El misterio de Edwin Drood.pdf - Ataun

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menos de tres chelines y seis peniques por una medida! .... apartan de su paso; uno de ellos cierra la puerta ...... te he tenido artículos del polo Norte y me he.
Obra reproducida sin responsabilidad editorial

El misterio de Edwin Drood Charles Dickens

Advertencia de Luarna Ediciones Este es un libro de dominio público en tanto que los derechos de autor, según la legislación española han caducado. Luarna lo presenta aquí como un obsequio a sus clientes, dejando claro que: 1) La edición no está supervisada por nuestro departamento editorial, de forma que no nos responsabilizamos de la fidelidad del contenido del mismo. 2) Luarna sólo ha adaptado la obra para que pueda ser fácilmente visible en los habituales readers de seis pulgadas. 3) A todos los efectos no debe considerarse como un libro editado por Luarna. www.luarna.com

CAPÍTULO PRIMERO AMANECER

¿LA TORRE de una catedral inglesa? ¿Cómo puede encontrarse allí esa vieja catedral inglesa, esa torre familiar maciza, gris, cuadrada de la vetusta catedral? ¿Es posible que esté allí? En la perspectiva no se interpone ninguna flecha de hierro enmohecido. ¿Qué significa entonces esa aguja que aparece allí y quién la ha colocado? Acaso ha sido puesta por orden de un sultán con el fin de empalar en ella, uno a uno, a la horda de bandidos turcos. Debe de ser así, pues los címbalos se entrechocan y el sultán se dirige a palacio en larga comitiva. Diez mil cimitarras brillan al sol y tres veces diez mil bailarinas con movimientos armoniosos arrojan flores a su paso. En seguida, enjaezados con arreos de los más diversos y vistosos colores,

conducidos por numerosos esclavos, pasan innumerables elefantes blancos. En la perspectiva, en último plano, se divisa la catedral en un lugar inverosímil, y en su horrenda aguja no aparece ningún hombre empalado. ¡Extraña flecha! ¿Es posible que esa aguja de la iglesia sea algo tan insignificante como la enmohecida varilla cjue se mantiene apenas suspendida de la vieja armazón de un dosel desprendido que cae atravesado? La vaga idea de semejante posibilidad provoca una carcajada somnolienta. Estremeciéndose de pies a cabeza, el hombre que tan fantásticamente ha logrado coordinar sus vacilantes sentidos se incorpora al fin, y buscando apoyo para su cuerpo tembloroso, mira a su alrededor. La pieza en que se encuentra es de lo más estrecho y sórdido que se pueda imaginar. Las primeras luces del día, que llegan desde un mísero patio, se cuelan a través del andrajoso visillo. El hombre está vestido y echado transversalmente en una cama grande, inmunda, con el elástico vencido bajo su peso.

Igualmente vestidos, y acostados en idéntica forma, yacen un chino, un lascar y una horrible mujer. Los dos primeros, duermen sumidos en un sueño letárgico; la última, sopla en una especie de pipa tratando de encenderla, y a medida que la sopla, haciéndole pantalla con su mano descarnada, va reavivándose un destello de luz rojiza, que en esa mañana sombría hace las veces de lámpara, iluminando parte de su rostro, que es lo único que el hombre alcanza a ver. —¿Una más? —pregunta la mujer en áspero y quejumbroso cuchicheo—. Toma otra. Los ojos del hombre la buscan, mientras se lleva una mano a la frente. —Has fumado ya cinco, desde que llegaste a medianoche —prosigue la mujer, mientras se lamenta—. ¡Pobre de mí! ¡Mi cabeza anda mal! Después de ti vienen otros. ¡Ah, desgraciada de mí! El negocio marcha muy mal, muy mal! Hay pocos chinos en los muelles, más escasos aún son los lascares y no llega ningún barco en es-

tos días. Aquí hay otra pipa preparada, queridito. ¿Verdad que eres bueno y recordarás lo difícil que está el mercado en este momento? ¡No menos de tres chelines y seis peniques por una medida! ¡Y no olvides que únicamente yo y Jack Chinaman, el del otro lado del patio — aunque no lo sabe hacer tan bien como yo—, tenemos el secreto de la mezcla! Y me vas a pagar según eso, ¿verdad, querido? Mientras habla, va soplando la pipa y haciéndola arder, inhalando de vez en cuando gran parte de su contenido. —¡Ay de mí! ¡Mis pulmones están débiles, mis pulmones están malos!... Ya está casi lista, querido. ¡Ah, pobre de mí! La mano me tiembla y se me puede caer. Lo vi despertar hace un momento y me dije: "Le voy a preparar otra pipa... Él me pagará bien..." ¡Mi pobre cabeza! Fabrico mis pipas con viejos frascos de tinta de a un penique. ¿Ves? Ésta es uno, y lo ajusto a la boquilla así... y saco la mezcla de esta medida con esta cucharita de asta... ¡Así es cómo se car-

ga! ¡Ah, mis pobrecitos nervios! ¡Lo que me he emborrachado durante dieciséis años antes de entregarme a esto! Pero es distinto; no hace daño y quita el hambre y la pena. Le alcanza la pipa, ya medio vacía, y cae de bruces sobre la cama. Él se levanta tambaleando, vacilante, coloca la pipa sobre el mármol de la estufa, descorre la rotosa cortina y contempla con repugnancia a sus tres compañeros. Observa que la mujer está tan saturada de opio que ha llegado a parecerse al chino, pues el color y el aspecto de las mejillas, de los ojos y de las sienes son iguales en ambos. Pero el chino está en ese momento riñendo quizá con alguno de sus muchos dioses o demonios, porque se le oye gruñir furiosamente. El lascar ríe con estúpida expresión y babea. La dueña de casa está inmóvil. —¿Qué visiones podrá tener? —se pregunta el hombre en el momento en que ella vuelve su cara hacia él. Permanece de pie y la contempla—. Sus sueños serán de numerosas carnice-

rías con créditos liberales... o bien el aumento de su horrible clientela en este inmundo camastro nuevamente enderezado y con el abandonado patio barrido y limpio... El hombre se inclina, tratando de comprender sus balbuceos. ¡Ininteligibles! Observando las violentas contracciones que convulsionan el rostro y agitan los miembros de la mujer, como rayos fugaces en un cielo oscuro, él se siente contagiado de tal modo, que para liberarse se tumba en un sillón próximo a la chimenea, que acaso está colocado allí para tal emergencia, y asiéndose fuertemente se va recuperando de tan detestable espíritu de imitación. Luego vuelve sobre sus pasos y asiendo al chino con ambas manos por el cuello, lo da vuelta violentamente en el lecho. El chino se prende de las manos agresoras, se resiste y protesta, jadeante. ¿Qué dice?... Una pausa expectante... ¡Ininteligible! Lentamente va soltando su presa y frunciendo el ceño; presta oído atento a la jerga in-

coherente, se vuelve hacia el lascar y lo arroja al suelo. Al caer, éste adopta una actitud amenazadora, y con llameante mirada, castigándole con fuerza, saca un cuchillo imaginario. Se adivina que la mujer ha tenido la precaución de quitárselo, pues, sobresaltada, lo contiene reprochándole, y puede verse el puñal entre sus ropas cuando ambos caen, somnolientos, lado a lado del camastro. Bastante parloteo y golpes ha habido entre ellos sin ningún objeto. Cualquier palabra que se oye claramente carece de sentido y de consecuencias. Por consiguiente, "ininteligible" es el nuevo comentario del espectador, que, recobrando aplomo, mueve melancólicamente la cabeza. Arrojando una moneda de plata sobre la mesa, toma su sombrero, desciende a tientas la destartalada escalera, da los buenos días a un portero que encuentra acurrucado en su catre, en un socucho oscuro debajo de la escalera, y sale a la calle.

Esa misma tarde, la maciza y cuadrada torre gris de una vieja catedral aparece ante un fatigado viajero. Las campanas llaman a Vísperas, adonde él debe concurrir, a juzgar por su prisa en alcanzar el portal de la iglesia. Los niños del coro se están poniendo sus ajados roquetes apresuradamente, a tiempo que él llega a ponerse el suyo y unirse a la procesión que se encamina al oficio religioso. El sacristán cierra la puerta de hierro que separa el santuario del presbiterio, y cada uno de los integrantes del coro, ocupando su lugar, inclina el rostro y entona las palabras del salmo: "Cuando el hombre cruel y pecador..." Estas palabras se elevan y resuenan entre las aristas y vigas del templo con murmullo atronador.

CAPÍTULO II UN DEÁN Y SU CORRESPONDIENTE CAPITULO QUIEN haya observado esos pájaros de costumbres suaves y clericales que se llaman cornejas, posiblemente ha de haber visto que al anochecer, cuando la bandada regresa formada en largas filas de negros monjes, dos de ellas, retomando el vuelo, se separan para ir a posarse más lejos, a departir, mientras se balancean suavemente, como dos jactanciosos políticos que prescindieran de los problemas del partido. Así también, cuando terminado el oficio sale el coro apresuradamente de la vieja catedral de torre cuadrada, el grupo se dispersa como las cornejas y dos más rezagados encaminan sus pasos hacia el claustro. El día, como el año, toca a su fin. El sol poniente brilla aún, pero sin fuerza ya y enfría el

ruinoso monasterio; la hiedra que trepa por la pared de la iglesia está casi desnuda y sus oscuras hojas rojas yacen marchitas por el suelo. Ha llovido esa tarde; un temblor invernal turba la superficie de los pequeños baches formados en las ranuras desiguales de las baldosas y hace verter lágrimas a los gigantescos olmos. Algunas de las hojas desprendidas, que yacen amontonadas, buscan cobijarse en tímido vuelo junto a la pequeña puerta abovedada de la catedral; los dos hombres, que salen en ese momento, las apartan de su paso; uno de ellos cierra la puerta con una enorme llave; el otro se aleja con un libro de música en la mano. —Tope, ¿era ése el señor Jasper? —Sí, señor deán. —Se ha quedado hasta tarde. —Sí, señor deán; me quedé con él porque "pescó" una descompostura. —Diga "se sintió descompuesto", Tope, cuando se dirija al señor deán —insinúa sua-

vemente el más joven de los dos personajes parecidos a las cornejas. Esta observación significaría: "Pueden usarse expresiones incorrectas hablando con laicos o con humildes clérigos, pero no cuando se habla con el deán". Tope, que era el pertiguero principal, encargado de acompañar a los turistas en sus visitas a la catedral, guarda un altivo silencio ante la observación. —¿Cómo y dónde se sintió descompuesto el señor Jasper?, ya que, como observó el señor Crisparkle, es preferible decir: "Se sintió... se sintió..." —insiste el deán. —Se sintió... señor —dice Tope con deferencia—. Se sintió... —¿Mal, Tope?... —Bueno. El señor Jasper estaba "muy mucho" oprimido. —Yo no diría "muy mucho", Tope — interrumpe de nuevo el señor Crisparkle, con el mismo tono anterior—; no es correcto.

—"Muy oprimido" sería preferible — confirma condescendiente el deán, halagado por el indirecto homenaje. —La respiración del señor Jasper era tan agitada —continúa Tope, haciendo un rodeo para no pisar en falso y controlando cuidadosamente su lenguaje— que le fue casi imposible cantar. Esa dificultad bien puede haber sido la causa de la indisposición que sufrió poco después. Se le nubló la vista. Esta vez Tope fija sus ojos en el reverendo Crisparkle, desafiándolo a encontrar motivo de corrección. —Una especie de vértigo y aturdimiento se apoderaron de él; nunca he visto cosa tan extraña, aunque él no parecía conceder mayor importancia a su mal. Como quiera que sea, al cabo de un rato, y luego de beber un poco de agua, volvió en sí. Tope repite estas palabras con igual énfasis, como diciendo: "Me he expresado bien y seguiré con el mismo éxito".

—¿Y cuando el señor Jasper regresó a su casa, estaba ya completamente restablecido? — pregunta el deán. —Sí, Reverencia, completamente restablecido. Me complace saber que ha encontrado su estufa bien encendida, porque ha refrescado después de la lluvia. Esta tarde, en el ambiente de la catedral, flotaba un vaho frío y húmedo que hacía tiritar al señor Jasper. Los tres hombres tienen la mirada fija en una vetusta casa de piedra, situada al extremo del claustro y a la que se llega a través de una pérgola que sirve de pasaje. Tras de las rejas de las ventanas se ve brillar un vivo fuego, que torna más sombrío el tinte de la hiedra adherida a los muros. Cuando el reloj de la catedral da la hora, la brisa lleva el sordo rumor de sus vibraciones por sobre las torres, los sepulcros, los derruidos nichos y las estatuas mutiladas del viejo edificio. —¿El sobrino del señor Jasper estaba con él? —pregunta el deán.

—No, señor —contesta el pertiguero—, pero se le espera. Veo la sombra solitaria del señor Jasper entre ambas ventanas. Mire hacia aquel lado, por el cruce de la calle Real. En este momento corre las cortinas. —Bueno, bueno —interrumpe el deán en tono seco y un tanto impaciente, con el deseo de poner fin a una conversación demasiado prolongada—. Confío en que el señor Jasper no estará demasiado absorbido por el afecto que profesa a su sobrino. Por muy ponderables que sean nuestros afectos, no debemos dejarnos dominar tan absolutamente por ellos en este mundo donde estamos de paso. Debemos refrenarlos y orientarlos. Pero la campana me recuerda la hora de la comida. Tal vez el señor Crisparkle querrá hacer una visita al señor Jasper antes de regresar a su casa. —En efecto, señor; y le diré que el señor deán ha tenido la bondad y el deseo de interesarse por su salud.

—Dígale también de mi parte que deseo saber cómo se encuentra. Con la condescendencia propia de su elevado cargo y gesto de bondadosa protección, el deán saluda quitándose su original sombrero y se dirige al comedor de la vieja casa de ladrillos rojos, donde reside con su esposa y su hija. El señor Crisparkle, canónigo menor, rubio y sonrosado, tal vez por el constante hábito de zambullir la cabeza en las frescas aguas de las vertientes y manantiales cercanos; el señor Crisparkle, madrugador, músico, afecto al clasicismo, alegre, magnánimo, bonachón, comunicativo, jovial y complaciente, que hasta poco tiempo antes deambuló por sendas profanas como preceptor, debe su. posición actual a la protección de un hombre que le está reconocido por la instrucción impartida a sus hijos. Antes de dirigirse a su casa a tomar té, el señor Crisparkle se encamina hacia la puerta de la vieja casa del chantre y entra.

—Me he enterado por Tope de que ha sufrido usted una indisposición, señor Jasper, y lo lamento —dice al entrar. —¡Oh, no ha sido nada, nada! —Parece usted un tanto deprimido. —¿Lo parezco en verdad? No lo creo, y lo más importante es que me encuentro perfectamente. Me imagino que Tope ha exagerado; bien sabe usted que ésa es su costumbre: dar demasiada importancia a todo cuanto se relaciona con la catedral. —¿Puedo decirle al deán, pues vengo justamente a requerimiento suyo, que se encuentra usted completamente restablecido? —Así es —responde Jasper con una ligera sonrisa—. Preséntele usted mis respetos y mi agradecimiento. —Me complace saber que espera usted al joven Drood. —Es verdad. De un momento a otro espero al querido muchacho.

—¡Ah! Su llegada le será más beneficiosa que la visita de un médico, ¿no es verdad, señor Jasper? —Más beneficiosa que una docena de médicos, pues lo quiero entrañablemente y en cambio me disgustan los médicos y todo cuanto con ellos se relaciona. El señor Jasper es un hombre moreno, de unos veintiséis años, de cabello oscuro, brilloso y abundante. Usa bigote, y su aspecto es pulcro, aunque aparenta más edad de la que tiene, como acontece con los hombres de su tipo; su voz es grave y bien timbrada. Es de elevada talla, bien parecido y un tanto melancólico. Su habitación, algo sombría, debe de haber dejado huella en su espíritu. Está generalmente en la penumbra, y aun cuando el sol brilla, su luz raramente llega hasta el gran piano situado en un extremo de la sala, el atril rebosante de música, la biblioteca empotrada en la pared o el cuadro inconcluso que cuelga cerca de la chimenea y que representa a una hermosa jovenci-

ta en traje de colegiala. La pintura, que es simplemente un bosquejo, carece de positivo mérito artístico. Los rizados y sedosos cabellos castaños están recogidos por un lazo azul. El rostro infantil, en el que asoma un mohín impertinente, es de notable belleza, y el artista ha sabido descubrir ese dejo de cómica presunción y reproducirlo con fino sentido humorístico, a modo de sutil reproche. —Lo vamos a echar mucho de menos esta noche, Jasper, en las habituales veladas musicales de los miércoles. Pero, sin duda, usted se encontrará mejor en su casa. Buenas noches. ¡Que Dios lo bendiga! Dime, dime, pastorcito, ¿has vis-to a mi Flo-ra pa-sar por a-quí? tararea melodiosamente el buen canónigo reverendo Séptimus Crisparkle mientras se dirige a la puerta y desciende las escaleras.

Se oyen saludos y expresiones de bienvenida al pie de la escalera entre el reverendo Séptimus y otra persona. El señor Jasper escucha y se incorpora de súbito. Instantes después estrecha entre sus brazos al recién llegado, exclamando: —¡Mi querido Edwin! —¡Mi querido Jack! ¡Qué placer el verte! —Deja el abrigo, muchacho, y siéntate en tu rincón favorito. ¿Tienes los pies húmedos? Quítate los zapatos. —Estoy tan seco como un hueso, querido Jack. No me mimes tanto. Eres un gran muchacho, pero nada me molesta tanto como los mimos. Confundido por esta advertencia, que reprime su entusiasta expansión, el señor Jasper no dice palabra y contempla al joven, que se despoja de su sombrero, guantes y sobretodo. Su mirada vigilante, escudriñadora y plena de ansiedad, está sin embargo llena de devoción y afecto cada vez que la fija en el joven.

—Ahora estoy cómodo y ocuparé mi sitio — dice—. ¿Tienes algo que comer, Jack? El señor Jasper abre la puerta que da a la habitación contigua, alegremente iluminada, donde una mujer joven acaba de preparar la mesa. —¡Qué espectáculo agradable, mi viejo Jack! —exclama el joven batiendo alegremente las manos—. Mírame, Jack, y dime: ¿Qué festejamos hoy? ¿El cumpleaños de quién? —No el tuyo, por cierto —responde el señor Jasper después de un momento de reflexión. —¡Bien lo sé! ¡Es el cumpleaños de Pussy! La mirada penetrante que cae sobre el joven alcanza con el mismo poder extraño al bosquejo colocado sobre la chimenea. —¡De Pussy, Jack! Debemos beber a su salud. Ven, tío; conduce a tu sumiso y hambriento sobrino a cenar. Así diciendo, el muchacho, que es apenas un adolescente, apoya una mano en el hombro

de Jasper, quien, alegre y cordial, a su vez lo toma del brazo, y entran ambos al comedor. —¡Ah, Señor! ¡He aquí a la señora Tope más encantadora que nunca! —exclama el joven. —No se preocupe por mí, señor Edwin — replica la mujer del pertiguero—. Me sé cuidar muy bien sola. —No lo creo. ¡Es demasiado hermosa! Déme un beso por ser el cumpleaños de Pussy. —¡Le voy a dar Pussy, joven! ¡Si yo fuera Pussy!..., como usted la llama —dice sonrojándose la señora Tope al recibir el beso—. Su tío está demasiado embobado con usted. ¡Eso es lo que pasa! Lo tiene tan engreído, que usted cree que con sólo llamar a sus Pussys éstas vendrán corriendo por docenas. —Usted olvida, señora Tope —interrumpe el señor Jasper, ocupando su sitio en la mesa con una festiva sonrisa—, y tú también, Ned, que "tío" y "sobrino" son dos palabras prohibidas aquí de común acuerdo. ¡Que el Señor sea alabado por el alimento que vamos a recibir!

—Dicho a la perfección. ¡Como por el propio deán! —subraya Edwin Drood—. ¿Quieres trinchar, Jack? Yo no soy capaz. Es éste un rito esencial en la comida. La cena transcurre silenciosa. La conversación decae mientras hacen honor a la comida. Por fin se levanta el mantel y se trae a la mesa un plato de nueces y una botella de jerez. —Dime, Jack, explícame —interrumpe atropelladamente el joven—, ¿crees que el hecho de que medie un parentesco entre nosotros pueda ser un obstáculo a nuestra amistad? Yo no lo creo. —Los tíos, por lo general, Ned, son mucho mayores que sus sobrinos —es la respuesta—, cosa que instintivamente me produce disgusto. —¡Bah! Como regla general, lo admito. ¿Qué importancia tiene una diferencia de media docena de años, si en las familias numerosas sucede a menudo que los tíos son menores que los sobrinos? ¡Válgame Dios! Bien quisiera yo que ése fuera nuestro caso.

—¿Por qué? —Porque si así fuere, yo sabría dirigirte con acierto. Desvanecería las inquietudes que a pesar de tu juventud blanquean tus cabellos, y que serán causa de la prematura muerte de un joven viejo. ¡Cuidado, no bebas! —¿Por qué no? —¿Y lo preguntas? Es el día del cumpleaños de Pussy y aún no hemos brindado por ella. ¡Por Pussy, Jack! ¡Y que los cumpla por muchos y muy felices años! Jasper, jovial y cariñoso, oprime la mano del muchacho como para transmitirle los sentimientos que embargan su mente y su corazón. —¡Hip!... ¡Hip!... ¡Hip!..., gritemos hasta cien veces ¡Hurra!... ¡Hurra!... ¡Hurra!... Y ahora hablemos un poco de Pussy. ¿Tienes dos cascanueces? Toma uno y dame el otro. ¡Crac! ¿Qué es de la vida de Pussy? —¿En cuanto a su música? Perfecta.

—¡Qué terriblemente hábil eres, Jack! Pero yo bien comprendo... ¡Que Dios te bendiga! Dime... ¿ella siempre distraída, eh? —Podría aprender cualquier cosa si quisiera. —¡Si quisiera!... ¡Qué diablos! Pero si no quiere... ¡Crac! El señor Jasper parte una nuez. —¿Qué tal está? La mirada de Jasper, de concentrada expresión, se dirige una vez más al retrato. —Tal como aparece en tu bosquejo. —Me enorgullezco un poco de mi obra, en verdad —dice el joven, mirando complacido el cuadro. Y luego, cerrando un ojo y extendiendo la mano con el cascanueces, buscando un punto de mira para obtener una correcta perspectiva, agrega—: No está mal logrado, para haber sido hecho de memoria, aunque hubiera podido captar mejor su expresión, pues la he visto muy a menudo.

En el intervalo se escucha el continuo crac de los cascanueces. —En realidad —prosigue después de un momento de silencio, hurgando entre las cascaras para buscar trocitos de nuez—, encuentro esta expresión en Pussy cada vez que la veo. Si no la descubro al comenzar nuestra entrevista, es seguro que aparece en su rostro al dejarla. ¡Ah! Bien lo sabe usted, señorita desdeñosa — dice dirigiéndose al cuadro, mientras hace girar en su mano el cascanueces. ¡Crac! ¡Crac! ¡Crac!... Parte las nueces con lentitud el señor Jasper. ¡Crac!... Furiosamente hace cascar otra nuez Edwin Drood. Los envuelve un prolongado silencio. —¿Has perdido el habla, Jack? —¿Y tú también, Ned? —No. Es que te he dicho la verdad. Jasper levanta las cejas interrogante. —Oye, Jack. ¿No es deplorable sentirse imposibilitado de elegir libremente en materia tan

delicada? Te lo digo con toda sinceridad. Si me fuera dado elegir, escogería a Pussy entre todas las jóvenes bonitas del mundo. —Pero es que tú no tienes que elegir. —Y eso es lo que lamento. ¿Tenían necesidad, mi difunto padre y el de Pussy, de decidir la unión de nuestros destinos desde pequeños? ¡Qué diablos! No creo faltar al respeto a su memoria al decir que esto es atentar contra la independencia del corazón. —Bueno... bueno, muchacho, no te propases —dice el señor Jasper en tono suave, deseoso de calmar al joven. —Bueno... bueno... —repite Ned—. Como el hecho no te atañe, lo tomas con tanta flema. Tu existencia no ha sido trazada de antemano, como los planos de un ingeniero. Tú no sufres la angustia de saberte forzado a elegir a una determinada mujer y ser, a tu vez, impuesto a ella. Puedes elegir con libertad. Tu vida es una fruta sazonada que sólo tienes que llevar a los labios.

—Continúa, Ned, no te detengas. —¿He dicho algo que pueda haberte ofendido, Jack? —¿Cómo podrías tú ofenderme? —¡Por Dios, Jack! Pareces muy enfermo. Tienes la mirada turbia. El señor Jasper, con una forzada sonrisa, hace con la mano un significativo movimiento para calmar las aprensiones del joven y ganar tiempo para recobrarse. Pasado un momento, dice con voz débil: —He estado fumando opio para apaciguar un dolor, una verdadera agonía que por momentos se apodera de mí. El efecto de esta droga actúa sobre mis sentidos, envolviéndolos en una espesa nube. Tú ves cómo pasa; de aquí a poco desaparecerá por completo. No me mires, y así el efecto se irá más pronto. Con mirada temerosa el joven obedece y fija sus ojos en las cenizas del hogar. El mayor de los dos hombres tampoco aparta del mismo punto la suya, que brilla con expresión casi

feroz; mientras respira con dificultad, oprime los brazos del sillón donde está sentado, y gruesas gotas corren por su frente. Su sobrino se acerca a él y le prodiga solícitos cuidados. Cuando el señor Jasper reacciona, posa una mano en el hombro del joven y con voz más serena que lo que expresan sus palabras, a las que imprime un tono irónico, le comenta: —Se dice que en todas las casas mora un espectro escondido, pero tú, querido Ned, no habrías imaginado nunca que hubiera uno en la mía. —¡Por mi vida, Jack, que lo he pensado también! Y hasta en la casa de Pussy... y en la mía... ¡si la tuviéramos! —Me decías hace un instante, cuando te interrumpí muy a mi pesar, qué existencia apacible era la mía, sin ruido, sin agitación, sin los desasosiegos de los negocios, sin riesgos, sin mudanza, consagrado al arte y a los goces que éste me proporciona.

—En realidad, Jack, yo iba a decir algo parecido, pero tú, al hablar de ti mismo, necesariamente has omitido otras cosas que yo añadiría. Por ejemplo: hubiera puesto en primer plano la consideración respetuosa que inspira tu cargo de cantor —o como quieras llamarle— de esta catedral; la reputación de que gozas por haber hecho maravillas en el coro; el derecho de elegir libremente la sociedad que frecuentas, manteniendo una completa independencia en este viejo y extraño lugar; tu don de enseñar. Si hasta Pussy, a quien disgusta el estudio, admite que no ha tenido mejor maestro que tú. Y luego, tus vinculaciones... —Ya veo adonde quieres llegar, pero detesto todo eso. —¿Que lo odias, Jack? —dice Edwin, desconcertado. —Odio todo eso. El ambiente mezquino y tedioso que me rodea abruma mi alma. ¿Qué impresión te producen nuestros oficios religiosos?

—¡Maravillosos! ¡Celestiales! —A menudo los encuentro diabólicos. Estoy harto de ellos. El eco de mi propia voz, repetido bajo las viejas arcadas, parece burlarse de mi diaria labor. Ninguno de los pobres monjes que han malbaratado su vida antes que yo en este triste lugar, puede haber sentido más hartazgo. Ellos podían, al menos, encontrar un lenitivo tallando en sus sitiales, como lo hicieron, figuras diabólicas. ¿Qué puedo hacer yo? ¿Debo esculpirlos también fuera de mi corazón? —¡Y yo que pensaba que habías encontrado el reposo de tu vida! —dice Edwin Drood, perplejo, posando compasivamente la mano en la rodilla de Jasper y mirándolo con angustia. —Ya sé que pensabas así. Es la opinión de todo el mundo. —Naturalmente —dice Edwin, reflexionando en voz alta—. Pussy es de la misma opinión. —¿Cuándo te lo dijo? —La última vez que estuve aquí, ¿recuerdas? Hace tres meses.

—¿En qué forma te lo expresó? —Sólo me dijo que ahora era tu discípula y que habías nacido con esa vocación. El más joven de los dos hombres echa una ojeada al cuadro. Esta mirada repercute en lo más íntimo del señor Jasper. —De todos modos, querido Ned —resume Jasper, volviendo fugazmente a su jovial buen humor—, es necesario que me someta a esta profesión, lo cual significa reconocer de una manera tácita que es demasiado tarde para elegir otra. Y sea éste un secreto entre nosotros. — Tu secreto será celosamente guardado, Jack. — Te lo he confiado porque... —Porque somos íntimos amigos, porque me quieres como yo te quiero a ti y nos profesamos mutua confianza. ¡Dame tus manos, Jack! Contemplando fijamente a su sobrino mientras oprime sus manos, Jasper continúa: —Ahora sabes, ¿no es así?, cómo un vulgar chantre, un pobre musicastro, aun confinado en este rincón, puede estar perturbado por una

especie de ambición o inquietud veleidosa, aspiración insatisfecha, ¡llámala como quieras! — Sí, querido Jack. —¿No olvidarás esto que te digo? —¡Jack! ¿Te parece posible que pueda olvidar lo que me has dicho con tanto sentimiento? —Tómalo entonces como una advertencia. Edwin abandona las manos de Jack, y retrocediendo un poco considera la aplicación de estas palabras a su propio caso y dice con emocionado acento: —Mucho me temo no ser más que un muchacho insubstancial y frivolo, que todavía no ha sentado la cabeza. No necesito decir que soy joven y que al correr de los años quizá me encuentre en tus mismas condiciones. No obstante, creo ser lo bastante sensible para apreciar profundamente tu abnegación al haber querido revelarme tus más íntimos sentimientos a modo de consejo para mi inexperiencia.

El rostro, la actitud de Jasper, es de rígida inmovilidad. Su respiración misma parece paralizada. —No se me oculta, Jack, que esta confesión ha sido muy dolorosa para ti. Tu emoción ha sido intensa, y tu actitud insólita. Conozco el profundo afecto que me profesas, pero no estaba preparado para tan grande donación. El señor Jasper se recupera entonces y, sin mediar transición entre dos estados de ánimo tan opuestos, hace con la mano un movimiento negativo y displicente. —No —replica Ned—, no te retractes ahora, por favor. Te he escuchado a conciencia. No dudo de que ese estado enfermizo de tu mente, que acabas de describirme con tanta realidad, es hijo de un amargo sufrimiento, por cierto muy difícil de soportar. Por lo que a mí respecta, déjame explicarte en qué consiste la diferencia de mi posición. De aquí a unos cuantos meses, que no llegarán a un año, como tú lo sabes, Pussy abandonará el pensionado para conver-

tirse en la señora de Drood. Luego, iré a ejercer mi profesión de ingeniero a Oriente, y ella irá conmigo. A pesar de algunas rencillas sin importancia, nacidas a consecuencia de la forzosa monotonía de nuestros amores, carentes de espontaneidad —ya que en ellos todo ha sido previsto de antemano—, no dudo de que nada se opondrá a un perfecto entendimiento entre nosotros y se acabarán estas pequeñas diferencias. En resumidas cuentas, Jack, será como dice la vieja canción que tarareaba hace un rato durante la cena, ¡y quién mejor que tú conoce las viejas canciones!: "Mi mujer bailará, yo cantaré y la vida correrá alegremente". Nadie duda de que Pussy sea hermosa... Y cuando seas tan buena como hermosa, "pequeña señorita imprudente" —dice, apostrofando el retrato—, quemaré ese bosquejo y haré una obra de arte para tu maestro de música. El señor Jasper, con el mentón apoyado en la mano y una bondadosa expresión en su semblante, ha seguido atentamente cada gesto y

cada palabra de este discurso. Cuando Ned termina de hablar, Jasper permanece en la misma actitud, como bajo el influjo de una especie de fascinación por ese espíritu juvenil que le es tan querido, y dice con una serena sonrisa: —Entonces, ¿no quieres hacer caso de mi advertencia? —No, Jack. —¿No quieres aceptarla? —No, Jack. Y menos viniendo de ti. Yo no me considero en el peligro que dices, y además me disgusta oírte hablar en ese tono. —¿Vamos a dar un paseo por el claustro? —Con mucho gusto; pero permíteme una escapada para ir hasta la Casa de las Monjas a dejar un paquete de guantes para Pussy. Tantos pares de guantes como años cumple en el día de hoy. La idea tiene algo de poético, ¿no es cierto, Jack? El señor Jasper murmura: —Nada hay en la vida más dulce que el amor, Ned.

—He aquí el paquete, en el bolsillo de mi sobretodo. Es necesario que lo lleve hoy mismo, si no, perdería todo su encanto poético. Ya sé que es contrario al reglamento visitar el convento de noche, pero como sólo se trata de dejar un paquete... Estoy pronto, Jack. El señor Jasper abandona su actitud contemplativa y los dos hombres salen. CAPÍTULO III LA CASA DE LAS MONJAS POR VARIAS razones, que se pondrán en evidencia en el transcurso de este relato, daremos un nombre supuesto al pueblo donde se alza la vieja catedral: Cloisterham, por ejemplo. Es posible que los druidas lo hayan conocido bajo otra designación, y es seguro que haya llevado otra bajo los romanos; quizá otra bajo los sajones, y una más todavía bajo los normandos. Ninguna trascendencia tiene un nom-

bre más o menos en el curso de los siglos, comprobado en las polvorientas crónicas. La antigua ciudad, silenciosa y monótona, impregnada del olor a cueva que sube de las criptas de su catedral, es poco propicia para residencia de gentes mundanas. Abundan en ella vestigios de numerosas tumbas monásticas, donde los niños juegan inocentemente con el polvo de los huesos de abades y abadesas, y el labrador, que cultiva los antiguos campos, propiedad que fueron de canónigos y arzobispos, usa con ellos la misma cortesía que el ogro de los cuentos con sus visitantes: les muele los huesos para hacer pan. Los habitantes de la somnolienta ciudad parecen creer, con extraña lógica, que todos los sucesos y mutaciones han acaecido ya en los pasados siglos y que ningún nuevo acontecimiento puede esperarse del porvenir. Curiosa deducción, cuyo lejano origen, allá en tiempos muy remotos, no es posible determinar.

Las calles de Cloisterham son tan silenciosas que el más leve sonido despierta un eco. En los días estivales, el viento del sur apenas agita las cortinas de las tiendas, y el caminante abrasado por el sol mira curioso en torno y aprieta el paso, deseando evadirse del opresivo ambiente; deseo, por otra parte, fácil de satisfacer, pues Cloisterham está trazado, puede decirse, sobre una calle única y estrecha, por la cual se entra al pueblo. Destácanse la vieja catedral y la sede policroma de los cuáqueros en medio de terrenos incultos y descuidados. El aspecto de este último edificio recuerda el sombrero de una cuáquera, olvidado en algún rincón de un oscuro aposento. En resumen: Cloisterham es una ciudad de otro tiempo; habla por la ronca voz de sus campanas, de las cornejas que revolotean alrededor de la torre de su catedral y la voz, más ronca todavía, pero menos perceptible, de las cornejas humanas que se sientan en el coro.

Las casas y jardines, construidos con restos de viejos muros y piedras desprendidas de las capillas, conventos y monasterios, parecen, en su incongruente y abigarrada arquitectura, guardar estrecha relación con el espíritu confuso y enrevesado de sus habitantes. Todo aquí pertenece al pasado. Hasta el único prestamista de Cloisterham, desde hace mucho tiempo, no realiza negocio alguno; se contenta con ofrecer inútilmente su vieja provisión de artículos que no fueron rescatados, entre los cuales figuran, como piezas valiosas, relojes inservibles y estropeados, pinzas de azúcar oxidadas de puro viejas, y un lote de pesados y sapientes volúmenes. En verdad, el único signo de vida de ese extraño pueblo es la exuberante vegetación de sus numerosos jardines. Hasta el ruinoso y destartalado teatro tiene su pequeño jardín, donde el demonio, cuando desaparece de la escena para hundirse en las regiones infernales, cae en medio de los durazneros de la estación.

En el centro de Cloisterham se levanta un venerable edificio de ladrillo rojo, actualmente llamado Casa de las Monjas, por haber sido, según la leyenda, un antiguo convento. Sobre la hermosa reja que cierra el viejo patio, destácase una pulida placa de cobre con esta inscripción: PENSIONADO DE SEÑORITAS Señorita Iwinkleton El tiempo ha ennegrecido la fachada de la vetusta residencia. La reluciente placa, brillante como una mirada, podría sugerir a la viva imaginación del turista la idea de un hermoso viejo decrépito que luciese un enorme monóculo. Sin duda, las monjas que en otro tiempo la habitaron, generación más dócil y sometida, doblegaban humildemente la cabeza, evitando así tropezar con las vigas de los bajos techos de algunas de las celdas, o sentadas en el alféizar de las anchas ventanas pasaban las cuentas de

su rosario con objeto de mortificarse, en lugar de usarlas para hacerse con ellas collares o pendientes. Tal vez para acabar de extirparles del corazón la indestructible concupiscencia, se las tenía soterradas en los ángulos de los espesos muros, bajo los arcos sofocantes de tan siniestro edificio. Podrían ser estos sucesos motivo de interés para los fantasmas que rondan la casa —si en verdad los hubiera—, pero no figuran en las facturas semestrales del establecimiento, ni perjudican en absoluto la constante regularidad de las entradas, a veces extraordinarias, de la señorita Twinkleton. La encargada de la propaganda del pensionado, al presentar poéticamente sus ventajas a razón de tanto por trimestre, tampoco menciona en sus prospectos cuestiones de semejante índole. Así como en ciertos casos de ebriedad o subconsciencia se perfilan dos estados psicológicos que se desenvuelven sin contraposición,

como sucede al ebrio que esconde un reloj —y para saber después dónde lo ha ocultado necesita volver a su estado de ebriedad—, así también dos maneras de ser bien diferentes alternan en el carácter de la señorita Twinkleton. Todas las noches, apenas las niñas se han entregado al sueño, perfecciona su tocado y surge una señorita Twinkleton de mirada brillante, vivaz e impetuosa, como nunca la sospecharon sus alumnas. Todas las noches a la misma hora prosigue el tema de la víspera sobre los pequeños escándalos de Cloisterham, que ignora en absoluto durante el día, y agrega a ellos el recuerdo de una cierta temporada pasada en Tumbridge Wells (someramente designado por ella en este momento de su vida "Wells"), durante la cual un cumplido caballero, al que llamaba compasivamente "el alocado señor Porter", le ofreció su rendido corazón. De todos estos acontecimientos la señorita Twinkleton no conserva memoria alguna durante el desempeño de sus

tareas, tal como podría ocurrirle a una columna de granito. La señora Tisher, colaboradora de la señorita Twinkleton, sabe adaptarse perfectamente a las dos fases de la existencia de su compañera. Es una viuda respetable, de espaldas encorvadas y voz desfalleciente, que exhala continuos suspiros de su oprimido pecho. Está encargada del cuidado del guardarropa de las educandas, y no pierde oportunidad de informarlas sobre los mejores tiempos que conoció. Bien puede ser ésta la razón de que la servidumbre crea, como un artículo de fe transmitido de unas a otras, que el difunto señor Tisher había sido peluquero. La alumna preferida de la Casa de las Monjas es Rosa Bud, a la que llaman "Capullo"; es una joven maravillosamente bella, maravillosamente infantil y maravillosamente caprichosa. Se explica que la señorita Bud despierte en la imaginación de sus compañeras un interés tan vivo, dado lo romántico de su situación:

todas saben que, por expreso mandato testamentario, su tutor está solemnemente comprometido a desposarla, apenas llegue a su mayoría de edad, con un joven ya elegido para ser su esposo. En el desempeño como directora del pensionado —primer aspecto de su existencia—, la señorita Twinkleton no deja de combatir las ideas novelescas que giran en torno al destino de Rosa; cuando la niña pasa a su lado, sacude la cabeza como reflexionando en su interior sobre la triste suerte de la pequeña víctima condenada al sacrificio. Este gesto de fingida compasión, semejante al otro que la induce al recuerdo del "alocado señor Porter", provoca en los corrillos de sus alumnas un comentario unánime: "¡Qué gran simuladora es esta vieja Twinkleton!" Nunca se ve tan convulsionada la Casa de las Monjas como cuando este marido impuesto llega a visitar a la pequeña "Capullo". Es opinión entre las educandas que el joven goza de

un privilegio legal para tales visitas, y que si la señorita Twinkleton no las permitiera, sería instantáneamente trasladada a otro establecimiento. Así, pues, cuando el futuro esposo llama a la verja, muchas de ellas, bajo cualquier pretexto, corren a la ventana para atisbar al visitante; otras, en cambio, obligadas a permanecer dentro del aula en pleno ensayo, pierden el compás. Hasta en la clase de francés, dictada por la vicedirectora, reina el desorden, y la profesora recorre la sala como una botella de excelente vino en la mesa de un noble anfitrión del siglo pasado. Esa tarde, poco después de la cena, se oye sonar la campanilla de la verja y se produce el consiguiente y acostumbrado revuelo. —El señor Edwin Drood desea ver a la señorita Rosa —anuncia la portera encargada del locutorio. Con aire melancólico, resignada al sacrificio, la señorita Twinkleton dice: —Puedes bajar, Rosa.

La señorita Bud sale seguida por centenares de ojos. El señor Edwin Drood espera en la sala privada de la señorita Twinkleton, habitación elegante en la que sólo dos detalles recuerdan el ambiente escolar: un globo celeste y otro terráqueo. Han sido colocados ahí para demostrar a los padres o encargados de las pupilas que aun cuando la señorita Twinkleton termina sus tareas escolares y se retira a sus departamentos la sigue el cumplimiento del deber, que tan pronto la impulsa a recorrer la tierra como el Judío Errante, o a buscar su tesoro en los cielos, siempre animada del ardiente afán de procurarse más amplios conocimientos para transmitirlos a sus alumnas. La nueva sirvienta no conoce al prometido de Rosa. En el momento en que desciende precipitadamente la escalera, como una persona tomada en falta, para ir a trabar conversación por la rendija de la puerta dejada abierta de propósito, surge una encantadora figura con la

cabeza semioculta por un pequeño delantal de seda, a manera de velo, y se desliza por la sala. —¡Oh, qué ridículo! —exclama la minúscula aparición, deteniéndose de golpe y dando un paso atrás—. ¡No, Eddy!... —¿Qué significa este "no", Rosa? —¡No te acerques más, por favor! ¡Es tan absurdo! —¿Qué es absurdo, Rosa? —Todo esto. Es ridículo ser una huérfana prometida en matrimonio; es ridículo que las compañeras y las sirvientas estén siempre en acecho, como ratones detrás del zócalo, y es ridículo que me visites aquí. Mientras así dice, juguetea con el pulgar en el ángulo de la boca. —No me haces un recibimiento muy afectuoso que digamos, Pussy. —Bueno. Ya cambiaré dentro de un momento, Eddy; pero por ahora me resulta imposible. ¿Cómo te encuentras? —pregunta Pussy en tono seco.

—No me resuelvo a decirte que muy bien, Pussy, ya que es tan poco lo que veo de tu persona. Esta segunda reprimenda descubre una fugaz expresión de enojo al levantarse el delantal, pero desaparece de inmediato. —¡Oh, cómo te has cortado el cabello! —¡Más me valiera cortarme la cabeza! — dice Edwin, alisando sus cabellos y mirándose de soslayo en el espejo mientras golpea furiosamente el suelo con el pie—. ¿Quieres que me vaya? —No. Es mejor que no te vayas en seguida, Edwin. Mis compañeras se preguntarían extrañadas la razón de tu rápida partida. —Una vez por todas, Rosa. ¿Quieres quitarte de encima ese ridículo trapo que cubre tu cabeza, y saludarme? El delantal cae bruscamente de la cabeza de su dueña, que dice: —¡Bien venido, Edwin, ya está! ¡Estoy segura que es así como te gusto! Démonos la mano.

¡No! ¡No puedo besarte, porque tengo un caramelo ácido en lai boca. —¿Sientes alegría al verme, Pussy? —¡Oh, sí! ¡Encantadísima! Ven, siéntate aquí... ¡Señorita Twinkleton! Entre las costumbres de la excelente señorita Twinkleton, se cuenta ésta de presentarse cada cinco minutos en la sala cuando Rosa recibe a su novio, o bien delegar la inspección en la señora Tisher, quien acude siempre bajo la excusa de recoger un objeto allí olvidado. En este momento la señorita Twinkleton entra con afectada naturalidad y exclama, llena de cortesía: —¿Cómo está, señor Drood? Encantada de verlo... Discúlpeme... por favor... ¡Gracias! —He recibido los guantes anoche, Eddy. Me gustaron muchísimo. ¡Son realmente preciosos! —Bueno, menos mal —responde el novio, murmurando con displicencia—: Cualquier atención, por pequeña que sea, debe agradecerse. ¿Cómo has pasado el día de tu cumpleaños, Pussy?

