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HISTORIA DE MI VIDA

Historia de mi Vida George Sand © Pehuén Editores, 2001

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MANDINA AURORA LUCÍA DUPIN, BARONESA DE DUDEVANT,

conocida en las letras francesas por el seudónimo de George Sand (1803-1876), universalmente acreditado, descendía por línea paterna de Mauricio de Saionila y por parte de madre de una familia plebeya. Debió heredar de su progenitor y de su abuela en opinión de los hermanos Tharaud un alto sentido del estilo (no solamente del literario) y de su madre una viva imaginación, prodigiosamente activa, una naturaleza sensual que no hizo más que reforzar la herencia que ya tenía en la sangre, de sus antecesores Maurice de Saxe, Augusto de Polonia y de su abuelo Dupin de Francmeil, importante galanteador en su época. Sus aventuras amorosas –Jules Sandeau, Prosper Merimée, Alfred de Musset, Michel de Bourges, Franz Litz, Federico Chopin...–, divulgadas en abundancia, no deben olvidarnos de que la responsable de El marqués de Villemer fue creadora en Francia de la novela rural y de la novela idealista, en una etapa de enlace entre el romanticismo y el naturalismo. George Sand, a pesar de haber pasado a la historia como una gran amadora, acentuó menos las tintas cuando trató de sus amantes, que al referirse a personas de su amistad con Balzac, SainteBeuve, Lamenniais, De Latouche o el pintor Eugenio Delacroix. «Sin duda alguna, porque cuando hablaba de sus amigos, no se

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encontraba turbada por escrúpulos femeninos que llegaban a helarla al hacerlo de sus amantes». Probablemente –como se ha apuntado– porque quien en la vida se arriesgaba a todo, en la confidencia literaria, resultaba más circunspecta... En la Historia de mi vida, su trabajo capital, George Sand, sin embargo, se nos presenta «escandalosamente» sincera, sobre todo en lo que se refiere a sus sentimientos religiosos. Las páginas que esta brillante escritora consagra a sus años conventuales, siguen siendo extraordinarias por encima de tendencias y criterios. El misticismo de la primera George Sand, iba a convertirse más tarde en un misticismo social y humanitario. Que si actualmente no interesa demasiado, constituyó un gran suceso, particularmente en Rusia. Los escritores eslavos del siglo XIX –Gogol, Dostoievski, Tolstoi, Turgueniev...– recibieron su indudable influencia. Parentesco manifestado por el autor de Crimen y castigo, cuando escribió: «La aparición de George Sand en la literatura, coincide con mis primeros años juveniles. Es preciso señalar que en esta epoca lejana, las novelas eran las únicas obras permitidas en Rusia, mientras que todo el resto, como casi todo el pensamiento llegado de Francia, estaba severamente prohibido. ¿Qué es lo que ocurrió entonces? Todo lo que penetró en Rusia bajo la forma novelesca no sólo influyó hondamente, sino quizá de la manera más peligrosa, al menos desde el punto de vista de la época, puesto que si las personas deseosas de leer a Louis Reybaud no eran muchas, los devotos de George Sand se podían contar por millares. Los lectores supieron extraer de las novelas mismas lo que con tanto celo se nos prohibía. Una gran parte de ellos sabía, al menos entre nosotros y hacia la mitad del 40, qué George Sand era uno de los campeones más representativos, más inflexible y más perfecto de la categoría de los escritores occidentales que, desde su aparición, habían negado todas «las conquistas reales» que originaron como consecuencia la sangrienta revolución francesa, o para decirlo con mayor exactitud, la revo-

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lución europea en los finales del siglo XVIII. Una nueva palabra se escuchaba con absoluta claridad; habían surgido nuevas esperanzas; algunos proclamaban a gritos que el progreso estaba detenido, convertido en algo inútil y estéril, ya que nada se había conseguido con el cambio político de los vencedores. Era preciso continuar, la regeneración de la humanidad debía ser radical y completa. Y es George Sand quien está a la cabeza de tal evolución». Nadie para el lector moderno puede garantizar lo que George Sand ha supuesto en la plural familia literaria, como Fiodor Dostoievski. Aunque desde hace tiempo no se lean ciertas novelas suyas en las que, se mantienen teorías humanas y sociales que hoy nos resultan un tanto pueriles, en Historia de mi vida, que se leerá siempre, encontramos descrito con la máxima justeza y vigor cómo se operó en un espíritu el paso de la filosofía del siglo XVIII a la del XIX. Su tono confidencial dentro de lo novelesco no disimula la estructura ideológica de quien muchas veces sólo suele ser recordada por sus aventuras amorosas y por sus extravagancias. Un libro cuyas páginas nos complacen por su nobleza literaria y por su indiscutible atractivo, se convierte en un trabajo literario con categorías de testimonio. Como es natural en una escritora de su talla, lo que significa la influencia novelesca sin necesidad de perturbarla, no incurre como en tantas obras testimoniales de nuestra hora– en lo ensayístico descentrado. Penetrándonos del indudable mensaje derivado del desarrollo novelesco correspondiente, sin necesidad de encajarlo como esos sermones pseudo-filosóficos con que los malos novelistas modernos nos asestan golpes mortales. El gran interés de Historia de mi vida, por consiguiente, es asistir conducidos por la sugestión del ritmo novelístico al desarrollo de un pensamiento, que partiendo de las ideas corrientes en la época de Voltaire, se abre al sueño de una humanidad dignificada por la fraternidad y la justicia. Este libro importante

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de la literatura francesa de su tiempo, integra en su tono confidencial y literariamente persuasiva todo lo que a una George Sand muy distante de la que protagonizó su liberal leyenda amorosa, la preocupó como escritora representativa de una etapa evidente de transición. Aunque el romanticismo y el naturalismo hayan sido momentos literarios de una grandeza tal como para disminuir la importancia de quienes figuran en la historia literaria entre uno y otro, una obra como esta Historia resulta más que suficiente para inmortalizar a la aurora de Valentina, Mauprat, Cartas de un viajero, etcétera. Puesto que aparte su condición de testimonio, pone de manifiesto los valores de penetración, síntesis y delicadeza, perfectamente asimilados por un estilo femenino y templado. La escritora que es capaz de reunir en Historia de mi vida tantos enfoques religiosos, confidenciales, biográficos, críticos, etc., personifica un momento en el que se comenzó a despreciar la «amena y vaga literatura». Desde que George Sand supuso en la historia literaria lo señalado por Dostoievski escribir no ha sido en los escritores importantes un ejercicio retórico, sino un esfuerzo por sembrar en la conciencia del prójimo esa experiencia donde se resume el compromiso de un espíritu con la verdad. Si George Sand no hubiera sido más que el amor de Chopin, su figura pertenecía a la pequeña historia o a lo social pintoresco. Como la autora de Historia de mi vida fue, sobre todas las cosas, una escritora comprometida con la verdad y con el mundo, leer Historia de mi vida permite, entre otras cosas, diferenciar la literatura que disipa, de la que esencialmente rehumaniza.

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INE AL MUNDO UN 5 DE JULIO DE 1804, mientras mi padre

tocaba el violín y mi madre usaba un bello vestido rosa. Fue cuestión de un instante. Tuve al menos la suerte, que ya había predicho mi tía Lucía, de no hacer sufrir mucho tiempo a mi madre. Llegue al mundo como hija legítima, cosa que bien no habría podido ocurrir si mi padre no hubiese ignorado resueltamente los prejuicios de su familia (y esto fue también una felicidad, puesto que sin esa condición mi abuela no se habría ocupado de mi posteriormente con tanto amor y me habría visto privada del pequeño fardo de ideas y conocimientos que ha constituido mi consuelo en los momentos cruciales de mi vida). Estaba muy bien constituida, y durante toda mi infancia prometía ser una belleza, esperanza que no se ha cumplido. Probablemente ha sido culpa mía, ya que a la edad que la belleza florece, me pasaba las noches leyendo y escribiendo. Siendo hija de dos seres de una belleza perfecta, no debería haber degenerado, y mi pobre madre, que estimaba la belleza más que nada, me

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hacía frecuentemente ingenuos reproches. Por mi parte, jamás pude detenerme en el cuidado de mi persona. Amo la limpieza extrema, pero siempre me han parecido insoportables los artificios femeniles. Privarse de trabajar por tener los ojos bellos, no correr al sol cuando el buen sol de Dios atrae irresistiblemente, no utilizar buenos botines por temor a deformarse el tobillo, usar guantes, vale decir: renunciar al manejo y a la fuerza de las manos, condenarse a una eterna torpeza, a una eterna debilidad, no fatigarse jamás cuando todo nos ordena entregarnos, vivir al fin, dentro de una campana, para no ser ni quemados, ni agrietados, ni marchitados antes de tiempo; todo esto es lo que jamás he podido hacer. Mi abuela aumentaba todavía las reprimendas de mi madre, y el capitulo de los sombreros y guantes fue la desesperación de mi infancia; a pesar de que no fui voluntariamente rebelde, la sujección no me alcanzó. Sólo tuve un momento de frescura, pero nunca belleza. Sin embargo, mis rasgos no eran groseros, aunque jamás me preocupó de refinarlos. La costumbre de soñar, adquirida desde la cuna, sin darme ni yo misma cuenta de ello, me otorgó tempranamente una apariencia tonta. Utilizo semejante palabra, porque toda mi vida, en la infancia, en el convento, en la intimidad de la familia, me lo han dicho siempre y debe ser evidentemente cierto. En suma, con cabellos, con dientes y ninguna deformación, no fui ni fea ni bella en mi juventud; ventaja que yo considere importante desde mi punto de vista, ya que la fealdad inspira ciertas prevenciones en algún sentido, y la belleza, en otro. Se espera demasiado de un exterior brillante y se desconfía en demasía de un exterior que repugna. Es mucho más conveniente poseer una figura que no eclipsa ni disminuye a nadie, tal vez debido a esto me he encontrado siempre muy bien entre mis amigos de uno u otro sexo.

Mi abuela se presentó en París precipitadamente con la intención de romper el casamiento de su hijo, esperando que él consentiría, puesto que jamás había sido capaz de resistirse a sus lágrimas. Llegó a París sin que él lo supiera, no habiendo fijado día para su partida ni avisándole de su llegada, como tenía por costumbre hacer. Comenzó por ir a consultar al señor Deséze sobre la validez del casamiento. El señor Deséze opinó que el asunto era raro, como la legislación que lo había hecho posible. Llamó a otros dos abogados célebres, y el resultado de la consulta fue que en el dichoso asunto había materia para un proceso, porque siempre hay materia para un proceso en todos los asuntos de este mundo, pero que el casamiento tenía nueve probabilidades contra diez de considerarse válido para los tribunales, que mi partida de nacimiento me constituía legitima, y que aun suponiendo en la ruptura del matrimonio, la intención, así como el deber de mi padre, sería infaliblemente llenar las formalidades requeridas y contraer un nuevo matrimonio con la madre de la criatura que él había deseado legitimar. Mi abuela no habría tenido seguramente jamás la intención de querellarse contra su hijo. Aunque ella hubiera concebido el proyecto, no hubiera tenido valor. Posiblemente, se quedó aliviada de la mitad de su dolor al renunciar a sus hostilidades, porque la infelicidad es mucho mayor cuando se sigue considerando con rigor lo que se ama. Quiso, sin embargo, pasar todavía algunos días sin ver a su hijo, sin duda alguna, con el propósito de debilitar las resistencias de su propio espíritus y de tomar nuevos informes sobre su nuera. Pero mi padre descubrió que su madre estaba en París, comprendió que se había enterado de todo y me «encargó» de solucionar el problema. Me tomó en sus brazos, subió a un coche de alquiler, se paró delante de la puerta de la casa en donde mi abuela vivía, se ganó con pocas palabras los buenos oficios de la portera y me confió a esta mujer, quien cumplió con la comisión de la siguiente manera:

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La mujer subió al cuarto de mi abuela, y con un pretexto cualquiera pidió hablar con ella. Llevada a su presencia, le habló de no se que cosas, y sin dejar de hacerlo se permitió decirle: –Mire usted, señora, qué bonita nieta tengo. La nodriza me la ha traído hoy, y soy tan feliz, que no puedo separarme de ella ni un instante. Si, parece muy saludable y fuerte –dijo mi abuela mientras buscaba su bombonera. De inmediato, la buena mujer, que hacía su papel a maravilla, me depositó en las rodillas de mi abuela, quien me, ofreció unas golosinas y comenzó a mirarme con una especie de asombro y de emoción. De repente, me rechazó, diciendo: –Usted me engaña, esta criatura no es suya; no se parece a usted... ¡Yo soy, yo sé de quién es! ... Posiblemente, asustada por el movimiento que me separó del seno materno, me puse a llorar verdaderas lágrimas que hicieron mucho efecto. –Ven, pobrecita mía –dijo la portera–; no te quieren, vámonos. Mi pobre abuela fue vencida. –Devuélvamela –dijo–. ¡Pobre criatura, ella no tiene la culpa de todo esto! ¿Quién la ha traído? –Vuestro propio hijo, señora está esperando abajo, voy a devolverle su hija. Perdóneme si la he ofendido; no sabía nada, yo no sé nada. Creí que le gustaría recibir una hermosa sorpresa... –Vaya, vaya, querida, no os preciso más –dijo mi abuela–, vaya a buscar a mi hijo y déjeme a la criatura. Mi padre subió las escaleras de cuatro en cuatro. Me encontró sobre las rodillas de mi abuela, que lloraba al tratar de hacerme reir. No me han contado lo que pasó entre los dos, y como yo no tenía más de ocho o nueve meses, es muy probable que no me diera cuenta. Mi madre, quien me contó esta primera aventura de mi vida, me ha dicho que cuando mi padre me llevó a

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casa tenía entre mis manos una bella sortija con un grueso rubí, que mi buena abuela se había sacado de su dedo encargándome de colocarla en el de mi madre, cosa que mi padre me hizo cumplir religiosamente. Pasó algún tiempo todavía antes que mi abuela consintiera en conocer a su nuera; pero ya corría el rumor de que su hijo se había casado desventajosamente, y el negarse a verlo debía necesariamente encerrar pensamientos molestos hacia mi madre y, por consiguiente, hacia mi padre. Mi abuela se asustó del dolor que su repugnancia podía causar a su hijo. Recibió a la temblorosa Sophie, quien la desarmó por su sumisión ingenua y sus tiernas caricias. El casamiento religioso fue celebrado bajo la mirada de mi abuela, después del cual, un almuerzo en familia selló oficialmente la adopción de mi madre y de mi. Días más tarde, al consultar mis propios recuerdos, que no pueden equivocarse, la impresión que estas dos mujeres tan diferentes en opiniones y costumbres producían la una sobre la otra. Bastará saber ahora que, por ambas partes, los procedimientos fueron excelentes, que los dulces nombres de madre e hija fueron intercambiados, y que si el casamiento de mi padre originó un pequeño escándalo entre las personas de intimidad bastante restringida, el mundo que mi padre frecuentaba no se ocupó en absoluto y acogió a mi madre sin pedirle cuentas de sus antepasados ni de su fortuna. Pero ella no amó jamás al mundo y no fue presentada en la corte de Murat a la cual estaba sujeta y forzada, por así decirlo, debido a los servicios que mi padre realizó más tarde para este príncipe. Mi madre no se sintió jamás humillada ni honrada por encontrarse entre personas que pudieron creerse que estaban por encima de ella. Chanceaba con finura, con el orgullo de los tontos y la vanidad de los advenedizos; sabiéndose popular hasta la punta de las uñas, se creía más noble que todos los patricios y aristócratas de la tierra. Tenía por costumbre decir que los de su

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raza poseían la sangre más roja y las venas mucho más largas que los otros, cosa que yo llegué a creer, porque si la energía moral y física constituye en realidad la excelencia de las razas, no podrá negarse que esta energía llegará a desaparecer en las razas que pierden la costumbre del trabajo y el valor del sufrimiento. Este aforismo no puede considerarse ciertamente excepcional, aunque también puede agregarse que el exceso del trabajo y el sufrimiento enervan a la sociedad tanto como el exceso de los placeres y la ociosidad. Pero es cierto, en general, que la vida comienza en los cimientos de la sociedad y se pierde a medida que sube a la cima, como la savia de las plantas. Mi madre no era de esas intrigantes ingeniosas, cuya pasión secreta consiste en luchar contra los prejuicios de su tiempo y que creen engrandecerse al sumarse, con el riesgo de millares de afrentas, a la falsa grandeza del mundo. Era mil veces demasiado orgullosa como para exponerse a frialdades. Su actitud era tan reservada que parecía tímida, pero si trataban de animarla con aires protectores, se volvía más reservada aun, se mostraba fría y taciturna. Sus relaciones eran excelentes con las personas que le inspiraban un respeto fundado; entonces aparecía encantadora y cortés. Pero su verdadera naturaleza era jovial, inquieta, activa, vibrando ante lo que intentaba sujetarla. Las grandes comidas, las prolongadas veladas, las visitas insustanciales, el mismo baile, le resultaban odiosos. Era una mujer para estar al lado del fuego o para pasear rápida y juguetonamente, pero, en su interior y para sus acciones necesitaba la intimidad, la confianza, relaciones de una sinceridad absoluta, libertad completa de sus costumbres y del empleo de su tiempo. Vivió, entonces, siempre retirada y cuidándose más en abstenerse de conocimientos embarazosos que de aprenderlos. Esto mismo constituía el fondo del carácter de mi padre, y por ello, jamás hubo esposos mejor compenetrados. No eran felices si no estaban en el hogar. Por todos lados trataban de remediar melancólicos bostezos, y

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ellos me han legado esta secreta rebeldía, que me ha hecho sentir siempre al mundo insoportable, y al home (1), indispensable. Todos los trabajos que mi padre había comenzado tediosamente, preciso es confesarlo, no terminaron en nada. Había tenido mil veces razón al manifestar que no estaba hecho para ceñir sus espuelas en tiempos de paz, y las «guerrillas sociales» no le atraían. Sólo la guerra podía hacerle salir del ambiente del estado mayor. Volvió al campo de Montreuil con Dupont. Mi madre lo siguió en la primavera de 1805 y pasó dos o tres meses con él, durante los cuales mi tía Lucie se hizo cargo de mi hermana y de mi. Esta hermana, de la cual hablaron más tarde y cuya existencia ya he señalado, no era hija de mi padre. Tenía cinco o seis años más que yo y se llamaba Carolina. De mi buena y menuda tía Lucie, ya he dicho que se había casado con el señor Maréchal, oficial retirado, en la misma época en que mi madre se casó con mi padre. De esa unión, vino una hija, cinco o seis meses después de mi nacimiento. Es mi querida prima Clotilde; tal vez la mejor amiga que yo he tenido. Mi tía vivía entonces en Chaillot, en donde mi tía había comprado una casita; en aquellos tiempos se hallaba en pleno campo, pero hoy en día estaría en plena ciudad. Para pasearnos, alquilaba un asno a un jardinero vecino. Nos metía en las canastas forradas de heno, destinadas a transportar la fruta y las legumbres Al mercado: Caroline en una, Clotilde y yo en la otra. Parece ser que nos gustaba mucho esta manera de pasear. *** Mi madre se ocupó bien temprano de mi educación, y mi cerebro no opuso ninguna resistencia, aunque no avanzó nada; (1) En inglés, en el original.

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pero si lo hubieran dejado tranquilo, habría resultado con seguridad un poco lerdo. Ya caminaba a los diez meses; comencé a hablar bastante tarde, pero una vez que empecé a decir algunas palabras, aprendí todas muy de prisa, y a los cuatro años sabía leer muy bien. Lo mismo sucedió con mi prima Clotilde, a la que educaron, como a mí, su madre y la mía, alternativamente. Nos enseñaban también plegarias, y me acuerdo que yo las recitaba, de memoria, desde el comienzo hasta el final sin comprender nada, salvo aquellas palabras que nos hacían pronunciar cuando poníamos la cabeza sobre la almohada: «Dios mío, os entrego mi corazón.» No se por qué yo comprendí esta oración mejor que el resto de la plegaria, ya que en estas pocas palabras hay mucho de metafísica; el caso es que yo entendía lo que quería decir y era la única parte de mi plegaria que me daba una idea acerca de Dios y de mi.

nelas y los magos, los diablejos del teatro y los santos de la iglesia se, confundían en mi cerebro y me producían el más extraño batiburrillo poético que imaginarse pueda. Mi madre poseía unas ideas religiosas firmes, en las que la duda no entró jamás, porque no se paraba a considerarlas. Ni siquiera se tomaba el trabajo de aclararme si eran verdaderas o alegóricas las nociones que me enseñaba a manos llenas, ya que, artista y poeta sin ella misma darse cuenta, creyendo su religión en todo lo que tenía de bueno y bello, rechazando todo le que era sombrío y amenazador, me hablaba de las tres gracias y de las nueve musas tan seriamente como si se hubiera tratado de las virtudes teologales o de vírgenes santas. Ya por la educación, por lo que me enseñaron o por la predisposición, lo cierto es que el amor a la novela se apoderó de mí apasionadamente antes que yo hubiera terminado de aprender a leer. Sucedió así: yo no comprendía todavía la lectura de los cuentos de hadas. Las palabras impresas, aun en el estilo más elemental, no me ofrecían un gran sentido., recitando llegué a comprender lo que me hacían leer. Yo no leía por iniciativa propia; era de naturaleza perezosa y no podía vencerla sino haciendo grandes esfuerzos. En los libros, yo no buscaba otra cosa que imágenes; pero todo lo que aprendía con los ojos y con los oídos entraba tumultuosamente en mi pequeña cabeza y soñaba hasta el punto de perder con frecuencia la noción de la realidad en el medio en que yo me encontraba. Como había tenido por largo tiempo la costumbre de hurgar el fuego con el atizador, mi madre, que no tenía criada, y a quien recuerdo siempre ocupada en coser o en cuidar el puchero, no podía desembarazarse de mi si no era reteniéndome, en la prisión que ella me había inventado, a saber: cuatro sillas con un calientapiés en el medio, apagado, para sentarme cuando me fatigase, ya que no teníamos ni el lujo de un cojín. Eran sillas de paja y yo me dedicaba a sacárselas

*** En la calle Grange-Bateliere fue donde tuve entre mis manos un viejo manual de mitología, que todavía poseo, lleno de grandes grabados tan cómicos como puedan imaginarse. Cuando me acuerdo del interés y la admiración con que yo contemplaba estas imágenes grotescas, me parece verlas todavía tal y como las veía en aquellos tiempos. Sin leer el texto, comprendí con rapidez, y gracias a las estampas, las principales acciones de la fábula antigua, y todo eso me interesaba prodigiosamente. Algunas veces, me llevaban a ver las sombras chinescas del eterno Séraphin y las obras de feria. Mi madre y mi hermana me contaban los cuentos de Perrault, y cuando ya no tenían más repertorio, no se privaban de inventar otros que me parecían tanto o más bonitos que los anteriores. Así, me hablaban del paraíso, y me regalaban con lo que existe de más hermoso y bello en la religión católica. Sin embargo, los ángeles y los cupidos, la santa virgen y la fe, los polichi-

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con las uñas; está claro que las habían sacrificado para mi uso. Recuerdo que para dedicarme a ese juego me veía obligada a subirme en el calientapiés; entonces podía apoyar mis codos en los asientos y jugaba a tener garras, con una paciencia milagrosa; pero, cediendo a la necesidad de ocupar en algo mis manos, necesidad que me ha acompañadas siempre, no se me ocurría pensar que así destruía la paja de las sillas; también componía en voz alta interminables cuentos que mi madre llamaba mis novelas. No tengo ningún recuerdo de esas composiciones; mi madre me ha hablado de ellas mil veces, mucho tiempo antes que yo tuviera el pensamiento de escribir. Ella las declaraba soberanamente aburridas, por la longitud de las mismas y por el desenlace que yo otorgaba a la historia de que se tratara. Es un defecto que he conservado, según dicen; porque yo me doy cuenta de que a veces no tengo ni idea de lo que hago, y todavía hoy me invade, como a los cuatro años, una necesidad de dejar correr la pluma en este género de creación. Parece que mis historias eran una especie de lío con todo lo que obsesionaba a mi pequeñito cerebro. Siempre había un esquema al gusto de los cuentos de hadas: un príncipe bueno y una princesa encantadora. Había muy pocos seres malos, pero nunca malhechores. Todo se unía bajo la influencia del pensamiento jocoso y optimista infantil. Lo que en ellas había de curioso era la duración de estas historias y cierta capacidad de continuidad, porque yo retomaba el hilo en el lugar exacto que en el día anterior lo había abandonado. Es muy probable que mi madre, al escuchar maquinalmente y como a pesar suyo estas largas divagaciones, me ayudase por su cuenta a retomarlo. Mi tía recuerda también estas historias y se distrae con este recuerdos. A menudo, me decía: –Y bien, Aurore, no ha salido todavía tu príncipe del bosque? ¿Terminará pronto tu princesa de ponerse su vestido de cola y su corona de oro?

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–Ojalá tranquila –decía mi madre–; sólo puede trabajar en paz cuando esté entre cuatro sillas haciendo sus novelas. Más claramente recuerdos el ardor que yo ponía en los juegos que simulaban una verdadera acción. Yo era caprichosa. Cuando mi hermana o la hija mayor del vidriero venían y me invitaban a los juegos clásicos, no encontraba ninguno de mi agrado o me cansaba rápidamente de ellos. Pero con mi prima Clotilde o con los otros niños de mi edad, me entregaba totalmente a los juegos que mi fantasía creaba. Simulábamos batallas y huidas a través de bosques que afectaban profundamente mi imaginación. Y después, una de nosotras se perdía y las demás la buscaban o llamaban. Generalmente estaba dormida en un árbol, es decir, en un canapé. Se iba en su ayuda; una de nosotras era la madre de las otras, o el general, porque la influencia militar del exterior penetraba forzosamente en nuestro nido, y más de una vez hice de emperador y dirigí acciones en el campo de batalla. Despedazábamos las muñecas, los muñecos y las casas, y parece ser que mi padre tenía una mente bastante impresionable, porque no podía soportar esta diminuta representación de las escenas de horror que él mismo vivía en la guerra. Le decía a mi madre: –Por favor, barre el campo de batalla de estos niños, es una manía, pero me hace daño ver en el suelo esos brazos, esas piernas y todos esos despojos colorados. No nos dábamos cuenta de nuestra ferocidad, ya que las muñecas y los muñecos sufrían pacientemente la carnicería. Pero, galopando sobre nuestros corceles imaginarios y batiéndonos con nuestros sables invisibles, contra los muebles y los juguetes, nos dejábamos llevar por un entusiasmo febricitante. Nos reprochaban nuestros juegos de muchachos, y es cierto que mi prima y yo teníamos un espíritu ávido de emociones viriles. Vuelvo a recordar particularmente un día de otoño en el que la cena estaba servida y la noche había entrado en la habitación. No era en mi

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casa, era en Chaillot, en casa de mi tía, según creo, pues había doseles en las camas y en mi casa no existían. Clotilde y yo nos perseguíamos la una a la otra, a través de los árboles, vale decir, entre los pliegues de las cortinas del dosel; la habitación había desaparecido para nuestros ojos y estábamos realmente en un paisaje sombrío, del que se adueñaba la noche. Nos llamaban para cenar, pero no escuchábamos nada. Mi madre fue a tomarme entre sus brazos para llevarme a la mesa, y siempre recordaré mi asombro Al contemplar las luces, la mesa y los objetos reales que me rodeaban. Salía positivamente de una alucinación completa y me costaba librarme de ella bruscamente. A veces, estando en Chaillot, creía estar en mi casa, y recíprocamente. Con frecuencia tenía que hacer un esfuerzo para asegurarme del lugar en que estaba, y he visto también vivir en mi hija esta ilusión de una manera acentuada. No creo haber vuelto a ver esta casa de Chaillot después del año 1808, porque, desde el viaje a España, no abandoné Nohant, y esto ocurrió en la época en que mi tío vendió al estado su pequeña propiedad, que se encontraba en el lugar destinado al palacio del rey de Roma. No sé si será exacto, pero diré aquí algo sobre esta casa, que en aquel entonces era una verdadera casa de campo, pues Chaillot no estaba trazado como lo está actualmente. Era la casa más modesta del mundo; esto lo comprendo hoy, cuando los objetos que han quedado en mi memoria se me aparecen en su valor real. Más para la edad que yo tenía entonces era un paraíso. Podría dibujar el piano de la casa y el del jardín, tan grabados los tengo actualmente. El jardín era, sobre todo para mi, un lugar lleno de delicias, quizá por ser lo único que yo conocí. Mi madre, a pesar de lo que sobre ella le decían a mi abuela, vivía en un estado vecino a la pobreza, con una economía y un trabajo hogareño dignos de una mujer del pueblo; no me llevaba a las

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Tuileres para evitar que viesen las toilettes que teníamos, o para que no me amanerase jugando al aro o a la cuerda bajo las miradas de los curiosos. No salíamos de nuestro triste reducto, si no era para ir alguna vez al teatro, que mi madre adoraba tanto como yo, y más a menudo a Chaillot, en donde siempre éramos recibidas con grandes alegrías. El viaje a pie y el tener que pasar por la estación de bomberos me contrariaba, pero una vez que ponía el pie en el jardín, ya me creía en la isla encantada de mis cuentos. Clotilde, que podía estarse allí todo el día al sol, parecía más lozana y más sonrosada que yo. Me hacía los honores de su edén con ese buen corazón y esa alegría franca que nunca la han abandonado. Era la mejor de las dos, la más saludable y la menos caprichosa: yo la adoraba, a pesar de las salidas inesperadas por mí provocadas y a las cuales ella siempre respondía con burla que me mortificaban mucho. Cuando ella estaba descontenta de mí, jugaba con mi nombre, Aurore, y me llamaba Horreur (1), injuria que me exasperaba. Pero, ¿podía acaso quedarme por mucho tiempo mohína, teniendo un escenario de gramilla verde y una terraza bordada con tiestos llenos de flores? Fue entonces cuando yo vi los primeros hilos de la virgen, todos blancos y brillantes en el sol otoñal; mi hermana estaba allí ese día, pues fue quien me explicó doctamente cómo la virgen santa hilvanaba ella misma esos bellos hilos en la corola de marfil. No me atrevía a cortarlos y trataba de hacerme pequeñita para pasar debajo de ellos. El jardín era un rectángulo, no muy grande, en realidad, pero que me parecía inmenso, aunque lo recorriese doscientas veces por día. Estaba regularmente trazado a la moda de aquellos tiempos; había flores y legumbres; desde afuera no se veía nada porque estaba rodeado de muros; pero, en el fondo, había una terraza llena de arena, con un gran tiesto de barro cocido, a la cual se (1) Horror: Juego de palabras basado en la pronunciación francesa.

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llegaba subiendo unos escalones de piedra. Era en esta terraza, lugar ideal para mí, en donde se llevaban a cabo nuestros grandes juegos de batalla, de huida y de persecución. Fue allí, también, en donde vi por primera vez mariposas y grandes girasoles, que me parecían poseer cien pies de altura. Un día fuimos interrumpidas en nuestros juegos por un gran rumor que provenía del exterior. Gritaban «¡viva el emperador!», caminaban con precipitación, se alejaban y los gritos persistían. En efecto, el emperador pasó a poca distancia y escuchamos el trote de los caballos y la emoción de la muchedumbre. No podíamos ver a través de los muros, pero fue algo hermoso en nuestra imaginación, según mis recuerdos, y gritamos con todas nuestras fuerzas: «¡Viva el emperador!», transportadas por un entusiasmo simpático. ¿Sabíamos lo que era el emperador? No lo recuerdo, pero lo más probable es que oyésemos hablar de él continuamente. Poco tiempo después me hice una idea distinta; no sabría decir precisamente la época, pero debió de ser a finales del año 1807. El emperador pasaba revista en el bulevar, no muy lejos de la Madeleine. Mi madre y Pierret no quisieron estar cerca de los soldados. Entonces Pierret me colocó sobre sus hombros para que yo pudiese ver. Mi cabeza, que sobresalía por encima de las demás, hizo que los ojos del emperador se fijasen en mi. Entonces mi madre exclamó: –¡Te ha mirado, acuérdate de esto, te traerá suerte! Sospecho que el emperador escuchó estas ingenuas palabras, porque me miró nuevamente, y todavía creo ver una especie de sonrisa flotando en su cara pálida, cuya severidad no me asustó. Nunca olvidaré su figura y, sobre todo, esa expresión de su mirada que ningún retrato ha podido reflejar. En aquella época estaba bastante gordo y lívido. Llevaba un abrigo sobre su uniforme, pero no sabría decir si era gris; en el momento en que le vi, llevaba su sombrero en la mano, y por un momento me

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quede como hipnotizada por esa mirada clara, tan dura en el primer momento y de repente tan protectora y tan dulce. Lo he vuelto a ver otras veces, pero confusamente, porque estuve siempre más lejos y él pasó muy rápidamente. He visto también al rey de Roma, niño, en los brazos de su nodriza. Estaba en una ventana de las Tuileries y sonreía a los paseantes; al verme, se rió mucho más, por ese efecto simpático que los niños producen los unos sobre los otros. Tenía un gran bombón en su pequeña mano y me lo tiró. Mi madre quiso recogerlo para dármelo, pero el funcionario que vigilaba la ventana no le permitió dar un paso más allí de la línea que él guardaba. La gobernanta le hizo inútilmente señales de que el bombón era para mí y que me lo tenía que dar. Esto no entraba probablemente en la consigna del militar, que se hizo el sordo. Me sentí muy herida y regresé al lado de mi madre. Le pregunté por qué el militar era tan desatento. Ella me explicó que su deber era guardar el precioso niño e impedir que se le acercaran, porque las gentes mal intencionadas podían dañarlo. La idea de que cualquiera pudiese hacer algo malo a un niño me pareció exorbitante; pero en aquella época tenía nueve o diez años, porque el pequeño rey in partibus tenía dos como máximo, y esta anécdota no es nada más que una disgresión anticipada. Uno de los recuerdos que se centra en mis cuatro primeros años, es el de mi primera emoción musical. Mi madre había ido a ver a una persona en un pueblo cerca de París, no sé exactamente cual. El piso estaba muy alto, y desde la ventana, como yo era muy pequeña todavía para poder ver la calle, no distinguía otra cosa que la techumbre de las casas circundantes y mucho cielo. Pasamos allí buena parte del día, pero yo no me fijé en nada. Estaba preocupada por los dulces efluvios de una flauta que durante todo el tiempo ejecutó una cantidad de tonadas que me parecieron admirables. El sonido venía de una de las ventanas que estaban por encima de la nues-

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tra y un poco distante, puesto que mi madre, a quien yo pregunté de qué se trataba, no lo oía apenas. En cuanto a mi, posiblemente por ser mi oído más fino y más sensible en aquella época, no me perdía una sola modulación de ese pequeño instrumento, tan agudo de cerca y tan dulce en la distancia, y estaba encantada. Me parecía estar escuchando entre sueños. El cielo era puro, de un azul brillante; y esas delicadas melodías parecían deslizarse sobre los tejados y perderse en el firmamento. ¿Quién sabe si no se trataba de un artista con una inspiración superior y que no tenía en ese momento otro auditor más atento que yo? También podía ser un aprendiz cualquiera que estudiaba la tonada Mónaco o Delirios de España. Quienquiera que fuese, yo experimentaba unos goces musicales inenarrables y me encontraba verdaderamente extasiada delante de esta ventana, en donde por primera vez yo comprendía vagamente la armonía de las cosas exteriores, estando mi alma igualmente transportada, tanto por la música como por la belleza celeste. Todos los recuerdos de mi infancia son bastante pueriles, como puede verse, pero si cada uno de mis lectores recupera su experiencia al leerme, si vuelve a recordar con placer las primeras emociones de su vida, si se siente niño otra vez durante una hora, ni él ni yo habremos perdido nuestro tiempo; porque la infancia es buena, cándida, y los más grandes seres son aquellos que guardan la máxima sensibilidad y conservan la mayor parte de ese candor primitivo. Recuerdo muy poco de mi padre antes de las operaciones militares en España. Estaba tan a menudo ausente, que durante prolongados periodos no lo vi. Sin embargo, pasó con nosotras el invierno de 1807 a 1808, porque me acuerdo vagamente de unas cenas tranquilas con luz y un plato de golosinas, bastante modesto, consistente en unas pastas cocidas en leche azucarada, que, mi padre simulaba tragarse todas para divertirse con mi glotonería decepcionada. Me acuerdo también que él hacía con

