ESCRIBIR Y TRADUCIR DESDE EL PAS VASCO - Instituto Cervantes

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como escritora en euskera, traducida a varias lenguas, entre ellas al castellano. ... Igualmente, sólo tuvimos un libro en euskera hasta esa edad, un cuento con.
ESCRIBIR Y TRADUCIR DESDE EL PAÍS VASCO Por Arantxa Urretabizkaia Al aceptar la generosa invitación del Instituto Cervantes, me comprometí a hablarles durante treinta minutos de mi experiencia como escritora en euskera, traducida a varias lenguas, entre ellas al castellano. Pero para que puedan entender mi trayectoria y la de toda mi generación, estoy obligada a describirles, en primerísimo lugar, el paisaje en el que se ha producido. Voy a hacerlo brevemente, incluyendo autobiográficos que espero me perdonen.

algunos

aspectos

Nací en 1947 en Donostia, en una familia trabajadora, perdedora de la guerra civil y vascoparlante. De hecho, cuando vine al mundo mi padre estaba en la cárcel. Había perdido la guerra, fue condenado a muerte y estuvo más de seis años en prisión. Conoció a mi madre por carta y se casaron al poquísimo tiempo de quedar en libertad. Volvieron a detenerlo cuando mi madre estaba embarazada de mí, según la acusación, por formar parte de una red de resistencia. Y, sin embargo, como en otras muchas casas, en la mía no se hablaba de política, aunque antes de tener uso de razón yo ya sabía que éramos anti-franquistas. En mi casa se hablaba en euskera y aprendí castellano para poder ir a la escuela, un colegio de monjas cercano. Aún no habían empezado las primeras escuelas clandestinas en euskera. En el primer libro que nos dieron las monjas, había una enorme foto de Franco. Con solemnidad mi padre me explicó que Franco era malo, que le había tenido años a él en la cárcel y semanas a mi madre. Que aquella nación grande y libre no era la nuestra. Pero que esto era un secreto que no debía desvelar a nadie. No me dijo que tuviéramos otra nación, pero sí que era nuestro deber mantener vivo el euskera. Supe así que nosotros no sólo éramos vascoparlantes, sino que, además éramos euskaltzales, que es una palabra que podríamos traducir como defensores del euskera.

He dicho que en casa hablábamos euskera y tenía que haber precisado que lo hacíamos sólo en casa, con algunos vecinos y con primos y tíos. Toda mi formación académica se hizo en castellano. De hecho, fui analfabeta en euskera hasta los 18 años. Igualmente, sólo tuvimos un libro en euskera hasta esa edad, un cuento con fotografías de una cría de león que, milagrosamente, aún conservo. Mi padre se había alfabetizado en la prisión de Burgos, donde los presos tenían una especie de cooperativa que intercambiaba conocimientos. El aprendió a escribir en euskera, a hablar inglés y alemán, al mismo tiempo que daba a otros reclusos clases de francés y de contabilidad. Debo decir que durante toda mi infancia y adolescencia no conocí a nadie que supiera escribir en euskera, salvo mi padre. Pero es que para él el conocimiento de las lenguas era básico, algo así como la universidad de los pobres. Siempre nos dijo que teníamos que hablar castellano como los mejores, incluso mejor que las monjas que eran nuestras maestras y, además, francés e inglés. Eso, como mínimo. Y tengo que explicar, además, que hasta finales de los sesenta el euskera estaba dividido en dialectos, no siempre próximos entre sí. Había habido varios intentos de unificar la lengua, pero ninguno había cuajado. Cuando a los 18 años decidí acudir a clases de alfabetización después del trabajo, aprendí a leer y escribir en dialecto guipuzcoano. La distribución geográfica de los dialectos del euskera arrancó con un estudio de Louis-Lucien Bonaparte, sobrino de Napoleón, y está vigente, con ligeras variantes. De Oeste a Este, está el dialecto occidental o vizcaíno, el central o guipuzcoano y los orientales, como el navarro y el suletino. Hay que señalar que las variantes dialectales no han respetado ni respetan los límites geográficos de los territorios que forman el País Vasco, de manera que, por ejemplo, se habla dialecto vizcaíno en zonas de Guipúzcoa y dialecto navarro en el extremo oriental de Guipúzcoa. Además, dentro de cada dialecto hay variantes de pueblo a pueblo e, incluso dentro de la misma localidad. Donde yo vivo, en Hondarribia, hay variantes, según el hablante sea campesino o pescador y no sólo en el léxico, sino incluso en la entonación. El euskera no utiliza tildes y los acentos aún hoy no están unificados ni tienen normativa a seguir. En general, podemos decir que tendemos a poner el acento al final de la palabra, mientras que el castellano tiene querencia por situarlo en la penúltima. Es precisamente el acento lo que hace que un vascoparlante identifique con poco margen de error la zona en la que vive cada hablante.