—¡Maravillosamente! Todos me obsequiaron. Tuvimos fiesta y por la noche baile. —¡Una fiesta y un baile! ¡Me parece que lo has pasado muy bien sin mí, Pussy! —¡Ma-ra-vi-llo-sa-men-te! —repite espontánea Rosa, con indiscutible sinceridad. —¡Ah! ¿Y en qué consistió el festín? —Pasteles, naranjada, jaleas y camarones. —¿Tenían compañeros de baile? —Bailamos entre nosotras, naturalmente, señor. Pero algunas niñas simulaban ser sus propios hermanos. ¡Era tan divertido! —¿A ninguna se le ocurrió fingir?... —¿Que eras tú? ¡Oh, por cierto que sí! Fue lo primero que hicieron. —Espero que se habrán desempeñado bien... —dice Edwin, con aire de duda. —¡Oh! Requetebién. Y, por supuesto, yo no quise bailar contigo! Edwin no alcanza a comprender el sentido exacto de esta frase, y le pide inocentemente que le explique el porqué de la negativa.

—¡Porque estaba tan cansada de ti! — responde Rosa; pero recobrándose, al observar la expresión de disgusto diseñada en el rostro del joven, dice con tono más suave: —Querido Edwin. Te consta que tú también estás cansado y harto de mí. —¿He dicho eso, Rosa? —¡Decirlo! ¿Alguna vez lo dices? No. Solamente lo demuestras. ¡Oh! ¡Mi compañera hizo tan bien tu papel! —dice Rosa en una explosión de entusiasmo, recordando al personaje del falso prometido. —Me parece que esa niña es bastante descarada —dice Edwin Drood—. Me alegro de que sea éste tu último cumpleaños en esta vieja casa, Pussy. —¡Ah, sí! Rosa junta sus manos, baja los ojos, suspira y mueve hacia uno y otro lado la cabeza. —Pareces lamentarlo, Rosa.

—Sí. Lamento abandonar este querido y pobre lugar. Me parece que voy a extrañarlo cuando me vaya... ¡Soy tan joven!... —¿No será mejor que nos detengamos en mitad del camino, Rosa? Ella lo contempla con una mirada brillante y escrutadora. Después mueve la cabeza, suspira y baja nuevamente los ojos. —Esto quiere decir, ¿no es verdad, Pussy?, que ambos estamos resignados a nuestro destino. Ella hace un signo de afirmación, y pasado un breve silencio, dice con acento extraño: —Tú bien sabes que debemos casarnos, Edwin; y casarnos aquí, o las pobres compañeras se sentirán defraudadas. En este momento la fisonomía de Edwin refleja más compasión por ella y por sí mismo, que amor. Cambia de expresión y le pregunta: —¿Te llevo a dar un paseo, querida Rosa? La querida Rosa no parece del todo convencida sobre este punto, pero de pronto su rostro se

ilumina con una expresión cómicamente meditativa, y dice: —¡Oh, sí, Eddy; salgamos a pasear! Y te voy a sugerir lo que podemos hacer. Tú fingirás estar comprometido con otra persona y yo simularé que no tengo novio, y así no nos pelearemos como otras veces. —¿Tú crees que este procedimiento bastará para que no riñamos, Rosa? —Estoy segura que sí. ¡Chist! Finge que miras por la ventana... ¡Viene la señora Tisher! En efecto, la imponente matrona aparece con el mismo aire de sorpresa que había usado la señorita Twinkleton al iniciarse la entrevista, y circula por la sala con su traje de seda como un fantasma legendario de la viudez. —Confío en que su salud sea muy buena, señor Drood, a juzgar por su buen semblante. Espero no molestarlos demasiado, pero he perdido un cortapapeles... ¡Oh!... Muchas gracias... Aquí está. — Y desaparece con el objeto.

—Otra cosa puedes hacer para complacerme, Eddy —dice "Capullo"—. En el momento de salir quisiera que te mantuvieras pegado a la pared. —Si así lo deseas, Rosa... Pero... ¿Puedo preguntarte el motivo? —Simplemente porque no quiero que te vean mis compañeras. —¡Oh! ¡Qué día magnífico! ¿No quieres además que me esconda debajo de una sombrilla? —No sea ridículo, señor. Lo que pasa es que usted no tiene los zapatos lustrados —dice ella, haciendo una mueca y encogiéndose de hombros. —Puede que este detalle escape a la atención de esas señoritas, aunque me vean — observa Edwin, echando una mirada de descontento a sus zapatos. —Nada escapa a la observación de ellas, señor; y ya sé lo que sucedería después. Más de una me diría, pues son muy francas, que nunca

aceptarían a un novio que no se lustrara los zapatos. ¡Cuidado! Aquí llega la señorita Twinkleton. Le pediré permiso para salir. Se escucha, en efecto, a la discreta dama, que finge conversar con una persona imaginaria y dice, a medida que se acerca: —¡Ah, sin duda! ¿Está segura usted que no ha visto mi abrochador de nácar que estaba sobre la mesa de trabajo en mi aposento? El permiso para efectuar el paseo es rápida y graciosamente concedido. De inmediato la joven pareja sale de la Casa de las Monjas, tomando todas las precauciones posibles para que no se descubra el estado lamentable de los zapatos de Edwin Drood; precauciones suficientes, esperemos, para asegurar la tranquilidad de la futura señora de Edwin Drood. — ¿Adonde vamos, Rosa? —Quisiera ir a la bombonería. —¿Adonde? —Me gustan mucho los bombones turcos, señor. ¡Parece mentira! ¿Es posible que no

comprenda? ¿Por qué le parece raro? ¡Todo un ingeniero y no conoce estos dulces! —¿Y cómo iba a conocerlos, Rosa? —Porque a mí me gustan mucho. ¡Ah! Me olvidaba del juego que habíamos convenido. No. No es necesario enterarlo de nada. No importa. Melancólicamente el joven se deja llevar hasta la bombonería, donde Rosa hace su compra y le ofrece algunos dulces, que él rechaza un tanto desdeñoso. La niña se dispone a comer sus golosinas con todo entusiasmo, no sin antes quitarse los pequeños guantes rosados, Uevándose de vez en cuando los deditos a los labios para chupar restos de azúcar. —Ahora, pórtate como un buen muchacho y continúa el juego. ¿De modo que estás comprometido? —Así es. Estoy comprometido. —¿Es bonita tu novia? —Encantadora. —¿Alta? —Muy, muy alta. (Rosa es muy pequeña.)

—Estoy segura de que es una desairada — dice tranquilamente. —Perdona; en absoluto. Es lo que se llama una magnífica mujer, una espléndida mujer — dice Edwin, con aire de abierta contradicción. —Sin duda tendrá la nariz grande —insiste ella en el mismo tono. —No. No es muy grande —es la pronta respuesta. (La nariz de Rosa es pequeña.) —Sí. Una larga nariz pálida... con una protuberancia roja en la punta... Conozco muy bien ese tipo de nariz —dice Rosa con suficiencia, mientras saborea sus dulces. —Tú no conoces ese tipo de nariz, Rosa — dice un tanto acalorado—, porque no es como supones. —¿No es una nariz pálida, Edwin? —No —contesta Edwin, resuelto a no ceder. —¿Una nariz roja, entonces? ¡Ah! No me gustan las narices rojas. Pero de todos modos, siempre le queda el recurso de empolvarla.

—Es que ella se resistiría a empolvarse — dice Edwin, más acalorado aún. —¿No lo haría? ¡Qué estúpida debe ser! ¿Es para todo igualmente tonta? —No. Para nada. Después de una pausa, durante la cual Rosa no ha dejado de observarlo con un gesto de caprichosa malignidad, le dice: —¿Y a esa criatura, tan sensible y razonable, le agrada la idea de ser llevada a Egipto? —Sí. Demuestra un gran interés en el triunfo del arte de la ingeniería y muy especialmente cuando este arte transforme la vida del país. —¡Santo cielo! —dice Rosa, encogiéndose de hombros con una risita de sorpresa. —¿También a esto tienes que hacer una objeción? —dice Edwin, con un gesto altanero, mientras se inclina para mirar su carita de hada—, ¿te opones a que se interese por mis trabajos?

—¿Oponerme yo? ¡Pero, mi querido amigo! Yo pensaba que ella detestaría todo lo que fueran máquinas y esas cosas... —Puedo contestar por ella y decirte que no es tan tonta para odiar —responde él con indignado énfasis—, pero no sabría contestarte su opinión sobre "esas cosas" porque realmente no comprendo lo que quieres significar con tales palabras. —¿Pero es posible que no aborrezca a los árabes, los turcos y los nativos? —Ciertamente que no —afirma él rotundo. —Pero al menos aborrecerá a las pirámides... ¡Vamos, Eddy! —¿Por qué ha de ser ella una pequeña... quiero decir: una gran tonta? —¡Ah! Si la oyeras a la señorita Twinkleton —dice con gestos expresivos mientras saborea sus dulces—. ¡Cómo nos aburre con esos temas! ¡Ni te animarías a comentarlos! ¡Esas tumbas subterráneas, esas fastidiosas excavaciones... las Isis... los Ibis... las Cleopatras... y los Faraones...

! ¿Quién se preocupa de todas estas tonterías? Y luego figura un tal Belzoni y otros más, a quienes hubo que sacarlos de las piernas medio ahogados por el polvo de las tumbas. Mis compañeras opinan que lo tenían bien merecido y se lamentan que hubieran quedado ilesos y desean que todos los que proyecten esas empresas acaben ahogados sin remedio. Los dos jóvenes, ahora sin tomarse del brazo, vagan por los alrededores del viejo claustro; de vez en cuando se detienen y marcan una huella más profunda en el lecho de hojas muertas que cubre el suelo. —Bueno —dice Eddy, después de un prolongado silencio—. Para no cambiar nuestras costumbres, puede decirse que no nos hemos entendido tampoco hoy. Rosa contesta con altivez que le es perfectamente indiferente entenderse con él. —¡Hermoso sentimiento el que expones, Rosa, considerando...! —¿Considerando qué?

—Si te lo explico, te enojarás aún más. —¡Que yo me enojaré! No eres muy generoso, Eddy, al decir eso... —¿Que no soy generoso? ¡Me gusta la frase! —Es que no me gusta tu modo de expresarte, y te lo digo con franqueza —dice Rosa, frunciendo el ceño. —Y ahora, Rosa, dime, ¿quién ha pretendido desalentarme en mi profesión, en mi futuro destino? —Me imagino que tu destino no será ir a enterrarte en las pirámides —interrumpe ella, arqueando ligeramente las cejas—; por lo menos, nunca me lo has dicho. Si lo piensas, ¿cómo es que nunca lo has mencionado? Yo no puedo adivinar tus planes y tus sentimientos. —¡Vamos, querida! ¡Tú sabes lo que yo quiero dar a entender! —Bueno, entonces. ¿Por qué empezaste tú a hablar de esa mujer gigantesca de nariz roja y enorme que ella empolvaría y empolvaría y

empolvaría...? —exclama Rosa en un cómico desahogo de su arrebato. —De una u otra manera, yo nunca tengo razón en las discusiones —dice Edwin suspirando resignado. —¿Pero cómo es posible, señor, que usted pretenda tener razón, cuando siempre está equivocado? En cuanto a Belzoni, me imagino que habrá muerto. Estoy segura y así lo espero. ¿Y qué relación pueden tener sus piernas rotas contigo? —Es casi la hora de regresar, Rosa. Y por cierto que nuestro paseo no ha sido muy agradable, que digamos. ¿No es verdad? —¿Paseo agradable? Ha sido ingrato y odioso nuestro paseo, señor. Si consigo llegar a mi cuarto y me pongo a llorar a mares hasta el punto de no poder tomar mi clase de baile, usted será el responsable, señor. ¡No lo olvide! —¡Seamos buenos amigos, Rosa! —¡Ah! —exclama Rosa, rompiendo en sollozos—. ¡Bien quisiera yo que nos entendiéra-

mos! Es justamente porque no somos buenos amigos, que no podemos vivir en paz. Soy muy joven todavía, Eddy, para tener esta vieja angustia arraigada en el corazón. ¡Y a veces me oprime tanto!... No te enfades. Sé que a ti te sucede la misma cosa. Mejor hubiera sido dejar que los acontecimientos siguieran su curso natural. Soy joven, pero juiciosa y razonable, y nunca me burlaría de ti. Seamos indulgentes el uno para el otro, y pongamos lo mejor de nosotros mismos para comprendernos. Edwin, a punto de estallar por el reproche indirecto que se le dirige, se siente luego desarmado ante este rasgo de sensibilidad femenina, que le parece prematuro en una niña mimada, y se queda observándola lleno de curiosidad. Ella se enjuga las lágrimas con el pañuelo y solloza; pero se calma casi instantáneamente, ayudada tal vez por su inconstante naturaleza, y ríe de sí misma que no ha sabido dominar tan ridicula emoción. Edwin la hace sentar en un banco, bajo los olmos.

—Querida Pussy; quisiera que nos explicáramos, sin rodeos. Yo no me considero hábil para nada fuera de mi profesión, y pensándolo bien, quizá ni para eso sea muy inteligente, pero me anima un buen propósito. Ahora dime tú, ¿no será que...? ¿No habría la posibilidad...? No sé cómo expresarme, pero quiero hacerlo antes de separarnos... ¿Algún otro joven?... —¡Oh, no, Eddy! Es muy generoso de tu parte preguntar esto... ¡Pero no, no, no! Se han ido aproximando a las ventanas de la catedral, y en ese momento les llegan los ecos sublimes del coro y las voces del órgano. Mientras escuchan extasiados, pasa por la mente del joven la confidencia recibida esa misma tarde y no puede menos de considerar en su interior el contraste entre estas melodías y el estado de espíritu de su tío. —Me parece reconocer la voz de Jack — observa en voz baja. —Llévame inmediatamente de regreso, por favor —suplica Rosa, apoyando apenas la ma-

no en el brazo de su novio—. En seguida saldrán todos. Escapemos. ¡Qué hermosas armonías! Pero no nos detengamos a escucharlas. Su impaciencia cesa tan pronto como han atravesado el claustro. Marchan ahora tomados del brazo siguiendo la calle Real en dirección a la Casa de las Monjas. Llegados a la verja, y luego de echar una ojeada a la calle desierta, Edwin inclina su rostro hacia el de Capullo para besarla. Ella se defiende, retornando a sus maneras infantiles. —No, Edwin, no. Estoy demasiado pegajosa para que me beses. Pero dame tu mano y estamparé na beso en ella. obedece, y al sentir el roce de los labios retiene la mano de su novia y se pone a contemplar su rosada palma. —¿Qué es lo que ves en mi mano? —dice ella. —¿Qué es lo que veo? —Pero yo creía que ustedes, señores de Egipto, sabrían leer en la palma de la mano y

ver toda clase de imágenes. ¿Lees un porvenir dichoso? Un porvenir... un presente... ciertamente que ni uno ni otra lo vislumbran feliz. La verja se abre y se cierra. Y ambos se separan. CAPÍTULO IV EL SEÑOR SAPSEA Si ADMITIMOS, siguiendo la corriente, que el asno es el prototipo de la estupidez satisfecha de sí misma —creencia más bien convencional que justa—, el perfecto asno de Cloisterham era el señor Thomas Sapsea, de profesión rematador. El señor Sapsea se vestía como el deán; muchas veces las gentes lo saludaban confundiéndolo con éste; hasta hubo quienes, alguna vez, lo llamaron "Ilustrísima" por haberlo supuesto un obispo llegado inesperadamente sin su familiar.

El señor Sapsea se sentía orgulloso de estos errores, como también de su voz y de su porte. Cuando efectuaba ventas en las ferias, desde su tribuna de rematador asumía el tono y el gesto propios de los eclesiásticos. No era raro que al finalizar un remate acabara impartiendo la bendición al público allí reunido, con un aire tan solemne que bien pudiera causar envidia al deán verdadero, hombre dignísimo sí, pero sencillo. El señor Sapsea tenía muchos admiradores y según la opinión general, sumada a la de aquellos que no conocían sus reales méritos, hacía honor a Cloisterham. Dos cualidades lo destacaban: era importante y fastidioso, y por su manera característica de andar y hablar agitando las manos con gravedad, daba la impresión de absolver a las personas a quienes se dirigía. Más cerca de los sesenta que de los cincuenta años, su estómago prominente parecía crecer en sentido horizontal debajo del chaleco; pasaba por hombre acaudalado; no votaba sino en

favor de los más respetables intereses y estaba íntimamente convencido de que sólo él había llegado a convertirse en un hombre. ¿Cómo era posible que un tal sujeto no hiciera honor a la sociedad de Cloisterham? La residencia del señor Sapsea estaba ubicada en la calle Real, frente a la Casa de las Monjas. Databa más o menos de la misma época, pero a medida que se deterioraba, las sucesivas generaciones debieron admitir la ventaja del aire y de la luz sobre las fiebres y la peste, y fueron modernizándola con refecciones irregularmente ejecutadas. En el friso, justamente sobre la puerta, ostentábase la imagen esculpida en madera del padre del señor Sapsea, ataviado con peluca y toga, como para realizar un remate. Todos habían admirado siempre la candidez de la idea y la realidad del trazado de la mano que empuñaba el martillo. El señor Sapsea se encuentra en estos momentos sentado en el sombrío salón de la plan-

ta baja que da al patio posterior, a través del cual se alcanza a ver el jardín separado por la verja. Tiene ante sí una botella de oporto sobre la mesa instalada junto al fuego; elemento, si se quiere, lujoso y prematuro, dada la estación incipiente, pero de todos modos agradable en esta fresca y destemplada tarde de otoño. Entre los objetos que rodean al señor Sapsea, además de su retrato, hay algunos que son verdaderamente característicos: por ejemplo el reloj, al que da cuerda cada ocho días, y el barómetro. Y decimos característicos porque su dueño, a despecho de la opinión de todos sus semejantes, los considera infalibles al punto de negar las variantes atmosféricas, si no las registra su barómetro, e ignorar el proceso del tiempo, si no lo indica el reloj. Cerca también se encuentra una mesa escritorio. El señor Sapsea hojea un manuscrito, musitando su lectura con aire transcendente, y luego, midiendo a largos pasos la habitación, los pulgares en las sisas del

chaleco, lo recita de memoria y con énfasis, pero tan quedo, que sólo la palabra "Ethelinda" se hace inteligible. En este momento la doméstica anuncia al señor Jasper. —Hazlo entrar —responde Sapsea con suficiencia, y toma dos vasos de una bandeja que está sobre la mesa. —Encantado de verlo, señor. Es para mí un honor recibir a usted por primera vez en mi casa—. De esta manera el señor Sapsea agasaja a su huésped. —Es usted muy amable, pero el honor es mío. —Usted dirá lo que le plazca, pero en verdad, yo le aseguro que la satisfacción es mía al recibirlo en mi humilde hogar. Y tenga en cuenta que esto no se lo digo a todo el mundo. Una inefable majestad acompaña estas palabras del señor Sapsea, dejando adivinar su pensamiento que podría ser: "Tal vez piensa usted que su compañía difícilmente puede pro-

porcionar satisfacción a un hombre como yo... y no obstante es así." —Hace tiempo que deseaba conocerlo, señor Sapsea. —Yo, en cambio, desde hace mucho conozco su reputación de hombre de fino gusto. Permítame llenar su vaso. Sírvase, señor —dice Sapsea, mientras llena el suyo. "When the French come over, May we meet them ai Dover!" (Cuando lleguen los franceses Ojalá los enfrentemos en Dover.) Este brindis patriótico databa de los primeros años del señor Sapsea, pero para él, valía en toda circunstancia. —No puede usted negar, señor —dice Jasper, mientras Sapsea alarga sus piernas satisfecho junto al fuego—, que es un hombre de mundo.

—Bueno... —es la respuesta de Sapsea, que sonríe entre dientes, lisonjeado—; me parece que conozco del mundo... algo más que lo suficiente... —Su reputación sobre el particular, siempre me ha sorprendido e interesado mucho. Por eso deseaba conocer a usted. ¡Cloisterham es un lugar tan pequeño que enclaustrado en| él, yo nada sé del resto del mundo! ¡Oh, cómo me ahoga este encierro! —Si yo no he viajado por países extranjeros... joven —comienza el señor Sapsea y se interrumpe—. Excúseme si le he llamado así, pero es usted tanto más joven que yo... —Es natural. —...si no he ido a países extranjeros, joven, los países extranjeros han venido hacia mí por el camino de los negocios, y yo me he aprovechado bien de ello. Suponga usted que tengo que hacer un inventario o componer un catálogo y veo un reloj francés, que antes no he visto... Pues bien; al

momento, pongo mi mano sobre él y me digo: ¡París! Si veo tazas y platos de fabricación china, que me son igualmente desconocidos, también los palpo y los contemplo mientras nombro: ¡Pekín, Nankín, Cantón!... Igual cosa me sucede con objetos japoneses o egipcios; lo mismo con las copas de bambú y de sándalo de la India. Todo lo acaricia mi mano. Ultimamente he tenido artículos del polo Norte y me he dicho: He aquí una lanza fabricada por los esquimales y donada a algún viajero a cambio de una botella de aguardiente. —¡Oh, qué manera tan original la suya de adquirir conocimientos y ponerse en contacto con las cosas y los hombres de otros países! —Si le menciono todo esto, señor Jasper — continúa Sapsea con indescriptible deleite—, es porque, según mi opinión, no conviene jactarse de los méritos propios. Mejor es demostrar el esfuerzo que se aplica en adquirirlos. —¡Qué interesante! Pero ¿recuerda? Debíamos conversar sobre su difunta esposa.

—Así es, señor Jasper —dice Sapsea, mientras llena una vez más los vasos y pone la botella a buen recaudo—. Antes de consultar su valiosa opinión sobre esta fruslería —continúa, mientras toma en sus manos un pliego manuscrito—, puesto que no es sino una bagatela, no obstante haber requerido una cierta concentración de mi mente y mucha reflexión, debería describirle el carácter de la señora Sapsea, cuyo fallecimiento tuvo lugar hace más o menos unos nueve meses. Jasper, que disimula un bostezo detrás de su vaso, lo deja sobre la mesa y se esfuerza para concentrarse en la conversación; pero no lo consigue sino imperfectamente y se ve obligado a esconder otro bostezo que le humedece los ojos. —Hace alrededor de unos doce años —dice el señor Sapsea—, cuando mi espíritu alcanzó, no diré el grado de progreso intelectual a que ha llegado hoy, pero en ese momento en que reclamaba el contacto con otro espíritu para ser

absorbido por él, me dediqué a buscar una compañera. Porque —como yo siempre digo— no es bueno que el hombre esté solo. El señor Jasper parecía empeñado en grabar en su mente esta original idea. —La señorita Brobity dirigía en aquella época, un pensionado, no diré que de la misma importancia que el de la Casa de las Monjas, que está frente a la mía, pero que en cierto modo podía hacerle competencia. Se decía que ella mostraba un gran interés en presenciar mis remates cuando éstos tenían lugar los días de fiesta o durante las vacaciones. Comentábase que ella admiraba mí estilo y llegó a compenetrarse de él hasta el punto de imitarlo en las clases que impartía a sus alumnas. El señor Sapsea, posesionado del tema que trata con tan ampulosa elocuencia, simula llenar el vaso de su visitante, todavía colmado, y llena en verdad el suyo, que está vacío. —Toda ella estaba profundamente poseída por un gran respeto hacia las cosas del espíritu.

Su veneración por lo intelectual podía apreciarse cuando se lanzaba, más bien diría, cuando se precipitaba por el vasto campo del conocimiento del mundo. Al proponerle matrimonio, pude comprobar que me honraba con un sentimiento de confusión y respeto que sólo le permitió articular estas dos palabras: "¡Vos, señor!" (Se refería a mí.) Sus ojos, de un azul límpido, estaban fijos en los míos; sus manos, semitransparentes, cruzadas en su regazo; una intensa palidez cubrió su rostro aquilino. No obstante el estímulo de mis palabras, ella no añadió ninguna más. Por un contrato privado tomé posesión del pensionado, y desde aquel momento puede decirse que fuimos una sola persona, en tanto las circunstancias lo permitieron. Ella nunca pudo expresar su opinión sobre mí de un modo, a su parecer satisfactorio; quizá exageraba o era demasiado parcial; y ni en sus últimos momentos (murió a consecuencia de una atrofia hepática) logró terminar sus frases en mi presencia.

Durante todo este discurso, el señor Jasper ha entornado sus ojos a medida que la voz del rematador adquiere un tono grave. De improviso los abre y reaccionando murmura con la misma gravedad: —¡A... —pero en su semiinconsciencia alcanza a contener el:...mén! —Desde entonces —dice el señor Sapsea, estirando cómodamente sus piernas ante el fuego y paladeando su vino—, he seguido siendo tal como usted me ve: un hombre abandonado a su solitario dolor. He desperdiciado mis pláticas nocturnas sin más auditorio que el silencio que me rodeaba. No diré que me lo haya reprochado, pero es el caso que me he planteado más de una vez estacuestión: ¿Qué hubiera sucedido si el marido de la se ñora Sapsea —es decir, yo mismo— hubiera estado aigual nivel intelectual que su esposa? ¿La pobre criaturano habrá mirado demasiado

alto? ¿No habrá enfermado su hígado de resultas de esta desproporción? —Muy bien puede haber sido así —dice el señor Jasper con aspecto deprimido. —Desgraciadamente, sólo podemos imaginarlo —confirma Sapsea—. Así digo yo: "El hombre propone y Dios dispone." Este pensamiento puede ser expresado áe mil maneras, pero he aquí cómo lo expreso yo. El señor Jasper hace un gesto de aprobación. —Y ahora, señor Jasper —continúa el rematador tomando el manuscrito—, el monumento destinado a la sepultura de la señora Sapsea está concluido. Déme usted su opinión, que solicito como la de un hombre de buen gusto, sobre la inscripción que he redactado (imagine usted cómo habrá sido de ardua y penosa mi tarea) para hacer grabar en su tumba. Tómela usted... ponga atención... lea simplemente el texto, pero cuide usted que su inteligencia penetre hasta aquilatar todo el hondo significado de la escritura.

El señor Jasper obedece y lee lo que sigue: ETHELINDA respetuosa esposa del señor Thomas Sapsea rematador, tasador y agente de ventas, etc. De esta ciudad, cuyo conocimiento del mundo, con ser tan amplio, no llegó a comunicarlo con un espíritu tan elevado como para comprenderlo. ¡Forastero, detente! y pregúntate: ¿podrías tú hacer cosa parecida? Si no es asi, retírate avergonzado. El señor Sapsea, de pie, de espaldas a la chimenea y frente a la puerta, sigue atentamente el efecto que esta lectura refleja en la fisonomía de un hombre de gusto. La puerta se abre

en ese momento, y la sirvienta aparece anunciando al señor Durdles. —Haga pasar a Durdles —dice. —¡Admirable! —comenta Jasper devolviéndole el manuscrito. —¿Lo aprueba usted, señor Jasper? —Imposible no aprobarlo. Es asombroso... característico... ¡y completo! El rematador inclina la cabeza con la actitud natural de un hombre a quien se le paga lo que se debe y extiende el consiguiente recibo. Luego invita a Durdles a tomar un vaso de vino para entrar en calor. Durdles es un constructor especializado en la erección de tumbas y monumentos funerarios, los cuales parecen haberle estampado en el rostro su tétrico color. Es el hombre más conocido de Cloisterham y también el más libertino del lugar. Tiene fama de ser un excelente artesano, cosa que bien puede ser cierta. Pero, ¿cómo conocer su habilidad? No trabaja jamás y es un borracho perdido, en el concepto de todo el

mundo. Durdles conoce mejor que nadie la cripta de la catedral, con un conocimiento perfecto que supera, según dicen algunos, al de los muertos allí sepultados; y se comenta que esta última familiaridad con el lugar proviene de su hábito de refugiarse en él, para ocultarse de la policía de Cloisterham o aguardar la disipación de su embriaguez. Tiene, por otra parte, libre acceso a la catedral, ya que es el encargado de las reparaciones en el edificio. Tan bien la conoce, que en las demoliciones de fragmentos de muros y contrafuertes ha visto muchas cosas curiosas. Con frecuencia, cuando se refiere a sí mismo, habla en tercera persona; y no se sabe si este hábito tiene origen en una cierta confusión sobre su propia identidad o si adopta este método instintivamente como se acostumbra en Cloisterham al referirse a gentes de notoria importancia. Por ejemplo, si hace alusión a un personaje enterrado hace mucho tiempo, suele decir en sus extrañas alucinaciones: "¡Durdles!

Presta tu ayuda a este buen hombre." E inclinándose golpea el sarcófago con su pica. El buen hombre le echa una ojeada y le pregunta: —¿Es usted Durdles? Lo he estado esperando desde hace largo tiempo... —y luego se torna polvo. Con su metro plegadizo en el bolsillo y el martillo en la mano, Durdles se lo pasa golpeando aquí y allá en todos los recovecos de la vieja catedral, hasta que se le oye decir: "Tope, he encontrado otro viejo...", y entonces Tope va a anunciar al deán el nuevo descubrimiento. Vestido de burda estameña, el cuello envuelto en un pañuelo amarillo con los extremos deshilachados, un viejo sombrero desteñido y los cordones de los zapatos siempre sueltos y sucios por la cal y el polvo de las tumbas, Durdles vive como un vagabundo holgazán, transportando consigo, envuelta en un paquete, su, comida, que consume sentado en la primera lápida que encuentra a su alcance.

La comida de Durdles es tradicional en Cloisterham. La lleva consigo hasta en ocasiones bien conocidas poi todos, cuando se le conduce ebrio como una cuba, al Palacio de Justicia, incapaz de valerse por sí mismo. Estas aventuras son raras, sin embargo, y ocurren a grandes intervalos. Es, por lo demás, un viejo solterón que habita en un agujero formado en una antigua casa nunca terminada, cuya construcción, al decir de las malas lenguas, fue iniciada con las piedras robadas a los muros de la ciudad. Se llega a ella por una especie de atajo, donde el visitante se hunde hasta los tobillos en los espesos escombros. Los restos de lápidas, urnas, trozos de mármol y columnas mutiladas de diversos estilos, hacen del conjunto un bosquecillo petrificado. Dos jornaleros tallan constantemente la piedra y otros dos, sentados uno frente al otro, se ocupan de aserrar los bloques sin darse reposo, en un movimiento tan mecánico y uniforme en sus asientos, que semejan

dos simbólicas figuras del tiempo y de la muerte. Apenas ha terminado Durdles su vaso de oporto, el señor Sapsea le confía el manuscrito, hijo de su inspiración. Durdles saca indiferente de su bolsillo el metro plegadizo y mide con cuidado las líneas del epitafio, manchando el pliego con restos de tiza y arena. —¿Es para el monumento, no es así señor Sapsea? —La inscripción, sí. El señor Sapsea espía el efecto que causa su manuscrito en una mente vulgar. —Este trabajo llevará letras de una octava de pulgada! —dice Durdles. Y volviéndose al otro visitante—: A sus órdenes, señor Jasper; espero que siga bien. —¿Cómo está usted Durdles? —Tengo un poco de "tumbatismo", señor Jasper; pero es natural que lo tenga. —Usted querrá decir de reumatismo — interrumpe Sapsea con tono cortante, un tanto

ofendido al observar la indiferencia con que ha sido acogida su composición. —No, señor Sapsea. El "tumbatismo" es distinto del reumatismo. El señor Jasper sabe muy bien lo que Durdles quiere decir. Baje usted a las tumbas durante el día en una mañana de invierno, ambule por ella" todos los días de su vida, como dice el catecismo, comprenderá que Durdles dice bien. —Son lugares horrendamente fríos —afirma el señor Jasper, con un estremecimiento. —Y si le parece horrendamente frío a usted, que está en el coro caldeado por el aliento de los seres vivos que lo rodean, ¿cómo no ha de serlo para Durdles, que está siempre abajo, en la cripta, aspirando la humedad de la tierra y el hálito frío de los muertos?... Durdles espera que juzgue por usted mismo. Señor Sapsea: ¿este trabajo debe ser iniciado en seguida? Con la ansiedad de un autor que espera impaciente la publicación de su obra, Sapsea responde:

—Naturalmente, Durdles. —Entonces, sería mejor que me entregara la llave —dice Durdles. —¿Para qué, hombre? ¡Si la inscripción no va dentro del monumento! —Durdles sabe muy bien dónde se debe poner, señor Sapsea; nadie lo sabe mejor. Pregunte a cualquiera en Cloisterham si Durdles conoce su trabajo. El señor Sapsea se levanta, saca una llave de un cajón, abre la caja de hierro empotrada en la pared, y toma de ella otra llave. —Cuando Durdles da el último toque a una de sus obras, ya sea en el interior o en el exterior de una tumba, le gusta hacer una inspección general para asegurarse de que tal obra le hace honor —explica con aspereza. Durdles guarda su metro plegadizo en el bolsillo del pantalón, y desabrochando su americana, introduce ostensiblemente en un gran bolso que lleva sobre el pecho la llave que es, por cierto, de grandes dimensiones.

—La verdad, Durdles —exclama Jasper, observándolo divertido—, que usted tiene una infinidad de bolsillos. —Y llevo mucho peso dentro de ellos también, señor Jasper. Mire usted —y le muestra dos enormes llaves. —Alcánceme la del señor Sapsea. Debe de ser la más pesada de las tres. —Encontrará usted que son "muy muchas" —dice Durdles—, pero todas pertenecen a bóvedas construidas por Durdles. Durdles las lleva siempre consigo, a pesar que no se usan muy a menudo. —A propósito —dice Jasper, examinando indolentemente las llaves—, quería preguntar a usted, desde hace varios días y siempre me olvidaba... ¿Sabe usted que algunos le llaman Stony? —Todo Cloisterham me conoce como Durdles, señor Jasper. —Ya lo sé, naturalmente. Pero los muchachos... algunas veces...

—¡Ah! ¡Si usted va a escuchar a esos demonios de muchachos! —interrumpe Durdles, con aspereza. —Yo no me preocupo por ellos más que usted mismo; pero el otro día en el coro se promovió una cuestión sobre si Stony quería decir Tony... —dice Jasper, haciendo tintinear las llaves. —Tenga cuidado de evitar los guardias, señor Jasper... —O si Stony significa Stephen. El señor Jasper continúa golpeando las llaves entre sí, modificando esta vez su sonido. —De este modo no llegará usted a arrancar un acorde musical, señor Jasper —dice Durdles. —O si este apodo deriva de su oficio. ¿Cuál es el verdadero significado? El señor Jack Jasper sopesa las llaves en la palma de su mano, y abandonando su indolente actitud frente al fuego, las entrega a Durdles con su más franca y bondadosa sonrisa. Pero Stony Durdles está de un humor insufrible.

Sus ideas son siempre un poco confusas y la conciencia de su propia dignidad está continuamente en acecho, cosa que lo hace susceptible de ofenderse fácilmente. Guarda las dos llaves en el bolsillo, retira el paquete de su comida, que ha colgado sobre el respaldo de una silla al entrar, le ata a un extremo la tercera llave para equilibrar su peso, recordando con esto a un avestruz que incluyera en su comida un trozo de hierro, y sale de la habitación sin dignarse siquiera contestar al señor Jasper. Luego el señor Sapsea propone una partida de chaquete, que sazona con su interesante conversación, y prolongan agradablemente la velada con una cena fría compuesta de "roastbeef". Si bien la sabiduría del señor Sapsea, por ser en su transmisión a los simples mortales más difusa que epigramática, no había llegado aún a agotarse en el espacio de aquella velada, su visitante declaró que regresaría en otras ocasiones para aprovecharse de las preciosas ense-

ñanzas que le eran ofrecidas tan generosamente. El señor Sapsea le permitió entonces retirarse, a fin de darle la libertad indispensable para reflexionar sobre todo cuanto había acopiado en esta visita. CAPÍTULO V EL SEÑOR DURDLES Y SU AMIGO EN CIRCUNSTANCIAS en que el señor Jasper atraviesa el claustro de vuelta a su domicilio, se detiene bruscamente para contemplar a Stony Durdles, quien, sin soltar su paquete, se apoya en la reja de hierro que separa el cementerio de las arcadas del viejo claustro. A la luz de la luna, un repugnante muchacho vestido de andrajos arroja piedras a Durdles. Algunas dan en el blanco, y otras le silban en los oídos. En uno y otro caso, Durdles se muestra indiferente. En cambio, la horrible criatura, cada vez que

acierta, emite un agudo silbido de triunfo de su boca desdentada, hecha ex profeso para tal expansión de entusiasmo; pero cuando la piedra no lo alcanza, chilla: "¡Le erré!" Y nuevamente trata de reparar su falta tomando mejor puntería. —¿Qué haces a este hombre? —pregunta Jasper, surgiendo inesperadamente de las sombras a la plena luz de la luna. —Estoy haciendo blanco. —Dame las piedras que tienes en la mano. —Sí. Se las voy a dar por la cabeza si viene a "aga¡Y le voy arrarme" —dice el muchacho soltándos reventar los ojos si se descuida! —¡Eres un pequeño demonio! ¿Qué mal te ha hecho este hombre? —No quiere volver a su casa. —¿Y a ti qué te importa? —Es que me da un penique por meterlo en su casa si lo pesco afuera tarde —dice el muchacho, y se pone a cantar y bailar como un pequeño salvaje, trastabillando al pisarse las

hilachas de sus andrajos o las tiras con que ata sus rotosos zapatos. Luego se pone a cantar una pintoresca canción y, prolongando la última sílaba, arroja a Durdles un nuevo proyectil. Esta canción parece ser una señal convenida entre ambos para advertir a Durdles que debe ponerse a cubierto de la pedrea, si le es posible, o encaminarse directamente a su casa. Jack Jasper, sintiéndose tan incapaz de convencer al muchacho razonablemente como de arrastrarlo a tirones, lo invita a seguirlo con un significativo movimiento de cabeza, y luego se dirigen hacia la verja, donde Stony Durdles permanece absorto en su meditación. —¿Conoce usted a éste.... a esta criatura? — pregunta Jasper, sin encontrar palabras con que definir al extraño ser. —Es "Deputy" —dice Durdles, meneando la cabeza. —¿Es éste... su nombre?... —¡Deputy! —afirma Durdles.

—Yo soy sirviente del Hotel de los Viajantes de dos peniques —dice el muchacho—. En el hospedaje nos llaman así a todos los sirvientes. Cuando todo el mundo ha regresado y los viajeros se acuestan, yo salgo a tomar el aire para conservar mi salud. Luego, retrocediendo para tomar mejor puntería, se dispone a lanzar nuevas piedras cantando. —¡Quieta esa mano! —dice Jasper—. ¡Y no tires más piedras mientras yo esté al lado de este hombre, o te mato! ¡Vamos, Durdles! Déjeme que lo acompañe a su casa esta noche. ¿Quiere que le lleve su paquete? —De ninguna manera —replica Durdles, acomodando su envoltorio.— Durdles estaba reflexionando cuando usted llegó, señor. Meditaba rodeado de sus obras como un autor popular. He aquí su cuñado...; —dice, señalando un sarcófago rodeado por una reja cuya lápida parece blanca y fría a la luz de la luna—. La señora Sapsea —indica mostrando el monu-

mento de la devota esposa—, el difunto benefactor —y muestra una columna truncada que cubre los restos del insigne personaje—. He aquí al cobrador de impuestos —y señala con el dedo un vaso y una toalla colocados sobre lo que parece un pedazo de jabón—. En fin, ved allí al difunto pastelero, fabricante de "muffins", persona muy respetada —explica mostrando otra pieza funeraria—. Todos están tranquilos y seguros en los monumentos levantados por Durdles. En cuanto a aquellos pobres seres que han sido sencillamente sepultados bajo el césped y las zarzas, cuanto menos se hable de ellos, mejor. ¡Triste suerte la suya! ¡Tan prontamente olvidados! —Este pequeño ente... este Deputy que está detrás de nosotros —dice Jasper, volviéndose— , ¿va a seguirnos continuamente? Las relaciones que unen a Durdles y Deputy son de naturaleza extraña. Cuando Durdles mira hacia atrás volviendo la cabeza gravemente, quizá como consecuencia de la incertidum-

bre de sus ideas, Deputy hace un movimiento circular y se pone a la defensiva. —¡Deputy! Tú no has dado primero el grito de advertencia convenido antes de comenzar a tirarme las piedras— dice Durdles, recordando súbitamente el reciente atentado. —¡Mientes! ¡Lo hice! —dice Deputy, usando la única forma de negación que conoce. —Es como un hermano, señor —observa Durdles nerviosamente, tratando de olvidar la imaginaria ofensa—. ¡Soy como un verdadero hermano para Pedro, el salvaje muchacho! He dado un objeto a su vida. —¿Un objeto al que hace blanco? —sugiere el señor Jasper. —Así es, señor —contesta Durdles muy satisfecho—, al cual él hace blanco. Lo tomé bajo mi protección y le asigné un trabajo. ¿Qué era él antes? ¡Un destructor! ¿En qué se ocupaba? ¡En destruir! ¿Qué ganaba con ello? Cortos períodos encerrado en la prisión de Cloisterham. No había persona, propiedad, ventana, caballo,

perro, gato, pájaro, gallina, cerdo que no fuera apedreado por él para encontrar una finalidad en su vida. Esta finalidad se la he proporcionado yo, y ahora puede ganar honestamente su medio penique y ahorrar sus tres peniques por semana. —Lo que me sorprende es que no tenga competidores... —¡Tiene muchos, señor Jasper, pero los ahuyenta a pedradas ! No sé qué se pensará de mi sistema —sigue Durdles volviendo a caer en sus confusas reflexiones—. Yo no sé bien cómo se lo puede calificar. ¿No sería algo así como una especie de plan de educación nacional? —Yo diría que no... —Y yo también —afirma Durdles—. Entonces no le demos nombre a mi idea. —¡Todavía sigue detrás de nosotros! — repite Jasper, mirando sobre su hombro—. ¿Es que debe seguirnos siempre? —No podemos evitar el pasar por el Albergue de los Viajeros de dos peniques, si toma-

mos por el camino más corto para llegar a casa. Y allí lo dejaremos. Y así continúa su camino el extraño grupo. Deputy marcha a la retaguardia y rompe el silencio de la noche con el silbido de las piedras que lanza contra paredes, postes, pilares y cuanto objeto inanimado halla en el solitario camino. —¿Hay algo nuevo en la cripta, Durdles? — pregunta Jasper. —Algo viejo, querrá decir —contesta Durdles con un gruñido—. No es lugar para encontrar novedades... —He querido decir... si ha hecho usted algún nuevo descubrimiento. —Sí. Hay un viejo personaje debajo del séptimo pilar, a la izquierda, cuando se desciende la derruida escalera' de la que fue pequeña capilla subterránea. He descubierto, si se le puede ñamar descubrimiento, que debe de ser uno de los más viejos bandidos con mitra. A juzgar por la angostura de los pasajes practicados en los

muros y por la estrechez de las puertas y escaleras, por las que transitaban estas gentes, sus mitras debían de resultarles terriblemente embarazosas, y si por casuadidad se cruzaban dos de ellos, de seguro se chocaban con esos indumentos. Sin hacer hincapié sobre esta observación, que deja pasar por alto, Jasper observa a su compañero, cubierto de pies a cabeza de residuos de cal, yeso y arena, experimentando un cierto interés romántico por esa vida extraña. —Es curiosa su vida, Durdles... —le dice. Sin demostrar si interpreta estas palabras como una ofensa o un cumplido, Durdles contesta con un gruñido: —La suya no lo es menos. —Mi suerte está ya echada, y debo vivir como usted en este mezquino y destemplado rincón del mundo —responde el señor Jasper— ; pero existe un mayor misterio en sus relaciones con la vieja catedral que en las mías. Me tienta a veces el deseo de pedirle que me tome

como a un discípulo o una especie de aprendiz libre, y me permita ir con usted a examinar esos ocultos y extraños rincones donde pasa su jornada. Stony Durdles responde vagamente: —Todo el mundo sabe dónde encontrar a Durdles cuando lo necesita. Si ésta no era la estricta verdad, estaba por lo menos muy cerca de ella, en el sentido de que siempre era seguro encontrar a Durdles vagando por cualquier parte. —Lo que más me llama la atención —dice Jasper, siguiendo sus pensamientos románticos— es la exactitud con que descubre usted el lugar donde está enterrado un cadáver... ¿Cómo se las arregla? ¿Le molesta su paquete? ¿Quiere que se lo lleve? Durdles se detiene; retrocede algunos pasos, siendo observado atentamente por Deputy, que sigue todos sus movimientos en tanto que hace disimuladas piruetas. Durdles busca con su

mirada un sitio aparente para depositar su paquete, y una vez libre de él, dice: —Alcánceme el martillo y le enseñaré cómo se hace. Toe... Toe... ¿Escucha usted? Como usted da su nota antes de cantar, yo también busco la mía. Es mi manera de dar con el tono. Tomo mi martillo y golpeo. Y así diciendo, percute sobre el pavimento, mientras Deputy hace sus cabriolas un poco más lejos, cuidando de no exponerse a los fragmentos de piedra que saltan bajo los golpes. —Golpeo... golpeo... golpeo... está muy sólido... golpeo otra vez... ¡todavía sólido!... sigo golpeando... ¡hola! ¡hola!; golpeo con perseverancia. ¡Sólido... ¡Hueco ! Sigo golpeando para estar más seguro de lo que oigo. ¡Sólido!... ¡Hueco! ¡Aquí está el muerto todo destruido en su sarcófago de piedra, bajo la bóveda! —¡Sorprendente! —He llegado a hacer algo más —dice Durdles, sacando su metro plegadizo.

