cuento». En la no abundante -que sepamos hasta el momento27- narrativa de la época colonial, aún si incluimos obras influidas por la Diana de Montemayor, como El Siglo de Oro en las selvas de Erífile (l608), de Bernardo de Balbuena, y Los sirgueros de la Virgen sin original pecado concebida (1620), del «mexicano» Francisco Bramón, o El Pastor de Nochebuena (1644) de Juan de Palafox y Mendoza, o aún las influidas por los Sueños de Quevedo, como La portentosa vida de la Muerte, del «mexicano» fray Joaquín Bolaños, y El Sueño de Sueños de su compatriota José Mariano Acosta Enríquez, ambas de fines del siglo XVIII, la 191narrativa colonial está representada en su aspecto más valioso por las obras citadas Por encima de las inevitables influencias peninsulares de género y estilo, ellas se caracterizan, autónomamente ya, como intérpretes de una bien determinada realidad y expresión de una sensibilidad nueva. Entre mito y leyenda, cuento popular y examen a veces descarnado,

impiadoso otras humorístico, de la aventura humana, del vivir cotidiano, la narrativa colonial -porque así hay que llamarla- sienta las bases para la narrativa romántica, que será la del cuadro de costumbre, de la estampa. Escribe Luis Leal28 que en la crónica «la historia verdadera y la historia fingida llegan a confundirse hasta el punto de que a veces es difícil deslindar la una de la otra» y que los relatos «incrustados en las crónicas» -Pupo Walker hablará, mejor, como hemos dicho, de «ficción intercalada»29- pueden clasificarse «como fantásticos, sobrenaturales, humorísticos, históricos y populares», debido a que la credulidad es general en el período, «evidente por el gran número de milagros, supersticiones, visiones, profecías, hechicerías, encantamientos y alucinaciones que encontramos en los escritores de la época»30. Un extenso material lo proporcionaba para ello la realidad con la que el escritor vivía en contacto. De aquí que su inspiración fuera inmediata. Prosigue Luis Leal: «Los cronistas, que asumen en esa época la función de cuentistas, toman su material no precisamente de la temática española sino de la realidad circunstante, lo que le da a este tipo de relato novelesco una originalidad sorprendente»31.

Es el caso, por citar un solo ejemplo, de la narración, verdadero cuento, intercalada en el capítulo VIII, primer libro de los Comentarios Reales, donde se trata de la «Historia de Pedro Serrano», verdadero precursor de Robinson. Con la obra de José Joaquín Fernández de Lizardi se realiza la soldadura entre el siglo XVII y las expresiones de la Independencia americana. Un siglo entero, el XVIII, transcurre sin mayor importancia en la narrativa de la América hispana. El afán de la Ilustración y la preparación ideológica de la guerra por la independencia dejan a un lado la ficción. La crisis de la Colonia se hace más aguda, entre asaltos de piratas y rebeliones internas. Un natural desorden lo favorece la gran distancia de la madrepatria, y encarnizadas rivalidades determina el predominio de los peninsulares en los cargos públicos y oficiales. Francia, Holanda, Inglaterra acaban por romper el monopolio español sobre América e instalan colonias propias. Rivalidades entre poder político y poder religioso 192inquietan grandemente la vida de los virreynatos32. En 1780 José Gabriel Túpac Amaru se levanta en armas en el Perú, con sesentamil indios, mestizos y criollos. Esta unión de razas es significativa. La captura y muerte del «rebelde» no resuelve el conflicto. De Francia empezaban a entrar ya las ideas de Voltaire y de Rousseau, de modo que la crisis colonial se hace más aguda entre final del siglo XVIII y comienzos del nuevo. En 1776 el ejemplo de la rebelión de las colonias inglesas en el norte de América había sido un gran aliciente. La lucha por la libertad ocupa todo el período indicado y a ella aporta su contribución indirecta, además de la Revolución francesa, el período napoleónico, la entronización en España de José Bonaparte y la resistencia, que organiza no sólo la Junta de Cádiz sino el pueblo directamente, contra los franceses. Más que a la ficción la literatura hispanoamericana atiende a la proclama,