Se ha discutido mucho sobre las dificultades reales que algunos vascoparlantes tienen para entenderse con quienes hablan otros dialectos, en particular entre personas que sólo conocen el nivel coloquial del lenguaje. Los pescadores de mi pueblo, el puerto más oriental del País Vasco, siempre han dicho que para entenderse con los compañeros de puertos como Ondarroa o Lekeitio, mejor el castellano. Decía Koldo Mitxelena, el lingüista de referencia entre nosotros, que las diferencias entre dialectos pueden ser las mismas que separan al catalán del castellano, diferencias que pueden parecer enormes para hablantes no alfabetizados en esa lengua y, sin embargo, pequeñísimas desde el punto de vista de la lingüística comparativa. Fue en 1968 cuando un grupo de euskaltzales y académicos de la lengua, se propuso construir la unificación de la lengua. En el núcleo duro había lingüistas como Koldo Mitxelena o Ibon Sarasola, escritores como Gabriel Aresti, académicos de la lengua como el franciscano Villasante, entonces presidente de Euskaltzaindia. Y, tras ellos, una legión de jóvenes que había comprendido que la supervivencia pasaba por la unificación. Se abrió así una batalla cruenta en torno a la lengua. Por un lado, el sector conservador que se oponía a la unificación, por otro, el progresista que defendía lo que se llamó euskera unificado o batua. El caballo de batalla fundamental, el tótem que reunió todas las iras de los oponentes, fue el uso de la «h». Por escribir con «h» podías perder el trabajo y sufrir acoso. Ocurrió que, al diseñar el euskera unificado, se eligió como base un dialecto oriental, una subdivisión del dialecto navarro, el labortano, circunscrito al territorio de Lapurdi, situado al Norte de los Pirineos. El labortano era el dialecto que tenía mayor y mejor tradición literaria pero, a la vez, tenía poco peso en lo que a vascoparlantes se refiere. El grueso de los vascoparlantes estaba en Gipuzkoa y en Bizkaia. Y en estos dialectos no existía la «h», como tampoco la «v» o la «c», pero estas dos últimas no estaban en discusión. Se ha escrito el euskera, a lo largo de los siglos, con distintas ortografías pero, en el momento inicial de la unificación, era universalmente aceptado que no existía la «v» ni la «c». Sin embargo, en los territorios situados al norte de los Pirineos la «h» se pronunciaba como hache aspirada y esa fue otra razón para incorporarla al euskera unificado. Durante años, las posturas fueron irreconciliables. Hasta que la pujanza cultural de los defensores del euskera unificado, el sentido