Con otra pirueta, Deputy se aproxima como si sospechara el descubrimiento de un escondido tesoro con el cual se enriquecería, añadiendo la grata perspectiva de condenar a la horca a los descubridores bajo su propio testimonio. —Mi martillo ha destruido un muro hecho por mí. Dos y dos... son cuatro... y dos... son seis —dice Durdles, midiendo el pavimento—. Seis pies hacia el interior... de esta pared está la señora Sapsea. —¿Será la señora Sapsea realmente? —Debe decirse: "Es la señora Sapsea". Durdles no habla de otra manera —y golpeando con su martillo, dice al cabo de un rato de inspección:— En este espacio de seis pies noto que ha quedado algo olvidado por los hombres de Durdles. Jasper considera que semejante exactitud es un verdadero don. —No me gusta oírle decir que es un don — replica Durdles—. Yo lo he adquirido con mi propio esfuerzo. Durdles ha alcanzado la cien-

cia que posee escudriñando la tierra en sus entrañas cuando era necesario. ¡Hola, Deputy! —¡Cuidado! —contesta Deputy con un alarido, apartándose. —¡Agarra este penique! —dice Durdles—. Y que no te vea más en toda la noche hasta que lleguemos al Albergue de los Viajeros de dos peniques. —¡Entendido! —responde Deputy, atrapando su peñique en el aire, como si con esa palabra misteriosa se confirmara entre ellos un tácito acuerdo. No necesitan más que atravesar el patio que otrora perteneció al monasterio, con su viñedo, para llegar a una estrecha senda que costea una casa de madera, descalabrada, de dos pisos, conocida con el nombre de Albergue de los Viajeros de dos peniques. Una casa destartalada y carcomida como la moral de sus huéspedes. Conserva los vestigios de un pórtico enrejado y un cerco rústico que rodea al despojado jardín. Sin duda los viajeros que allí se hospe-

dan les profesan un tierno afecto a esas ruinas vivientes; o bien les gusta con esos restos avivar el fuego que encienden por los caminos durante los días crudos, porque ni la amenaza ni la persuasión consiguen disuadirlos de su propósito de arrancar y llevarse consigo al partir fragmentos de la empalizada, como otros llevan de recuerdo unas nomeolvides. Es evidente que se ha querido dar la apariencia de hogar a este miserable caserón; cuelgan de sus ventanas los convencionales cortinajes rojos, cuyos andrajos transparentan la anémica luz de los candiles que mal iluminan el interior de aquel antro. Durdles y Jasper se acercan, y el primer objeto que cae bajo sus miradas es una linterna de papel que, colgada bajo el marco de la puerta, pregona la finalidad de la casa. Un grupo constituido por una media docena de muchachuelos horrorosos monta guardia cerca de la puerta. Se ignora si son huéspedes de dos peniques o parásitos de aquéllos. Lo

cierto es que, como buitres atraídos por el hedor de carroña que Deputy despide, dejan caer una lluvia de piedras sobre ellos. —¡Basta ya, pequeñas bestias! —grita Jasper con rabia—. ¡Y déjennos pasar! Esta reprimenda es acogida con nuevos alaridos y pedreas de acuerdo con la conveniente costumbre establecida en las leyes que rigen nuestras comunas inglesas, según las cuales los cristianos pueden ser lapidados donde se encuentren, como si hubiéramos retrocedido a los tiempos de San Esteban. Durdles observa que estos pequeños salvajes deben de carecer de una finalidad en su vida, y guía al señor Jasper para atravesar el atajo. Al llegar a la esquina, Jasper, exasperado, detiene a su compañero y mira hacia atrás. Todo está silencioso. Pero casi en el mismo instante una nueva piedra pasa rozando su sombrero, y oye el grito lejano de "¡Cuidado! ¡Despierta, gallo!", seguido de un estridente grito que pretende imitar el canto de ese animal, advirtiéndole del peligro a que ha

estado expuesto bajo los ataques de esa victoriosa artillería. Jasper vuelve la esquina, poniéndose a cubierto de la pedrea, y acompaña a Durdles hasta su casa. Durdles pierde el equilibrio al tropezar con las piedras diseminadas por el patio, y poco le falta para dar de cabeza contra una de las tumbas en construcción que rodean su vivienda. Jasper regresa a su casa por otro camino, penetra en ella sin ruido valiéndose de su llave, y encuentra en el hogar los restos del fuego encendido aún. Toma de un armario cerrado con llave una pipa de forma caprichosa y un recipiente que no contiene precisamente tabaco, y valiéndose de un pequeño instrumento lo carga con sumo cuidado; luego asciende una escalera de cortos peldaños que le conduce a dos habitaciones iluminadas también por el resplandor de la lumbre, una de las cuales es su dormitorio. En la otra duerme serena y apaciblemente su sobrino. Jasper, con su pipa no

encendida aún en la mano, lo contempla durante un largo rato con detenida atención. Después, atenuando el rumor de sus pasos, entra en su propio dormitorio, enciende la pipa y se abisma en las visiones provocadas por el opio a medianoche. CAPÍTULO VI FILANTROPÍA EN CASA DEL CANÓNIGO MENOR EL REVERENDO Séptimus Crisparkle, llamado Séptimus porque los seis hermanitos Crisparkle que le precedieron murieron al nacer, como seis débiles lucecillas que se apagaran apenas encendidas; el reverendo Séptimus, apenas amanece quiebra con su cabeza la capa de hielo del estanque vecino a Cloisterham, para beneficio de su salud, y ahora activa su sistema circulatorio haciendo fintas de boxeo

delante de un espejo, con suma habilidad y ciencia. El cristal devuelve la imagen de un hombre pleno de vigor saludable, que lanza sus golpes con admirable destreza, mostrando a través de sus limpios e impecables movimientos la frescura de su rostro, que transparenta inocencia y bondad de corazón. No ha sonado aún la hora del desayuno cuando la madre de Crisparkle desciende la escalera aguardando que le sea servido. El reverendo Séptimus suspende momentáneamente su gimnasia para tomar entre sus enguantadas manos el hermoso rostro de la señora y besarlo. Este gesto es expresado con íntima ternura por el reverendo Séptimus, que luego reinicia un enérgico golpe de izquierda y otros de derecha con renovado vigor. —Todas las mañanas me digo que algún día sucederá que... —dice la anciana observándolo. —¿Qué es lo que sucederá, querida mamá?

—Que quebrarás el espejo o te romperás una arteria. —Ni lo uno ni lo otro. ¡Dios no lo quiera, querida mamá! Mira qué viento corre... Y el reverendo Séptimus, muy seriamente, pega y para nuevos golpes hasta "hacer besar la lona al contrincante", según la expresión técnica usada en los círculos científicos de los devotos de este noble arte. Este movimiento fue tan ágil y liviano que apenas rozó las cintas verdes y granates del sombrero. Después de haber acordado generosamente gracia a la vencida, tirando sus guantes de boxeo dentro de un cajón, el canónigo simula mirar por la ventana con expresión contemplativa, hasta que en ese momento entra la sirvienta con el desayuno. ¡Qué placer hubiera sido para un observador, de haber estado allí presente, ver la vieja señora de pie recitando en alta voz la bendición de la mesa, y a su hijo, todo un canónigo menor, escucharla con la cabeza baja! Tiene cua-

renta y cinco años, y ahora oye esta misma oración recitada por los mismos labios con la misma devoción filial que experimentaba cuando niño. ¿Hay algo más hermoso que ver a una señora anciana con los ojos brillantes, el cuerpo esbelto y armonioso, el rostro jovial y sereno, vestida con los vivos colores del traje de una pastora de porcelana de China modelado adecuadamente a su talle? "¡Nada tan hermoso!", pensaba el canónigo menor frecuentemente cuando se sentaba todas las mañanas frente a su madre, viuda desde mucho tiempo. Tocante a ella, sus pensamientos podrían condensarse en dos palabras que se adueñaban de su mente en los íntimos coloquios con su hijo: "¡Mi Séptimus!" Constituían una agradable pareja cuando se sentaban a merendar en la pequeña casita, conocida en Cloisterham con el nombre de "El Rincón del Canónigo Menor". El Rincón del Canónigo Menor era una tranquila vivienda asentada a la sombra de la

catedral y mecida por los acordes del órgano, el tañido de las campanas, el eco de los pasos de raros paseantes o el graznido de las cornejas, que la tornaban más tranquila aún, porque estos rumores eran más calmos, si cabe, que el silencio mismo. En pasadas centurias, los hombres de armas habían llevado disipada vida en aquel mismo lugar; siervos oprimidos habían soportado miserable existencia hasta la muerte, y monjes poderosos ejercido su dominio, unas veces bienhechor y otras maldito; pero todas estas figuras habían desaparecido una tras otra, afortunadamente. El mayor beneficio obtenido del tránsito de seres tan diversos por el Rincón del Canónigo era, sin duda, haber impregnado este ambiente de un profundo reposo, de una romántica serenidad de espíritu tan propensa a la piedad y mansedumbre; sentimientos emanados de aquellos dramas conmovedores y patéticas historias que sólo son un recuerdo.

Paredes de ladrillo rojo en las que el tiempo ha uniformado su color, hiedras de raíces profundas y tenaces, ventanas enrejadas, habitaciones enmaderadas de roble con sus gruesas vigas sobresaliendo del techo, jardines de muros de piedra donde los árboles plantados por los monjes ofrecen sus frutos en sazón, eran todas cosas que se ofrecían a la mirada de la anciana señora Crisparkle y del reverendo Séptimus cuando se sentaban a la mesa del desayuno todas las mañanas. —¿Qué dice mi querida madre —pregunta el joven canónigo, luego de haber dado prueba de un sano y vigoroso apetito—; qué dice de la carta recibida hoy? La señora ha leído la carta, que ahora deposita sobre el mantel entregándosela a su hijo. Preciso es afirmar que la vieja señora está orgullosa de leer a simple vista, sin necesidad de recurrir a anteojos, y su hijo orgulloso también por la misma razón; como un homenaje de admiración hacia su madre, simula la necesidad

de usarlos y toma en consecuencia un grueso par de anteojos, que no solamente le lastiman la nariz, sino que le impiden en absoluto leer la carta. Inútil añadir que su capacidad de visión es tan excelente como pueden serlo un microscopio y telescopio combinados. —Es del señor Honeythunder, naturalmente —dice la señora cruzando los brazos. —Naturalmente —dice su hijo, y se pone a leer la carta con evidente dificultad. INSTITUTO DE FILANTROPÍA Dirección Londres Miércoles "Querida señora: "Le escribo en la..." ¿En la qué? ¿En la qué? ¿En qué escribe? —En su silla —dice la señora. El reverendo Séptimus se quita los lentes para observar mejor la fisonomía de su madre, y exclama: —¿Pero en qué puede escribir?

—¡Dios nos asista, Séptimus! —replica la señora—. ¿No lees acaso? ¡Dame de nuevo esa carta, querido hijo! Feliz al poder desembarazarse de sus anteojos que lo hacen llorar continuamente, la obedece, murmurando que su vista está cada día peor con la lectura de tanto manuscrito. "Le escribo —continúa leyendo su madre con exactitud— desde la silla) donde seguramente permaneceré durante varias horas." Séptimus mira las sillas alineadas contra la pared, en actitud de muda protesta. "Hemos tenido —continúa Ja señora, con marcado énfasis— una reunión de nuestro gran comité central de filántropos del distrito en nuestra sede arriba enunciada, y el deseo unánime expresado es el de que yo ocupe la presidencia..." Séptimus respira con más libertad, y murmura: —¡Ah! ¡Si es solamente para eso!... De acuerdo.

"Para que mi carta no pierda un día de correo, aprovecho la oportunidad de hacer un largo relato que fue leído denunciando a un hereje público..." —Es una cosa bien extraordinaria — interrumpe el joven canónigo menor, dejando sus cubiertos en el plato y rascándose la oreja contrariado— que estos filántropos siempre estén denunciando a alguien. Y es extraordinario también que vean brotar herejes por todas partes... "... denunciando a¡ un hereje público — prosigue la dama—. Para quitar de mi mente la preocupación sobre nuestro pequeño asunto pendiente, he conversado con mis dos pupilos, Neville y Helena Landless, respecto de la deficiente educación que han recibido, y han aceptado el plan que les propuse, aunque es bien cierto que yo hubiera puesto todo mi empeño en convencerlos, cualquiera fuera su determinación".

—Otra cosa extraordinaria —observa el canónigo menor en el mismo tono anterior— es que estos filántropos sean tan dados a tomar a sus semejantes por el cuello y empujarlos a viva fuerza por la senda del bien. Perdone, madre, si mis interrupciones... "En consecuencia, querida señora, me hará el favor de suplicar a su hijo, el reverendo señor Séptimus que espere a Neville el martes próximo, en calidad de discípulo y pensionista. Ese mismo día Helena lo acompañará hasta Cloisterham, para ingresar a la Casa de las Monjas, establecimiento que me ha sido recomendado por usted y por su hijo. Le ruego, asimismo, quiera preparar en esa casa su recibimiento y su instalación. Las condiciones para ambas cosas se entiende que son las mismas ya convenidas entre nosotros en nuestra correspondencia, iniciada después de haber tenido el honor de ser presentado a usted en casa de su hermana en esta ciudad. Con mis respetos al reverendo señor Séptimus, saluda a usted su afectuosísi-

mo hermano (en filantropía), Luke Honeythunder." —Bueno, madre —dice Séptimus después de haberse restregado nuevamente la oreja—, debemos probar. Sin duda que tenemos sitio para un huésped, y dispongo de tiempo y vocación para consagrarlos a él. Debo confesarte que me siento muy feliz de que este pensionista no sea el mismo señor Honeythunder. Puede que esto sea una idea preconcebida... ¿no es verdad?..., puesto que no lo he visto nunca. ¿Es un hombre grande, madre? —Puede decirse que es grande, querido — dice la señora, luego de una breve hesitación—; pero te aseguro que su voz es mucho más gruesa que él. —¿Más gruesa que él? —Más gruesa que cualquiera otra persona. —¡Ah! —dice Séptimus, y termina de desayunar tranquilamente, como si el aroma del té chino se hubiera desvanecido y el jamón con

huevos y tostadas hubiera perdido parte de su sabor. La hermana de la señora Crisparkle, tan parecida a ella que como dos figuras de porcelana podrían servir de adorno a una gran chimenea, era la esposa de un clérigo que dirigía una corporación en la ciudad de Londres. El señor Honeythunder, en su carácter de profesor de filantropía, había conocido a la señora de Crisparkle la última vez que ésta se había encontrado con su hermana, después de una conferencia pública sobre filantropía, durante la cual habían atestado de dulces y confituras a un grupo de huérfanos de tierna edad. Estos eran todos los antecedentes conocidos sobre los futuros pupilos que estaban al llegar. —Estoy seguro de que vas a estar de acuerdo conmigo, madre —dice el joven canónigo después de meditar un momento— en procurar a estos jóvenes todo el bienestar posible. Éste no es un deseo completamente desinteresado, porque mal podríamos encontrarnos a gusto

con ellos si ellos, a su vez, no se sintieran gustosos en nuestra compañía. El sobrino de Jasper se encuentra en la ciudad en estos momentos, y como la simpatía atrae la simpatía y la juventud, la juventud... Es un joven cordial y bondadoso, y le invitaremos a cenar con nuestros futuros huéspedes. Serán entonces tres. Pero como no podemos pensar en invitarlo sin hacerlo también con Jasper, serán cuatro los invitados. Agreguemos a la señorita Twinldeton y la linda novia de Edwin Drood, y ya tenemos seis. Estas seis personas y nosotros sumamos ocho. Ocho personas a ceñar. ¿Sería demasiado trastorno para ti, madre? —Si fueran nueve, sí —contesta la madre, visiblemente nerviosa. —Querida mamá, te digo que seremos exactamente ocho. —Es que es el número exacto que permiten las dimensiones de la mesa y del comedor.

Todo quedó entonces resuelto para la cena, y cuando el señor Crisparkle, acompañado de su madre, visitó a la señorita Twinkleton para preparar la internación de la señorita Helena Landless en la Casa de las Monjas, aprovecharon la oportunidad para invitar a las personas de esa casa, que aceptaron complacidas. La señorita Twinkleton echó una ojeada a sus dos globos celeste y terrestre, como lamentando que no hubieran sido incluidos en la invitación, pero al fin se resignó a dejarlos. Se despacharon instrucciones al filántropo para que dispusiera la partida del señor Neville y de la señorita Helena de manera que llegasen a tiempo de cenar; se intensificaron los preparativos en el Rincón del Canónigo, que estaba envuelto en el aromático perfume de la sopa que humeaba en la cocina. En ese tiempo no corrían ferrocarriles por Cloisterham, y el señor Sapsea decía que no los habría jamás, afirmándolo como cosa absolutamente imposible. Y sin embargo, aunque pa-

rezca increíble, el tren expreso había pasado por Cloisterham precisamente en esos días, pero no considerándola de suficiente importancia para detenerse en ella, atravesaba silbando a toda máquina, dejando al pasar, como único mensaje, el polvo de la ruta, en un despectivo testimonio de su insignificancia. La construcción de un desvío de la línea principal que pasara por Cloisterham, al no tener éxito, hubiera significado una ruina para la compañía; y si por el contrario no fracasaba, la ruina sería para la Iglesia y el Estado, aportando en uno y otro caso graves perjuicios para la constitución del país. Lo cierto es que todos estos proyectos no habían conseguido otra cosa que desorganizar el tránsito a Cloisterham, que había debido abandonar la calle principal y llegaba a la ciudad por los enrevesados caminos de los corrales, en una de cuyas esquinas se había conservado durante muchos años un cartel que decía: "Cuidado con los perros".

A este apartado lugar concurrió el señor Crisparkle para esperar la llegada del chato y pesado ómnibus, cargado excesivamente de equipajes que lo asemejaban a un pequeño elefante llevando una torre desproporcionada a su tamaño. Cuando el vehículo arriba a la parada, el señor Crisparkle apenas puede distinguir el interior, oculto por la voluminosa figura de un personaje que con los brazos en jarras y las manos apoyadas en sus rodillas viene sentado al lado del conductor, oprimiéndolo en el reducido espacio del asiento que le concede, y torna el rostro de muy pronunciados rasgos para mirar a su alrededor. —¿Es esto Cloisterham? —pregunta el pasajero con voz tenante. —Sí, señor —responde el conductor, restregando su cuerpo dolorido por la opresión y entregando las riendas al mozo de cordel—; nunca he estado más contento de llegar.

—Diga entonces a su patrón que haga ensanchar el asiento —replica el pasajero—, pues está moralmente obligado, y debería estarlo legalmente, a fuerza de gruesas multas, a proporcionar a los viajeros toda la comodidad posible. El conductor se pasea con aire preocupado, tanteando las partes doloridas de su cuerpo. —¿Acaso he venido sentado encima de usted? —indaga el pasajero. —Así es, señor —contesta el otro, evidentemente desagradado. —Tome esta tarjeta, amigo mío. —Me parece que no lo voy a privar de ella—contesta el auriga, mirándola sin interés y sin tomarla—. ¿Qué quiere usted que haga con ella? —Hágase miembro de esa sociedad. —¿Y qué ganaría con eso? —¡Fraternidad! —le suelta el pasajero con voz de trueno.

—¡'Chas gracias! —dice el conductor intencionadamente mientras desciende—. Mi madre está muy satisfecha de mí, y yo también. ¡No necesito hermanos! —¡Pero si tiene que tenerlos! —dice el grueso señor, descendiendo a su vez—. ¡Yo soy su hermano! —¡Eh, eh! —vocifera el hombre, que empieza a perder los estribos—. ¡No vaya tan lejos! Cuando los gusanos salen de la tierra... En este momento el señor Crisparkle interviene oportunamente y dice al hombre, con amistosa sonrisa: —¡Vamos, Joe! ¡No pierdas el genio! Joe, apaciguado, lleva la mano a su gorra, en tanto que el señor Crisparkle se acerca al pasajero con estas palabras: —¿El señor Honeythunder? —Ése es mi nombre, señor. —El mío es Crisparkle. —¿El reverendo señor Séptimus? Mucho gusto de verlo. Neville y Helena están todavía

adentro. Como por el exceso de mis tareas me he sentido muy extenuado en éstos últimos días, pensé que me convenía respirar unas bocanadas de aire puro, acompañar yo mismo a los jóvenes y regresar esta noche. ¿De modo que usted es el reverendo Séptimus? —dice midiendo a su interlocutor con aire decepcionado, mientras hace girar sus lentes tomados por la cinta—. ¡Ah! Yo esperaba que fuese usted persona más madura... —Espero parecerle así, en efecto. —¿Cómo? —Es una simple ocurrencia que no merece siquiera mencionarse. —¿Una ocurrencia? A mí no me hacen gracia las ocurrencias —comenta el señor Honeythunder, frunciendo el ceño—. Hacer chistes conmigo es perder el tiempo. ¿Dónde están? ¡Neville! ¡Helena! ¡Vengan aquí! Aquí está el señor Crisparkle, que ha venido a recibirles. Un hermoso joven y una niña de peregrina belleza, muy parecidos entre sí, aparecen ante

los ojos del señor Crisparkle. Ambos son morenos; la joven tiene cierto tipo de gitana, y en los dos se trasluce algo indómito y salvaje, mezclado, no obstante, con cierta cortedad y delicadeza. Ágiles y esbeltos en sus movimientos y de mirada viva y penetrante, que expresa a la vez dos fuerzas contrarias: la timidez y la audacia con algo del acecho felino de la fiera antes de caer sobre su presa. Tal la apreciación bosquejada en la mente del señor Crisparkle en los primeros minutos de su contacto con los jóvenes. Invita al señor Honeythunder a cenar, no sin cierta inquietud, pensando en la preocupación que acarreará a la buena señora Crisparkle este añadido inesperado, y ofrece el brazo a Helena Landless. Tanto ella como su hermano, que marcha a su lado, se complacen en admirar las bellezas que les va señalando: la catedral y las ruinas del antiguo monasterio.

—Están tan asombrados —piensa el señor Crisparkle para sus adentros— como dos cautivos traídos de alguna salvaje región tropical. El señor Honeythunder camina por el medio de la vereda, apartando a las gentes a su paso y explicando en alta voz un proyecto por él ideado para desembarazar al Reino Unido de todos los desocupados. Este plan consiste en encerrarlos en prisión y obligarlos, bajo pena de muerte, a consagrarse inmediatamente a la filantropía. La señora Crisparkle necesitó también de una buena dosis de filantropía cuando vio llegar hasta su casa a esa enorme mole de carne que venía a sumarse al pequeño grupo de sus invitados. Este hombre enorme le hizo el efecto de un tumor que se produjera en el seno de la sociedad y que llevaba hasta el Rincón del Canónigo Menor algo de su fetidez. Si no en su totalidad, acercábase en parte a la verdad la anécdota que cundía entre sus enemigos herejes, según la

cual una de las manifestaciones de su apostolado consistía en esta frase, expresada con su voz tonante: "¡Malditas sean sus almas y sus cuerpos! ¡Venid aquí para ser bendecidos!" Su filantropía olía a pólvora de cañón, de suerte que la diferencia entre ésta y la agresividad era escasa. Según su criterio, era necesario suprimir las fuerzas armadas, pero para llegar a esto se imponía antes un juicio militar a todo el Estado Mayor, que no había cumplido con su deber, y pasarlos por las armas. Había que abolir la guerra, pero declarándola antes encarnizadamente a aquellos que la fomentaban. Había que derogar la pena capital, pero antes borrar de la faz de la tierra a todos los legisladores y jueces que sostuvieran opinión contraría. Era menester establecer la concordia universal, pero para ello había que exterminar a cuantos no quisieran ponerla en práctica. Finalmente, se imponía amar al prójimo como a sí mismo, después de un prolongado proceso de injurias y ofensas cercano al odio

hasta inculcarle el amor fraternal. Sobre todo ninguna de estas iniciativas debía ser individual o privada, sino que debería presentarse el candidato a las oficinas del Instituto de Filantropía, anotarse como miembro aspirante a filántropo, pagar la subscripción, retirar su tarjeta de socio, su cinta y su medalla, dedicarse a la predicación y repetir continuamente lo que decía el señor Honeythunder, lo que decían el tesorero y el protesorero, lo que decían el comité y el subcomité, y lo que decían el secretario y el prosecretario. Todo lo cual, unánimemente declarado bajo firma y sello, podría concretarse así: los miembros del cuerpo filantrópico están obligados a mirar con indignación y desprecio mezclado de horror a cuantos no pertenezcan a él, y se comprometen a notificar todas las acusaciones posibles, sin considerarse por ello precisados a comprobar la veracidad de estas denuncias. La comida en el Rincón fue un lamentable fracaso. El filántropo estropeó la simetría de la

mesa: se sentó de manera tal que estorbó la circulación de los sirvientes alrededor de ella, y el señor Tope, que ayudaba a la mucama, se puso tan fuera de sí, que pasaba los platos y las fuentes por encima de su cabeza. Nadie podía cambiar palabra con su vecino, pues el filántropo se dirigía a todos a la vez, como si ninguno de los presentes existiera individualmente y sí formaran un solícito auditorio. Había elegido al reverendo Séptimus como el auditor oficial de sus discursos, una especie de percha humana donde colgaba su birrete de orador, y caía frecuentemente en la exasperante manía, común a todos los de su género, de permitirse apostrofar a su oyente endilgándole el papel de indigno y débil adversario. Decíale, por ejemplo, "...y ahora, señor, no sea necio y respóndame...", y continuaba en este tono, mientras el inocente canónigo no había despegado sus labios ni tenía la más remota intención de hacerlo. Y otras veces: "¡Ha visto,

señor! ¿A qué triste situación queda usted reducido? No tiene usted escapatoria... Después de haber agotado todos los recursos del fraude y la mentira durante largos años, después de haber ostentado una mezquina cobardía con audaz ensañamiento, tal como pocas veces se ha visto en este mundo, pretende ahora caer de rodillas ante el más miserable de los seres humanos y suplicar entre llantos y gemidos para obtener merced." El desgraciado canónigo lo miraba con una mezcla de indignación e incertidumbre, mientras su excelente madre hacía heroicos esfuerzos para contener las lágrimas y el resto de los invitados se mantenía en un estado de lánguido abatimiento, semejante a una masa gelatinosa, insulsa e inconsistente. El torrente de filantropía que se desbordó cuando empezaron los preparativos de la partida del señor Honeythunder hubiera sido más que suficiente para satisfacer a este ilustre personaje. Gracias a la activa diligencia del señor

Tope, fue servido el café una hora antes de lo comúnmente establecido. El señor Crisparkle conservaba su reloj en la mano, temeroso de que el señor Honeythunder estuviera en retardo. Los cuatro jóvenes creyeron al unísono haber oído sonar los tres cuartos de hora en el reloj de la catedral cuando sólo había dado un cuarto. La señorita estimaba la distancia hasta la diligencia en veinticinco minutos, cuando, en realidad, sólo eran necesarios cinco minutos para recorrerla. El señor Honeythunder fue despedido por el grupo de comensales con una afectuosa precipitación al alcanzarle su sobretodo, y como fugitivos lo impulsaron hacia afuera a la luz de la luna, con la solícita premura de quien teme que un escuadrón de caballería le salga al paso para deshacerlo. El señor Crisparkle y su nuevo alumno, que lo acompañaron hasta el ómnibus, tuvieron tanto temor de que su huésped tomara frío, que lo apremiaron a subir al vehículo y cerraron

rápidamente la puerta tras él, dejándolo en seguro, con la perspectiva de una buena media hora de espera hasta la partida. CAPÍTULO VII MÁS DE UNA CONFIDENCIA —SÉ MUY poco de este caballero, señor — dice Neville al canónigo menor, camino de regreso. —¡Que conoce usted poco a su tutor! — repite el canónigo. —Casi nada. —¿Cómo llegó él...? —¿A ser mi tutor? Le diré, señor. Usted sabrá, me imagino, que mi hermana y yo hemos llegado de Ceilán. —Lo ignoraba. —Me sorprende. Nosotros vivíamos con nuestro padrastro. Nuestra madre murió allí cuando éramos muy niños. Y, en verdad, nues-

tra existencia ha sido muy desgraciada, porque nuestra madre nombró a su esposo nuestro tutor; éste era un miserable avaro que nos mezquinaba hasta el alimento y las ropas. Cuando murió nos dejó a cargo de este hombre, por la sencilla razón de que eran amigos o existía alguna relación entre ellos, y porque el nombre de Honeythunder, que él había visto impreso constantemente, había llamado su atención. —Esto sucedió recientemente, supongo... —Hace muy poco, señor. Nuestro padrastro era, además de avaro, bruto y cruel. Ha hecho bien en morirse, y lo ha hecho muy a tiempo, porque si no, yo hubiera acabado por matarlo. El señor Crisparkle se detiene burscamente y mira a su alumno a la luz de la luna con verdadera consternación. —¿Lo sorprendo, señor? —dice el joven modificando su tono, que es ahora dulce y sumiso. —Sus palabras me impresionan desagradablemente, joven.

El joven inclina la cabeza, y sigue en silencio. —Usted nunca ha visto golpear a su hermana como lo he visto yo más de una vez —dice— . ¡Y no he podido olvidarlo jamás! —Nada, ¿entiende usted?, nada justifica las horribles palabras que acaba de pronunciar, ni siquiera las lágrimas vertidas por una adorada hermana. Su tono se hace más indulgente, a pesar suyo, a medida que sube su indignación al escuchar las razones del joven. —Lamento haber usado esta expresión, señor, y sobre todo dirigiéndome a usted... Le ruego que la olvide. Pero permítame que le aclare un punto. Usted habló de las lágrimas de mi hermana. Ella se hubiera dejado cortar en pedazos antes que él la viera derramar una sola lágrima. El señor Crisparkle considera que no puede sorprenderse de lo que oye ni ponerlo en duda en absoluto.

—Puede ser que a usted le parezca extraño, señor, que a tan breve tiempo de conocerlo solicite su permiso para hacerle confidencias y pedirle que tenga la bondad de oír algunas palabras que quiero decir en mi defensa —dice el joven vacilando. —¿Su defensa? Usted no tiene de qué defenderse, señor Neville. —Pues yo creo que sí, señor; y podría hacerla si usted estuviera más familiarizado con mi carácter... —Bueno, señor Neville —dice el canónigo— . ¿No sería mejor que usted me dejara conocerlo por mí mismo? —Ya que es ése su deseo, señor —responde el joven con un brusco cambio en su actitud y demostrando descontento en su expresión—; ya que es su deseo refrenar mi impulso... debo someterme. Algo había en el tono con que fueron pronunciadas estas pocas palabras que inquietó la conciencia de este hombre justo. Este contenido

reproche le hizo comprender que, sin proponérselo, podría sofocar la expansión de un espíritu apenas formado, y tal vez entorpecer su potencialidad de dirigir al joven y perfeccionarlo en el futuro. Habían llegado delante de la casa por cuyas ventanas se filtraba la luz del interior. El canónigo se detuvo. —Volvamos sobre nuestros pasos, si le parece —dice—. Podemos pasear otro rato, señor Neville. De lo contrario no tendrá tiempo para acabar de contarme lo que desea. Usted se ha apresurado a pensar que yo quería reprimir su confianza. Por el contrario, lo invito a franquearse conmigo. —Esa invitación, en realidad, la ha hecho usted sin darse cuenta, desde que he llegado. Y digo desde que he llegado, como si hiciera ya una semana que estoy aquí. La verdad es que vinimos con mi hermana dispuestos a regañar con usted, a hacerle frente y luego huir.

—¡De veras! —dice el señor Crisparkle, no encon trando otra cosa que decir. —Se imagina, señor, que no conociéndolo con an terioridad... —Ciertamente que no. —Y como nunca hemos congeniado con las personas con quienes nos han puesto en contacto, teníamos el propósito preconcebido de no simpatizar con usted. —¿De veras? —repite el señor Crisparkle. —Pero le hemos tomado afecto, señor. Hemos notado una cabal diferencia entre su hogar, la acogida que nos han brindado, y todo lo que antes hemos encontrado en la vida. Esta circunstancia y la oportunidad de estar solo con usted... la calma apacible que nos rodea... después de la partida del señor Honeythunder, la ciudad de Cloisterham, tan grave y antigua, tan hermosa bajo la luz de la luna... todo este ambiente me impulsa a abrirle mi corazón.

—Comprendo todo esto muy bien, señor Neville, y es saludable para el alma abandonarse a estas influencias. —Al descubrir mis propias imperfecciones señor, debo rogarle que no suponga que hablo también de mi hermana. Ella ha superado mejor que yo los inconvenientes de nuestra miserable vida. Está tan por encima de mí en sus condiciones, como la torre de esta catedral de las chimeneas que la rodean. En su interior el señor Crisparkle no estaba tan seguro de esto último. —He tenido que combatir, señor, desde mi más tierna infancia, un odio profundo y mortal. Este sentimiento me ha hecho reservado y vengativo. Siempre he sido dominado por la fuerza bruta, y he caído en consecuencia en la falsedad y el engaño como una reacción de mi debilidad. Se me han reducido hasta un límite inconcebible la educación, la libertad, el dinero, los vestidos, todas las cosas indispensables para la vida y se me ha privado de los halagos propios

de la niñez y la adolescencia. Como resultado reconozco en mí una ausencia total de emociones, de recuerdos y de buenos instintos. Usted mismo puede observar que no encuentro tan siquiera la manera de expresar con un nombre adecuado las cualidades que me faltan. Y no puedo menos que pensar que su obra conmigo será muy distinta de la que habrá realizado con otros jóvenes. "Todo esto es sin duda real —piensa el señor Crisparkle—, pero también es desconsolador." —Y para terminar, señor, he crecido en medio de seres de raza inferior, abyectos y serviles, y es lo más probable que de la continua convivencia con esa gente haya contraído parte de sus hábitos. Algunas veces... no sé... se me ocurre pensar que puedan correr por mis venas algunas gotas de sangre salvaje. "Bien podrían probarlo las palabras que acabas de pronunciar" —dice para sus adentros el señor Crisparkle.

—Una última palabra referente a mi hermana, señor. Somos gemelos. Y para honra suya, es necesario que usted sepa que en nuestra miserable vida, nada pudo avasallarla, mientras que yo más de una vez fui dominado por la cobardía y el espanto. Ella fue quien planeó y puso siempre en ejecución nuestras fugas. Nos escapamos cuatro veces en seis años, sin otro resultado que el de ser de nuevo capturados y cruelmente castigados. En estas oportunidades ella se vestía de muchacho y demostraba el valor y la audacia de un hombre. Creo que teníamos siete años la primera vez que huimos, y recuerdo que habiendo perdido yo el cortaplumas con el cual ella debía cortar sus cabellos, trató desesperadamente de arrancarlos o cortarlos con sus dientes. Nada más tengo que agregar, señor. Sólo que confío en que usted usará de paciencia y tolerancia conmigo. —Puede estar seguro de ello, señor Neville —replica el canónigo menor—. Trato de predicar lo menos posible y no recompensaré sus

confidencias con un sermón. Pero le advierto que considere muy seria y conscientemente que para poder hacerle algún bien, es menester contar con su propia colaboración. No podemos esperar un resultado eficaz si no se implora la ayuda del cielo. —Trataré de cooperar con usted en todo lo posible, señor. —Y yo, señor Neville, haré lo propio. ¡He aquí mi mano! ¡Que Dios bendiga nuestros propósitos! Habían llegado delante de la puerta de la casa y un alegre murmullo de voces y risas se oía desde el interior. —Vamos a dar otra vuelta antes de entrar —dice el señor Crisparkle—, pues deseo hacerle una pregunta. Cuando usted me explicó que había modificado su opinión a mi respecto, ¿habló sólo en su nombre o también en el de su hermana? —En nombre de ambos, señor.

—Discúlpeme, señor Neville, pero me parece que no ha tenido usted oportunidad de hablar con su hermana desde que nos hemos conocido. El señor Honeythunder estuvo muy elocuente, y me atrevo a decir —sin ninguna mala intención— que monopolizó la conversación. ¿No ha respondido usted por su hermana con demasiada seguridad? Neville sacude su cabeza con orgullosa sonrisa y dice: —Usted no puede saber todavía, señor, el perfecto entendimiento que existe entre mi hermana y yo, aunque no cambiemos una palabra ni una mirada. No solamente siente tal como yo me he expresado, sino que sabe perfectamente que he aprovechado esta oportunidad para conversar con usted de ambos. El señor Crisparkle mira al joven con cierta incredulidad, pero ve reflejado en su rostro tan firme y absoluta convicción en la verdad de lo que dice, que baja la cabeza en silencio y continúa así su camino, hasta llegar nuevamente a la

puerta de su casa. —Yo le pediría que diéramos una vuelta más, señor —dice el joven sonrojándose ligeramente—. En cuanto a la elocuencia del señor Honeythunder, si mal no recuerdo... dijo usted elocuencia..., ¿verdad? —añade el joven con aire malicioso. —Sí... lo llamé elocuencia —dice el señor Crisparkle. —... de no haber sido por la elocuencia del señor Honeythunder, tal vez no hubiera sido necesario dirigirle la siguiente pregunta: Este señor Edwin Drood. ¿es éste su nombre, no? —Exacto —dice el señor Crisparkle—, D, R, doble O, D. —¿Estudia o ha estudiado con usted, señor? —Nunca, señor Neville. Viene aquí a visitar al señor Jasper, que es su pariente. —La señorita Capullo, ¿es también su pariente? El señor Crisparkle piensa con cierta suspicacia por qué el joven le dirige esta pregunta. Y luego le explica lo que sabe sobre la

breve historia del noviazgo entre Rosa Bud y Edwin. —¡Ah! Ahora comprendo su aire de propietario... Estas palabras son dichas como para sí mismo y no dirigidas al señor Crisparkle, tanto que éste se abstiene de comentarlas instintivamente, pues le parece tan indiscreto el hacerlo como aludir al párrafo de una carta leída por encima del hombro de la persona que la escribe. Un momento después entran en la casa. Al penetrar en la sala ven al señor Jasper sentado al piano acompañando a la señorita Rosa, que canta. Como toca de memoria, y su joven acompañante es un poco aturdida y susceptible de cometer errores musicales, aquél sigue atentamente con la mirada la modulación del canto sobre los labios de la joven, y de vez en cuando le recuerda el tono perdido golpeando dulcemente la nota que ella debe dar. De pie, rodeando con su brazo el talle de la cantante, y observando atentamente el rostro

del señor Jasper, está Helena, que cambia con su hermano una fugaz mirada de inteligencia, en la que el señor Crisparkle ve o cree ver reflejado ese entendimiento mutuo del que han estado hablando poco antes. El señor Neville se ubica cerca del piano frente a la cantante, a la que observa con admiración; el señor Crisparkle toma asiento cerca de la chimenea, junto a la pastora de porcelana de China; Edwin Drood abre y cierra galantemente el abanico de la señorita Twinkleton en tanto que ella se extasía complacida, mostrando con orgullo de propietaria el talento de su alumna y Tope escucha con tanta atención, como la que pone en los oficios cotidianos de la catedral. El canto continúa. Es una triste romanza de adiós y la voz joven y fresca que la canta, se hace tierna y lastimera. Jasper sigue siempre la canción en los hermosos labios de la niña, golpeando continuamente la misma nota sobre el teclado, como una advertencia murmurada en

voz baja, cuando inesperadamente la voz de la joven empieza a temblar. De pronto estalla en sollozos, y cubriéndose el rostro con las manos, exclama entre lágrimas: —¡Yo no puedo soportar más esto! ¡Tengo miedo! ¡Sácame de aquí! Rápidamente, con la agilidad y energías propias de su carácter, Helena la toma en sus brazos y la conduce hasta el sofá; de rodillas, haciendo silencio con un dedo sobre sus labios, rechaza con un elocuente ademán a cuantos se acercan, diciendo: —No es nada... ya pasó... no la hablen durante unos minutos y se repondrá en seguida. Jasper separa sus manos del teclado, pero las deja suspendidas sobre él, como para reiniciar su acompañamiento; conserva perfecta calma y ni siquiera vuelve la cabeza cuando todos corren en auxilio de Rosa, comentando el suceso. —Es que Pussy no está acostumbrada a tener auditorio. ¡Eso es todo! —dice Edwin

Drood—. Cuando se pone nerviosa, no puede emitir la voz. Y además, Jack, tú eres un maestro tan exigente que mucho me temo la hayas asustado. ¡Nada me sorprendería! —En efecto. ¡Nada me sorprendería! — repite Helena. —¿Has oído Jack? También usted se hubiera asustado en tales circunstancias, ¿no es verdad, señorita Landless? —En ninguna circunstancia me asustaría — responde con energía Helena. Jasper abandona sus manos sobre el teclado, y volviendo la cabeza hacia Helena le agradece con la mirada lo que considera una reivindicación de su carácter; luego hace ligeras escalas en sordina rozando apenas las notas, en tanto que conducen a su pequeña discípula frente a una ventana abierta para respirar aire puro. Cuando a fuerza de mimos y cuidados ha vuelto en sí, el sitio ocupado por su maestro está vacío.

—Jack se ha ido, Pussy —dice Edwin—. Y mucho me temo que haya partido disgustado por el papel de monstruo que ha representado al asustarte tanto. Rosa no responde palabra y continúa temblando como si hubiera estado expuesta a un frío intenso. La señorita Twinkleton interrumpe tomando la palabra para decir a la señora Crisparkle que ya es muy tarde para estar fuera de casa, y más para ellas que han tomado bajo su responsabilidad la delicada tarea de formar las futuras esposas y madres de Inglaterra. Las últimas palabras son pronunciadas en voz queda, como en tono confidencial. Después se eleva nuevamente la voz para añadir: —... y somos nosotras las primeras que debemos dar el ejemplo y no dejar la impresión de que tenemos costumbres disipadas. De inmediato se disponen a recoger sus chales y tapados, y los dos jóvenes se ofrecen para acompañar a las señoras. La distancia no es

muy larga, y bien pronto la reja de entrada de la Casa de las Monjas se cierra tras ellas. Las pensionistas ya se han recogido y sólo la señora de Tisher vela esperando a la nueva alumna. La habitación destinada a Helena está al lado de la de Rosa, de modo que no son necesarios muchos preparativos ni explicaciones para instalar a la recién llegada, que es confiada a los cuidados de su nueva amiga durante la noche. —¡Si supieras qué tranquila me siento ahora, querida! —dice Helena—. He estado temerosa durante todo el día esperando el momento de mi entrada a esta casa. —Formamos un pequeño grupo —dice Rosa—, y todas somos buenas muchachas, al menos todas ellas lo son. Puedo garantírtelo. —Y yo desde ya respondo por ti —contesta Helena, sonriendo, posando una cariñosa mirada de sus ojos renegridos en el bello rostro de su amiga—. ¿Tú quieres ser mi amiga, verdad?

—Así lo espero. Pero la idea de ser tu amiga me parece un tanto audaz... —¿Por qué? —¡Oh! ¡Yo soy tan poquita cosa y tú eres tan mujer y tan maravillosa! Parecería que tú tuvieras sobrada resolución y energía como para aplastarme... Me siento anonadada a tu lado y tan insignificante en tu presencia... —Yo soy una criatura abandonada, mi querida, ignorante de todo, pero con la conciencia clara de que debe aprenderlo todo también... Estoy profundamente avergonzada de mi ignorancia.... —¡Y sin embargo me reconoces todos esos méritos a mí! —dice Rosa. —Pero, querida mía, ¿cómo podría ser de otro modo? ¡Hay en ti tanta fascinación! —¡Vaya! ¿Te parece, realmente? —pregunta Rosa con su mohín infantil, medio en serio, medio en broma—. ¡Qué lástima entonces, que Don Eddy no piense lo mismo!

Es de suponer que la naturaleza de estas relaciones ya le había sido explicada a Helena en el Rincón del Canónigo. —Pero... ¡Con seguridad debe amarte con todo su corazón! —dice Helena con tal sinceridad que bien puede transformarse en llameante indignación hacia Edwin Drood, si no fueran éstos sus verdaderos sentimientos. —¡Eh! Yo supongo que me ama —dice Rosa con otro mohín—. Por cierto que no tengo el derecho de decir que no me quiere y si fuera así, es probable que yo tuviera mi buena parte de culpa. Puede ser también que yo no sea con él lo suficientemente afable ¡y en verdad no lo soy! ¡Pero todo es tan ridículo! Los ojos negros de Helena parecen interrogar sobre el significado de estas últimas palabras. —Sí —dice Rosa, como respondiendo a esa muda pregunta—. ¡Somos una pareja tan ridicula! Y para colmo siempre estamos discutiendo.