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su servilleta, anudada y enrollada de distintas formas, figuras de pájaros, de conejos y de payasos que me hacían reír mucho. Creo que me mimaba horriblemente, pues mi madre se veía obligada a interponerse entre nosotros porque mi papá me apoyaba en todos mis caprichos en lugar de regañarme. Me han dicho que durante el poco tiempo que podía pasar con su familia se sentía tan feliz, que no quería perder de vista a su mujer y a sus hijos, que jugaba conmigo días enteros, y que en uniforme de gala no tenía vergüenza de llevarme en brazos en medio de la calle o por los bulevares. Seguramente, yo era muy feliz porque me amaban; éramos pobres pero yo no me daba cuenta de ello. Sin embargo, por aquel entonces, mi padre tenía unos ingresos que podían habernos procurado un buen pasar si los gastos que le ocasionaban sus funciones de ayuda de campo de Murat, no hubiesen sobrepasado sus cálculos. Mi abuela se privaba de muchas cosas para sostener un tren de lujo insensato, y a pesar de todo, dejó deudas por compras de caballos, vestimentas y equipo. A mi madre se la acusó a menudo de haber contribuido con su desorden al caos económico de la familia. Recuerdo tan patentemente nuestro interior de aquella época, que puedo afirmar que ella no merecía esos reproches. Se hacía ella misma su cama, limpiaba las habitaciones, las ordenaba y cocinaba. Fue una mujer de una actividad y de una energía extraordinaria. Toda su vida se levantó con el día y se acostó hacia la una de la mañana, y no recuerdos haberla visto ociosa jamás. No recibíamos a nadie con excepción de nuestra familia y del excelente amigo Pierret, que tenía para mi la ternura de un padre y los cuidados de una madre. Es el momento de contar la historia y hacer el retrato de este hombre inapreciable que yo recordaré toda mi vida. Pierret era hijo de un propietario rural, y desde los dieciocho años había estado empleado en el tesoro, en donde siempre ha ocupado un lugar modesto. Era el mas feo de los hombres, pero esta fealdad

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era tan bonachona que se atraía la confianza y la amistad. Tenía una gruesa nariz chafada, una boca carnosa y unos ojos muy pequeños; sus cabellos rubios se rizaban obstinadamente y su piel era tan blanca y tan rosada que parecía siempre joven. Cuando tenía cuarenta años se puso furioso, porque un empleado de la alcaldía, adonde él había concurrido como testigo del casamiento de mi hermana, le preguntó con muy buena fe si había cumplido la mayoría de edad. Sin embargo, era grande y bastante gordo; su rostro se movía siempre a causa de un tic nervioso traducido perpetuamente por unas muecas impresionantes. Es probable que por este tic, nadie se podía hacer una idea aproximada sobre la cara que poseía. Creo yo que era sobre todo la expresión cándida e ingenua de esta fisonomía la que se prestaba a la ilusión en sus raros momentos de reposo. No tenía la menor idea de eso que llaman espíritu, pero, como juzgaba todo con su corazón y su conciencia, se le podía siempre pedir consejo sobre los más delicados asuntos de la vida. No creo que haya existido jamás un hombre más puro, más leal, más devoto, más generoso y más justo, su alma era tan hermosa que no conocía ni la belleza ni la fealdad. Como creía en la bondad de los hombres, siempre pensó que él no era una excepción. Tenía gustos bastante prosaicos. Amaba el vino, la cerveza, la pipa, el billar y el dominó. Todo el tiempo que pasaba con nosotros, se alojaba en una pensión de la calle del FaubourgPoissonnire, llamada El Caballo Blanco. Allí estaba como en familia, porque la frecuentó durante treinta años y porque hasta el final conservó su eterna alegría y su incomparable bondad. Su vida se desarrolló, a pesar de todo, en un círculo bien oscuro y nada variado. Él era feliz. ¿Y cómo no serlo? Todo el mundo que le ha conocido lo ha amado, y la idea del mal no aflojó jamás en su alma honesta y simple. Era, con todo, bastante nervioso, y en consecuencia, colérico y susceptible, pero su bondad era tan irresistible, que jamás

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llegó a herir a nadie. La cantidad de enojos y algaradas que, yo le ocasionaba no tienen nombre. Dábale una patada, revoleaba sus pequeños ojos, se ponía rojo y se entregaba a las muecas más fantásticas, hablando al mismo tiempo en una lengua poco parlamentaria y haciendo unos reproches vehementes. Mi madre tenía por costumbre no prestar la mínima atención. Ella se contentaba diciendo: –¡Ah! ¡Ya está, Pierret furioso! ¡Vamos a ver nuevas muecas! De inmediato, Pierret olvidaba el tono trágico y se reía. Ella lo soliviantaba mucho y no es sorprendente que él perdiese continuamente la paciencia. En los últimos años se había vuelto cada vez más irascible y no transcurría un día que no tomara su sombrero y saliera de casa declarando que no volvería a poner los pies en ella, pero volvía por la tarde sin recordar la solemnidad de sus adioses anteriores. En cuanto a mi respecta, se adjudicaba un derecho de paternidad que hubiese desembocado en una tiranía, si le hubiera sido posible llevar a cabo todas sus amenazas. Me había visto nacer y me había destetado, esto es bastante curioso como para dar una idea de su carácter. Mi madre, estando agotada por la fatiga, pero no pudiendo ignorar mis gritos y mis lamentos, y pensando también que yo estaría mal cuidada durante la noche por una criada, había llegado a no dormir, en un momento en que era lo que más necesitaba. Al ver esto una tarde, por su propia iniciativa, Pierret me tomó de mi cuna y me llevó a su casa, en donde me cobijó durante quince o veinte noches, durmiendo apenas, por los cuidados que me prodigaba, y haciéndome beber leche y agua azucarada con tanta solicitud, cuidado y limpieza, que una nodriza no lo habría hecho mejor. Me entregaba a mi madre todas las mañanas, para irse a su oficina y después a El Caballo Blanco; y cada tarde volvía a buscarme, llevándome por todo el barrio sin preocuparse de que lo vieran, a pesar de sus veintidós

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o veintitrés años. Cuando mi madre intentaba resistirse y se inquietaba, él se ponía todo colorado, le reprochaba su «debilidad imbécil» porque no escogía sus epítetos, él mismo lo aseguraba– , con un gran contento por su elección; y cuando me traía a casa, mi madre se asombraba al mirar mi limpieza, mi lozanía y mi buen humor. Cuidar a una criatura de diez meses es algo tan ajeno a los gustos y a las habilidades de un hombre, y sobre todo en un hombre de «pensión» como Pierret, que resultaba más maravilloso que se le ocurriese hacerlo, que el hecho de realizarlo. Al fin, fui destetada por él y se sintió en el colmo de su orgullo, como ya lo había anunciado. Siempre me consideró como una pequeña criatura, pues cuando tenía yo cerca de los cuarenta años, seguía hablándome como a un niño. Era muy exigente en lo que se refiere a la amistad; no así al agradecimiento, ya que jamás había pensado en hacerse valer. Y cuando le preguntaban por qué razón quería ser amado, no sabía responder otra cosa que: «Porque os amo.» Y decía esta dulce palabra con un tono furioso y con una contracción que le hacía chirriar los dientes. Si cuando yo le escribía tres palabras a mi madre olvidaba una sola vez enviar saludos a Pierret, cuando lo volvía a encontrar no me miraba y rehusaba darme los buenos días. Las explicaciones y las excusas no servían de nada. Me trataba de malvada, de mala criatura y me juraba un rencor y un odio eternos. Decía todo esto con una expresión tan cómica, que cualquiera hubiese creído que estaba representando, si no le hubieran visto las gruesas lágrimas que se le escapaban de los ojos. Mi madre, que conocía este estado nervioso, le decía: –Cállese, Pierret. Usted está loco –y hasta lo pinchaba fuertemente para que terminara más rápido. Entonces, volvía a ser el mismo y se dignaba escuchar mis justificaciones. Sólo era precisa una palabra tierna y una caricia para enternecerlo y hacerlo feliz, después de renunciar a un posible entendimiento.

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Había conocido a mis padres en los primeros días de mi existencia y en una forma que los había atado en seguida. Una pariente suyo vivía en la calle Meslay, en la misma manzana que mi madre. Esta mujer tenía un niño de mi edad, al que descuidaba y privaba de su leche por lo que lloraba todo el día. Mi madre entró en la habitación, en donde el pequeño desgraciado moría de necesidad y le dio su pecho y continuó socorriéndolo así, sin decir nada. Pero Pierret, al ir a ver a su pariente, sorprendió a mi madre en esa ocupación, se enterneció y se dio a ella y a los suyos para siempre. Apenas conoció a mi padre, ya sintió por él un afecto inmenso. Se encargó de todos sus asuntos, puso orden, alejó a los acreedores de mala fe, lo ayudó con su buen sentido a satisfacer poco a poco a los demás; por fin, lo liberó de todos esos cuidados materiales los cuales era incapaz de llevar a cabo sin la ayuda de un espíritu acostumbrado a los detalles, por estar siempre ocupado en el bienestar de los demás. Pierret le escogía sus domésticos, le arreglaba sus cuentas, le ponía en regla sus dietas y le hacía llegar dinero seguro a cualquier lugar en donde la guerra lo encontrara. Mi padre no partía jamás a una campaña sin decirle: –Pierret, te encargo el cuidado de mi mujer y de mis hijos. Si no vuelvo, piensa que es para toda la vida. Pierret tomó en serio esta recomendación, porque nos consagró toda su vida después de la muerte de mi padre. Pretendieron recriminarle sus relaciones domésticas, porque, ¿qué es lo que hay de sagrado en este mundo y qué alma puede ser juzgada en su pureza por aquellas que no la poseen? Pero a cualquiera que haya conocido a Pierret, una suposición semejante le parecerá siempre un ultraje a su memoria. No era lo bastante seductor como para hacer de mi madre una infiel, ni aun con el pensamiento. Era demasiado consciente y demasiado probo para no alejarse de ella, si él hubiera sentido el peligro de traicionar, aun mentalmente, la confianza que le enorgullecía y que retribuía

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celosamente. Por otra parte, se casó con la hija de un general sin fortuna, y los dos fueron muy felices, pues esta mujer era buena y estimable, según lo que siempre le he oído decir a mi madre, a quien he visto en relaciones afectuosas con ella. Cuando se decidió nuestro viaje a España Pierret hizo los preparativos. El proyecto de mi madre no era prudente, pues estaba encinta de siete u ocho meses. Quería llevarme con ella, y yo era un personaje que todavía creaba dificultades. Pero mi padre había anunciado una permanencia prolongada en Madrid, y mi madre tenía, creo yo, celos. Por el motivo que fuese, se obstinó en reunirse con mi padre; la ocasión se la proporcionó la mujer de un proveedor de la armada, conocida de mi madre, que iba a emprender un viaje y le ofreció un lugar en su calesa para conducirla hasta Madrid. Esta señora llevaba como postillón a un muchacho de doce años. Henos, pues, de viaje dos mujeres, una de ellas embarazada, y dos criaturas, de las cuales yo no era la más rebelde ni la más molesta. No creo haberme apenado Al separarme de mi hermana, que se quedaba en una pensión, la de mi prima Clotilde ; como yo no las veía todos los días, y esto sucedía cada semana, no calibraba el sentimiento que me produciría una separación más o menos duradera. Tampoco me importó dejar el piso, a pesar de que había sido mi único mundo y de que no conocía nada fuera de él, ni siquiera imaginario. Lo que me hizo sufrir realmente en los primeros momentos del viaje, fue la necesidad de abandonar a mi muñeca en aquel piso vacío, en donde ella debería de aburrirse tanto. El afecto que las niñas pequeñas sienten por su muñeca es verdaderamente muy complejo, y yo lo he experimentado tan vivamente y durante tanto tiempo que, sin muchas explicaciones, puedo fácilmente definirlo. No existe ningún momento en la infancia de las niñas en el que se equivoquen plenamente so-

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bre el tipo de existencia de ese ser inerte que se les coloca entre las manos y que debe iniciar en ellas el sentimiento vivo de la maternidad, por así decirlo. Al menos, respecto a mí, no recuerdo jamás haber creído que mi muñeca fuese un ser vivo; sin embargo, he sentido por centenares de muñecas que poseí un verdadero afecto maternal. No era precisamente una especie de idolatría, pues la costumbre de hacer adorar estos tipos de fetiches a los niños es un poco salvaje. Yo no me daba cuenta muy bien de este afecto, pero creo que si hubiera podido analizarlo habría encontrado alguna analogía con lo que los fervientes católicos sienten por ciertas imágenes de su devoción. Saben que la imagen no es el objeto mismo de su adoración, y sin embargo se arrodillan ante ella, le hablan, la inciensan y le hacen ofrendas. Las personas de la antigüedad, a pesar de lo que se ha dicho, no eran más idólatras que nosotros. En ninguna época los hombres inteligentes han adorado la estatua de Júpiter o el ídolo de Mammon, sino que han sabido ver a Júpiter y a Mammon en esos símbolos. Pero, en todos los tiempos, en nuestros días como en los pasados, los espíritus incultos no han podido hacer una clara distinción entre el dios y la imagen. Tuve también juguetes predilectos. Entre ellos había uno que no he olvidado nunca y que se ha debido perder, a mi pesar, porque yo no lo rompí de pequeña, y podría resultar ahora tan bonito como aparece en mis recuerdos. Era una pieza de una vajilla muy antigua, que ya había servido también de juguete para mi padre en su infancia; posiblemente, la vajilla completa ya no existía en aquella época. él lo había encontrado revolviendo en un armario de la casa de mi abuela, y al acordarse de cómo le había gustado a él en su niñez, me lo había traído. Era una pequeña Venus de Sévres, con dos palomas en sus manos. Estaba sobre un pedestal, que representaba un pequeño plato ovalado de vidrio ondulado, guarnecido con un aro de cobre brillante, lleno de pequeñas muescas, sosteniendo unos tulipanes que ser-

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vían de candeleros, y cuando se encendían las pequeñas bujías, el vidrio, que parecía un pedazo de agua viva, reflejaba las luces, la estatua y los hermosos ornamentos dorados de la guarnición. Este juguete era para mí un mundo encantador, y cuando mi madre me contaba por undécima vez el cuento precioso de Percinet y Graciosa, yo me imaginaba unos paisajes con jardines mágicos y con lagos. ¿Dónde encontrarán los niños la inspiración sobre ciertas cosas que jamás han visto?... Una vez que nuestro equipaje para el viaje a España estuvo listo, me acordé de mi muñeca preferida. No tuve uintención de llevármela, aunque me lo habían consentido. Me imaginé que se podría romper, o que me la robarían cuando la dejase en mi habitación, y después de haberla desnudado y haberle puesto la ropa de dormir, la acosté en mi pequeña cama y le arreglé las sábanas con mucho cuidado. En el momento de la partida, corrí a mirarla por última vez, y como Pierret me había prometido ir a darle de comer todas las mañanas, comenzó a caer en la duda que todos los niños tienen sobre la realidad de esos seres. Es un estado verdaderamente singular, en el cual la naciente razón por una parte y la necesidad de lo ilusorio por otra combaten en los corazones ávidos de amor maternal. Tomó las dos manos de mi muñeca y las unió sobre su pecho. Pierret me dijo que tenía la actitud de una muerta. Entonces hice girar sus brazos hasta que las manos se juntaron por encima de la cabeza, actitud de desesperación o de invocación, a la cual yo atribuía muy seriamente una idea supersticiosa. Pensaba que era un llamamiento Al hada buena, y que la muñeca, si se quedaba en esa postura, estaría protegida durante todo el tiempo de mi ausencia. Pierret con seguridad me prometió cuidarla para que no se perdiese. No hay nada más verdadero en el mundo que esa loca y poética historia de Hoffmann llamada Cascanueces. Es la vida intelectual del niño, tomada de la misma realidad. Amo asimismo ese final embrollado que se pierde en el mundo de las quime-

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ras. La imaginación infantil es tan rica y tan confusa como eses brillantes sueños del cuentista alemán. Salvo el pensamiento sobre mi muñeca, que me persiguió durante algún tiempo. No recuerdos nada del viaje hasta las montañas de Asturias. Pero vuelvo a sentir todavía el asombro y el terror que estas grandes montañas me causaron. Los recodos bruscos del camino en el medio de este anfiteatro y en el que las cimas cerraban el horizonte, me traían a cada momento sorpresas llenas de angustia. Me parecía que estábamos encerradas entre esas montañas, que ya no habría más camino y que no podríamos continuar, ni volver. Vi por primera vez, a ambos lados del camino, campanillas en flor. Esas florecillas rosadas y blancas me chocaron mucho. Mi madre me abría instintivamente e ingenuamente el mundo de la belleza al asociarme, desde pequeña, en todas sus impresiones. Así, cuando aparecía alguna hermosa nube, un gran efecto solar, unas aguas claras, me hacía mirar diciéndome: «¡Mira qué bonito!» De inmediato, esos objetos que yo habría sido incapaz de notar por mi misma, me revelaban su belleza, como si mi madre hubiese tenido una llave mágica para abrir mi espíritu al sentimiento inculto pero profundo que ella misma experimentaba. Recuerdo que nuestra compañera de viaje no comprendía las ingenuas admiraciones que mi madre me hacía compartir y decía: «¡Oh señora Dupin, qué extraña es usted con su hijita!» Sin embargo, no recuerdo que mi madre me haya dicho jamás una frase completa. Sospecho que le debía ser bastante difícil, porque en aquella época apenas sabía escribir y no se preocupaba de una vaga e inútil ortografía. A pesar de esto, hablaba con pureza, como los pájaros, que cantan sin haber aprendido a hacerlo. Tenía una voz dulce y una pronunciación distinguida. Sus pocas palabras me encantaban o me persuadían. Como su memoria era muy frágil y jamás había podido relacionar dos hechos en su espíritu, se esforzaba en combatir en mi esa fragilidad que era ya hereditaria. A cada momento me decía:

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–Es preciso que te acuerdes de lo que has visto. Y en efecto, cada vez que se tomaba esa precaución, yo no me olvidaba. Al ver las campanillas en flor, me dijo: –Respiralas, a eso huele la miel; ¡y no las olvides! Fue la primera revelación del olfato que yo recuerdo y por ese encadenamiento de los recuerdos y las sensaciones que todo el mundo conoce sin poderlo explicar, cuando huelo campanillas, siempre veo las montañas españolas y el borde del camino en donde las cogí por primera vez. Pero qué lugar era ese, sólo Dios lo sabe. Si lo volviese a ver lo reconocería. Creo que estaba cerca de Pancorbo. Otra circunstancia que no olvidaré jamás, y que habría sorprendido a cualquier otra criatura, fue la que sigue: estábamos en una pequeña llanura, no lejos de la población. La noche era clara, pero unos árboles frondosos bordeaban el camino y por momentos arrojaban mucha sombra. Yo estaba en el pescante del carruaje con el postillón. El conductor apaciguó a sus caballos, se dio vuelta y gritó a mi compañero: –¡Diles a esas damas que no tengan miedo; llevo buenos caballos! Mi madre no tuvo necesidad de que le repitieran esta frase; ya la había escuchado, y al asomarse por la ventanilla vio a tres personajes, lo mismo que los veía yo. Dos en el costado del camino y uno en el medio, a diez pasos más o menos de nosotros. Parecían pequeños y estaban inmóviles. –¡Son ladrones, conductor –gritó mi madre–; no avance más, vuelva, vuelva! ¡Veo sus arcabuces! El conductor, que era francés, se puso a reir porque esta visión de arcabuces le probaba que mi madre no tenía ni idea de la clase de enemigos que nos iban a tocar. Juzgó prudente el no desengañarla, azotó a sus caballos y pasó resueltamente delante de los tres flemáticos personajes, quienes ni se inmutaron y a quienes yo vi con poca nitidez. Mi madre, que los había visto en

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su terror, creyó distinguir unos sombreros puntiagudos y los tomó por militares. Pero cuando los caballos, excitados y también asustados, salvaron una distancia considerable, el conductor los puso al paso y bajó a conversar con sus pasajeros. –Y bien, señoras –dijo riendo siempre–, habéis visto los arcabuces. Debían tener alguna intención porque se mantuvieron a la expectativa cuando nos vieron. Pero yo ya sabía que mis caballos no harían tonterías. Si nos hubieran conducido a donde estaban, lo hubiésemos pasado mal. –Pero –dijo mi madre– ¿Quienes eran? –En vuestro respeto, mi pequeña dama, eran tres grandes osos serranos. Mi madre sintió aún más miedo y suplicó al conductor que azotase a sus caballos y que nos condujera rápidamente hasta el próximo albergue, pero el hombre estaba aparentemente acostumbrado a esos encuentros, que hoy en día serían extrañísimos en plena primavera sobre todo, a lo largo de las grandes vías de comunicación. Nos dijo que esos animales eran sólo temibles cuando se ponían a cuatro patas y nos condujo tranquilamente sin preocuparse. Yo no tuve ningún miedo; había conocido ya a varios osos en mis fantasías les había hecho devorar a personajes malignos de mis improvisadas novelas, pero jamás se habían atrevido a devorar a mi buena princesa, en cuyas aventuras yo me identificaba sin darme cuenta. No hay que esperar un orden en estos recuerdos de hace tanto tiempo. Están demasiado deshilvanados en mi memoria y mi madre no ha podido ayudarme a encadenarlos, porque ella los recuerda todavía menos que yo. Diré solamente, y según las recuerde, aquellas circunstancias importantes que de una manera u otra me impresionaron o influyeron sobre mi. Mi madre tuvo otro temor, menos fundado, en una posada que, sin embargo, tenía un buen aspecto. Recuerdo este albergue

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porque vi por primera vez en él esas bonitas alfombras de paja anudada, de gran colorido, que reemplazan a los tapices en los pueblos meridionales. Yo estaba muy cansada, viajábamos con un calor espantoso, y mi primera intención fue la de echarme estirada sobre la alfombra, al entrar en nuestra habitación. Seguramente ya habríamos estado en posadas peores de esa tierra española convulsionada por la insurrección, porque mi madre exclamó: –¡Bendita hora, estas habitaciones parecen bastante limpias y espero que podremos dormir! Pero al cabo de unos instantes y habiendo salido al pasillo dio un grito y entró precipitadamente. Había visto una mancha grande de sangre en el suelo y había sido suficiente para que creyese estar en un matadero. La señora Fontanier (así se llamaba nuestra compañera de viaje) se burló de ella, pero ni esto la hizo renunciar a examinar furtivamente la casa antes de acostarse. Mi madre poseía una cobardía bastante particular. Su viva imaginación le hacia sospechar en todo momento peligros inmensos; pero, al mismo tiempo, su naturaleza activa y su presencia de ánimo le inspiraban el coraje de reaccionar, de examinar, de ver de cerca los objetos que la asustaban con el fin de evitar el peligro, cosa que habrá conseguido bastante mal, según creo. Era de esa clase de mujeres que teniendo siempre miedo de alguna cosa porque temen a la muerte, no pierden nunca la cabeza, poseyendo, por así decirlo, un fuerte instinto de conservación. Por ello, provista de una antorcha, quiso incorporar a la señora Fontanier a su investigación; esta mujer, que no era ni tan temerosa ni tan valiente, no se preocupaba en absoluto. Entonces me sentí invadida por un gran valor, que no tenía ningún otro mérito porque no había comprendido la razón de que mi madre tuviese tanto miedo. Pero al verla lanzarse sola en una expedición que hacía retroceder a su compañera, me agarré fuer-

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temente de su falda, y el joven postillón, que era un malvado, que no tenía miedo de nada y que se burlaba de todo el mundo y de todas las cosas, nos siguió con otra antorcha. Nos fuimos a escudriñar, de puntillas, para no despertar la desconfianza de los hoteleros, a quienes oíamos reir y charlar en la cocina. Mi madre nos mostró la mancha de sangre cerca de una puerta, en la que aplicó su oreja para escuchar. Y su imaginación debía estar tan excitada que creyó oír lamentos. –Estoy segura –le dijo al mozo—de que aquí están unos soldados franceses decapitados por los malvados españoles. Y con una mano temblorosa pero resuelta abrió la puerta y se encontró en presencia de tres enormes cadáveres... de unos cerdos sacrificados para la provisión de la casa y el consumo de los viajeros. Mi madre comenzó a reír y fue a burlarse de sus temores con la señora Fontanier. En cuanto a mi, tuve más miedo al ver esos cerdos abiertos en canal, tan villanamente colgados en la pared, con sus hocicos rozando el suelo, que de cualquier cosa que pueda imaginarse. Sin embargo, ni aun por lo que vi me hice una idea de la muerte, y fue preciso que sucediese otro acontecimiento para que yo comprendiera de lo que se trataba. Es curioso, porque, a pesar de todo, yo ya había matado a mucha gente en mis novelas creadas entre cuatro sillas y en mis juegos militares con Clotilde. Conocía la palabra, pero no su significado. Me había hecho la muerta en el campo de batalla con mis compañeras «amazónicas», y no había sentido ninguna molestia al estar acostada en el suelo y al cerrar los ojos durante algunos instantes. Aprendí en seguida lo que era durante nuestra estancia en otra posada, en donde me habían dado una paloma viva de entre cuatro o cinco que se habían destinado para el almuerzo; porque en España, lo principal en las comidas de los viajeros era el cerdo, y en esos tiempos de guerra y miseria resultaba un lujo encontrarlos. Esta paloma

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me causó gran alegría y ternura, jamás había tenido un juguete tan bonito y, sobre todo, un juguete vivo. ¡Qué tesoro! Pero comprendí en seguida que un ser vivo es un juguete muy incómodo, porque siempre quería irse, y cuando la dejaba un momento en libertad se escapaba y era preciso perseguirla por toda la habitación. Era insensible a mis besos, y aunque la llamara con los nombres más dulces, no me entendía. Me cansé y pregunté en dónde estaban las otras palomas. Nuestro postillón respondió que las iban a matar. –Bien –dije yo–, quiero que también maten a la mía. Mi madre quiso hacerme renunciar a semejante idea cruel, pero yo me obstiné hasta el punto de llorar y gritar, cosa que le causó una gran sorpresa. –Debe de ser –dijo ella a la señora Fontanier –que no se da cuenta de lo que pide. Ella cree que morir es dormir. Me tomó de la mano y me llevó con mi paloma a la cocina, en donde estaban acogotando a sus hermanas. No recuerdo cómo lo hacían, pero vi la convulsión final del ave que moría violentamente. Gritó de manera desgarradora, y creyendo que mi paloma amada ya había corrido la misma suerte, lloré con amargura. Mi madre, que la tenía entre sus brazos, me la mostró viva. Casi enloquecí de alegría. Pero cuando nos sirvieron en el almuerzo los cadáveres de las otras palomas y me dijeron que eran los mismos animales que yo había visto tan bellos con sus plumas lustrosas y su dulce mirada, me horroricé del alimento y no lo quise tomar. Cuanto más avanzábamos en nuestro trayecto, mayor y más terrible se presentaba el espectáculo de la guerra. Pasamos una noche en un pueblo que había sido quemado el día anterior y en donde no quedaba en el albergue otra cosa que una sala con un banco y una mesa. Para comer sólo había cebollas crudas, con las que yo me contenté, pero mi madre y su compañera no pudieron comerlas. Temían viajar durante la noche. La pasaron sin

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cerrar un ojo y yo dormí sobre la mesa, en donde ellas me habían hecho una cama bastante buena con los cojines de la calesa. Me es imposible asegurar el momento preciso de la guerra de España en que nos encontrábamos. No me ocupé jamás de saberlo en el tiempo en que mis padres hubieran podido ordenar mis recuerdos y ya no tengo ningún pariente en el mundo que pueda ayudarme. Creo que partimos de París durante el mes de abril de 1808, y que el terrible acontecimiento del 2 de mayo sucedió en Madrid mientras nosotras estábamos atravesando toda España para llegar allí. Mi padre había llegado a Bayona el 27 de febrero. Escribió algunas líneas a mi madre desde los alrededores de Madrid, el 18 de marzo, y debió ser en aquel tiempo cuando yo vi al emperador en París, a su retorno de Venecia y antes de su partida hacia Bayona; porque, cuando le vi, el sol ya se ponía y me daba en los ojos, y además volvíamos a casa para cenar. Cuando nos fuimos de París no hacía calor; en cambio, apenas llegar a España el calor nos torturó. Si yo hubiese estado en Madrid durante los acontecimientos del 2 de mayo, semejante catástrofe me habría quedado, sin duda, vivamente grabada, porque todavía recuerdos los detalles menos importantes de aquel período. He aquí uno que se me ha quedado un poco en el aire. Se trata del encuentro que tuvimos en Burgos o en Vitoria, con una reina que posiblemente fuese la de Etruria. Además, es sabido que la partida de esta princesa fue la primera causa del movimiento del 2 de mayo en Madrid. La encontramos probablemente pocos días más tarde, cuando ella se dirigía a Bayona, desde donde el rey Carlos IV la había reclamado para reunir así a toda su familia bajo la garra del águila imperial. Como este encuentro me impresionó mucho, puedo relatarlo con algunos detalles. No sabría decir en qué lugar exacto ocurrió, pero sé que era una aldea en donde nos detuvimos para cenar. En el albergue había un patio para los coches, y al fondo de este patio, un jardín bastante grande, en donde yo vi unos

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girasoles que me recordaron los de Chaillot. Por primera vez vi recoger las semillas de girasol y me dijeron que se podía comer. En un rincón de ese mismo patio había una urraca en una jaula, y esta urraca hablaba, cosa que me asombró muchísimo. Decía en español algo que probablemente significaba: «Muerte a los franceses», o tal vez: «Muerte a Godoy». Yo sólo entendía claramente la primera palabra que la urraca repetía con afectación y con un acento verdaderamente diabólico: «Muera, muera» (1). El postillón de la señora Fontanier me explicaba que el pájaro estaba colérico contra mi y que me deseaba la muerte. Yo estaba tan asombrada al escuchar hablar a un pájaro, que mis cuentos de hadas me parecieron más importantes y serios que nunca. No me di cuenta realmente del significado de esa palabra mecánica que el pobre pájaro pronunciaba sin entenderla: ya que él hablaba, debía pensar y razonar, según mi opinión, y tuve mucho miedo de esta especie de genio maligno que golpeaba con el pico los barrotes de su jaula repitiendo siempre: «¡Muera, muera!»

Para mi fue una emoción enorme, porque en mis novelas siempre incluía reyes y reinos que yo me figuraba hermosísimos y cubiertos de una brillantez y un lujo extraordinarios. Pero la pobre reina con la que me encontré estaba vestida con un traje blanco muy estrecho, a la moda de aquellas épocas, y muy amarillento por el polvo. Su hija, que me pareció tener ocho o diez años, estaba vestida como la madre, y las dos me parecieron muy morenas y bastante feas; al menos, es la impresión que recibí. Tenían un aire triste e inquieto. En mis recuerdos no poseían ni escolta. En lugar de partir, huía y escuché a mi madre murmurar con un tono apático: «Otra reina que se salva.» Estas pobres reinas se salvaban en efecto, cediendo España al extranjero. Iban a Bayona para buscar cerca de Napoleón una protección que no les faltó, así como tampoco seguridad material; aunque fuera la culminación de su decadencia política. Se sabía que esta reina de Etruria era hija de Carlos IV e infanta de España. Se había casado con su primo, hijo del viejo duque de Parma. Napoleón, queriendo apoderarse del ducado, había entregado en retribución a los jóvenes esposos la Toscana, con el título de reino. Habían llegado a París en 1801, para agasajar al primer cónsul, siendo acogidos con grandes festejos. Se sabía también que la joven reina, habiendo abdicado en favor de su hijo, había vuelto a Madrid en los comienzos de 1804 para tomar posesión del nuevo reinado de Lusitania, que la victoria debía asegurarle en el norte de Portugal. Pero todo se tambaleó más adelante, gracias a la impotencia rectora de Carlos IV y a la escasa lealtad de la política llevada a cabo por el príncipe de la Paz. Ibamos a mezclarnos en esa guerra formidable contra la nación española, que nos llegaba como por una decisión de la fatalidad y que crearía espontáneamente a Napoleón la necesidad de ampararse en todas esas personas reales, en el momento justo en que ellas mismas imploraban su apoyo. La reina de Etruria y sus hijos siguieron al anciano Carlos IV, a la reina María Luisa y al príncipe de la Paz a Compiegne.

*** Pero otro acontecimiento me distrajo. Un gran carruaje, al que seguían dos o tres más, acababa de llegar al patio, donde desengancharon los caballos y los sustituyeron por otros con una rapidez extraordinaria. Los aldeanos intentaban entrar al patio gritando «¡La reina, la reina!» Pero el dueño de la posada y otras personas los rechazaban diciendo: «No, no, no es la reina.» Todo sucedió con tal rapidez, que mi madre, que estaba en la ventana, no tuvo ni el tiempo de bajar a informarse de que se trataba. Por otra parte, no dejaban acercarse a los carruajes, y los dueños de la posada parecían estar en el secreto, porque aseguraban a la gente de afuera que no se trataba de la reina. Sin embargo, una mujer de la casa me condujo cerca del carruaje principal diciéndome: «¡mira a la reina!»

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Cuando yo vi a esta reina, ya estaba bajo la protección francesa. Extraña protección que la arrancaba del amor tradicional del pueblo español, consternado al ver partir a todos los miembros de la familia real en medio de una lucha decisiva y terrible con el extranjero. En Aranjuez, a pesar de su odio contra Godoy, el pueblo había querido detener a Carlos IV el 17 de marzo; el 2 de mayo, en Madrid, había querido retener también al infante don Francisco de Paula y a la reina de Etruria. El 1 de abril, en Vitoria, intentó hacer lo mismo con Fernando. En todas las ocasiones había tratado de desenganchar los caballos y de quedarse con esos príncipes pusilánimes que lo desconocían y que le abandonaban poseídos por el pánico; pero, arrastrados por el destino, habían resistido; los unos a las amenazas, los otros a las plegarias del pueblo. ¿Hacia dónde corrían? A la esclavitud de Compidgne y de Valengay. Hay que pensar que, en la época en que contemplo la escena, yo no comprendía nada sobre la incógnita actitud de la reina fugitiva, pero siempre recordaré su rostro sombrío que parecía traicionar el miedo de quedarse y el temor de partir al mismo tiempo. Estaba en la misma situación de su madre y de su padre en Aranjuez, cuando estuvieron en presencia de un pueblo que no quería que se quedaran, pero que tampoco quería dejarlos marchar. La nación española estaba cansada de sus imbéciles soberanos; pero, a pesar de que lo eran, les preferían al hombre gentil que no era español. Parecía haber tornado por divisa, como nación, la frase enérgica que Napoleón pronunciara en un sentido más restringido: «Hay que lavar la ropa sucia en familia.» Llegamos a Madrid durante el mes de mayo, habíamos sufrido tanto en el viaje, que recuerdos poquísimo o casi nada de los últimas días del mismo. Pero, al menos, llegamos a nuestro destino sin ninguna catástrofe, lo que ya fue casi milagroso, porque España se había levantado ya en varios de sus puntos y por todos lados rugía la tempestad lista para explotar. Seguimos la lí-

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nea protegida por el ejército francés, pero ni aun los mismos franceses estaban seguros contra esas nuevas hordas sicilianas, y mi madre, llevando a un niño en su seno y a otro en sus brazos, tenía sobrada razón para asustarse. Olvidó sus terrores y sufrimientos al ver a mi padre. La fatiga que me rendía se disipó en un instante al contemplar el aspecto de las habitaciones, magníficas, en las que nos íbamos a instalar. Era en el palacio del príncipe de la Paz, y yo entraba allí convencida de la plena realización de mis cuentos de hadas. Murat ocupaba el piso bajo del mismo palacio, el más rico y el más confortable de Madrid, ya que había protegido los amores de la reina y de su favorito y en él reinaba más lujo que en la misma casa de los reyes. Nuestras habitaciones estaban situadas, según creo, en el tercer piso. Eran inmensas, tapizadas con damasco de seda. Las cornisas, los lechos, los sillones, los divanes, todo era dorado y todo me pareció oro macizo, siempre como en los cuentos de hadas. Las gruesas cabezas que parecían salirse de los marcos y seguirme con sus ojos, me atormentaron bastante. Pero bien pronto me acostumbré. Otra maravilla para mi fue el espejo del tocador, en el que yo me veía caminar sobre los tapices y en el cual yo no me reconocí al principio, porque jamás me había podido reflejar en un espejo de la cabeza a los pies, y no me había hecho nunca una idea sobre mi estatura, que era, de acuerdo a mi edad, bastante pequeña. De todas maneras, yo me encontré tan enorme que hasta me asusté. Es muy posible que el bello palacio y las bellas habitaciones fueran de un pésimo gusto a pesar de la admiración que me produjeron. Por lo menos, estaban bastante sucios y repletos de animales domésticos, de conejos entre otros, que corrían y entraban en todas partes sin que nadie les prestara la menor atención. Estos tranquilos anfitriones, los únicos que encontramos, tenían la costumbre de ser admitidos en las habitaciones o, tal vez, podían haberse aprovechado de la preocupación general y

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se habían pasado de la cocina al salón. Había uno, blanco como la nieve, con dos ojos como rubíes, que en seguida me tomó un gran cariño. Se había instalado en el ángulo del dormitorio, detrás del tocador, y nuestra intimidad se estableció de inmediato sin ningún regateo. Sin embargo y a pesar de todo era bastante maligno, y varias veces arañó la cara de aquellas personas que intentaron desalojarlo; pero jamás se rebeló contra mi, y se dormía sobre mis rodillas o sobre el borde de mi vestido durante horas enteras, mientras que yo le contaba mis mejores historias. Tuve pronto a mi disposición los más bellos juguetes del mundo: muñecas, ovejas, juegos de cocina, camas, caballos, todo cubierto de oro fino, de flecos, gualdrapas y lentejuelas, eran los juguetes abandonados por los infantes de España y estaban ya medio rotos por ellos mismos. Los descuidé y no les di importancia al principio, porque esos juguetes me impresionaron grotesca y desagradablemente. Sin embargo, debían de ser muy costosos, porque mi padre se guardó dos o tres pequeños personajes en madera pintada, que regaló a mi abuela como objetos de arte. Ella los conservó algún tiempo, para admiración de todo el mundo. Pero después de la muerte de mi padre, no sé cómo volvieron a caer en mis manos, y recuerdo a un viejecito cubierto de harapos que debía de tener una expresión notable por el miedo que me producía. Esta representación habilidosa de un pobre viejo mendigo, descarnado y tendiendo la mano, se habría deslizado por azar entre las brillantes chucherías de los infantes de España la personificación de la miseria es siempre un juguete extraño en las manos del hijo de un rey y siempre también da qué pensar. Por otra parte, los juguetes no me interesaron en Madrid tanto como en París. Había cambiado de medio. Los objetos exteriores me absorbían y mi propia existencia comenzó a tener para mi una apariencia tan maravillosa que hasta olvidé los cuentos de hadas.