común de Euskaltzaindia (la academia de la lengua) y el pragmatismo de las primeras instituciones vascas del postfranquismo inclinaron definitivamente la balanza hacia el euskera unificado. Por el camino, las furibundas críticas de los defensores de la fragmentación dialectal consiguieron suavizar el excesivo purismo del proyecto inicial y hoy el batua está tan aceptado que ni tan siquiera tiene nombre. Con la unificación recién diseñada, en 1969, entré en contacto con un grupo de jóvenes euskaltzales defensores del batua, que sostenían que el euskera debía modernizarse y demostrar que era válido para cualquier área de la vida y de la cultura, incluida la ciencia. En aquel momento, los hijos e hijas de los perdedores de la guerra civil y los de aquellos pocos que consiguieron no implicarse ni ser implicados, habíamos llegado a la veintena, mucho éramos universitarios y nuevos aires refrescaron y enriquecieron muchos aspectos de la cultura en euskera. En particular, la música, con nombres como Mikel Laboa y Xabier Lete. Pero también el teatro, con nombres como Gabriel Aresti o Xalbador Garmendia. El cine vendría una década después. A marchas forzadas, aprendí los secretos del batua y me lancé a la piscina. El método por el que aprendí es, sin duda, pintoresco. Entré a formar parte de la editorial LUR, la primera editorial laica en euskera, como solíamos decir entonces con orgullo. La editorial tenía dos colecciones, una de ensayo y otra de ficción y poesía. Para la primera de esas colecciones decidimos hacer una historia de la economía occidental. Ni más ni menos. Y la hicimos entre tres: Ramón Saizarbitoria, Ibon Sarasola y yo misma. Saizarbitoria es hoy en día el mejor de todos nosotros en cuanto a novela se refiere y Sarasola es hoy autoridad indiscutible en materia de lengua, una especie de heredero o sucesor de Koldo Mitxelena. O seal, que estaba en inmejorable compañía. Por entonces, Saizarbitoria acababa de publicar, en LUR, claro, su primera novela (considerada como punta de lanza renovadora de la narrativa tradicional en euskera) y era sociólogo de profesión. El hizo el guión del libro, señalando los títulos de los que había que extraer información. Yo leí esos libros, hice los resúmenes correspondientes y los traduje, en mi euskera no del todo desarrollado. Sarasola corregía mis textos y me señalaba recursos lingüísticos que yo desconocía. Así se escribió y publicó ese libro en 1970.

Si el libro de economía fue una licenciatura aceleradísima, el siguiente libro fue un master. Sarasola y yo tradujimos un libro de Frantz Fanon con el siguiente método. Frase por frase, el traducía de la versión castellana y yo de la francesa. Y frase por frase comparábamos el resultado y elegíamos una versión u otra, o tal vez una intermedia. Una vez traducido el texto, François Maspero nos vendió los derechos por un franco y nosotros pedimos, nada más ni nada menos que a Sartre y a Simone de Beauvoir una introducción que nunca llegó. Finalmente, hicimos nosotros la introducción, incluyendo párrafos de textos que ellos habían escrito sobre Fanon y la guerra de Argelia. La dictadura parecía instalada para la eternidad y aún le quedaban cinco crueles años. Las intensas discusiones lingüísticas de aquellos años atrajeron al campo de la filología a muchos jóvenes que empezaron queriendo ser escritores. Yo escogí la vía contraria. Me propuse seguir lo más fielmente que pudiera las decisiones de Euskaltzaindia y en ello estoy. A propósito de este último punto, quiero hacer un paréntesis en el hilo de mi relato para subrayar el enorme esfuerzo que estos cuarenta años ha hecho la comunidad vascoparlante. Cuando oigo o leo las encendidas discusiones que provoca en castellano una tilde de más o de menos o el nombre de una letra concreta, me dan ganas de reír a carcajadas, porque nosotros llevamos cuarenta años quitando y poniendo normas a una velocidad enorme. Y lo que es más milagroso, con enorme disciplina. Lo que los catalanoparlantes, liderados por Pompeu Fabra hicieron en la segunda década del siglo XX, lo hicimos nosotros medio siglo después. Además, de manera colectiva. El liderazgo de Mitxelena, verdadero padre de la unificación, era menos individual que el de Pompeu Fabra. En pleno fragor de la batalla por la unificación, solía pensar que esas serían las historias que contaría a los nietos que seguramente nunca tendré. Visto desde esta segunda década del siglo XXI, después de otras muchas batallas incluso más cruentas, sigo pensando que el haber logrado la consolidación de un registro unificado de la lengua ha sido una obra colectiva de la que podemos estar orgullosos, seguramente la más importante aportación cultural de este pequeño territorio del euskera en siglos.