—¿Por qué? —Porque los dos nos damos cuenta de lo ridículo de la situación. Rosa da esta respuesta como lo más categórico del mundo. La mirada dominante de Helena se mantiene fija en el rostro de su compañera, y en un impulso de cariño le echa los brazos al cuello. —Serás mi amiga, ¿no es verdad? Y me ayudarás en todo, ¿quieres? —Lo haré con mucho gusto —responde Rosa con espontánea sinceridad, que llega hasta el corazón de su amiga—; lo seré tanto como le sea posible a una pobre criatura como yo ser amiga de una noble mujer como eres tú. Y dame también tu amistad, te suplico; yo misma no me comprendo y tengo tanta necesidad de que alguien lo haga por mí... Helena Landless la besa, y reteniendo sus manos en las suyas le dice: —¿Quién es el señor Jasper?

—El tío de Eddy y mi profesor de música — dice Rosa volviendo la cabeza. —¿Lo amas tú? —¡Dios mío! —exclama Rosa, cubriéndose la cara con las manos y temblando bajo una sensación de asco y horror. —¿Sabes que él te ama? —¡Oh, no! ¡No! ¡No! —exclama Rosa cayendo de rodillas y prendiéndose de las ropas de su amiga—. ¡No digas semejante cosa! ¡Ese hombre me espanta! Su recuerdo ronda en torno mío como un horrible espectro. Tengo la sensación de que nunca estoy segura a su lado. Y a veces me parece que va a poder atravesar las paredes cuando lo nombro—. Y así diciendo mira con terror a su alrededor, como si realmente esperara verlo en la sombra a sus espaldas. —Trata de referirme algo más sobre este asunto, querida.

—Sí. Lo haré, lo haré. ¡Te veo tan fuerte a mi lado! Pero quédate conmigo y acompáñame durante el resto de la noche. —¡Criatura! Hablas como si te hubiera amenazado con algún propósito sombrío. —Nunca me ha hablado en ese tono. Nunca. —¿Qué es lo que ha hecho, entonces? —Me ha esclavizado con sólo mirarme; me ha obligado a comprenderlo sin decir una palabra; me ha forzado a guardar silencio sin hacerme jamás una amenaza; cuando toco el piano, sus ojos están fijos en mis manos. Cuando canto no se apartan de mis labios. Cuando me reprende o golpea una nota, o escucha una canción o ejecuta un trozo cualquiera, siento que su voz pasa atravesando el sonido y murmurando que es un amante que me persigue y que me ordena guardar el secreto. Evito sus ojos, pero siento lo mismo la fuerza de su mirada. A veces, cuando su mirada se torna vidriosa —cosa que le sucede en algunas ocasiones, en las que parece vagar en un ensueño vaporoso

que lo hace más amenazador aún— él me impone su propio pensamiento, me obliga a sentir lo que él siente, a saber que está allí, sentado cerca de mí, más terrible que nunca. —¿Qué significa esta imaginaria amenaza, hija, y en qué puede consistir? —Lo ignoro. Nunca me he atrevido a pensar en ello; ni siquiera a preguntármelo. —¿Y eso es todo lo que ha sucedido esta noche? —Sí. Eso ha sido todo. Pero esta noche mientras él observaba tan de cerca mis labios durante mi canción, me he sentido no sólo aterrorizada, sino también avergonzada y profundamente ofendida. Es como si me hubiera besado. No pude aguantar más y sufrí ese desmayo. No debes decir esto a nadie. Eddy le profesa un gran afecto. Pero como tú dijiste esta noche que no le tendrías miedo en ninguna circunstancia, me has dado valor, a mí, que le tengo tanto temor, para confiarte mi secreto.

¡Quédate conmigo! ¡No me dejes! ¡Tengo demasiado miedo para quedarme sola! Helena inclina su semblante moreno y radiante sobre el pecho de su amiga y sus rebeldes y oscuros cabellos caen como un velo protector cubriéndole el menudo cuerpo infantil. Un fulgurante destello asoma a sus ojos suavizado por la mirada de piedad y admiración que lo dirige. A quienes interese este relato, recomiendo no olvidar este detalle. CAPÍTULO VIII RELUCEN LOS PUÑALES UNA VEZ que los dos jóvenes han acompañado a las tres mujeres hasta la Casa de las Monjas, cuando se cierra tras ellas la verja del patio, se quedan contemplando la placa de bronce, como si el viejo decrépito del monócu-

lo, a quien se asemeja la destartalada fachada, los mirara con insolencia. Míranse un instante uno al otro, contemplan luego la ancha calle iluminada por la luna y lentamente retoman el camino de regreso. —¿Permanecerá aquí mucho tiempo, señor Drood? —le pregunta Neville. —Ésta vez, no —es la indolente respuesta—. Regreso nuevamente a Londres mañana. Pero volveré de vez en cuando, hasta el próximo verano, y entonces me despediré de Cloisterham y de Inglaterra y confío en que será por mucho tiempo. —¿Piensa ir usted al extranjero? —Voy a sacudir un poco el sueño del Egipto —se digna contestar Edwin. —¿Estudia usted? —¿Estudiar? —repite Edwin Drood con cierta fruición—. No, ejerzo la ingeniería y estoy preparando algunos proyectos. Mi pequeño patrimonio fue colocado por mi padre en la casa a cuya firma pertenezco, y de la que fue

socio mi padre también. Percibo sólo los intereses hasta mi mayoría de edad, época en que me será entregada mi modesta parte. Jack, a quien usted conoció en la comida, será hasta entonces mi tutor yi mi garante. —También le he oído hablar al señor Crisparkle de su otra buena fortuna. —¿Qué quiere significar usted por mi "otra buena fortuna"? Neville ha hecho esta observación con cierto recelo, y una mezcla de audacia y temeridad que le es característica. Edwin replica en forma brusca y sin ninguna afabilidad. Se detienen y cambian una mirada de desafío. —Espero —dice Neville— que no tomará usted como una ofensa el hecho de que me haya referido inocentemente a su noviazgo. —¡Caramba! —exclama Edwin agitadamente apretando el paso—. Todo el mundo en esta ciudad chismosa no habla de otra cosa. Me sorprende que no se haya abierto un restaurante con mi retrato por emblema y abajo esta ins-

cripción: "A la cabeza del novio", y si no mi retrato, podía ser el de Pussy o bien el de los dos juntos. —No soy responsable de que el señor Crisparkle me haya comentado este asunto sin ningún misterio... —empieza a decir Neville. —No. Eso es cierto. No es usted responsable —reconoce Edwin Drood. —No —refirma Neville—. Pero soy responsable de habérselo mencionado a usted. Si lo hice fue creyendo que usted estaría profundamente orgulloso de ello. Es menester destacar el hecho de que este diálogo tiene como fuente secreta las más curiosas particularidades de la naturaleza humana. Neville Landless ha quedado hondamente impresionado por la hermosa Capullo y encuentra insoportable que Edwin Drood, a quien él considera tan inferior a ella, trate tan ligeramente su noviazgo. Edwin Drood, por su parte, que se siente fuertemente atraído por Helena, considera impertinente que su hermano —a

quien encuentra tan inferior a ella—, opine sobre él y sus asuntos en forma de suyo insolente. "De todos modos, es mejor responder a esta última observación" —dice para sus adentros Edwin Drood, y responde: —Yo no sé, señor Neville —dice, adoptando la manera del señor Crisparkle— por qué las gentes tienen el hábito de hablar de continuo sobre aquello que más las enorgullece; ni sé tampoco por qué les gusta que los demás hablen de lo que para ellas es motivo de orgullo. Pero yo llevo una vida muy activa y laboriosa y lo que digo debo someterlo al juicio de ustedes, los eruditos, que todo lo conocen y lo saben. Tanto el uno como el otro se han dejado llevar, poco a poco, por lai cólera; Neville abiertamente, y Edwin disimulando su ira bajo la falsa apariencia de una fingida calma. Éste se pone a tararear un aire popular y se detiene pretendiendo admirar los efectos de la luz de la luna sobre el paisaje.

—No me parece cortés de su parte —dice Neville, interrumpiendo el silencio— tratar así a un forastero que no ha tenido sus privilegios y que viene aquí a esforzarse para recuperar el tiempo perdido. Pero una cosa es verdad, y es que yo no he sido educado en una "vida activa y laboriosa", como la suya, y mis ideas sobre urbanidad se han formado en medio de gentes semibárbaras. —La mejor urbanidad, cualquiera sea el ambiente donde uno ha vivido, es no inmiscuirse en los asuntos ajenos. Si usted me da ese ejemplo, yo le prometo imitarlo. —¿Sabe usted que se está permitiendo demasiadas atribuciones —es la airada réplica de Neville— y que en esa parte del mundo, de donde yo vengo, se le pediría cuenta de su impertinencia? —¿Quién por ejemplo? —dice Edwin Drood, deteniéndose y midiendo a su contrincante con una despreciativa mirada.

Pero en este preciso momento una mano se posa inesperadamente sobre el hombro de Edwin, y el señor Jasper aparece entre los dos. Parecería que también él hubiera estado rondando por las cercanías de la Casa de las Monjas, y que hubiera seguido luego a los dos jóvenes costeando el camino oculto entre las sombras. —¡Ned!... ¡Ned!... ¡Ned!... —dice—. ¡No quiero que esto vuelva a suceder! No me gusta nada... He alcanzado a escuchar palabras emitidas en alta voz. Recuerda muchacho que esta noche tu papel es el de anfitrión. Tú eres casi de este lugar y en cierto modo lo representas ante un forastero. El señor Neville es un forastero y tú debías cumplir con tus deberes de hospitalidad. Y ahora, señor Neville —dice apoyando su mano izquierda sobre el hombro del joven y marchando entre los dos— perdóneme si le ruego que domine sus impulsos. Veamos ahora: ¿A qué se debe este entredicho? ¡Pero, para qué preguntarlo! Si lo hacemos desaparecer, la

pregunta huelga. Y así habremos llegado los tres a un perfecto acuerdo, ¿no es así?... Después de un sugestivo silencio entre los dos jóvenes, que no parecen deseosos de volver a hablar, Edwin Drood es el primero en romperlo diciendo: —Por lo que a mí toca, Jack, no hay restos de rencor en mí. —Tampoco en mí —dice Neville, aunque en tono menos sincero y quizá no tan indiferente—. Pero si el señor Drood supiera todo lo que he sufrido durante mi vida muy lejos de aquí, comprendería cómo las palabras de doble intención tienen también un: doble filo para herirme. —Sería mejor —dice Jasper en tono conciliador— que no le pongamos) nombre al buen acuerdo a que hemos llegado. Es mejor que no digamos nada que tenga la apariencia de una recriminación o de una censura; sería poco generoso. Franca y lealmente, usted lo ve, Ned no conserva ninguna inquina en su corazón. Fran-

ca y lealmente, tampoco la tiene usted en el suyo, ¿no es verdad? —Absolutamente, señor Jasper. Sin embargo se advierte que su respuesta no es tan franca ni tan leal, o cuando menos, tan indiferente. —Bueno. Se acabó. Mi casa está a algunos pasos de aquí; el hervidor está al fuego y el vino y los vasos sobre la mesa. Y yo vivo a un tiro de piedra de la casa del canónigo menor. Ned: tú partes mañana a primera hora. Llevemos con nosotros al señor Neville a tomar una copa de despedida. —Con el mayor gusto, Jack. —Y con mi mayor placer también —dice Neville, sintiendo que es lo menos que puede decir, pero pensando en su interior todo lo contrario, convencido de que ha perdido el dominio de sí. La calma de Edwin Drood sólo ha conseguido exasperarlo. El señor Jasper, que continúa con ambas manos sobre los hombros de los

dos jóvenes, se pone a canturrear el refrán de una canción sobre un brindis y los conduce a su departamento. La primera cosa que se presenta ante sus ojos, al encender la luz, es el retrato que está sobre la chimenea. En verdad que no es el objeto más indicado para afianzar el acuerdo entre ambos jóvenes. Más bien es un importuno recuerdo para renovar su disputa. Ambos lo contemplan a sabiendas, sin pronunciar palabra. Jasper, que a juzgar por su conducta, no parece del todo satisfecho del relativo éxito obtenido por el altercado entre los dos jóvenes, atrae la atención de éstos sobre el retrato. —Reconocerá usted la figura de este cuadro, señor Neville —dice, dirigiendo la luz de la lámpara para que dé de lleno sobre el cuadro. —Sí, lo reconozco. Pero está lejos de ser halagador para el original. —¡Oh! Es usted demasiado severo para juzgar al autor. Es obra de Ned, que me lo ha obsequiado.

—¡Oh! ¡Cuánto lo siento, señor Drood! — dice Neville, con sincera intención de disculparse—. Si hubiera sabido que estaba en presencia del artista... —¡Oh! ¡Es una caricatura! ¡Una simple caricatura! —interrumpe Edwin, ahogando un insolente bostezo—. Es un apunte que sólo ha querido captar ligeramente un gesto humorístico de Pussy. Un día de éstos le haré un retrato en serio, si se porta bien. El aire de indolente protección e indiferencia con que fueron dichas estas palabras por Edwin, que se había echado sobre una silla con la cabeza hacia atrás apoyada en sus manos cruzadas bajo la nuca, tiene algo verdaderamente exasperante para el irritable e irritado Neville. Jasper observa a ambos jóvenes, sonríe para sí y les vuelve la espalda mientras mezcla en una jarra especies aromáticas con azúcar y vino caliente. Esta preparación parece requerirle sumo cuidado.

—Me imagino, señor Neville —dice Edwin, que hacaptado fácilmente la mirada de indignada protesta reflejada en el rostro del joven Landless, tan claramente como podía verse el cuadro, el fuego o la lámpara—... me imagino que si usted tuviera que pintar a la dama de sus pensamientos... —Yo no sé pintar —interrumpe rápidamente el joven. —Es una lástima, aunque no sea culpa suya esta ignorancia. Si usted pudiera, seguramente lo intentaría... y haría, cualquiera fuera su grado de perfección física, una Juno, una Minerva, una Diana y una Venus. ¡Todas a la vez! —Yo no tengo novia, así que no sabría decirlo. —En cuanto a mí —dice Edwin, llevado de un exceso de vanidad jactanciosa—, si yo tuviera que pintar el retrato de la señorita Landless, formalmente, ¿me entiende?, con seriedad... ¡Usted vería lo que soy capaz de hacer!

—Contando siempre con que mi hermana quisiera posar para usted, me imagino. Y como no lo hará, mucha me temo que nunca veré lo que usted es capaz de hacer. Es una pérdida a la que desde ya estoy resignado. Jasper abandona su puesto junto al fuego, llena una copa para Neville y otra copa grande para Edwin; se las alcanza y llena una tercera para él, diciendo: —Vamos, señor Neville. Tenemos que brindar por mi sobrino Ned. Como ya está con el pie en el estribo, metafóricamente hablando... tenemos que dedicarle nuestra copa de despedida. ¡Ned! ¡Querido compañero!... ¡A tu salud! Jasper da el ejemplo vaciando casi completamente su copa y Neville lo imita. Agradeciendo a ambos profundamente, Edwin sigue el doble ejemplo y apura el contenido de la suya. —¡Mírelo! —exclama Jasper, extendiendo la mano hacia Edwin y contemplándolo con admiración y ternura y una pizca de burla en su mirada—. ¡Vea cómo se complace en su indo-

lencia! ¡El mundo está ante sus ojos para que elija su destino! ¡Una vida agitada y de trabajo, de emociones y cambios! ¡Una vida de hogar y de amor! ¡Mírelo! Edwin Drood continúa en la misma posición, con sus manos entrelazadas detrás de la nuca y su rostro se ha coloreado visiblemente después de haber bebido. Otro tanto es de apreciar en la fisonomía de Neville Landless. — ¡Mire qué poca atención presta a todo esto! — continúa Jasper con el mismo tono burlón—. Diríase que considera indigno de él coger el fruto dorado que ha madurado en el árbol, expresamente para él. Y ahora... ¡Juzgue el contraste, señor Neville! ¡Usted y yo no tenemos la perspectiva de una vida activa y plena de interés, de una vida de viajes y distracciones, de hogar y de amor! ¡Usted y yo no tenemos otra esperanza —a menos que usted sea más afortunado que yo, cosa que no es difícil— que la de arrastrar una existencia tediosa y monótona en esta triste ciudad.

—¡Por mi alma, Jack! —dice Edwin complacientemente— me veo casi obligado a excusarme de la vida agradable que acabas de describir. Pero tú sabes muy bien, lo mismo que yo sé, Jack, que esta vida puede no ser tan agradable como parece. ¿No es verdad, Pussy? —dice dirigiéndose al retrato y castañeteando los dedos—. Todavía no hemos llegado al final. ¿Verdad, Pussy? Tú sabes lo que quiero decir, Jack. Su voz se enronquece poco a poco y sus palabras son apenas inteligibles. Jasper, sereno y dueño de sí, mira a Neville como esperando una respuesta o algún comentario. Pero cuando Neville habla lo hace en forma dificultosa, semejante en un todo a Edwin. —Hubiera sido más conveniente para el señor Drood haber conocido un poco las luchas de la vida —dice con tono agresivo; —Diga usted, le ruego —replica Edwin, contentándose con volver sus ojos hacia el joven—. ¿Por qué hubiera sido más conveniente

para el señor Drood haber conocido un poco las luchas de la vida? —Veamos —dice Jasper, mostrándose interesado—, díganos por qué. —Porque ellas le hubieran enseñado a comprender mejor—dice Neville— que la suerte no es, en ningún caso, el resultado de méritos personales. El señor Jasper mira rápidamente a su sobrino para ver qué responde. —¿Me permite preguntarle si usted ha conocido estas luchas de que habla? —dice Edwin levantándose. —Sí. Las he conocido. —¿Y qué fruto ha sacado de ellas? Los ojos de Jasper van del uno al otro durante toda la extensión del diálogo. —Ya se lo he dicho una vez esta noche. —Usted no me ha dicho nada semejante. —Le he dicho que había hablado en un tono por demás impertinente. —Y agregó algo más, si mal no recuerdo...

—En efecto. He dicho algo más. —Repítalo, entonces. —Dije que en aquella parte del mundo de donde yo vengo se le exigiría rendir cuenta de sus palabras. —¿Allí solamente? —dice Edwin Drood con una sonrisa desdeñosa—. Creo que es un sitio muy lejano... ¡Sí! Ya comprendo. Esa parte del mundo está por suerte para mí a una considerable distancia. —Digamos entonces que es aquí también — replica Neville enfurecido—. Diga que en cualquier sitio. Su vanidad es intolerable. Su engreimiento por demás inconcebible. Habla usted como si fuese un personaje original e importantísimo, cuando no es usted más que un charlatán pretencioso. No es usted más que un vulgar sujeto y un ordinario petulante. —¡Bah! ¡Bah! —dice Edwin, igualmente furioso, pero más dueño de sí—. ¿Que puede usted saber? Usted será capaz de juzgar y reconocer a un sujeto vulgar y petulante, pero que

pertenezca a una raza inferior... a la raza negra, por ejemplo... —y no dudo que tendrá en ello una larga y bien adquirida experiencia—... pero tratándose de hombres blancos... ¡No es usted quien para convertirse en juez! Esta alusión insultante al color oscuro de su tez lleva al máximo el furor de Neville, que arroja el resto del contenido de su vaso al rostro de Edwin Drood y cuando se dispone a repetir este acto con el otro vaso que retiene en su mano, Jasper alcanza a contenerlo tomándole a tiempo por el brazo. —¡Ned! ¡Mi querido amigo! —grita Jasper— . ¡Te suplico! ¡Te conjuro a que te retengas! Se produce un tumulto entre los tres hombres, entre los vasos rotos y las sillas caídas. —¡Señor Neville! ¡Qué vergüenza! ¡Déme ese vaso! —grita de nuevo Jasper—. ¡Abra su mano, señor! ¡Entregúemelo ! Pero Neville se desprende, hace una pequeña pausa y, dominado por la furia, tira violentamente el vaso, que aún mantiene en alto, co-

ntra la reja de la chimenea, con tal fuerza que los trozos del cristal saltan hacia todos lados, y en seguida abandona la casa. Cuando respira afuera el aire fresco de la noche, siente que todo gira a su alrededor, que todo le es extraño, con la sola conciencia de que está de pie, solo, la cabeza descubierta; siente que lo envuelve una niebla rojiza, y creyéndose atacado a cada instante, está pronto a defenderse si fuera necesario hasta la muerte. Pero nada acontece, y la luna lo baña con su luz como a un muerto. Oprime con sus manos la cabeza, y el corazón, que laten aceleradamente, y se aleja vacilante. En una especie de semi-inconsciencia le parece sentir que una puerta se cierra en pos de él, con su agudo chirrido de goznes como para defenderse de un animal peligroso. Luego se pregunta qué es lo que debe hacer. En ciertos momentos la desesperación hace presa en él y locas ideas de acercarse al borde del río lo acometen; pero cede al sereno encanto del paisaje, de la catedral y el cementerio iluminados por la

luna, al recuerdo de su hermana y al deber que ya lo obliga con aquel excelente hombre que aquel mismo día ha sabido conquistar su confianza. Regresa entonces al Rincón del Canónigo y llama dulcemente a la puerta. El señor Crisparkle tiene por costumbre ser el último en recogerse por la noche; en aquel momento, sentado al piano, estudia el trozo de música vocal que debe cantar al día siguiente. Cuando el viento del sur sopla en el Rincón del Canónigo Menor, en medio del silencio de la noche, no es en verdad más suave que el canto del señor Crisparkle en esta hora, cuidadoso de no turbar el descanso de la pastora de porcelana de China. A los golpes de llamada en la puerta, acude él mismo para abrir, llevando una vela en la mano; pero la serena expresión de su rostro se oscurece y se pinta el asombro en sus facciones. —¡Señor Neville! ¡Y en este desorden!... ¿Dónde ha estado usted?

—Con el señor Jasper y con su sobrino, señor. —Entre usted... El canónigo lo toma de un brazo con mano vigorosa, que hace honor a sus entrenamientos matutinos, y lo conduce a la biblioteca, cerrando la puerta. —He comenzado mal, señor. He comenzado espantosamente mal. —Eso sí que es verdad. Usted no está sereno, señor Neville. —Mucho me temo que no lo esté, aunque podría asegurarle, en otro momento que le mereciera más confianza, que apenas he bebido. Yo mismo estoy sorprendido de la manera extraña y repentina en que me he mareado. —Señor Neville... Señor Neville... —dice el canónigo con entristecida sonrisa— ¡he oído tantas veces la misma excusa! —Yo me siento mareado, es verdad, y puedo asegurarle sin faltar a la verdad que otro tanto le ha sucedido al sobrino del señor Jasper.

—Es muy probable —responde el señor Crisparkle secamente. —Hemos reñido, señor. Me ha insultado de la manera más ofensiva. Y ha despertado en mi sangre el instinto salvaje de que ya le había hablado a usted... —Señor Neville —repite el canónigo con suavidad, pero con firmeza—, le exijo que cuando me dirija la palabra no lo haga con los puños cerrados. ¡Abra sus manos, por favor! —Me estuvo azuzando, señor —contesta el joven obedeciendo instantáneamente—, más allá de mis fuerzas y hasta agotar mi paciencia. Yo no sé si su intención era preconcebida o no; pero sí sé que al final era sincero. Para abreviar, señor —dice sin poder contenerse—, me puso tan fuera de mí con el ensañamiento con que me atacó, que si hubiera podido lo hubiera deshecho... —Ha vuelto usted a apretar los puños —es el comentario del señor Crisparkle. —Discúlpeme, señor.

—Usted sabe dónde se encuentra su cuarto, pues se lo he enseñado antes de la comida, pero de todos modos lo voy a acompañar a él. Déme su brazo, así... despacio, por favor, porque todos están durmiendo. Tomándolo con la mano por el codo, con la misma habilidad de que dio pruebas un momento antes para ofrecerle un punto de apoyo, y con una tranquilidad inaccesible, aun para un novicio, el señor Crisparkle conduce a su alumno al viejo dormitorio limpio y acogedor que había sido dispuesto para él. Apenas dentro, el joven se deja caer sobre una silla, apoya los codos sobre la mesa escritorio y hunde en sus manos la cabeza, abatido y avergonzado bajo el peso de sus faltas. El comprensivo canónigo piensa retirarse sin decir una palabra, pero observando desde la puerta esa figura desesperada y muda, vuelve sobre sus pasos y posando amistosamente la mano sobre su hombro le dice: —Buenas noches.

Un sollozo fue la única respuesta de Neville. Otra hubiera sido quizá más expresiva o más sincera, pero ninguna como aquélla fue más conmovedora. Un nuevo golpe dado en la puerta exterior atrae la atención del canónigo mientras baja las escaleras. Al abrirías la encuentra en el umbral al señor Jasper, que tiene en la mano el sombrero de su alumno. —Hemos sufrido un triste espectáculo con él —dice Jasper en voz baja. —¿Tan triste como todo eso? —Ha sido cruel... espantoso... —No... No. No use usted palabras tan fuertes —dice el señor Crisparkle protestando. —Es que podía haber dejado muerto a mis pies a mi querido sobrino. Si no sucedió, no será porque él quisiera evitarlo. Hay que dar gracias a Dios de que yo me encontraba allí y pude dominarlo con firmeza y seguridad; si no, lo hubiera partido en pedazos.

Esta frase recuerda al señor Crisparkle, subconscientemente, que son las mismas palabras usadas poco tiempo antes por el señor Neville. —Habiendo visto lo que yo he visto, y oído lo que yo he oído esta noche —agrega Jasper, demostrando gran sinceridad—, no tendré paz en mi alma pensando que estos dos muchachos puedan encontrarse y no haya nadie que intervenga. El espectáculo fue horrible. Hay algo del tigre en la sangre de este muchacho. "¡Ah! —piensa el señor Crisparkle—, es lo mismo que dijo de sí." —Y usted, mi estimado señor —prosigue Jasper, tomándole una mano—, ¡ha aceptado esta carga fastidiosa, pesada y peligrosa! —No tema por mí —responde el señor Crisparkle con serena sonrisa—. Yo no temo por mí personalmente. —Tampoco me preocupa por mí —dice Jasper, con marcado énfasis en el último pronombre—. Porque no soy ni seré el objeto de su hostilidad. Pero usted podría serlo. Y mi querido

sobrino lo ha sido hace un momento. ¡Buenas noches! El señor Crisparkle entra en su casa teniendo en la mano ese sombrero, que tan insensiblemente ha adquirido el derecho de estar en la percha de su vestíbulo; lo cuelga y se dirige a su dormitorio, preocupado y pensativo. CAPÍTULO IX LOS PÁJAROS EN LA FLORESTA No TENIENDO ningún pariente en el mundo, desde los siete años de edad, Rosa no había conocido más hogar que la Casa de las Monjas, ni otra madre que la señorita Twinkleton. El único recuerdo que conservaba de su madre era el de una pequeña y hermosa criatura que se le asemejaba mucho, y que no debía ser mucho mayor que ella cuando un día su padre la trajo a casa muerta entre sus brazos.

El fatal accidente había ocurrido en una excursión de vacaciones. En la memoria de Rosa habían quedado fijos con carácter indeleble los más nimios detalles de aquella escena: los pliegues y el color del vaporoso vestido de su madre, sus largos y mojados cabellos, a los cuales estaban adheridos aún los pétalos de marchitas flores, y su cuerpo inmóvil y de triste belleza tendido sobre la cama. Recordaba también el desesperado dolor de su padre, que había muerto de pena en el primer aniversario de este triste acontecimiento. El noviazgo de Rosa había surgido como consecuencia de aquellos días dolorosos que habían estrechado la amistad de su padre con su viejo compañero de escuela Drood, que, como él, había quedado viudo en plena juventud. Pero el señor Drood también había emprendido el silencioso viaje donde termina nuestro peregrinar en la tierra, y los dos huérfanos se encontraron comprometidos a unir sus destinos en forma para ellos tan insospechada.

El sentimiento de compasión que había rodeado a la pequeña huérfana desde su ingreso en la Casa de las Monjas, se sabía consolidado cuando su juventud la mostró plena de encantos y atractivos. Su destino se había matizado en suaves y dorados tonos, pero Rosa debía su mayor fascinación a la irresistible gracia que la caracterizaba. El deseo unánime de consolarla y halagarla había traído como resultado aquella manera de tratarla como a niña mimada, y este mismo deseo subsistía ahora cuando Rosa ya había dejado de ser una criatura. Disputábanse su intimidad las alumnas del pensionado, buscando la prioridad para hacerle tal o cual regalo o prestarle algún pequeño servicio; había quienes la llevaban consigo al seno de su familia en los días de vacaciones, o quienes le escribían con frecuencia cuando estaban separadas, deseando ansiosamente el día de volver a verla. Estas pequeñas rivalidades habían provocado más de un litigio en la Casa de las Monjas.

Dichosas habrían sido las pobres monjas de pasados tiempos si éstas hubieran sido las únicas luchas que libraran amparadas por sus velos y sus rosarios. Así había crecido Rosa, transformándose en esta agradable criatura aturdida, voluntariosa y simpática, sin embargo; mimada en el sentido de contar siempre con la tolerancia de los demás, pero no en el de ser capaz de pagar esta indulgencia con ingratitud. Por el contrario, llevaba en su corazón una fuente inextinguible de ternura, cuyas aguas habían refrescado y alegrado la Casa de las Monjas durante varios años, sin que nada las hubiese turbado. ¿Qué sucedería si estas aguas se agitaran? ¿Qué cambios irían a producirse en esta cabecita hueca y en este veleidoso corazón? ¿De qué modo el rumor de una riña que había tenido lugar a altas horas de la noche entre dos jóvenes, a la que habían seguido amenazas de muerte por parte del señor Neville al señor Edwin Drood, pudo llegar hasta el pensionado de la señorita

Twinkleton antes de servirse el desayuno? Era algo imposible de explicar. ¿Había sido llevado por los pájaros en el aire de la mañana, o se había colado con el aire mismo cuando se abrieron las ventanas? ¿Amasaría el panadero con él su pan, o el lechero lo había mezclado con la leche, adulterándola? ¿O las sirvientas, al sacudir el polvo de los felpudos contra la puerta, habrían trocado este polvo por el chisme que venía en la atmósfera desde la ciudad? Lo cierto es que se desparramó por la Casa de las Monjas antes de que la señorita Twinkleton saliera de su habitación, antes aún de que le fuera comunicada la noticia por la señora Tisher mientras se vestía, o, para servirse de la frase que la misma señorita Twinkleton usaba al dirigirse a los padres y tutores de sus alumnas aficionados a ideas mitológicas, "antes de que ella se hubiera sacrificado a las Gracias". El hermano de la señorita Landless había tirado una botella a la cabeza del señor Edwin

Drood. El hermano de la señorita Landless había arrojado un cuchillo contra el señor Edwin Drood. La idea del cuchillo sugería inmediatamente la del tenedor: El hermano de la señorita Landless había tirado un tenedor a los ojos del señor Edwin Drood. Como en el famoso caso de Peter Piper — acusado de haber tomado una olla de pimiento marinero— se quería ante todo probar la existencia de esta olla, de igual modo en el presente caso se consideraba imprescindible establecer si el hermano de la señorita Landless había arrojado una botella, un cuchillo o un tenedor... o una botella, un cuchillo y un tenedor. Según la cocinera, las tres cosas habían sido lanzadas sucesivamente contra el señor Edwin Drood. Y se contaba que el hermano de la señorita Landless había manifestado su decidida admiración por la señorita Bud; que el señor Edwin Drood, entonces, había replicado que el hermano de la señorita Landless no tenía necesidad de admirar a la señorita Bud; que el her-

mano de la señorita Landless había entonces tomado el cuchillo, el tenedor, la botella y la jarra —la jarra había surgido inopinadamente entre los proyectiles— y había, con el todo, tratado de matar al señor Edwin Drood. Apenas empezaron a correr esos rumores, la pobre Rosita se había tapado los oídos con los dedos, y metiéndose en un rincón había suplicado que no se le hablase más del asunto. La señorita Landless había pedido permiso a la señorita Twinkleton para ir a ver a su hermano —dejando traslucir claramente que tomaría este permiso aunque no le fuera concedido— y había salido con la proyectada intención de entrevistarse con el señor Crisparkle para recoger la verdadera versión del hecho. A su retorno —y después de haber sido previamente llamada en consulta por la señorita Twinkleton, celosa de analizar las noticias y asegurarse de que no había en ello nada inconveniente—, la señorita Landless comunicó a Rosa la verdad de lo sucedido. Con el rostro

congestionado por el rubor, insiste Helena en la grosera provocación inferida a su hermano, atenuando por lo mismo la gravedad de la ofensa y explicándola como sobrevenida a raíz de otras palabras cambiadas entre ellos — palabras sin importancia alguna para Rosa, por cierto—, y se guarda muy bien de decir que aquellas injurias habían sido provocadas por la manera demasiado ligera con que su novio se ha expresado a su respecto. Por último, Helena se hace intérprete ante su nueva amiga de las palabras de su hermano, que le suplica su perdón. Y una vez aligerada de este compromiso, manifestado con fraternal afecto, pone fin a la entrevista. A la señorita Twinkleton toca la pacificación de los ánimos en la Casa de las Monjas, y para esto la dama efectúa una imponente entrada al sitio que los plebeyos llamarían el aula, pero que en el lenguaje patricio adoptado por las directoras de establecimientos de esta índole se llama "salón de estudio".

La señorita Twinkleton entra y dice: —¡Señoritas!... (Todo el mundo se pone de pie.) La señora Tisher se coloca detrás de su superiora, como lista a representar la primera dama de honor que acompañaba a la histórica reina Elisabeth a Tilbury Fort. La señorita Twinkleton continúa: —La Murmuración, señoritas, ha sido representada por el bardo de Avón —no necesito pronunciar aquí el nombre del inmortal Shakespeare, llamado también el cisne de su río natal— por una probable alusión a la vieja superstición que asegura que esta ave de tan gracioso plumaje... (¡Señorita Jennings! ¿Quiere hacerme el favor de ponerse derecha?) cantaba deliciosamente antes de morir, aunque este hecho no está confirmado por ninguna autoridad ornitológica... La Murmuración, pues, ha sido representada por este bardo... ¡Hem!... ¡Hem!..., que pintó el célebre judío, como un engendro de numerosas lenguas... La Murmu-

ración, en Cloisterham... (¡Señorita Ferdinand! ¿Quiere hacerme el honor de dedicarme su atención?)... No es una excepción el retrato hecho por el célebre pintor. Una pequeña rencilla acaecida la noche última, entre dos jóvenes caballeros a unos cien pasos de estos pacíficos muros... (¡Señorita Ferdinand! ¡Es usted incorregible! Tendrá a bien copiar esta noche en su lengua original las cuatro primeras fábulas de nuestro espiritual La Fontaine... )... Ha sido enormemente exagerada por la diosa de las cien voces, y ha cundido un sentimiento de alarma y de ansiedad; y este sentimiento tiene sus raíces en nuestra simpatía por una de nuestras alumnas que nuestro pensamiento no puede separar de uno de los gladiadores aparecidos en la arena que felizmente no ha sido teñida de sangre... (La actitud inconveniente de la señorita Reynolds que continúa apuñalando su cuello con un alfiler es tan insolente que es mejor no reparar en ella)..., nos hemos visto precisadas a descender desde la elevada posición de

nuestros espíritus hasta tomar contacto con jóvenes señoritas para discutir esta cuestión improcedente... luego de habernos informado con exactitud por medio de personas respetables que esa querella sólo ha sido "nada inconsistente", según la expresión del poeta... (del cual la señorita Giggles nos dará el nombre y la fecha de su nacimiento, en el término de media hora)..., debemos abandonar este tema. Nuestro deseo es que todas se concentren en sus provechosas tareas cotidianas. El "tema", sin embargo, preocupa a las alumnas durante todo el día, al punto de que la señorita Ferdinand provoca un nuevo desorden aplicándose furtivamente unos bigotes de papel negro, y simulando arrojar durante la comida una jarra a la cabeza de la señorita Giggles, que toma su tenedor para defenderse. Rosa no puede menos de pensar en esta desdichada disputa, con el desagradable agregado de estar mezclada en ella. Es, una vez más, la consecuencia de la falsa posición en que

la ha colocado su noviazgo. Esta preocupación no la abandona cuando está junto a su prometido y menos aún fuera de su presencia. Aquel día, Rosa hubo de quedar a solas con sus pensamientos, privada del consuelo de conversar libremente con su nueva amiga. La pendencia entre Edwin Drood y su hermano provoca naturalmente la reserva de Helena, que evita manifiestamente un tema de conversación tan delicado como ingrato, aun para ella misma. En este crítico momento se anuncia la presencia en la casa del tutor de Rosa, que viene a hacerle una visita. El señor Grewgious ha sido celosamente elegido para la misión que se le ha encomendado, pues es un hombre de integridad incorruptible, si bien carece en absoluto de cualidades exteriores apreciables. Es un individuo árido, de un rubio arenoso; da la impresión de que de haberlo triturado la rueda de un molino, no se hubiera sacado de él más que polvo. Sus cabellos son ralos y cortados casi al rape, con el color y la consistencia de la fibra del cá-

ñamo; tienen más apariencia de peluca que de cabellera humana, aunque es muy improbable suponer que nadie haya podido, voluntariamente, elegir un indumento de tan pésimo gusto. La pequeña fisonomía del señor Grewgious está compuesta por unos pocos rasgos, rudos y netamente marcados. Ciertas grietas sobre su frente hacen pensar que la naturaleza dispuesta a darle un toque final de sensibilidad y refinamiento, hubiera arrojado bruscamente el cincel diciendo: "No vale la pena acabar de esculpir a este hombre. Dejémoslo ir como está." Con el cuello demasiado largo y delgado, los tobillos demasiado nudosos y huesudos y una modalidad torpe y dudosa al andar; sumamente miope,¡ hasta el punto de no poder apreciar por sí mismo el horrible contraste de sus medias blancas de algodón con su traje negro, su desgarbada figura produce, a pesar de todo, no se sabe por qué singular prerrogativa, una agradable impresión. El señor Grewgious

se sorprende y se siente sumamente embarazado por la compañía de la señorita Twinkleton en el santuario consagrado a su dignísima persona. El angustioso temor de ser sometido a un minucioso examen y salir mal parado de él, lo tiene penosamente oprimido en tal circunstancia. —¿Cómo te encuentras, querida?... ¡Estoy tan contento de verte!... ¡Te has puesto muy hermosa! Permíteme que te ofrezca una silla... La señorita Twinkleton se levanta de su escritorio y dice, con su cortesía de dama del gran mundo: —¿Me permite usted retirarme? —¡De ninguna manera, señora! Al menos por mí... Le ruego que no se retire. —Debo pedirle permiso para retirarme — replica la señorita Twinkleton, subrayando las dos últimas palabras con encantadora afabilidad—. Pero si usted insiste tanto, permaneceré aquí. Si llevo mi escritorio junto al alféizar de la ventana, ¿no los molestaré, verdad?

—¡Oh, señora!, ¿molestarme?... —Es usted muy amable. Rosa, querida mía. Estoy segura que no te será violenta mi presencia. El señor Grewgious, que estaba con Rosa junto al fuego, repite: —¿Cómo estás, querida? ¡Estoy encantado de verte! Rosa se sienta y entonces él lo hace a su vez. —Mis visitas —dice el señor Grewgious— son como las de los ángeles... No es que yo pretenda compararme con ellos... —No, señor —dice Rosa. —Claro. De ninguna manera —asegura el señor Grewgious—, yo sólo quería decir que mis visitas se producen con largos intervalos, que son escasas. Los ángeles están muy por encima de nosotros, bien lo sabemos. La señorita Twinkleton, en tanto, los observa atentamente. —Yo me refería, querida —dice el señor Grewgious, apoyando su mano en la de Rosa y

dirigiéndose abiertamente a su pupila, receloso de que una errónea interpretación lo haga aparecer culpable de tomarse el increíble atrevimiento de llamar "querida", a la señorita Twinkleton—. Yo me refería a las otras jovencitas. (La señorita Twinkleton reanuda su escritura levemente interrumpida.) El señor Grewgious, que sin duda está violento al constatar que sus expresiones no son perfectamente claras e inteligibles, se pone a frotar su cabeza desde la nuca hasta la frente, como si acabara de darse un chapuzón y quisiera enjugarla, movimiento inútil por otra parte, pero que le es familiar. Acto continuo saca del bolsillo de su chaleco un lápiz y una libreta, y volviendo las hojas de ésta, dice a Rosa: —He redactado una especie de memorándum, porque tengo tari mala memoria que necesito generalmente ayudarme de este modo y también por mi dificultad para conversar. —Con tu permiso, querida. Voy a consultarlo... "Con buena salud y contenta.". Aquí está.

—¿Estás contenta y con buena salud, mi querida? Tienes por lo menos el aspecto de disfrutar ambas cosas. —Así es, señor —responde Rosa. —Y por esto —dice el señor Grewgious, volviendo su cabeza hacia el lado de la ventana e inclinándose— debemos expresar nuestro más efusivo agradecimiento, y me apresuro a saldar esta deuda por la ternura verdaderamente maternal y los solícitos y devotos cuidados recibidos de la distinguida dama que tengo el honor de tener ante mí. Esta frase, iniciada y terminada con enormes dificultades y expresada con timidez y torpeza manifiesta, no llega a su destino, pues comprendiendo que las reglas de educación y cortesía le exigen permanecer al margen de la conversación, la señorita Twinkleton se pone a morder la punta de su lapicera y a contemplar el cielo raso, como si esperara inspiración de los ángeles del noveno coro celestial.

El señor Grewgious alisa nuevamente sus cabellos ya perfectamente asentados y consulta otra vez su libreta: "Contenta y con, buena salud"... —dice, tachando la frase como asunto liquidado—. "Libras, chelines y peniques"; he aquí mi segunda anotación. Tema fastidioso para una joven, pero muy importante. ¡Toda la vida es vina cuestión de libras, chelines y peniques. La muerte en cambio es... —Se interrumpe bruscamente al cruzar por su mente el pensamiento de la muerte de los padres de Rosa, y dice con afabilidad: —No. La muerte no es cuestión de dinero. La voz del señor Grewgious es tan áspera y seca como él mismo. A pesar de la limitada expresión de su fisonomía transparenta bondad. Y si la naturaleza hubiera querido acabar de esculpir este rostro, en aquel momento hubiera reflejado la ternura de su corazón. Pero si las arrugas de la frente del señor Grewgious no se borran y si su cara es inexpresiva... ¿Qué puede hacer el pobre hombre?

—"Libras, chelines y peniques..." ¿Te alcanza la mensualidad que percibes para tus gastos, hija mía? Rosa no necesita nada. La mensualidad es abundante. —¿No tienes deudas? Rosa se echa a reír de sólo pensarlo. En su inexperiencia la pregunta le parece casi cómica. El señor Grewgious concentra sobre ella toda la fuerza de su mirada de miope para asegurarse de si su pupila dice la verdad. —¡Ah! —dice entonces a manera de comentario, lanzando una furtiva mirada a la, señorita Twinkleton y tachando en su libreta "Libras, chelines, peniques"—, ¡Bien he dicho que he venido a visitar ángeles. ¡Es una gran verdad! Rosa presiente cuál será el próximo artículo de su memorándum. Enrojece y alisa un falso pliegue de su vestido con mano torpe, mucho antes de que empiece a hablar el señor Grewgious. —"Casamiento"... ¡Hem!...

El señor Grewgious repasa su cabeza desde la nuca a la frente, y vuelve a pasar la mano debajo de la nariz, sobre el mentón, hasta que acerca su silla a la de la joven y comienza a hablarle en tono bajo y confidencial. —Abordamos ahora, mi querida Rosa, el delicado punto que me ha traído a hacerte esta fastidiosa visita. Si no fuera por esto, y como sé que soy un hombre esencialmente pusilánime, no me hubieras tenido aquí. Soy el individuo menos indicado para inmiscuirme en una esfera en la que voy a disonar. En estos casos me siento como un oso paralizado por un calambre en medio de un cotillón. Su desagradable figura se asemeja tanto al animal con el cual se compara, que Rosa no puede menos de sonreír sinceramente. —Tú me ves exactamente como soy —dice el señor Grewgious con perfecta calma—, es justo. Volviendo a mi memorándum. El señor Drood ha venido aquí de tiempo en tiempo, como estaba estipulado. Tú misma me has

mencionado estas visitas en tus cartas trimestrales. Tú lo quieres y él te quiere. —Yo lo estimo mucho, señor —responde Rosa. —Es lo que he dicho —contesta el tutor, para cuyos oídos la frase de la joven pronunciada con tímido énfasis, resulta demasiado sutil. Sólo deduce que aquel "lo estimo mucho", la dispensa de decir simplemente:; lo quiero. —Bien —dice—. ¿Mantienen ustedes correspondencia? —Sí. Nos escribimos —dice Rosa, que hace una ligera mueca al recordar sus riñas epistolares. —Es, en efecto, el significado que yo le doy a estas palabras: correspondencia. Bueno, mi querida. Todo va bien. El tiempo vuela. Para la próxima Navidad será necesario, como fórmula, comunicar a la dama ejemplar que está al lado de la ventana y a la que le debemos tantas atenciones, que tu partida tendrá lugar al expirar los primeros seis meses del año próximo.