imbuida por la lectura de la Declaración de los derechos del hombre, que traduce en 1794 el colombiano Antonio Nariño, y el Contrato social de Rousseau. En un México inquieto, al ocaso ya del poder virreynal, escribe Lizardi su obra maestra, El Periquillo Sarniento (1816), a la que siguen Don Catrín de la Fachenda y La Quijotita y su prima. Anacrónicamente, el siglo XX se inaugura, en el ámbito de la ficción, con un género, el picaresco, ya bien muerto en España, donde la Vida, de Diego Torres Villarroel, y el Fray Gerundio de Campazas, del jesuita Francisco de Isla, cierran definitivamente el ciclo, que siglos después, es verdad, remozará Pío Baroja33. Un Periquillo había aparecido siglo y medio antes del de Lizardi en la península, El Periquillo, el de las gallineras (1668), de Francisco Santos. Pero el Periquillo mexicano nada tiene que ver con el Periquillo español: novela de escaso valor la de Santos, gran novela la de Lizardi, que rescata por invención y por observación atenta de la realidad mexicana todo un siglo de silencio de la narrativa hispanoamericana, en un estilo nervioso, nuevo, extraordinariamente expresivo, con un anhelo entusiasta hacia la libertad, ya propagandada por el escritor, en años anteriores, desde las páginas de «El Pensador Mexicano», y nuevamente, después, en múltiples hojas y folletos, contra el absolutismo de Fernando VII, hasta la lograda independencia. Con El Periquillo Sarniento la narrativa de América da un gran paso adelante. Pronto se difunde el costumbrismo: Serafín Estébanez Calderón, Ramón de Mesonero Romanos y Mariano José de Larra son los autores favoritos, con especial inclinación hacia el tono crítico y reflexivamente partícipe de Larra, anticipando mucho de la postura crítica moderna34. Escribe Luis Leal: 193«De la simple pintura se pasa a la crítica acerba de los malos gobiernos, del atraso social, del estado de miseria en que se deja vivir al pueblo. Desde el punto de vista literario el cuadro de costumbres es de importancia debido a que con frecuencia se convierte en cuento. El autor, de momento, se olvida de que está pintando un cuadro real y da énfasis a lo ficticio. El desplazamiento del propósito, que pasa de la pintura de un simple cuadro de costumbre al desarrollo del argumento y al interés en el elemento dramático, convierte al simple cuadro en verdadero cuento»35.

Desechar al cuento costumbrista por su apego a una visión superficial de la realidad no es posible, en muchos casos, por lo que se refiere a Hispanoamérica. Distinta es la situación con respecto a España; la libertad recién alcanzada, una sociedad en bulliciosa y rápida transformación, la aparición de los primeros caudillos, las luchas entre bandos políticos opuestos, hace del cuento hispanoamericano algo fundamental en la historia viva del continente. Es el caso de El matadero (1838), del argentino Esteban Echeverría. Con este cuento largo, durísima acusación contra Rosas, se afirma un Romanticismo de participación y combate; desordenado en su organización como ficción y truculento, pero