Pero volvamos al principio de la década de los 70. LUR publicó varias docenas de libros, todos ellos en euskera batua y contribuyó de manera sustancial al éxito de la unificación. Sin pagar derechos de autor, porque ni tan siquiera nos planteamos esa cuestión, el grueso de nuestros libros se distribuía a suscriptores, personas que recibían y pagaban todos los libros. Que los leyeran o no es otra historia. Luego, a raíz de la muerte de Gabriel Aresti, nuestro mascarón de proa, el grupo se diluyó y cada cual hizo su camino. Voy ahora a permitirme otra digresión para explicarles quién fue Gabriel Aresti. Nació en Bilbao en 1933 y se euskaldunizó en su juventud. Fue narrador, dramaturgo, lingüista y, sobre todo, poeta. Su libro Harri eta Herri (Piedra y Pueblo) fue para los jóvenes de mi generación un banderín de enganche, una ruptura casi escandalosa con el costumbrismo hasta entonces reinante. Es hoy un poeta indiscutido por personas de toda condición, aunque en vida fue un hombre polémico y muy discutido, tal vez porque siendo euskaltzale, no era nacionalista. Fue en 1979 cuando tuve la experiencia inversa a la que viví con el primer libro que llevaba mi nombre en su portada. En esa fecha publiqué una novela titulada Zergatik, Panpox y, un par de años después, recibí la propuesta de traducirla al catalán. Tengo que decir que en todos esos años la producción literaria en euskera no solía ser traducida. Había, como mucho, antologías poéticas o libros de cuentos traducidos y publicados a diversas lenguas minorizadas. Pero ni nosotros buscábamos ser traducidos al castellano o al francés, ni a las grandes o medianas editoriales se les pasaba por la cabeza que pudiera haber algo de interés en la literatura escrita en euskera. Todo eso empezó a cambiar a finales del siglo pasado, pero en 1980 era algo impensable. La editorial interesada en publicar mi novela en catalán tenía una persona dispuesta a traducir del euskera al catalán, pero me pidieron que hiciera, además, una traducción al castellano para facilitar la tarea del traductor. Al hacerlo, me encontré con un problema serio. Como la novela era un monólogo interior de una mujer a la que el marido abandona y tiene que criar sola a su hijo, el texto estaba lleno de palabras que hacían referencia a sentimientos, a nombres cariñosos que me sonaban mal en castellano.

Por ejemplo, mamá. Durante toda mi infancia, no sólo no había pronunciado jamás esa palabra, sino que escucharla en boca de alguien nos sonaba inmediatamente a extranjero. Aún los castellanoparlantes que me rodeaban en mi infancia decía ama, amatxo, nunca mamá. También me sonaban a culebrón expresiones como cariño, corazón mío y otras similares. Yo jamás he dicho a nadie cariño mío o corazón mío, pero digo varias veces al día maité o bihotz. Traduciendo esa novela decidí que una cosa era hablar y escribir en un idioma, aún con toda la corrección que mi padre nos exigía y otra bien distinta traducir. Traducir es un oficio que requiere mucho esfuerzo y preparación y decidí que ya tenía suficientes oficios de los que poder vivir para ponerme a aprender otro. Y desde entonces nunca he traducido mis textos. Sé que hay compañeros que lo hacen, que incluso hacen algo más que estricta traducción al verter sus textos al castellano, pero no es mi caso. En 1986, recién publicada una novela con el título de Saturno, decidí comprobar si mis textos tenían valor fuera del pequeño mundo euskérico. Con una mano recibí el adelanto de la editorial y con la otra pasé ese dinero a una traductora que hizo la versión castellana, que se publicó en Alfaguara en 1989. A la publicación del libro en castellano me sucedió una metamorfosis que no había previsto. No he señalado al hablar de la editorial LUR que durante esos años yo era la única chica del grupo y durante algún tiempo fui la única mujer que publicaba en euskera. Eso hizo que todas las preguntas que se me hacían estuvieran referidas, de una u otra manera, al binomio mujer/literatura, cuestión que aún hoy me persigue. De pronto, yo ya no era la chica de las letras vascas, sino que era solamente vasca. Y las preguntas cambiaron de signo. Ahora me preguntaban por el país, por cuestiones políticas o directamente sobre terrorismo. A todo esto, sigo escribiendo de manera intermitente. Me gano la vida como periodista, tanto en euskera como en castellano y la literatura es, para mí, un lujo que sólo me puedo permitir de cuando en cuando. Y siempre en euskera, como prácticamente todos los escritores de mi generación y de las posteriores. En mi caso, con una sola y reciente excepción. La BBK (la caja de ahorros de Bizkaia) hizo hace casi tres años un libro formado por relatos de ocho escritoras vascas en torno al ocho de marzo. Se trataba de una oferta que no podía rechazar.