Tus vínculos con esta señora están muy lejos de ser simples relaciones pedagógicas, aunque en el fondo son asuntos de trabajo, y tú sabes... el trabajo... Por otra parte, yo soy un hombre esencialmente desgraciado y pusilánime y no quisiera adelantarme en nada. Si alguna persona, con cierta autoridad, pudiera conducirte al altar en mi lugar, me sería muy agradable. Con los ojos bajos, Rosa explica que seguramente se encontrará con facilidad alguien que reemplace al señor Grewgious, si fuera necesario. —Bueno —dice el señor Grewgious—. He pensado en el caballero que es aquí profesor de baile. Haría muy buena figura. Será necesario saber avanzar y retroceder según indica el ceremonial en estas circunstancias, de acuerdo con el oficiante, contigo, con el novio y las personas del cortejo. Yo soy un hombre... privado en absoluto de donaire —repite el señor Grewgious, como si sintiese la imperiosa necesidad

de probar lo que está diciendo—. Yo no haría más que desaciertos. Rosa permanece inmóvil y silenciosa. QuÍ2á su espíritu no puede señalar con precisión aquel momento de la ceremonia y queda abstraída en sus pensamientos. —"Memorándum, testamento." He aquí, querida —dice el señor Grewgious consultando sus notas; tachada la palabra "casamiento". Y tomando un papel de su bolsillo continúa—: Aunque desde hace mucho tiempo estás enterada del contenido del testamento de tu padre, creo llegado el momento de poner en tus manos una copia certificada del mismo. Y como el señor Edwin lo conoce igualmente, he pensado depositar otra copia en manos del señor Jasper. —¿Y por qué no en las de Eddy? ¿No se le puede mandar esta copia a él mismo? —Sí. Es claro. Y basta que tú lo desees. Yo mencionaba al señor Jasper porque es su tutor. —Ése sería mi deseo, si usted no se opone —dice Rosa con franqueza—. Preferiría que de

ningún modo interviniera el señor Jasper en nuestros asuntos. —Es muy natural —dice el señor Grewgious— que tu futuro esposo sea dueño de sus actos. Bueno. Espero que aprobarás ahora lo que voy a decirte: Sucede que soy un hombre tan poco práctico que nada he aprendido en la vida por mi propia experiencia. Rosa lo mira con cierta sorpresa. —Quiero decir que nunca he tenido los problemas que afectan a la juventud. He sido el único hijo de padres de edad avanzada, y estoy por creer que he venido al mundo ya un poco viejo. No es mi intención tomar a la ligera el nombre que llevas y que pronto has de cambiar; sólo quería explicarte que cuando todas las criaturas han llegado a la edad florida, yo me he quedado como una corteza seca. Sí, como una corteza seca. Así he estado desde que comencé a tener conciencia de mi vida... En lo que se refiere a la segunda copia del testamento, se hará como tú lo deseas. Y en lo que concierne a tu herencia, creo que ya

estás enterada. Se compone de una renta anual de doscientas cincuenta libras, de otras economías hechas sobre esta renta y de algunas otras cantidades que te han sido acreditadas. Todo ha sido debidamente administrado y constituye un capital que excede las setecientas libras. Puedo adelantarte sobre dicho capital la suma necesaria para los preparativos de tu boda. Bueno. Está todo dicho. —¿Querría usted informarme —observa Rosa tomando la copia del testamento con gesto gracioso, pero sin abrirlo— si estoy en lo cierto al interpretar mi situación en la forma que voy a exponerle? Comprendo mucho mejor sus explicaciones que si las leyera en un expediente. Mi pobre padre y el de Edwin convinieron juntos, basados en la firme y leal amistad que se profesaban, que nosotros continuáramos esa amistad y estuviéramos siempre cerca el uno del otro... —En efecto...

—...en nuestro mutuo interés y para asegurarnos una duradera felicidad... —Justamente. —...para que fuéramos el uno para el otro, lo que ellos han sido, y aún más... —Exactamente. —¿No existe alguna cláusula que estipule algún castigo en el caso de que... —¡Oh, no te preocupes! En el supuesto caso de que esto fuera motivo de sufrimiento para ti, o que pensaras diversamente; en el caso, en fin, de que no te casaras con el señor Edwin, no ha sido estipulada ninguna cláusula que perjudique a ninguno de los dos. Tú quedarías solamente bajo mi tutela hasta tu mayoría de edad. Ninguna otra cosa sucedería. Y ya éste es un buen castigo. ¿Verdad? —¿Y Eddy? —Eddy recogería su parte como socio de la firma, con todos los intereses atrasados acreditados, si los hubiere, al llegar también a su mayoría de edad. La misma cosa.

Con atenta expresión y las cejas fruncidas, Rosa muerde maquinalmente el extremo de la copia del testamento; luego baja la cabeza y fija los ojos en el suelo, que golpea ligeramente con el pie. —En resumen —dice el señor Grewgious— este casamiento es un deseo, un proyecto amigablemente concebido y tiernamente expresado por parte de vuestros padres, con la esperanza de que un día se realizara, no : cabe duda. Desde que eran unos niños se les ha infiltrado esta idea y esta idea prosperó. Pero las circunstancias pueden cambiar, y yo he venido aquí justamente, mi querida, en parte y principalmente, para cumplir con este deber hacia vosotros. Y debo decirte que dos jóvenes no deben unirse en matrimonio —excepto en los casos de uniones de conveniencia, que son una cosa absurda y despreciable— sino por su propia y libre voluntad, cuando son llevados por la seguridad de un sentimiento mutuo; seguridad que puede ser o no cierta, esto es cuestión de suerte; pero

convencidos de que van a ser felices. Es de suponer que si uno de vuestros padres viviera ahora y tuviera alguna duda sobre la realización de ese proyecto, sus ideas se modificarían por las circunstancias surgidas en el curso de los años, y no se creería obligado al cumplimiento de una vieja promesa. Si procediera de otro modo sería algo insostenible, irrazonable, ilógico y absurdo. El señor Grewgious dice todo esto como si lo leyera en voz alta o como si repitiera una lección aprendida de memoria, en tanto que su rostro está, como de costumbre, desprovisto de toda expresión. —Y ahora, mi querida —añade, después de haber tachado la palabra "testamento" con su lápiz—, yo he cumplido con un deber de conciencia, que es también una obligación en el caso presente. Mi libreta tiene aún escrita la palabra: "deseos". ¿Tienes alguno que me sea posible satisfacer?

Rosa niega con la cabeza, con una expresión casi dolorosa, con el gesto dudoso de una pobre criatura que tuviera gran necesidad de consejo. —¿Tienes que darme algunas instrucciones respecto a tus asuntos? —Yo... yo preferiría... si a usted le parece, que dispusiera de todo con Eddy —dice Rosa, estirando un pliegue de su vestido. —Bueno... bueno... —responde el señor Grewgious— es justo que estén ustedes de acuerdo para todas las cosas. ¿Se espera pronto por aquí la visita del señor Edwin? —Ha partido esta mañana. Volverá para Navidad. —Muy bien. A su retorno entonces arreglarás todo con él. Luego me escribirás y yo satisfaré... ¡Oh! simplemente quiero decir... tendré que regularizar la situación... mis obligaciones con la señora que está junto a la ventana. En esa ocasión deberé remitirle una fuerte suma. Después de haber tachado definitivamente la palabra "deseos", el señor Grewgious añade:

—Mi memorándum dice: "Despedida.". Sí. Ahora mi querida, debo despedirme. —¿Podría suplicarle —dice Rosa, una vez que él ha dejado su silla con uno de esos bruscos y torpes movimientos que le son característicos— podría suplicarle que fuese tan amable de venir a verme para Navidad, por si tuviera que comunicarle alguna cosa en particular? —¡Pero sí! ¡Cómo no! —contesta el tutor visiblemente halagado por este pedido, si cabe usar este adjetivo tratándose de un hombre cuya fisonomía impasible no revela ninguna emoción—. Soy un hombre inútil para la vida social. No tengo otra obligación para las fiestas de Navidad que la de compartir una pavita asada con salsa de apio con el escribiente que la suerte ha puesto a mi servicio. Su padre tiene una granja y se la envía para que me la obsequie. Me sentiría muy orgulloso de venir a verte, si ése es tu deseo, mi querida. A causa de mi profesión de cobrador de impuestos, son tan pocas las personas que alguna vez manifiestan

el deseo de verme, que tu pedido me complace sobremanera. Para agradecerle su complacencia, Rosa apoya sus manos en los hombros del señor Grewgious y lo besa. —¡Bendito sea Dios! — exclama el buen hombre—. ¡Gracias, mi querida! El honor que me haces sólo es comparable al placer que me causas. Señorita Twinkleton... señora. He tenido la más agradable conversación con mi pupila y sólo me resta librarlas de mi presencia. —¡Señor! ¡Señor! No diga eso —replica la señorita Twinkleton con graciosa condescendencia—. No puedo permitirle expresarse de ese modo... —Gracias, señora. He leído en los periódicos —dice el señor Grewgious tartamudeando un poco— que cuando un visitante distinguido (no es que yo sea uno de ellos, muy lejos de eso)... visita una escuela, se acostumbra... pide un día de asueto o cualquier otra merced. Como el día toca a su término en este estableci-

miento que usted tan dignamente dirige, las jóvenes no gozarían mucho, como es natural, con disponer libremente del resto de la jornada. Pero si alguna estuviese sujeta a penitencia... ¿Podría solicitar...? —¡Ah! Señor Grewgious... señor Grewgious... —exclama la señorita Twinkleton amenazándolo candorosamente con su índice—. ¡Oh, estos caballeros!... ¡Estos cabelleras!... No debería usted avergonzarse de su severidad con nosotras, pobres mujeres desconocidas, que estamos consagradas a la tarea de disciplinar a las de nuestro sexo y en vuestro propio interés... La señorita Ferdinand tiene por penitencia copiar las fábulas de La Fontaine. Ve a buscarla, querida Rosa, y dile que su castigo ha sido levantado por deferencia a la intervención de tu tutor, el señor Grewgious. La señorita Twinkleton hizo luego una reverencia que terminó tres pasos más allá de su punto de partida. Y el señor Grewgious, considerando que es oportuno hacer una visita al

señor Jasper, antes de partir de Cloisterham, se dirige a la casa situada a la entrada del caustro y asciende las escaleras. La puerta está cerrada y en ella prendido un trozo de papel con la siguiente inscripción: CATEDRAL El señor Grewgious comprende que aquélla es la hora en que el señor Jasper ocupa su puesto en el coro. En consecuencia desciende las escaleras, atraviesa el claustro y se detiene ante la gran puerta sur de la catedral, que está abierta de par en par como se acostumbra hacerlo en las tardes apacibles para ventilar el santo edificio. —¡Gran Dios! —exclama el señor Grewgious, asomándose al interior—. Creería uno vivir en tiempos pasados. Los tiempos pasados exhalan un profundo y armonioso suspiro cuyo eco repercute desde las

tumbas hasta los arcos y las bóvedas del templo; sombras tenebrosas se alargan en los rincones oscuros; la humedad rezuma en las piedras ligeramente aterciopeladas de musgo; los últimos rayos del sol, que atravesando los vitrales ponen sobre las losas sus manchas coloreadas, comienzan a velarse con la caída de la tarde. Detrás de la reja del coro, sobre el estrado del gran órgano, se divisan algunas vestiduras blancas. Una débil voz se eleva en el aire y se apaga luego con monótono ritmo pareciendo, por momentos, que muere en un murmullo lejano. Afuera, las vastas campiñas, las tierras de labor, el río, las colinas y los valles se embellecen con los últimos rayos del sol agonizante; en el horizonte, las ventanas de los molinos y de las granjas resplandecen como láminas de oro. En la catedral, por el contrario, todo se vuelve gris, sombrío y sepulcral, mientras la débil voz del oficiante continúa su monótona salmodia; de pronto el órgano y las potentes

voces del coro la dominan y colman la nave. Nuevamente la voz desfallecida parece hacer un supremo esfuerzo para esparcirse y otra vez la pujante ola de armonías se eleva, llega hasta lo alto de las bóvedas, sube a lo largo de los viejos arcos y gana las alturas de la gran torre cuadrada... Cesa de pronto y todo queda calmo y silencioso. El señor Grewgious ha llegado al pie de las gradas del coro en momentos en que los cantores salen. —¿No hay ninguna mala noticia? —le interpela el señor Jasper, saliendo a su encuentro, con cierta agitación—. ¿Se le ha mandado a usted a buscarme? —En absoluto... en absoluto. He venido por mi propia voluntad. He estado a visitar a mi hermosa pupila y me disponía a retirarme. —¿La ha encontrado usted alegre y con buena salud? —¡Magnífica! En verdad, ¡magnífica! Yo he venido únicamente para explicarle

lo que significa una boda dispuesta por sus difuntos padres. —¿Y qué significa, en su opinión, esa boda? El señor Grewgious observa la palidez extrema de los labios del señor Jasper mientras le hace esta pregunta y la atribuye al ambiente frío y húmedo de la catedral. —He explicado a mi pupila que los deseos de sus padres no suponen necesariamente la exclusión absoluta de ciertas razones que pudieran existir para la ruptura del noviazgo. Y que esta ruptura puede producirse libremente en el caso de que una de las partes manifestara su falta de afecto o de buena voluntad para realizar el deseo de los testadores. —¿Puedo preguntar a usted si le ha asistido alguna razón particular para aleccionar así a su pupila? El señor Grewgious contesta con sequedad y acritud. —Ninguna otra razón que la de cumplir con mi deber,. Y nada más. — Reflexionando, dice después:— ¡Vamos» señor

Jasper! Estoy enterado del cariño que profesa usted a su sobrino y sé que le afecta particularmente todo cuanto a él se refiere. Aseguro a usted que mis palabras no implican la más mínima desconfianza ni la más ligera falta de consideración o de interés hacia su sobrino. —No podría tampoco —replica el señor Jasper, tomando amigablemente el brazo del señor Grewgious—. Pero yo le rogaría que se expresara más generosamente a su respecto. El señor Grewgious se quita el sombrero para secarse la cabeza, hace una inclinación de asentimiento y se cubre de nuevo. —Yo apostaría —dice el señor Jasper, con una sonrisa en sus labios pálidos, que muerde mientras habla como para tratar de devolverles su color—, apostaría que Rosa no le ha insinuado el más leve deseo de romper relaciones con Ned. —Y ganaría usted su apuesta, si la hiciera — replica el señor Grewgious—. Sin embargo, creo que debemos ser muy indulgentes con las

pequeñas delicadezas de una niña que no tiene madre, por más que en estas cuestiones no soy nada competente. ¡Están tan fuera de mi alcance! Y usted, ¿qué piensa de todo esto? —Pienso que no tenemos, que no puede existir, ninguna duda al respecto. —Me siento feliz al oírle hablar de este modo —replica el señor Grewgious, que durante toda la conversación ha tratado con suma prudencia y habilidad el tema, recordando perfectamente lo que le ha dicho Rosa sobre el señor Jasper. —Me ha parecido notar que la señorita Bud por una delicadeza instintiva desea que las disposiciones preliminares de la ceremonia se resuelvan entre ella y el señor Drood. ¿Comprende? Ya no necesita de nosotros. El señor Jasper hace una mueca. —¿Lo dice usted por mí? —No —dice el señor Grewgious—. He dicho exactamente que ella no necesita de nosotros. Y por lo tanto, dejemos que los jóvenes se

entiendan entre ellos, cuando regrese el señor Edwin Drood para Navidad. Luego intervendremos nosotros, para dejar definitivamente arreglados sus asuntos. —De modo —observa el señor Jasper— ¿que usted ha convenido con ella estar aquí para Navidad? En efecto, señor Grewgious, existe, como usted lo ha dicho muy bien, un sólido afecto entre mi sobrino y yo, que hace que me interese vivamente todo lo que atañe a este querido, afortunado y feliz muchacho más que lo que concierne a mí mismo. No obstante, es justo respetar el deseo de la joven. De modo que acepto sin objeciones su decisión. Queda entendido que para las fiestas de Navidad los novios harán por sí mismos los preparativos para el mes de mayo y resolverán definitivamente todo lo concerniente a su boda. Nos queda entonces la misión de rendir cuentas de nuestra tutela para el día de la mayoría de edad de Edwin Drood.

—Es así como yo lo entiendo —dice el señor Grewgious, estrechando la mano de Jasper para despedirse—. ¡Que Dios bendiga a los dos! —¡Que Dios los salve! —exclama el señor Jasper. —He dicho: ¡Que Dios los bendiga! — corrige el primero, volviendo bruscamente la cabeza. —Yo he dicho ¡Que Dios los salve! —insiste el segundo—. ¿Encuentra usted alguna diferencia? CAPÍTULO X ALLANANDO EL CAMINO SE DICE con frecuencia que las mujeres tienen una curiosa aptitud para adivinar el carácter de los hombres; aptitud puramente congénita e instintiva, ya que prescinden en su juicio del paciente proceso de razonamiento, única garantía de un juicio justo. Por lo general, se

pronuncian basadas en una excesiva confianza en ellas mismas, que las subleva al oír cualquier pequeña objeción de la parte contraria. Pero pocas veces se hace notar que esta facultad de adivinación, falible como lo son todas las facultades humanas, sea, en la mayoría de los casos, absolutamente incapaz de juzgarse a sí misma; y cuando una mujer ha opinado desfavorablemente, ya pueden demostrarle todos los genios del talento humano que su opinión está mal fundamentada. Su punto de vista será inquebrantable, inflexible en su determinación e incapaz de volver sobre su idea primitiva. Y he aquí que la sola posibilidad de una débil y remota contradicción, de una tímida refutación a los juicios femeninos, provoca, en nueve sobre diez ejemplares, un cierto ensañamiento que contamina a los testigos interesados; tanto se apasionan con sus errores estas hermosas adivinas. —Querida madre —dice un día el canónigo menor, dirigiéndose a la anciana que teje sen-

tada frente a él en su escritorio—. ¿No te parece que eres un poco severa con el señor Neville? —A mí no me parece, Séptimus. —¿Quieres que discutamos el asunto? —No tengo ningún inconveniente. Creo, hijo mío, que mi espíritu está siempre abierto para discutir un tema. Al decir esto se produce una ligera oscilación en la cofia de la anciana, como si añadiera, interiormente: "Quisiera saber si jamás me ha hecho cambiar de opinión una discusión." —Bien, madre —dice este excelente hijo, siempre dispuesto a conciliario todo—. Nada mejor que una libre discusión. —La verdad es que no creo que saquemos nada en limpio, querido hijo —dice la dama, evidentemente decidida a no hacer ninguna concesión. —Bueno —dice el canónigo—. Yo decía que el señor: Neville, colocado en tan lamentable situación, ha obrado bajo la influencia de una provocación.

—¡Y bajo la influencia del vino caliente! — añade la señora. —Admita también la influencia del vino... considerando que los dos jóvenes se hayan excedido al beber. —Y yo no lo creo. —¿Y por qué no lo crees, mamá? —Porque no lo creo. No obstante, queda abierta la discusión. —¡Pero, querida madre! Yo no comprendo cómo vamos a poder discutir si no abandonas tu punto de vista. —Culpa de ello, si te parece, al señor Neville; pero no a mí —dice la anciana con fastidio. —¡Pero mamá! ¿Por qué siempre el señor Neville? —Porque —dice la señora Crisparkle, volviendo a sus principios puritanos— ha regresado ebrio a la casa, desacreditando nuestro hogar, sin ningún respeto por la familia que lo acoge.

—El hecho no se puede negar, madre. Pero luego se ha mostrado tan arrepentido y tan desdichado... y lo está todavía. —¡Sea! Pero si el señor Jasper, que es un hombre muy bien educado, no se hubiera acercado a mí por la mañana en la iglesia, antes de cambiarse para el servicio religioso, y me hubiera expresado su esperanza de que no estuviera muy alarmada y desvelada la noche anterior, yo no sabría nada de este deplorable incidente. —Para serte franco, mamá, yo creo que no te hubiera dicho nada. No tenía todavía una idea clara del asunto. Estaba dispuesto a buscar al señor Jasper en la iglesia y decidir juntos si no era mejor para los dos guardar reserva con todo el mundo, cuando lo encontré conversando contigo. Ya era tarde. —Demasiado tarde, en efecto. El señor Jasper estaba todavía conmovido y pálido por la escena que había presenciado en su casa durante la noche.

—Si he guardado reserva contigo, puedes estar segura de que ha sido por respeto a tu tranquilidad, por el propio interés de los dos jóvenes y para poder cumplir mejor con mi deber, tal como yo lo entiendo. La señora Crisparkle se levanta, atraviesa la habitación y besa a su hijo. —No tienes para qué explicarlo, Séptimus. De eso estoy completamente segura. —Sea como sea, el hecho es que este suceso es tema de conversaciones en toda la ciudad — dice el señor Crisparkle, rascándose la oreja, mientras su madre vuelve a sentarse y continúa tejiendo. —Es por eso que yo anticipé mi mala opinión sobre el señor Neville y ahora lo repito, y lo que he dicho lo repito sin rodeos: espero que el señor Neville pueda cambiar y mejorarse, pero no lo creo. Su cofia se agita nuevamente. —Me aflige oírte hablar así, mamá...

—Yo misma estoy afligida de tener que hablar asi, hijo mío —interrumpe la anciana, tejiendo con mano firme—; pero no puedo evitarlo. —...ya que —prosigue el canónigo —es indiscutible que el señor Neville es trabajador y dispuesto, que progresa rápidamente y... creo poder decirlo... que me tiene mucho afecto. —No hay ningún mérito en esto, querido hijo —dice la madre—. Y si el señor Neville así lo creyera, yo tendría aún peor opinión de él. —¡Pero mamá! ¡Nunca ha dicho él nada parecido! —Es posible —contesta la dama—, pero si no lo ha dicho, no encuentro, por lo mismo, nada de meritorio. No hay asomo de impaciencia en la mirada que el canónigo dirige a su madre, que teje frente a él; se lee más bien en su fisonomía una expresión reflexiva y bondadosa, considerando, sin duda, que con aquella figura de porcelana es inútil discutir.

—Y además, Séptimus —insiste la anciana—, pregúntate qué sería de este joven si no fuera por su hermana. Tú sabes la influencia que ella ejerce sobre él. Tú conoces la inteligencia de esta niña y sabes que todo lo que su hermano aprende contigo lo estudia luego con ella. Concede a esta joven la parte de alabanzas que se merece y que tú das a ambos, y verás lo que resta para él. Todas estas palabras sumergen al señor Crisparkle en un leve ensueño que lo lleva a pensar en diversas cosas. Piensa en las frecuentes conversaciones que ha oído entre los dos hermanos inclinados sobre un libro de estudio; en algunas brumosas mañanas, dedicadas a interesantes excursiones por los alrededores de Cloisterham; en los crepúsculos sombríos en que desafiando el viento, a la caída de la tarde, trepado en su observatorio favorito sobre algún viejo fragmento de las ruinas del monasterio, ha mirado pasar allá abajo, por la orilla del río, a los dos jóvenes. Los fuegos y las luces de la

ciudad comienzan a reflejarse en el agua, lo que hace aún más desolado el paisaje. Medita también cómo ha surgido, poco a poco, en su ciencia la idea de que instruyendo a uno de los jóvenes, asume la responsabilidad de ambas almas, una de las cuales está en contacto con la suya y la otra se comunica a través de aquélla; de cómo ha adaptado, casi insensiblemente, su programa de estudios al temperamento e inteligencia de los dos hermanos. Reflexiona también en la noticia que le ha llegado de la Casa de las Monjas, de que Helena, a quien ha juzgado tan orgullosa y resuelta, se ha sometido a la influencia de Rosa, de la dulce prometida, como él la llama, y de cómo la joven aprende de su nueva amiga todo cuanto aquélla sabe. Sonríe de esta peregrina asociación entre dos criaturas que exteriormente parecen tan distintas. Se pregunta sobre todo cómo es posible que todas estas cosas, que han entrado en su vida desde hace sólo algunas semanas, lo hayan absorbido de este modo.

Como cada vez que el reverendo Séptimus se siente soñador, su buena madre piensa que necesita un refrigerio, la rozagante anciana se dirige también ahora a la alacena, de donde saca el refrigerio en la forma de un vaso de vino y de algunos bizcochos caseros. Es aquélla una alacena maravillosa, digna de Cloisterham y del Rincón del Canónigo. Está colgado de ella un retrato de Haendel, adornado con una larga peluca ondulada y mirando a los espectadores con aire de conocedor de todos los tesoros que encierra este precioso mueble. Diríase que el gran músico está destinado a combinar, en una armoniosa fuga, todas aquellas exquisiteces. ¡Y no es una vulgar alacena! Las puertas giran sobre sus goznes y se abren de un solo golpe, pero descubriendo su tesoro gradualmente. Tiene el armario en su parte media una cerradura voluminosa, justamente donde los dos paneles perpendiculares, uno ascendente y el otro descendente, se encuentran.

El panel superior, al bajarse, deja ver la parte interior en un delicioso misterio y muestra anchos estantes adornados con tarros de conservas, frascos de dulce, cajas de lata y especias, y esas vasijas azules y blancas de fabricación extranjera donde se conservan los dulces de tamarindo y de jengibre. Todos estos hermosos recipientes anuncian su contenido con una inscripción bien visible. Los grandes tarros están en su parte superior, barnizados de un bello y uniforme color oscuro, semejando una doble hilera de botones adornando un hermoso vestido. En la parte más ancha de los recipientes, sobre fondo color amarillo, destácase la inscripción en gruesos caracteres anunciando que están ahitos de nueces o de pepinos, de cebollas o coliflores. Los frascos de dulce están forrados con papel, cuyo diseño exterior, terminado con una hermosa caligrafía femenina, indica que alojan en su interior frambuesas, grosellas, da-

mascos o ciruelas y gelatina de manzanas o duraznos. Pero luego cambia el meloso panorama; al panel inferior se sube y deja ver las naranjas al lado de una gran caja japonesa de azúcar para atemperar su acidez, si no están bien maduras. Bizcochos caseros son vecinos de un resto de postre de ciruelas y de una pila de "dedos de dama", vale decir, bizcocho de vainilla, delgados y afilados, destinados a ser embebidos en vino de postre y besarlos en seguida, como es de rigor con los dedos de las damas. En el último estante, en un compartimento revestido de estaño, reposan los vinos finos y los licores. Este rincón exhala un dulce perfume, mezcla de limón, almendras y vainilla en rama, como si invisibles abejas, en incesante y monótono zumbido, hubieran depositado allí, durante largo tiempo, su olorosa miel. Esta alacena está impregnada de suavísimos olores hasta el fondo de sus profundos estantes, tanto que si a cualquiera se le ocurriese hundir

en ellos la cabeza y los brazos hasta los hombros, hubiera salido saturado de melifluo perfume como un muñeco confitado. El reverendo Séptimus se somete, como una verdadera víctima voluntaria, a ingerir un nauseabundo brebaje aderezado a base de yerbas medicinales que tienen también su compartimento en aquel glorioso armario, controlado como las demás secciones por la pequeña figura de porcelana de China. Aquellas maravillosas infusiones de genciana, de menta, alelí, salvia, perejil, tomillo, ruda, romero y diente de león, han debido dominar su valeroso estómago. ¡Con qué espantosas cataplasmas ha debido presionar su cara rubicunda cuando su madre lo suponía atacado de dolor de muelas! ¡Qué magníficos parches se había dejado aplicar alegremente en la mejilla y sobre la frente, cuando la querida anciana lo convenció de que tal vez apuntaba un forúnculo!

En lo alto de la escalera está acondicionada toda esta botánica, en una pequeña cavidad, baja y estrecha, entre los muros blanqueados de cal. Allí están los paquetes de plantas secas suspendidas del techo o extendidas sobre planchas al lado de horrorosos frascos de mejunjes. El reverendo Séptimus soporta todo esto con dulzura, como el cordero que marcha al sacrificio sin resistencia, no dejando adivinar siquiera que obedece para complacer a la anciana, y engulle tranquilamente cuanto se le presenta. Apenas si se permite, como compensación, zambullir sus manos y su cabeza en las grandes escudillas que contienen hojas de rosa o de lavanda y salir de esas inmersiones con el espíritu tranquilo, confiado en la virtud de las aguas del río de Cloisterham, para retornar a aquella farmacia maternal en la que tiene tanta fe como la que podía haber puesto Lady Macbeth en las aguas del mar para lavar las manchas de sangre de sus manos.

Ahora toma su porción con su mejor buena voluntad, y reconfortado a satisfacción de su madre, se dispone a ! reanudar las tareas que le quedan por cumplir en el resto del día, pues el canónigo es estrictamente puntual para sus deberes, que terminan exactamente antes de Vísperas, al anochecer. Como la catedral es horriblemente fría, el señor Crisparkle, al salir de ella, cubre a la carrera el espacio que media entre aquélla y su fragmento de ruinas favorito, a cuya cima llega escalándolo sin detenerse y casi sin respirar. Esta proeza es cumplida magistralmente, sin fatigarse, hasta que llega a la alta cumbre y se detiene para contemplar el río que corre a sus pies. El río de Cloisterham está tan cerca del mar, que a veees arrastra en su corriente restos de algas y plantas marinas, y aquel día la marea ha llevado mayor cantidad que de costumbre. La agitación de las aguas, las zambullidas de las chillonas gaviotas, el remolinear de las olas, el siniestro resplandor de la playa y los barcos

que pasan con sus velas oscuras desmesuradamente hinchadas, presagian una tormenta. El canónigo medita en el contraste que ofrece este mar irritado y resonante con el Rincón del Canónigo, que es su tranquilo puerto. Helena y Neville pasan en ese momento por la playa. El señor Crisparkle, que ha pensado en ellos durante casi todo el día, abandona su observatorio, deseoso de acercarse a conversarlos. El descenso, que para otro hubiera sido difícil a la luz indecisa del crepúsculo, no lo es ciertamente para él. buen trepador adiestrado con el que hubiera sido difícil competir. Y por eso llega junto a los jóvenes en el término de tiempo que otro habría necesitado para hacer apenas la mitad del camino. —Tendremos borrasca, señorita Helena. ¿No le parece que el lugar habitual de los paseos con su hermano está demasiado expuesto al frío en esta época del año? Cuando baje el sol, el viento vendrá del mar.

Helena ni siquiera ha pensado en ello. Aquél es su paseo favorito; ama el retiro de aquel sitio. —Bien retirado, en efecto —dice el señor Crisparkle, aprovechando la ocasión de pasear con los dos jóvenes—. No hay sitio mejor cuando se quiere conversar con alguien sin temor a ser interrumpido, como es mi deseo. Señof Neville, usted le habrá contado a su hermana... yo crecy todo lo que conversamos días pasados. —Todo, señor. —Entonces su hermana sabe que yo le he pedido varias veces que presente sus excusas sobre este desgraciado incidente acaecido el día de su llegada —dice el señor Crisparkle mirando a la señorita Landless, que es quien responde: —Sí señor. —Yo califico este incidente como desdichado, señorita Helena —dice el canónigo—, porque ha dado lugar a comentarios llenos de animosidad contra su hermano. Se le considera

aquí como un muchacho peligrosamente apasionado, incapaz de controlar sus transportes de cólera, y por esta razón se evita su contacto. —No dudo que le haya sucedido esto a mi pobre hermano —dice Helena mirándolo con orgullosa compasión, y la profunda convicción de que han sido injustos cora él—. Lo creo, puesto que usted lo dice; pero el hecho] me ha sido confirmado por comentarios que me llegan todos los días indirectamente. —Razonemos —replica el señor Crisparkle dulcemente, pero con firme convicción—. ¿Es suficiente condolerse de lo sucedido y no reparar el mal cometido? La estada del señor Neville en Cloisterham es demasiado recíente, y no creo que sea tampoco muy prolongada paral triunfar sobre estos prejuicios y para probar que ha sido mal interpretado. Me parece más acertado obrar enérgica e inmediatamente y no esperar que el tiempo le haga justicia. Esto sería más correcto y más justo. Puesto que no hay duda que Neville se ha portado mal.

—Ha sido provocado —observa Helena. —El ha sido el agresor —replica el señor Crisparkle. Continúan caminando en silencio, hasta que Helena dice al canónigo, con un tono en el que asoma un poco de reproche: —¡Oh, señor Crisparkle! ¿Quisiera usted que Neville fuera a arrojarse a los pies del señor Drood o del señor Jasper, que lo está difamando todos los días? En el fondo de su corazón no puede usted abrigar semejante deseo. Lo que le aconseja, tal vez no lo haría usted en su lugar. —Helena: he prometido al señor Crisparkle —dice Neville, dirigiendo una mirada de deferencia a su protector— que si yo pudiera hacer lo que me pide, lo haría de todo corazón, pero no puedo. Me repugna la hipocresía. De todos modos, olvidas, al decirle al señor Crisparkle que se ponga en mi lugar, que eso significa suponer que él hubiera podido obrar como yo. —Le pido mil perdones, señor —dice Helena.

—Ustedes ven —observa el señor Crisparkle, aprovechando esta oportunidad, pero con la máxima moderación y delicadeza—, ustedes mismos admiten instintivamente que Neville no ha procedido bien. ¿Por qué pararse a mitad de camino y no querer confesar su error abiertamente? —¿No existe, entonces, ninguna diferencia —preguntaHelena con un ligero temblor en la voz— entre la obediencia y el respeto a un espíritu generoso y la sumisión a un alma baja y mezquina? Antes de que el canónigo hubiera encontrado un argumento para responder a esta bella distinción, Neville interviene: —Ayúdame a justificarme ante el señor Crisparkle, Helena. Ayúdame a convencerlo de que yo no puedo ser el primero en hacer concesiones sin recurrir a la hipocresía y a la mentira. Tendría que cambiar de naturaleza para poder hacer esto. Y la mía no ha cambiado todavía. Yo tengo la; sensación de haber recibido una afren-

ta, agravada por la decidida intención de ofenderme, y esto me ha irritado sobremanera. La verdad lisa y llana es que me siento hoy tan indignado como el primer día. —¡Neville! —dice el señor Crisparkle, amonestándolo seriamente—. ¡Todavía esa contracción de sus manos que sabe cuánto me desagrada! —Lo lamento, señor. Pero ha sido involuntaria. He confesado que todavía estoy furioso. —Y yo confieso —dice el señor Crisparkle— que esperaba algo más de usted esta tarde. —Me disgusta malograr su esperanza, señor; pero sería mucho más condenable que le engañara, y con un grosero engaño, haciéndole creer que me ha convencido. El tiempo y la poderosa influencia de usted podrán obtener lo que pide a este discípulo tan rebelde, que usted bien conoce. Pero es necesario esperar que venceré, aunque tenga que librar rudos combates en mi espíritu. ¿No es verdad, Helena?

Helena, que sigue atentamente el efecto de las palabras de su hermano en la fisonomía del señor Crisparkle, responde a éste: —¡Es la verdad! Pasado un momento, hace una seña de asentimiento a la muda interrogación de su hermano, que continúa: —Yo no he tenido todavía el valor de decirle, señor, con toda franqueza, algo que debía comunicarle la primera vez que hablamos de este asunto. No es fácil de explicar, y me ha contenido el temor de aparecer ridículo; temor que se ha apoderado fuertemente de mí hasta este momento, y si no hubiera sido por mi hermana, tampoco sería capaz de franquearme ahora con usted. Tengo una gran admiración por la señorita Bud. La admiro tanto, señor, que si no tuviera contra el señor Drood el resentimiento de una ofensa personal, lo mismo lo tendría viendo la indiferencia y el desdén con que se expresa hablando de su novia.

El señor Crisparkle, en el colmo de la sorpresa, mira a Helena como para buscar en su rostro la confirmación de lo que está oyendo; pero sólo encuentra una mirada suplicante que le pide ayuda para su hermano en su confesión. —La joven de quien está hablando, como usted lo sabe muy bien, señor Neville —dice el señor Crisparkle gravemente—, debe contraer matrimonio en breve plazo. Por lo tanto, su admiración, si es de la naturaleza que parece usted expresar, está lamentablemente fuera de lugar. Y, por otra parte, es inadmisible que usted quiera hacer el papel de paladín de esta joven respecto de su novio. Usted no los ha visto, además, más que una sola vez. Esta joven se ha hecho amiga de su hermana, y me asombra que, en el propio interés de su amiga, no haya tratado Helena de sofocar en usted esta loca y culpable fantasía. —Ella lo ha procurado, señor; pero ha sido en vano. Llegue o no a ser su esposo, ese individuo es incapaz de experimentar los senti-

mientos que me inspira esa hermosa criatura; la trata como a una muñeca. Y no sólo digo que es incapaz de tener esos sentimientos, sino que es completamente indigno de ella. Yo digo que se la sacrifica al dejarla casarse con él. Confieso que la amo y que a él lo desprecio y lo odio. Esto había sido dicho con una expresión tan violenta y el rostro encendido de indignación, que Helena se acercó a su hermano y le tomó del brazo, exclamando: —¡Neville!... ¡Neville!... Después de haberlos observado atentamente, reflexionando sobre el partido que debía tomar, el señor Crisparkle hace algunos pasos en silencio. —¡Señor Neville! Estoy dolorosamente impresionado de verlo en estas condiciones — dice—. Su carácter es tan sombrío y tormentoso como la noche que se avecina. Las confidencias que usted me ha hecho las considero muy seriamente, y no voy a tomar a la ligera esas locuras que me ha dicho. Por el contrario, las examino formalmente y le voy a contestar en con-

secuencia: Esta enemistad entre el señor Drood y usted no debe persistir. Yo no puedo consentir que se prolongue conociendo su carácter y viviendo bajo el mismo techo. Cualesquiera sean los prejuicios que tenga usted sobre el carácter de ese joven, yo sé que es sincero y bueno, y creo que le hago justicia. Y ahora le ruego que me escuche y tenga muy en cuenta lo que voy a decirle. Después de reflexionar considerando cuanto me ha dicho su hermana, estoy dispuesto a admitir que para hacer las paces con Edwin Drood es justo allanarle a usted al menos la mitad del camino. Le prometo que se le ayudará, y hasta las primeras tentativas de reconciliación serán iniciadas por Edwin Drood. Una vez aceptada esta condición, usted me dará su palabra de caballero de que la querella ha terminado en lo que a usted toca. Los sentimientos que pueda abrigar su corazón, en el momento en que usted le estreche la mano, sólo serán conocidos por Aquel que lee en todos los corazones. Nada provechoso sería para

usted alimentar un secreto rencor. ¿Estamos de acuerdo? Hablemos ahora de lo que yo insisto en llamar su capricho. Supongo que el secreto que usted me ha confiado sólo será conocido por usted y su hermana. ¿No es así? Es Helena quien responde en voz baja: —Sólo lo sabemos nosotros tres. —¿Y vuestra amiga no sospecha nada? —No. Se lo aseguro. —Yo le intimo, pues, a empeñar conmigo una promesa solemne, señor Neville. Que este secreto quedará entre nosotros, y que usted hará lo posible, y muy honradamente, por arrancarlo de su corazón. Yo no le diré a usted que pasará pronto, ni le diré que son fantasías del momento, ni que tales caprichos nacen y mueren en espíritus jóvenes y vehementes como el suyo, en todo momento. No quiero contradecirle si piensa usted que no hay amor que pueda compararse con el suyo... que vivirá mucho tiempo en su corazón y que tendrá usted que recurrir a medios extremos para vencerlo.

Pero entiendo que es tan grave e importante la promesa que usted me va a hacer, que quiero que la haga sin reserva. El joven trata de hablar dos o tres veces, pero las palabras mueren en sus labios. —Lo dejo con su hermana ahora, pues creo que ya es tiempo de que la acompañe al pensionado —dice el señor Crisparkle—. Cuando vaya a mi habitación, me encontrará usted solo. —Le ruego que no nos deje usted todavía — dice Helena con voz suplicante—. Concédanos un minuto aún. —No le pediríamos un minuto más, señor, si usted hubiera sido menos paciente conmigo, si me hubiera demostrado menos interés, menos bondad y menos franqueza. ¡Oh! ¡No haber tenido un guía como usted en mi juventud! —Es menester que lo escuches ahora, Neville —murmura Helena—, y que sigas sus consejos. Hay en el tono con que es pronunciada esta frase un algo que corta la palabra del canónigo.

De no ser así, sin duda hubiera protestado contra esta indiscreta exaltación de sus méritos, pero conténtase con llevarse un dedo a sus labios y luego mira a Neville. —Decir que prometo con todo mi corazón cumplir la promesa que usted me ha requerido, y que al hacerla no guardo ningún sentimiento de rencor, ¡no es decir nada! —exclama el joven, fuertemente emocionado—. Yo imploro su perdón por haberme dejado arrebatar de nuevo por la cólera. —No es a mí, Neville, a quien debe pedirlo. Usted conoce a Aquel que tiene verdaderamente el don de perdonar. Es el más hermoso de los atributos de Dios. Señorita Helena: Usted y su hermano son gemelos. Los dos han venido al mundo con las mismas inclinaciones, y sus primeros años han transcurrido sufriendo las mismas penas. La superación que ha logrado usted misma, ¿no puede también operarla en Neville? Usted ve el escollo que se atraviesa en

su camino. ¿Quién mejor que usted puede ayudarle a evitarlo? —No. ¿Quién mejor que usted, señor? — replica Helena—. ¿Qué son comparadas con las suyas, mi influencia y mi sabiduría? —Tiene usted la sabiduría del sentimiento —replica el canónigo—, que es la más excelente de todas las que se conocen sobre la tierra, no lo olvide. En lo que a la mía se refiere, más vale que no hablemos de ella. ¡Buenas noches! Helena toma la mano que el señor Crisparkle le tiende, y, en un impulso de gratitud, reverentemente la lleva a sus labios. —¡Vamos! ¡Vamos! —le dice el canónigo—. ¡Que estoy más bien que pagado! Alejándose para retornar a la catedral, ya en plena oscuridad, el canónigo medita en la mejor manera de cumplir la promesa que ha hecho. "Probablemente me pedirán que bendiga el matrimonio de Edwin Drood y la señorita Bud —se dice—. ¡Bien quisiera yo que ya estuviesen

casados y lejos de aquí! Pero ocúpemenos de lo más urgente." Lucha en su interior en la duda de escribir a Edwin Drood o hablar con el señor Jasper. La conciencia de saberse estimado por todo el personal de la catedral lo decide por esta última idea, y la vista de la casa de Jasper con luz en el interior lo determina finalmente. "Hay que machacar el hierro mientras está caliente" —se dice. Jasper dormita en un sofá cerca del fuego. Una vez en lo alto de la escalera, y habiendo llamado ligeramente sin obtener respuesta, el señor Crisparkle toma el picaporte, que hace girar suavemente, y entra. Por largo tiempo el canónigo quedará bajo la impresión que el recuerdo del estado de Jasper le produjo aquella tarde: una especie de confusa alternativa entre el sueño y la vigilia. Jasper da un brinco, gritando: —¿Qué pasa?... ¿Quién lo ha cometido?...

do.

—Soy yo, Jasper. Lamento haberlo molesta-

La fiebre que brilla en la mirada del chantre se extingue cuando reconoce a su visitante. Con un esfuerzo aparta una silla para permitirle acercarse al fuego. —Estaba soñando, y estoy contento de que me haya despertado de una pesadilla causada por una comida indigesta, sin contar con que usted es siempre bien venido a mi casa. —Gracias. No estoy muy seguro —dice el señor Crisparkle, sentándose en una hamaca que le ofrece Jasper— de que el motivo que me trae hasta aquí sea tan bien acogido como yo mismo; pero yo soy un embajador de paz. En una palabra, Jasper: vengo a tratar de reconciliar a aquellos dos jóvenes. Una expresión de perplejidad se pinta en el rostro de Jasper que desconcierta al canónigo. —¿Cómo? —inquiere Jasper en voz baja y pausadamente, después de un silencio.

—Es por el asunto que le he mencionado. Yo vengo a pedirle a usted como un gran favor que interponga su influencia con su sobrino. Yo ya lo he hecho con el señor Neville. Trate de que Edwin le escriba unas pocas líneas, en las que diga que está dispuesto a estrechar la mano del señor Neville, como prueba de reconciliación. Conozco las buenas cualidades de su sobrino y la influencia que ejerce usted sobre él. Sin la menor intención de defender al señor Neville, debemos reconocer que ha sido despiadadamente provocado. Jasper vuelve su cara perpleja hacia el fuego. El señor Crisparkle, que continúa observándolo, está más confundido que al entrar. La actitud extraña del chantre parece revelar una profunda meditación. —Yo sé que, usted no está prevenido en favor del señor Neville... El canónigo se dispone a continuar, pero Jasper lo interrumpe: —Tiene usted razón. No lo estoy, en efecto.