vivo por generosa participación humana, bien interpreta el clima político. Diferente es el costumbrismo de un Ricardo Palma o de un Ignacio Manuel Altamirano. El primero evocador de escenas y personajes de un pasado más o menos lejano, más o menos verdadero o legendario, con sorna e ironía, con cierto humor apacible y hasta, a veces, con fina fruición sensual o descubiertamente erótica. En cada una de las Tradiciones peruanas se trata de un «cuadro» donde la ficción es prevalente; una narración siempre interesante, viva, realizada con artificios técnicos novedosos y un estilo personalísimo, constantemente atractivo, de gran maestro, modelo para muchos otros escritores. Gran intensidad dramática da a sus creaciones el mexicano José María Roa Barcena, explorador sabio de leyendas. Se ha hablado, con relación a este escritor, de un Poe mexicano y la verdad es que con Roa Barcena el cuento hispanoamericano alcanza madurez y modernidad. La segunda etapa del Romanticismo, a la que pertenecen Palma y Roa Barcena, se revela más segura de sí, de los medios técnicos que se necesitan para la construcción de un cuento verdadero y se inclina hacia una investigación psicológica. Un sinnúmero de autores escribe ya cuentos en todos los rincones del continente americano. Entre ellos el cubano Cirilo Villaverde, más conocido por su novela Cecilia Valdés (1839), los mexicanos Justo Sierra, Ignacio Rodríguez Galván y Manuel Payno, el ecuatoriano Juan León de Mera, autor de la novela Cumandá (1871), el boliviano Eduardo Wilde, otros muchos36. Destacaré al 194mexicano Vicente Riva Palacio, autor dinámico en los Cuentos del General (1896), y al ya citado Ignacio Manuel Altamirano, narrador mexicano de fama, especialmente por sus novelas Clemencia (1869) y El Zarco (1886), pero autor también de cuentos y de una finísima narración, La Navidad en las montañas (1871). Por su refinada sensibilidad Altamirano ejerció notable influencia sobre los narradores de su país, entre ellos el mismo Manuel Gutiérrez Nájera. Una técnica segura se une a la viva sensibilidad y al don de captación de matices, sea por lo que se refiere al paisaje, sea a los personajes, que viven en sus páginas por sus conflictos. A la tendencia romántica costumbrista sucede, entre fines del siglo XIX y comienzos del XX una serie de tendencias nuevas, en primer lugar la realista y la naturalista. El mismo Altamirano, liberado del romanticismo sentimental -recordemos la obra maestra del momento, María (1868), del colombiano Jorge Isaac-, es ya un escritor realista. Al movimiento presta su ayuda, ciertamente, en un primer momento, la tendencia indigenista, que se desarrolla especialmente con Juan León de Mera en el Ecuador, Eligio Ancona en México, Alejandro Magariños Cervantes en el Uruguay, Manuel de Jesús Galván en Santo Domingo y sobre todo con Clorinda Matto de Türner, autora famosa de Aves sin nido (1889), en el Perú. El primitivo «indianismo» vive entre folklore y participación generosa. Significa, de cualquier modo, un paso importante hacia el realismo, reacción al pintoresquismo en la Türner, para la tratación de agobiantes problemas del vivir americano. Balzac y Maupassant, Alarcón, Pereda y Pérez Galdós son los autores que influyen decididamente sobre el realismo en América. La sociedad hispanoamericana se ha transformado con bastante rapidez. La economía, de rural se ha vuelto, en parte, industrial. Las capitales hispanoamericanas

se transforman en grandes hormigueros, donde vive una humanidad cada vez más marginada por las diferencias de clase y la miseria. El chileno Alberto Blest Gana es el escritor que más relieve da al realismo en la novela, inspirándose en la balzaciana Comedie Humaine, con obras como Martín Rivas (1862), Durante la Reconquista (1897) y Los trasplantados (1904). En el ámbito del cuento destacan autores como los mexicanos José López Portillo, Rafael Delgado y sobre todo el colombiano Tomás Carrasquilla, autor de novelas notables, entre ellas Grandeza (1910) y especialmente La marquesa de Yolombó (1928), además de logrados cuentos, donde la evocación del paisaje y las costumbres de su país se alía a la fina sensibilidad con que capta situaciones de honda humanidad, a las que contribuye, en el ámbito expresivo, el recurso sapiente al habla popular. La novela y el cuento se cultivan ya en toda la América de habla castellana, con éxito si no siempre extraordinario muchas veces notable. Entre los muchos autores realistas recordaremos aún al puertorriqueño Manuel Zeno Gandía, fundador de la novela en su país. 195 Realismo y naturalismo acaban por confundirse en una suerte de «realismo, naturalista», como lo llama Alegría37. Con el chileno Baldomero Lillo el realismo e inclina decididamente hacia el naturalismo. A Balzac se sustituye pronto, cual numen inspirador, Zola y, en medida menor, Dostoewsky. Los zolianos hispanoamericanos ahondan en el examen de la psique humana y de las condiciones más negativas de la sociedad. Una acentuada finalidad redentora, de rescate, anima al escritor, no inspirada, como bien nota Alberto Zum Felde38, por sentimiento religioso alguno, pues la jerarquía es, como en el ámbito realista, blanco frecuente de crítica y condena. Entre las novelas del naturalismo ha quedado famosa Santa (1903), del mexicano Federico Gamboa, inspirada en Nana, pero, a mi parecer, fundamentalmente falsa y ambigua, más bien motivada por un prurito erótico, disfrazado bajo una capa de falso moralismo39. Baldomero Lillo es más sincero, más vigoroso como escritor, partícipe humanamente, en narraciones de notable relieve, como las reunidas en Sub terra (1904) y en los Relatos populares, recogidos póstumamente, en 1942. Su gran novela fue Casa grande (1908). Entre realismo y naturalismo se desarrolla también el tema gauchesco, afirmado en la poesía sobre todo por el éxito del poema de José Hernández, Martín Fierro. En la narrativa inaugura el género el argentino Eduardo Gutiérrez, pero es el uruguayo Eduardo Acevedo Díaz quien, en su trilogía, Ismael (1888), Nativa (1890) y Grito de gloria (1893), da al tema el aporte mayor. Su influencia se hará sentir todavía en la obra de Enrique Larreta y de Carlos Reyles. En el cuento de tema gauchesco descuellan el uruguayo Javier de Viana, escritor abundante, y el argentino Roberto J. Payró, autor de numerosa obra también. Ambos narradores ahondan en el examen de la sociedad con afán crítico exitoso, como lo hace Payró en los Cuentos de Pago Chico (1908) y una serie extensa de títulos. Javier de Viana es autor particularmente dueño de su oficio de narrador, a lo menos en una primera época, anterior a su quiebra económica, y representada por la novela Gaucha (1899), los libros de cuentos Campo (1896) y Gurí (1901). Más apresurada es la producción recogida en Macachines (1910) Leña seca (1911)