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Conocí a Murat en París; había jugado con sus hijos, pero no lo recordaba. Probablemente lo había visto vestido como todo el mundo. Pero, en Madrid, tan dorado y engalanado se me apareció, que me impresionó muchísimo. Lo llamaban «el príncipe» y, como en los dramas de feria y en los cuentos, los príncipes desempeñan siempre el primer papel, creí ver al famoso príncipe Fonfarinet. Así lo llamaba yo naturalmente, sin darme cuenta de que usaba un epigrama. Mi madre trató de impedirme que lo llamara de esa manera, aunque siempre lo hacía así al verlo en las galerías del palacio. Me habituaron a llamarlo «mi príncipe» al dirigirle la palabra y él me dedicó un gran cariño. Es muy posible que estuviera disgustado al ver que uno de sus ayudantes de campo le traía, en las circunstancias terribles en que se encontraba, a su mujer y a sus hijos, y tal vez pretendieran que todo tuviese ante sus ojos un aspecto militar. Cierto es que siempre que estuve en su presencia, me hicieron vestir uniforme. Ese uniforme era una maravilla. Lo guardamos con nosotros hasta que yo fui ya demasiado grande para usarlo. Todavía puedo recordarlo minuciosamente. Consistía en un dolman de casimir blanco, con galones y botones de oro fino; una pehiza forrada en negro, y un pantalón de casimir amaranto, con ornamentos y bordados de oro al estilo húngaro. Tenía también botas de piel, de color rojo, con bordes dorados; el sable, el cinturón con presillas de seda y agujas de malla dorada; el guardasable, con un águila bordada en perlas finas; nada le faltaba. Al verme equipada exactamente como mi padre, o me tomó por un muchacho o quiso ser cómplice del pequeño engaño de mi madre; el caso es que Murat me presentó a los demás riéndose como su ayuda de campo y nos admitió en su intimidad. No tuvo mucho atractivo para mi, porque el hermoso uniforme era un suplicio. Había aprendido a llevarlo muy bien, es cierto, a arrastrar mi pequeño sable, sobre las losas del palacio, a hacer flotar mi pelliza sobre mi espalda de la forma más conve-

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niente. Pero tenía calor con ese traje, me sentía aplastada bajo los galones y era feliz, cuando al entrar en nuestras habitaciones, mi madre me vestía con el vestido español de la época, el traje de seda negra bordeado por una redecilla fina, que se ajustaba en las rodillas y caía en cascada sobre los tobillos, además de la mantilla negra. Con esa vestimenta, mi madre estaba bellísima. Jamás una verdadera española habrá tenido una piel oscura tan fina, unos ojos negros tan aterciopelados, un pie tan pequeño y una cintura tan cimbreada. Murat se enfermó; se dijo que fue a causa de sus desarreglos, pero no era cierto. Tuvo una inflamación de los intestinos, como la mayoría de nuestros soldados en España, y sufría de dolores violentísimos, que no, le hicieron sin embargo guardar cama. Creía estar envenenado y no llevaba su mal con mucha paciencia, porque sus gritos retumbaban en el triste palacio, en donde no se dormía por otra parte más que con un solo ojo. Recuerdo haberme despertado por el temor de mi padre y de mi madre, la primera vez que rugió en medio, de la noche. Pensaron que lo estaban asesinando. Mi padre saltó de la cama, tomó su sable y corrió, casi desnudo, hacia las habitaciones del príncipe. Yo escuché los gritos de este pobre hombre, tan temible en la guerra y tan pusilánime fuera del campo de batalla: tuve mucho miedo y comenzé también a gritar. Parece ser que yo había por fin comprendido lo que era la muerte, porque entre sollozos, exclamaba: –¡Matan a mi príncipe Fonfarinet! Supo de mi dolor y me amó más aún. Unos días después, subió a nuestras habitaciones, hacia la medianoche, y se acercó a mi cama. Mi padre y mi madre estaban con él. Volvían de una partida de caza y traían con ellos un pequeño cervatillo, que Murat puso a mi lado. Yo abracé al cervatillo y me volví a dormir sin poder agradecérselo Al príncipe. Pero al día siguiente por la mañana, al despertarme, vi a Murat a mi lado. Mi padre le había comentado el espectáculo que yo ofrecía

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con el cervatillo durmiendo juntos y él había querido vernos. En efecto: el pobre animal, que no tenía sino pocos días de existencia y a quien los perros habían perseguido la víspera, estaba tan agotado por la fatiga que se había arreglado para dormir en mi cama, como lo hubiera podido hacer un perrito. Estaba acurrucado, con la cabeza sobre la almohada, mostrando sus patitas replegadas como si hubiera temido herirme con ellas. Mis dos brazos enlazaban su cuello, tal y como yo los había puesto al volverme a dormir. Mi madre me ha dicho que Murat lamentó en aquellos momentos no poder mostrar un grupo tan tierno a un artista. Su voz me despertó, pero a los cuatro años no se es nada cortés y mis primeras caricias fueron para el cervatillo, que parecía pretender devolvérmelas por el calor que mi pequeño lecho le había proporcionado. Lo retuve conmigo durante algunos días y lo amé apasionadamente. Pero creo con seguridad que la ausencia de su madre lo mató, porque una mañana ya no lo vi más y me dijeron que estaba ya a salvo. Me consolaron asegurándome que encontraría otra vez a su madre y que sería feliz en los bosques. Nuestras vacaciones en Madrid no duraron nada más que dos meses, y sin embargo me parecieron una eternidad. No había ningún niño de mi edad para jugar y muy a menudo me quedaba sola durante una gran parte del día. Mi madre se veía obligada a salir con mi padre y me confiaba a una criada madrileña que le habían recomendado como segura, pero que se tomaba las de Villadiego en cuanto mis padres desaparecían. Mi padre tenía un criado que se llamaba Weber y que era el mejor hombre del mundo; con frecuencia, venía a cuidarme en lugar de Teresa, pero este valiente alemán que no sabía casi ninguna palabra en francés, me hablaba en una lengua ininteligible y olía además tan mal, que sin darme yo cuenta del motivo de mi malestar, casi me desmayaba cuando él me llevaba en sus brazos. No comentaba nunca la desatención de la criada y a mi ni se me ocu-

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rría quejarme. Creía que Weber estaba encargado de velar por mi y sólo deseaba que se quedase en la antecámara y me dejase sola en la habitación. Mis primeras palabras cuando se me acercaba eran: «Weber, te quiero mucho, vete.» Y Weber, dócil como buen alemán, se iba. Cuando vio que yo me quedaba tranquila en mi soledad, se le ocurrió encerrarme a veces e irse a ver sus caballos, que probablemente lo recibirían con mayor amabilidad. Conocí, pues, por primera vez, el placer un poco extraño para un niño, pero vivamente sentido por mi, de encontrarme sola. Lejos de contrariarme o asustarme, me daba un poco de rabia ver volver el coche de mi madre. Debí quedar bien impresionada de mis contemplaciones, porque las recuerdo patentemente, mientras que me he olvidado de miles de circunstancias exteriores probablemente mucho más interesantes. En las que acabo de relatar, los recuerdos de mi madre han ayudado a mi memoria; pero, en los que referiré de inmediato, nadie me pudo ayudar. Cuando lograba verme sola en la gran habitación donde podía moverme a mi gusto, me colocaba delante del tocador y ensayaba poses teatrales. Después, cogía mi conejo blanco y pretendía que hiciera lo mismo que yo; o también efectuaba el simulacro de ofrecerlo en sacrificio a los dioses, sobre un taburete que me servía de altar. Yo no sé si había visto algo parecido en algún teatro o en algún grabado. Me envolvía en una mantilla para sentirme una sacerdotisa y contemplaba en el espejo todos mis movimientos. Hay que pensar que yo no tenía la menor idea sobre lo que era la coquetería; mi emoción y placer se debían a verme reflejada con el conejo en el espejo y llegaba en mi ilusión a convencerme de que representaba una escena con cuatro personas: dos niñas y dos conejos. El conejo y yo nos saludábamos, nos amenazábamos, dialogando con los personajes del espejo. Bailábamos juntos el bolero, porque después de los bailes del teatro, las danzas españolas me habían encantado y ensayaba las posturas y los pasos de éstas, con la facilidad que tienen los

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niños para imitar lo que ven hacer. Entonces, olvidaba por completo que la figura que bailaba en el espejo era la mía y me asombraba que se detuviese cuando yo me detenía. Cuando ya me había entretenido lo suficiente con esos bailes de mi invención, me iba a soñar a la terraza. Esta terraza que se extendía sobre toda la fachada del palacio, era muy grande y muy bonita. El sol calentaba su balaustrada de mármol blanco que no podía ni tocarla. Era demasiado pequeña para poder mirar por encima de ella, pero a su través podía distinguir todo lo que pasaba en la plaza. En mis recuerdos, este lugar quedó grabado como algo magnífico. Alrededor había otros palacios o grandes y bellas casas, pero jamás visité la ciudad y creo no haber visto nunca nada de ella durante todo el tiempo que pasé en Madrid. Es probable que después del levantamiento del 2 de mayo no se permitiera a los habitantes circular por los alrededores del palacio del general en jefe. No vi, entonces, otra cosa que uniformes franceses y algo mucho más bello para mi imaginación: los mamelucos de la guardia, acuartelados en el edificio situado enfrente del nuestro. Esos hombres bronceados, con sus turbantes y su rica vestimenta oriental, formaban grupos que yo no me cansaba de mirar. Llevaban a beber a sus caballos a un gran abrevadero situado en medio de la plaza y constituían un espectáculo que, sin darme cuenta, me cautivaba con su poesía. A mi derecha, todo un costado de la plaza estaba ocupado por una iglesia de una arquitectura maciza, al menos así la recuerdo, coronada por una cruz sobre un globo dorado. Esta cruz y este globo brillante cuando el sol desaparecía –destacándose en un cielo azul como jamás he vuelto a ver–, constituían un paisaje que nunca olvidaré y que yo contemplaba hasta que en mis ojos se formaban esas bolitas rojas y azules que con una palabra derivada del latín, llamamos en nuestra lengua del Berry orblutes. Esta palabra debería usarse en el lenguaje moderno. Debe

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haber sido francesa, a pesar de que no la he encontrado en ningún autor. No tiene equivalentes y explica perfectamente un fenómeno que todo el mundo conoce y que se manifiesta y trata de explicarse con perífrasis inexactas. Estas orblutes me divertían mucho y no podía explicármelas naturalmente. Sentía un gran placer al ver flotar delante de mis ojos esos colores ardientes que se pegaban a todos los objetos y que persistían cuando yo cerraba los ojos. Cuando la órbita es completa, representa exactamente la forma del objeto que la produce; es una especie de espejismo. Veía, entonces, al globo y a la cruz de fuego dibujarse en cualquier lugar en donde mis ojos y mis miradas se detenían y me asombra el haber repetido tanto e impunemente este juego, muy peligroso para los ojos de un niño. Pero bien pronto descubrí en la terraza otro fenómeno que yo ignoraba. La plaza estaba con frecuencia vacía y, aun en pleno día, un silencio melancólico reinaba en el palacio y en sus alrededores. Un día, este silencio me asustó y llamé a Weber, a quien vi pasar por la plaza. Weber no me escuchó, pero una voz idéntica a la mía repitió su nombre en el otro extremo del balcón. Esta voz me tranquilizó, ya no estaba sola, pero curiosa por saber quién repetía mis palabras, entré en la habitación, creyendo encontrar a alguien. Estaba completamente sola como de costumbre. Volví a la terraza y llamé a mi madre; la voz repitió la palabra con mucha dulzura, pero muy claramente y eso me dio mucho que pensar. Bajando la voz, pronuncié mi nombre, que volví a escuchar inmediatamente de manera confusa. Lo repetí más dulcemente y la voz se dulcificó, pero distinta, como si me hablase al oído. Yo no comprendía nada, estaba convencida de que alguien estaba conmigo en la terraza; pero al no ver a nadie y mirando inútilmente a todas las ventanas que estaban cerradas, estudié ese prodigio con un placer enorme. La impresión más extraña para mí era la de escuchar mi propio nombre

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repetido con mi propia voz. Entonces, se me ocurrió una tonta explicación. Yo debía ser doble y cerca de mí debía estar mi otro yo, a quien no podía ver, pero que me veía siempre, puesto que siempre me respondía. Esto se grabó en mi cerebro como algo que debía ser, que siempre había sido y de lo cual yo nunca me había dado cuenta; comparaba ese fenómeno con el de mis orblites, que tanto me había asombrado anteriormente y al que yo me había acostumbrado sin comprenderlo. Deduje que todas las cosas y todas las gentes tenían un reflejo, un doble, un otro yo y deseaba vivamente ver al mío. Lo llamé cien veces, siempre le decía que viniese cerca de mi. Él respondía: «Ven aquí, ven», y me parecía que se alejaba o se acercaba cuando yo cambiaba de lugar. Lo busqué y lo llamé en la habitación y ya no me respondió; fui al otro extremo de la terraza y se quedó mudo; volví hacia el medio y después hasta la extremidad del lado de la iglesia. En ese momento él volvió a responder al mi «Ven aquí» con un «Ven aquí» tierno e inquieto. Mi otro yo debía encontrarse sin duda en algún lugar del aire o de la muralla; pero, cómo esperarlo y cómo verlo? Me volvía loca con semejante enigma. La llegada de mi madre me interrumpió y no sabría decir por qué, lejos de preguntarle, le oculté lo que me inquietaba tanto. Hay que creer que los niños aman el misterio de sus sueños y es cierto que yo jamás quise averiguar el misterio de mis orblites. Quería descubrir el problema sola, quizá, por haberme sentido desilusionada ante la explicación de cualquier cosa que me había privado de su secreto encanto. Guardad silencio sobre el nuevo prodigio y durante algunos días, olvidando los bailes, dejé dormir tranquilo a mi pobre conejo y al espejo representar y repetir tan sólo la imagen inmóvil de los grandes personajes retratados en los cuadros. Tenía paciencia para esperar a estar otra vez sola, para recomenzar mi experiencia; pero, al fin, mi madre entró en la terraza sin que yo me diese cuenta y al escucharme, sorprendió el secreto de mi amor por el ser de la terraza. No

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había posibilidad de ocultarle ya nada; le pregunté en dónde estaba quien repetía todas mis palabras, y ella me dijo: «Es el eco». Afortunadamente para mi, no me explicó semejante misterio. Probablemente nunca se le había ocurrido pensar en una cosa así; me dijo que se trataba de una voz que estaba en el aire y lo desconocido guardó para mí su poesía. Durante varios días mis, pude continuar lanzando mis palabras al viento. Esta voz aérea no me asombraba ya más, pero todavía me encantaba; me sentía muy satisfecha de poder darle un nombre y de gritarle: «¡eco! ¿Estás ahí? ¿Me escuchas? ¡Buenos días, eco!» Mientras que la vida imaginativa esta tan desarrollada entre los niños, ¿los sentimientos se retrasan? No recuerdos haber pensado en mi hermana, ni en mi buena tía, ni en Pierret, ni aún en mi querida Clotilde durante toda mi estancia en Madrid. Y sin embargo, ya era capaz de amar, puesto que ya sentía una gran ternura hacia ciertas muñecas y por determinados animales. Creo que la indiferencia con la cual los niños abandonan a las personas que les son queridas, se debe a la imposibilidad e incapacidad que tienen de apreciar la duración del tiempo. Cuando se les habla de un año de ausencia, no saben si un año es algo mucho más largo que un día; recurriendo a las cifras se les aclararía la cuestión inútilmente, porque tampoco lo llegarían a entender. Creo que las cifras no les dicen nada en absoluto. Cuando mi madre me hablaba de mi hermana, yo creía haberla abandonado el día anterior y, sin embargo, el tiempo me parecía eterno. En el defecto de equilibrio del niño, hay mil contradicciones que se nos hace muy dificil explicar una vez equilibrados... Creo que la vida sentimental no se reveló en mi hasta el momento en que mi madre dio a luz en Madrid. Me habían ya anunciado la llegada cercana de un hermanito o de una hermanita y desde hacía unos días veía a mi madre acostada en un diván. Un día me enviaron a jugar a la terraza y cerraron las puertas de la habitación; no escuché el menor lamento; mi ma-

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dre soportaba con valor sus dolores y traía a sus hijos al mundo con rapidez; sin embargo, en aquella ocasión sufrió durante varias horas, pero a mi me alejaron de ella unos instantes, después de los cuales mi padre me llamó y me mostró un niño. Apenas le presté atención. Mi madre estaba recostada sobre un canapé, tenía su rostro tan pálido y los rasgos tan contraídos que me fue dificil reconocerla. Después, un gran miedo me invadió y corrí hacia ella llorando, mientras la abrazaba. Quería que me hablara, que respondiese a mis caricias, y como me alejaron otra vez para dejarla reposar, me sentí desolada por mucho tiempo, creyendo que se iba a morir y que pretendían ocultármelo. Me fui a la terraza llorando y no pudieron interesarme en el recién nacido. Este pobre niño tenía los ojos de un color azul claro. Al cabo de algunos días, mi madre comenzó a atormentarse por la palidez de sus pupilas y yo escuché con frecuencia hablar a mi padre y a otras personas con mucha ansiedad de la palabra cristalino. Al fin, después de quince días, ya no cupo ninguna duda, el niño era ciego. No quisieron decírselo a mi madre y la dejaron en una especie de incertidumbre. Delante de ella, hablaban tímidamente y con esperanza de que el cristalino se reforzaría en el ojo del niño. Ella se dejaba consolar y el pobre enfermo fue amado y mimado con tanta alegría, como si su existencia no hubiera constituido una desgracia para él y para los suyos. Mi madre lo alimentaba y no habían pasado dos semanas todavía cuando hubo que ponerse en camino hacia Francia a través de toda una España incendiada. *** Partimos en la primera quincena de julio. Murat iba a tomar posesión del trono de Nápoles. Mi padre disfrutaba licencia. Ignoro si acompañó a Murat hasta la frontera y si viajamos con él. Recuerdo que estábamos en una calesa y creo que seguimos a

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los equipajes de Murat, pero no tengo idea clara de mi padre hasta Bayona. Lo que recuerdo mucho es el estado de sufrimientos, de sed, de calor devorante y de fiebre en el que yo estuve durante todo el tiempo que duró el viaje. Avanzábamos muy lentamente a través de las colonias de la armada. Ahora me viene a la memoria que mi padre estaba con nosotras, porque, como seguíamos un camino bastante estrecho entre montañas, vimos a una enorme serpiente que lo atravesaba casi por completo como una línea negra. Mi padre nos hizo detener, corrió y la cortó en dos con su sable. Mi madre quiso en vano retenerlo. Tenía miedo como de costumbre. Sin embargo, otra circunstancia me hace pensar que mi padre no estuvo con nosotras, sino a ratos y que se volvía a encontrar con Murat de cuando en cuando. Este detalle es bastante sorprendente como para haberse grabado en mi memoria, pero como la fiebre me mantenía en una especie de sopor casi continuo, esta imagen predomina sobre todo lo que aún puede precisar de aquel acontecimiento. Estando una tarde en la ventana con mi madre, vimos el cielo todavía alumbrado por el sol que declinaba, atravesado por fuegos cruzados, y mi madre me dijo: «Mira, es una batalla; tu padre debe estar allí.» Yo no tenía ni idea de lo que era una batalla verdadera. Lo que contemplaba se me aparecía como un inmenso fuego de artificio, algo como divertido y triunfante, una fiesta o un torneo. El ruido del cañón y las grandes luminarias de fuego me regocijaban. Asistía a ello como ante un espectáculo, comiendo una manzana verde. No sé a quién dijo mi madre: «¡que felices son los niños aunque no comprendan!» Como desconozco la ruta que las operaciones de guerra nos obligaron a seguir, no sabría decir si esta batalla fue la de Medina del Río Seco, o un episodio menos importante de la hermosa campaña de Bessidres. Mi padre, ligado a la persona de Murat, no tenía nada que hacer sobre

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ese campo de lucha y no es muy probable que allí se encontrara. Pero mi madre se imaginaba, sin duda, que podía haber sido enviado para una misión. Ya fuese el asunto de Río Seco o la toma de Torquemada, lo cierto es que nuestro coche fue requisado para llevar heridos o a personas más estimables que nosotras y que hicimos una parte del camino en una carreta con las maletas, proveedores y soldados enfermos. También es cierto que pasamos por el campo de batalla al día siguiente o al subsiguiente y que yo vi una vasta planicie cubierta de miembros informes bastante parecidos, en grande, a la carnicería de muñecas, caballos y carromatos que yo organizaba con Clotilde en Chaillot o en la casa de la calle Grange Batelidre. Mi madre ocultaba el rostro porque hasta el aire estaba infectado. No pasamos lo suficientemente cerca de esos objetos siniestros para que yo me pudiese dar cuenta de lo que se trataba y pregunté por qué habían sembrado allí tantos andrajos. Al fin, la rueda pisó algo que se rompió con un chasquido extraño. Mi madre me retuvo en el fondo de la carreta para impedirme mirar: era un cadáver. Después vi varios esparcidos por el camino, pero me encontraba tan enferma que no recuerdo haberme sentido muy impresionada por esos horribles espectáculos. Con la fiebre, experimenté en seguida otro sufrimiento ajeno a los desórdenes de la vida y que los soldados enfermos con los cuales viajábamos, también sentían: se trataba del hambre, un hambre excesiva, enfermiza, casi animal. Esas pobres gentes, que tantos cuidados y solicitudes habían tenido para con nosotras, me habían contagiado un mal que explica ese fenómeno y que cualquier ama de casa un poco melindrosa no habrá podido evitar en su infancia. Pero la vida tiene sus vueltas y cuando mi madre se desesperaba al ver a mi pequeño hermano y a mí en ese estado, los soldados y las cantineras le decían riendo: «¡Bah!, señora, no es nada; se trata de un certificado de salud para toda la vida.»

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La sarna, puesto que es preciso llamarla por su nombre, había comenzado conmigo, se extendió a mi hermano, después pasó a mi madre y a otras personas, a quienes llevamos este triste fruto de la guerra y de la miseria, afortunadamente debilitada en nosotros por los cuidados extremos y la pureza de sangre. En pocos días, nuestra suerte había cambiado por completo. Ya no estaba el palacio de Madrid, los lechos dorados, los tapices de oriente y las cortinas de seda; ahora se trataba de carretas inmundas, de pueblos incendiados, de ciudades bombardeadas, de caminos cubiertos de muertos, de brechas en las que buscábamos encontrar una cota de agua para calmar una sed abrasadora y en donde se veían surgir de repente coágulos de sangre. Sobre todo, dominaban un hambre horrible y una disentería cada vez más amenazadoras. Mi madre soportaba todo eso con un gran coraje, pero no podía vencer el asco que le inspiraban las cebollas crudas, los limones verdes y las semillas de girasol, con las que yo me contentaba sin repugnancia; por otro lado, ¡qué alimentos para una mujer que daba el pecho a un recién nacido! Atravesamos un campo francés, no sé cuál, y a la entrada de una tienda vimos a un grupo de soldados que comían una sopa con gran apetito. Mi madre me colocó en medio de ellos, rogándoles que me dejaran comer un poco. Esa gente valiente me colocó inmediatamente entre ellos y me hicieron comer todo lo que quise, sonriendo tiernamente. La sopa me pareció excelente y cuando ya había comido un poco, un soldado le dijo a mi madre dudando: «Le daríamos a usted también, pero a lo mejor no le gusta, porque el sabores un poco fuerte.» Mi madre se acercó y miró dentro de la olla. Con el pan y sobre el caldo grasoso, flotaban restos extraños... Se trataba de una sopa de cabos de vela. Me acuerdo de Burgos y de una ciudad (esa u otra) en la que las aventuras del Cid estaban pintadas al fresco en las murallas.

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Recuerdo también una magnífica catedral en la que los hombres del pueblo ponían una rodilla en el suelo para orar, el sombrero sobre la otra y una pequeña estera redonda para no tocar el suelo. Asimismo, me acuerdo de Vitoria y de una criada cuyos largos cabellos negros llenos de piojos flotaban sobre su espalda. Estuve un día o dos bastante mejor en la frontera de España. El tiempo había refrescado, la fiebre y la miseria habían concluido. Mi padre se encontraba decididamente entre nosotras. Habíamos vuelto a conseguir la calesa para terminar el viaje, les albergues eran limpios y había camas y todo tipo de alimentos de los cuales nos habíamos privado desde hacía bastante tiempo, porque me pareció todo, una novedad, entre otras cosas los pasteles y los quesos. Mi madre me aseó en Fuenterrabía y sentí un placer enorme al poder tomar un baño. Me cuidaba a su manera y al salir del baño me embadurnaba con azufre de la cabeza a los pies y después me hacía tragar unas pastillas de azufre mezclado con manteca y azúcar. Ese sabor y olor que me obsesionaron durante dos meses me han dejado una gran repugnancia para todo lo que me los hace recordar. Encontramos algunas personas conocidas en la frontera, porque recuerdo un gran almuerzo y algunas delicadezas que me aburrieron mucho. Había vuelto a recuperar mis facultades y mi gusto par los objetos exteriores. No sé par qué mi madre tuvo la idea de volver en barco a Bordeaux. Tal vez estaba cansada por la fatiga del viaje en coche; tal vez se imaginaba, obediente a su instinto, que el aire del mar ahuyentaría de sus hijos y de ella misma el veneno de la pobre España. Parece ser que el tiempo era bueno y el océano estaba tranquilo, porque era una nueva imprudencia el arriesgarse en chalupa par las costas de Gascuña, en ese golfo de Vizcaya tan agitado siempre. Cualquiera que fuese el motivo, el caso es que se alquiló una chalupa, se embarcó a la calesa y partimos como para una salida de placer. No sé en dónde nos embarcamos ni

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qué gentes nos acompañaron hasta la orilla prodigándonos grandes cuidados. Me dieron un gran ramo de rosas, que guardé durante todo el tiempo de la travesía para protegerme del olor al azufre. No sé cuanto tiempo tardamos en separarnos de la orilla; volví a caer en mi sopor letárgico y la travesía no me dejó otros recuerdos que los de la partida y los de la llegada. En el momento en que nos acercábamos, un golpe de viento nos alejó de la orilla y vi al piloto y a sus dos ayudantes dominados por una gran ansiedad. Mi madre volvió a tener miedo y mi padre se puso a maniobrar: pero como habíamos entrado al fin en la Gironde, chocamos con una roca y el agua comenzó a entrar en la barca. Nos dirijimos precipitadamente hacia la orilla, pero el casco se llenaba continuamente y la chalupa se iba hundiendo de una manera visible. Mi madre, protegiéndonos, había entrado en la calesa; mi padre trataba de tranquilizarla decidiéndole que teníamos tiempo suficiente para abordar antes de que nos hundiéramos. Sin embargo, el puente comenzó a mojarse y mi padre se quitó su abrigo y preparó un chal para atar a sus dos hijos sobre su espalda: «Quédate tranquila –le decía a mi madre–, te tomaré con un brazo, nadaré con el otro y los salvaré a los tres.» Al fin, tocamos tierra, o más bien, un gran muro de piedras secas. A nuestra llegada, varios hombres salieron para socorrernos. Oportunísimamente, porque la calesa se hundía también con la chalupa, mientras nos proporcionaban una escala. No sé lo que hicieron para salvar la embarcación; lo cierto es que lo lograron. La operación duró varias horas, durante las cuales mi madre no quiso abandonar la orilla; porque mi padre, después de habernos puesto a buen recaudo, había vuelto a bajar a la chalupa para tratar de salvar nuestras cosas, el coche y la embarcación. Me sorprendió mucho su coraje, su rapidez y su fuerza. A pesar de la experiencia de vecinos y marineros, todos admiraron la diligen-

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cia y la resolución del joven oficial que después de haber salvado a su familia, no quiso abandonar al patrón en el salvamento de su barca y que dirigía el pequeño zafarrancho más acertadamente que ellos. Cierto es que su aprendizaje lo había hecho en el campo de Boulogne; pero en todas las cosas sabía aplicar una sangre fría y una rara presencia de ánimo. Se servía de su sable como de un hacha o una cuchilla para cortar y romper, y sentía por ese sable (probablemente era el sable africano del que hablaba en su última carta) un amor extraordinario. En los primeros momentos de incertidumbre de nuestro desembarco, mi madre había tratado de impedirle que descendiera, diciéndole: «¡Eh!, deja que se vaya todo lo que tenemos al fondo del mar, en vez de correr el peligro de ahogarte.» Y el le respondió: «Preferiría correr ese riesgo, antes que abandonar mi sable.» En efecto, fue la primera cosa que salvó. Mi madre se sentía muy satisfecha teniendo a su hija al costado y a su hijo en los brazos. Yo había salvado mi ramo de rosas con el mismo amor que mi padre había puesto para salvarnos a todos. Me había cuidado de no perderlo al salir de la calesa media sumergida y al subir por la escala de salvamento; mi sentimiento hacia las rosas era como el de mi padre hacia su sable. No recuerdo haber sentido el menor temor durante lo ocurrido. El miedo puede ser de dos clases. Hay uno que depende del temperamento, otro de la imaginación. No conocí jamás el primero; estaba dotada de una sangre fría muy parecida a la de mi padre. Estas palabras, «sangre fría», explican claramente cierta tranquilidad o disposición física, por la que no debemos envanecernos. El terror derivado de una excitación malsana de la imaginación, que no tiene por alimento otra cosa que fantasmas, me obsesionó durante toda mi infancia. Pero cuando la edad y la razón disiparon esas quimeras, encontré el equilibrio de mis facultades y no conocí jamás ningún tipo de miedo. Llegamos a Nohant en los últimos días de agosto. Me había

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vuelto la fiebre y ya no tenía hambre. La sarna progresaba, una pequeña criada española que habíamos tomado en el camino y que se llamaba Cecilia, comenzó también a volver a sentir los efectos del contagio y me tocaba con mucha repugnancia. Mi madre ya estaba casi curada, pero mi pobre hermano, a quien ya no le salían ni costras, estaba todavía más enfermo y débil que yo. Eramos dos masas inertes sofocadas, sin conciencia para lo que pasó a nuestro alrededor después del naufragio de la Gironde. Recuperé el sentido el entrar en el patio de Nohant. No era tan bello, seguramente, como el del palacio de Madrid, pero me hizo la misma impresión; de tal manera se impone una casa grande sobre los niños educados en pequeñas alcobas. No era la primera vez que yo veía a mi abuela, pero no la recuerdo antes de ese día. Me pareció muy grande, a pesar de que no tenía más de cinco pies y su figura blanca y rosada, su aire imponente, su invariable traje compuesto de un vestido de seda pardo de talle largo y mangas pegadas que ella no había querido modificar según las exigencias de la moda del imperio, así como su peluca rubia y rizada en la frente, su pequeña cofia redonda con un borde de puntilla en el medio, me la mostraron como un ser aparte que no se parecía en nada a lo que yo había visto y conocido. Era la primera vez que mi madre y yo éramos recibidas en Nohant. Después que mi abuela abrazó a mi padre, intentó abrazar a su nuera, pero ésta se lo impidió, diciéndole: «¡Ah!, querida mamá, no me toques a mí ni a estos pobres niños. No puedes figurarte las miserias que hemos pasado; estamos todos enfermos.» Mi padre, que era siempre optimista, se puso a reir y pendiéndome en brazos de mi abuela, dijo: –La pequeña erupción de los niños se convierte para la imaginativa Sophie, un poco alterada, nada menos que en sarna. –Sarnosa o no –dijo mi abuela abrazándome contra su cora-

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zón, yo me encargo de ésta–. Veo bien que los niños están enfermos; los dos tienen una fiebre muy alta. Hija mía, vete a reposar rápidamente con el pequeño. Hiciste una campaña superior a cualquier fuerza humana; yo curaré y cuidaré a la pequeña. Dos niños, son mucho para el estado en que te encuentras. Me llevó a su habitación y sin ninguna prevención por el estado horrible en que me encontraba, esta excelente mujer, delicadísima, por otra parte, me depositó sobre su cama. Este lecho y esta habitación, todavía frescos en aquella época, me hicieron el efecto de un paraíso. Los muros estaban tapizados con telas estampadas de Persia; todos los muebles eran del tiempo de Luis XV. La cama redonda con grandes penachos en sus esquinas, tenía cortinas dobles y muchos adornos, almohadas y detalles cuyo lujo me pasmó. No me atrevía a instalarme en un lugar tan bello, pues me daba cuenta de la repulsión que debía inspirar y ya había tenido oportunidad de sentirme humillada. Pero me la hicieron olvidar con los cuidados y las caricias que me prodigaron. La primera figura que vi después de la de mi abuela fue la de un grueso muchacho de nueve años, que entró con un enorme ramo de flores y que me lo tiró a la cara con intenciones amigables y alegres. Mi abuela me dijo: –Es Hippolyte, abrazaos hijos míos. Nos abrazamos sin preguntar nada y pasé muchos años con él sin saber que era mi hermano. Era un hijo del amor... Mi padre lo agarró del brazo y lo condujo hasta mi madre, quien lo abrazó, lo encontró muy bien y le dijo: –Y bien, es mío también, así como Carolina es tuya. Y fuimos educados juntos; unas veces bajo la vigilancia de mis padres, otras bajo la de mi abuela. Deschartes se me apareció también ese día por primera vez. Llevaba unas calzas cortas, medias blancas, polainas, una chaqueta marrón a cuadros muy larga y una gorra. Me vino a examinar gravemente y como era muy buen médico, hizo falta que le

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creyeran cuando declaró que yo tenía evidentemente sarna. Pero la enfermedad había perdido en intensidad y mi fiebre sólo era debida a un gran exceso de fatiga. Recomendó a mis padres que negaran el que nosotros tuviéramos sarna, con el propósito de que el miedo y la consternación no inundasen la casa. Declaró delante de los criados que se trataba de una inocente erupción y ésta sólo se extendió hacia otros dos niños, quienes, cuidados y vigilados a tiempo, sanaron rápidamente desconociendo el mal que los había atacado. Al cabo de dos horas de reposo en el lecho de mi abuela, en esa habitación fresca y aireada en la cual ya no oía el horrible bisbiseo de los mosquitos españoles, me sentí tan bien que me fui a correr al jardín con Hippolyte. Recuerdo que él no me daba la mano con una solicitud exagerada, creyendo que a cada paso que yo daba iría a caerme; yo estaba un poco humillada al ser considerada tan pequeña y pronto le demostré que yo era un chico muy resuelto. Esto le gustó y me inició en varios juegos muy agradables, entre otros al de hacer pasteles de tierra. Agarrábamos arena fina o barro que sumergíamos en agua y que modelábamos, después de haberlo endurecido bastante, dándole la forma de pasteles. En seguida él los llevaba furtivamente al horno y como era muy pícaro, gozaba con la cólera de los criados, quienes al ir a retirar el pan y las tortas, juraban y nos tiraban los extraños guisos cocidos en su punto. Yo no había sido nunca maliciosa, porque naturalmente no era nada avispada. Fantástica e imperiosa, si, porque fui muy mimada por mi padre. Pero no pensaba jamás premeditada o disimuladamente sobre nada. Hippolyte se dio cuenta rápidamente de mi debilidad y para castigarme por mis caprichos y mis cóleras, se puso a burlarse de mi con crueldad. Me quitaba mis muñecas y las enterraba en el jardín, después colocaba una pequeña cruz y me las hacía desenterrar. Las colgaba de las ramas de los árboles con la cabeza hacia abajo y les sometía a miles de