Después de Saturno pasó una década hasta mi siguiente libro, Koaderno gorria (Cuaderno rojo) y, en ese tiempo, las cosas habían cambiado mucho en el pequeño mundo de la literatura en euskera. Había ya varias mujeres publicando y, sobre todo a partir del éxito de Bernardo Atxaga con Obabakoak, las traducciones al castellano y a otros idiomas empezaron a dejar de ser excepcionales. Nombres como Mariasun Landa, Anjel Lertxundi, Ramon Saizarbitoria, Unai Elorriaga o Kirmen Uribe y, por supuesto, Bernardo Atxaga, tienen más lectores en otros idiomas que en euskera. Cuaderno Rojo fue traducido al castellano, al alemán, al inglés, al italiano y hasta al ruso si es que, ciertamente, esos caracteres cirílicos corresponden a mi nombre y apellido, como me aseguran. Todas esas traducciones son tan deudoras de la versión castellana como de la original. Soy capaz de reconocer mi voz en la versión castellana, inglesa e italiana, pero no puedo decir nada al respecto de las otras traducciones. Recientemente, a finales del pasado año, publiqué otra novela, titulada 3 Mariak, que en este momento está siendo traducida al castellano. Basándonos en experiencias anteriores, el editor y yo decidimos confiar el texto a una persona cuya lengua principal fuera el castellano. Hay entre nosotros muy buenos traductores y traductoras del castellano al euskera, pero no tantos a la inversa, porque esta faceta ha sido mucho menos trabajada. Hemos elegido esa opción para evitar en la versión castellana adherencias de la manera de hablar castellano en el País Vasco, esa especie de regusto que nosotros apenas percibimos, pero que castellanoparlantes de otras zonas sí detectan con claridad. Está previsto publicar la versión castellana este mismo año y lo hará una editorial local. Nuestro reto no es tanto llegar a toda España y aún más allá, que también, sino principalmente que nuestros conciudadanos no vascoparlantes sepan lo que hacemos. No soy especialista en historia de la literatura ni tan siquiera analista sistemática de la literatura que hacemos hoy en euskera. Pero sí me atrevo a decir, sin temor a equivocarme, que la literatura en euskera vive hoy una situación que nunca antes había conocido. Algunos de nuestros libros son apreciados fuera del espacio lingüístico en que han sido creados. Sin ir más lejos, en los tiempos de LUR eso era impensable.

En muchos sentidos, la literatura en euskera vive algo parecido a una edad de oro o, cuando menos, de plata. Junto con la expansión en otros idiomas, los libros escritos hoy en euskera muestran signos hasta ahora desconocidos entre nosotros: escriben y publican tanto hombres como mujeres, convivimos personas de muy distintas generaciones y distintas escuelas literarias. Incluso, conviven distintas ideologías, aunque con algunas limitaciones. Desde hace dos o tres décadas, la proporción de vascoparlantes aumenta sin cesar porque la escuela hace un trabajo efectivo de euskaldunización. Pero entre aquellas personas que trabajan en las distintas vertientes de la literatura en euskera, son mayoría los nacionalistas o tal vez sería mejor decir los abertzales, aunque no está claro lo que cada uno de esos términos representa para cada cual. Lo cierto es que entre los euskaltzales son más los nacionalistas que los autonomistas o los federalistas. Y una digresión más, que creo será la última. El termino abertzale fue creado por Sabino Arana, el fundador del nacionalismo vasco y se ha utilizado de manera distinta a lo largo de los años. Puede ser traducido por «defensor de la patria o patriota», siempre teniendo en cuenta que la palabra patria no tiene en euskera las adherencias que en su versión castellana le dejó el franquismo. Después de un periodo en que era casi exclusivo de eso que se llama la izquierda abertzale, se aplica hoy a todo el nacionalismo vasco. Aunque, siguiendo a Ramon Saizarbitoria y a Xabier Lete, yo distingo entre abertzale y nacionalista. Abertzale sería un sentimiento de pertenencia y el nacionalismo una corriente política. Por primera vez en nuestra historia tenemos un público lector alfabetizado, que ha estudiado en la escuela la historia de la literatura vasca y que considera una novela en euskera tan normal como otra en castellano o en inglés. Por supuesto, la afición a la lectura no está generalizada, pero a cambio sí tenemos un público que utiliza la lectura para mejorar sus competencias en euskera, lo cual hace que, en proporción, vendamos más libros que los que se venden en otros ámbitos. Por citar algunos datos, Saturno lleva vendidos 12.000 ejemplares y El cuaderno rojo más de 10.000. Tenemos, además, otra ventaja no pequeña: nuestros libros tienen una vida más larga, su ciclo vital es más amplio que el que depende casi exclusivamente de las novedades, sobre todo si entran en el circuito escolar.