y Yuyos (1912), debido al afán de reunir medios económicos para salir de apuros. De Viana se veía obligado a escribir cuentos sin parar, que publicaba en revistas y periódicos. Su primera etapa revela a un narrador maduro, «analítico y moroso -según escribe exactamente un crítico-40, que elabora 196cuidadosamente su materia y se toma todo el tiempo y el espacio que un pausado narrar requiere». Su equilibrio destaca, si lo comparamos con la irruencia y la pasionalidad de Payró, discípulo entusiasta de Zola en la tendencia a tratar fuertes pasiones, de amor y celos, odio y muerte. Al naturalismo se adscriben varios narradores en todos, o casi, los países hispanoamericanos, entre ellos Luis Orrego Luco, chileno, Carlos Reyles, uruguayo, y el costarricense Manuel González Zeledón. Un gran cambio significa para la narrativa hispanoamericana el Modernismo, aunque, cronológicamente, el realismo naturalista y la nueva tendencia estética conviven. Con el Modernismo una sensibilidad nueva se impone y con ella un nuevo estilo. Como en el ámbito poético, el cuento manifiesta atención acentuada por los matices, sea en lo anímico que en la representación de la realidad. Abierto a nuevas experiencias, que proceden de la lectura de escritores franceses contemporáneos, especialmente de prosistas como los Gautier y Loti, de los italianos como D'Annunzio, pero también de autores germánicos, a sugestiones musicales que proceden sobre todo de Wagner, la expresión de la narrativa hispanoamericana se afina sensiblemente, se enriquece con cromatismos refinados, adquiere musicalidad y valor plástico. La observación del mundo ahonda en el detalle; las pasiones se tiñen de erotismo sutil, de abierta sensualidad, maestros, además de Loti, Pierre Louis y D'Annunzio. Los personajes son estudiados con atención. Cierto, exotismo, de inspiración y direcciones varias, matiza los distintos escritos. La mujer es considerada con fruición golosa, como una fruta codiciada, hecha más apetecible por el artificio. Finalidad de la prosa modernista es la realización de un momento artístico perfectamente logrado, al cual contribuye hasta lo sagrado, proyectado en una dimensión profana. Representa, el movimiento, una suerte de evasión del mundo real hacia atmósferas de refinamiento y hermosura, reinos de una belleza divinamente sensual y artificiosa, a veces perversa, o bien hacia regiones míticas medievales, donde reina el misterio, sagas inspiradas en la música wagneriana, escalofriantes ámbitos donde dominan lo desconocido y la muerte. Aparentemente superficial, la postura del escritor modernista rechaza el compromiso con el mundo, del cual sufre intensamente, en realidad, el límite, la vulgaridad. Su refugio son las atmósferas «raras», ambientes y paisajes refinados, donde el arte ennoblece las mansiones, forma el decorado precioso de gabinetes y salones. Domina un exacerbado individualismo. Con estas orientaciones es inevitable que el cuento asuma, en el Modernismo, una dimensión artística preponderante. La conciencia de estilo hará que en los mejores artistas no se malogre la intención de renovar, desde sus cimientos, la prosa hispanoamericana. Manuel Gutiérrez Nájera, mexicano, es el iniciador del cuento modernista: en Cuentos frágiles (1883) y Cuentos color de humo, publicados después de