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vejaciones, siendo yo tan simple como para tomarlos en serio y llorar verdaderamente. Confieso que lo detesté a veces: pero jamás he sido capaz de guardar rencor y cuando él me venía a buscar para jugar, no sabía resistirme. El hermoso jardín y los aires de Nohant me devolvieron pronto la salud. Mi madre me llenaba de azufre, y yo me sometía al tratamiento porque ella tenía sobre mí un ascendente persuasivo absoluto. Y sin embargo, yo odiaba el azufre y le decía que me cerrara los ojos y me apretara la nariz para poder tragarlo. Para sacarme después ese sabor de encima, buscaba los más ácidos alimentos y mi madre, que tenía toda una medicina instintiva o prejuiciosa en la cabeza, creía que los niños adivinan lo que les conviene. Viendo que yo siempre estaba royendo frutos verdes, me dio limones y tanto me gustaban y necesitaba, que los comía con piel y pipas, como si hubieran sido fresas. Mi hambre había cesado y durante cinco o seis días me alimenté exclusivamente de limones. Mi abuela se asustaba del extraño régimen, pero esa vez, Deschartes, observándome con atención y viendo que yo iba cada vez mejor, pensó que la naturaleza me había hecho adivinar efectivamente lo que podía salvar. Es cierto que me curé en seguida y que jamás he vuelto a estar enferma. No sé si la sarna es, en efecto, como nuestros soldados dicen, un certificado de salud, pero lo que es cierto es que durante toda mi vida he podido curar enfermedades contagiosas y hasta a pobres sarnosos que nadie quería tocar, sin que yo me haya contagiado nunca. Creo que hasta podría curar impunemente leprosos y pienso que las enfermedades son algo bueno, al menos moralmente, porque siempre que he visto miserias física he podido vencer en mi el asco. Esta repugnancia ha sido siempre violenta y a menudo he estado muy cerca del desmayo al contemplar las plagas y algunas operaciones, pero siempre me he puesto a pensar en esos momentos en mi sarna y en el primer beso de mi abuela, y verdaderamente he llegado a la con-

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clusión de que la voluntad y la fe pueden dominar a los sentidos. Pero mientras yo me reponía, mi pobre hermano Louis empeoraba. La sarna había desaparecido, pero la fiebre lo consumía. Estaba lívido y sus pobres ojos apagados tenían una expresión de tristeza indecible. Comenzé a amarlo al verlo sufrir. Hasta ese momento no le había prestado mayor atención, pero cuando lo veía acostado sobre las rodillas de mi madre, tan desfalleciente y tan débil que ella apenas se atrevía a tocarlo, yo me entristecía junto con mi madre y comprendía vagamente la inquietud, cosa no muy de niños. Mi madre se reprochaba el desfallecimiento de su hijo. Creía que su leche era un veneno y se esforzaba por recuperar su salud para dársela. Pasaba todos sus días al aire libre, con el niño colocado a la sombra cerca de ella en unos cojines y chales bien arreglados. Deschartres le aconsejó hacer mucho ejercicio, para volver a tener apetito y así poder mejorar su leche con los alimentos sanos. Comenzó inmediatamente un pequeño jardín en un ángulo del gran jardín de Nohant, al pie de un gran peral que todavía existe. Este árbol tiene una historia tan extraña que podría parecer una novela y que yo ignoré basta mucho tiempos después. El 8 de septiembre, un viernes, el pobre y pequeño ciego, después de haber gemido largo tiempo sobre las rodillas de mi madre, se enfrió y nada pudo calentarlo. No se movía, vino Deschartres, se lo sacó a mi madre de sus brazos: estaba muerto. Corta y tristísima existencia, de la cual, gracias a Dios, él ni siquiera se dio cuenta. Al día siguiente se lo enterró y mi madre me ocultó sus lágrimas. A Hippolyte se le encargó entretenerme en el jardín durante todo el día. Supe poco de lo que había ocurrido y no comprendí nada más que débil y vagamente lo que ocurría en la casa. Parece ser que mi padre se sintió vivamente afectado y que al niño, a pesar de su deformidad, lo quería como a los otros. Por la

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noche, después de las doce, mi madre y mi padre, retirados en su habitación, lloraban juntos. Entonces ocurrió entre ellos una escena extraña que mi madre me ha contado con detalles veinte años más tarde. Escena que yo había contemplado entre sueños. En su dolor, y con el ánimo sacudido por las reflexiones de mi abuela, mi padre le dijo a mi madre: –Este viaje a España ha sido bastante funesto, mi pobre Sophie. Cuando tu me escribía que querías reunirte conmigo y yo te suplicaba que no hicieras tal cosa, creías ver en mi infidelidad o en un enfriamiento por mi parte. Yo tenía simplemente el presentimiento de alguna desgracia. ¿Existía algo más temerario y más insensato que sortear, embarazada, tantos peligros, privaciones, sufrimientos y terrores? Es un milagro que hayas resistido; es un milagro que Aurore esté viva. Nuestro pobre niño a lo mejor no hubiese nacido ciego si hubiera nacido en París. El médico de Madrid me explicó que por la posición del niño en el seno de su madre, los dos puños cerrados y apoyados contra los ojos, la larga presión a que estuvo sometido por tu propia posición en el coche, con tu hija sentada a menudo en tus rodillas, ha impedido necesariamente el desarrollo de los órganos visuales. –Todo reproche resulta inútil –dijo mi madre–. Estoy desesperada. En cuanto al cirujano, es un mentiroso y un crápula. No estaba soñando cuando le vi aplastar los ojos del niño. Hablaron durante largo tiempo de su desgracia y poco a poco, mi madre se fue exaltando mucho por el insomnio y las lágrimas. No quería creer que su hijo había muerto por un mal y por la fatiga; pretendía que en la víspera, todavía estaba en franca mejoría y que había sido atacado por una convulsión nerviosa. –¡Y ahora –decía llorando– está bajo tierra el pobre hijo! ¡Qué cosa horrible el que os arranquen así lo que amáis y separarse para siempre de un cuerpo infantil al cual, un instante antes, se cuidaba y acariciaba con tanto amor! ¡Os lo roban, lo

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clavan en un cajón, lo arrojan en un agujero, lo cubren de tierra, como si creyeran que no va a salir! ¡Ah!, ¡es horrible y no debería haber dejado que me arrancaran así a mi hijo; debería haberlo guardado, haberlo perfumado! –Y pensar—dijo mi padre– que muchas veces se entierran personas que no están muertas! ¡Ah!, ¡encuentro que la costumbre cristiana de amortajar los cadáveres es lo más salvaje del mundo! –Los salvajes –dijo mi madre– no pueden compararse con nosotros. ¿No me has contado tú que extienden a sus muertos sobre esterillas y que los suspenden disecados de las ramas de los árboles? Preferiría ver la cuna de mi pequeño hijo muerto atada a uno de los árboles del jardín, antes que verlo enterrado! –atreviéndose a preguntar–: ¿Estaría verdaderamente muerto...? ¿Habremos creído agonía una convulsión cualquiera...? ¿No se habrá equivocado el señor Deschartres...? Porque me lo arrancó, me impidió que lo frotase y que lo abrigase, diciendo que le estaba apresurando la muerte. ¡Es tan rudo tu Deschartres! ¡Le tengo miedo y no me atrevo a contradecirle! Pero, puede ser un ignorante que no ha sabido distinguir un letargo de la muerte. Estoy tan atormentada que me volveré loca... Daría cualquier cosa por volver a ver a mi niño con vida. Al principio, mi padre combatió esa idea, pero poco a poco, lo ganó a él también y mirando su reloj: –No hay tiempo que perder –dijo–, es preciso que vaya a buscar al niño; no hagas ruido, no despertemos a nadie, te aseguro que en una hora lo tendrás. Se levanta, se viste, abre dulcemente las puertas, toma una pala y corre hacia el cementerio que estaba cerca de nuestra casa y separado del jardín por un muro; se acerca a la tierra removida todavía y comienza a cavar. A pesar de la oscuridad mi padre no había llevado linterna. No pudo ver lo suficiente como para distinguir la tumba que volvía a descubrir y cuando ya la había vaciado por completo, asombrado por lo que había tardado, se dio cuenta

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de que era demasiado grande para ser la de un niño. Era la de un hombre de nuestra ciudad que se había muerto unos días antes. Sólo cavando incansablemente, mi padre encontró el pequeño ataúd. Pero, cuando estaba tratando de retirarlo, se apoyó con fuerza en el cajón del paisano y este ataúd, atraído por el vacío profundo que mi padre habla hecho al lado, se movió hacia adelante, le golpeó en un hombro y le hizo caer dentro de la fosa. Después, mi padre dijo a mi madre que por un instante había sentido un terror y una angustia inexplicables al encontrarse empujado por el muerto y enviado a la tierra sobre los despojos de su hijo. Era muy valiente, como ya lo he dicho, y no tenía ningún tipo de superstición. Sin embargo, tuvo un movimiento de terror y la frente se le inundó de sudor frío. Ocho días después, debía ocupar su lugar al lado del paisano, en la misma tierra que había profanado para arrancarle el cuerpo de su hijo. Recuperó rápidamente su sangre fría y disimuló tan bien el desorden que nadie lo advirtió. Llevó el pequeño ataúd a mi madre y lo abrió apresuradamente. El pobre niño estaba bien muerto, pero mí madre se empeño en hacerle ella misma un último arreglo. Se habían aprovechado de su primer abatimiento para impedírselo. Ahora exaltaba y como reanimada por sus lágrimas, perfumó el pequeño cadáver, lo vistió con su ropa más linda y lo volvió a colocar en su cuna para entregarse a la dolorosa ilusión de contemplarlo como si estuviera dormido. Lo contempló así oculta y encerrada en su habitación durante todo el día siguiente, pero a la noche, disipada las esperanzas, mi padre escribió con cuidado el nombre del niño y la fecha de su nacimiento y de su muerte en un papel que colocó entre dos vidrios, que cerró con cera caliente. Estas extrañas precauciones fueron tomadas con una aparente sangre fría, bajo el imperio de un dolor exaltado. Una vez colocada la inscripción en el ataúd, mi madre cubrió al niño con hojas de rosa y el cajoncito fue remachado, llevado al jardín, en

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el lugar que mi madre cultivaba ella misma y enterrado al pie del viejo peral. Al día siguiente mi madre volvió con ardor a la jardinería y mi padre la ayudó. Todo el mundo se asombró al verlos dedicados a ese entretenimiento pueril, a pesar de su tristeza. Ellos solos sabían el secreto de su amor por ese, rincón de tierra. Recuerdo haberlo visto cultivado por ellos durante los pocos días que separaron el extraño incidente de la muerte de mi padre. Habían plantado unas hermosas margaritas que florecieron durante más de un mes. Al pie del peral habían levantado un poyo de césped con un sendero en caracol para que yo pudiese subir y sentarme. ¡Cuántas veces habrá subido, cuantas habrá jugado y trabajado sin pensar nunca en que era una tumba! Alrededor, había bonitas alamedas sinuosas bordeadas con pasto, con macizos de flores y con bancos; era un jardín pequeño, pero completo, creado como por arte de magia, por mi padre, mi madre, Hippolyte y yo, trabajando sin cesar durante cinco o seis días, los –últimos de la vida de mi padre, los más tranquilos seguramente que él viviera y los más tiernos en su melancolía. Recuerdos que él traía sin parar tierra y pasto en carretillas y que cuando se iba a buscar sus fardos, nos ponía a Hippolyte y a mi sobre ellas, gozando al contemplarnos y conduciéndonos, para vernos gritar o reír, según fuese nuestro humor del momento. Quince años más tarde mi marido hizo cambiar la disposición general de nuestro jardín. El pequeño jardín de mi madre había desaparecido ya desde hacía tiempo. Fue abandonado durante mi estancia en el convento y en él habían plantado higueras. El peral había crecido y fue cuestión de sacarlo porque entraba un poco en un paseo cuyo trayecto no se podía cambiar. Se cavó el paseo y un macizo de flores figuró sobre la sepultura del niño. Cuando la alameda se terminó, bastante tiempo después, el jardinero dijo un día con un aire misterioso, a mi marido y a mi, que deberíamos hacer respetar aquel árbol. Tenía ganas de

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hablar y no tardó mucho en decirnos el secreto que había descubierto. Algunos años atrás, al plantar las higueras, su azadón se había clavado en un pequeño ataúd. Había separado la tierra, mirado y abierto. Había encontrado los huesos de un niño pequeño. Al principio, habla creído que allí se debía haber ocultado un infanticidio, pero había encontrado el cartón escrito intacto entre los dos vidrios y había leído los nombres del pobre Louis y las fechas tan cercanas de su nacimiento y de su muerte. No había comprendido, devoto y supersticioso, por qué extraña manía habían robado de la tierra consagrada el cuerpo que él había visto llevar al cementerio, pero al fin, había respetado el secreto; se había limitado a contárselo a mi abuela y nos lo decía ahora a nosotros para que le dijéramos lo que pensábamos. Nosotros juzgamos que no había nada que hacer. Llevar otra vez los huesos al cementerio hubiera sido descubrir un hecho que nadie hubiese comprendido y que, bajo la restauración, podría haber sido explotado contra mi familia por los curas. Mi madre vivía y su secreto debía ser guardado y respetado. Mi madre me ha contado todo después y le pareció muy bien que los huesos no se hubieran retirado de su segunda sepultura. El niño se quedó, pues, debajo del peral y éste todavía existe. Es muy bello y en primavera deja caer infinidad de flores rosadas sobre la sepultura ignorada. No veo hoy ningún inconveniente para dejar de hablar de ello. Las flores primaverales le tejen una sombra menos siniestra que los cipreses de las tumbas. La hierba y las flores son el verdadero mausoleo de los niños y yo detesto los monumentos y las inscripciones; he heredado esto de mi abuela, que jamás quiso para su querido hijo, ningún monumento, diciendo con razón que los grandes dolores no tienen expresión y que los árboles y las flores son los únicos adornos que no irritan al pensamiento. Me queda todavía por contar cosas bastante tristes y que a pesar de que no afectaron mis facultades limitadas de niña por el

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dolor, las he tenido siempre tan presentes entre los recuerdos y pensamientos de mi familia, que he sentido el contragolpe durante toda mi vida. Cuando el pequeño jardín mortuorio quedó terminado dos días antes de su muerte, mi padre le pidió a mi abuela que consintiera en derribar los muros que rodeaban al grande y cuando ella consintió, él se puso manos a la obra a la cabeza de los obreros. Todavía lo veo en medio del polvo, un pico de hierro en la mano, haciendo caer los viejos muros que se desmoronaban a pesar y casi por sí mismos con un ruido que me aterrorizaba. Pero los obreros terminaron la obra sin él. El viernes, 17 de septiembre, montó en su terrible caballo para ira visitar a nuestros amigos de La Châtre. Comió y pasó la tarde con ellos. Se dieron cuenta de que se esforzaba un poco por estar alegre como de costumbre y que, por momentos, estaba sombrío y como preocupado. La reciente muerte de su hijo le volvía al pensamiento y hacía generosamente lo posible por no comunicar su tristeza a sus amigos. Se trataba de los mismos con los que había jugado bajo el directorio a «Policías y ladrones». Cenaba con el señor y la señora Duvernet. Mi madre estaba siempre celosa, sobre todo, como suele ocurrir en esta clase de enfermos, de aquellas personas que no conocía. Se sintió muy decepcionada al no verlo volver temprano, como le había prometido y demostró ingenuamente su pena a mi abuela. Ya le había confesado esa debilidad y mi abuela la había ya razonado. Mi abuela no había conocido las pasiones, y los temores de mi madre le parecían muy tontos. Sin embargo, ella debió haberlos compartido un poco, puesto que en su amor maternal había sido bastante celosa; pero le hablaba a su impetuosa nuera tan gravemente, que ésta se sentía a menudo acoquinada. La regañaba también, siempre de una manera dulce y medida, pero con una cierta frialdad que la humillaba y la reducía sin herirla.

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Esa noche, la reprendió diciéndole que si atormentaba así a Maurice, Maurice se alejaría de ella y buscaría con seguridad fuera de su hogar, la felicidad que ella no le proporcionaba. Mi madre lloró y después de pensarlo se sometió y prometió acostarse tranquilamente, no ir a buscar a su marido al camino y de, no enfermarse con sus celos, ya que había estado tan mal por la fatiga y la pena. Todavía tenía mucha leche, pedía, en medio de sus agitaciones morales, caer enferma, sufrir algún accidente que la privaría de un sólo golpe de la belleza y las apariencias de la juventud. Esta última consideración la asustó e hizo reflexionar más que toda la filosofía de mi abuela. Cedió al argumento. Quería estar bella para gustarle a su marido. Se acostó y se durmió como una persona razonable. ¡Pobre mujer, qué despertar le esperaba! Hacia la medianoche, mi abuela comenzó, sin embargo, a inquietarse sin decirle nada a Deschartres, con el que prolongaba su partida de piquet, pues quería abrazar a su hijo antes de irse a dormir. Al fin, sonaron las doce y ella ya estaba retirada en sus habitaciones, cuando le pareció escuchar un movimiento inusitado en la casa. Obraban con precaución y Deschartres, a quien lo había llamado Saint-Jean, salió haciendo el menor ruido posible; pero algunas puertas abiertas, un cierto desconcierto en la doncella que había llamado a Deschartres sin saber de que se trataba, el rostro de Saint-Jean presintiendo alguna cosa grave, y más aun que todo eso, la inquietud ya experimentada, precipitaron el espanto de mi abuela. La noche era oscura y lluviosa y ya he dicho que mi abuela, aunque de una hermosa y fuerte constitución, ya por una debilidad natural en las piernas, ya por una pereza excesiva en su primera educación, no había podido jamás caminar, sino una sola vez en su vida, para ir a sorprender a su hijo en Passy cuando salió de la prisión. Volvió a caminar por segunda vez el 17 de septiembre de 1808. Fue para recoger su cadáver en un lugar de la casa, en la entrada de La Châtre. Partió sola, en zapatillas, sin chal, como se encontraba en ese

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momento. Como ya había pasado un poco de tiempo antes de que ella se diera cuenta de la agitación que cundía en la casa, Deschartres había llegado antes que ella. Cerca de mi pobre padre, había constatado su muerte. He aquí cómo ocurrió el accidente funesto: Al salir de la ciudad, a cien pasos del puente de la entrada, el camino hace un ángulo. En ese lugar, en el decimotercero álamo, habían dejado ese día un montón de piedras y desechos. Mi padre se había lanzado al galope al dejar el puente. Montaba al fatal Leopardo. Weber, también a caballo, le seguía diez pasos atrás. Al volver el camino, el caballo de mi padre chocó con el montón de piedras en la oscuridad. No se cayó, pero asustado y estimulado sin duda por la espuela, se levantó con un movimiento de tal violencia, que el caballero fue despedido y cayó diez pies más atrás. Weber sólo escuchó estas palabras: « ¡A mi, Weber! ... ¡Soy hombre muerto!» Encontró a su amo echado sobre la espalda. No tenía ninguna herida aparente; pero se había roto las vértebras del cuello, ya no existía. Creo que lo llevaron a la posada cercana y que los socorros le llegaron rápidamente de la ciudad, mientras que Weber, poseído de un tremendo terror, había ido a buscar galopando a Deschartres. No era ya necesario; mi padre no tuvo tiempo ni para sufrir. Sólo había tenido lo suficiente para darse cuenta de la muerte súbita e implacable que llegaba para llevárselo en el momento en que su carrera militar se le ofrecía, brillante y sin obstáculos; o, después de una lucha de ocho años, su madre, su mujer y sus hijos al fin aceptados entre si y reunidos bajo el mismo techo, el combate terrible y doloroso de sus efectos iba a terminar para permitirle ser feliz. En el lugar fatal, término de su carrera desesperada, mi pobre abuela cayó como desmayada sobre el cuerpo de su hijo. Saint–Jean se había ya encargado de colocar los caballos en la berlina y llegó para colocar en ella a Deschartres, el cadáver y a mi abuela, quien no quería separarse de él. Deschartres fue el

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que me contó todo esto, toda esa noche de desesperación, porque mi abuela jamás habló de ella. Me dijo que todo lo que el alma humana puede sufrir sin romperse, lo había sufrido él durante el trayecto en el que la madre, volteada sobre el cuerpo de su hijo, no escuchaba otra cosa que un gemido agónico. No sé exactamente lo que pasó en el momento en que mi madre se enteró de la espantosa nueva. Eran las seis de la mañana y yo ya estaba levantada; mi madre se estaba colocando una falda y una camisa blanca y se peinaba. Todavía la veo en el momento en que Deschartres entró en su habitación sin llamar, con el rostro pálido y descompuesto. ¡Maurice! Gritó mi madre. ¿Dónde está Maurice? Deschartres no lloró. Tenía los dientes apretados, sólo podía pronunciar algunas palabras entrecortadas: –Se ha caído..., si., es grave, muy grave... Al fin, haciendo un esfuerzo que pudo parecerse a una crueldad brutal, pero que era y resultó algo completamente independiente de la reflexión, dijo con un acento que jamás olvidaré: –¡Está muerto! Después tuvo como una especie de risa convulsa, se sentó y se deshizo en lágrimas. Veo todavía el lugar de la habitación en el que nos encontrábamos. Es la misma que actualmente ocupo y en la que escribo el relato de esta historia lamentable. Mi madre cayó sobre una silla detrás de la cama. Veo su figura lívida, sus largos cabellos negros esparcidos sobre su pecho, sus brazos desnudos que yo cubría de besos; escucho sus gritos desgarradores. Estaba sorda a los míos y no se daba cuenta de mis caricias. Deschartres le dijo: –Reparad en la niña y vivid para ella. Ya no sé lo que pasó. Sin duda los gritos y las lágrimas me habrán agotado en seguida. La infancia no tiene capacidad de sufrimiento. El exceso del dolor y del espanto me aplacó y me

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privó de sentir y vivir lo que pasaba a mi alrededor. No vuelvo a recordar sino varios días después, cuando me pusieron los vestidos del duelo. El negro me impresionó vivamente. Lloré para someterme y eso que ya había llevado el vestido y el velo negro de las españolas. Pero jamás había usado medias negras, porque éstas me causaron un terror enorme. Creía que me estaban colocando las piernas de un muerto y fue preciso que mi madre me mostrara las que ella usaba también. Aquel día, vi a mi abuela, Deschartres, Hippolyte y a toda la casa de luto. Me tuvieron que explicar que era por la muerte de mi padre y entonces le dije a mi madre una frase que le hirió en exceso: «Mi papá –le dije– se ha muerto hoy» Y, sin embargo, ya había comprendido la muerte, pero aparentemente no la creía eterna. No podía hacerme a la idea de una separación absoluta y poco a poco volví a retomar mis juegos y mi alegría con la inconsciencia de mi edad. De tiempo en tiempo, viendo a mi madre llorar, la interrumpía para decirle tonterías inocentes que la herían: «Pero cuando mi papá haya terminado de estar muerto, ¡volverá a verte!». La pobre mujer no quería desengañarme por completo. Me decía solamente que estaríamos mucho tiempo esperándolo y les prohibía a los criados que me explicaran algo. Tenía un alto respeto por la infancia, que a veces se deja de lado en las educaciones más completas y sabias. La casa estaba sumergida en una tristeza lánguida y la ciudad también, porque todo aquel que había conocido a mi padre lo había amado. Su muerte constituyó una gran consternación en el país y las gentes que no lo conocía nada más que de vista se mostraron vivamente afectadas por la catástrofe. Hippolyte se sintió estremecido por un espectáculo que no le habían evitado con el cuidado que a mi. Tenía ya nueve años y todavía no sabía que su padre era también el mío. Tuvo mucha pena, pero ante su tristeza la imagen de la muerte se mezcló con

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una especie de terror y no hacía otra cosa que llorar y gritar durante la noche. Los criados, confundiendo sus supersticiones y su pena, pretendían haber visto a mi padre paseándose por la casa después de su muerte. La vieja mujer de Saint–Jean afirmaba con testarudez haberlo visto a medianoche atravesar el corredor y bajar por la escalera. Llevaba su uniforme, seguía diciendo, y caminaba lentamente sin parecer darse cuenta de nada ni de nadie. Había pasado cerca de ella sin mirarla ni hablarla. Otro lo había visto en la antecámara de las habitaciones de mi madre. Por aquel entonces era una gran sala desnuda, destinada para un billar y en la cual sólo había una mesa y algunas sillas. Al atravesar esta habitación una noche, una criada lo había visto sentado, los codos apoyados sobre la mesa y la cabeza entre las manos. Lo cierto es que algún criado ladrón ensayó aterrorizar a nuestra gente, porque un fantasma blanco erró por el patio durante varias noches. Cuando Hippolyte lo vio se puso enfermo de miedo. Deschartres lo vio también y lo amenazó con un fusil: no volvió más. Felizmente para mí, fui lo suficientemente vigilada como para no enterarme de semejantes tonterías y la muerte no se me presentó todavía bajo el aspecto horroroso que tiene para ciertas mentes supersticiosas. Mi abuela me separó durante algunos días de Hippolyte, que perdía la cabeza y que por otra parte era para mi un camarada demasiado impetuoso. Pero pronto se inquietó al verme demasiado sola y con una especie de satisfacción pasiva con la que yo estaba muy tranquila ante sus ojos y sumergida en mis ensueños que eran además una necesidad para mi y que ella no podía explicarse nunca. Parece ser que me quedaba horas enteras sentada en un taburete a los pies de mi madre o a los de mi abuela, sin decir nada, colgándome los brazos, los ojos fijos, la boca entreabierta y que por momento parecía idiota. –Siempre la he visto así –decía mi madre—; es su naturale-

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za; no es tontería. Estoy segura que siempre está rumiando algo. En otros tiempos hablaba como soñando, ahora no dice ya nada, pero, como decía su pobre padre, no por ello piensa menos. –Es probable –respondía mi abuela–, pero no es bueno que los niños sueñen tanto. He visto también así a su padre cuando era niño, cayendo en una especie de éxtasis; después de eso tuvo una enfermedad depresiva. Es preciso que esta pequeña esté distraída y sacudida a pesar de ella. Nuestras penas la harán morir sin darnos cuenta; persisten en ella, aunque no lo advierta. Hija mía, tienes que distraerte tú también, aunque sólo sea físicamente. Eres naturalmente robusta, el ejercicio te es necesario. Hace falta que vuelvas a comenzar tu trabajo de jardinería, la niña le tomará el gusto con nosotras.

se encontraba con ella, olvidaba el mal que acababa de hacerle y le demostraba una confianza y una simpatía de las cuales he sido mil veces testigo y que no eran falsas, porque mi abuela era la persona más franca sincera y leal que yo he conocido. Pero a pesar de lo seria y fría que parecía, era impresionable; tenía necesidad de ser amada y las menores atenciones la volvían sensible y atenta. Cuantas veces la he, escuchado decir, hablando de mi madre: –Tiene grandeza de carácter. Es encantadora. Tiene una apostura perfecta. Es generosa y daría su camisa a los pobres. Es liberal como una gran dama y simple como una niña. Pero, en otros momentos, acordándose de todos los celos maternales y sintiéndolos vivos en el objeto que los había causado, decía: –Es un demonio, lo dominaba. Es una lora. Jamás amó a mi hijo; lo hacía infeliz. No lo extraña. Y mil quejas infundadas que la consolaban de una secreta e incurable amargura. Mi madre reaccionaba de la misma manera. Cuando el tiempo era cordial entre ellas, decía: –Es una mujer superior. Todavía es bella como un ángel; sabe mucho. Es tan dulce y tan educada que una nunca se puede enfadar con ella y si alguna vez os dice algo que os sienta mal, en el momento en que montéis en cólera, os dice otra que os impulsa a abrazarla. Si pudiera librársela de sus viejas condesas sería adorable. Pero cuando la tempestad rugía en el alma impetuosa de mi madre, todo era distinto. La vieja suegra era una mojigata y una hipócrita. Estaba seca y no tenía piedad. Era presa de las ideas del antiguo régimen, etc. Y, entonces, desgraciadas las viejas amigas que habían sido la causa de un altercado doméstico con sus propósitos y reflexiones! Las viejas condesas eran las bestias del apocalipsis para mi madre, y las retrataba de la cabeza a los

*** Para dar una idea exacta de la comunicación que se estableció entre mi madre y mi abuela después de la muerte de mi padre, debo decir que la especie de antipatía natural que sentían entre ellas no fue jamás ni medio vencida, o mejor, fue vencida enteramente a intervalos, seguidos de reacciones vivísimas. De lejos, siempre se odiaban y no podían evitar hablar mal la una de la otra. De cerca, no podía evitar quejarse juntas, porque cada una poseía un encanto poderoso, opuesto en todo a su enemigo. Procedía la aversión, del fondo de justicia y de rectitud que cada una poseía y de su gran inteligencia, que no les permitía desconocer lo que tenían ambas de bueno. Los prejuicios de mi abuela no eran tanto suyos, como de los que la rodeaban. Tenía una gran debilidad por ciertas personas y compartía con ellas unas opiniones que en el fondo de su alma no compartía. Así, delante de sus viejas amigas, dejaba a mi madre ausente presa de sus anatemas y parecía querer justificarse por haberla acogido en su intimidad y haberla tratado como una hija. Y después, cuando

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pies con una gracia y una causticidad que hacían reir inclusive a mi abuela. Deschartres, preciso es decirlo, era el principal obstáculo en su completo encuentro. No pudo jamás tomar partido y no dejaba pasar ocasión para reavivar los viejos y pasados dolores. Era su destino. Siempre fue rudo y desobediente ante los seres que amaba. Cómo no lo iba a serlo con los que odiaba? No perdonaba a mi madre haber separado de él a su querido Maurice, con la influencia maléfica que le atribuía. La contradecía y trataba de molestarla a propósito; después, se arrepentía y se esforzaba en reparar sus groserías con atenciones tontas y ridículas. A veces parecía estar enamorado de ella. ¿Y quién sabe si no lo estaba ...? ¡El corazón humano es tan extraño y los hombres austeros tan inflamables! Pero, hubiera sido capaz de devorar a cualquiera que se lo hubiera dicho. Pretendía estar por encima de cualquier debilidad humana. Además, mi madre recibía tan mal sus atenciones expiatorias y le hacía arrepentirse de sus malas intenciones con unas chanzas tan crueles, que el viejo odio volvía siempre, aumentado con el incentivo de las nuevas luchas. Cuando parecía que los dos congeniaban y que Deschartres hacía todos los esfuerzos posibles para ser menos ramplón, él ensayaba y trataba de ser encantador y gentil, y ¡sólo Dios sabe cómo se las arreglaba el pobre hombre! Entonces mi madre se burlaba de él con tanta malicia y gracia que él perdía la cabeza, se volvía brutal, hiriente y mi abuela se veía obligada a hacerlo sufrir y a mandarlo callar. Jugaban los tres a las cartas todas las noches y Deschartres, que pretendía conocer muy bien todo tipo de juegos y que jugaba, sin embargo, mal, perdía siempre. Recuerdos que una noche, exasperado por haber sido ganado por mi madre varias veces, quien nunca calculaba nada, pero que, por instinto y por inspiración siempre era feliz, se levantó presa de un furor espantoso y tirándole las cartas sobre la mesa, le dijo:

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–¡Debería tirároslas a la nariz para enseñaros a ganar a pesar de lo mal que jugáis! Mi madre se puso de pie encolerizada y ya iba a responderle, cuando mi buena abuela dijo con su gran aire calmo y su voz dulce: –Deschartres, si volvéis a hacer algo parecido, os aseguro que os doy un bofetón. La amenaza hecha con tono apacible de un bofetón, viniendo de una bella mano medio paralizada, tan débil que apenas podía sostener sus cartas, era la cosa más cómica que se podía imaginar. La cuestión fue que mi madre comenzó a reírse sin parar y se volvió a sentar, incapaz de agregar nada a la estupefacción y a la mortificación del pobre pedagogo. Pero esta anécdota tuvo lugar mucho después de la muerte de mi padre. Largos años pasaron antes de que en aquella casa se escucharan otras risas que las de los niños. Durante esos años, una vida calma y regulada, un bienestar físico como jamás yo había sentido, un aire puro que raramente yo había respirado a pleno pulmón, me llenaron poco a poco de una salud robusta y una vez que la excitación nerviosa cesó, mi humor se igualó alegrándose mi carácter. Se dieron cuenta de que yo no era una criatura peor que otra; en la mayoría de las ocasiones, los niños no son ásperos y fantásticos, sino víctimas de un sufrimiento que no pueden o no quieren expresar. *** La permanencia en Nohant de mi tío el abate de Beaumont fue para mis dos madres un gran consuelo, una especie de retorno a la vida. Era un espíritu alegre, un poco inconsciente, como lo son los solterones, un espíritu singular lleno de recursos y de fecundidad, un carácter a la vez egoísta y generoso; la naturaleza lo había hecho sensible y ardiente; el celibato lo había vuelto

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personal, pero su personalidad era tan amable, tan graciosa y seductora, que uno se complacía viéndole dispuesto a no compartir las penas, sin necesidad de entretenerlo. Era el viejo más encantador que he visto en mi vida. Tenía la piel blanca y fina, la mirada dulce y los rasgos regulares y nobles de mi abuela: pero además una pureza de líneas y un rostro mucho más animado. En esa época, todavía usaba una peluca empolvada con la coletilla a la moda prusiana. Siempre usaba unos calzones de satín negro, zapatos con lazos, y, cuando colocaba por encima de su chaqueta su bata de seda violeta pespunteada y guatada, tenía el aire solemne de un retrato de familia.

raro en nuestro país, de unas proporciones enormes. El serval de Catherine era su orgullo y su gloria y habla todavía de él como un cicerone hablaría de un monumento espléndido. Tuvo una familia numerosa y bastantes disgustos en consecuencia. A menudo he tenido ocasión de hacerle algún favor. Hace feliz poder atender la vejez del ser que ha cuidado nuestra infancia. No había nada más dulce y más paciente en el mundo que Catherine. Toleraba, admiraba un tanto ingenuamente mis imbecilidades. Me mimó horriblemente, pero no me quejo; porque no debería serlo más por mucho tiempo entre las criadas y tuve pronto que expiar la tolerancia y la ternura que había ignorado un poco. Me abandonó llorando, pero por un marido excelente, de bella planta, de gran probidad, inteligente y rico, compañía mucho más preferible que la de una niña llorosa y fantástica, pero el buen corazón de esta joven no calculaba y sus lágrimas me dieron la primera noción de ausencia. –¿Por qué lloras? –le decía yo–; ¡nos volveremos a ver! –Sí –me decía ella–, ¡pero me voy a un lugar muy lejano y no podré verte todos los días! Esto me hizo reflexionar y comenzó a atormentarme por la ausencia de mi madre. No estuve, por otra parte, nada más que quince días separada de ella, pero esos quince días son los que más se han fijado en mi memoria; más aún que los tres años que acababan de pasar, y tal vez mis que los tres que siguieron y que mi madre pasó conmigo. ¡Qué gran verdad la de que sólo el dolor marca en la infancia el sentimiento de la vida! En esos quince días no pasó nada extraordinario. Mi abuela, notando mi melancolía, se esforzaba en distraerme con el trabajo. Me daba lecciones y se mostraba mucho más indulgente que mi madre ante mi escritura y con el recitado de mis fábulas. Más reprimendas y mis castigos. Siempre había sido muy sobria, y, queriendo hacerse querer, me elogiaba y me entusiasmaba, dándome más bombones que de costumbre. Todo eso debería ha-

*** Por fin, los arreglos de familia terminaron y mi madre firmó el acuerdo de dejarme ir con mi abuela, quien quería encargarse por completo de mi educación. Yo demostré una repugnancia tan enorme por el acuerdo, que por el momento no me hablaron más de él. Se determinó separarme poco a poco de mi madre, sin que yo me diese cuenta; y, para comenzar, partió sola a París, impaciente por volver a ver a Carolina. Como yo debía ir a París quince días después con mi abuela y como yo misma veía la preparación del coche y los paquetes, no sentí ni mucho miedo ni mucha pena por la separación. Me decían que en París yo iba a vivir muy cerca de mi madre y que la vería todos los días. Sin embargo, yo sentía una especie de terror cuando me encontraba sola en la casa, comenzando a parecerme tan enorme como en los primeros días de mi llegada. Me fue preciso separarme también de mi criada, a quien yo amaba tiernamente, pues se casaba. Era una campesina que mi madre había admitido en lugar de la española Cecilia después de la muerte de mi padre. Esta excelente mujer todavía vive y a menudo me viene a ver para traerme frutos de su serval, árbol bastante

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berme parecido muy dulce, ya que mi madre era rígida y dura con mis languideces y mis distracciones. Y bien, el corazón infantil es un pequeño mundo tan complicado y tan inconstante como el de los hombres. Yo encontraba a mi abuela más severa y más odiosa a pesar de sus atenciones que a mi intemperante madre. Hasta allí, yo la había amado y me había mostrado confiada y tierna con ella. Desde ese momento, y duró esto bastante tiempo, me sentí fría y reservada en su presencia. Sus caricias me incomodaban o me daban ganas de llorar, porque me hacían recordar los abruptos apasionados de mi madre. Además, con ella no se hacía una vida plena, no había familiaridad, ni expansión. El exceso de respeto helaba todo. El terror que a veces mi madre me causaba sólo era un momento doloroso que después pasaba. Un instante después, ya estaba sobre sus rodillas, sobre su seno, la tuteaba, mientras que con mi abuela las caricias eran siempre, ¿cómo diría yo?, ceremoniosas. Me abrazaba solemnemente y como recompensándome por mi buena conducta, no se trataba como a una niña, porque deseaba sobre todas las cosas darme cierto empaque, esforzándose en corregir esa naturalidad que a mi madre no importaba. Ya no se podía rodar por tierra, reír locamente, hablar como un loro. Era preciso estar derecha, llevar guantes, estar callada o bisbisear por lo bajo en un rincón con Ursulette. A cada manifestación de mi naturaleza se oponía una represión dulce, pero constante. No me regañaban, pero me trataban de usted y con eso era bastante. –Hija mía, pareces una jorobada; hija mía, caminas como una pueblerina; hija mía, ¡has perdido otra vez los guantes! ; hija mía, eres ya muy mayor para hacer ciertas cosas... ¡Demasiado grande! Tenía siete años y jamás me lo habían dicho. Me causaba un miedo espantoso, haberme vuelto de repente tan grande después de la partida de mi madre. Y después, era preciso aprender todo tipo de costumbres que me resultaba ridículas. Había que hacer la reverencia a las personas que nos

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visitaban. Ya no podía ir a la cocina ni tutear a los criados para que ellos perdiesen la costumbre de tutearme. Ya no podía tutear a mi abuela. No se la podía hablar ni de usted. Había que hablarle en tercera persona: «¿Me permitiría la abuela ir al jardín?» Ciertamente la buena mujer tenía razón al pretender imbuirme de un gran respeto moral hacia su persona y hacia el código de las costumbres civilizadas que quería imponerme. Se había adueñado de mi persona, y tenía que vérselas con una niña caprichosa y dificil de manejar. Había visto a mi madre conducirse conmigo enérgicamente y pensaba que en lugar de calmar sus accesos de irritación malsana, mi madre, excitando demasiado mi sensibilidad, me sometía sin corregirme. Es muy probable. La criatura demasiado protegida en su sistema nervioso, se vuelve rápidamente hacia un desbordamiento impetuoso que aumenta al pretender suprimirlo de un sólo golpe. Mi abuela sabía muy bien que al someterme a continuas observaciones apacibles, me obligaba a una obediencia instintiva, sin combates, sin lágrimas y que me llevaría hasta a olvidar la sola idea de una resistencia. En efecto, éste fue su trabajo durante algunos días. Jamás se me había ocurrido rebelarme contra ella; pero tampoco había olvidado rebelarme contra los demás en su presencia. Desde que se encargó de mi, sentí que haciendo tonterías en su presencia, aumentaría su disgusto y esta censura versada tan educadamente, pero tan fríamente, me helaba hasta la medula de los huesos. Violentaba de tal manera mis instintos, que por momentos me invadían unos temblores convulsivos que la inquietaban al no comprenderlas. Había llegado a su meta, que era ante todo volverme disciplinada y se asombraba de haberlo logrado tan rápidamente. –¡Mirad –decía– qué dulce y qué tranquila se ha vuelto! Y se congratulaba por haber conseguido con tan poco esfuerzo mi transformación, con un sistema tan opuesto al de mi madre, tan esclavo y tiránico.