Con todo, somos cada vez más iguales a los escritores en otras lenguas. Lo que nosotros y nosotras hacemos interesa muchísimo a unos pocos y nada a muchísimos. Qué le vamos a hacer. Antes de terminar quiero hacer unas consideraciones generales sobre el euskera, sobre todo teniendo en cuenta que históricamente el interés de los castellanoparlantes españoles por las otras lenguas de España ha sido mínimo. No es éste lugar adecuado para establecer de quién o quienes es la responsabilidad principal, pero hablando euskera en Madrid me han sucedido una serie de anécdotas que considero significativas. Me han preguntado si hablaba armenio, turco o ruso. No sé cuántas personas de aspecto occidental hablarán turco o ruso en Madrid, pero creo que sería más sano que a esas personas les hubieran preguntado si hablaban euskera o vascuence, como se decía antes. El hecho es que aún en este momento la presencia del catalán, del euskera o del gallego en la capital de España es casi inexistente. Por eso tiene especial valor el reciente acuerdo firmado entre el Instituto Cervantes y el Instituto Etxepare, encargado de difundir el euskera y la cultura producida en esa lengua por el ancho mundo. No se trata sólo de un acuerdo político, sino de cuestiones prácticas, como que el grande apoye al pequeño. Es un paso cuya importancia se demostrará a corto plazo. Porque los vascoparlantes somos una pequeña comunidad situada en dos Estados fuertes con lenguas poderosas. Hablamos una lengua que resulta ser la más antigua de Europa, una lengua preindoeuropea, sin relación demostrada con ninguna familia de lenguas del mundo. No llegamos al millón y seríamos millón y medio si sumáramos los bilingües pasivos. Esa definición, que puede resultar hasta romántica, no excluye mitos perjudiciales para el euskera, el mayor y más mentiroso de los cuales es, seguramente, el que afirma que el euskera es un idioma difícil. Dicen lingüistas en los que confío, que no hay idiomas fáciles ni difíciles, que todos los niños del mundo aprenden a hablar a la misma edad, en torno a los dos años, sea cual fuere la lengua materna. Si aceptáramos, sin más, que el euskera es más difícil que otros idiomas, tendríamos que concluir que los vascos y las vascas somos más listos que el conjunto del mundo, puesto que aprendemos a la misma edad algo más difícil. A este respecto quiero citar unos párrafos de Juan Carlos Moreno Cabrera, extraídos de su libro La dignidad de las lenguas. Dice así:

La dificultad de una lengua, entre otros factores, depende de su similitud con la lengua de la que se parte. El vasco o euskera, idioma que no pertenece a la gran familia indoeuropea ni a ninguna de las familias lingüísticas conocidas, es una lengua que está a mayor distancia tipológica del español que éste de las demás lenguas de su entorno, que son lenguas romances: portugués, gallego, catalán, francés occitano, italiano. Esta lejanía tipológica, que contrasta con una cercanía geográfica (y no solo geográfica) hace que esta lengua no sea tan fácilmente aprendible como lengua segunda por un hablante de una lengua románica, como lo sería otra lengua románica. De aquí surge un prejuicio como el que se puede enunciar de una de estas formas: el vasco es muy difícil o el vasco es más difícil que el español. Lo único que podemos decir es que para un hablante de español el vasco es más difícil de adquirir como lengua segunda que el catalán o el occitano.

El euskera es un idioma vivo, que ha disfrutado, que no sufrido, cambios importantes en estos cuarenta años. Comparado con eso, lo que queda por hacer es una nimiedad. Y nada más. Gracias por vuestra atención y, para terminar, dejadme deciros en euskera un par de frases que los bertsolaris han utilizado desde hace décadas: «Ongi esanak gogoan hartu, gaizki esanak barkatu». Tomad en cuenta lo que haya estado bien dicho y perdonadme lo mal dicho. Madrid, 17 de febrero de 2011