su 197muerte en 1898; él da vida a una prosa de gran refinamiento verbal, que se transforma no en hueco ejercicio retórico, sino en vehículo de finas sensaciones, colores, música, belleza. Los iniciadores del Modernismo, Casal y Martí entre ellos, también escriben prosa, y algunos narraciones. El más dotado narrador modernista, sin embargo, con Gutiérrez Nájera, es Rubén Darío, colaborador a varios periódicos y revistas. El valor y el significado revolucionario de su poesía ha dejado bastante en la sombra su prosa creativa. Cuentos aparecen ya en Azul (1888): breves, elegantes tersos, perfectamente construidos. Su entusiasmo por Edgar Allan Poe lo lleva pronto a la investigación del drama y el misterio, a la creación de atmósferas de gran intensidad fantástica. Como él, el argentino Leopoldo Lugones cultivará y desarrollará esta tendencia, logrando resultados de intenso suspenso en Las fuerzas extrañas (1906), donde lo fantástico se mezcla con elementos precursores del relato de ciencia-ficción. La tensión para captar dimensiones y presencias que viven más allá de la realidad y de la percepción humana califica a Lugones, no menos que a Darío, como curioso de conocimientos secretos más allá de la superficie de lo real. La prosa de Lugones resulta más tensa, más capaz de comunicar una expectativa dramática; la de Darío es más suave, más fina, delicada, abierta a palpitantes sensaciones, menos vigorosa. Resultados particulares el Modernismo dio en algunos países hispanoamericanos, como Venezuela, por número y calidad de artistas. Manuel Díaz Rodríguez es uno de ellos y de los más notables. Autor de Cuentos de colores (1899), y de otros numerosos, más tarde recogidos con la novela Peregrina (1921), cultiva, a través del color, un singular simbolismo. En el primer libro la tensión aparece escasa; mayor fuerza dramática se encuentra en los últimos cuentos. Las huellas refinadas de Manuel Gutiérrez Nájera las sigue en México el poeta, y cuentista, Amado Nervo, gran admirador de la obra de su compatriota. Modernista, sin por ello rechazar notas transparentes de realismo, Nervo hace uso de una viva imaginación, como puede apreciarse en los cuentos reunidos en los libros, todos publicados después de su muerte, Cuentos misteriosos (1921), y Mañana del Poeta (1938). Igualmente modernista fue el chileno Augusto d'Halmar, en los cuentos reunidos en La lámpara y el molino (1914), sin rechazar el realismo, un realismo inclinado hacia el naturalismo, al cual dio una de sus mejores novelas, Juana Lucero (1902). Numerosos fueron los escritores hispanoamericanos que participaron del Modernismo, entre ellos el argentino Ricardo Güiraldes, autor de una de las más relevantes novelas del siglo XX, Don Segundo Sombra (1926), narrador de escaso mérito en los Cuentos de muerte y de sangre (1915), y su compatriota Macedonio Fernández, inclinado hacia la narración psico-fantástica, bastante tarde valorizado, sobre todo por mérito de Borges. El influjo del Modernismo no deja de ejercitarse, en los primeros decenios de siglo XX, en la narrativa hispanoamericana, que va asumiendo matices nuevos. 198En la corriente psico-filosófica, por ejemplo, en la que destacan personalidades como el chileno Eduardo Barrios y el argentino Eduardo Mallea, autores respectivamente, hacia la mitad de los años