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Pero mi querida abuela comenzó pronto a asombrarse. Quería ser respetada religiosamente y al mismo tiempo ser amada apasionadamente. Se acordaba de la infancia de su hijo y soñaba con reiniciarla en mi persona. ¡Ay!, eso no dependía ni de mí ni de ella misma. No tenía en cuenta las diferencias generacionales que nos separaba a la distancia enorme de nuestras edades. La naturaleza no se equivoca; y a pesar de las bondades infinitas las buenas intenciones sin limite de mi abuela en mi educación, no dudo en afirmar que un familiar viejo y enfermo no puede ser nunca una madre; el gobierno absoluto sobre un niño por una mujer anciana es algo que contraria a la naturaleza en todo momento. Sólo Dios sabe lo que hace al detener en una cierta edad las posibilidades maternales. Para un pequeño ser que comienza a vivir, hace falta otro ser joven y todavía en su plenitud vital. La solemnidad en las costumbres de, mi abuela, me entristecía el alma. Su habitación sombría y perfumada me ocasionaba jaquecas y bostezos espasmódicos. Mi abuela tenía miedo del calor, del frío, de una corriente de aire, de un rayo de sol. Me parecía que cuando me decía: «Diviértete a tus anchas», me encerraba con ella en una caja enorme. Me daba estampas para que las mirase, pero yo no podía verlas; me daba vértigo. Un perro que ladraba afuera un pájaro que cantara en el jardín, me estremecían. Y cuando estaba en el jardín con ella, a pesar de que no ejercía sobre mi ninguna presión, me sentía encadenada a su lado por el sentimiento de los respetos que había sabido inspirarme. Caminaba dificultosamente, yo me quedaba cerca de ella para recogerle su tabaquera o su guante que a menudo dejaba caer y que no podía recoger, porque jamás en mi vida he visto un cuerpo tan débil y flojo; y como además ella estaba gruesa, enferma y, sin embargo, rozagante, su incapacidad de movimientos me impacientaba interiormente hasta lo indecible. Yo había visto cien veces a mi madre doblada por jaquecas violentas, extendida sobre su cama como una muerta, las mejillas pálidas y los dientes rechinandole; eso me desesperaba; pero el

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abandono paralítico de mi abuela era algo que yo no podía explicarme, e incluso pensaba que era voluntario. Algo de esto había en su aire, culpa de su primera educación. Había vivido demasiado dentro de una cámara, su sangre había perdido la energía necesaria para circular; cuando querían sangrarla, no podían extraerle ni una gota, tan secas tenía sus venas. Yo tenía un miedo horroroso de volverme como ella y cuando me ordenaba que a su lado no estuviese agitada o juguetona, me parecía que me condenaba a la muerte. Todos mis instintos se rebelaban contra esta organización diferente y no he amado verdaderamente a mi abuela hasta que he sabido razonar. Hasta ese momento, lo confieso, tuve por ella una especie de veneración moral, unida a un disgusto físico invencible. Se dio pronto cuenta de mi frialdad, la pobre mujer, y quiso vencerla con reproches que no sirvieron para otra cosa que para aumentarla, afirmando ante mis propios ojos un sentimiento del cual yo no me daba cuenta. Ella ha sufrido y yo tal vez más todavía, sin poderme defender. Después, cuando mi inteligencia se desarrolló, una gran reacción se produjo en mi y mi abuela reconoció haberse equivocado al haberme juzgado ingrata y obstinada. *** Creo que partimos para París en los comienzos del invierno de 1810 a 1811, porque Napoleón había entrado vencedor en Viena y se había casado con María Luisa mientras yo estaba en Nohant. Recuerdos los lugares del jardín en los que oí las dos novedades que ocupaban a mi familia. Me despedí de Ursula; la pobre niña estaba desolada, pero yo la iba a volver a ver cuando volviese y además me sentía tan feliz al ir a ver a mi madre que prácticamente me sentía insensible a todo lo demás. Había sentido la primera experiencia de una separación y comenzaba a

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tener una noción del tiempo. Había contado los días y las horas que habían pasado para mi, lejos del único objeto de mi amor. Amaba a Hippolyte también, a pesar de su tacañería, él también lloraba por quedarse sólo en la gran casa por primera vez. Yo lo sentí y hubiera querido que viniese con nosotros; pero, en realidad yo no tenía lágrimas para nadie, sólo tenía a mi madre en la cabeza; y mi abuela, que se pasaba la vida estudiándome, dijo en voz baja a Deschartres, ignorando que los niños oyen todo: «Esta pequeña no es tan sensible como yo había pensado.» En aquellos tiempos, para ir a París se empleaban tres días, a veces cuatro. Y sin embargo, mi abuela viajaba en coche de postas. Pero no podía pasar la noche en el carruaje y cuando su berlina había hecho veinticinco millas por día, se quedaba agotada. Ese carruaje de viaje era una verdadera casa rodante. Ya se sabe la cantidad de paquetes, detalles y de comodidad de todo tipo que los ancianos y sobre todo las personas finas cargaban incómodamente para sus viajes. Los innumerables bolsillos del vehículo estaban repletos de provisiones de boca, de dulces, de perfumes, de juegos de cartas, de libros, de itinerarios, de dinero, ¡qué sé yo! ; cualquiera hubiera dicho que nos embarcábamos para un viaje de un mes. Mi abuela y su doncella, empaquetadas con sus cubrepiés y sus almohadas, estaban recostadas en el fondo: yo ocupaba la banqueta de adelante y a pesar de que me encontraba cómoda, me costaba reprimir mi petulancia en tan pequeño espacio y no poder dar patadas al asiento de enfrente. Me había vuelto muy turbulenta en Nohant y comenzaba a gozar de una salud perfecta; pero no tardaría en sentirme menos viva y más lacerada en el clima de París, que siempre me ha sentado muy mal. Sin embargo, el viaje no me aburrió. Era la primera vez que no me sentía vencida por el sueño que el rodar de los coches provoca en la primera infancia y la sucesión de objetos nuevos me hacía mantener mis ojos abiertos y alerta mi espíritu.

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No hay nada más triste, ni más tosco que el trayecto de Chateauroux a Orleans. Hace falta atravesar todo Sologne, país árido, sin grandeza y sin poesía. Eugene Sue nos ha cantado las bellezas incultas y las gracias salvajes de este lugar de Francia. Es sincero en su admiración, porque le he escuchado hablar como ha escrito. Pero, ya sea porque los lugares de un país que se descubren en el camino son particularmente aburridos, ya porque un país absolutamente llano me es naturalmente antipático, Sologne, que he atravesado tal vez más de cien veces, a toda hora del día y de la noche y en todas las estaciones del año, me ha parecido siempre mortalmente tosco y vulgar. La vegetación salvaje es tan pobre como los productos de la cultura. Los bosques de pinos poco crecidos, son demasiado jóvenes y sin carácter. Son como charcos de un verde gritón sobre un suelo incoloro. La tierra es pálida, los arbustos, la corteza de los árboles viejos, las zarzas, los animales, los habitantes, sobre todo, son pálidos y lívidos igualmente, desgraciado y vasto país que se seca, insalubre, en una especie de marasmo moral y físico del hombre y de la naturaleza. Atravesar el bosque de Orleans no dice nada tampoco. En mi infancia, todavía tenía algo de imponente y de notable. Los grandes árboles, sombreaban todavía el camino durante un recorrido de dos horas y los carruajes se veían obligados a detenerse con frecuencia por los bandidos, elementos obligados para las emociones de un viaje. Hacía falta fustigar a los caballos para llegar antes de la noche; pero a pesar de todos los intentos que hicimos, nos encontramos en plena noche, en este primer viaje con mi abuela. Ella no era nada temerosa y cuando había llevado a cabo todo lo que la prudencia le ordenaba, si sus precauciones no fructificaban por alguna circunstancia imprevista, sabía perfectamente comportarse. Su doncella no era tan calmosa, pero se guardaba muy bien de parecerlo y las dos se entretenían conversando sobre el objeto de sus aprensiones con mucha

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filosofía. No sé por qué los bandidos no me inspiraban preocupaciones; pero de repente me invadió un terror espantoso, cuando le escuchó decir a mi abuela a la señorita Julie: –Ahora, los ataques de los ladrones no son muy frecuentes, y el bosque está bastante clareado en el borde del camino, en comparación de como estaba antes de la revolución. Había un monte muy espeso con pocos claros, de tal manera que uno era atacado sin saber por quién y sin haber tenido tiempo de defenderse. He tenido la suerte de que jamás me han atacado en mis viajes a Chateauroux, y sin embargo el señor Dupin siempre iba armado como en la guerra, así como todos sus criados, para poder evitar la posible encerrona. Los robos y las muertes eran muy frecuentes y teníamos una curiosa manera de contarlos y detallárselos a los viajeros. Cuando atrapábamos a los bandidos, después de juzgarlos y condenarlos, se los colgaba en los árboles del camino, en el mismo lugar del crimen: de tal forma que podía verse a los costados del camino y muy de cerca, cadáveres colgando de las ramas, que el viento balanceaba sobre nuestras cabezas. Cuando se iba con frecuencia por el camino, se conocía a todos los colgados y cada año se podían contar los nuevos, lo que prueba que el ejemplo no servía para mucho. Recuerdo haber visto en invierno a una mujer grande que durante bastante tiempo se mantuvo entera y cuyos largos cabellos negros flotaban al viento, mientras que los cuervos volaban alrededor disputándose su carne. Era un espectáculo horrible y una infección que os seguía hasta las puertas de la ciudad. Mi abuela debía creer que yo dormía mientras que ella contaba tan lúgubre cuento. Yo estaba muda de horror y un sudor frío me corría por todos mis miembros. Era la primera vez que me hacía de la muerte una imagen espantosa; cosa que jamás había estado en mi ánimo, como ha podido verse, ya que nunca me he preocupado de la forma con que me vendría a buscar. Pero esos colgados, esos árboles, esos cuervos, esos cabellos

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negros, todo lo oído hizo desfilar en mi cerebro tan horribles imágenes que tiritaba de miedo. No pensaba en lo más mínimo en el peligro de ser atacada o matada en el bosque; pero veía a los colgados flotar en las ramas de las viejas encinas y me imaginaba su aspecto horroroso. Este terror me ha durado bastante tiempo, y todas las veces que atravesábamos el bosque, hasta la edad de quince o dieciséis años, me volvía a invadir viva y dolorosamente. Qué verdad es que las emociones de la realidad no son nada, comparadas con las producidas por la imaginación. Llegamos a París, a la calle Neuve-des-Mathurins, a un precioso apartamiento que daba a unos jardines enormes situados al otro lado de la calle y que contemplábamos en toda su amplitud desde nuestras ventanas. El apartamiento de mi abuela estaba amueblado como antes de la revolución. Era lo que ella había podido salvar del naufragio y todo estaba todavía muy nuevo y muy confortable. Su habitación estaba tapizada y amueblada en damasco azul cielo; había tapices por todas partes y un fuego infernal en todas las chimeneas. Nunca había estado tan bien alojada. El bienestar pretendido me asombraba, comparándolo con el de Nohant. Pero yo no tenía necesidad de todo eso, educada en la pobre habitación de madera en la calle Grange Batelióre, y no disfrutaba en absoluto de todas esas comodidades de la vida, hacia las cuales mi abuela hubiera preferido verme más inclinada. Yo no vivía, no sonreía hasta que mi madre estaba conmigo. Durante su visita diaria, mi alegría aumentaba. La devoraba a caricias, y la pobre mujer, Al ver que todo eso hacía sufrir a mi abuela, se veía obligada a contenerme y a abstenerse ella misma de ciertas expansiones. Nos permitieron salir juntas y esto fue preciso, aunque no se llegó a la meta que se habían propuesto para separarme de ella. Mi abuela no caminaba jamás, no podía pasarse sin la presencia de la señorita Julie, que por aturdida, distraída y miope, hubiera

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sido capaz de perderme en las calles o dejarme atropellar por les carruajes. No habría yo caminado nunca si mi madre no me hubiese llevado todos los días a dar largos paseos; aunque yo tenía todavía unas piernas muy débiles, habría estado de pie hasta el fin del mundo con tal de haber tenido el placer de tener su mano, de tocar su vestido y de mirar en su compañía lo que me señalaba. Todo me parecía bello a través de sus ojos. Los bulevares eran un lugar encantado; los bailes chinos, con su horrible reca y sus estúpidos monos, un palacio de cuentos de hadas; los perros sabios que bailaban sobre el bulevar, los comercios de juguetes, los vendedores de estampas y los de pájaros me volvían loca, y mi madre, parándose delante de todo lo que me interesaba y gozando conmigo, pues también era una niña, multiplicaba mis alegrías compartiéndolas. Mi abuela poseía un espíritu de discernimiento muy grande y una elevación natural. Quería formar mi gusto y criticaba juiciosamente todos los objetos que llamaban mi atención. Me decía: –Esa es una figura mal dibujada, un conjunto de colores disonantes, una composición o un lenguaje o una música o un arreglo de pésimo gusto. Yo no podía comprender todo esto sino mucho más tarde. Mi madre, menos difícil y más ingenua, se comunicaba más directamente conmigo. Casi todos los productos artísticos o industriales le gustaban, por poco que tuvieran formas divertidas y colores frescos, y lo que no le gustaba, también le divertía. Tenía pasión por lo último y no había moda nueva que no le pareciese la más bella de cuantas había visto. Todo le parecía bien; nada lograba hacerla desgraciada, a pesar de las criticas de mi abuela, fiel, con razón, a sus largos talles y a sus amplias faldas de estilo directorio. Mi madre, preocupada por la moda del día, se desesperaba al ver a mi abuela vestirme como una pequeña vieja y buena

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mujer. Para mis trajes, aprovechaban las batas un poco gastadas pero en buen uso de mi abuela, por lo que siempre o casi siempre iba vestida con colores sombríos, con unos talles lisos que descendían sobre las caderas. Esto resultaba espantoso en el tiempo en que se debía llevar la cintura debajo de las axilas. Era, sin embargo, mucho mejor. Comencé a dejarme largos mis cabellos castaños que flotaban sobre mi espalda y se rizaban naturalmente, por más que yo me pasase una esponja mojada sobre la cabeza. Mi madre atormentó tan bien a mi abuela que la dejó encargarse de mi pobre cabeza para peinarme al estilo japonés. Era el más horrendo peinado que uno pueda imaginarse y fue inventado con seguridad para aquellos rostros que tuviesen poca frente. Me levantaban el cabello peinándolo a contra-pelo hasta que tuviese una posición perpendicular, y entonces me retorcían la mata de pelo en la punta de la cabeza, para hacer de la misma una especie de bola alargada, coronada con un pequeño moño. Con este peinado una se parecía a un pastel o al sombrero de algún peregrino. Agregad a este horror el suplicio de tener los cabellos colocados a contrapelo, hacían falta ocho días atroces llenos de dolor y de insomnio antes que tomaran la posición obligada, y los agarraban tan bien con un corazón para ordenarlos, que la piel de la frente se estiraba y las esquinas de los ojos se alargaban como las de las figuras de los abanicos japoneses. Me sometí ciegamente a este suplicio, a pesar de que me era absolutamente indiferente ser bonita o fea, seguir la moda o protestar contra sus excesos. Mi madre lo quería, yo le gustaba así, y lo sufría con un coraje estoico. Mi abuela me encontró espantosa; estaba desesperada. Pero juzgó un poco tonto disputar por una cosa semejante, puesto que, además, mi madre la ayudaba tanto como podía a calmarme en mi exaltación hacia ella. Todo resulta fácil aparentemente en los comienzos. Como mi madre me hacía salir todos los días y comía o pasaba la tarde muy a menudo conmigo, ya no estaba separada de ella nada más

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que durante el tiempo del descanso; pero una circunstancia en la cual mi abuela estuvo verdaderamente equivocada reanimó de nuevo mi preferencia hacia mi madre. Caroline no me había visto desde el día de mi partida hacia España y parece ser que mi abuela había impuesto una condición esencial a mi madre, que consistía en evitar cualquier encuentro con mi hermana. ¿Por qué semejante aversión hacia una criatura llena de candor, educada rígidamente y que durante toda su vida ha sido un modelo de austeridad? Lo ignoro y ni aun hoy día puedo explicármelo. Una vez que la madre fue admitida y aceptada, ¿por qué había que alejar de mi a la hija? En ello había un prejuicio, una injusticia inexplicable por parte de una persona que sabía, sin embargo, elevarse por encima de los prejuicios de su mundo cuando lograba escapar a las influencias indignas de su espíritu y de su corazón. Caroline había nacido bastante antes que mi padre conociese a mi madre; mi padre la había tratado y amado como a su propia hija, ella fue la compañera razonable y complaciente en mis primeros juegos. Era una linda y dulce criatura y sólo tuvo un defecto para mi: el de haber sido demasiado absoluta en sus ideas sobre el orden y la devoción. No puedo comprender el temor de que yo mantuviese contacto con ella. Nada me había hecho enrojecer delante del mundo por reconocerla como hermano. A menos que ese temor se produjese por no ser ella noble de nacimiento, por haber nacido probablemente del pueblo. Porque jamás llegué a saber el rango que el padre de Caroline ocupaba en la sociedad, quizá por presumir que era de la misma condición humilde y oscura que mi madre. Pero, ¿acaso no era yo también, la hija de Sophie Delaborde, la hija menor del vendedor de pájaros, nieta de la madre Cloquarád ¿Cómo podían atreverse a hacerme olvidar que yo provenía del pueblo y persuadirme que la criatura del mismo origen, era de una naturaleza inferior a la mía, por el sólo hecho de que no había tenido el honor de contar con el rey de Polonia y el maris-

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cal de Saxe entre sus antepasados paternales? ¡Qué locura, o mejor dicho, qué niñería inconcebible! Y cuando una persona madura y de un gran espíritu comete una niñería semejante de una criatura, ¡cuánto tiempo, cuantos esfuerzos y perfecciones hacen falta para borrarle impresión tan desagradable! Mi abuela logró el prodigio, porque esta impresión no fue jamás borrada de mi mente, ni tan siquiera vencida por los tesoros de ternura que su alma me prodigó. Pero si no existió alguna razón profunda en el esfuerzo titánico que ella realizó para que yo la amase, yo sería un monstruo. Me veo forzada a confesar que ella pecó en principio; aunque después de conocer la obsesión de las clases nobiliarias, su falta no me parece tan suya, sino del medio en el que ella había siempre vivido y del cual, a pesar de su noble corazón y su inteligencia, no pudo jamás desembarazarse por completo. Como ya he dicho, se había empeñado en que mi hermana fuese una extraña para mi; y como yo la había abandonado a la edad de cuatro años, no me habría sido dificil olvidarla. Es más; creo que hubiera sido un hecho, si mi madre no me hubiese hablado de ella con frecuencia después; y en cuanto al afecto, no habiéndose podido desarrollar todavía lo suficiente en mi antes del viaje a España, no hubiera despertado tampoco, si no hubiese sido por los esfuerzos que se hicieron para dormirlo violentamente y por una pequeña escena familiar que me produjo una impresión terrible. Caroline debía tener aproximadamente doce años. Estaba en una pensión y, cada vez que iba a ver a nuestra madre, le suplicaba que la llevase a casa de mi abuela para verme o que yo fuese, a su casa para verla. Mi madre eludía su ruego y le daba no sé qué explicaciones, no pudiendo ni queriendo hacerle comprender la exclusión incompresible que sobre ella pesaba. La pobre pequeña no comprendiendo nada evidentemente, no pudiendo contener su impaciencia por abrazarme y no escuchando

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sino a su corazón, aprovechó una noche en que nuestra madre cenaba en la casa de mi tío de Beaumont, persuadió a la portera de mi madre para que la acompañara y llegó a nuestra casa feliz y contenta. A pesar de todo, tenía un poco de miedo de esa abuela que ella no había visto nunca; pero tal vez creía que estaba cenando también en la casa de mi tío, o tal vez se había decidido a todo con tal de verme. Eran las siete o las ocho de la noche, yo jugaba melancólicamente sola sobre el tapiz del salón, cuando escuché un movimiento extraño en la habitación de al lado y vi que mi criada entreabría la puerta y me llamaba dulcemente. Mi abuela parecía estar dormitando en su sillón, pero tenía el sueño muy ligero. En el momentos en que yo me acercaba a la puerta de puntillas, sin saber lo que quería de mi, mi abuela dio media vuelta y me dijo con un tono severo: –¿Adónde vas, hija mía, tan misteriosamente? –No lo sé, abuela; me llama la doncella. –Entre, Rosa, ¿qué quiere usted? ¿Por qué llama a la niña como a escondidas? La criada se confundió, titubeó y terminó diciendo: –La llamo, señora, porque la señorita Caroline acaba de llegar. Este nombre tan puro y dulce produjo un efecto desastroso en mi abuela. Creyó en una abierta resistencia por parte de mi madre o en una resolución para engañarla que la niña y la criada habían tomado por desgracia. Habló dura y secamente, lo que no hacía muchas veces. –¡Que la pequeña se vaya en seguida –dijo–, y que no vuelva a presentarse jamás aquí ¡Sabe muy bien que no debe ver a mi nieta! No la conoce, y yo tampoco la conozco. En cuanto a usted, Rosa, si intenta alguna vez introducirla en mi casa, la echo. Espantada, Rosa desapareció. Yo estaba turbada y asustada, casi afligida y arrepentida de haber sido la causa de la cólera de mi abuela, porque me daba cuenta que la emoción no era algo

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natural en ella y debía hacerla sufrir mucho. Mi asombro al verla así, no me impidió pensar en Caroline, cuyo recuerdos estaba muy poco claro en mí. Pero, de repente, después de los cuchicheos cambiados detrás de la puerta, escuché un sollozo ahogado, desgarrador, un grito salido del fondo del alma, que penetró en la mía y que despertó la voz de la sangre. Era Caroline que lloraba y que se iba consternada, herida, humillada en su justo orgullo y en su inocente amor por mi. De repente, la imagen de mi hermana se actualizó en mi memoria; creía recordarla tal cual era en la calle Grange-Batelire y en Chaillot, grandecita, menuda, dulce, modesta y obediente, esclava de mis caprichos, cantándome canciones para dormirme, o contándome bellas historias de hadas. Comenzó a llorar y me lance hacia la puerta; demasiado tarde, se había ido; mi doncella lloraba también y me recibió en sus brazos, tratando de evitar a mi abuela una pena que se volvería contra ella. Mi abuela me llamó y quiso sentarme en sus rodillas para calmarme y hacerme razonar, me resistí, hui de las caricias y me tiré al suelo en un rincón gritando: –¡Quiero volver con mi madre, no quiero quedarme aquí! La señorita Julie llegó y quiso hacerme entrar en razón. Me habló de mi abuela a quien yo enfermaba, cosa que ella reafirmó y a quien yo no quise ni mirar. –Haréis sufrir a vuestra abuela que os ama, que os mima y que no vive sino para vos. Pero yo no escuchaba nada; volví a reclamar a mi madre y a mi hermana con gritos desesperados. Me encontraba tan enferma y tan sofocada que ni se preocuparon porque diese las buenas noches a mi abuela. Me llevaron a la cama y durante toda la noche no hice otra cosa que gemir y suspirar mientras soñaba. Sin duda, mi abuela pasó también muy mala noche. He comprendido también, después, lo buena y tierna que era, y ahora estoy segura de la pena que la invadía cuando se veía obligada a hacer sufrir a los demás; pero su dignidad le impedía demostrar-

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lo y era a fuerza de cuidados y mimos con lo que pretendía olvidar lo ocurrido. Cuando me desperté, encontré en mi cama una muñeca que yo había deseado mucho el día anterior, por haberla visto con mi madre en un negocio de juguetes y de la cual había hecho una descripción pomposa a mi abuela al volver para cenar. Era una negrita que tenía el aspecto de reírse a carcajadas y que mostraba sus dientes blancos y sus ojos brillantes en medio de su carita morena. Era redonda y bien hecha, tenía un vestido de crepé rosa, bordado con una banda de plata. Esto me había parecido extraño, fantástico, admirable, y, por la mañana, antes de que, yo me hubiese despertado, la pobre abuela había enviado a comprar la muñeca negrillona para satisfacer mi capricho y distraerme de mi pena, tomó a la pequeña criatura en mis brazos, su linda sonrisa provocó la mía y la abracé como una madre joven abraza a su recién nacido. Pero mientras la miraba y la mecía sobre mi corazón, mis recuerdos de la víspera se reavivaron. Pensé en mi madre, en mi hermana, en la dureza de mi abuela y tiré a la muñeca lejos de mi. Pero como la pobre negra se reía siempre, volvía a tomarla acariciándola todavía y la regué con mis lágrimas, no pudiéndome olvidar de la ilusión de un amor maternal, reavivado por mis contrastados sentimientos filiales. Después, de repente, sufrí un vértigo, dejé caer la muñeca al suelo y tuve vómitos espantosos de bilis que asustaron mucho a mis criadas. No recuerdo en verdad lo que pasó durante varios días; tuve el sarampión con una violenta fiebre. Ya debía tenerlo, pero la excitación y la pena debieron contribuir a un desenlace mucho más intenso. Estuve muy enferma y una noche padecí una visión que me atormentó en extremo. Habían dejado una lámpara encendida en la habitación donde yo estaba; mis dos criadas dormían y yo tenía los ojos abiertos y la cabeza ardiendo. Me parece todavía, sin embargo, que mis ideas eran muy claras y que al mirar fijamente la lámpara, me di perfecta cuenta de lo

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que era. Se había formado un gran hongo en la mecha y el humo negro que exhalaba, dibujaba su sombra temblorosa sobre el techo. De pronto esa sombra tomó una apariencia distinta, la de un pequeño hombre que bailaba en medio de la llama. Comenzó a agrandarse poco a poco y se puso a dar vueltas con rapidez, agrandándose cada vez más; llegó a tener la talla de un verdadero hombre, hasta que se convirtió en un gigante cuyos pasos rápidos golpeaban el suelo, mientras que su loca cabellera barría circularmente el techo con la ligereza de un murciélago. Comenzó a gritar espantosamente y vinieron a tranquilizarme; pero esta aparición volvió tres o cuatro veces seguidas y duró casi un día. Es la única vez que recuerdos haber delirado. Si lo he hecho después, no lo he advertido, o no lo recuerdo. *** Los felices domingos tan impacientemente esperados pasaban como sueños. A las cinco, Carolina iba a cenar a casa de mi tía Maréchal, y mi madre y yo nos íbamos a encontrar con mi abuela en la casa de mi tío de Beaumont. Era una vieja costumbre familiar muy dulce, que tenía invariablemente a los mismos convidados. Se ha perdido casi en la vida agitada y desordenada que se lleva hoy en día. Era la manera más agradable y más cómoda de verse, para las gentes de goces y costumbres regulares. Mi tío, tenía por cocinera un cordón bleu quien, no habiendo trabajado nunca sino en palacios de experiencia y discernimiento consumado, ponía todo su amor propio que era inmenso, para contentarlos. La señora Bourdieu, el ama de llaves de mi tío y éste mismo, ejercían una vigilancia excesiva sobre esos importantes trabajos. A las cinco en punto, llegábamos, mi madre y yo, y ya nos encontrábamos alrededor del fuego a mi abuela sentada en un gran sillón situado en frente del de mi tío, y a la señora de la Marliére entre ellos, los pies cerca de los leños,

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un poco levantada la falda y mostrando dos magras piernas y los pies calzados con unos zapatos muy puntiagudos. La señora de la Marliére era una antigua amiga íntima de la condesa de Provence, la mujer del que después llegó a ser Luis XVIII. Su marido, el general de la Marliere, había muerto en la revuelta. Mi padre nombraba a esta dama, muy a menudo, en sus cartas, según recuerdo. Era una persona muy buena, muy alegre, expansiva, parlanchina, obediente, devota, brillante, radiante, un poco cínica en sus propósitos. Por aquel entonces no era nada piadosa y su conversación sobre los curas, además de otras cuestiones, demostraba una extrema libertad. En la restauración, se volvió devota y vivió hasta la edad de ochenta y ocho años, creo yo, en olor de santidad. Era, en suma, una mujer excelente, sin prejuicios en el tiempo en que yo la conocí y no creo que se baya vuelto tonta e intolerante después. Tampoco tenía ningún derecho, después de haber tenido tan poco en cuenta las cosas santas durante las tres cuartas partes de su vida. Conmigo era muy buena y como era la única entre las amigas de mi abuela que no tenía ninguna prevención contra mi madre, yo le dedicaba una mayor confianza y amistad que a las otras. Sin embargo, sospecho que no me era muy simpática. Su voz clara, su acento meridional, sus extraños arreglos, su barbilla aguda con la que me martirizaba las mejillas al abrazarme, y, sobre todo, la crudeza de sus expresiones burlescas, me impedían tomarla en serio y encontrar placer en sus manos. La señora Bourdieu iba y venía ligeramente de la cocina al salón; entonces no tenía nada más que unos cuarenta años. Era una morena fuerte, llena y de un tipo muy definido. Era de Dax y tenía un acento gascón todavía más pronunciado que el de la señora de la Marliere. Llamaba a mi tío papá, siguiendo la costumbre de mi madre. La señora de la Marliere, a quien le gustaba hacerse la niña, le llamaba también papá, cosa que hacía parecer a mi tía mucho más joven que ella.