—Indudablemente. Yo admito la deplorable violencia de su carácter, que espero que entre los dos, él y yo, conseguiremos vencer. He obtenido de este joven una promesa formal sobre su conducta futura hacia su sobrino, y si usted tiene la bondad de intervenir, estoy seguro de que él la tendrá también. —Así lo creo. Usted es siempre el responsable y el garante. ¿Se siente usted capaz de responder por él confiadamente? —Estoy seguro. La confusión del canónigo desaparece como por encanto. —Entonces usted alivia mi espíritu de un gran temor y de un grave peso —continúa Jasper—. Haré lo que usted me pide. Encantado el señor Crisparkle del éxito tan rápido y completo de su misión, expresa su satisfacción en el más afable de los tonos. —Haré lo que usted me pide —repite Jasper—. Únicamente porque tengo su garantía contra ciertos temores vagos y mal fundados...

sin duda... pero... no sonría usted... ¿Lleva usted un diario? —Una línea al día, no más. —Una línea por día será suficiente para una vida tan desprovista de acontecimientos como la mía —dice Jasper, tomando un libro de un escritorio—, pero es mi diario, y lo es también de la vida de Ned. Vea usted estas anotaciones, que sin duda le harán sonreír, y adivinará cuándo fueron escritas: "Después de media noche. "Después de lo que acabo de presenciar, me invade el temor mortal de que exista alguna funesta consecuencia para mi querido muchacho; es una aprensión que no me puedo explicar, pero de la que tampoco me puedo defender. Todos mis esfuerzos son vanos, en este sentido. La pasión infernal de Neville Landless, su fuerza para el mal y su rabia salvaje me anonadan. Es tan fuerte le impresión que sufro, que he entrado dos veces a la habitación de mi que-

rido niño para asegurarme de que dormía; tenía casi el temor de encontrarlo muerto y bañado en sangre." —He aquí lo que he escrito a la mañana siguiente: "Ned se ha levantado y ha partido con el corazón alegre y más despreocupado que nunca. No ha hecho más que sonreír cuando lo he prevenido, y me ha contestado que es muy capaz de defenderse solo del señor Neville Landless, si este joven furibundo quisiera atacarlo. Yo le he dicho que esto es posible, pero que él es tan malo como su adversario. Continuó tratando el asunto con toda ligereza, pero lo he acompañado lo más lejos posible y lo he dejado ir solo muy a mi pesar. "Soy incapaz de sacudir estos sombríos presentimientos de desgracia, si pueden llamarse así impresiones apoyadas en hechos concretos..."

—Una y otra vez —dice Jasper, volviendo las hojas del libro antes de dejarlo sobre el escritorio— he vuelto a caer en estas negras reflexiones, como lo demuestran otras notas de mi diario. Pero tengo, ahora al menos, la seguridad que usted me da para animarme, y la transcribiré en mi libro como un antídoto contra el retorno de mis terrores. —El antídoto será tal, yo espero —replica el señor Crisparkle—, que le hará echar sus notas al fuego. Yo debía ser el último en reprocharle nada esta tarde, cuando usted acaba de corresponder a mi deseo con tanta franqueza y prontitud; pero debo decirle, Jasper, que el cariño por su sobrino le ha hecho exagerar mucho las cosas. —Puedo apelar a su propio testimonio — dice Jasper, encogiéndose de hombros— sobre el estado de mi espíritu aquella noche, antes de consignar mis impresiones en este diario. Y por eso ve usted el tono con que las he escrito. ¿Re-

cuerda usted haber hecho alguna objeción a alguna palabra escapada durante la discusión y que le parezca demasiado fuerte? Mis palabras han sido en verdad mucho más fuertes que todas las que yo he puesto en mi diario. —Bien. Bien... Pruebe el antídoto que le digo —replica el señor Crisparkle—, y puede ser que le reporte ideas más risueñas y felices. Mejor es que por ahora no hablemos más del asunto. Tengo que agradecerle su intervención por mi parte, y lo hago muy sinceramente. —¡Ya verá usted! —dice Jasper mientras se estrechan la mano—. Su deseo no lo cumpliré a medias. Cuidaré de que Ned, si es el caso de ceder, lo haga totalmente. Tres días después de esta conversación, Jasper fue a visitar al señor Crisparkle, portador de la siguiente carta: "Mi querido Jack:

Estoy conmovido del relato que me haces sobre tu conversación con el señor Crisparkle, que tanto respeto y estimo. Me impongo el deber de declarar que en aquella ocasión me dejé llevar por mi ceguera, lo mismo que el señor Landless, y mi mayor deseo es que todo lo pasado sea olvidado por completo y que todo vuelva a ser como antes. Escucha, mi buen amigo. Invita al señor Landless a cenar para la víspera de Navidad. Nos reuniremos solamente los tres, y estrecharemos nuestras manos. Es un día de paz, y la intención debe ser también pacífica. Y no hablemos más del asunto. Mi querido Jack, vuestro afectuosísimo, EDWIN DROOD. P. D. Mis respetos afectuosos a la señorita Pussy en la próxima lección de música."

—Entonces, ¿esperará usted en esa ocasión al señor Neville? —dice el señor Crisparkle. — Cuento con su presencia —responde Jasper. CAPÍTULO XI UN RETRATO Y UN ANILLO DETRÁS del viejo suburbio de Holborn, en el mismo lugar donde ciertas casas adornadas de macizos aleros se mantienen todavía en pie, a pesar del peso de los siglos, mirando hacia el sitio donde pasaba el Oíd Bourne, existe un pequeño rincón formado por cuatro ángulos irregulares que se llama Staple Inn. Es un refugio de aquellos a los cuales llega el transeúnte escapando al estrépito de las calles, y donde se experimenta, por el silencio allí reinante, la misma sensación que experimentaría quien se pusiera algodón en los oídos y se calzara fieltro. Algunos gorriones, cegados por el humo de las chimeneas de la ciudad, parlo-

tean en los árboles, que aquellas mismas chimeneas han tornado grises. Se llaman unos a otros, imaginándose quizá que están en pleno campo, ya que pocos metros de césped y de caminos enarenados permiten esta dulce ilusión a su limitada inteligencia de pájaros. Este rincón casi campestre puede llamarse también jurídico, pues está habitado casi exclusivamente por gente de ley. En el centro se encuentra un pequeño patio iluminado en lo alto por una linterna. ¿Cuál es su finalidad? ¿A expensas de quién se mantiene? El autor de esta historia debe confesar que lo ignora en absoluto. En aquella época Cloisterham sintió como una profunda ofensa la construcción de un ferrocarril en sus alrededores: eso significaba una amenaza para sus viejas legislaciones, que son el más genuino orgullo de los británicos; por eso, temerosos ante la más pequeña desconfianza de los extraños sobre la solidez de sus sagradas leyes, alardean de su grandeza y con-

sistencia, indiferentes a los más graves acontecimientos del resto del mundo. En estos días ningún edificio de grandes proporciones proyectaba su sombra sobre Staple Inn; el sol castigaba allí con sus ardorosos rayos, y el viento del sudoeste soplaba sin obstáculos. Pero en una cierta tarde de diciembre, alrededor de las seis, ni el viento ni el sol herían a Staple Inn. Todo el rincón estaba envuelto en una espesa bruma. Las velas de sebo esparcían su luz indefinida y nebulosa en las ventanas de las casas, especialmente en la emplazada en uno de los ángulos interiores de aquel patio, que ostentaba sobre su grosero portal esta misteriosa inscripción en blanco y negro: P. J. T. 1747 En una de las dependencias de esta casa estaba sentado un personaje a quien nunca se le

había ocurrido torturarse el cerebro queriendo descifrar el significado de la inscripción, como no fuera para preguntarse algunas veces, echándole una dudosa mirada, si aquello querría decir John Thomas o Joe Tyler. Este personaje, que no era otro que el señor Grewgious, escribía instalado cerca del fuego. ¿Qué podría decirse contemplando al señor Grewgious si se conocieran las ambiciones y decepciones de su vida? Había hecho sus estudios para graduarse en leyes; luego los había abandonado para hacerse agente de negocios. Redactaba actas, hacía contratos; pero su profesión y él habían contraído, con el andar del tiempo, un enlace indiferente que podía en cualquier momento anularse por mutuo acuerdo, si es posible hablar de separación donde nunca ha habido unión. En verdad esta profesión había salido al encuentro del señor Grewgious para unirse a él, que en cierto modo la había cortejado sin lograr conquistarla completamente; y cada cual tiraba

ahora para su lado. Mientras tanto, le cayó un primero y último negocio importante: cierto arbitraje arrastrado hasta su despacho por una racha feliz e inesperada. El señor Grewgious había hecho su trabajo a conciencia, con infatigable ardor por la causa de la justicia, conforme a las más estrictas normas del derecho, y había embolsado por ello una buena cantidad de escudos. En la actualidad era cobrador de impuestos y administrador de dos ricos inmuebles; y repartía sus importantes honorarios con los abogados que ocupaban el piso inferior. El señor Grewgious había colmado su ambición y se había establecido a la sombra de la higuera y las marchitas viñas de P. J. T., plantadas en 1747. Numerosos libros; de cuentas, legajos de correspondencia y varias cajas-fuertes adornaban el gabinete del señor Grewgious. Podría decirse más bien que lo colmaban, tan consciente y preciso era el orden con que todo había sido dispuesto. El secreto temor de una muerte

repentina, dejando un dato o una cifra errónea o incompleta, hubiera fulminado al señor Grewgious. Nadie tan exacto como él para cumplir lo que se le confiaba. Tenía la fidelidad en la sangre, como otros tienen la actividad o la alegría. Su despacho no era lujoso. Hasta las comodidades eran limitadas en él. Sin embargo, la habitación era seca y caldeada por una buena chimenea. Lo que podría llamarse la vida privada del señor Grewgious, se reducía al calor de su estufa, al bienestar de su sillón y a los servicios de su vieja mesa plegadiza, que se colocaba delante del hogar al finalizar la tarea diaria y se retiraba por las mañanas a un rincón del cuarto, donde parecía un brillante escudo de caoba, apoyada en la alacena que siempre escondía alguna bebida grata al paladar. La habitación contigua pertenecía al escribiente. El dormitorio del señor Grewgious estaba al otro lado de la escalera, común a todos los

habitantes de la casa, y al pie de ésta, el sótano repleto. Durante trescientos días del año, por lo menos, el señor Grewgious atravesaba la calle para ir a comer al hotel Furnival, y luego la atravesaba nuevamente para disfrutar de sus simples y gratos placeres domésticos, hasta que se iniciaba el nuevo día de labor en la casa de P. J. T. 1747. Este mediodía, pues, encontramos al señor Grewgious sentado a su escritorio, al lado del fuego, y a su escribiente trabajando a su lado. El empleado es un hombre de unos treinta años, de cara pálida y abotagada, cabellos oscuros y ojos grandes y negros, de mirada opaca y desteñida; recuerda en conjunto a un pan mal cocido que necesitase otra vuelta de paleta en el horno. Es un ser misterioso que parece poseer un extraño dominio sobre el señor Grewgious. Muévese en la casa como un demonio familiar impuesto por no se sabe qué mágico encanto, porque es evidente que, de no tratarse de per-

judicar sus intereses personales, el señor Grewgious se hubiera desembarazado de él hace mucho tiempo. Tétrico compañero de tareas que parece haber descansado en la isla de Java a la sombra de aquel árbol siniestro, que ha cobijado más falsedades que todo el resto del reino vegetal. A pesar de todo, el señor Grewgious lo trata con una inexplicable consideración: —Y bien, Bazzard —pregunta al escribiente, levantando sus ojos del montón de papeles que se dispone a ordenar para el día siguiente—. ¿Qué nos ha traído el viento de esta noche, aparte de la niebla? —Al señor Drood. —¿Qué le sucede? —Ha venido. —Has debido anunciarlo. —Es lo que estoy haciendo —dice Bazzard. El visitante aparece, en efecto, en el umbral de la puerta.

—¡Ah! —exclama el señor Grewgious, echando una mirada a los candeleras que iluminan su escritorio—. Yo creía que usted sólo había dejado su nombre y se había ido. ¿Cómo está, señor Edwin? ¡Ah, Dios mío! Apenas puede usted respirar. —Es a causa de la niebla —responde Edwin—. Me hace arder los ojos como pimienta de Cayena, y me ahogo. —¿Es realmente tan dañina esta niebla? Hágame el favor... quítese la bufanda. Afortunadamente tengo buen fuego. El señor Bazzard se ha preocupado de que no me falte. —No. Yo no he hecho nada de eso —dice el señor Bazzard, que se ha quedado al lado de la puerta. —Entonces debo de haber sido yo, que me he cuidado de mí mismo sin darme cuenta — dice el señor Grewgious—. Le ruego... siéntese en el sillón... no... sí... le ruego a usted... Saliendo de una atmósfera semejante, un buen sillón es cosa que se impone...

Edwin se acomoda en el sillón, cerca de la chimenea. Se quita el sobretodo y la bufanda blanqueados por la escarcha, que rápidamente se evapora al calor del fuego. —¡Caramba! —dice Edwin riendo—. ¡Me siento tan bien aquí, que bien quisiera quedarme! —¡Y bueno! —dice el señor Grewgious—. ¡Quédese! La niebla no se despejará hasta dentro de una o dos horas. Podemos hacernos traer la comida de enfrente. Lo mejor que puede usted hacer es tomar aquí su pimienta de Cayena en lugar en hacerlo afuera. Le ruego. ¡Quédese a comer! —Es usted muy amable —dice Edwin, mirando a su alrededor, seducido sin duda por la invitación de una comida algo bohemia. —Nada de eso. Usted sí que es tan amable como para venir a visitar a un viejo y compartir su modesta olla. Invitaré —añade el señor Grewgious, bajando la voz y entornando los ojos como si hubiera tenido una feliz inspira-

ción—, invitaré al señor Bazzard. Si no lo hiciera, podría mostrarse ofendido... Bazzard aparece de nuevo. —Vas a cenar con el señor Drood y conmigo, Bazzard. —Si me lo ordena, naturalmente que lo haré, señor —dice el escribiente con aire sombrío. —¡Qué hombre! —exclama el señor Grewgious—. Pero no es una orden, Bazzard, es una invitación. —Gracias, señor —dice Bazzard—. En ese caso, encantado. O, a lo mejor, me es indiferente. —Bien. Queda arreglado. Puede ser que no tenga usted que oponer objeción alguna si le ruego que atraviese la calle para pedir en el hotel Furnival que manden lo necesario para poner la mesa. Pediremos para comer lo más caliente y picante que se pueda conseguir; luego, el mejor plato del día: un trozo de carne. Alguna cosilla como lomo de ternera; tendre-

mos en seguida pavo o ganso, o cualquier pieza de ese género que se pueda comer rellena o asada, que seguramente encontraremos en la lista. En una palabra, lo mejor que nos puedan enviar. Estas amplias instrucciones son dictadas por el señor Grewgious en su tono habitual; parece leer un inventario o recitar una lección. Después de haber sacado la mesa redonda de su rincón, Bazzard sale a cumplir sus órdenes. —Como usted habrá observado —dice el señor Grewgious discretamente— le he hecho al señor Bazzard estos encargos con suma delicadeza, porque comprendo que son más propios de un mucamo o de un proveedor...; de otro modo no le hubiera gustado. —Este empleado parece tener mucha libertad de acción en su casa, señor —observa Edwin. —¿Libertad de acción? —replica el señor Grewgious—. ¡Oh!, por cierto que no, querido amigo. ¡Pobre hombre! Se equivoca usted com-

pletamente. Si tiene libertad de acción, no será precisamente aquí. "Yo me pregunto adonde querrá ir a parar" —piensa Edwin. Pero no hace más que pensarlo, porque el señor Grewgious se la ha puesto delante, al otro lado de la chimenea, cruzando y anudando los cordones de su bata como disponiéndose a entablar conversación. —Me imagino —dice—, sin pretender tener el don de profecía, que usted me ha hecho el honor de su visita para decirme que va a emprender viaje adonde yo sé que se le espera, y ofrecerse, por si acaso tuviere que encargarle alguna pequeña comisión para mi encantadora pupila; pudiera ser también que para apremiarme un poco sobre ciertas disposiciones... ¿No es así, señor Edwin? —He venido a verlo antes de partir, señor, por una deferencia hacia usted. —¡Una deferencia!... —dice el señor Grewgious—. ¡Ah, ah! ¡Es claro!... Y a su deferencia,

¿no se mezcla por casualidad alguna impaciencia? —¿Impaciencia, señor? El señor Grewgious se ha propuesto ser astuto, pero esta intención ya sabemos que no se trasluce en absoluto sobre su fisonomía. Se ha puesto muy cerca del fuego, cuyo calor es casi insoportable, como si hubiera querido quemar la quintaesencia de su sagacidad —materia dura que necesitaría un fuerte calor para ser consumida, como un metal irreductible—. Pero su astucia fracasa de golpe ante el rostro calmo y la actitud impasible de su visitante. Queda, pues, solamente el efecto del fuego, y comienza a frotarse las partes que ha tenido expuestas al calor y que sin duda le escuecen. —Yo acabo de regresar de allí —dice el señor Grewgious cruzando otra vez su bata—. Y a eso me refería cuando le decía a usted que se le esperaba en Cloisterham. —Es verdad, señor. Sí. Sé que Pussy espera mi llegada.

—¿Tiene usted un gato allí?... —pregunta el señor Grewgious. Edwin se sonroja un poco. —Yo a Rosa la llamo Pussy —contesta. —¡Ah! —dice el señor Grewgious alisando sus cabellos—. ¡Es muy gracioso! Edwin observa fijamente el semblante de su interlocutor, espiando en él alguna recriminación por el empleo de este apodo para designar a la joven; pero de haber observado el cuadrante de un reloj, no lo hubiera encontrado más inmóvil. —Es un apelativo amistoso —repite Edwin—. Un pequeño nombre... —¡Hum!... —dice el señor Grewgious, haciendo con la cabeza un movimiento incomprensible, que fluctúa entre el vago asentimiento y la desaprobación formal, de tal modo que su visitante queda desconcertado. —Le digo Pus... Rosa... —empieza Edwin, corrigiéndose. —Pus... Rosa... —repite el señor Grewgious.

—Sí. Iba a decir de nuevo Pussy, pero he cambiado de idea. ¿Rosa le ha dicho a usted algo sobre los Landless? —No —responde el señor Grewgious—. ¿Qué es Landless? ¿Un estado... una villa o una granja? —No. Se trata de dos hermanos; una joven y un muchacho. Ella es pensionista en la Casa de las Monjas y se ha hecho muy amiga de P... Rosa. —De Rosa —concluye el señor Grewgious, con su expresión impasible. —Es una joven de notable belleza, y pensaba que podría habérsela descripto a usted o habérsela presentado. —Ni una cosa ni otra —dice el señor Grewgious—. Pero he aquí a Bazzard. Bazzard regresa, en efecto, acompañado de dos camareros; uno demasiado tieso y el otro movedizo al extremo. Los tres blanquean de escarcha, que hace chisporrotear el fuego. El camarero trae a cuestas todo lo necesario para

el servicio de mesa. Pone el mantel con una destreza y rapidez sorprendentes, en tanto que su apático compañero, que no ha traído nada, lo reprende continuamente. El primero se pone a repasar las copas, mientras el otro lo contempla inmóvil. El uno vuela de un lado a otro de Holborn; entra con las sopas y vuela otra vez para traer el plato del día; y siempre así para traer el lomo de ternera y las aves, sin contar las idas y venidas para buscar multitud de objetos cuyo olvido le reprocha el otro continuamente. Pero por más habilidad y rapidez que despliega en su servicio, recibe constantes censuras de su colega, tanto porque trae su ropa ligeramente escarchada, como porque viene agitado y anhelante. Terminada la comida, el camarero impasible quita el mantel, que cuelga de su brazo con gesto solemne, y después de echar una severa mirada, por no decir indignada, al otro que se afana secando y poniendo los vasos limpios sobre la mesa, dirige una mirada de despedida

al señor Grewgious que parece decir: "Queda entendido entre nosotros que la propina me pertenece sólo a mí, y que este esclavo no tiene derecho a nada". Y empujando hacia la puerta a su compañero, siempre inquieto, sale a su vez. Esta escena es, en miniatura, la que se representa en los altos cargos del gobierno: los subalternos trabajan, y los superiores descansan; y sería una pintura edificante, digna de figurar en la Galería Nacional. La niebla ha sido la razón de esta opípara cena, y es también ahora su condimento. Óyese afuera estornudar a los empleados, toser y sacudir sus zapatos sobre la grava. A cada instante, estremecidos por los escalofríos, hay que ordenarle al pobre camarero, que continúa revoloteando de un lado a otro, que cierre la puerta casi antes de abrirla, porque es bueno observar aquí, en forma de paréntesis, que las piernas de este joven, con los repetidos golpes que dan contra la puerta, demuestran hasta qué grado llega su delicadeza, ya que

siempre aparecen precediéndolo algunos segundos, como la línea precede al pescador; y se demoran también después de haber desaparecido con las fuentes, como las piernas de Macbeth la siguen casi asqueadas cuando sale del escenario para asesinar a Duncan. El anfitrión ha descendido a su bodega y escogido algunas botellas de un magnífico vino rubí y otras de hermoso color ámbar que han sido hechos con racimos madurados en un país que no conoce la niebla, para descansar después en la penumbra de la bodega. Aromáticos y efervescentes, luego de tan largo sueño, expelen por sí mismos los tapones como para facilitar el trabajo del sacacorchos, derramándose alegremente sobre el mantel antes de ser servidos, al igual que los prisioneros que se unen al grupo de sediciosos para romper las puertas de su prisión. Si P. J. T. en 1747 o en cualquier época de su existencia hubiera podido gustar semejante

néctar, habría resultado, sin género de duda, un grato compañero. Exteriormente, el señor Grewgious no parece sentir la influencia de esos vinos generosos. Diríase al observarlo que, en lugar de beberlos, los hubiera derramado por el suelo o volcado sobre su enjuta figura como un baño refrescante. Ningún efecto se trasluce sobre su impasible fisonomía. Su acostumbrada modalidad no se ha alterado en lo más mínimo. Con su rostro, que parece tallado en madera, observa a Edwin, y cuando al final de la comida lo invita a volver al sillón cerca del fuego —donde el joven se deja caer voluptuosamente, no sin hacer algunos cumplimientos— el señor Grewgious toma asiento cerca de la lumbre y se pasa las manos por la cara, examinando a su visitante a través de sus dedos ligeramente separados. —¡Bazzard! —dice el señor Grewgious, volviéndose hacia el escribiente.

—¿Qué pasa, señor? —contesta Bazzard, que ha hecho honor a la comida y bebida, la mayor parte del tiempo en silencio. —¡Brindo por ti, Bazzard! ¡Señor Edwin; por el éxito del señor Bazzard! —¡Por el éxito del señor Bazzard! —dice Edwin, sin la menor muestra de entusiasmo, y añadiendo para sus adentros—: "¿Por qué éxito, me pregunto?..." —Y puede —prosigue el señor Grewgious—...yo no tengo la libertad de ser explícito... puede... mi manera de expresarme es tan limitada que no sé cómo salir a flote... puede... sería menester tener imaginación y yo no la he tenido jamás. Es como una espina punzante el deseo que tengo en expresarme... ¡Puede ser que consiga sacármela! El señor Bazzard, mira el fuego con una sonrisa desagradable y pasa una mano por sus cabellos desordenados, como si allí tuviera él clavada la dichosa espina; luego la hunde en los

bolsillos de su chaleco y luego en los de su saco, como si no pudiera dar con ella. La mirada de Edwin sigue todos estos movimientos como si esperara verla aparecer; pero la espina no se deja ver y Bazzard se contenta con decir: —Ahora voy. —Bueno —dice el señor Grewgious, dejando el vaso ruidosamente sobre la mesa y diciendo al oído de Edwin, mientras lleva la mano a su boca para disimular su frase: —Ahora es necesario brindar por la salud de mi pupila. Pero he comenzado por Bazzard, porque de otro modo no le hubiera gustado. Estas últimas palabras son acompañadas por un guiño que pretende ser misterioso, pero que ni siquiera llega a ser propiamente una guiñada, pues sus párpados no tienen ninguna agilidad. Edwin guiña sus ojos vivamente, a manera de respuesta, pero ignorando realmente la razón de todo aquello. —Y ahora —dice el señor

Grewgious— propongo un brindis por la bella y seductora señorita Rosa. ¡Bazzard! ¡A la bella y seductora señorita Rosa! —Muy bien, señor —dice Bazzard—. Estoy en todo de acuerdo. —Y yo lo mismo —dice Edwin. —¡Que Dios me asista! —exclama el señor Grewgious, rompiendo el triste silencio que ha seguido naturalmente al brindis—. ¿Por qué estamos siempre dispuestos a callar después de haber cumplido con un pequeño rito social como éste, que, después de todo, no llega a despertar nuestras reflexiones ni a sugerir alguna meditación a nuestro espíritu? ¿Por qué nos callamos? ¡Quién pudiera decirlo! Yo soy un hombre esencialmente positivo y no obstante, me imagino —si es que puedo servirme de esta expresión no teniendo un átomo de imaginación— que yo sería capaz de pintar el estado de espíritu de un verdadero enamorado. —Le escuchamos, señor —dice Bazzard—. Háganos ese retrato.

—El señor Edwin corregirá las partes defectuosas —dice el señor Grewgious— y con unos cuantos toques hábiles sabrá imprimir vida a mi cuadro. Yo no soy un hombre como los demás. Puedo decir sin reparos, hablando de mí mismo, que he nacido como un pedazo de leño y no conozco las amables simpatías ni las tiernas experiencias del amor. Pues bien, me aventuro sin embargo a suponer que el espíritu del verdadero enamorado está completamente absorbido por el objeto de su amor; debe adorar hasta su nombre, y esta palabra preciosa no puede oírla pronunciar ni repetirla sin emoción. Si el enamorado usa para designar a su novia algún diminutivo particular y mimoso, lo reserva para ella sola y no lo profiere delante de oídos vulgares. Un nombre que él tiene el privilegio de usar en la dulce intimidad de su amada, no lo hará conocer a los profanos. Ésta sería una prueba de frialdad e insensibilidad equivalente a una falta de fe en su amor. No es asunto para ligeras jactancias. Es maravilloso ver al

señor Grewgious sentado, con su cuerpo tieso, las manos apoyadas en las rodillas y recitando su discurso con frases entrecortadas como un niño de asilo de caridad que, poseedor de una buena memoria, declamase su catecismo. El señor Grewgious no traiciona ninguna emoción en.relación con sus palabras, como no sea un leve estremecimiento en la punta de su nariz. —Queda entendido que mi cuadro está supeditado asus retoques, señor Edwin — continúa el señor Grewgious—; trata de presentar al verdadero enamorado siempre impaciente de encontrarse en presencia o cerca de su amada, importándole muy poco de otras compañías. Si yo dijera que la busca como el pájaro busca el calor de su nido, me sentiría ridículo, porque pretendería tomar aires de poeta, y yo no entiendo nada de poesía. He estado toda mi vida lejos de la poesía; entre ella y yo hay más de diez mil leguas. Y además, ignoro por completo el lenguaje de los pájaros y sus costum-

bres, menos las de los gorriones de Staple Inn que hacen sus nidos en las cornisas, las goteras y los caños de las chimeneas. Estos refugios no han sido construidos para ellos por la mano benéfica de la naturaleza. Le ruego, entonces, desechar la idea del nido de los pájaros. Mi retrato se reduce a representar el verdadero enamorado como no pudiendo soportar la existencia lejos del objeto amado, viviendo una vida dividida y falsa. Si no expreso claramente lo que quiero decir, es porque no tengo facilidad de expresión y no puedo explicar lo que tengo en la mente, o bien que mi idea no es precisa y por esa razón no consigo transmitirla. Pero me satisface pensar que no estoy en este último caso. Edwin enrojece y palidece a medida que avanza su huésped en su discurso. Permanece sentado, con la vista fija en el fuego, mordiéndose los labios por momentos. —Las ideas especulativas de un hombre positivo y pusilánime como yo —prosigue el se-

ñor Grewgious, conservando la misma postura y hablando exactamente en el mismo tono anterior— son seguramente equivocadas sobre un tema tan umversalmente como es el del amor. Pero me figuro, a pesar de todas las correcciones y objeciones del señor Edwin, que no puede existir frialdad, ni cansancio, ni duda, ni indiferencia, ni tibieza, ni confusión en el espíritu de un verdadero enamorado. Dígame usted, se lo ruego. ¿Ha sido más o menos exacta mi pintura? Tan brusco en su conclusión, como lo ha sido en el exordio y en la exposición de sus ideas, Grewgious lanza esta interrogación a Edwin, y espera inmóvil su contestación en el momento en que se le hubiera imaginado a mitad apenas de su discurso. —Yo diría, señor —tartamudea Edwin— ya que es a mí a quien propone usted esta cuestión... —Sí —dice el señor Grewgious— me dirijo a usted como a una autoridad en la materia.

—Yo diría pues, señor —continúa Edwin confundido—, que el retrato esbozado por usted es, en tesis general, bastante exacto; pero debo observar que quizá haya estado usted un poco severo con el pobre enamorado... —Es probable —reconoce el señor Grewgious— es probable... soy un hombre rudo por naturaleza. —Puede el enamorado no demostrar todo lo que siente —dice Edwin— y acaso... quizás no pueda... Aquí se detiene un largo rato sin acertar a encontrar el resto de su frase. El señor Grewgious aumenta esta dificultad exclamando: —¡Sí, ciertamente! ¡Él no puede demostrarlo! A este punto los tres guardan profundo silencio. Conviene añadir que el mutismo de Bazzard es motivado por un profundo sueño.

—Y su responsabilidad no es menos grande —dice el señor Grewgious al fin, con los ojos siempre fijos en el fuego. Edwin hace un signo de asentimiento. —Que se asegure bien, pues —dice el señor Grewgious—, que no se juegue con otra persona ni con él mismo. Edwin se muerde los labios otra vez y mira él también el fuego de la chimenea. —No debe hacer su juguete de un corazón que es un tesoro. ¡Maldición sobre él si lo hiciera! ¡Que grabe bien esto en su corazón! En aquella manera de hablar entrecortada, recitando sus frases como si fueran sentencias que recordaba al niño del asilo declamando el Libro de los Proverbios, hay algo de romántico que contrasta en un hombre tan prosaico. Sacudiendo su índice delante de las brasas, cae de nuevo en profundo silencio. Pero no por mucho tiempo. Se mantiene erguido y tieso en su silla, y de vez en cuando golpea sus rodillas. Habríase dicho la imagen tallada en madera de un

gnomo grotesco despertando de su sueño secular. —Es necesario terminar esta botella, señor Edwin —dice—. Permítame que le sirva. Serviré también al señor Bazzard, aunque está dormido. De otro modo se disgustaría. Sirve a ambos y se sirve él mismo; vacía su vaso y lo pone boca abajo sobre la mesa, como si acabase de atrapar una mariposilla. —Y ahora, señor Edwin —prosigue, repasando sus manos y su boca con el pañuelo—, ocupémonos de un pequeño asunto... Yo le he enviado el otro día una copia certificada del testamento del padre de la señorita Rosa..., usted conoce su contenido. Yo se lo hubiera enviado al señor Jasper, pero la señorita Rosa me manifestó su deseo de que le fuera remitido directamente a usted. —Sí, señor. —Debiera usted haberme acusado recibo de él —dice el señor Grewgious—. Los negocios

son negocios en todas partes. Y sin embargo, usted no lo ha hecho. —Yo tenía la intención de decirle que lo había recibido cuando llegué esta tarde. —No es ésta la manera más adecuada de acusarme recibo de un documento —replica el señor Grewgious—, pero dejemos esto. En ese documento usted ha debido notar algunas palabras de benevolencia referentes a una misión que me fue confiada verbalmente y que debo cumplir llegado el momento oportuno; elección esta última dejada a mi propia discreción. —Sí, señor. —Señor Edwin. Mientras miraba el fuego he pensado que no encontraré nunca mejor ocasión que la que se nos presenta esta noche para cumplir esta misión de confianza. Concédame toda su atención por espacio de medio minuto. Y así diciendo, saca de su bolsillo un juego de llaves, elige una a la luz de las velas y luego, ayudado con la luz de un candelabro, se acerca a un escritorio, lo abre, hace funcionar el resorte

de un cajoncillo secreto y saca de él un pequeño estuche de forma corriente con capacidad para un anillo. Con el estuche en la mano vuelve a ocupar su silla. Cuando lo tiende al joven para enseñárselo, su mano tiembla. —Señor Edwin; vea usted esta pequeña rosa formada con diamantes y rubíes, engarzados delicadamente en su montura de oro; es un anillo que ha pertenecido a la madre de la señorita Rosa. Ha sido quitado de la mano de la muerta en mi presencia, con tal transporte de dolor que confío en no tener jamás mis miradas un espectáculo semejante. Yo soy un hombre duro, muy duro, pero no demasiado, créame usted... Vea usted el brillante esplendor de estas piedras —prosigue mientras abre el estuche— y piense que unos ojos más brillantes aún las han contemplado a menudo. Esta joven mujer tenía un corazón valiente y dichoso; ese corazón y esos ojos no son ahora más que polvo confundido en el polvo después de varios años.

Si yo tuviera un poco de imaginación, de la que, no es necesario que lo diga, carezco por entero, podría imaginarme que la permanente belleza de esta alhaja tiene algo de cruel. Y diciendo estas palabras, el señor Grewgious cierra el estuche. —Ese anillo fue un regalo hecho por su esposo a la joven que murió ahogada al comenzar casi su feliz y hermosa existencia. Le fue entregado el día que se prometieron mutua fe. Él ha sido quien la retiró después de su mano inerte y él mismo el que la depositó en las mías cuando sintióse cercano a la muerte. Esta alhaja me ha sido confiada con la intención de que cuando ustedes llegaran a la mayoría de edad, y persistiera el proyecto de alianza convenido, yo la entregara a usted para que a su vez la pusiera en la mano de su novia. En el caso de que esta deseada unión no llegara a realizarse, la alhaja quedará en mi poder. El rostro del joven se muestra turbado y una cierta hesitación acompaña el movimiento de

su mano, cuando el señor Grewgious le presenta el estuche mirándolo fijamente. —Cuando coloque usted este anillo en el dedo de su prometida, piense bien que es el símbolo de la perpetua fidelidad, que usted le hará juramento a ella y a la memoria de los muertos. Debe usted ir al encuentro de su novia para terminar los últimos e irrevocables preparativos de su boda. Llévele entonces este anillo. El joven toma el pequeño estuche. —Si sobreviniese cualquier desacuerdo, por leve que fuere, entre vosotros...; ¡si tuviere usted la secreta conciencia de que va a dar este paso solemne sin una razón más poderosa que el hábito de considerarlo así, porque ha sido dispuesto de antemano, conjuro a usted en nombre de su prometida y por la memoria de los muertos, a que me devuelva ese anillo! En este momento Bazzard se despierta por el rumor que él mismo hace al roncar. Como sucede habitualmente en estos casos, se pone a mirar en el vacío con el temor de que su aire

distraído lo acuse de haber estado durmiendo, si mira a su patrón. —¡Bazzard! —dice el señor Grewgious con tono rudo jamás usado. —¡Lo escucho, señor —dice Bazzard—. No he dejado de escucharlo un momento. —En cumplimiento de una misión que me ha sido confiada anteriormente, devuelvo al señor Edwin Drood una alhaja de diamantes y rubíes. ¿La ve usted? Edwin saca de su bolsillo el estuche y lo abre. —Esta bien —dice Bazzard—. Soy testigo de la transacción. Evidentemente impaciente por el deseo de retirarse y de encontrarse solo, Edwin toma su sobretodo y su bufanda, murmurando confusamente unas palabras respecto a una cita... La niebla no se ha. despejado, a juzgar por el aspecto del camarero movedizo, que entra una vez más en la casa con el pretexto de ofrecer el café, pero Edwin sale de todos modos.

Bazzard le sigue. Y el señor Grewgious queda solo paseando a largos pasos por la estancia durante una larga hora. Parece esta noche abatido y excitado a ratos. "Confío en que he obrado bien —se dice—. Su intervención era necesaria. Ha sido cruel separarme del anillo, pero tarde o temprano hubiera tenido que deshacerme de él." Cierra el cajón secreto vacío, suspirando; echa llave a su escritorio y vuelve a ocupar su sitio acostumbrado en el hogar solitario. "Su, anillo —prosigue— me recuerda a ella... Mi espíritu estaba suspendido de este objeto de una manera extraña, esta noche... es natural... lo he tenido tanto tiempo y lo he amado tanto... yo me pregunto..." Su estado de ánimo es a ratos meditativo y a ratos inquieto; a pesar de los esfuerzos que hace para calmarse, después de una nueva caminata por la habitación, cuando regresa al lado del fuego, cae de nuevo en sus tristes reflexiones.

"Yo me pregunto por la milésima vez, por qué soy tan débil e insensato y qué puede significar todo esto ahora para mí. Si me ha confiado su hermosa huerfanita es porque él sabía... ¡Dios mío! ¡Cómo se ha transformado al crecer en el vivo retrato de su madre!... Me pregunto si alguna vez ha llegado a sospechar que otro la adoraba, en silencio y sin esperanzas cuando conquistó su amor... y me pregunto si nunca habrá sabido quién era ese ser infortunado... me pregunto si podré dormir esta noche. De todos modos voy a aislarme del mundo en mi lecho y a tratar de conseguirlo." El señor Grewgious atraviesa el umbral, se refugia en su dormitorio frío e impregnado de niebla y se dispone a meterse en cama. Al pasar frente a un espejo manchado de humedad, observa su rostro, que ilumina de más cerca ayudado por la luz del candelero que lleva en la mano y se contempla un momento.

"Hermosa traza para pensar en el éxito de ocupar los pensamientos de una mujer! ¡Métete en la cama! ¡Pobre hombre!, y acaba de divagar. Y al decir esto apaga la luz, se envuelve entre las sábanas y después de suspirar nuevamente, se aisla del mundo. Existen tantos secretos rincones románticos en el corazón de los hombres desgraciados, hasta de los más "pusilánimes y positivos", que el viejo P. J. T. mismo habrá divagado quizá allá por el año 1747 en otros tiempos, como el señor Grewgious lo hace ahora. CAPÍTULO XII UNA NOCHE CON DURDLES CUANDO el señor Sapsea no tiene mejor cosa que hacer durante la tarde, y encuentra que la contemplación de su inmensidad le resulta un poco monótona, no obstante la amplitud del tema, suele salir a tomar aire por el

atrio de la catedral y sus alrededores. Le gusta pasear por el cementerio con el aire de un importante propietario, y alimentar en su espíritu el pensamiento de que debe ser magnánimo con la memoria de su amada huéspeda en aquel lugar: la señora Sapsea, de quien ha proclamado públicamente todas las virtudes. Le gusta espiar cuando dos o tres personas se asoman para mirar el monumento por entre los barrotes de la reja y leen, seguramente, su famosa inscripción. Si encuentra en su camino algún forastero que sale apresurado, queda moralmente convencido de que se aleja "con el rubor en la frente", tal como apostrofa la inscripción de su monumento. La importancia del señor Sapsea se ha acrecentado desde su nombramiento de alcalde de Cloisterham. "Si no fuera por los alcaldes no cabe duda, todo el edificio social trastabillaría." El señor Sapsea cree de cierto que él es el autor de esta sentencia.

Es verdad que muchos alcaldes han llegado a caballeros por haberse distinguido por sus arengas, aunque la mayor parte de ellos, como verdaderas máquinas mortíferas, hayan perforado con sus diatribas la desdichada gramática inglesa. El señor Sapsea puede distinguirse como cualquier otro por la calidad de sus discursos. ¡Tome usted su escudo, señor Sapsea; es usted de los que honran a la humanidad! El señor Sapsea había cultivado la amistad del señor Jasper, desde aquella primera oportunidad en que ambos se habían regalado con el oporto, los epitafios, el chaquete, la carne y la ensalada. El señor Sapsea había sido recibido en casa del señor Jasper con encantadora hospitalidad. En esta ocasión Jasper se había sentado al piano y había cantado para el alcalde, acariciando sus oídos (esto va en tono figurado) el tiempo necesario para que el Sapsea guardase el recuerdo de aquel canto halagador. Lo que más aprecia el señor Sapsea de aquel joven es su deseo siempre manifiesto de avalo-

rar la sabiduría de personas de más experiencia; y sobre todo lo que él llama su "buen fondo". Y la prueba evidente es que aquella tarde había cantado para el señor Sapsea, no una de esas canciones profanas que gustan a nuestros enemigos nacionales, sino el verdadero canto preferido de Jorge III, donde este gran rey invita a reducir a polvo todas las islas fuera de Inglaterra, todos los continentes, los istmos, los promontorios, etc., etc., y hasta barrer los mares. En resumen, esta canción establece claramente que la Providencia ha cometido un error manifiesto al crear tan pequeña, una nación que tiene subditos de corazón de roble, y dar por el contrario grandes extensiones de tierra a otros pueblos que no son sino plagas en el mundo. El señor Sapsea se pasea pues, lentamente en esta húmeda tarde, cerca del cementerio, con las manos en la espalda, buscando algún forastero que se retire "con el rubor en su frente".

Se encuentra a la vuelta de un camino, con la santa presencia del deán que conversa con el pertiguero y con el señor Jasper. El señor Sapsea presenta sus respetos al deán, y su actitud súbitamente toma un aire tan eclesiástico como no lo ofrecen los arzobispos de York o de Canterbury, reunidos en pleno. —Tiene usted la evidente intención de escribir un libro sobre nosotros, señor Jasper — dice el deán—. ¡Escribir un libro sobre nosotros! Bueno. Somos viejos y debemos inspirar un buen libro. No estamos, sin embargo, tan bien documentados sobre nuestras posesiones como sobre nuestros años; puede usted consignar "esto" en su libro entre otras cosas, y llamará justamente la atención sobre nuestros errores. Tope, esclavo de su deber, demuestra con un gesto que esta iniciación del tema le interesa sobremanera. —No tengo ninguna intención, en realidad, señor, de hacerme autor o arqueólogo. Es pura

fantasía. Pero en esta misma fantasía el señor Sapsea tiene más parte que yo. —¿Cómo es esto, señor alcalde? —dice el deán, devolviendo el saludo del magistrado—. Explíquenos, señor alcalde. —Ignoro —observa el señor Sapsea mirando a su alrededor como buscando confirmación a una cosa de la que en efecto, no está muy bien informado—. Ignoro a propósito de qué se digna, el muy reverendo deán, referirse a mí. Dice esto el señor Sapsea mientras observa el tipo original que se aproxima. —¡Durdles! —sugiere Tope. —Así es —repite el deán— ¡Durdles! ¡Durdles! —La verdad es —dice el señor Jasper— que mi curiosidad respecto a este hombre ha tenido su principio estimulada por el señor Sapsea. El conocimiento que posee el señor Sapsea del género humano y la facultad que goza de penetrar cuanto puede existir de extraño y misterioso relacionado con este sujeto me han inducido

a ocuparme más seriamente de este personaje que tengo la oportunidad de encontrar frecuentemente en mi camino. No se sorprendería usted tanto, señor deán, si hubiera oído como yo la conversación que el señor Sapsea tuvo con él en su casa. —¡Ah! —exclama el señor Sapsea, recogiendo la pelota en el aire con inefable complacencia y evidente ostentación—. ¡Sí, sí! ¿A esto alude el muy reverendo deán? Sí. He tenido oportunidad de reunir en mi casa a Durdles y al señor Jasper. Considero a Durdles como un tipo muy especial. —Un tipo especial, señor Sapsea, en el que usted con su hábil escalpelo ha penetrado a fondo —dice Jasper. —No tanto, precisamente —replica el imponente rematador—. Yo he logrado un ligero ascendiente sobre él y he estudiado un poco su naturaleza íntima. El muy reverendo deán, puede creer que en verdad conozco un poco el mundo.

Y dicho esto, el señor Sapsea retrocede un paso y contempla los botones de su chaqueta. —Bueno —dice el deán, mirando a su alrededor en busca de su imitador—. Espero que el señor alcalde tendrá a bien servirse de sus estudios y del conocimiento que ha adquirido de Durdles para exhortar a este buen hombre a tener cuidado de no romperle el cuello a nuestro digno y respetado maestro de música. No podríamos reparar semejante pérdida; la cabeza y la voz del señor Jasper son demasiado preciosas para nosotros. De nuevo vivamente interesado, Tope se deja vencer por una explosión de risa convulsiva aunque respetuosa, que sabe reducir prontamente a un murmullo lleno de deferencia. Tope parece dar a entender que no puede existir ninguna persona que no se tenga por muy honrada y feliz de desnucarse escuchando en compensación un tal cumplimiento surgido de tal fuente.