veinte, de la novela El niño que enloqueció de amor (1925) y de los Cuentos para una inglesa desesperada (1926). Pero ya había dado narraciones extraordinarias, en un matiz definido psico-zoológico, el guatemalteco Rafael Arévalo Martínez, en El hombre que parecía un caballo (1915), y toda su obra de originalísimo cuentista el uruguayo Horacio Quiroga. En una larga serie de títulos, que van de los Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917) hasta los Cuentos de la selva (1918) y su realización maestra, Anaconda (1921), Quiroga, mientras atesora las enseñanzas de estilo modernistas, la fina sensibilidad, vuelve a lo americano, a la naturaleza y a los problemas psicológicos del hombre. La belleza del paisaje, su fuerza dramática, reflejan constantemente hondas y a veces esquizofrénicas tensiones humanas, en decidida insistencia hacia un desarrollo trágico, destino que domina la vida misma, familiar y personal, del escritor. Modernismo y realismo perduran en los primeros decenios del siglo XX. Temáticas del pasado tendrán, en ocasiones, sus mejores desarrollos precisamente ahora: es el caso de la novela gauchesca, en autores como el citado Güiraldes y el uruguayo Carlos Reyles, y de la novela indianista, que alcanza su cumbre en Raza de bronce (1919), del boliviano Alcides Argüedas, Huasipungo (1934), del ecuatoriano Jorge Icaza, El mundo es ancho y ajeno (1941), del peruano Ciro Alegría y, más tarde, ya dentro de la llamada «nueva novela», en Los ríos profundos (1958) y Todas las sangres (1964), del también peruano José María Argüedas. La vuelta a lo americano da resultados relevantes en numerosos escritores criollistas, como el chileno Mariano Latorre, autor de Cuentos del Maule (1912), y el peruano Enrique López Albújar, denunciador de la violenta condición del hombre en los Cuentos andinos (1920) y valorizador del paisaje. También criollista fue el peruano Ventura García Calderón, autor de La venganza del cóndor (1921) y de narraciones antes escritas y publicadas en francés -Couleur de sang (1931), Sang plus la vie (1933)-, más tarde editadas en castellano, bajo el título de Cuentos peruanos (1949). Igualmente atención a lo americano dirige el venezolano Rómulo Gallegos, autor de cuentos, en su primera época, de marcado realismo, recogidos en Los aventureros (1913) y Cuentos venezolanos, reunidos, éstos, tardíamente, en 1949. Lo anteceden, en el ámbito del criollismo, en su mismo país, escritores como Luis Manuel Urbaneja Achelpohl, Rufino Blanco Fombona -luego modernista- y José Rafael Pocaterra. Un grupo de escritores ecuatorianos, conocido como el «Grupo de Guayaquil», del que forman parte José de la Cuadra, Enrique Gil Gilbert, Demetrio Aguilera Malta, Joaquín Gallegos Lara, da vida a un renovado realismo, con implicaciones «mágicas» en Aguilera Malta, tanto que en su primera obra, Don 199Goyo (1933), pueden fundarse los comienzos del «realismo mágico», al cual dará Asturias categoría, en cuentos y novelas, lo mismo que el cubano Alejo Carpentier con su teoría de «lo real maravilloso», aunque con distinto matiz. Los que se van (1930) es el libro colectivo de cuentos del «Grupo» guayaquileño. Del realismo, remozado en los años treinta, más o menos, del siglo XX, parte la gran literatura comprometida, que ve en El Señor presidente (1946) -ya terminado en 1932- su texto más relevante. Anteriormente, la

Revolución mexicana de 1910 había dado origen a una floreciente literatura sobre el tema, que encabeza Mariano Azuela con su novela Los de abajo (1910), pero que tendrá su máximo desarrollo con El águila y la serpiente (1928) y La sombra del caudillo (1929), del también mexicano Martín Luis Guzmán, y las obras de sus compatriotas Gregorio López Fuentes y Rubén Romero. La corriente llegará hasta la «nueva novela», con los cuentos de El llano en llamas (1953) y la novela Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo, pero la gran novela de la revolución mexicana, después de Los de abajo, será La muerte de Artemio Cruz (1962), de Carlos Fuentes. Larga sería la mención de matices y nombres en los primeros decenios del siglo XX en el ámbito de la narrativa hispanoamericana. Proliferan en ella las tendencias. De 1924 a 1940-45, más o menos, cuando se verifican los primeros síntomas de rebelión hacia el pasado inmediato, aparecen los textos más significativos de la novela y el cuento hispanoamericano del nuevo siglo. Cuentistas son los grandes novelistas, en muchas ocasiones, como Gallegos, Asturias, Arlt, Carpentier. Prestigiosos nombres se añaden al conocido de Salvador Salazar Arrué -«Salarrué»-, salvadoreño, como los de los argentinos Borges y Bioy Casares. Múltiples tendencias se dan frecuentemente, es natural, en un mismo autor, según su evolución. Grandes nombres como los mencionados llegarán a dominar la narrativa hispanoamericana. Nuevas lecturas, de autores europeos y norteamericanos -Kafka, Proust, Mann, Gide, Joyce sobre todo, Faulkner, Dos Passos, Hemingway, sin olvidar a los italianos Pavese, Vittorini, Moravia, Calvino-, abren perspectivas inéditas en la novela y el cuento41. De la rebelión hacia los padres saldrán los grandes escritores de la renovación narrativa en América, los de la «nueva ola» o del «boom»: Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Juan Carlos Onetti, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Julio Cortázar...

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