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El apartamiento que ocupó durante toda la parte de mi vida en que lo conocí, vale decir, durante una quincena de años, estaba situado en la calle Gudndgaud, al fondo de un patio triste y grande, en una casa del tiempo de Luis XIV, con un carácter muy homogéneo en todas sus partes. Las ventanas eran altas y largas; pero había tantos cortinajes, amén de visillos, cortinas y cosas para defender la casa del aire exterior que podía introducirse por la menor fisura, que todas las habitaciones eran sombrías y sordas como cuevas. El arte de prevenirse contra el frío en Francia y, sobre todo, en París, comenzaba a desaparecer bajo el imperio y se ha perdido por completo, ahora, en las gentes de una fortuna mediana, gracias a los numerosos aportes de calefacción económica con los que el progreso nos ha enriquecido. La moda, la necesidad y la especulación, cuyo concierto nos ha llevado a construir casas pobladas con tantas ventanas que no dejan libre ningún espacio en los edificios; la falta de espesor en los muros y la prisa con que las construcciones toscas y frágiles se han levantado, hacen que cuanto más pequeño es un apartamiento, más frío y más costoso resulta para calentarlo. El de mi tío era un lugar abrigado, convertido por sus cuidados continuos, en una casa pesada, como deberían ser todas las habitaciones en un clima tan ingrato y tan variable como el nuestro. Es cierto que en otros tiempos uno se instalaba para toda la vida, y construyendo su nido, cavaba al mismo tiempo su tumba. Las personas ancianas que en aquella época conocí y que tenían una existencia retirada, no vivían sino en su dormitorio. Tenían un salón grande y hermoso en el cual recibían una o dos veces al año, y en donde, el resto del tiempo, no entraban jamás. Mi tío y mi abuela, al no recibir nunca, pudieron haberse pasado sin ese lujo inútil que doblaba el precio de sus alquileres. Pero no hubiesen creído tener una casa de otra manera. El mobiliario de mi abuela era del tiempo de Luis XVI y ella no tenía ningún escrúpulo al introducir de tiempo en tiempo al-

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gún objeto más moderno cuando le parecía cómodo o bonito. Pero mi tío era demasiado artista como para permitirse el menor disparate. Todo en él era estilo Luis XIV, lo mismo las molduras de las puertas que los adornos del techo. No sé si él había heredado esos ricos muebles o si los había coleccionado por si mismo; lo cierto es que hoy en día sería un gran hallazgo para un coleccionador ese mobiliario completo en su antigüedades, desde las tenazas hasta el fuelle, desde la cama hasta los marcos de los cuadros. En el salón había unas magníficas pinturas y unos muebles de bola, de una grandeza y de una riqueza respetables. Como todo eso se había ya pasado de moda y se prefería a esas bellas cosas, verdaderos objetos de arte, las sillas curul del imperio y las detestables imitaciones de, Herculano en Acayo eran de madera chapada, pintada en color bronce, el mobiliario de mi tío sólo tenía precio para él. Yo estaba lejos de poder apreciar el buen gusto y el valor artístico de una colección semejante; y aún escuché decir a mi madre, que todo eso era demasiado viejo como para ser bello. Sin embargo, las cosas bellas llevan consigo una impresión que subsiste a menudo sobre aquellos que no las entienden. Cuando yo entraba en casa de mi tío me parecía entrar en un santuario misterioso y como el salón era en efecto un santuario cerrado, yo rogaba por lo bajo a la señora Bourdieu que me dejase entrar. Entonces, mientras los viejos jugaban a las cartas después de la comida, ella me daba una pequeña bujía y conduciéndome como a escondidas a ese gran salón, me dejaba allí durante algunos instantes, recomendándome mucho que no me subiera a los muebles y que no dejase caer la bujía. Yo ni intentaba desobedecer; ponía la luz sobre una mesa y me paseaba furtivamente por esa gran habitación apenas alumbrada hasta el techo por mi débil bujía. Yo no veía, sino muy confusamente, los grandes retratos de Largillire, los bellos interiores flamencos y los cuadros de los maestros italianos que cubrían las paredes. Me regocijaba con el brillo de los dorados, con los grandes plie-

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gues de los cortinajes, con el silencio y la soledad de esta respetable habitación que parecían no atreverse a habitar y de la cual yo sola tomaba posesión. Esta posesión ficticia me bastaba, ya que desde mi mas tierna infancia, la posesión real de las cosas no ha constituido jamás un placer para mí. Nunca he envidiado un palacio, cofres, alhajas, ni aun objetos de arte; y, sin embargo, me gusta recorrer un hermoso palacio, ver pasar un cortejo elegante y rápido, contemplar los productos artísticos. Tocar y dar la vuelta a las alhajas bien trabajadas, mirar las cosas del arte o de la industrias en las cuales la inteligencia del hombre se revela bajo cualquier forma. Pero, jamás he sentido la necesidad de decirme: «Esto es mío», y tampoco comprendo que se tenga esa necesidad. A la gente le pena el darme algún objeto raro o precioso, porque me es imposible no darlo en seguida a cualquier amigo que lo admira y en el cual yo observo el deseo de la posesión. Sólo conservo las cosas que me llegan de los seres que he amado y que ya no existen. Entonces, soy avara, por poco valor que tengan y creo que el acreedor que me forzara a vender los viejos muebles de mi alcoba, me haría muy desgraciada, porque los he heredado casi todos de mi abuela y ellos me la recuerdan en todos los instantes de mi vida. Pero lo de los demás jamás me ha tentado y me siento integrada en esa raza de bohemios de los que Béranger ha dicho: «Ver es tener.» No detesto el lujo, todo lo contrario, lo amo; pero no para mí. Amo, sobre todo, las alhajas. No encuentro otra creación más hermosa que esas combinaciones de metales y piedras preciosas que pueden convertirse en las formas más agradables y acertadas en tan delicadas proporciones. Me gusta examinar los adornos, las telas, los colores; el gusto me encanta. Me agradaría ser joyera o modista para inventar siempre y para dar, gracias al milagro del gusto, una especie de vida a esas ricas materias. Pero todo ello no tiene ningún uso agradable para mí. Un hermoso

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vestido es incómodo, las alhajas arañan, y en otro tipo de cosas, la pereza de las costumbres nos envejece y nos mata. No he nacido para ser rica y si las incomodidades de la vejez no comenzaran a hacerse sentir, viviría realmente en una choza del Berry, con tal que estuviese limpia y con tanta alegría como en las villas italianas. No trato que mi virtud sea una pretensión de austeridad republicana. ¿Acaso un chamizo no es, sobre todo para el artista, más bello, más rico en color, en gracia, en arreglo y en carácter que un villano palacio moderno construido y decorado en el gusto «constitucional», el más lastimoso estilo que existe en la historia del arte? También, jamás he comprendido que los artistas tengan en general, tanta venalidad, necesidades de lujo, ambiciones de fortuna. Si hay alguien en el mundo que pueda pasarse sin lujo y crearse a si mismo una vida, según sus sueños, con poco, con casi nada, es el artista, porque lleva en él el don de poetizar las menores cosas y la de construirse una cabaña según las reglas del gusto o los instintos de la poesía. El lujo me parece siempre el recurso de la gente tonta. No era, sin embargo, este el caso de mi tío; su gusto era lujoso por naturaleza y apruebo categóricamente que uno amueble su casa con cosas bellas cuando puede procurárselas, con hallazgos afortunados y baratos, mejor que cosas toscas. Esto es lo que probablemente le ocurrió a él, puesto que poseía una fortuna menguada y era muy generoso, lo que equivale a decir que era pobre y que no podía permitirse locuras y caprichos. Era goloso, aunque no comía mucho, pero tenía una glotonería sobria y de buen gusto como en todo, nada fastuoso, sin ostentación, presumiendo de ser positivo. Era muy agradable verle perderse en sus teorías culinarias, porque a veces lo hacía con una gravedad y una lógica que podrían haberse aplicado a todos los dones de la política y de la filosofía; otras, con una fantasía cómica e indignada. «No hay nada más tonto– decía él

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con sus palabras engoladas, cuyo acento distinguido corregía a la crudeza–, que arruinaste por la glotonería. No cuesta más tener una tortilla deliciosa que hacerse servir, bajo el pretexto de la tortilla, una vieja gamuza quemada. Lo bueno, es saber uno mismo en qué consiste una tortilla, y cuando un ama de casa lo ha comprendido bien, la prefiero en mi cocina a un sabio pretencioso que se hace llamar de usted por sus ayudantes y que bautiza cualquier carroña con los más suntuosos nombres.» Durante toda la comida, la conversación se mantenía en este tono y siempre versaba sobre la cocina. El detalle permite comprender la naturaleza de este canónigo, que ya no existe en los tiempos que corren. Mi abuela, que era de una frugalidad extrema, a pesar de que comía poco, tenía también sus teorías científicas sobre la manera de hacer una crema a la vainilla y una tortilla francesa. La señora Bourdieu se hacía regañar por mi tío, porque ella había dejado poner en la salsa más mostaza de la conveniente: mi madre se reía de sus peleas. Sólo la madre Marliére se olvidaba de cotorrear en la comida, porque ella comía como un ogro. En cuanto a mí, esas largas comidas servidas, discutidas, analizadas y saboreadas con tanta solemnidad, me aburrían mortalmente. Siempre he comido muy rápido y pensando en otra cosa. Una larga sobremesa siempre me ha enfermado y pedía permiso para levantarme de cuando en cuando para ir a jugar con una vieja perra que se llamaba Babet y que se pasaba la vida teniendo cachorros y alimentándolos en un rincón del comedor. La tarde me parecía muy larga también. Era preciso que mi madre tomara las cartas e hiciese una partida con los ancianos, cosa que tampoco la divertía, puesto que mi tío era buen jugador y no se enfadaba como Deschartres, cuando la señora Marliere ganaba como consecuencia de sus trampas. Ella misma decía que el juego sin trampas la aburría; por ello nunca quería jugar por dinero.

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Durante ese tiempo, la criada Bourdieu trataba de distraerme. Me hacía construir castillos de cartas o edificios de dominós. Mi tío, que era muy juguetón, se volvía para soplar por debajo y para dar un golpe con el codo a nuestra pequeña mesa. Y después, él le decía a la señora Bourdieu, que se llamaba Victoria como mi madre: –¡Victoria, embrutezca a esta niña; muéstrele alguna cosa interesante. ¡Tenga, hágala ver mis tabaqueras! Entonces, habrían un cofre y me hacían pasar revista a una docena de tabaqueras muy bellas, adornadas con miniaturas encantadoras. Eran antiguos retratos de bellas damas con trajes de ninfas, de diosas o de pastoras. Ahora comprendo por qué mi tío tenía tantas damas hermosas en sus tabaqueras. Él ya no hacía caso de eso, y sólo le parecían útiles para entretener las miradas de una criatura pequeña. ¡Darle entonces algunos retratos a los abates! Afortunadamente ya no es moda.

Esta parte del año 1811 transcurrida en Nohant, fue, según creo, una de las raras épocas de mi vida en la que conocí una felicidad completa. Había sido muy feliz en la calle Grange– Bateliére, a pesar de que allí no tuve ni grandes jardines, ni hermosos apartamientos. Madrid había sido para mi una campaña emocionante y penosa; el malsano estado en que volví, la catástrofe acaecida en mi familia por la muerte de mi padre, esa lucha entre mi abuela y mi madre que había comenzado revelándome el temor y la tristeza, todo esto fue un aprendizaje del sufrimiento y la desgracia. Pero la primavera y el verano de 1811 pasaron sin nubarrones y la prueba es que ese año no me dejó ningún recuerdo desagradable. Sé que Ursula lo pasó conmigo, que mi madre tuvo menos jaquecas que otras veces y que si hubo desentendimiento entre mi abuela y ella fue tan bien ocultado que he olvidado lo que hubo o lo que pudo haber. Es probable que se tratara del momento justo de sus vidas en el que ellas se entendieron mejor, porque mi madre no era una mujer que supiese ocultar sus impresiones.

*** Desde los primeros días de la primavera, hicimos los paquetes para volver al campo; yo tenía mucha necesidad. Ya fuese por vivir mejor, ya por el aire de París que jamás me había sentado bien, languidecía cada vez más y adelgazaba a ojos vistos. Ni siquiera se les ocurrió pensar en separarme de mi madre; yo creo que en aquella época, no pudiendo tener el sentimiento de la resignación y la voluntad de la obediencia, me hubiera muerto. Mi abuela, entonces, invitó a mi madre a ir con nosotras a Nohant y como a ese respecto yo mostraba una inquietud que inquietaba a los demás, se convino que mi madre me conduciría con ella y con Rosa como acompañante, mientras que la abuela iría por su lado con Julia. Se había vendido la gran berlina y se la había reemplazado, pues habían disminuido las rentas, por un coche de dos plazas.

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*** Siempre me ha hecho falta para vivir una resolución firme de vivir para alguien o para algo, para algunas personas o por algunas ideas. Esta necesidad me venía naturalmente de la infancia, por la fuerza de las circunstancias, por el afecto contrariado. Siempre subsistió en mí aunque mi meta se oscureció y mi empuje fue un tanto incierto. Querían forzarme a aproximarme hacia la otra meta que me habían mostrado y de la cual yo me había alejado obstinadamente. Me preguntaba si eso sería alguna vez posible. Sentí que no. La fortuna y la instrucción, las buenas costumbres, el espíritu, lo que llamaban «el mundo» se me apareció bajo formas sensibles, tal y como yo las concebía. «Esto se reduce –pensé– a convertirse en una bella señorita

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rozagante, bien adornada, erudita, tocando el piano delante de gentes que aprueban sin escuchar y sin comprender, no preocupándose de nadie, adorando brillar, aspirando a un casamiento fastuoso, vendiendo su libertad y su personalidad por un coche, por un escudo, algunas telas o monedas. Esto no me va ni me irá jamás. Si debo heredar forzosamente este castillo, los granos de trigo que Deschartres cuenta y recuenta, esta biblioteca que no me divierte y esta bodega de la que nada me tienta, ¡he aquí una gran felicidad y encantadoras riquezas! A menudo he soñado con viajes lejanos. Los viajes me habrían tentado si yo no hubiera tenido el proyecto de vivir para mi madre! Y bien, ya está; si mi madre no me quiere cerca de ella, algún día partirá, me iré al fin del mundo. Veré el Etna y el monte Gibel, iré a América, a la India. Dicen que es muy lejos, que es difícil, ¡tanto mejor! Dicen que uno se muere, ¿qué importa? Esperándolo, vivamos al día, vivamos al azar; porque nada de lo que conozco me tienta o me afirma, dejemos, pues, venir lo desconocido.» Ahí abajo, ensayé vivir sin pensar en nada, sin creer en nada y sin desear nada. Al principio me costó; habíame acostumbrado tanto a soñar y a pensar en un bien futuro, que a pesar de mi misma, volvía a recomenzar mis sueños. Pero la tristeza me invadía entonces, tan negra, y el recuerdo de la escena que me habían hecho, tan atosigante, que tenía una necesidad imperiosa de escapar de mi misma, y corría hacia los campos para aturdirme con los chiquillos y las chiquillas que me amaban y que me sacaban de mi soledad. Pasaron algunos meses sin atractivo alguno y de los cuales me acuerdo muy confusamente, porque estuvieron vacíos. Me comportaba muy mal, no trabajaba nada más que lo justo para que no me regañaran, apresurándome, por así decirlo, en olvidar rápidamente lo que acababa de aprender, no meditando más sobre mi trabajo como hasta esos momentos había hecho por una necesidad de lógica y de poesía que había tenido su secreto en-

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canto; corría más por los caminos, los zarzales y los pastos con mis bulliciosos acólitos; revolvía la casa de arriba abajo con mis juegos enloquecientes; tomaba por costumbre una expresión de contento la mayoría de las veces forzada, cuando mi dolor interior amenazaba con despertarme; en una palabra, me volví de repente una niña terrible, como decía mi doncella, quien comenzaba a tener razón, aunque, sin embargo, ya no me pegaba, al ver que por mi tamaño hubiera sido capaz ya de devolverle el golpe y que por mi aspecto ya no estaba de humor como para soportarlo. Viendo todo esto, mi abuela dijo: –Hija mía, ya no tienes sentido común. Tienes inteligencia y haces todo lo posible para volverte o parecer tonta. Podrías ser agradable y te haces insoportable. Tu tez se ha oscurecido, tus manos se han ajado, tus pies van a deformarse con los zuecos. Tu cerebro se deforma y se desparrama como tu persona. A veces te callas por completo y tienes el aspecto de quien desdeña todo. A veces hablas demasiado aparentando charlar por charlar. Has sido una niña encantadora y no es preciso que te conviertas en una joven absurda. Ya no tienes gracia, comportamiento, atractivo. Tienes un buen corazón y una cabeza lastimosa. Hace falta que todo esto cambie. Además, tienes necesidad de profesores de buenos modales que yo aquí no puedo procurarte. He resuelto, entonces, enviarte al convento e iremos a París para ello. –¿Y veré a mi madre? –grité. Ciertamente, la verás –respondió fríamente mi abuela–; después de lo cual te alejarás de ella y de mí el tiempo necesario para completar tu educación. «Sea –pensaba yo–; el convento, no sé lo que es, pero será algo nuevo; y como, después de todo, la vida que llevo ahora no me divierte en absoluto, podré ganar con el cambio.» Así ocurrió. Volví a ver a mi madre con mis exteriorizaciones

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acostumbradas. Tenía una última esperanza, que encontrara el convento inútil y ridículo, y que me retuviese, al ver que yo había insistido en mi resolución. Pero, por el contrario, ella me alabó la ventaja de las riquezas y el talento. Lo hizo de una manera que me asombró y que me hirió, porque ya no encontraba en ella su franqueza y su coraje acostumbrados. Se burlaba del convento, criticaba ácidamente a mi abuela, quien detestando y menospreciando la devoción, me confiaba a las religiosas; pero, siempre protestando, mi madre hizo exactamente lo que ella. Me dijo que el convento me sería muy útil y que hacía falta que yo entrase allí. Y como jamás he tenido voluntad propia, entré al convento sin temor, sin pena y sin repugnancia. No me daba cuenta de lo que ocurriría. No sabía que tal vez entraba verdaderamente en el mundo al franquear la puerta del claustro, que podía mantener nuevas relaciones, costumbres espirituales, hasta ideas que me incorporarían por así decirlo, con aquella clase social que yo había pretendido abandonar. Creí ver, por el contrario, en ese convento, un terreno neutro y en los años que en él debería pasar, una especie de alto en medio de la lucha que en mi se mantenía. En París, me había encontrado con Paulina de Pontcarré y su madre. Paulina estaba más bella que nunca, su carácter seguía siendo alegre, fácil y amable; su corazón tampoco había cambiado. Era absolutamente frío, lo que no impidió que yo amara y admirara como algo ya pasado esa bella indiferencia. Mi abuela había preguntado a la señora de Pontcarré sobre el convento de las inglesas, el mismo en el que ella había estado prisionera durante la revolución. Una sobrina de la señora de Pontcarré se había educado allí y acababa de salir. Mi abuela, que había guardado de ese convento y de las religiosas que en él había conocido un cierto recuerdo, se quedó encantada al saber que la señorita Debrosses había sido allí muy bien cuidada, educada con distinción y que se hacían muy buenos estudios, que los profesores de buenos modales eran muy renombrados y que, en una pala-

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bra, el convento de las inglesas merecía la fama de que, gozaba en el gran mundo, compitiendo con el Sagrado Corazón y la Abadía de los Bosques. La señora de Pontcarré proyectaba llevar también a su hija, cosa que hizo, en efecto, al año siguiente. Mi abuela se decidió entonces por las inglesas y, un día de invierno, me vistieron con el uniforme de sarga oscura, colocaron mi ropa en una maleta, un coche de alquiler nos condujo a la calle Fossés-SaintVictor y después que hubimos esperado algunos instantes en el recibidor, abrieron una puerta de comunicación que se cerró detrás de nosotras. Estaba enclaustrada. Este convento es una de las tres o cuatro comunidades británicas que se establecieron en París, durante el poderío de Cromwell. Después de haber sido perseguidores, los ingleses católicos, cruelmente perseguidos, se unieron en el exilio para rezar y pedir especialmente a Dios la conversión de los protestantes. Las comunidades religiosas se quedaron en Francia, pero los reyes católicos retomaron el cetro en Inglaterra y se vengaron muy poco cristianamente. La comunidad de las agustinas inglesas ha sido la única que ha subsistido en París y cuya casa ha sufrido las revoluciones sin mucho perjuicio. La tradición del convento decía que la reina de Inglaterra, Enriqueta de Francia, hija de nuestro Enrique IV y mujer del desgraciado Carlos I, había ido muy a menudo a rezar con su hijo Jacobo II en nuestra capilla y a curar las escrófulas de los pobres que seguían sus pasos. Un muro divisor separa este convento del colegio de las escocesas. El seminario de las irlandesas está cuatro puertas más lejos. Todas nuestras religiosas eran inglesas, escocesas o irlandesas. Los dos tercios de internas y externas, así como una parte de los padres que venían a oficiar, pertenecían también a esas naciones. Había horas del día en las que estaba prohibido a toda la clase decir una palabra en francés, cosa que era lo mejor para un estudio y un aprendizaje rápido de la lengua inglesa. Nuestras religiosas, con razón, no nos

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hablaban casi nunca en otro. Ellas tenían las costumbres de su clima, tomaban el té tres veces por día, admitiendo a las que habían sido buenas para tomarlo con ellas. El claustro y la iglesia estaban pavimentados con largas baldosas funerarias, bajo las cuales reposaban los restos venerados de los católicos de la vieja Inglaterra, muertos en el exilio y amortajados como favor en este santuario inviolable. Por todas partes, sobre las tumbas y sobre las murallas, había epitafios y sentencias religiosas en inglés. En la habitación de la superiora y en su recibidor particular, grandes y viejos retratos de príncipes o de prelados ingleses. La bella y galante María Estuardo, llamada santa por nuestras castas monjas, brillaba allí como una estrella. En fin, en esta casa todo era inglés, el pasado y el presente, y cuando una franqueaba la puerta, parecía como haber atravesado el canal de la Mancha. Para una paisana del Berry como yo, fue un asombro, un aturdimiento del que no me recuperé en ocho días. Fuimos recibidas primero por la superiora, señora Canning, una gruesa mujer entre los cincuenta y sesenta años, bella todavía en su físico santo, que contrastaba con su espíritu desarrollado. Se decía, con razón, mujer del gran mundo; tenía elocuentes maneras, la conversación fácil a pesar de su acento detestable, y una mirada más burlona y dura que recogida y santa. Siempre ha pasado por buena y como su ciencia del mundo hacía prosperar el convento, como sabía perdonar hábilmente, en virtud de su derecho de gracia que le reservaba, en última instancia, la útil y cómoda función de reconciliar a todo el mundo, era amada y respetada por las religiosas y por las pensionistas. Pero, desde el principio, su mirada no me gustó y tuve razón para creer después que ella era dura y maligna. Ha muerto en olor de santidad, pero yo creo no equivocarme al pensar que debió sobre todo a su hábito y a su gran aspecto venerable esta deferencia. Mi abuela, al presentarme, no pudo evitar el orgullo de ex-

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plicar que yo estaba muy bien instruida para mi edad y que me harían perder el tiempo si me ponían en la clase de las niñas. Estábamos divididas en dos secciones, la clase de las pequeñas y la clase de las grandes. Por mi edad, yo pertenecía realmente a la clase pequeña, que contenía una treintena de pensionistas de los seis a los trece o catorce años. Por las lecturas que me habían hecho hacer y por las ideas que ellas habían desarrobado en mi, pertenecía a una tercera clase que habría sido preciso crear para mí y para dos o tres más; pero yo no estaba habituada a trabajar con método, no sabía una palabra de inglés. Sabía mucho de historia y también de filosofía; pero, era muy ignorante o al menos estaba muy indecisa en el orden del tiempo y de los acontecimientos. Habría podido hablar de todo con los profesores, y hasta tal vez haber visto más claro y más avanzado que los que nos dirigían; pero cualquier doméstico del colegio me habría sabido enredar sobre la cuestión de la fe y no habría sido capaz de hacer un examen en regla sobre lo que se hubiera tratado. Yo lo sabía y me sentí muy aliviada al por decir a la superiora que, no habiendo recibido todavía el sacramento de la confirmación, debía entrar forzosamente en la clase pequeña. Era la hora del recreo; la superiora llamó a una de las niñas mas buenas de la clase pequeña, me confió a ella y me recomendó también, enviándome al jardín. Me puse inmediatamente a ir y venir, a mirar todas las cosas y todas las figuras, a husmear en todos los rincones del jardín como un pájaro que busca lugar para su nido. No me sentía en absoluto intimidada, a pesar de que todas me miraban. Me daba perfecta cuenta de que tenían mejores modales que yo; veía pasar y volver a pasar a las grandes, que no jugaban y sí charloteaban tendiéndose del brazo. Mi introductora me nombró a algunas; tenían grandes nombres aristocráticos que no me hicieron ninguna impresión, como puede figurarse. Me informó del nombre de, las avenidas, de las capillas y de los adornos del jardín. Me regocijó al saber que estaba

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permitido poseer un pequeño rincón en los macizos y cultivarlo a gusto. Este entretenimiento para las pequeñas, me dio la impresión de que la tierra y el trabajo no me faltarían. Se organizó un juego por parejas y me adscribieron a un bando. Yo no conocía las reglas del juego, pero sabía correr muy bien. Mi abuela vino a pasearse con la superiora y la ecónoma y pareció gustarle verme tan a gusto y contenta. Después, ella se dispuso a irse y me llevó al claustro para decirme adiós. El momento le parecía solemne y la excelente mujer se deshizo en lágrimas al abrazarme. Yo me emocioné un poco, pero pensó que era mi deber el contrariar a mi corazón y no lloré. Entonces, mi abuela, mirándome a la cara, me rechazó gritando: –¡Ah, corazón insensible, me abandonas sin apenarte, ya lo veo! Y salió con la cara entre sus manos. Me quedé estupefacta. Me parecía que había hecho mal no demostrándole debilidad y, según mi opinión, mi coraje, o mi resignación, debiera haberle sido agradable. Me volví y vi cerca de mi a la madre Alippe, una pequeña vieja redonda y buena, un excelente corazón femenino. –Y bien –me dijo con su acento inglés–, ¿qué ha pasado? ¿Has dicho algo a tu abuela que haya podido contrariarla ...? –No le he dicho nada –respondí yo—, y he creído mi deber el no decírselo. –Veamos –dijo, tomándome de la mano–, ¿tienes pena de estar aquí? Como ella tenía un acento franco que no engañaba, respondí sin titubear: –Sí, señora; a pesar mío me siento triste y sola en medio de personas que no conozco. Siento que aquí nadie puede amarme todavía y que ya no estoy con mi familia, que me quiere mucho. Por ello no he querido llorar delante de mi abuela, puesto que su voluntad es que me quede en donde ella me manda. ¿Es que me he equivocado?

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–No, mi niña –respondió la madre Alippe–; tu abuela posiblemente no ha comprendido. Vete a jugar, sé buena y se te querrá aquí tanto como te ama tu familia. Solamente, cuando vuelvas a ver a tu abuela, no olvides decirle que, si no mostraste pena al abandonarla, fue para no aumentar la suya. Volví al juego, pero el corazón me pesaba. Me parecía y todavía me parece que el movimiento de mi pobre abuela había sido muy injusto. Era por su culpa el que yo mirara el convento como una penitencia que ella me imponía, porque no se había olvidado, en los momentos en que me regañaba, de decirme que cuando yo estuviera allí, recordaría a Nohant y las pequeñas dulzuras de la casa paterna. Parecía como que estaba herida al verme aceptar el castigo sin resistencia ni pena. «Si es para mi bien para lo que estoy aquí –pensaba– sería ingrata estando a disgusto. Si es para castigarme, y bien, ya estoy castigada; ¿qué más quieren? ¿Qué sufra? Es como si me pegasen más fuerte porque no grito al primer golpe.» Mi abuela fue a cenar ese día con mi tío de Beaumont y le contó llorando que yo no había llorado. –¡Bueno, mucho mejor! –dijo él con su juicio filosófico–. Ya es triste estar en un convento; ¿querrías acaso que ella lo comprendiera? ¿Qué ha hecho de malo para que le impusieras la reclusión y las lágrimas de cocodrilo? Hermana, ya te lo he dicho: la ternura maternal es a menudo demasiado egoísta y nosotros hubiéramos sido muy desgraciados si nuestra madre hubiera amado a los niños como tú amas a los tuyos. A mi abuela le irritó mucho este sermón, se retiró temprano y no fue a verme sino al cabo de ocho días, a pesar de que me había prometido volver a los dos días de entrada en el convento. Mi madre, que vino antes, me contó lo que había pasado, dándome la razón, como de costumbre. Mi pequeña amargura interior aumentó: «Mi abuela sufre –pensó–; pero mi madre sufre también al hacérmelo saber; yo he sufrido por eso mismo, a pesar de

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que he creído tener razón. No he querido demostrar decepción alguna y creyeron que pretendía mostrarme orgullosa. Mi abuela me condena por eso, por ello mi madre me aprueba; ni la una ni la otra me han comprendido y veo bien que la aversión que se tienen me volverá injusta también y muy desgraciada seguramente, si me entrego ciegamente a una de las dos.» Allí mismo me congratuló de estar en el convento; sentía una necesidad imperiosa de descansar de todos esos desgarramientos interiores; estaba cansada de ser como una manzana de la discordia entre dos seres a quienes yo quería. Me hubiera hasta gustado que me olvidaran. Entonces acepté el convento y lo acepté tan bien que llegué a sentirme más feliz que nunca en mi vida. Creo que debí ser la única satisfecha entre todas las niñas que he conocido allí. Todas extrañaban a su familia, no solamente por ternura hacia sus padres, sino también por la libertad y el bienestar. Aunque yo era de las menos ricas y jamás había conocido el gran lujo, aunque éramos tratadas pasablemente en el convento, ciertamente había una gran diferencia entre la vida material de Nohant y del claustro. Por otro lado, la prisión, el clima de París, la continuidad absoluta de un régimen idéntico, que me parece funesto para los sucesivos desarrollos o las modificaciones continuas de la organización humana, me hicieron enfermar y decaer. A pesar de todo esto, pasé allí tres años sin recordar el pasado, sin aspirar al futuro y dándome cuenta de mi presente felicidad; situación que comprenderán todos aquellos que han sufrido y que saben que la única felicidad humana para ellos es la ausencia de los males excesivos; situación excepcional, sin embargo, para los hijos de los ricos y que mis compañeras no comprendían, cuando yo les aseguraba que no deseaba que mi actividad cesase. Estamos enclaustradas en toda la acepción de la palabra. No salíamos nada más que dos veces por mes y sólo dormíamos afuera el día de año nuevo. Teníamos vacaciones, pero yo no las

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tuve, porque mi abuela dijo que prefería no interrumpir mis estudios, con el propósito de dejarme menos tiempo en el convento. Ella abandonó París pocas semanas después de nuestra separación y no volvió hasta un año después; luego hizo otro viaje por un año más. Le había exigido a mi madre que no pidiese que me dejaran salir. Mis primos Villeneuve me ofrecieron su casa para los días de salida y escribieron a mi abuela para pedirselo. Por mi cuenta, le escribí rogándole no lo permitiera y osé decirle que no saliendo con mi madre, no quería ni debía salir con otras personas. Yo temblaba porque no me hiciese caso, y, aunque yo necesitaba y deseaba un poco las salidas, me había decidido a hacerme la enferma si mis primos venían a buscarme valiéndose de un permiso. Esta vez, mi abuela me aprobó y en lugar de hacerme reproches, otorgó a mi deseo unos elogios que me parecieron un poco exagerados. No había hecho otra cosa que cumplir con mi deber. Si bien pasé dos veces el año entero detrás de las rejas, teníamos y dábamos la misa en nuestra capilla; recibíamos las visitas particulares en el recibidor y tomábamos nuestras lecciones separadas del profesor por una serie de barrotes. Todos los lados del convento que daban a la calle estaban no solamente enrejados, sino cubiertos con piezas de tela. Realmente era una prisión, pero una prisión con un jardín y una sociedad numerosa. Creo que no me di cuenta en ningún momento de los rigores de la cautividad y que las minuciosas precauciones que tomaban para tenernos bajo llave e impedirnos tener únicamente la visión del exterior me hacían reír mucho. Esas precauciones eran el único estimulante del deseo de libertad, porque la calle FossdsSaint-Victor y la calle Clopin no eran nada tentadoras ni para un paseo y menos aún para la vista. Entre nosotras, no hubo ni una que pensase jamás en franquear sola la puerta de la habitación de su madre: casi todas, sin embargo, espiaban en el convento las rendijas de la puerta del claustro, o deslizaban miradas furtivas

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sobre las telas de las rejas. Desembarazarse de la vigilancia, descender de dos en dos las escaleras del patio y ver algún coche que pasase afuera, era la ambición y el sueño de cuarenta o cincuenta jóvenes locas y burlonas, quienes, al día siguiente, recorrían todo París con sus familias sin el menor placer, se deslizaban por el pavimento y miraban a los paseantes sin casi donarles fruto prohibido fuera del recinto conventual. Durante esos tres años, mi moral sufrió unas modificaciones enormes e imprevisibles que mi abuela contempló con mucha pena, como si al meterme allí no las hubiera ella misma previsto. El primer año, fui más que nunca la niña terrible que ya había comenzado a ser, porque una especie de desesperación o al menos de desesperanza en mis afectos, me empujaba a aturdirme y a rodearme de mi propia picardía. El segundo año pasó súbitamente a una devoción ardiente y agitada. Durante el tercero, me mantuve en un estado devoto, calmo, estricto y alegre. En el primer año, mi abuela me regañó mucho en sus cartas. Al segundo, se asustó de mi devoción mucho más que lo hubiera hecho de mi mutismo. Al tercero, pareció medio satisfecha y me manifestó cierto contento, no carente de inquietudes. Este es el resumen de mi vida en el convento, todos los detalles ofrecen algunas particularidades, en las cuales más de una persona de mi sexo reconocerá los efectos ya buenos, ya malos de la educación religiosa. Los contará sin la menor prevención y espero que con una sinceridad perfecta de espíritu y de corazón.

Era un conjunto de construcciones, de patios y de jardines que constituían una especie de ciudad, más que una casa particular. No había nada monumental, nada interesante para el anticuario. Después de su construcción, que no se remontaba nada más que a doscientos años, habían hecho tantos cambios, agregados o distribuciones sucesivas, que ya no se encontraba el antiguo carácter sino en muy pocas partes. Pero este conjunto heterogéneo tenía también su propio carácter, algo de misterioso y embarazoso como un laberinto; ese cierto encanto poético que las reclusas suelen poner en las cosas más vulgares. Me hizo falta un mes antes de saber estar sola; incluso después de mil exploraciones furtivas, no conocí jamás todas las vueltas y los escondrijos. La fachada, situada en la parte baja de la calle, no anuncia nada. Es algo grande, tosco y desnudo, con una pequeña puerta que se abre sobre una escalera de piedras grandes, derecha y carcomida. Tras subir diecisiete escalones (si no me falla la memoria), uno se encuentra en un pequeño patio pavimentado con baldosas y rodeado de construcciones bajas y derechas. De un lado, el gran muro de la iglesia; del otro, las construcciones del claustro. Un portero que vive en ese patio y cuya habitación está cerca de la puerta del claustro, abre a las personas de afuera un pasillo por el que se comunican con las del interior por medio de un torno, en el cual se depositan los paquetes, y de cuatro locutorios enrejados para las visitas. El primero está especialmente dedicado a las visitas que reciben las religiosas, el segundo está destinado a las lecciones particulares; el tercero, que es el más grande, es por el que las pensionistas ven a sus familias; el cuarto es en el que la superiora recibe a las personas del mundo, lo que no le impide tener un salón en otro cuerpo del edificio y un gran locutorio enrejado en el que ella se entretiene con los eclesiásticos o las personas de su familia, cuando tiene que tratar asuntos importantes o secretos.

*** Antes de contar mi vida en el convento, ¿no debería describir un poco el mismo? Los lugares que uno habita tienen tal influencia sobre los pensamientos, que es muy dificil separarlos de las reminiscencias.