—Asumo la responsabilidad, señor —dice Sapsea con importancia—, de responder por el cuello del señor Jasper. Diré a Durdles que tenga el mayor cuidado; tomará muy en cuenta lo que le diga... ¿Pero cómo puede el señor Jasper encontrarse en peligro en estos momentos? — dice Sapsea, mirando a su alrededor con aire protector. —Es a causa de una expedición a la luz de la luna que debo hacer en compañía de Durdles, entre las tumbas, las excavaciones, las torres y las ruinas —responde el señor Jasper—. ¿Recuerda usted que sugirió esta idea cuando nos encontramos los tres, diciendo que una excursión de este carácter era digna de tentar a un enamorado de lo pintoresco como yo? —Sí. Ya me acuerdo —responde el rematador. Y este solemne idiota creía que se recordaba, en efecto. —Aprovechando su "sugerencia —prosigue Jasper— he efectuado varios paseos durante el

día en compañía de este hombre extraordinario, y hemos proyectado una exploración más amplia a la luz de la luna, para esta noche. —He aquí a Durdles que llega —dice el deán. Durdles, que tiene en la mano el paquete que contiene su comida, avanza en efecto hacia ellos, con el sombrero echado sobre los ojos. Al acercarse y distinguir al deán, se descubre y se dispone a alejarse con su sombrero bajo el brazo, cuando el señor Sapsea lo detiene. —Tenga mucho cuidado con mi amigo —le dice, como una orden terminante. —¿Cuál de sus amigos ha muerto? — pregunta Durdles—. No. he recibido ninguna orden de enterrar a ninguno de sus amigos. —Yo hablo de mi amigo vivo aquí presente. —¡Ah! ¿El? ¡Bien puede cuidarse por sí mismo! ¿No es verdad, señor Jasper? —Pero es que este cuidado le toca a usted igualmente. ¿Me entiende usted?

Sintiéndose mandar en este tono, Durdles le arroja de los pies a la cabeza una mirada dura e irritada. —Con toda la sumisión y respeto que debo a su reverencia, el señor deán, si usted se ocupa de sus asuntos, señor Sapsea, yo me ocuparé de los míos. —Pierde usted el genio —replica el señor Sapsea, guiñando un ojo al deán y al señor Jasper para llamarles la atención sobre su procedimiento conciliador usado con este pobre hombre. —Yo me preocupo de mis amigos y el señor Jasper es mi amigo. Usted también, por otra parte, es mi amigo. —No se deje llevar usted por su eterna manía de alabarse siempre —replica Durdles con algo de advertencia en su severa mirada—. Veo que va creciendo y Durdles es quien se loi previene.

—Se deja llevar usted por su naturaleza — repite Sapsea, que enrojece, volviendo a hacer un guiño a los otros dos. —Yo soy dueño de hacer lo que quiera — replica Durdles— y no me gusta que se tomen libertades conmigo. El señor Sapsea guiña el ojo por tercera vez a las personas allí presentes, como si quisiera decir: "Estoy seguro de que ustedes convienen conmigo en que he arreglado este asunto en forma". Y seguidamente se aleja para cortar la conversación. Entonces Durdles desea las buenas noches al deán y añade, poniéndose el sombrero: —Me encontrará usted en mi casa, como hemos convenido, señor Jasper, cuando me necesite. Ahora voy a lavarme. Esta pretensión de entrar a su casa para lavarse era un inexplicable ultraje cometido por este hombre a la verdad de las cosas: su persona, su sombrero, sus zapatos y su ropa, cubiertos siempre de una capa uniforme de polvo y

yeso, jamás dejaban adivinar el paso del cepillo. El encendedor de los faroles empieza a llenar de puntos luminosos el tranquilo atrio; sube y baja ágilmente su escalerilla, cumpliendo su trabajo con rapidez. La luz rasga la sagrada sombra en la que Cloisterham está envuelta desde hace siglos. La pequeña ciudad no conoce otra vida más agitada, y asombraría el que alguien pudiera concebirla de otro modo. Y el deán se dirigió a su casa para cenar, Tope a su té y el señor Jasper a su piano. Allí, sin otra luz que la que esparcía el fuego del hogar, Jasper se sienta y canta con su bella voz, grave música sacra durante dos o tres horas, hasta que es noche cerrada. En este momento sale la luna. Entonces, silenciosamente, Jasper cierra su piano, cambia su americana por una chaqueta y guarda en uno de sus bolsillos una cantimplora recubierta de mimbre, se pone un sombrero hongo de grandes alas, y siempre silenciosamente sale de su casa.

¿Por qué todas estas precauciones? No parece haber razón para ocultarse. ¿Piensa emprender alguna excursión extraña e inconfesable? Acercándose a la inconclusa morada de Durdles o más bien al agujero que éste ha practicado en el muro de la villa, y advirtiendo la luz en su interior, Jasper se aventura en medio de las lápidas, nichos y fragmentos de mármol que obstruyen el sendero y que la luna comienza a iluminar aquí y allá. Los dos obreros lapidadores han dejado sus picas clavadas entre los bloques de piedra. Ahora, dos obreros fantasmas escapados de la danza de los muertos, podrían deslizarse con tétrica mueca hasta sus sitios y tallar, munidos de fantásticos buriles, las lápidas de los dos conciudadanos de Cloisterham destinados a morir primero. Es poco probable que estos dos ciudadanos piensen en la muerte en este momento y están gozando sin duda de felicidad. Arduo sería predecir cuál de los dos morirá antes.

—¡Hola, Durdles! —dice Jasper. La luz se pone en movimiento y Durdles aparece en la puerta. Había entrado en su casa para "lavarse"; suponemos que para ello se habrá servido de una botella y una jarra, pues ningún otro objeto se ve en la habitación que pueda ser empleado con ese fin; los ladrillos de los muros están desnudos; las vigas del techo no están siquiera recubiertas de yeso. Es aquél un triste lugar para recibir a un visitante. —¿Está usted pronto? —Estoy pronto, señor Jasper. Que los viejos aparezcan, si se atreven, mientras nos paseamos en medio de sus tumbas. Los espíritus materiales de Durdles están listos para recibirlos. —¿Quiere usted decir espíritus animales o infernales? —Unos y otros. Quiero significar que ambos —dice Durdles. Jasper escucha sin sorprenderse esta jerga misteriosa.

Durdles toma una linterna colgada de un clavo; mete uno o dos fósforos en su bolsillo para encenderla si es necesario y salen ambos sin olvidar el paquete que contiene la comida. Que Durdles habituado a rondar sin objeto entre las tumbas saliera silenciosamente de su casa para recomenzar sus andanzas favoritas, no tiene nada de extraordinario; pero que el maestro de coro concibiese esta idea fantástica y se uniese a Durdles para estudiar en su compañía los efectos de la luz de la luna, ya es otro asunto. Es, por lo tanto, una singular expedición. —Tenga cuidado con ese montículo que está cerca de la puerta del patio, señor Jasper. —Lo veo. ¿Qué es? —Es cal. Jasper se detiene y espera que se le reúna Durdles. —¿Es esto lo que llama usted cal viva? — dice.

—Sí —dice Durdles—; lo bastante viva como para devorar las suelas de sus zapatos, y si se descuida usted, lo bastante viva como para acabar con sus huesos. Ambos se ponen en camino, pasando delante de las ventanas rojas del Albergue a dos peniques y atravesando a la claridad de la luna la viña de los monjes. Llegan después al Rincón del Canónigo Menor, casi por completo sumergido en la sombra. La luna, todavía baja, no alcanza a iluminarlo plenamente. El rumor de una puerta que se cierra llega hasta ellos y distinguen a dos hombres que salen de la casa. Son el señor Crisparkle y Neville. En el rostro de Jasper se dibuja una rápida y extraña sonrisa, mientras apoya su mano en el hombro de Durdles para advertirle que se detenga. Sabe que allí la oscuridad es profunda. Hay en aquel lugar un viejo muro, cuya altura alcanza al pecho de un hombre, último resto de la

clausura de un viejo jardín que ahora forma un pequeño pasaje. Si Jasper y Durdles hubieran avanzado un paso más, estarían fuera del muro, pero al detenerse han quedado ocultos por él. —El señor Crisparkle y su alumno sólo han salido para hacer un paseo —murmura Jasper—. Pronto llegarán a la parte iluminada por la luna; quedémonos quietos donde ahora estamos. De otro modo nos retendrán o querrán unirse a nosotros, Durdles hace una señal de asentimiento y se pone a roer algunos trozos de pan que saca de su alforja, mientras Jasper, apoyados sus brazos en el muro, y el mentón en la mano, espía a los paseantes. Su mirada, sin embargo, no se detiene en el canónigo menor; está fija en Neville, que es el inconsciente punto de mira de dos ojos cargados de amenazas como una carabina amartillada. La verdad es que el semblante de Jasper muestra en su expresión tal potencia destructi-

va que quizá el mismo Durdles la adivina en las tinieblas, pues detiene el movimiento de sus mandíbulas y se olvida de engullir el pedazo que sujeta entre los dientes. Durante todo este tiempo, el señor Crisparkle y Neville van y vienen conversando tranquilamente. No se alcanza a distinguir netamente lo que conversan, pero Jasper ha escuchado su nombre pronunciado más de una vez. "Estamos en el primer día de la semana — dice el señor Crisparkle— y el último será la víspera de Navidad." "Puede estar usted seguro de mí, señor." El eco había sido favorable llevando hasta el escondite el rumor de aquellas palabras, que luego se hicieron más confusas... Sin embargo, Jasper oyó la palabra "confianza"... pronunciada por el señor Crisparkle y aun este fragmento de respuesta, cuando los dos paseantes se acercaron: "Confianza no merecida aún, pero que lo será en breve, señor".

Cuando vuelven de nuevo sobre sus pasos, Jasper escucha todavía su nombre asociado a estas palabras del señor Crisparkle: "Recuerde que yo me he comprometido respondiendo por usted..." Más tarde se detienen un instante y el señor Neville parece hablar con sincera animación. Cuando retoma de nuevo su camino, Jasper ve cómo el señor Crisparkle levanta sus ojos al cielo y lo muestra a su alumno. Y luego desaparecen en seguida de haber atravesado la parte iluminada por la luna en la extremidad opuesta del Rincón del Canónigo. Apenas alejados, Jasper vuélvese hacia Durdles y estalla en una carcajada. Éste, que conserva en la boca algún resto de comida, y que no ve por ninguna parte motivo para tanta hilaridad, mira fijamente al señor Jasper hasta que el músico se tapa la cara con la mano, para sofocar su extraño deseo de reír.

Entonces Durdles traga el resto de su comida de una sola vez, a riesgo de pescar una indigestión. En estos rincones solitarios es raro sorprender un rumor o un movimiento cuando ha empezado a oscurecer. El tránsito por las calles y senderos, escaso durante el día, es nulo durante la noche. Jasper y Durdles marchan paralelamente a la calle principal de la cual los separa la vieja catedral. Esta calle es el cauce natural del movimiento comercial de Cloisterham; pero una especie de pavoroso silencio rodea, al caer el día, el viejo edificio, los claustros y el cementerio, y son muy pocas las personas que se atreven a afrontar este desierto. Preguntad a los cien primeros ciudadanos de Cloisterham que encontréis al azar en vuestro camino al mediodía, si creen en aparecidos, y os contestarán que no; pero ofrecedles que durante la noche elijan entre atravesar el recin-

to del claustro o el pasaje de los mercados, y noventa y nueve sobre cien preferirán hacer doble camino y tomar por la ruta más frecuentada. Inútil buscar la causa de esta preferencia en alguna superstición local, respecto al recinto del claustro, si bien una dama misteriosa con un niño en brazos y una cuerda colgando alrededor de su cuello ha sido vista rondando por estos parajes por algunas personas tan impalpables como ella misma; pero es una repugnancia innata la que el polvo animado por el soplo de la vida siente hacia el polvo inanimado. Y todos se hacen confusamente la siguiente reflexión: "Si los muertos pueden de algún modo hacerse visibles a los vivos, es muy probable que elijan estos lugares con tal propósito y ésta es suficiente razón para que yo, vivo, me aleje tan rápidamente como me sea posible". Esto explica por qué, cuando Jasper y Durdles se detienen para mirar a su alrededor antes de descender a la cripta por una pequeña puer-

ta lateral de la que el último lleva la llave, todo el espacio que se ofrece a sus miradas iluminado por la luna, esté completamente desierto. La marea de la vida se detiene al llegar al portón de la casa, de Jasper. Su murmullo se escucha desde adentro, pero ninguna ola sobrepasa aquel límite señalado por la arcada debajo de la cual brilla la lámpara, que a través de las cortinas derrama su luz roja asemejando el edificio a un faro. Los dos hombres entran, después de haber cerrado la puerta tras ellos, descienden una escalera en ruinas y llegan a la cripta. La linterna no es necesaria porque la luz de la luna, atravesando las ventanas desprovistas de vitrales, se refleja en el suelo. Los enormes pilares que sostienen la bóveda proyectan espesas masas de sombra, entre las que se alargan líneas luminosas. Pasean por espacio de algún tiempo entre estos senderos iluminados, mientras Durdles discurre acerca de sus "viejos". Habla de abatir y excavar un

muro bajo el cual supone que se encuentra una familia entera que fue lapidada y enterrada viva, y pone tal convicción en su relato, como podría hacerlo un íntimo amigo de esa familia. El aire taciturno habitual de Durdles ha desaparecido en estos momentos, bajo la influencia de la cantimplora de mimbre del señor Jasper, que circula libremente, o mejor, cuyo contenido entra libremente en la circulación del señor Durdles, mientras Jasper sólo se enjuaga la boca con el líquido y lo arroja en seguida. Ahora van a subir a la gran torre. A medida que ascienden la escalera, Durdles se detiene para tomar aliento y de vez en cuando también, otro trago. Las gradas están envueltas en espesa sombra, pero más allá de la oscuridad alcanzan a ver los senderos luminosos que acaban de atravesar. Durdles se sienta y Jasper lo imita. El olor de la cantimplora de mimbre, que no se sabe cómo ha pasado a poder de Durdles, indica claramente que ha sido destapada, pero esta

comprobación no la ha hecho Jasper con sus ojos, pues la oscuridad es tan completa que no se distinguen uno al otro, y cuando se hablan, sus semblantes se vuelven sólo instintivamente. —¡Es de buena calidad este licor, señor Jasper! —¿De buena calidad? ¡Ya lo creo! Lo he comprado con la intención de adquirir ése precisamente y no otro. —Ellos no aparecen, ¿ve usted señor Jasper? Los "viejos" no quieren mostrarse. —Si los muertos se hicieran ver, Durdles, habría aún más confusión en este mundo. —En efecto. Eso traería la confusión de todas las cosas —dice Durdles después de un momento de silencio consagrado a la reflexión. La idea de los aparecidos no se había presentado todavía en su espíritu desde el punto de vista doméstico o cronológico. —Pero, ¿cree usted que puedan existir fantasmas que no sean hombres ni mujeres?

—¿Qué podrían ser entonces? ¿Sombras de árboles, de arneses o de caballos? —No. Porque hacen ruidos. —¿Qué clase de ruidos, Durdles? —Gritos. —¿Cómo gritan?... "¡¡Sillas para componer!! ¡¡Sardinas frescas!!"... —No. Gritos de dolor. Yo le voy a contar una cosa, señor Jasper; pero espere que Durdles ponga en orden la cantimplora. Y quitando el tapón, lo ajusta nuevamente. —Ahora ya está en orden. El año pasado en esta misma época, sólo algunos días más tarde, hice lo que ordinariamente se hace en estos días: festejé la fiesta de Navidad. Bueno. Los pilletes de la villa se encarnizaron conmigo. Por fin, pude escapar de ellos y vine a encerrame aquí. Durdles cayó en un profundo sueño. ¿Y sabe usted qué lo despertó? El fantasma de un grito. Un terrible alarido. Y ese grito fue seguido por el fantasma de un aullido. El aullido de un perro, un largo y triste aullido parecido al

que emiten estos animales cuando ha muerto alguna persona. ¡Vea usted cómo pasó Durdles la víspera de Navidad! —¿Qué quiere usted decir? —grita Jasper. Su respuesta había sido brusca, casi violenta. —Quiero decir que hice averiguaciones por todas partes, y comprobé que sólo los oídos de Durdles habían escuchado aquel grito y aquel aullido. Y por eso es que aseguro que uno y otro han de haber sido lanzados por fantasmas. ¿Por qué estos fantasmas se manifiestan a mí solamente? ¡Jamás lo he comprendido! —¡Durdles! Yo pensaba que usted era otra clase de hombre —le dice Jasper con tono despectivo. —También yo lo pienso —responde Durdles, con su calma habitual—. Y sin embargo fui elegido para estas pruebas. Jasper se levanta bruscamente. —¡Vamos! —dice—. Nos estamos helando aquí. Muéstreme el camino.

Durdles responde a esta invitación, aunque no está muy seguro sobre sus piernas. Abre la puerta en lo alto de la escalera, con la misma llave usada antes, y llegan al nivel de la gran nave por un pasadizo que costea el coro. Aquí la luz de la luna es tan clara que los colores de los vitrales se reflejan en sus semblantes. Durdles mantiene la puerta abierta y parece, sin saberlo él mismo, un fantasma saliendo de su tumba; está extremadamente pálido a pesar de la banda roja que le cruza la cara y el trazo amarillo que le corta la frente. Pero soporta la escrutadora mirada de su compañero con una perfecta insensibilidad, aunque esta mirada es muy prolongada. Jasper hurga en sus bolsillos buscando la llave que le ha sido confiada para abrir la reja de hierro al pie de la escalera que los conducirá a la gran torre. —Esta llave y la cantimplora son ya una carga más que suficiente para usted —dice,

entregando la llave a Durdles—. Déme su paquete. Yo soy más joven y tengo mejores pulmones. Durdles duda un momento en la elección entre el paquete y la cantimplora, pero da la preferencia a esta última por serle más agradable compañía, y confía sus provisiones a su compañero de exploración. Empiezan a subir la escalera de caracol de la vieja torre. Operación fatigosa porque es necesario dar vueltas y vueltas sin cesar, bajando la cabeza para evitar los golpes con las gradas superiores o con los salidizos de piedra, en torno de los cuales se enrosca la escalera. Durdles ha encendido su linterna arrancando al muro, duro y frío, una chispa de este fuego misterioso que se esconde en todas las cosas, y guiados por su destello ascienden la escalera cubierta de polvo y telarañas. Esta ascensión los conduce a lugares extraños. A veces se encuentran en pequeñas galerías de bajas arcadas,

desde donde pueden contemplar la nave iluminada por la luna. Ayudado por su linterna Durdles muestra las cabezas de ángeles oscuros, que ornan las cornisas de la bóveda con aire de espiarlos en su marcha. Más arriba trepan escaleras más estrechas y empinadas; el aire de la noche sopla sobre sus cabezas congelándolos; el grito de alguna corneja espantada resuena seguido de un batir de alas, y una lluvia de paja y de polvo envuelve a los dos hombres. Por fin, después de haber dejado la linterna sobre una grada, pues el viento sopla cada vez con más fuerza en aquella altura, llegan a la cima desde donde dominan la ciudad de Cloisterham. Es hermosa la pequeña ciudad contemplada a la luz de la luna con sus monumentos en ruinas, sus santuarios de la muerte en la base de la torre y sus casas cubiertas de musgo, de techos de teja y muros de ladrillos rojos, destinados a morada de los vivos. Un poco más lejos serpen-

tea el río hasta el límite del horizonte. Las olas próximas al mar se hinchan y se agitan. ¡Qué asombrosa expedición! Moviéndose sin ruido y sin razón aparente para evitarlo, Jasper contempla la escena, sobre todo la parte envuelta en tranquila sombra que rodea la catedral. Pero observa también a Durdles con no menos curiosidad, y éste, por momentos, tiene conciencia de las escrutadoras miradas que se fijan en él. Decimos "por momentos", porque hay momentos en que Durdles comienza a sentirse cada vez más pesado y somnoliento. Como los aeronautas aligeran el peso de su lastre cuando quieren elevarse, así también Durdles continúa vaciando la cantimplora de mimbre a medida que sube. Puede decirse que duerme de pie, y el sueño le corta la palabra. Un ligero acceso de delirio se apodera asimismo de él; le parece que el suelo está muy distante y al nivel de la plataforma de la torre,

sintiéndose capaz de prolongar su marcha en el espacio. En estas condiciones comienzan el descenso. Y como los aeronautas aumentan su carga cuando quieren descender, así Durdles se suministra el líquido que aún contiene la cantimplora para bajar más fácilmente. Llegan por fin a la reja de hierro, que vuelven a cerrar, no sin que Durdles haya trastabillado dos veces en su descenso. En la segunda caída se ha herido en una ceja. Al llegar a la cripta, Jasper piensa que saldrá de ella como ha entrado. Pero en el mismo sitio donde las líneas de luz se destacan entre los pilares, Durdles, que pronuncia inciertas palabras, tambalea y cae. Helo aquí al pie de un pesado pilar, un poco más pesado apenas que él mismo, preguntando a su compañero con voz apagada si le permite cerrar los ojos un instante. No le pide exactamente cerrar los ojos, sino que le dice:

—Permita usted que Durdles guiñe un ojo por un rato. —¡Sea! —replica Jasper—. No le dejaré a usted solo aquí... Duerma, que yo me pasearé entretanto. Durdles se duerme inmediatamente, y sueña. ¿No fue más que un sueño? Si se considera cuan vasta es la extensión del país de los sueños y qué variadas y maravillosas son sus imágenes, aquél no era de los más notables, como no fuera por la agitación y el parecido con la realidad. Durdles sueña que está acostado allí... Es él, en efecto... Duerme y cuenta los pasos de su compañero que pasea. Sueña que los pasos se pierden en la lejanía del tiempo y del espacio, y que algo lo toca y que alguna cosa cae de su mano. Oye después un sonido prolongado; busca tanteando a su alrededor y vuelve a soñar que está solo largo tiempo y que los rayos de luz

cambian de dirección a medida que la luna avanza, en su curso. Luego se siente abatido, destrozado; sueña que está enfermo por el frío, y se despierta penosamente. La luz de la luna ha cambiado efectivamente de dirección e ilumina a Jasper, que se pasea agitando las manos y golpeando el suelo con los pies. —¡Hola! —grita Durdles, alarmado sin saber por qué. —¿Se ha despertado usted al fin? —dice Jasper acercándose—. ¿Sabe usted que sus guiñadas de ojo han durado mucho tiempo? —¿Mucho tiempo?... No... —Le aseguro que sí. —¿Qué hora es? —Escuche... El reloj de la torre va a sonar. Da los cuatro cuartos de hora. El gran reloj da la hora, y la vieja campana se estremece.

—¡Las dos! —exclama Durdles, levantándose con esfuerzo—. ¿Por qué no ha tratado usted de despertarme, señor Jasper? —Lo he hecho, pero con tanto éxito como si hubiera sacudido a un muerto, a un miembro de esa familia encerrada en su rincón, de esos a que usted aludía. —¿Me ha tocado usted? —¿Que si lo he tocado? Sí, y lo he sacudido también. Durdles recuerda que, efectivamente, alguien lo tocó mientras dormía. Mira el suelo y ve la llave de la puerta de la cripta cerca del sitio donde está acostado. —La habré dejado caer, sin duda... —dice, recogiéndola. —Bueno —dice Jasper sonriendo—. ¿Está usted listo? No se apure, se lo ruego. —Espérese que arregle mi paquete, señor Jasper, y en seguida seré con usted... Mientras compone el nudo de su paquete, advierte que Jasper continúa observándolo.

—¿Qué sospecha usted de mí, señor Jasper? —pregunta, con el gruñido propio de la embriaguez—. ¡Que los que sospechan de Durdles se expliquen! —Yo no sospecho nada de usted, mi buen señor Durdles; pero sospecho que mi cantimplora ha sido llenada de un licor más fuerte de lo que suponíamos. Y además —añade Jasper, tomando la cantimplora y poniéndola boca abajo— sospecho que está vacía. Durdles se digna sonreír ante esta broma, lo que no le impide dirigirse interiormente a sí mismo severos reproches sobre su afición a la bebida. A duras penas consigue llegar hasta la puerta, que abre. Salen ambos, y Durdles cierra la puerta y mete la llave en el bolsillo. —Muchísimas gracias por esta curiosa e interesante noche —dice Jasper dándole la mano—. ¿Podrá usted encontrar el camino para volver a su casa?

—Durdles lo está pensando —responde el aludido—. Si usted le hiciera a Durdles la ofensa de acompañarlo a su casa, Durdles no entraría en ella. Estas últimas palabras fueron pronunciadas con tono mucho más firme. —¡Buenas noches, entonces! —¡Buenas noches, señor Jasper! Ambos emprenden el camino de regreso a sus respectivas casas, cuando de pronto un agudo silbido rasga el silencio de la noche y una voz se oye cantar en espantosa jerga. Un instante después una lluvia de piedras golpea contra los muros de la catedral, y el antipático muchacho autor de la pedrea muéstrase a ellos bailando y haciendo cabriolas a la luz de la luna. —¡Aja!... ¡Ese diablo de muchacho nos sigue espiando todavía! —exclama Jasper, dejándose arrebatar por una furia tan violenta que él mismo se asemeja al demonio que menciona—.

¡Derramaré la sangre de ese pequeño miserable! ¡No podré contenerme! Sin esquivar la lluvia de piedras, muchas de las cuales lo golpean con fuerza, persigue a Deputy, lo toma del cuello y trata de arrastrarlo, pero es trabajo difícil lidiar con el muchacho, pues apenas éste se siente preso por el cuello, encoge las piernas, obligando a su perseguidor a mantenerlo suspendido en el aire. De su garganta se escapan gritos roncos y ahogados, y su cuerpo se agita retorciéndose como si experimentara ya los primeros síntomas de la estrangulación. Jasper lo suelta, e inmediatamente Deputy busca protección atrincherándose detrás de Durdles, y grita furiosamente a Jasper con los dientes apretados: —¡Lo voy a dejar ciego! ¡Le voy a reventar los ojos a pedradas! Y guareciéndose siempre detrás de Durdles, puesto en guardia para prevenir un nuevo ataque de Jasper, decidido a poner en práctica

todas sus conocidas artimañas llegado el caso, le grita: —¡Trate de alcanzarme ahora, si puede! —No le haga ningún daño a esta criatura, señor Jasper —dice Durdles interponiéndose—. ¡Trate de reaccionar! —¡Nos ha seguido continuamente toda la noche, desde que pasamos por aquí! —¡Eso no es verdad! ¡Yo no los he seguido! —exclama Deputy, usando un tono casi amable, en contraste con su habitual aspereza. —¡Y ha seguido rondando a nuestro alrededor desde entonces! —dice Jasper. —¡Eso no es cierto!... Sólo acababa de salir para tomar un poco de aire, cuando los vi cerca de la catedral. Y tarareando su eterna canción, y siempre cobijándose detrás de Durdles, le dice: —¿Acaso es culpa mía? —Acompáñelo a su casa —dice Jasper, conteniendo su furor y dirigiéndose al muchacho:

—¡Trata de que no ponga más mis ojos en ti! Después de hacer oír otro agudo silbido, como expresión de alivio, Deputy deja que Durdles se le adelante y empieza a perseguir a este respetable caballero a pedradas, siempre en dirección a su casa, como si fuera un obstinado toro salvaje. Jasper se encamina a su domicilio, absorto en sus cavilaciones. Como todo tiene su fin, también termina esta inexplicable expedición... por esta vez. CAPÍTULO XIII A CUAL MEJOR... EL ESTABLECIMIENTO de la señorita Twinkleton entra en un sereno letargo. Se aproximan las vacaciones de Navidad, y lo que en otro tiempo, no hace mucho, la erudita señorita Twinkleton llamaba simple y prosaicamente "el semestre", de un tiempo a esta parte se

nombra en forma más elegante y más conforme al estilo clásico: "curso". El curso, pues, expiraba al día siguiente. Desde hace algunos días un manifiesto relajamiento de la disciplina se ha deslizado en la Casa de las Monjas. Las educandas improvisan comidas y pequeñas reuniones en los dormitorios. En una oportunidad han hecho circular una lengua ahumada cortada con tijeras y ensartada en un hierro de ondular; han distribuido también porciones de mermelada en improvisados platos fabricados con papel de "bigudines", y han bebido vino de prémula en un vasito que sirve como medida para tomar su poción tónica a la pequeña Ricketts, una jovencita de débil constitución. La buena voluntad de las mucamas se conquista mediante pequeños obsequios: restos de cintas, zapatos de tacos gastados, pero todavía en buenas condiciones, sin mencionar las golosinas olvidadas intencionalmente en los dormitorios. En estas ocasiones lucen las niñas sus

vestidos más vaporosos, y la audaz señorita Ferdinand hasorprendido al auditorio con un "solo" ejecutado en un peine y una hoja de papel de seda, hasta que dos jovencitas traviesas la hacen callar sofocándola con una almohada. Estas locuras no son, por cierto, los únicos signos que anuncian una desbandada próxima; se ven valijas y baúles en las habitaciones, y la cantidad de objetos diseminados por todas partes indica la actividad febril de los preparativos de viaje. Las sirvientas son obsequiadas con potes y cajas de crema y polvo a medio vaciar, horquillas y prendas que han quedado sin par. Bajo inviolable secreto, hay intercambio de confidencias relacionadas con la juventud dorada de Inglaterra, cuyas visitas ellas esperan recibir tan pronto lleguen a sus hogares; una sola de las educandas, llamada Giggles, alardea de que la deja completamente indiferente el homenaje de los jóvenes, opinión que es ruidosamente protestada por sus compañeras.

Es un hábito tradicional entre las estudiantes, y lo consideran como un pacto de honor, pasar la última noche en vela, esperando la visita de los espectros que según la leyenda vagan por el viejo edificio. Este convenio, sin embargo, se rompe invariablemente, pues las jóvenes concilian el sueño muy pronto y se levantan con el alba. La ceremonia final se realiza a las doce del día de la partida, cuando la señorita Twinkleton, secundada por la señora Tisher, recibe a las educandas en su departamento. Los globos terrestre y celeste están ya cubiertos con.tela. Sobre la mesa, adornada para esa ocasión, se ven vasos de vino generoso, pasteles y tartas cortadas en trozos. La señorita Twinkleton dice entonces, dirigiéndose a ellas: —¡Niñas! El correr de otro año nos hace llegar a esta época de fiestas, en que por primera vez nuevos sentimientos embargan y hacen latir vuestros...

Todos los años la señorita Twinkleton estaba a punto de agregar "pechos", pero todos los años se detenía en el momento de pronunciar esta palabra y la substituía por "corazones". —...corazones... ¡Hem!... Vuestros corazones... Nuevamente la tarea de un año más nos obliga a hacer una pausa en nuestros estudios, que considero muy adelantados; y ahora, al igual que el marinero en su barca, el guerrero en su tienda, el cautivo en su celda y el viajero en sus peregrinaciones, vosotras también es natural que sintáis la nostalgia de vuestros hogares... Repitamos entonces en esta ocasión los primeros versos de la conmovedora tragedia de Addison. —Y los recita con voz compungida: En un cielo gris Se anuncia el alba Del día esperado...

—Sin embargo —continúa—, no es así; desde el horizonte al cénit todo es de color de rosa, porque todo nos habla de nuestros parientes y amigos. ¡Ojalá los encontremos bien y puedan ellos comprobar que hemos progresado en la medida de sus deseos. ¡Señoritas! Sólo nos resta ahora, con el cariño que nos profesamos mutuamente, decirnos adiós. Que tengamos la dicha de volver a vernos... y cuando llegue ese momento reanudaremos nuestras tareas... Aquí un sentimiento de profunda melancolía se posesionó del auditorio. —Estos trabajos que... Estos trabajos... Recordemos siempre lo que dijo aquel general espartano, en términos demasiado conocidos para ser repetidos, en aquella batalla que es inútil nombrar... Las mucamas del colegio, con sus uniformes de gala y guantes blancos, hacen circular las bandejas, y las jóvenes beben a pequeños sorbos y saborean los manjares.

Se oye el ruido de los carruajes, que ya se acercan a la verja; está próximo el momento de la separación. La señorita Twinkleton, depositando un beso sobre la mejilla de cada niña, le confía una carta muy amable dirigida a su pariente más cercano, que lleva en uno de los ángulos estas palabras: "Con los mejores augurios de la señorita Twinkleton". Y entrega esta misiva como si no tuviera la más mínima conexión con el importe de la cuenta; más bien como una delicada y agradable sorpresa. Rosa ha presenciado muchas escenas semejantes; y como no conoce más hogar que esa casa, casi está contenta de tener que permanecer en ella. Y esa idea la hace más feliz que en años anteriores, pues en esta ocasión su más reciente y querida amiga se quedará también. Y sin embargo en esta nueva amistad falta algo que ella echa mucho de menos. Helena Landless, que ha estado presente cuando las revelaciones de su hermano respecto a Rosa, y que se

ha comprometido a guardar el silencio aconsejado por el señor Crisparkle, evita toda alusión al nombre de Edwin Drood. ¿Por qué actúa así? Esto es un misterio para Rosa y a la vez un contratiempo, porque la reserva de Helena le impide aliviar su corazón de todas sus dudas y vacilaciones. Le hubiera gustado tenerla por confidente, pero la actitud de su compañera le intimida y la constriñe a guardar silencio. Obligada a reflexionar sola sobre las dificultades de su situación, Rosa se irrita, y cada día se pregunta con más impaciencia por qué Helena evita pronunciar el nombre de Edwin, con más razón ahora, después de estar enterada de que la armonía entre los dos jóvenes se restablecerá en cuanto llegue Edwin Drood... ¡Qué lindo cuadro podría pintarse con el grupo de esas hermosas niñas que abrazaban a Rosa bajo el viejo portal de la Casa de las Monjas, y ver a esa criatura llena de luz y de vida despedirlas agitando la mano (ajena a la pre-

sencia de los rostros esculpidos de las gárgolas, que parecen observarla con astucia). Mientras tanto, van alejándose los carruajes. Rosa parece simbolizar la juventud quedándose en ese lugar frío y viejo para comunicarle un poco de calor, de vida y de alegría. La triste calle Real guarda el eco de todas esas voces argentinas que siguen oyéndose cada vez más lejanas: ¡Adiós, Capullo! ¡Adiós, querida amiga! Y la efigie del padre del señor Sapsea, que adorna la fachada de la casa situada enfrente del colegio, parece decir a los transeúntes: "Señores: ¡no quedamos tan desamparados! Congratulémonos con la presencia de esta figura encantadora que para dicha nuestra permanece aquí!" La silenciosa calle de Cloisterham se anima durante algunos momentos con la presencia de tan brillante y fresca juventud, para volver poco después a su calma habitual y a su vieja fisonomía. Si la pequeña Rosa en su retiro espera la llegada de Edwin Drood con el corazón inquieto,

Edwin, por su parte, no estaba más tranquilo. Con no menos firmeza en sus propósitos que la que animaba a la infantil belleza, proclamada por aclamación la reina del establecimiento de la señorita Twinkleton, él tenía una conciencia que el señor Grewgious había aguijoneado singularmente. Las firmes convicciones de éste sobre el bien y el mal en una situación como la suya, no debían ser ni desdeñadas ni tomadas a broma: eran inmutables. De no haber mediado la cena en Staple Inn, y a no ser por el anillo que guardaba, hubiera dejado llegar despreocupadamente el día de la boda, ya que el casamiento no le sugería ningún pensamiento serio y confiaba en que todo se solucionaría sin dificultades. Pero colocado bruscamente por el señor Grewgious frente a la realidad y a su obligación de cumplir sinceramente con el pedido de los muertos y el deseo de los vivos, había comenzado a vacilar.

¿Debía darle el anillo a Rosa o devolvérselo al señor Grewgious? Dispuesto a la acción, se sentía decidido a considerar los derechos de Rosa sobre él con menos egoísmo que antes; estaba mucho menos seguro de sí que en otro tiempo, en los días de fácil indolencia. "Yo me dejaré guiar por lo que ella diga, y decidiré según lo que resulte de nuestra conversación." Tal es la conclusión a que llega mientras se encamina a la Casa de las Monjas. "Cualquiera sea el resultado de nuestra conversación —piensa—, tendré muy presentes las palabras del señor Grewgious y me empeñaré en cumplir mi deber tanto con unos como con los otros." Rosa estaba vestida para salir. Lo esperaba. Es un día frío, pero brilla el sol, y la señorita Twinkleton ya ha autorizado comprensivamente un paseo al aire libre. Salen juntos antes de que sea necesario que la señorita Twinkleton o su secretaria confidencial, la señora Tisher, se

sacrifiquen para cumplir con las conveniencias. —Mi querido Eddy —dice Rosa cuando han doblado la esquina de la calle Real y llegan al silencioso paseo vecino a la catedral, junto al río—, tengo algo muy serio que decirte. Lo he pensado desde hace mucho tiempo, mucho tiempo... —Yo también siento la necesidad de conversar seriamente contigo, mi querida Rosa. Y tengo la intención de ser leal y sincero. —Gracias, Eddy. Y no te figuras que soy desconsiderada porque hable yo primero, ¿verdad? Ni tampoco juzgarás que lo hago sólo en mi propio interés porque me adelanto a tomar la palabra. Esto no sería generoso; y como te sé generoso a ti, quiero serlo tanto como tú. — Espero —dice él— no ser ya egoísta contigo, Rosa. No la llamaba ya Pussy. No debía ya hacerlo nunca más. —Y no es de temer — prosiguió Rosa— que discutamos. Porque, Eddy, tenemos tantas razones —añade, entrelazando sus manos sobre el brazo de él— para

ser indulgentes el uno con el otro. —Lo seremos, Rosa. —¡Qué buen muchacho eres, Eddy. Tengamos valor; a partir de hoy sólo nos unirá un profundo afecto fraternal. —¿Nunca seremos marido y mujer? — ¡Nunca! Durante unos instantes ninguno de los dos habla, pero después de este momento de silencio, Eddy dice, haciendo un pequeño esfuerzo: —Naturalmente, sé que ambos hemos pensado lo mismo, Rosa. Desde hace tiempo, en verdad, debo confesar honradamente que esta idea creo que no ha nacido primeramente en ti. —Ni en ti tampoco —replica Rosa con acento sincero y conmovido—. Este pensamiento surgió naturalmente en los dos. Tú no estabas satisfecho con nuestro compromiso; tampoco me hacía a mí feliz. ¡Lo siento tanto! ¡Tanto! Y al decir estas palabras, Rosa se echa a llorar desconsoladamente.

—Yo estoy también profundamente apenado, hondamente afligido por ti! —¡También lo estoy yo por ti, mi pobre amigo! Este sentimiento de ternura y dulce indulgencia que los jóvenes se demuestran mutuamente, trae consigo como recompensa una suave serenidad que los realza en su respectiva posición. Ya no surge entre ellos ninguna aspereza, y sus relaciones, que habían dejado de ser forzadas, se están transformando en algo más elevado, afectuoso y verdadero. —Si lo hubiéramos sabido ayer —dice Rosa, enjugándose los ojos—. Hace mucho que nos sentimos molestos con el noviazgo establecido entre nosotros sin nuestro consentimiento. Bien vemos hoy que lo mejor es dejarlo sin efecto; es muy natural que estemos apenados; es cierto que estamos tristes los dos, pero cuánto mejor es que lo estemos ahora y no... —¿Cuándo, Rosa? ¿Qué quieres decir?

—Cuando fuera demasiado tarde, porque entonces sentiríamos una mutua y profunda irritación. Después de otro momento de silencio, continúa Rosa, inocentemente: —¿Y sabes? De haber sido así, no hubieras podido amarme, mientras que siempre podrás estimarme ahora, que no soy ya ni un obstáculo ni un aburrimiento para ti. Yo también podré quererte siempre; tu hermana no te molestará más ni se complacerá en mortificarte. Muy a menudo acostumbré hacerlo cuando aún no era tu hermana; te ruego sepas disculparme. —No toquemos ese punto, Rosa, o yo necesitaría más perdón que el que me gustaría imaginar. —Evidentemente que no, Eddy. Eres demasiado severo contigo mismo, mi generoso amigo; sentémonos sobre estas ruinas, hermano, y déjame decirte hasta qué punto habíamos llegado. Creo saberlo, porque he reflexionado mucho desde la última vez que viniste. Yo no te

gustaba, ¿no es cierto? Pensabas que era yo una pobre y linda criatura... —Todos opinan así, Rosa. —¿Lo dices en serio? —le pregunta ella, frunciendo el entrecejo como meditando, y agrega atropelladamente—: Bueno. Admitamos que sea así... Pero no me parece justo que tú opines sobre mí igual que todo el mundo. ¿No es así? Como no llegaran a resolver el punto neurálgico, continuaron conversando sobre el tema. —Sobre nuestro asunto —dice Rosa— sigo reflexionando; nos ha ocurrido lo siguiente: Tú me querías, te habías acostumbrado a mí y creciste con la idea de que debíamos casarnos. Tú aceptaste nuestra situación como algo inevitable, ¿no fue así? Pensabas que debía acontecer, y entonces... ¿para qué discutir o rebelarse? Era una cosa extraña y nueva para Edwin Drood verse tan claramente reflejado en el espejo que la joven ponía ante él. Hasta entonces

él siempre había hecho alarde de un aire protector en su superioridad, lleno de condescendencia desdeñosa, por la escasa lógica femenina que ella poseía. Pero ahora pensaba que el deseo de Rosa de recuperar su libertad había aguzado su inteligencia. Indudablemente hubo algo radicalmente equivocado en las condiciones que los habían conducido a un compromiso para toda la vida. —Todo lo que digo de ti vale también para mí, Eddy. Si no fuera así, no tendría la audacia de decirlo; la única diferencia que existe entre nosotros es que, poco a poco, yo he adquirido la costumbre de reflexionar sobre este asunto, en lugar de descartarlo. Mi vida no es activa como la tuya, ¿comprendes?, ni tengo tantas cosas de que ocuparme. Entonces he pensado muchas veces en nuestro problema, y he derramado también muchas lágrimas, aunque éstas no por tu culpa, ¡pobre amigo mío!, cuando de improviso mi tutor llegó para prepararme a dejar la Casa de las Monjas. Yo traté de

darle a entender que no estaba enteramente resuelta, pero vacilaba y no tenía valor de explicarme más claramente, y el señor Grewgious no supo comprenderme, pero es un hombre excelente. Me hizo ver con mucha bondad, pero también con tanta energía, las serias consideraciones que debíamos hacer ambos en nuestra posición, que entonces me decidí a hablarte la primera vez que nos encontráramos solos y en un estado de ánimo en el que pudiéramos conversar, sin amargura ni rencor, de un tema semejante. Si he parecido abordar el tema tan fácilmente hace unos instantes, explicándome con tanta franqueza, no creas que ello me ha resultado sencillo; todo lo contrario. Ha sido para mí bastante duro tener que afrontarlo, y me ha causado profunda pena. El corazón de Rosa, que se encuentra profundamente oprimido, la hace estallar una vez más en sollozos. Edwin la toma entonces cariñosamente por el talle, y así continúan caminando por la orilla del río.

—Yo también he conversado con tu tutor, querida Rosa. Estuve con él antes de salir de Londres. Mientras así dice tantea disimuladamente el anillo que guarda sobre el pecho; hace una pausa y piensa que es inútil que se lo mencione a Rosa, ya que debe devolverlo. —Y esa conversación que tuviste con el señor Grewgious ¿es la que te ha hecho cavilar tanto? Si yo no te hubiera hablado con la sinceridad con que acabo de hacerlo, estoy segura que la iniciativa hubiera partido de ti. No me gusta pensar que la decisión a que hemos llegado es obra exclusivamente mía, aunque el resultado nos beneficie a los dos por igual. —Sí, vine con esa idea. Pensaba plantearte la situación, pero nunca hubiera conseguido expresarme tan claramente como tú lo has hecho. —¿No querrás decir, acaso, "tan fría y desconsideradamente", Eddy? Por favor, no me gustaría que pensaras de este modo.

—No, Rosa; he querido decir tan sensible y delicadamente; con tanta cordura y afecto. —¡Eso es pensar como un verdadero hermano! —le dice Rosa, oprimiéndole la mano con entusiasmo—. Las pobres chicas van a estar profundamente desilusionadas —agrega, mientras en sus ojos aún brillan algunas lágrimas—. ¡Hace tanto tiempo que se preparan para el acontecimiento! —Mucho más grande será la desilusión que sufrirá Jack cuando se entere —responde Edwin Drood, algo sobresaltado—. No se me había ocurrido pensar en Jack. La fugaz y profunda mirada con que envuelve a Edwin cuando él pronuncia estas palabras, no puede ser recogida, aunque lo deseara, como no puede retornar al cielo la luz del relámpago que ha surcado una nube. Confundida entonces, baja la mirada y su respiración se hace más rápida. —¿Dudas, acaso, de que éste no sea un rudo golpe para Jack, Rosa? —dice Edwin.