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Esto es lo que los hombres y también las mujeres que no tienen un permiso particular para entrar en del convento. Entremos en ese interior tan bien guardado. La puerta del patio dispone de un postigo y se abre con un gran ruido al claustro sonoro. Este claustro es una galería cuadrangular, pavimentada con piedras sepulcrales con muchas cabezas de muerto, osamentas en cruz y requiescant in pace. Los claustros son abovedados, alumbrados por grandes ventanas de amplio marco que se abren a un alféizar que tiene su apoyo tradicional y sus flores. Una de las extremidades del claustro se abre sobre la iglesia y sobre el jardín, otra sobre el edificio nuevo en el que se encuentra: en el bajo, la gran clase; en el entresuelo, el taller de las religiosas, en el primero y en segundo, las células, y en el tercero, el dormitorio de las pensionistas de la clase pequeña. El tercer ángulo del claustro conduce a las cocinas, a las bodegas, después al edificio de la clase pequeña, que se alza frente a varios otros muy viejos que ya no existen, pues en mis tiempos ya amenazaban con derrumbarse. Era un dédalo de pasillos oscuros, escaleras tortuosas, pequeñas habitaciones separadas y unidas las unas a las otras por pequeñas mesas desiguales o por pasajes de planchas unidas. Era allí probablemente en donde se encontraba el resto de las construcciones primitivas, y los esfuerzos que habían sido hechos para unir esas construcciones con las nuevas testimoniaban una gran miseria en los tiempos de revolución o un gran mal gusto por parte de los arquitectos. Había galerías que no conducían a ninguna parte, aberturas por las que apenas se podía pasar, como se ven en los sueños en los cuales se recorren edificios raros que se van uniendo alrededor de uno ahogándolo con sus ángulos súbitamente, cerrados. Esta parte del convento escapa a toda descripción. Daré una mejor idea cuando cuente las locas exploraciones que nuestras locas imaginaciones de pensionistas nos hacían emprender. Por

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el momento, con decir que el uso de esas construcciones estaba en igual desarmonía que su unión, me bastará. Aquí, estaba el apartamiento de una pensionista; al lado, el de una alumna; más allá, una habitación en donde se estudiaba el piano; cerca, una lavandería, y después, habitaciones vacías o pasajeramente ocupadas por amigos de ultramar; y después, esos rincones sin nombre en los que las solteronas y, sobre todo las monjas, apilan misteriosamente una cantidad de objetos que se asombran de estar juntos, provisiones de ornamentos de iglesia con las cebollas, sillas rotas con botellas vacías, llaves herrumbradas con trapos, etc. El jardín era grande y plantado con unos magníficos castaños. Por un lado, continuaba el del colegio de las escocesas, del cual estaba separado por un muro muy alto; por el otro, estaba bordeado con pequeñas casas todas alquiladas a damas piadosas retiradas del mundo. A pesar de este jardín había todavía, delante del edificio nuevo, un patio doble plantado con verduras y bordeado de otras casas igualmente alquiladas a viejas matronas o a pensionistas de cuarto. Esta parte del convento terminaba en un lavadero y en una puerta que daba sobre la cable Boulangers. Esta puerta se abría solamente a las internas, que tenían, de ese lado, un locutorio para sus visitas. Después del gran jardín del que he hablado, había otro todavía más grande en el cual no entrábamos nunca y que servía para la consumición del convento. Era una inmensa huerta que lindaba con la de las damas de la Misericordia y que estaba lleno de flores, legumbres y magníficas frutas. A través de una reja enorme, veíamos las uvas doradas, los melones majestuosos y los bellos capullos empenachados; pero la reja era infranqueable y una se jugaba los huesos pretendiendo escalarla, cosa que no impidió a algunas de nosotras penetrar en la huerta por sorpresa dos o tres veces. No he hablado de la iglesia y del cementerio, los únicos lugares verdaderamente bellos del convento; lo haré en su mo-

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mento; encuentro que mi descripción general se ha hecho demasiado extensa. Para resumirla, diré que, entre religiosas, hermanas conversas, pensionistas, inquilinas, amas seculares y criadas, éramos cerca de ciento veinte o ciento treinta personas, alojadas de la manera más disparatada e incómoda; las unas, demasiado amontonadas en un determinado lugar; las otras, demasiado diseminadas en un espacio en el que diez familias podrían haber vivido con comodidad, aun cultivando un poco de tierra como entretenimiento. Todo estaba tan alejado, que se perdía un cuarto del día en ir y venir. No he hablado tampoco de un gran laboratorio en el que se destilaba agua de menta; de la habitación de los claustros, en la que se tomaban ciertas lecciones y que había servido de prisión a mi madre y a mi tía; del patio con gallinas que infectaba la clase pequeña ; de la clase trasera en la que se desayunaba; de las bodegas y subterráneos de los cuales tendría mucho que contar; en fin, de la clase delantera, del refectorio y del capítulo, porque no terminará jamás de hacer comprender, con todas esas distribuciones, lo poco que las religiosas entendían del ordenamiento lógico y de las comodidades en un alojamiento. Pero, en revancha, las celdas de las monjas eran de una limpieza encantadora y estaban llenas de esas menudencias que una devoción integra, corta, encuadra, ilumina y pone lazos con paciencia. En todos los rincones, la vida y el jazmín ocultaban la vetustez de las murallas. Los gallos cantaban a medianoche como en pleno campo, la campana tenía un bonito sonido argentino, como de voz femenina; en todos los pasajes, un nicho graciosamente moldeado en la muralla, se abría para enseñarnos una madona grasienta y amanerada del siglo XVIII; en el taller, bellas imágenes inglesas os representaban la caballeresca figura de Carlos I en todas sus edades y a todos los miembros de la real familia papista. Al fin, desde la pequeña candela que tembloteaba de noche en el claustro, hasta las pesadas puertas que, cada atar-

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decer, se cerraban a la entrada de los corredores con un ruido solemne y un chirrido ferruginoso lúgubre, todo poseía un cierto encanto poético y místico, ante el que tarde o temprano, yo me volvería sensible. Ahora recuerdo. Mi primer movimiento al entrar en la clase pequeña fue penoso. Estábamos encajonadas una treintena en una sala sin amplitud y altura suficientes. Los muros, revestidos de un espantoso papel amarillo huevo, el techo sucio y torcido, bancos, mesas y taburetes mal limpiados, una tosca estufa que largaba humo, un tosco crucifijo de plomo, un suelo todo roto; allí era en donde debíamos pasar los dos grandes tercios de la jornada, los tres cuartos en invierno, y estábamos en invierno precisamente. Rodear a la infancia con objetos agradables y nobles al mismo tiempo que instructivos, hubiera sido un detalle. Es preciso, sobre todo, no confiarla sino a los seres que se distinguen, ya por el corazón, ya por la inteligencia. No concibo, pues, cómo nuestras bellas religiosas, tan buenas y dotadas de nobles y suaves maneras, hubiesen puesto a la cabeza de la clase pequeña a una persona del talante, de figura y de maneras repulsivas, con un lenguaje y un carácter cambiantes. Sucia , horrible, bigotuda, irrascible, dura hasta la crueldad, sinuosa, vengativa, ella fué, desde el principio, un obgeto de disgusto moral y físico para mí, como ya lo era para todas mis compañeras. Hay naturalmente antipáticas que representan la aversión que inspiran y que no pueden jamás hacer el bien, cosa que evitan, porque alejan a las demás de la buena senda, nada más que prediciéndoles, y que se ven obligadas a hacer su propio saludo aisladamente, lo que constituye la cosa más estéril y menos piadosa del mundo. La señorita D.... pertenecía a este grupo. Sería injusta con ella si no dijese el pro y el contra. Era sincera en su devoción y rígida consigo misma; vivía en una exaltación que la hacía intolerante y detestable, pero que hubiera sido una especie de grandeza, si ella hubiera vivido en el desierto como los ana-

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coretas, de la fe que tenía. En sus conversaciones con nosotras, su austeridad se volvía feroz; gozaba castigando, regañaba voluptuosamente y en su boca, regañar era insultar o ultrajar. Era pérfida en sus rigores y fingía salir (cosa que nunca debió haber hecho en clase) para escuchar detrás de las puertas lo que decíamos sobre ella y sorprendernos con delicia «in fraganti» delito de sinceridad. Además, nos castigaba de la manera más tonta y humillante. Nos hacía, entre otras cosas, besar la tierra, por lo que ella llamaba nuestras malas palabras. Esto entraba en la disciplina del convento; pero las religiosas se contentaban con un simulacro y fingían no ver cuando nosotras nos besábamos la mano al bajarnos hacia las baldosas, mientras que la señorita D... nos empujaba al polvo y nos hubiera destrozado la cara, caso de no habernos resistido. Era fácil darse cuenta de que su personalidad dominaba a su rigidez y de que sentía una especie de rabia por ser odiada. En la clase, había una pequeña inglesa de cinco a seis años, pálida, delicada, enfermiza, un verdadero despojo, como decíamos en Berry para señalar al más magro y más frágil polluelo de la nidada. Se llamaba Mary Eyre y la señorita D... hacía lo que podía por interesarse en ella y hasta tal vez para amarla maternalmente. Pero había tan poco de esto en su naturaleza hombruna y brutal que no podía conseguirlo. Si la regañaba, la aterrorizaba o la irritaba hasta tal punto que se veía forzada en seguida, para no ceder, a encerrarla y pegarle. Si se humanizaba hasta juguetear y ser agradable con ella, era lo mismo que un oso con respecto a una ratita. La pequeña lloraba y se desesperaba siempre, ya por picardía propia, ya por cólera y desesperación. Era una lucha odiosa de la mañana a la noche, insoportable para ver y oír, entre esa malvada y gruesa mujer, y la tierna y desgraciada criatura; y todo esto amén de las reglas de conducta y los rigores a los que todas nosotras estábamos sometidas por turno. Yo había deseado entrar en la clase pequeña, por una modes-

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tia bastante común entre los niños cuyos familiares son demasiado presumidos; pero pronto me sentí humillada al estar bajo la férula de ese viejo padre castigador grosero. No estuve ni tres días ante su vista sin que me tomase tirria y sin que ella me hiciera comprender que tenía una naturaleza tan violenta como la de Rose, menos la franqueza, el afecto y la bondad de corazón. Después de la primera mirada fija con la que me honró, me dijo: –Me pareces una persona bastante disipada. Desde ese momento, me encasilló entre sus más grandes antipatías; porque la alegría le hacia mal, las risas infantiles le hacían rechinar los dientes, la salud, el buen humor, la juventud, en una palabra, eran crímenes espantosos para sus ojos. Nuestras horas de esparcimiento y recreo eran aquellas en las que una religiosa tomaba la clase en su lugar, pero eso sólo duraba una o dos horas como máximo al día. Era una equivocación por parte de nuestras religiosas, la de ocuparse tan poco de nosotras directamente. Las amábamos; tenían todas distinción, encanto y solemnidad, algo de dulce y grave, fuera de su apariencia y hábito, que nos calmaba como por encanto. Su enclaustramiento, su renunciamiento al mundo y a la familia eran el único lado útil a la sociedad, que les inducía a poder consagrarse a formar nuestros corazones y espíritu, y esta empresa les hubiera resultado fácil si se hubieran dedicado a ella por completo; pero pretendían no tener tiempo y, en efecto, no lo tenían, a causa de las largas horas que dedicaban a los oficios y a las plegarias. He aquí el lado malo de los conventos de niñas. Empleaban lo que llaman amas seculares, especies de peones femeninos que hacían el papel de apóstoles delante de las religiosas y que embrutecían o exasperaban a las niñas. Nuestras religiosas habrían merecido mucho más a Dios, a nuestras familias y a nosotras, si hubiesen sacrificado a nuestra felicidad y, para hablar en su estilo, a nuestra salvación una parte del tiempo que ellas consagraban con egoísmo para trabajar por la suya.

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La religiosa que relevaba de tiempo en tiempo a esas damas era la madre Alippe: era una pequeña monja redonda y rosada como una manzana demasiado madura que comienza a partirse. No era tierna, pero era justa y aunque no me trataba muy bien, yo la amaba como las demás. Encargada de nuestra instrucción religiosa, me preguntó el primer día sobre el lugar en el que las almas languidecían, las de los niños muertos sin bautizo. Yo no tenía idea en absoluto, sabía que debía haber un lugar para el castigo o exilio de esas pobres pequeñas criaturas, y respondí audazmente que iban al seno de Dios. –Pero, ¿en qué estas pensando y qué dices, desgraciada criatura? –me dijo la madre Alippe–. No me has entendido. Te pregunto ¿adónde van las almas de los niños muertos sin bautizo? Me quedé callada. Una de mis compañeras, apiadándose de mi ignorancia, me sopló bajito: – ¡Al limbo! Como era inglesa, su acento me embrolló y creí que se estaba burlando de mi. –¿Al Olimpo? –le pregunté en voz alta, dándome vuelta y riéndome. ¡Qué vergüenza! –exclamó la madre Alippe–, ¿te ríes del catecismo? –Perdón, madre Alippe –le respondí yo–, no lo he hecho a propósito. Como lo había dicho sinceramente, recuerdo que se calmó. –Bien –dijo–, puesto que ha sido a pesar tuyo, no besarás el suelo, pero haz la señal de la cruz para recogerte y tranquilizarte. Desgraciadamente, yo no sabía hacer la señal de la cruz. Era culpa de Rose, que me había enseñado a tocarme el hombro derecho antes que el izquierdo, y mi viejo cura no se había dado cuenta jamás. Ante enormidad semejante, la madre Alippe frunció el ceño:

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–¡ Es que usted lo hace a propósito, miss! –¡Ay!, no, señora – Recomience otra vez esa señal de la cruz. –¡Ya está, madre! – ¡otra vez! Muy bien. ¿Y después? ¿Así lo hace usted siempre? –Mi Dios, ¡si! –¡Mi Dios! ¡Ha dicho usted mi Dios! ¡Jura! No lo creo. ¡Ah!, desgraciada, ¿de dónde sale usted? ¡Es una pagana, una verdadera pagana! ¡dice que las almas van al Olimpo; hace el signo de la cruz de derecha a izquierda y dice ¡mi Dios!, ¡fuera de la oración! ¡aprenderá el catecismo con Mary Eyre! Todavía sabe más que usted! Confieso que no me sentí humillada; me mordí los labios y me apreté la nariz para no reírme; pero la religión del convento me pareció algo tan tonto y ridículo que resolví aprenderla a mi gusto y, sobre todo, no tomármela jamás en serio. Me equivocaba. Mi día llegaría, pero no llegó mientras estuve en la clase pequeña. Estaba allí en un medio absolutamente impropio para el recogimiento y ciertamente nunca hubiera llegado a ser piadosa y me hubiera quedado bajo el yugo odioso de la señorita D... y bajo la férula un poco pedante de la buena madre Alippe. Yo no tenía un partido tomado al entrar en el convento. Me inclinaba más hacia la docilidad que hacia la rebeldía. Ya se ha visto que llegué allí sin ánimo y sin pena; sólo deseaba someterme a la disciplina general. Pero, cuando vi esta disciplina tan tonta en miles de aspectos y tan malamente prescripta por la D... me tapé los oídos y me alisté resueltamente en el campo de los diablos». Así llamaban a las que no eran ni querían ser devotas. Estas –últimas eran llamadas las «buenas». Había una variedad intermedia que llamaban las «brutas» y que nunca tomaba partido por nadie, riéndose a mandíbula batiente de las picardías de los «diablos», bajando los ojos y callándose inmediatamente cuando aparecían las amas o las «buenas» y no olvidándose decir siempre que había peligro: «¡Yo no he sido!»

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Ay «¡Yo no he sido!» de las brutas egoístas, algunas completamente cobardes tomaron la costumbre de agregar: «Ha sido Dupin o G...» Dupin era yo; G.... era otra cosa., era la más sobresaliente figura de la clase pequeña y la más excéntrica de todo el convento. Era una irlandesa de once años, mucho más grande y fuerte que yo con mis trece. Su voz plena, su figura franca y osada, su carácter independiente e indomable le habían atraído el nombre de «muchacho»; y aunque era una mujer que después fue muy bella, por el carácter no pertenecía a nuestro sexo. Era la fiereza y la sinceridad mismas, una naturaleza verdaderamente bella, una fuerza física casi viril, un coraje más que viril, una inteligencia extraña, una completa ignorancia de la coquetería, una actividad exuberante, un profundo desprecio por todo lo que era falso y cobarde en la sociedad. Tenía muchos hermanos y hermanas: dos de ellas en el convento, una (Marcella), excelente persona, se ha quedado soltera, y la otra (Henriette), por aquel entonces una criatura muy amable, se ha convertido en la señora Vivien. Mary G... (el «muchacho») estaba ausente por haberse indispuesto cuando yo entré en el convento. Me hicieron de ella un retrato espantoso. Era el terror de las «brutas» y naturalmente éstas se me habían acercado para empezar. Las «buenas» me habían probado, y como temían al ruido y a la petulancia de Mary, trataron de ponerme en guardia contra ella. Algunas taimadas decían misteriosamente que creían firmemente que era un muchacho y que su familia quería absolutamente hacer de él una niña. Rompía todo, atormentaba a todo el mundo, era más fuerte que el jardinero; no permitía a las laboriosas trabajar; era un huracán, una peste ¡desgraciado aquel que se le opusiese! «Ya veremos –pensaba yo–; soy fuerte también; no soy vaga y me gusta que me dejen hablar y pensar como yo quiero.» Sin embar-

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go, la esperaba con una especie de ansiedad. No hubiera querido sentirme como una enemiga, ni aun antipática, entre mis compañeras. Ya era suficiente con la D..., el enemigo común. Mary llegó y desde el primer vistazo su rostro sincero me fue simpático. «Parece buena –me dije–; nos entenderemos.» Pero a ella le correspondía, como más antigua, iniciar la relación. La esperé muy tranquilamente. Debutó con burlas. –¿La señorita se llama Del Pan, se llama Aurora, sol naciente? (1). Lindos nombres! ¡Linda cara! Tiene la cabeza como un caballo sobre la espalda de una gallina. Sol naciente, me arrodillo delante de ti; quiero ser el tornasol que salude, tus primeros rayos. Parece ser que tomamos al limbo por el Olimpo; ¡a fe mía, una hermosa educación que promete diversión! Toda la clase estalló en risas. Sobre todo, las «brutas» reían a mandíbula batiente. Las «buenas» estaban a sus anchas viendo a dos diablos y no creyendo en su asociación. Yo me reí tanto como las otras. Mary vio en seguida que yo no estaba despechada porque no tenía vanidad. Continuó burlándose, pero sin acritud, y, una hora después, me dio un golpe en la espalda como para matar a un buey, que yo se lo devolví sin pestañear y riéndome. –¡Esto es bueno! –dijo frotándose el hombro–. Vámonos a pasear. –¿Adónde? –A cualquier parte con excepción de la clase. –¿Cómo hacer? –¡Es bien fácil! Mírame y haz lo mismo. Nos estábamos levantando para cambiar de mesa y la madre Alippe entraba con sus libros y sus cuadernos. Mary aprovechó el movimiento sin tomar la más mínima precaución; sin embar(1) Juego de palabras con el nombre de Aurore Dupin.

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go, nadie la observó. Franqueó la puerta y se fue a sentar al claustro desierto, al cual, tres minutos después, llegué yo sin más ceremonias. –¿Ya estás aquí? –dijo ella–; ¿Qué has inventado para poder salir? –Nada, he hecho lo que te he visto hacer. –¡Está muy bien! –agregó–. Hay algunas que inventan historias, que piden permiso para ir a estudiar el piano, para ir a curarse la nariz, o que pretenden querer ir a rezar santamente a la iglesia; son pretextos que se usan y mentiras inútiles. Yo he suprimido la mentira, porque es una cobardía. Salgo, entro; me preguntan, no respondo. Me castigan, no me importa, y hago todo lo que quiero. –Eso me gusta. –Entonces, ¿eres diabla? –Quiero serlo. –¿Tanto como yo? –Ni más ni menos. –¡Aceptada! –dijo ella, dándome un apretón de manos–. Entremos ahora y quedémonos tranquilas delante de la madre Alippe. Es una buena mujer; guardémonos para la D... Todas las tardes, fuera de clase, ¿entiendes? –¿Qué es eso de fuera de clase? –Los recreos de la tarde en la clase, bajo la mirada de la D..., son muy aburridos. Nosotras desaparecemos al salir del refectorio y no volvemos a entrar hasta la plegaria. Algunas veces, la D. ni se da cuenta; mas a menudo, está encantada porque así goza injuriándonos y castigándonos cuando volvemos a entrar. El castigo es tener en la cabeza, durante todo el día siguiente, su gorro de dormir, aun en la iglesia. En este tiempo es agradable y excelente para la salud. Las religiosas que te encuentran así, hacen la señal de la cruz y exclaman: Shane!, shame! (1), esto no

hace daño a nadie. Cuando una tiene demasiados gorros de noche en la quincena, la superiora te amenaza con no dejarte salir. Pero ella se deja convencer por la familia o se olvida. Cuando el gorro de noche es ya un estado crónico, se decide a encerrarte; pero, ¿qué importa? ¿No vale mucho más renunciar a un día agradable que aburrirse voluntariamente todos los días de la vida? —Está muy bien razonado; pero la D..., ¿qué hace cuando odia en exceso? –Te injuria como una verdulera, pues no es otra cosa. No se le contesta y monta en cólera todavía más. –¿Pega? Se muere de ganas, pero no tiene pretextos suficientes, porque hay unas que tiemblan delante de ella como las «buenas» y las «brutas», y otras, como nosotras, la desprecian y se callan. –¿Cuántos diablos somos en clase? –No muchos en estos momentos, y ya era tiempo de que tú llegases para reforzarnos un poco. Está Isabelle, Sophie y nosotras dos. Todas las demás son «brutas» o «buenas». Entre las buenas están Louise de la Rochejaquelein y Valentine de Gouy, quienes tienen el mismo espíritu que los diablos y que son buenas, pero nada osadas como para abandonar así la clase. Pero estate tranquila, hay otras en la clase grande que salen también y con las que esta tarde nos reuniremos. Mi hermana Marcella viene a veces. –Y, entonces, ¿qué se hace? –Ya lo verás, esta tarde serás iniciada. Aguaré el atardecer y la cena con una gran impaciencia. Al salir del refectorio teníamos recreo. En el verano, las dos clases se mezclaban en el jardín. En el invierno (y estábamos en invierno) cada clase entraba en la suya, las grandes en su bella y espaciosa sala de estudios; nosotras en nuestro triste local, en el que la D.... nos obligaba a «entretenernos tranquilamente», vale decir, a no entretenernos en absoluto. La salida del refectorio traía consigo un momento de confusión y yo admiré cómo los diablos

(1) ¡Vergüenza, vergüenza!

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de las dos clases se arreglaban para producir el pequeño desorden, gracias Al cual una se escapaba fácilmente. El claustro estaba alumbrado nada más con una pequeña lámpara que dejaba a las tres galerías en una casi oscuridad. En lugar de caminar derecho para llegar a la clase pequeña, nos quedábamos en la galería de la izquierda y dejábamos desfilar la tropa; éramos libres. Me encontré entonces en las tinieblas con mi amiga G... y los otros diablos que ya me había anunciado. Sólo recuerdo a las que nos acompañaron aquella tarde, Sophie e Isabelle. Eran las más grandes de la clase pequeña. Tenían dos o tres años más que yo, eran dos niñas encantadoras. Isabelle, rubia, grande, fresca, más agradable que bonita, con un carácter alegrísimo, más burlona que buena, notable sobre todo por el talento, la facilidad y la abundancia de su dibujo. Estaba seguramente dotada con un notable genio para el dibujo. Ignoro en qué se convirtió ese don natural; pero pudo haberlo hecho un nombre y una fortuna si hubiese sido educado. Poseía lo que ninguna de nosotras, lo que no tienen generalmente las mujeres, lo que no nos enseñaban en absoluto, aunque tuviésemos un profesor de dibujo: sabía realmente dibujar. Podía componer felizmente cualquier cosa complicada, creaba de golpe y aparentemente sin pensar cantidades de personajes con verdadero movimiento, todos cómicos con una cierta gracia, agrupados con una especie de maestría. No le faltaba inteligencia, pero el dibujo, la caricatura, la loca composición, le servían principalmente para manifestar esa inteligencia a la vez meditativa y espontánea, novelesca, fantástica, satírica y entusiasta. Tomaba un pedazo de papel y con una pluma o un pedazo de lápiz que el ojo a penas podía seguir, mareaba allí dentro centenas de figuras bien delineadas, sabiamente dibujadas y todas bien referidas al sujeto, que siempre era original, aunque a menudo, bastante extraño. Eran procesiones de monjas que atravesaban un claustro gótico

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o un cementerio al claro de luna. Las tumbas se destapaban en su cercanía, los muertos en sus sudarios comenzaban a agitarse. Salían, cantaban, tocaban varios instrumentos, tomaban de la mano a las monjas, haciéndolas bailar. Las monjas tenían miedo, las unas se salvaban gritando, las otras se enardecían, comenzaban a bailar, dejando caer sus velos, sus mantos y se perdían dando vueltas y cabriolas con los espectros de la noche brumosa. Otras veces eran religiosas falsas, que tenían los pies de cabra o botas de estilo. Luis XIII, con enormes espadas marcándose bajo sus hábitos, que se movían con movimientos imprevistos. El romanticismo todavía no había sido descubierto y ya nadaba ella en pleno, sin saber lo que estaba haciendo. Su viva imaginación le había procurado cien tipos de danzas macabras, a pesar que jamás había escuchado hablar de ellas y que sólo las conocía por el nombre. La muerte y el diablo jugaban todos los papeles, todos los posibles personajes en esas composiciones burlonas y terribles. Y después, también dibujaba escenas del convento, caricaturas chocantes de todas las religiosas, de todas las pensionistas, de las criadas, de los maestros de ceremonias, de los profesores, de las visitas, de los curas, etc. Ella era el fiel relator eternamente fecundo de todos los pequeños acontecimientos, de todas las mixtificaciones, de todos los pánicos, de todas las batallas, de todos los entretenimientos, de todos les aburrimientos de nuestra vida monástica. El incesante drama de la señorita D... con Mary Eyre le proveía todos los días veinte páginas, cada una de ellas más verídicas, burlonas y locas. En fin, una no se cansaba nunca de verla inventar, porque ella misma estaba inventando continuamente. Como creaba a veces a la deriva, a todas horas, durante las lecciones, bajo la mirada misma de nuestras vigilantes, no tenía con frecuencia el tiempo suficiente de romper la hoja, de escondérsela en las manos o tirarla por la ventana y al fuego, para escapar a cualquier sorpresa que le hu-

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biera acarreado vivas reprimendas o severos castigos. ¡Cuántas de sus obras maestras desconocidas habrá devorado la estufa de la clase pequeña! No sé si el recuerdos retrospectivo me exagera el mérito que tenían sus dibujos, pero me parece que todas sus creaciones sacrificadas una vez producidas hubieran sorprendido e interesado a un verdadero maestro. Sophie era la amiga íntima de Isabelle. Era una de las más lindas y la persona más graciosa del convento. Su figura fina, ligera y redondeada al mismo tiempo, adoptaba poses de una languidez británica, libres de la torpeza típica de los isleños. Tenía un cuello redondo, fuerte y alargado, con una pequeña cabeza cuyos movimientos ondulantes estaban llenos de encanto; los ojos más bellos del mundo, la frente recta, corta y obstinada, inundada con un bosque de cabellos castaños y brillantes; su nariz era fea, pero no conseguía destruir su rostro encantador. Tenía una boca, cosa bien rara entre las inglesas, una boca de rosa literalmente cubierta de pequeñas perlas, una frescura admirable, la piel aterciopelada, muy blanca para ser una piel morena. En fin, se la llamaba la joya. Era buena y sentimental, exaltada para con sus amistades, implacable para con sus aversiones, pero no manifestándolas sino con un mudo e invencible desdén. Era adorada por muchas, pero sólo se dignaba amar a unas elegidas. Sentí por ella e Isabelle una gran ternura que me fue devuelta con más protección que entusiasmo. Era lógico. Yo era una niña para ellas. Cuando estuvimos reunidas en el claustro, vi que todas estaban armadas, unas con palos y otras con atizadores. Yo no tenía nada y tuve el coraje de volver a entrar en la clase, apropiarme de una barra de hierro que servía para atizar la estufa y volver cerca de mis cómplices sin ser notada. Entonces, se me inició en el gran secreto y partimos en nuestra expedición. Este gran secreto era la leyenda tradicional del convento,

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una fantasía que se transmitía de año en año y de diablo en diablo después de dos siglos; una ficción novelesca que bien pudo tener algún fondo de realidad en un principio, pero que no se mantenía ciertamente, nada más que por necesidad de nuestras imaginaciones. Se trataba de «libertar a la víctima». Había en alguna parte una prisionera, también se decía que hasta varias prisioneras, encerradas en un reducto impenetrable, ya fuese una celda oculta y tapiada en el espesor de las murallas, ya una guarida situada en algunas de las vueltas de los inmensos subterráneos que se extendían bajo el monasterio y bajo una gran parte del barrio Saint Victor. Había, en realidad, unas bodegas magníficas, una verdadera ciudad subterránea a la cual jamás le habíamos visto el fin y que ofrecía varias salidas misteriosas sobre diversos puntos del vasto convento. Se aseguraba que esas bodegas iban, muy lejos de allí, a desembocar en las excavaciones que se prolongan sobre una gran parte de París y sobre los campos linderos hasta Vincennes. Decían que siguiendo las bellas bodegas de nuestro convento se podía llegar hasta las catacumbas, las carreras, el palacio de las termas de Juliano, ¡qué sé yo! Estos subterráneos eran la nave de un mundo tenebroso, terrible, misterioso, un inmenso abismo cavado bajo nuestros pies, cerrado con puertas de hierro y cuya exploración era tan peligrosa como el descenso a los infiernos de Eneas o de Dante. Por ello, era preciso absolutamente penetrar a pesar de las numerosas dificultades de la empresa y de los castigos terribles que hubiera provocado el descubrimiento de nuestro secreto. Llegar a ver los subterráneos era una de esas fortunas inesperadas que sólo llegan una vez, dos veces cuanto más en la vida de un «diablo» después de años enteros de perseverancia y de secreto. Entrar por la puerta principal era algo en lo que ni se debía pensar. Esta puerta estaba situada en los bajos de una larga escalera, Al lado de las cocinas, que eran también unas bodegas y en donde siempre estaban las hermanas conversas.

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Pero estábamos persuadidas de que se podía entrar en los subterráneos por otros lugares, hasta por los techos. Según nosotras, toda puerta condenada, todo rincón oscuro en cualquier escalera, toda muralla que sonase a hueco, podía estar en comunicación misteriosa con los subterráneos y buscamos de buena fe esa comunicación hasta debajo del tejado. Yo había leído con delicia y terror, en Nohant, El castillo de los Pirineos, de la señora Radcliffe. Mis compañeras tenían en la cabeza muchas leyendas escocesas e irlandesas capaces de hacer poner los cabellos de punta. El convento tenía también con profusión sus historias sobre dramas lamentables, aparecidos, ocultaciones, apariciones inexplicables, ruidos misteriosos. Todo eso y la idea de descubrir al fin el secreto formidable de la «víctima» encendía de tal manera nuestras locas imaginaciones, que creímos hasta escuchar gemidos, suspiros que partían debajo de las losas o por las fisuras de las puertas y los muros. Henos ahí, entonces, lanzadas, mis compañeras por centésima vez, yo por primera, a la búsqueda de esa cautiva oculta que languidecía quién sabe dónde, pero que en alguna parte tenía que ser y que nosotras, tal vez, estábamos destinadas a descubrir. ¡Debía ser viejísima, después de tantos años en que se la había buscado en vano! Podía tener fácilmente doscientos años, pero a nosotras esto no nos importaba. La buscamos, la llamamos, pensamos en ella sin cesar y jamás desesperamos. Esa noche me llevaron a la parte edificada que ya he descrito, la más antigua, la más fea, la más excitante para nuestras exploraciones. Nos metimos en un pequeño corredor bordeado con una rampa de madera y que daba sobre una caja vacía sin uso conocido. Una escalera, igualmente bordeada por una rampa, descendía hacia esa región ignorada, pero una puerta de encima impedía la entrada de la escalera. Era preciso bordear el obstáculo pasando de una rampa a otra y caminando sobre la cara exterior de las balaustradas carcomidas. Debajo, había un

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vacío sombrío cuya profundidad no podíamos apreciar. Sólo teníamos una pequeña bujía, que no aclaraba nada más que los primeros escalones de la escalera misteriosa. Era un juego como para habernos roto los huesos. Isabelle pasó la primera con la resolución de una heroína. Mary, con la tranquilidad de un profesor de gimnasia; las demás con más o menos habilidad, pero todas con suerte. Estábamos al fin en esa escalera tan bien defendida. En un instante, estuvimos abajo y con más alegría que sorpresa, nos encontramos en un espacio cuadrado situado sobre la galería, un verdadero escondrijo. Nada de puertas, ni de ventanas, ni de destino explicable para esa especie de vestíbulo sin uso. ¿Para qué entonces una escalera que desembocaba en eso? ¿Por qué una puerta sólida y encadenada para cerrar una escalera? Dividimos en varios pedazos la pequeña bujía y cada una examinó un lado. La escalera era de madera. Debía haber un escalón secreto que se abriese a un pasaje, a una nueva escalera o a una trampa escondida. Mientras que unas exploraban la escalera y trataban de separar las viejas tablas, otras palpaban el muro y buscaba un botón, un anillo, una marea, uno de esos miles detalles que en las novelas de Radcliffe y en las crónicas viejas, hacen mover una piedra, dar vuelta una pared, abrir una entrada cualquiera hacia las regiones desconocidas. Pero, ¡ay!, nada encontramos. El muro era liso y reforzado con yeso. Al golpearlo sonaba sordamente, ninguna baldosa se levantaba, la escalera no revelaba ningún secreto. Isabelle no se descorazonó. En el más profundo ángulo que daba sobre la escalera, ella declaró que la muralla sonaba a hueco; golpeamos; verificamos el hecho. –¡Aquí es!, gritamos. Allí debe haber un pasaje, el de la famosa víctima. Por allí se debe bajar al sepulcro que encierra a seres vivos. Acercamos la oreja al muro y no escuchamos nada, pero

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Isabelle afirmó que ella oía lamentos confusos, ruidos de cadenas. ¿Qué hacer? –Es muy simple –dijo Mary–; hay que demoler el muro. Todas nosotras podemos hacer un agujero. Nada nos parecía tan fácil; y ya comenzamos a trabajar en aquel muro: las unas, ensayando a vencerlo con sus palos; las otras, escarbando en él con sus barras y sus atizadores, sin pensar que atormentando de esa forma a las pobres murallas temblorosas, corríamos el riesgo de hacer derrumbar el edificio sobre nuestras cabezas. Felizmente no podíamos hacerle mucho mal, porque no podíamos golpear sin atraer a cualquiera por el ruido repiqueteante de los palos. Debíamos contentarnos con arañar y cavar. Y ya habíamos conseguido separar bastante yeso y piedras cuando sonó la hora de las plegarias. Sólo teníamos tiempo para recomenzar nuestra peligrosa escalada, de apagar nuestras luces, de separarnos y de volver a entrar en nuestras clases sigilosamente. Aplazamos para el día siguiente la empresa y el encuentro se fijó en el mismo lugar. Las que llegasen primero no esperarían a las que un castigo, o una vigilancia inusitada, impidiera acudir. Se trabajaría cavando el muro, con el esfuerzo de cada una. Habría trabajo para el día siguiente. No existía el peligro de que se dieran cuenta, porque nadie bajaba jamás a semejante escondrijo abandonado a las ratas y a las arañas. Nos ayudamos las unas a las otras para hacer desaparecer el polvo y el yeso con los que estábamos cubiertas, volvimos al claustro y entramos en nuestras clases respectivas cuando todo el mundo se arrodillaba para la plegaria. No recuerdos ya si aquel día fuimos castigadas. Lo fuimos tan a menudo, que ningún hecho de ese género toma características particulares recordándolo. Pero también muy a menudo, pudimos seguir impunemente nuestra obra. La señorita D... tejía, al atardecer, parloteando y peleándose con Mary Eyre. La clase estaba oscura y creo que ella no tenía buena vista. Tanto daba, porque con la rabia del espionaje, no tenía el

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don de la clarividencia y siempre nos era muy fácil escapar. Una vez que nos encontrábamos fuera de la clase, ¿dónde pescarnos en esa ciudad que llamábamos convento? La señorita D... no tenía ningún interés en hacer un escándalo y denunciar nuestras frecuentes escapadas de la comunidad. Hubieran reprochado no haber sabido impedir lo que reprobaba. Éramos absolutamente indiferentes con respecto al gorro de dormir y a las furibundas declamaciones de esa amable persona. La superiora, que era políticamente muy indulgente, no se dejaba fácilmente persuadir para no dejarnos salir. Sólo ella tenía el derecho de pronunciar ese supremo anuncio. La disciplina era entonces muy poco rigurosa, a pesar del carácter maligno de la cuidadora. La persecución del gran secreto, la búsqueda del escondrijo duró todo el invierno que yo pase en la clase pequeña. El muro fue notablemente socavado, pero sólo conseguimos llegar hasta unos soportes de madera, delante de los cuales nos fue preciso pararnos. Buscamos, sin embargo, todavía, husmeamos en veinte lugares diferentes, siempre sin conseguir el mínimo éxito, siempre también sin perder la esperanza. *** No dejaré la clase pequeña sin hablar de dos pensionistas a las que quise mucho, a pesar de que no estuvieron clasificadas en el grupo de los diablos. Tampoco estaban en el grupo de las buenas; menos aún entre el de las brutas, porque eran dos inteligencias muy notables. Ya las he nombrado: eran Valentine de Gouy y Louise de la Rochejaquelein. Valentine era una niña, sólo tenía nueve o diez años, si la memoria no me engaña; y como era pequeña y delicada, no parecía mayor que Mary Eyre y Helen Kelly, las dos chiquitinas de la clase pequeña en aquella época. Pero esta criatura era muy superior a su edad y uno podía pasarlo tan bien con ella, como con

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Isabelle o Sophie. Aprendía todas las cosas con una maravillosa facilidad. Estaba por otra parte tan adelantada en sus estudios como las grandes. Tenía un espíritu encantador, mucha franqueza y bondad. Mi cama estaba cerca de la suya en el dormitorio y me gustaba cuidarla como si se hubiera tratado de mi hija. Al otro lado, estaba la pequeña Susana, hermana de Sophie, a quien todavía yo cuidaba más porque estaba continuamente enferma. El otro afecto que dejé en la clase pequeña, pero que no tardó en reunirseme en la grande, Louise, era la hija de la marquesa de la Rochejaquelein, viuda del señor de Lescure, la misma que ha dejado unas Memorias muy interesantes sobre la primera Vende. Creo que el personaje político que representa en la asamblea nacional el matiz de un partido realista con ideas más caballerescas que positivas es el hermano de esta Louise. Su madre ha sido ciertamente una heroína de novela histórica. Esta novela verdadera, contada por ella, ofrece unas narraciones muy dramáticas, muy bien vividas y sumamente patéticas. La situación de Francia y de Europa me es completamente desconocida ; pero, el punto de vista realista aceptado, es imposible de juzgar mejor su propio partido, de pintar mejor al fuerte y al débil, al bueno y al lado malo de los elementos de la lucha. Este libro es el de una mujer de corazón y espíritu. Quedarían entre los documentos menores y útiles de la época revolucionaria. La historia ha hecho ya justicia sobre los errores de hecho y sobre las ingenuas exageraciones del espíritu partidario que ya no existen; pero se beneficiará con las curiosas revelaciones de un juicio recto y de un espíritu sincero que señalan las causas de la muerte de la monarquía, dándose por entero con heroísmo al mismo tiempo, a esta monarquía expirante. Louise poseía el corazón y el espíritu de su madre, el coraje y un poco de la intolerancia política de los viejos chouanes (1), mu-

cho de la grandeza y poesía de los campesinos belicosos en medio de los cuales había sido educada. Yo había leído ya el libro de la marquesa, que se había publicado recientemente. No compartía sus opiniones; pero no las combatí jamás, sentía el respeto que yo debía a la religión de su familia, y sus escritos animados, sus descripciones encantadoras de las costumbres y los aspectos de aquella selva política, me interesaron vivamente. Algunos años más tarde he estado en su casa una vez y he visto a su madre. Como esa visita me impresionó mucho, contaré aquí lo que pasó, en ella. No recuerdo en dónde estaba situada la casa. Era un gran hotel del barrio Saint-Germain. Llegué modestamente en coche de alquiler, de acuerdo a mis medios y costumbres, y ordené detenerlo delante de la puerta, que no se abría para tan insignificantes visitantes. El portero, que era un viejo empolvado de buena casa, quiso detenerme. – Perdón –le dije–, voy a la casa de la señora de la Rochejaquelein. –¿Usted? me contestó mirándome despreciativamente porque yo llevaba un abrigo y un sombrero sin flores ni encajes. ¡vamos, entre! Y se encogió de hombros como diciendo: «¡estas gentes reciben a cualquiera!» Traté de empujar la puerta situada detrás de mí. Era tan pesada que no pude lograrlo con la fuerza de mis dedos. No quería quitarme los guantes, así que no insistí; pero como ya había subido los primeros escalones de la escalera, el viejo cancerbero corrió detrás de mí. –¿Y su puerta? –me gritó. –¿Qué puerta? – ¡La de la calle! –¡Ah, perdón! –le dije riendo–, es su puerta y no la mía. Se fue gruñendo a cerrarla y me pregunté si sería tan mal

(1) Integrantes del movimiento político francés de la Chouancrie, campesinos de la Vendóe, que en 1793 se insurreccionaron contra la república francesa.