Rosa se limita a responder, evasiva y rápidamente: —¿Y por qué voy a dudarlo? No había ni siquiera pensado en ello. Me parece que el señor Jasper era tan ajeno a este problema... —¡Mi querida niña! ¿Puedes tú suponer que una persona tan ligada a otra (esta expresión es de la señora Tope y no mía) como Jack lo está conmigo, podría dejar de sentirse vivamente impresionado ante un cambio tan repentino y radical en mi vida? Digo repentino porque será una verdadera sorpresa para él cuando lo sepa. Rosa inclina la cabeza dos o tres veces, y sus labios se entreabren como asintiendo, pero no puede emitir ningún sonido ni serenar su respiración. —¿Cómo darle a Jack esta noticia? — murmura Edwin entre dientes. Si hubiera estado menos absorbido por sus pensamientos, habría advertido la extraña desazón de Rosa. "No se me había ocurrido pensar en Jack — continúa diciendo—; sin embargo, hay que in-

formarlo de esto antes que sea del dominio público. Comeré con él mañana y pasado, víspera de Navidad, pero no creo que sea necesario aguarle este día de fiesta. Él siempre se aflige tanto por todo lo que me atañe, y le da tanta importancia a simples bagatelas... Esta noticia lo abrumará, estoy seguro. ¿Cómo diablos comunicársela? —Tendría que informarlo otra persona. —Querida Rosa, ¿en qué otra persona podríamos confiar que no fuera Jack? —Mi tutor me ha prometido venir si yo le escribía pidiéndoselo. Le escribiré. ¿Te gustaría encargarlo de esta misión? —¡Magnífica idea! —exclama Edwin—. Uno de los albaceas; nada más natural. Llega, va a visitar a Jack, lo informa de lo que hemos resuelto y lo pone al corriente de todo mucho mejor de lo que podríamos hacerlo nosotros. El señor Grewgious ya se ha dirigido a ti con gran delicadeza de sentimientos; lo ha hecho conmigo del mismo modo, y estoy seguro de que ex-

pondrá el asunto a Jack en la forma más conveniente. Así es mejor. No es que yo sea un cobarde, Rosa; pero quiero hacerte una confidencia: Temo un poco a Jack... —¡No! ¡No! Tú no puedes tenerle miedo... —dice Rosa, palideciendo y juntando nerviosamente las manos. —Pero... hermana... ¡Rosa! ¿Qué ves de lo alto de la torre? —dice Edwin bromeando—. Mi querida niña... —¡Me asustaste muchísimo! —Ha sido sin ninguna intención, pero lo siento tanto como si lo hubiera hecho adrede. ¿Podías tú suponer por un momento, ante mi forma irreflexiva de hablar, que yo literalmente tenía miedo de ese querido amigo? Lo que yo quiero decirte es que él es propenso a unas ciertas crisis o ataques de nervios. Una vez lo vi en ese estado, y me temo que una gran sorpresa causada directamente por mí, a quien él tanto estima, le provoque un ataque semejante. He aquí un secreto que te confío con la mayor re-

serva. Esas raras indisposiciones que padece Jack, son una razón más para que sea tu tutor el que se encargue de darle la noticia. El señor Grewgious tiene tanta calma, es tan preciso, tan exacto, que hará comprender a Jack en un instante la situación nuestra, mientras que conmigo Jack se impresiona y exalta con facilidad; hasta podría decir, en forma casi femenina. Rosa parece convencida, pero desde otro punto de vista. Pensando en la personalidad de éste, se siente protegida por la personalidad del señor Grewgious entre ella y Jack. Instintivamente Edwin Drood palpa otra vez el anillo guardado en su pequeño estuche, pero se detiene ante esta reflexión: "Ahora estoy bien seguro de que se lo devolveré al señor Grewgious; entonces, ¿para qué hablarle de él a Rosa? Esta linda y simpática criatura parecía afligirse tanto por él ante la ruina de sus esperanzas y de su mutua felicidad, y sin embargo afrontaba sola y con gran entereza un mundo

nuevo, donde tendría que tejer otras coronas de flores, ya que las de su interior destino estaban marchitas. ¿Para qué arriesgarse a herirla con la vista de una alhaja que le traería tan tristes recuerdos? ¿Para qué mostrarle lo que ya no era más que un símbolo de perdidas alegrías, de proyectos edificados sobre bases tan frágiles? En su misma belleza, ese anillo, como había hecho notar ese hombre tan singularmente original, era sátira de amores, esperanza y proyectos humanos siempre perecederos. "Que permanezca el anillo oculto donde está" —murmura por lo bajo Edwin—. "Se lo devolveré a sú tutor." Pensaba que el señor Grewgious lo reintegraría al cajoncito secreto de donde lo había sacado con tanto desgano, y que volvería a ocupar su sitio junto a las viejas cartas de amor y otros testimonios de antiguas promesas y esperanzas frustradas. Allí permanecería olvidado hasta el momento en que, recobrado su valor real, fuera algún día puesto en venta y quizá adquirido para un compromiso

más afortunado. "Que permanezca escondido donde está, sobre mi pecho, y no pensaré más en ello." Tales eran los pensamientos que asediaban la mente de Edwin. Estaba bien lejos de suponer entonces que ponía un remache más a la cadena que creía haber roto en ese momento. Los dos jóvenes continuaron paseando por la ribera, conversando sobre sus proyectos, ahora diferentes. Eddy adelantaría la fecha de su partida de Inglaterra. Rosa quedaría donde estaba, por lo menos durante el tiempo que Helena Landless prolongara su estada en el colegio. Prepararían con mucho tacto a las pobres compañeras para el desengaño que les esperaba. Como paso preliminar, la señorita Twinkleton debía recibir la confidencia de Rosa antes de la llegada del señor Grewgious. Todos debían comprender claramente que ella y Edwin Drood continuaba siendo los mejores amigos

del mundo. Nunca había existido entre ellos un acuerdo más completo desde que eran novios. Sin embargo, uno y otro ocultaban mutuamente dos aspiraciones distintas: Rosa esperaba, con la ayuda de su tutor, librarse en seguida de su maestro de música; en cuanto a Edwin, se hacía conjeturas sobre cómo podría llegar a conocer más íntimamente a la señorita Landless. El día, frío pero luminoso, declina mientras caminan y siguen conversando. La vieja ciudad aparece ante ellos coloreada de rojo por los postreros rayos de sol que se hunden a lo lejos en el horizonte. El paseo llega a su fin. Las aguas murmurantes traen hasta sus pies algas marinas; se oye el graznido de las cornejas, que revolotean a su alrededor, poniendo manchas sombrías en el cielo, que ya se oscurece. —Yo prepararé a Jack para mi próxima partida —dijo Edwin en voz baja—. Visitaré al tutor en cuanto llegue, y me alejaré antes de que tenga lugar la entrevista de ambos. Es me-

jor que para entonces yo no me encuentre aquí... ¿No piensas tú lo mismo? —¡Sí! —responde ella. —Tenemos la conciencia de haber procedido bien, Rosa. —¡Sí, Edwin! —afirma ella nuevamente—. Nos consta iue es mejor así. Y con el tiempo nos daremos cuenta e que no había otra solución. No obstante, quedaba aún un resto de ternura en sus corazones; no podían dejar de recordar los días pasados, y este recuerdo aplazaba el momento de la separación. Cuando llegan al grupo de olmos, junto a la catedral, donde habían estado sentados la última vez, se detienen como por mutuo acuerdo y Rosa tiende su rostro hacia Edwin tan espontáneamente como nunca lo hiciera antes, en los tiempos ya idos, puesto que las semanas precedentes pertenecían definitivamente al pasado. —¡Dios te proteja, querido Eddy! ¡Adiós!... —¡Dios te bendiga, querida Rosa! ¡Adiós!...

Ambos se abrazan con efusión por última vez. —Ahora, Edwin, te ruego que me lleves de regreso a casa y me dejes a solas conmigo misma. —No te des vuelta, Rosa —le advierte él por lo bajo, mientras la toma del brazo, guiándola—. ¿No lo viste a Jack? —¡No!... ¿Dónde? —Bajo los árboles... Él nos ha visto cuando nos despedíamos. ¡Pobre muchacho!... Está lejos de imaginarse que la nuestra es una separación definitiva... Mucho me temo que sea un rudo golpe para él. Ella apresura el paso hasta que llegan al pórtico del claustro. Una vez en la calle, le pregunta: —¿Nos ha seguido?... Observa disimuladamente... ¿Está detrás de nosotros? —No... Sí... Está... Acaba de trasponer la puerta. Este bueno y afectuoso amigo no quiere

perdernos de vista. ¡Cuánto temo que se desilusione profundamente! Ella tira entonces bruscamente de la manija de la vieja y ronca campana. Y el portón se abre en el acto. Antes de entrar, Rosa envuelve a Edwin en una última, larga e interrogativa mirada que parece decirle: "¡Oh!... ¿No comprendes?" Y luego desaparece. CAPÍTULO XIV EN DONDE VUELVEN A ENCONTRARSE LOS TRES Es VÍSPERA de Navidad en Cloisterham. Algunos rostros desconocidos se ven en las calles, mezclados con otros que parecen tener algo de familiares. Son gentes del lugar que regresan después de larga ausencia, ya convertidos en hombres y mujeres, y encuentran a su ciudad natal asombrosamente reducida en

comparación del recuerdo que guardan de su infancia. Para algunos de ellos, las campanadas del reloj de la catedral y el graznido de las cornejas de lo alto de la torre son como voces familiares que retornan de la niñez. Otros, en las largas horas pasadas lejos, se han imaginado ver caer a su alrededor, en el otoño, las hojas de los viejos olmos linderos con el claustro. Entonces, al volver a los lugares familiares de su infancia, las borrosas impresiones de la niñez se aclaran. ¡Felices y apacibles recuerdos! El invierno se presenta en muchas y variadas formas. Las bayas rojas brillan sobre el enrejado de las ventanas del Rincón del Canónigo; el señor y la señora Tope se ocupan en colocar delicadamente ramas de acebo en las esculturas y en los sitiales del coro, y lo hacen con el mismo cuidado con que adornarían el ojal de la levita del deán o de los canónigos. ¡Cómo brillan los negocios, atestados de provisiones para las próximas fiestas! Nunca se

vieron tantas pasas de Corinto, frutas confitadas, budines y dulces. Se nota en todas partes un insólito clima de alegría y esparcimiento. Indicio de ello es el gran manojo de muérdago colgado del dintel de la puerta de la pastelería, donde está expuesta una modesta torta de doce peniques, adornada con un arlequín, que se rifará a un chelín el número. Los preparativos de las fiestas populares están casi listos. Sólo durante la semana de Navidad son visibles para el público las figuras de cera, que tan profundamente impresionaron el serio espíritu del emperador de la China cuando las vio. Se exhibirán en un viejo local, en lo alto de una callejuela, ocupado hasta hace poco por un hombre que alquilaba caballos y cuyo negocio había fracasado. Se ensaya una gran pantomima cómica, que se representará en el teatro, anunciada con carteles que lucen la imagen del "Signor Jacksonini", el payaso que dice: "¿Cómo le va mañana?"

Humorismo módico, como lo ofrece la vida muchas veces. En suma, todo Cloisterham está en plena actividad, con excepción del colegio secundario y el pensionado de la señorita Twinkleton. Todos los alumnos del primer establecimiento han vuelto a sus hogares, llevando impreso en el corazón un platónico amor por algunas de las educandas de la señorita Twinkleton, sentimiento inspirado, pero ignorado por ellas. Sólo las sirvientas se dejan ver a veces en las ventanas de este último establecimiento. Hay que hacer notar, a este respecto, que estas empleadas se hacen más delicadas en materia de decoro cuando quedan como únicas encargadas de representar al bello sexo que cuando comparten dicha representación con las jóvenes estudiantes del pensionado. Tres personas deben encontrarse esa noche en el portón de la casa vecina al claustro. ¿Cómo ocuparán su tiempo durante ese día? Neville Landless, cuya naturaleza primitiva no es,

sin embargo, insensible a los halagos de un día de fiesta, ha sido autorizado a suspender sus estudios ese día por el señor Crisparkle. Lee y escribe con aire concentrado en su tranquila y reducida habitación hasta las dos de la tarde. Luego despeja la mesa, pone en orden sus libros, rompe y quema borradores ya inútiles, hace una limpieza general de las cosas que se han acumulado desordenadamente, arregla todos sus cajones y sólo deja apuntes que pueda necesitar para sus clases. Hecho esto, pasa revista a su guardarropa, de donde elige algunas prendas de uso diario, medias y zapatos adecuados para caminar, y pone todo en una mochila. Esta mochila es nueva, y la ha adquirido en la calle Real el día anterior. También ha comprado en el mismo negocio un bastón de pesada empuñadura que tiene como contera una pica de hierro. Lo prueba, lo esgrime, lo sopesa en su mano y lo coloca junto a la mochila en el alféizar de la ventana. Entonces considera que los preparativos han

llegado a su fin. Se viste para salir, y está a punto de hacerlo cuando se encuentra en el rellano de la escalera con el canónigo menor, cuyo dormitorio se halla ubicado en el mismo piso que el suyo; pensándolo mejor, regresa a buscar el bastón. El señor Crisparkle, que se ha detenido en la escalera, advierte el bastón en la mano de Neville en cuanto éste reaparece. Él lo toma y le pregunta con una sonrisa: —¿Con qué objeto ha elegido ese bastón? —¡Oh! —responde Neville—. No me animaría a decir que soy perito en la materia. Lo he elegido por su peso. —Es demasiado pesado, Neville; demasiado pesado. —¿Y si fuera necesario apoyarse sobre él durante una larga marcha, señor? —¿Apoyarse sobre él? —repite el señor Crisparkle, tomando la actitud de un caminante—. Pero si usted no lo hace; simplemente lo balancea en la mano.

—Me habituaré con la práctica, señor. Usted sabe bien que yo he vivido en un país donde no se hacen largos trayectos a pie. —Eso es verdad —dice el señor Crisparkle—. Comience haciendo un breve aprendizaje, y llegaremos a caminar juntos hasta una veintena de millas. Es necesario que lo deje usted por ahora. ¿Volverá mucho antes de la comida? —No lo creo, porque la cena se sirve muy temprano. El señor Crisparkle se despide con un jovial asentimiento de cabeza, expresando, no sin intención, la confianza más absoluta y la tranquilidad más perfecta. Neville se encamina a la Casa de las Monjas y ruega que se advierta a la señorita Helena que su hermano ha llegado como lo habían convenido. Espera junto a la verja, sin trasponer el umbral, fiel a la palabra que ha dado de no encontrarse con Rosa.

Su hermana, tan respetuosa como Neville en el cumplimiento del pacto, se le reúne en seguida; se saludan con afecto, y evitando prolongar su permanencia allí, se dirigen inmediatamente al campo. —Yo no quisiera tocar ni arriesgarme en un tema que me ha sido vedado, Helena —dice Neville así que llegan a una discreta distancia— ; pero es natural que comprendas que no puedo dejar de hablar nuevamente por un momento de lo que yo llamaría mi locura. —¿No harías mejor evitándolo, Neville?... Tú sabes que no me es permitido escucharte. —Pero puedes escuchar, querida, lo que he oído con aprobación del señor Crisparkle. —Sí; hasta allí podría oírte. —Bueno. Se trata de lo siguiente: No sólo estoy inquieto y me siento desdichado, sino que tengo la conciencia de que soy un motivo de inquietud y de molestia para los demás. ¿Acaso no me consta que si no fuera por mi ingrata presencia tú y... los otros invitados que partici-

paron de nuestra primera velada, con excepción de nuestro simpático tutor, podrían comer mañana en el Rincón del Canónigo? En verdad, es probable que hubiera sido así. No cuesta adivinar que no tengo buen concepto ante la anciana señora, y no me resulta difícil comprender lafastidiosa carga que debo ser en su hospitalaria casa, especialmente en esta época del año. Debo permanecer alejado de esa persona que tú sabes; hay razones poderosas para que evite todo contacto con cierta otra persona. La reputación desfavorable que se ha levantado a mi alrededor, previene contra mí a todas las demás. Expuse minuciosamente al señor Crisparkle mi estado de ánimo (tú conoces su abnegación y sus sentimientos generosos), y el punto en que más he insistido es la terrible lucha que sostengo conmigo mismo. Creo que un pequeño viaje, una corta ausencia, me permitirá afrontar más fácilmente esta lucha. Y como el tiempo se presenta bueno y estable, me dispongo a emprender este viaje con la intención de

mantenerme aislado de todos y de mí mismo, según espero. Parto mañana. —¿Para volver cuándo? —Dentro de quince días. —¿Irás solo? —Aun cuando alguien se ofreciera a acompañarme, soportando mi estado de ánimo, no lo hubiera aceptado. Prefiero ir solo, mi querida Helena. —¿Tú dices que el señor Crisparkle está completamente de acuerdo? —Completamente de acuerdo. Creo que al principio pensó que era un proyecto desacertado y sólo podría producir pernicioso efecto en un espíritu absorbido por una idea fija. Pero el lunes a la noche estuvimos paseando a la luz de la luna, discutiendo sobre el tema, y le hice ver las cosas desde otro punto de vista. Le demostré que tenía necesidad de vencerme a mí mismo, y que una vez que haya pasado y esté bien lejos la reunión de esta noche, será mucho mejor que me encuentre en cualquier otro lugar

menos en éste. Yo no podría evitar el encuentro con ciertas personas, paseándose juntas; sufriría mucho con ello, y no es ésta, por cierto, una manera de olvidar. Dentro de quince días, esos encuentros ya no podrán ocurrir. Él habrá partido, y cuando regrese otra vez, yo podría volver a alejarme. Además, espero que me resulte beneficioso el cansancio saludable que me producirá la marcha. Tú sabes que el señor Crisparkle le da gran importanciaal ejercicio físico; cree que gracias a ello conserva un espíritu sano en un cuerpo vigoroso; es demasiado ecuánime para aplicarme a mí una ley y usar otra para él. Estuvo de acuerdo conmigo cuando vio que era sincero en mis pensamientos. Es así como, con su consentimiento, parto mañana a una hora tan temprana que, cuando los buenos cristianos se encaminen a la iglesia, no sólo estaré fuera de la ciudad, sino que ni siquiera podré oír el sonido de las campanas. Helena reflexiona sobre este proyecto y lo encuentra aceptable; si el señor Crisparkle lo

aprueba, ella lo aprueba, ella no puede hacer menos; pero no lo hace sólo por esto, ya que desde un principio encuentra en su propio espíritu motivos para estar de acuerdo. Era una juiciosa decisión que demostraba el esfuerzo del joven por corregirse. Compadece a ese pobre mudiacho que se aleja solo, en las fiestas de Navidad, pero comprende que es un deber animarlo y lo alienta. —¿Me escribirás? —le pregunta. —Sí —dice él, y promete escribirle cada dos días contándole sus aventuras. —¿Has enviado ya tu equipaje? —No, mi querida Helena. Es un viaje de peregrino, con alforja y báculo; mi alforja, o más bien, mi mochila está lista. No hay más que cerrarla, y aquí está mi bastón. Se lo alcanza y ella entonces hace la misma observación que el canónigo, preguntando: —¿De qué madera es? ¿Es de madera o de hierro?

Hasta este momento, Neville ha estado muy contento y es probable que la idea de haberle expuesto el proyecto a su hermana, presentándolo bajo el aspecto más brillante, ha sobreexcitado su imaginación. Y es también posible, que después de haberlo hecho con éxito, sufra una pequeña depresión. Y cuando anochece y las luces de la ciudad comienzan a encenderse, se nota que el joven está profundamente abatido. —Yo desearía no ir a la comida de esta noche, Helena. —Querido Neville. ¿Vale la pena que te inquietes tanto pensando en ella? Considera lo pronto que terminará. —¡Cómo va a pasar pronto! —repite él tristemente—. De todos modos, no me gusta esta comida. —Es posible que se produzca algún momento desagradable —observa ella jovialmente—; pero te vuelvo a repetir, sólo será cosa de un instante. Debes estar seguro de ti.

—Yo quisiera estar tan seguro de todo lo demás como lo estoy de mí mismo —le responde Neville, —En qué forma extraña te expresas, querido hermano! ¿Qué quieres decir? —Helena: no quiero decir nada. Todo lo que te puedo asegurar es que no me gusta esta reunión. Siento como si hubiera en el aire una pesadez mortal... Ella, entonces, le hace observar las nubes cobrizas que se están acumulando a lo lejos, en el horizonte, y el fuerte viento que comienza a soplar. Neville guarda silencio, hasta que se despide de ella, en el portón de la Casa de las Monjas. Helena permanece junto a la verja observándolo mientras se aleja... Lo ve vacilar dos veces ante la puerta del claustro, como si le repugnara trasponer el umbral. En ese momento el reloj; de la catedral anuncia la hora. Neville entonces gira sobre sus talones y entra precipitadamente. Y sube la escalera de la poterna.

............................................................................... ................................. Edwin Drood ha pasado un día solitario. Algo más fuerte y profundo de lo que él ha imaginado termina para siempre en su vida. Y en el silencio de su habitación llora con amargura. A pesar de que la imagen de la señorita Landless revolotea en su recuerdo, ocupa un lugar en su corazón la pequeña y bella criatura que ha sabido portarse en forma tan firme y sensata como jamás lo pudo suponer. Piensa en ella reprochándose su propio comportamiento; imagina lo que podrían haber sido el uno para el otro si, siendo él más sincero tiempo atrás, la hubiera apreciado en su justo valer; si en lugar de aceptar con indiferencia el destino impuesto, como una herencia natural, se hubiera dedicado a conocerla y estimarla mejor. Y sin embargo, a pesar de todo, no obstante el doloroso desgarramiento que siente en su

corazón, la vanidad, un capricho de hombre joven, le hace tener presente ante sus ojos la bella imagen de la señorita Landless. "¡Qué extraña fue la mirada que le lanzó Rosa en el momento de la separación! ¿Habría deseado con esa mirada hacerle sentir que veía más allá de la superficie de sus pensamientos, que penetraba hasta en los repliegues más íntimos de su ser? Era difícil adivinar, ya que la mirada fue sorprendida y escrutadora a la vez." Reconoce que no obstante haber sido tan expresiva, él no ha llegado a interpretarla. Como sólo espera la llegada del señor Grewgious, y piensa partir en cuanto se hayan entrevistado, sale para despedirse de la vieja ciudad y de sus alrededores. Recuerda los tiempos en que Rosa y él paseaban juntos cuando eran niños, imbuidos de la dignidad que les confería el compromiso que los ligaba mutuamente. "¡Pobre criatura!" —piensa con tristeza llena de compasión.

Al advertir que su reloj se ha detenido, entra en una joyería para hacerlo andar y ponerlo en hora. El joyero se muestra locuaz y hace girar la conversación alrededor de una pulsera que ofrece con aparente indiferencia y aire desinteresado. —Esta pulsera convendría especialmente — observa el comerciante— a una joven recién casada, sobre todo si su belleza es de un tipo menudo y delicado. Pero como la alhaja no interesa al cliente, atrae su atención sobre un surtido de anillos para hombre. —Aquí tiene usted un estilo de alianza que es un verdadero símbolo de castidad. Los caballeros gustan adquirirla cuando cambian de estado. Un anillo de aparente responsabilidad en el que se graba la fecha de la boda por dentro. La mayor parte de los señores los prefieren a cualquier otro recuerdo. Edwin mira los anillos, tan fríamente como antes la pulsera, y le dice al] vendedor que sólo

usa un reloj de cadena heredado de su padre y un alfiler de corbata. —Ya lo sé —replica el hombre—, porque el señor Jasper vino el otro día para hacer colocar un vidrio a su reloj y, para decirle la verdad, le confieso que le hice ver estas alhajas, haciéndole notar que, si quería hacer un regalo a cierto caballero pariente suyo, en ciertas circunstancias particulares... pero entonces él me contestó sonriendo, exactamente lo que usted acaba de responderme: que usted no usaba alhajas. Sin embargo, lo que es una costumbre en el momento, puede variar en el porvenir. He puesto su reloj en las dos y veinte, señor Edwin. Permítame que le recomiende que no lo deje sin cuerda. Edwin toma su reloj, y sale pensando: "¡Ese viejo y querido Jack hasta ha notado que a mí no me gustan las alhajas! Y hasta advertiría si yo, al anudar mi corbata, le hiciera un pliegue más." Sigue caminando sin rumbo, haciendo tiempo hasta la hora de comer. Le parece por

momentos que la vieja catedral de Cloisterham le reprochara algo ese día, diciéndole: "¡Ya sabemos que a ti nunca se te volverá a ver!" No está disgustado, pero sí profundamente triste; su indiferencia habitual ha desaparecido y observa con melancolía los viejos monumentos que va encontrando a su paso. "Sí, pronto estaré lejos de aquí —se dice— y es probable que no vea nunca más a Cloisterham. ¡Pobre juventud la mía!..." Al caer el día cruza por el viñedo de los monjes. Ha vagado durante una larga hora oyendo el tañido del carillón de la catedral. Oscurece antes que él advierta la presencia de una vieja mujer, acurrucada en un rincón, junto a un portillo. Éste se abre sobre un pasaje poco frecuentado durante la noche, y la anciana pudo muy bien haber estado allí desde el comienzo de su caminata, sin que él lo advirtiera. Edwin toma por el sendero y llega hasta el portillo. A la luz de un farol cercano, observa la apariencia repulsiva de la mujer: su mentón arru-

gado deseansa sobre las manos, mientras los ojos, de pupilas inmóviles, miran a lo lejos, con la fijeza de los que no ven. Siempre afable, pero inclinado esa noche a una cordialidad más expansiva, Edwin se ha detenido ya varias veces para dirigir su palabra bondadosa a los niños y a los ancianos que encuentra a su paso; ahora se inclina hacia la mujer diciéndole: —¿Está usted enferma? —No, mi buen señor —le responde ella con la mirada siempre fija y sin cambiar de actitud. —¿Es usted ciega? —No, mi buen señor. —¿Carece de hogar? ¿Por qué permanece tanto tiempo inmóvil y expuesta al frío? Con un lento y penoso esfuerzo la anciana consigue al fin cambiar la dirección de su mirada y posarla sobre él; entonces un espasmo la contrae y se agita convulsivamente. El se endereza, retrocede un paso y la observa con un sentimiento en el que se mezcla la sorpresa y el

temor; le parece conocerla... "¡Dios mío! —se dice— así estuvo Jack aquella noche..." La anciana murmura: —¡Mis pulmones están débiles!... ¡Mis pulmones están muy enfermos!... ¡Soy una pobre desgraciada!... ¡Mi tos es espantosa y seca! Y como para confirmar sus palabras, tose horriblemente. —¿De dónde es usted? —He llegado desde Londres, mi buen señor. La tos le desgarra nuevamente el pecho. —¿Adonde se dirige? —Regreso a Londres. Vine aquí buscando una aguja en un pajar, y no pude encontrarla. Escúcheme, mi buen señor... Déme tres chelines y seis peniques y no se asuste de mí. Regresaré a Londres y no causaré ninguna molestia. Estoy en un negocio... ¡Pobre desgraciada criatura! ¡Y los tiempos son tan difíciles! A pesar de ello encuentro la manera de ganarme la vida. —¿Usted mastica opio? —le pregunta Edwin.

—Fumo algunas veces —le contesta ella, después de r un nuevo acceso de tos.— Déme tres chelines y seis peniques y arreglaré muy bien mi asunto. Volveré a Londres. Si usted me da tres chelines y seis peniques, yo le voy a contar una cosa. Edwin cuenta las monedas que tiene en el bolsillo y se las pone en la mano. Ella toma ávidamente el dinero, se pone de pie y ríe en forma disonante. —¡Que Dios te bendiga! ¡Escúchame, querido señor! ¿Cuál es tu nombre? —Edwin. —Edwin... Edwin... Edwin... —repite ella, arrastrando las palabras como una persona embotada por el sueño. Luego le pregunta de pronto—: ¿Tú sobrenombre no es Eddy? —Me llaman algunas veces así —responde él, sonrojándose. —¿No son tus enamoradas las que te llaman así? —pregunta ella, pensativa. —¿Cómo puedo saberlo?

—¿No tienes una novia en el fondo de tu corazón? —Ninguna novia. Después de repetirle nuevamente ¡Gracias, mi buen señor! ¡Dios te bendiga! —la mujer hace un movimiento como para alejarse, pero él la detiene diciéndole: —Usted me dijo que me diría una cosa... ¿No cumple usted su promesa? —La voy a cumplir... voy a cumplirla... y bueno... entonces... —murmura ella— agradece al cielo que tu nombre no sea Ned. íl la observa atentamente y le pregunta: —¿Por qué? —Porque es un mal nombre para llevar... — ¿Cómo un mal nombre? —Un nombre amenazado... un nombre peligroso... —Dice un proverbio que los hombres amenazados viven mucho tiempo —responde él con tono ligero.

—Entonces Ned, amenazado como está, en cualquier lugar en que se encuentre, mientras yo estoy aquí conversando contigo, mi buen señor, Ned vivirá toda una eternidad. La vieja se ha inclinado hacia él, para decirle estas palabras al. oído, agitando al mismo tiempo un dedo ante sus ojos; pronta ya a alejarse le repite una vez más: —¡Que Dios te bendiga! ¡Gracias! Y se dirige al Albergue de los Viajeros. Este episodio no es por cierto lo más apropiado para fin de un día tedioso. Solo, en un lugar desierto en medio de ruinas y vestigios de tiempos pesados, Edwin pudo muy bien sentir un escalofrío. Apura el paso para llegar a las calles mejor iluminadas, y mientras camina, toma la resolución de no decir nada esa noche y contarle la aventura a Jack al día siguiente: a la única persona que lo llamaba Ned. ¡Qué extraña coincidencia! Es natural que viera en todo esto sólo

una rara coincidencia que tal vez al día siguiente ni siquiera recordaría. Sin embargo, este incidente lo preocupa más que otros que aparentemente son más importantes. Camina todavía una o dos millas más, haciendo tiempo hasta la hora de cenar; atraviesa el puente y llega hasta la orilla del río. "¿Será una alucinación?" El viento que se levanta, las aguas que gimen, parecen traerle las palabras de la extraña mujer; y cree oír el eco de esa voz hasta en el tañido de las campanas de la catedral. Se encuentra sumamente turbado cuando pasa bajo el dintel de la puerta del claustro. Y él también asciende la escalera de la poterna. ............................................................................... ....................................... Jasper ha pasado un día mucho más agradable y alegre que sus dos invitados. No teniendo que dar lección de música por el feria-

do, es dueño de todo su tiempo, salvo las horas de los oficios de la catedral. Durante la mañana ha visitado los negocios para encargar los manjares y golosinas preferidos por su sobrino. —Como Edwin estará tan poco tiempo conmigo —les dice a los vendedores— deseo tratarlo lo mejor posible. Una vez terminados sus preparativos de anfitrión, ha visitado al señor Sapsea, y al mismo tiempo le ha anunciado que su querido Ned y el belicoso mequetrefe que vive con el señor Crisparkle, cenarán en su casa esa noche, para poner fin al entredicho existente. El señor Sapsea no se siente bien dispuesto hacia el irascible jovenzuelo. Observa que el carácter de Neville no tiene nada de inglés, y cuando el señor Sapsea declara que algo no tiene nada de inglés, es cosa verdaderamente grave. El señor Jasper parece afligirse profundamente al oír hablar de esa manera al señor Sapsea. Le responde que sabe muy bien que nunca

habla sin pesar sus palabras y que, gracias a su sutileza espiritual, siempre tiene razón en sus juicios. El señor Sapsea inclina la cabeza con complacencia, como aprobando la opinión que acaba de expresar Jasper. El maestro de coro está en vena ese día. En los patéticos salmos que dirige a Dios preparando su corazón para que permanezca fiel a la ley divina, casi sorprende a sus compañeros por el vigor melodioso de su voz. Nunca ha cantado una música sagrada tan difícil con la habilidad con que entona los salmos ese día. Su temperamento nervioso lo hace precipitarse ordinariamente mientras canta los versículos, pero esta vez guarda irreprochablemente el compás; estas bellas modulaciones son quizá debidas a la gran serenidad de su espíritu. El señor Jasper dedica un constante cuidado a sus cuerdas vocales, siempre un poco delicadas. Por eso usa siempre bajo la sobrepelliz y en sus ropas de diario una ancha bufanda negra de un resistente tejido de seda, que acos-

tumbra llevar flojamente anudada en torno a su cuello. Pero su mesura y serenidad son tan notables ese día, que el señor Crisparkle le comenta al salir de Vísperas: —Debo agradecerle, Jasper, el placer que he experimentado hoy al oírle. ¡Fue maravilloso! ¡Magnífico! No hubiera podido llegar a expresarse así de no estar en excelentes condiciones de salud —, —Estoy, en efecto, admirablemente bien. —La medida exacta —dice el canónigo, haciendo un suave movimiento con la mano— una seguridad absoluta. Nada de forzado, ni una nota falsa, el tono preciso y en todo se advirtió el dominio total de una persona perfectamente dueña de sí. —Gracias... gracias... Espero que haya sido así, pero puede que me cumplimente usted demasiado. —Se diría, Jasper, que usted ha estado probando un nuevo remedio contra las indisposiciones que lo aquejan a veces.

—Ha acertado usted: he probado un nuevo remedio. —¡Bravo! Continúe con él, ¡valiente muchacho! —dice el señor Crisparkle palmeándole amistosamente el hombro—, continúe con él. —Tengo esa intención. —Lo felicito —agrega el señor Crisparkle, en el momento que salen de la catedral— lo felicito en todo sentido. —Le agradezco una vez más; lo acompañaré hasta la esquina, si no lo molesto. Tengo mucho tiempo disponible antes de que lleguen mis invitados, y después decirle algunas palabras que creo le resultarán agradables. —¿De qué se trata? —Bueno. Estuvimos hablando el otro día sobre mis rachas de pesimismo. El rostro del señor Crisparkle se ensombrece y mueve la cabeza con aire compasivo. —Yo le dije —continúa Jasper— que sus consejos serían un antídoto para ese pesimismo, y usted me respondió que esperaba que yo

arrojara al fuego ciertas páginas en las que alimentaba ese estado de ánimo. —Y lo espero todavía, Jasper. —¡Y tiene toda la razón del mundo!... Estoy dispuesto a quemar mi diario al terminar el mes de diciembre. —¿Por qué? ¿Ya se siente mejor? La expresión del señor Crisparkle se anima a medida que Jasper dice: —Usted acertó. Me doy cuenta ahora de que estaba descentrado, me había vuelto triste y belicoso; tenía la mente oscurecida. Usted me dijo que yo exageraba y era muy cierto... El rostro del señor Crisparkle se ilumina y se serena cada vez más. —...no lo advertí bien entonces, porque no estaba en mi estado normal; pero ahora que mi salud está mejor, reconozco que di excesiva importancia a un hecho sin trascendencia. —Me hace mucho bien —exclama el canónigo— oírle hablar así.

—Un hombre que lleva una existencia monótona —continua Jasper—, cuyos nervios y estómago no funcionan bien, se obsesiona con una idea hasta perder las justas proporciones; ése es mi caso con aquel asunto en cuestión. Entonces quemaré las pruebas de mi locura cuando el libro esté lleno y comenzaré un nuevo volumen con un razonamiento más claro e imparcial. —Me dice usted mucho más de lo que yo esperaba —dice el señor Crisparkle, dándole un apretón de manos, al detenerse junto a los escalones de la puerta de su casa. —¿Qué menos podrían hacer? —responde Jasper—. ¿Cómo podría suponer una persona como usted que mantiene siempre el espíritu y el cuerpo tan puros como el cristal, que alguien como yo tratara de imitarlo. ¡Yo! que soy en cambio una mala yerba, enlodada, solitaria y abatida, pero que no obstante todo esto, y debido a sus consejos, estoy reaccionando de este embotamiento... Si no tiene inconveniente, qui-

siera averiguar si Neville todavía está en su casa. Si todavía no ha salido, podríamos hacer el trayecto juntos. —Creo —dice el canónigo, mientras introduce la llave en la cerradura— que salió hace largo rato. Por lo menos, falta de casa desde temprano y no es probable que haya regresado; pero, sin embargo, voy a informarme. ¿No quiere usted entrar un momento? —Mis invitados me esperan —dice Jasper con una sonrisa. El canónigo desaparece y vuelve después de un momento. Como él lo supuso, Neville no ha regresado. —Recuerdo ahora —agrega el señor Crisparkle— que tenía la intención de ir directamente a su casa. —¡Lindo proceder para un anfitrión! ¡Mi huésped habrá llegado antes que yo! Apuesto que encontraré a mis dos invitados abrazándose.

—Yo apuesto, o mejor dicho apostaría, si tuviera esa costumbre, que sus convidados pasarán una velada muy agradable. Jasper hace un signo con la cabeza, sonriendo, y le desea las buenas noches. Vuelve hasta la puerta de la catedral y continúa en dirección a la puerta del claustro. Tararea a media voz con mucho sentimiento, mientras camina. Parecería que esa noche le fuera imposible dar una nota falsa, que nada podría alterar la regularidad de su ritmo. Llegado ante la arcada de su casa, se detiene un instante bajo el alero, se quita la gran bufanda negra y la coloca sobre el brazo. Durante ese breve espacio de tiempo, el rostro de Jasper se contrae y toma una expresión muy severa; luego, en seguida, su frente se despeja de nuevo y continúa el camino canturreando. Y él también asciende la escalera de la poterna. ............................................................................... .....................................

Los reflejos rojizos de una alegre luz brillan toda la noche en la ventana de la casa emplazada como un faro en Cloisterham, al margen del bullicio de la ciudad. El ruido de pasos y el murmullo de voces humanas, franquean por momentos las puertas del claustro y penetran en el recinto solitario. No se oye otra cosa, salvo las violentas ráfagas de aire. El viento, en efecto, sopla con violencia. Los lindes de la catedral nunca han estado bien iluminados, pero esa noche los golpes de viento han extinguido varios faroles; algunos destruidos, con los vidrios despegados, caen con estrépito al patio del claustro. Se hace entonces una oscuridad musitada. El polvo se levanta en remolinos; el viento hace volar restos de nidos de cornejas, construidos en lo alto de la torre. Los árboles se sacuden y crujen; las tinieblas, densas hasta parecer palpables, giran locamente en torno, como queriendo arrancarlos

de raíz; mientras que una y otra vez, un crujido al que sigue una precipitada caída, anuncia que una rama grande ha sido tronchada por la tormenta. Pocas veces se ha visto en una noche de invierno soplar el viento con tal violencia: las chimeneas son arrancadas, las tejas ruedan por el pavimento y las gentes sorprendidas en la calle se abrazan a ios postes y se adosan a los huecos de las paredes. Las ráfagas, lejos de disminuir, aumentan y se hacen cada vez más violentas hasta medianoche. Por las calles desoladas, pasa tronando la tormenta, golpea ruidosamente las aldabas y arranca los postigos, como para advertir a los habitantes que huyan antes de que se desplomen los techos sobre sus cabezas. Lo único que permanece firme y estable es la luz roja que brilla en la casa de la puerta del claustro. El viento gime constantemente durante todo el resto de la noche.

A la madrugada, cuando los primeros resplandores del día hacen palidecer las estrellas, comienza a apaciguarse el viento, aunque todavía sopla con intervalos en violentas rachas. Se hubiera dicho que son los últimos estertores de un monstruo herido de muerte que sucumbe... El día se aclara. Se puede ver entonces que las agujas del reloj de la catedral están quebradas; los adornos de plomo del tejado, violentamente desprendidos, han sido arrojados en los lindes de la catedral, y hasta algunas pesadas piedras; se han desplazado de la cima de la alta torre. A pesar de ser la mañana de Navidad, es necesario enviar algunos obreros para reparar los daños causados por la tormenta. Conducidos por Durdles, esos obreros suben a la torre, mientras el señor y la señora Tope y un grupo de curiosos se aprietan en los alrededores del Rincón del Canónigo Menor.

De pronto, las gentes se apartan ante la presencia del señor Jasper; todas las miradas que están fijas en lo alto del edificio se posan ahora sorprendidas sobre él, por la pregunta que hace al señor Crisparkle, apoyado en el alféizar de su ventana. —¿Dónde está mi sobrino? —Yo no lo he visto, señor Jasper. —Salió anoche para dar una vuelta por la orilla del río, con Neville, y no ha regresado aún. ¿Quiere llamar al señor Neville, por favor? —Éste ha salido esta mañana muy temprano —responde el canónigo. —¿Que esta mañana ha salido muy temprano?... ¡Déjeme entrar! A nadie interesa ya lo que ocurre en lo alto de la torre. Todas las miradas se vuelven al señor Jasper, pálido, a medio vestir, respirando con dificultad, apoyado dificultosamente sobre la verja de la casa del canónigo... CAPÍTULO XV

ACUSADO NEVILLE Landless ha partido tan temprano, y a tan buen paso, que cuando las campanas de Cloisterham comienzan a repicar para el oficio de la mañana, él ya se encuentra a una distancia de ocho millas; y como tiene apetito, pues sólo ha comido un pedazo de pan en el momento de salir, se detiene en la primera posada que encuentra al borde del camino, para desayunarse. Los clientes en busca de alimentos —a no ser que fueran huéspedes de cascos y cuernos, para los cuales abundan las artesas de agua y de heno— eran tan raros en la posada del "Carro Entoldado", que Neville hubo de esperar un largo rato hasta conseguir que el "carro" entrara en la huella y aparecieran el té, las tostadas y el tocino. Mientras tanto, Neville se encuentra descansando en el recibidor; se pregunta cuánto

tiempo transcurrirá hasta que los húmedos leños, encendidos en su obsequio, comiencen a dar un poco de calor, del que seguramente podrá disfrutar con más suerte el próximo viajero. El "Carro Entoldado", situado en la cima de un cerro, está todavía cubierto de escarcha; el piso, junto a la entrada, está pisoteado y encharcado por los cascos de las bestias y los pies de los hombres, en una mezcolanza de barro y paja. Allí, donde sobre el mostrador la posadera refunfuñando castiga a un niño mojado — que lleva un piececito cubierto con un escarpín rojo y el otro desnudo—, donde, en un estante puesto al descuido sobre un mantel grasiento y un cuchillo mohoso, yace varado un queso en su molde semejante a una canoa y en otro recipiente, de parecida forma, como lamentando su naufragio, un pan blanco y pálido deja caer sus migas como si fueran lágrimas; donde la ropa a medio lavar y secar se encontraba tirada por todos los rincones; allí las bebidas eran servidas en cubos y todo tenía sugestión y ritmo de arte-

sas, era difícil qu6 se pudiera cumplir con la promesa que rezaba el emblema de la posada del "Carro Entoldado": de prestar esmerada atención y cumplido cuidado al hombre y a la bestia. A pesar de ello, el hombre, en este caso, no era exigente, se sirve lo que le dan y sigue su camino, después de haber tomado un descanso mucho más largo del que le es necesario. Se detiene luego a un cuarto de milla de la posada, vacilante entre seguir la ruta o un sendero entre dos setos, que costea el flanco de una colina. Se decide por este último y lo asciende con un poco de fatiga, porque la pendiente es brusca y el camino estrecho y de profundas huellas que lo hacen más difícil. Su marcha se hace más dificultosa, cuando advierte que lo siguen... Como siente que los pasos se aproximan, y son más ligeros que los suyos, se detiene sobre una de las laderas para dar paso. Entonces los hombres que caminan tras él hacen algo raro. Sólo cuatro de ellos pasan adelante; los otros moderan el paso y se detienen como

vacilando en seguirlo, cuando éste reanuda la marcha; el resto del grupo, media docena de personas, más o menos, vuelven sobre sus pasos y se alejan rápidamente. Neville mira a los cuatro hombres que se le han adelantado, luego a los que quedan detrás, y todos le sostienen la mirada; él reanuda su marcha y los que van delante lo imitan, volviendo sin cesar la cabeza. Cuando desde el estrecho sendero desembocan todos por la pendiente de la colina, mantienen el mismo orden, observa, él que todos sus movimientos son seguidos e imitados. No hay duda que estos individuos lo vigilan. Se detiene como para hacer una última prueba y todos se detienen. —¿Por qué me siguen de este modo? — pregunta a todo el grupo—. ¿Son ustedes una gavilla de ladrones? —No le contesten —dice uno de la partida, a quien Neville no puede identificar—. ¡Manténgase tranquilo, señor!

—¿Que me mantenga tranquilo? —repite Neville—. ¿Quién ha dicho eso? Nadie responde. —¡Buen consejo! Cualquiera sea el bribón que lo haya dado —continúa colérico— no pienso dejarme atrapar por estos cuatro sujetos que me preceden y estos otros cuatro que me siguen. ¡Quiero pasar! ¿Entienden? Cuando Neville se detiene, ellos también lo hacen. —Si ocho hombres, o cuatro, o dos, atacan a uno —prosigue el joven cada vez más indignado—, el que está solo no tiene otra alternativa que defenderse como pueda de sus adversarios. Y... ¡por Dios que lo haré si me obstruyen por más tiempo el camino! Levantando en alto su pesado bastón, se abalanza sobre los hombros que están a su frente. Uno de ellos, el más fuerte, le rodea diestramente el cuerpo con el brazo y ambos ruedan por tierra, no antes de que el pesado bastón caiga con fuerza una vez más.

—¡Déjenlo hacer! —grita aquel hombre a los otros con voz ahogada, mientras luchan juntos sobre el pasto—. ¡Combate leal! En comparación a mí tiene la complexión de una niña y además lleva un peso sobre la espalda. ¡Déjenlo! Yo me encargaré de él. Ruedan uno sobre el otro dando y recibiendo golpes