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recibida por los ilustres lacayos de mi compañera de infancia. Al encontrar muchos en la antecámara, vi que había gente y pregunté por Louise. Yo estaba en París nada más que por dos o tres días; deseaba responder al expreso deseo de mi amiga, que quería abrazarme y sólo pretendía conversar algunos minutos con ella. Vino a buscarme y me llevó al salón con la misma alegría y la misma cordialidad de siempre. En donde me hizo sentar, cerca de ella, no había otra cosa que gente joven, sus hermanas o sus amigas. Enfrente, las personas serias estaban alrededor del sillón de su madre, que se encontraba como aislada. Me desilusionó mucho al ver que el aspecto de la heroína de la Vende, era el de una mujer gruesa, muy colorada y con una apariencia bastante vulgar. A su derecha, se encontraba de pie un campesino. Había venido desde su pueblo para verla y para ver París, y había almorzado con la familia. Era, sin duda, un hombre «ilustrado» y hasta posiblemente un héroe de la última Vendée. No pude entender su edad de primera impresión y Louise, a quien le pregunté, me dijo simplemente: Es un hombre valiente. Estaba vestido con un pantalón grueso y una chaqueta redonda. Llevaba una especie de echarpe blanco en el brazo y un viejo estoque le golpeaba las piernas. Se parecía a un guarida campestre en un día de procesión. Lejos de allí existían esos partisanos, pastores a medias, bandidos a medias también, con los cuales yo había soñado. Pero ese buen hombre tenía una forma de decir «señora marquesa» que me daba náuseas. Sin embargo, la marquesa, casi ciega en aquel entonces, me agradó por su gran expresión de bondad y de simplicidad. Alrededor suyo estaban algunas damas vestidas para el baile, que le rendían grandes homenajes y que, seguramente, no sentían hacia sus cabellos blancos y sus ojos azules medio apagados, tanta veneración como la que mi corazón ingenuo estaba dispuesto a ofrecerle; secreto homenaje mucho más apreciable aún, porque, en aquél entonces, yo no era ni devoto, ni realista.

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La escuchaba hablar, tenía más naturalidad que inteligencia, al menos en aquel momento. El campesino, pidiendo permiso, recibió de ella un apretón de manos y se puso el sombrero antes de salir del salón, cosa que no hizo reir a nadie. Louise y sus hermanas estaban vestidas tan cómodamente que sus maneras eran simplísimas. Esta simplicidad, llegaba a veces, hasta la brusquedad. No hacían pequeñas labores, tenían ruecas y simulaban hilar la seda como las campesinas. Yo no deseaba otra cosa que encontrar todo bien, y tal vez hasta lo estuvo. En la casa de Louise, estoy segura, todo era ingenuo y espontáneo, pero el cuadro en el que yo veía jugar a la castellana de la Vendée no encajaba en absoluto con esos aires de joven de los campos. Un bello salón muy alumbrado, una galería de patricias elegantes y de ladies (1) comedidas, una antecámara repleta de lacayos, un portero que insultaba a las personas que llegaban en coche de alquiler, todo esto no tenía armonía y uno veía demasiado la imposibilidad de un himeneo público y legítimo entre la nobleza y el pueblo. *** Antes de volver a hablar sobre mi existencia en el convento, quiero hacerlo sobre nuestras religiosas con algún detalle; no creo haber olvidado ninguno de sus nombres. Después de la señora Canning (la superiora), de la cual ya he hablado, después de la señora Eugénie, la madre Alippe, la buena Gallinita (Marie-Augustine), una de las más antiguas era la señora Monique (María Mónica), mujer muy austera, muy grave, a quien jamás vi sonreír y con la cual nadie se familiarizó nunca. Ha sido superiora después de la señora Eugénie, quien había sucedido en mi tiempo a la señora Canining. La autoridad supe(1) Damas.

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rior no era inamovible. Se elegía, creo yo, cada cinco años. La señora Canning fue superiora durante, treinta o cuarenta años y murió superiora. La señora Eugénie solicitó ser relevada de su gobierno cinco años después, porque su vida se iba apagando poco a poco. Se ha vuelto casi ciega. Ignoro si todavía vive. No sé tampoco si la señora Monique ha vivido hasta el presente. Sé que desde hace unos años, la señora Marie Francoise la ha sucedido. En mis tiempos la señora Marie Francoise era novicia con su nombre de familia, miss Fairbairns. Era una bellísima persona, blanca con ojos negros, frescos colores, un rostro –muy austero, muy decidida, franca, pero fría. Esta frialdad, cuyo principio absolutamente británico se había desarrollado por la reserva claustral y el recogimiento cristiano se hacía sentir en la mayoría de nuestras religiosas. A menudo, nuestros intentos de simpatizar con ellas eran frenados y enfriados. Es el único reproche colectivo que les hago. No deseaban hacerse amar. Otra decana era la señora Anne Augustine, si no me equivoco de nombre. Era vieja, tanto que si una se encontraba subiendo una escalera detrás de ella, tenía el tiempo de aprender la lección. Jamás había podido decir una palabra en francés. Tenía también una figura muy solemne y austera. No creo que jamás nos dirigiera la palabra. Se decía que tenía una enfermedad muy grave y que no podía digerir bien. La digestión de la señora Anne Augustine era una de las tradiciones del convento y éramos tan tontas como para creérnosla. Nos imaginábamos escuchar los ruidos de ese vientre cuando ella caminaba: era para nosotras un ser muy misterioso y algo temible, esa antigua religiosa que era una estatua de metal, que no hablaba jamás, que nos miraba algunas veces con asombro y que no sabía ni tan siquiera un nombre de todas nosotras. Se la saludaba temblando, ella hacía una corta inclinación y pasaba como un espectro. Nosotras pretendíamos que había muerto

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hacía doscientos años y que trotaba siempre en los claustros por costumbre. La señora Marie Xavier era la más bella persona del convento; grande, bien hecha, de figura regular y delicada; siempre estaba pálida como su toca y triste como una tumba. Decía estar muy enferma y esperaba la muerte con impaciencia. Es la única religiosa a quien he visto desesperada por haber pronunciado los votos. Ella no lo ocultaba, y se pasaba la vida suspirando y llorando. Esos votos eternos, que la Ley civil no revocaba, y que ella no se atrevía sin embargo a romper. Había jurado sobre el santo sacramento; no era lo suficientemente filósofa para desdecirse, ni lo suficiente piadosa para resignarse. Era una alma desfalleciente, atormentada, miserable, más apasionada que tierna, porque no podía exteriorizarse de otra forma que con ataques de cólera, como exasperada por el aburrimiento. Muchos comentarios se hacían sobre ella. Unas pensaban que había hecho los votos por un desengaño amoroso y que todavía amaba; otras, que odiaba y que vivía de rabia y de resentimiento; había otras que la acusaban de poseer un carácter amargo e insociable, y de no soportar la autoridad de sus superioras. A pesar de que todo eso se nos ocultó en lo posible, nos era fácil observar que vivía aparte, que las otras monjas le huían y que pasaba su vida refunfuñando. Comulgaba, sin embargo, como las demás y pasó, según creo, diez años en el convento. Pero he sabido poco tiempo después de mi salida, que rompió sus votos y que partió, sin que se supiera nunca lo que aconteció en el seno de la comunidad. ¿Cuál habrá sido el fin del doloroso romance de su vida? ¿Habrá encontrado libre y arrepentido al objeto de su pasión? ¿Se habrá reintegrado al mundo? ¿Habrá vencido los escrúpulos y los remordimientos de la devoción que la retuviera tanto tiempo cautiva, a pesar de su ausencia de vocación? ¿Habrá entrado en otro convento para terminar sus días en el duelo y la penitencia? Ninguna de nosotras, según creo, lo

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ha sabido. O también es probable que me lo hayan dicho y lo haya olvidado. ¿Habrá muerto consumida por esa larga enfermedad anímica que la devoraba? Nuestras religiosas daban como pretexto el alta de los médicos, quienes la habían condenado a morir o a cambiar de clima y de régimen. Pero era fácil adivinar en sus sonrisas un poco amargas que todo eso no había ocurrido sin luchas y sin odio. Otra novicia que también era muy bella y a quien vi entrar como postulante bajo el nombre de miss Croft, hizo, después de mi partida, lo mismo que la señora María Xavier; abandonó el convento y renunció a su vocación antes de haber tornado el velo negro. Miss Hurst, novicia a quien yo vi tomar ese velo de duelo eterno y que, lo hizo muy deliberadamente y sin arrepentirse, era la sobrina de la señora Monique. Era mi profesora de inglés. Todos los días pasaba una hora en su celda. Enseñaba con claridad y paciencia. Yo la amaba mucho, para mí era perfecta, aun cuando yo era diablo. Se llamó religiosamente María Vinifred. Siempre que he leído a Shakespeare y a Byron he pensado en ella y le he agradecido lo que hizo por mi de todo corazón. Había, cuando yo entré al convento, otras dos novicias que estaban acabando su noviciado y que tomaron los votos antes que miss Hurst y miss Fairbairns. He olvidado sus nombres de familia; recuerdo que los religiosos eran: Mary Agnés y hermana Anne Joseph. Las dos eran pequeñas y menudas, tenían el aspecto de dos niñas. Mary Agnés sobre todo era un pequeño ser muy singular. Sus gustos y costumbres estaban en perfecta armonía con su exigijidad personal. Amaba los libros pequeños, las flores chiquititas, los pajaritos, las niñas, las sillitas; todos los objetos que elegía y que usaba eran encantadores y limpios como ella. Tenía en sus preferencias una cierta gracia infantil y más poesía que manía. La otra pequeña monja, menos pequeña, sin embargo, y

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menos inteligente también, era la más dulce y la más afectuosa criatura del mundo. No tenía nada del aburrimiento británico, ni de la desconfianza católica. Siempre que, nos encontraba, nos abrazaba, llamándonos, con un tono lacrimoso y alegre, con los epítetos más tiernos. Los niños siempre abusan de las expansiones que con ellos se tienen, así, las pensionistas tenían muy poco respeto por la excelente pequeña monja. Las inglesas, sobre todo, detestaban sus maneras cariñosas. No es preciso que lo vuelva a decir, tanto en el convento como afuera, siempre he encontrado esta raza muy altiva y superficial. Los caracteres ingleses son más pasionales que los nuestros. Sus instintos son más animales en todos los sentidos. Dominan con dificultad sus sentimientos y sus pasiones. Pero saben dominar sus movimientos y desde la infancia parece que estudian la manera de ocultarlos y de componer una careta de impasibilidad. Se diría que vienen al mundo bajo los signos del orgullo y la prudencia. Volviendo a la hermana Anne Joseph, yo la amaba tal y como era, y cuando venía hacia mi con los brazos abiertos y los ojos húmedos (tenía siempre el aire de un niño a quien se acaba de regañar y que pide protección y consuelo al primero que encuentra), ni se me ocurría pensar sobre la trivialidad de sus caricias, se las devolvía con la sinceridad de una simpatía instintiva; porque no se podía pensar en ella como persona de afectos razonados. No sabía decir dos palabras seguidas, porque le era imposible enhebrar sus ideas. ¿Sería ignorancia, timidez, ligereza de espíritu? Pienso que se trataba de incoherencia intelectual, ofuscamiento cerebral, si así pudiera llamarse. Charlaba sin decir nada, pero ocurría que quería decir muchas cosas y que no podía hacerlo, ni aun en su propia lengua. La ausencia no existía, se trataba de confusión en las ideas. Preocupada de lo que ella quería pensar, decía unas palabras por otras que realmente quería decir, o dejaba su frase, en el aire y era preciso adivinar el resto

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mientras que ella comenzaba otra. Actuaba como hablaba. Hacía cien cosas a la vez y ni una sola como es debido; su dedicación, su dulzura, su necesidad de amar y de acariciar parecían indicarla expresamente para las funciones de enfermera que ejercía. Desgraciadamente, como embrollaba su mano derecha con la izquierda, embrollaba también enfermos, remedios y enfermedades; os hacia tragar un jarabe y colocaba la poción en una jeringa. Después, corría a buscar alguna droga a la farmacia y creyendo estar subiendo la escalera, la bajaba y viceversa. Se pasaba la vida perdiéndose y encontrándose, siempre estaba ocupada, doliente por cualquier tontería acaecida a cualquiera de sus dearest sisters (1) o a cualquiera de sus dearest children (2). Buena como un ángel, tonta como una oca, decían. Y las otras religiosas la regañaban mucho o se burlaban de sus perplejidades. Se quejaba de que en su celda había ratas. Le respondían que si había, habían salido de su cerebro. Desesperada cuando hacía una burrada, lloraba, perdía la cabeza y le era imposible recuperarla. ¿Qué nombre dar a esas formas de ser afectuosas, inofensivas, plenas de buena voluntad, pero de hecho inútiles e impotentes? Hay muchas naturalezas que no saben ni pueden hacer nada, las cuales, libradas así mismas, no encontrarían en la sociedad una función de acuerdo con su individualidad. Se las llama brutalmente idiotas e imbéciles. Yo preferiría más el prejuicio de ciertos pueblos que consideran sagradas a las personas así hechas. Dios vive en ellas misteriosamente, pero hay que respetar a Dios en el ser que parece reventar de tantos pensamientos, o que hila finamente la seda conductora del laberinto intelectual. Tendremos algún día una sociedad tan rica y cristiana, que no diga más a los inútiles: «¡Lo siento por ti; haz lo que puedas!»

¿No comprenderá nunca la humanidad que aquellos que sólo saben amar, son útiles para todo y que el amor de un bruto es todavía un tesoro? Pobre pequeña hermana Anne Joseph, hiciste muy bien al volverte hacia Dios, único que no rechaza los intentos de un corazón simple y, en cuanto a mí, le agradezco de que me haya hecho amar en ti esa «simplicidad santa» que no podía dar otra cosa que ternura y devoción. ¡Hacerla complicada, vosotros, los que habéis encontrado demasiado en este mundo! He guardado para el final a la monja que mas amé. Era, seguramente, la perla del convento. La señora Mary Alicia Spiring era la mejor, la más inteligente y la más amable de las ciento y pico de mujeres, ya viejas, ya jóvenes, que habitaban, por un corto tiempo o para siempre el convento de las inglesas. No tenía todavía treinta años cuando la conocí. Aún era muy bella, a pesar de su nariz demasiado larga y de su boca demasiado pequeña. Pero sus grandes ojos azules, adornados con pestañas negras, fueron los más bellos, los más francos, los más dulces ojos que he visto en mi vida. Toda su alma generosa, maternal y sincera, toda su existencia devota, casta y digna, vivían en esos ojos. Se los pudo haber llamado, al estilo cacostumbre, y todavía no la he perdido, de pensar en esos ojos cuando me siento en la noche, oprimida por esas visiones terroríficas que nos persiguen aún después del sueño. Me imaginaba encontrar la mirada de la señora Alicia y ese purísimo rayo ahuyentaba a los fantasmas. En esta persona encantadora había algo de ideal; no exagero, y quienquiera que la haya visto un instante en la reja del locutorio, habrá sentido por ella una de esas simpatías repentinas unidas a un profundo respeto que sólo inspiran las almas privilegiadas. La religión pudo haberla humillado, pero la naturaleza le había dado su modestia. Había nacido con el don de todas las virtudes, de todos los encantos, de todos los poderes que la idea cristiana bien comprendida por una inteligencia no-

(1) Queridas hermanas. (2) Queridas niñas.

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ble sólo puede desarrollar y conservar. Una sentía que en ella no se libraba ningún combate y que vivía en lo bello y en lo bueno como en su elemento necesario. Todo en ella estaba en armonía. Su figura era magnífica y graciosa bajo el saco y el hábito. Sus manos afiladas y redondeadas al mismo tiempo eran encantadoras, a pesar mismo de una anquilosis de los dedos meñiques que sólo se notaba de tiempo en tiempo. Su voz era agradable, su pronunciación de una distinción exquisita en las dos lenguas, que hallaba igualmente muy bien. Nacida en Francia, de madre francesa, educada en Francia, era más francesa que inglesa y la mezcla de lo que hay de mejor en estas dos razas había logrado un ser perfecto. Poseía una dignidad británica sin llegar a la rigidez, austeridad religiosa sin su dureza. A veces regañaba, pero con pocas palabras, y eran tan justas, una reprobación tan motivada, unos reproches tan directos, tan limpios y, sin embargo, acompañados de una esperanza tan constructiva, que una se sentía aplacada, reducida, convencida delante de ella, sin ser herida, ni humillada, ni descorazonada. Cuanto más sincera era, más se la estimaba; más se la amaba cuando una se sentía menos digna de la amistad que ella otorgaba, pero siempre se mantenía la esperanza de merecerla y lo lográbamos ciertamente, por lo deseada y buscada que era esta cualidad suya. Varias religiosas tenían una «hija» o varias «hijas» entre las pensionistas; vale decir, que con la recomendación de la familia, o con el pedido de una niña y con el permiso de la superiora, existía una especie de adopción maternal especial. Esta maternidad consistía en pequeños cuidados particulares, en castigos tiernos o severos según la ocasión. La niña tenía el permiso para entrar en la celda de su madre, para pedirle consejo o protección, para ir algunas veces a tomar el té con ella en el taller de las religiosas, para ofrecerle un pequeño regalo en su onomástico, en fin, para amarla y para decírselo. Todo el mundo quería ser hija de Gallinita o de la madre Alippe. La señora Marie Xavier

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tenía hijas. Se deseaba ardientemente serlo de la señora Alicia, pero ella era muy exigente para otorgar este favor. Secretaria de la comunidad, encargada de todo el trabajo de oficina de la superiora, disponía de poco tiempo y mucha fatiga. Había tenido una hija a quien amó mucho, Louise de Courteilles (quien ha sido después la señora de Aure). Esta Louise ya había salido del convento y nadie pensaba siquiera en reemplazarla. Esta ambición se apoderó de mi como en las personas ingenuas que no dudan de nada. Todas decían que la señora Alicia me quería como una hija, pero nadie se atrevía a preguntárselo. Fui yo misma a decírselo claramente y sin temer al tono del sermón que me esperaría. –¿Tú? –me dijo ella–, tú, el más grande diablo del convento? Pero ¿entonces quieres obligarme a hacer penitencia? ¿Qué te he hecho para que me impongas el gobierno de una cabeza como la tuya? ¿Quieres reemplazar, tú, niña terrible, a mi buena Louise, mi dulce y buena niña? Creo que estás loca o que quieres volverme a mi. –¡Bah! –le respondí sin desconcertarme–, ensáyeme. ¿Quién sabe? ¡tal vez me corregirá, tal vez me volveré encantadora para darle una alegría! –A buena hora –respondió–, si lo hago con la esperanza de enmendarte, tal vez me resigne, pero tú entonces me proveerás de un medio difícil para lograr yo mi salvación y hubiera preferido otro. –Un ángel como Louise de Courteilles no cuenta para su salvación –repliqué–. Usted no ha tenido ningún mérito con ella; tendrá mucho más conmigo. –Pero ¿y si después de haberme preocupado mucho no consigo convertirte a la bondad y a la piedad? ¿Podrías prometerme al menos que me ayudarás? –No demasiado –contesté–. No sé todavía lo que soy y lo que será. Siento que os amo mucho y me figuro que, de cual-

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quier manera que yo me vuelva, usted se verá forzada a amarme también. –Veo que no te falta amor propio. –¡Oh!, ya verá que no es eso; pero tengo necesidad de una madre. En realidad tengo dos que me aman demasiado y a quienes amo en demasía, y sólo nos hacemos mal las unas a las otras. No puedo tampoco explicarle esto y, sin embargo, usted lo comprendería, usted que tiene a su madre en el convento; pero sea una madre a su manera para mi. Creo que me encontraré bien. Se lo pido en nombre de mi interés y no me hago ilusiones. Vamos, querida madre, diga que si, porque le advierto que ya he hablado a mi abuela y a la señora superiora y ellas van a pedírselo también. La señora Alicia se resignó y mis compañeras, todas asombradas de esa adopción, me decían: –¡No eres nada desgraciada! Eres el diablo, no haces más que tonterías y malicias. Sin embargo, allí está la señora Eugenie que te protege y la señora Alicia que te ama; has nacido con suerte. –¡tal vez! –decía yo, con la vanidad de una persona mala. Mi afecto por esta persona admirable era, sin embargo, mucho más serio de lo que pensaban y de lo que ella misma creía. Sólo había sentido una pasión dentro de mí, el amor filial, esta pasión continuaba, mi verdadera madre respondía con creces o sin ellas, y desde que yo estaba en el convento había pensado hacer votos para menguar mis impulsos y restituirme a mi misma por así decirlo. Mi abuela me reprobaba porque yo había aceptado la prueba a la que me había sometido. Ni la una ni la otra tenían más razón que yo. Necesitaba una madre tranquila y comenzaba a comprender que el amor maternal, por ser un refugio, no debe ser una pasión celosa. A pesar de la disipación en la que mi ser moral parecía estar sumergido y como evaporado, tenía siempre mis horas de fantasía dolorosas y de reflexiones som-

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brías que no participaba a nadie. A veces, estaba tan triste mientras hacía mis locuras, que me veía forzada a declararme enferma para no delatarme. Mis compañeras inglesas se burlaban de mi y me decían: –You are low –spirited to day? What is the matter with you? (1). Isabelle solia repetir cuando yo estaba triste y abatida : –She is in her low– spirits, in her spiritual abscences (2). Era menos diablo por gusto que por mi mutismo. Habría vuelto a la tranquilidad si mis diablos lo hubiesen querido. Las amaba, me hacían reir, me arrancaban de mi misma; pero cinco minutos de la severidad de la señora Alicia me hacían mucho más bien, porque, en esta severidad, ya por amistad particular, ya por caridad cristiana, yo me interesaba más seriamente y por más tiempo que en el intercambio de alegría con mis compañeras. Si hubiese podido vivir en el taller o en la celda de mi querida madre, al cabo de tres días, no hubiese ya comprendido la posibilidad de divertirse sobre los tejados o en las bodegas. Tenía necesidad de querer a alguien y colocarlo en mis pensamientos habituales por encima de todos los demás seres, de sonar en él la perfección, la calma, la fuerza, la justicia; de venerar, al fin, un objeto superior a mí y de rendir en mi corazón un asiduo culto a cualquier cosa parecida a Dios o a «Corambé». Esa cosa se vestía con los rasgos graves y serenos de Marie Alicia. Era mi ideal, mi amor santo, era la madre de mi elección. Cuando me había comportado como un diablo durante el día, me deslizaba a la noche en su celda después de la plegaria. Era una de las prerrogativas de mi adopción. La plegaria terminaba a las ocho y media. Subíamos por la escalera de nuestro dormitorio y nos encontrábamos en los largos corredores (que eran llamados dormitorios también, porque todas las puertas de (1) ¿Estas hoy deprimida? ¿Qué te pasa? (2) Está deprimida; espiritualmente ausente.

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las celdas daban a ellos) a las monjas alineadas en dos filas y entrando en sus celdas salmodiando en alta voz unas plegarias en latín. Se detenían delante de una madonna que se encontraba en el último descanso y allí se separaban después de varios versículos y responsos. Cada una entraba en su celda sin decir nada, porque, entre la plegaria y el sueño, el silencio les era impuesto. Pero las que tenían una función que cumplir cerca de las enfermas o de sus hijas estaban libres de atenerse a ese reglamento. Yo tenía, entonces, el derecho de entrar en la celda de mi madre, entre las nueve menos cuarto a las nueve en punto. Cuando el reloj daba las nueve campanadas, era preciso que su luz se apagase y que yo entrase al dormitorio. Eran, entonces, tan sólo cinco o seis minutos los que ella podía dedicarme, preocupada y atenta a los cuartos, medios cuartos y menos cuartos que el viejo reloj mareaba, porque la señora Alicia era escrupulosamente fiel en la observación de las menores reglas y no le gustaba saltárselas. –Veamos –me decía abriéndome su puerta, que yo golpeaba de una determinada manera para darme a conocer ¡he aquí todavía a mi tormento! Era su fórmula habitual y el tono con que lo decía era tan bueno, tan acogedor, su sonrisa era tan tierna y su mirada tan dulce, que yo entraba en seguida. –Veamos –decía ella–, ¿qué es lo que me vas a decir de nuevo? Habrás sido buena, por casualidad, en el día de hoy? –No. –Pero, sin embargo, ¿no te has puesto el gorro de dormir? (Ya se sabe que era la marca penitenciaria que había sufrido casi continuamente.) –Sólo lo he tenido durante dos horas esta noche –decía yo. –¡Ah! ¡qué bien! ¿Y esta mañana? –Esta mañana lo tuve en la iglesia. Me oculté detrás de mis compañeras para que usted no lo viese.

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–¡Ah! ¡no temas! te miro lo menos posible para no encontrarme con ese gorro detestable. Y bien, ¿lo tendrás mañana? – ¡Oh! ¡probablemente! –¿No quieres entonces cambiar? –Todavía no puedo hacerlo. –Entonces, ¿qué es lo que vienes a hacer aquí? –A verla y a que me regañe. –¡Ah!, ¿te divierte? –Me hace bien. –No me doy cuenta y eso me hace mal a mí, ¡malvada criatura! –¡Ah!, ¡tanto mejor! –le decía yo, eso prueba que usted me quiere. –Y que tú no me quieres a mí –reprendía ella. Entonces ella me regañaba y yo gozaba siendo regañada por ella. «Al menos –me decía– he aquí una madre que me ama por mi y que tiene razón para mi.» Yo la escuchaba con el recogimiento de una persona decidida a convertirse y, sin embargo, yo no pensaba en ello. –Bueno –me decía ella–, cambiaras, lo espero; tus tonterías te aburrirán y Dios hablará a tu alma. –¿Le ruega usted mucho por mí? –Sí, mucho. –¿Todos los días? –Todos los días. –Usted ve bien que si yo fuese buena usted me querría menos y no pensaría tan a menudo en mi. No podía evitar reírse, porque tenía ese fondo alegre que es la calidad de los buenos espíritus y de las buenas conciencias. Me tomaba de los hombros y me sacudía como para liberarme del diablo que me tenía presa. Después, sonaba la hora y ella me conducía a la puerta riéndose. Y yo volvía a subir al dormitorio, llevando, como por una influencia magnética, un poco de la serenidad y el candor de su alma hermosa.

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He comentado estos detalles para completar el retrato de mi querida Marie Alicia, pero tendría mucho más que agregar sobre mis relaciones con ella. Termino ahora mi nomenclatura diciendo que teníamos cuatro hermanas conversas, de las que sólo me acuerdo de dos: la hermana Thérése y la hermana Héléne.

monjas no tienen el mismo género de solicitud para con los niños que educan. Para ellas, no hay futuro sobre la tierra. Sólo en el cielo o el infierno, y el futuro, en su lenguaje, se llama salvación. Antes mismo de ser devota, ese tipo de porvenir me asustaba igual que el otro. Ya que, según los católicos, se es libre de escoger entre la salvación y la condenación, ya que la gracia no esta jamás en falta y que la menor buena voluntad os arroja en una senda en la que los mismos ángeles se dignan caminar adelante; yo me decía a mi misma con una soberana confianza que no corría ningún peligro; que pensase cuando quisiese y que no me apresurase a pensar. No era sensible a las consideraciones de interés personal. Jamás han influido sobre mi, ni aun en cuestiones de religión. Yo quería amar a Dios por la única dulzura de amarlo, yo no quería tenerle miedo, esto es lo que yo decía cuando se esforzaban en atemorizarme. Sin reflexión y sin temor de esta vida y de la otra, yo sólo pensaba en divertirme, o, para decirlo mejor, ni en eso; no pensaba en nada. He pasado los tres cuartos de mi vida así y por así decirlo, en estado latente. Creo realmente que me hubiese muerto sin haber ni pensado en vivir, y, sin embargo, habría vivido a mi manera, porque sonar y contemplar es una acción insensible que llena perfectamente las horas y ocupa las fuerzas intelectuales sin usarlas demasiado.

*** Si sufrí físicamente en la clausura no me di cuenta moralmente; mi imaginación no menguaba con los años y el futuro me inspiraba más miedo que deseo. Jamás me ha gustado mirar delante de mí. Lo desconocido me asusta, prefiero el pasado que me entristece. El presente es siempre una especie de compromiso entre lo que se ha deseado y lo que se ha obtenido. Así como es se lo acepta o se lo sufre; uno ya sabe que ha soportado u aceptado muchas cosas, pero, ¿qué se sabe sobre lo que podrá acontecer en el futuro? Jamás he dejado que me dijeran mi buena aventura; no creo tampoco en la adivinación, pero el porvenir material me parece siempre algo tan grave que detesto el que me hablen, aún en broma o con chistes. Por mi cuenta, jamás he hecho a Dios nada más que un pedido en mis plegarias; he sido el de tener la fuerza para soportar lo que me llegue. Con esta disposición espiritual, que jamás ha cambiado, me encontraba, entonces, más feliz en el convento que fuera de él; porque allí nadie conocía a fondo el pasado de las demás, nadie podía hablar a las demás de lo que les pasaría. Los padres hablan siempre del futuro a sus hijos. Este futuro de su progenitura, es su continua inquietud, su tierna e intranquila preocupación. Querrían arreglarlo, asegurarlo; consumen toda su vida y, sin embargo, el destino desmiente y desbarata todas sus previsiones. Los niños no aprovechan jamás las recomendaciones que se les hacen. Cierto instinto independiente o de curiosidad les empuja además y muy frecuentemente en el sentido contrario. Las

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*** Mi abuela llegó en la mitad del segundo invierno que yo pase en el convento. Volvió a partir dos meses después y con todo, yo sólo salí cinco o seis veces. Mi aspecto de pensionista no le agradó más que mi aspecto de campesina. Yo no había conseguido tener buenas maneras. Estaba más distraída que nunca. Las lecciones de danza del señor Abraham, ex profesor de María Antonieta, no me habían conferido ninguna especie de

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gracia. Sin embargo, el señor Abraham hacía todos sus posibles para darnos un aspecto cortesano. Llegaba vestido a cuadros, pechera de muselina, corbata blanca de largos cabos, calzas cortas y medias de seda negras, zapatos de bucles, peluca, un diamante en el dedo y su faltriquera en la mano. Tenía alrededor de los ochenta años, siempre delgado, gracioso, elegante una linda tez, de un color rojo y azul sobre un fondo amarillo, como una vieja hoja arrastrada en el otoño, pero fina y distinguida. Era el mejor hombre del mundo, el más educado, el más solemne, el más conveniente daba su lección en dos divisiones de quince o veinte alumnas cada una, en el gran locutorio de la superiora. Allí, el señor Abraham nos demostraba la gracia por su razón geométrica y después de los pasos de moda, se instalaba en un sillón y nos decía: –Señoritas, yo soy el rey o la reina, y como todas ustedes han sido llamadas con seguridad para ser presentadas en la corte, vamos a estudiar las entradas, las reverencias y las salidas de la presentación. Otras veces se estudiaban solemnidades mas comunes, se representaba un salón de graves personajes. El profesor hacía sentar a unas, entrar y salir a otras, mostraba la manera de saludar a la dueña de la casa, después a la princesa, la duquesa, la marquesa, la condesa, la vizcondesa, la baronesa y la presidenta, cada una en la medida respetuosa que sus calidades inspiraran. Se representaba también al príncipe, al duque, al marqués, al conde, al vizconde, al barón, al caballero, al presidents y el abate. El señor Abraham hacia todos esos papeles y nos saludaba a cada una, con el objeto de enseñarnos la manera de responder a todas esas reverencias, recoger el guante o el abanico ofrecidos, sonreír, atravesar la habitación, sentarse, cambiar de lugar, ¡qué sé yo!, en ese código de la cortesía francesa. Todo estaba previsto, hasta la forma de estornudar. Reventábamos de risa y hacíamos a propósito mil barbaridades para desesperarlo. Después,

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Al concluir la lección, para ponerlo otra vez contento, al pobre hombre (porque ya era una barbaridad contrariar tanto a la dulzura y la paciencia personificadas), efectuábamos todas las gracias y todos los detalles que nos pedía. Para nosotras era una comedia que nos costaba representar sin reírnos en sus narices, pero que nos enseñaba a actuar bien o mal. Es de creer que la gracia del tiempo del padre Abraham era muy diferente de la del día; ya que, cuanto más nos poníamos a dibujar posturas ridículas y afectadas, más satisfecho estaba, más nos agradecía nuestra buena voluntad. A pesar de tantos cuidados y teoría, siempre era muy tosca, tenía movimientos bruscos, posiciones naturales, horror a los guantes y a las profundas reverencias. Mi abuela, excelente mujer, me regañaba a su manera con una voz dulce y con palabras acariciadoras. Pero me era preciso hacer un gran esfuerzo sobre mi misma para ocultar el aburrimiento y la impaciencia que me causaban esos perpetuos y pequeños disgustos. ¡Me hubiera gustado tanto agradarle! No lo lograba. Ella me quería. No vivía sino para mi y parecía que en mi simplicidad y en mi desgraciada ausencia de coquetería, había alguna cosa que ella no podía aceptar, algo antipático que no podía vencer; tal vez una especie de vicio original que sabía a pueblo a pesar de todos sus cuidados. Sin embargo, yo no era gansa; mi naturaleza cándida y confiada no me empujaba en absoluto hacia maneras groseras e inoportunas. La mayor parte del tiempo estaba ocupada. Dios sólo sabe en qué, en nada probablemente. No tenía nada de que hablar con mi abuela. ¿De qué hablar? ¿De nuestras locuras, de nuestros subterráneos, de nuestras perezas, de nuestras amistades del convento? Siempre era lo mismo y a mí no me interesaba el mundo o el porvenir que ella hubiera querido para mí. Me presentaron ya jóvenes para proyectos matrimoniales y yo no me di cuenta. Cuando salían, me preguntaban mis impresiones y sucedía que yo ni los había mirado. Me regañaban por haber estado

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pensando en otra cosa mientras que ellos habían estado presentes, en una partida de barras o en un juego de pelotas elásticas que me rondaba el majín. Yo no era una naturaleza precoz; había comenzado a hablar tarde en mi primera infancia, todo el resto llegó sólo: mi fuerza física se había desarrollado rápidamente; tenía el aspecto de una señorita, pero mi cerebro, entorpecido, replegado en si mismo, hacia de mí una niña, y lejos de ayudarme a dormirme en ese estado, buscaban hacer de mí una persona. Esta gran solicitud de mi abuela venía de una gran necesidad de ternura. Se sentía envejecer y morir poco a poco. Quería casarme, atarme al mundo, asegurarse de que yo no caería bajo la tutela de mi madre y, en el temor de no tener tiempo, se esforzaba por inspirarme la religión del mundo, la desconfianza hacia mi familia materna, el alejamiento del medio plebeyo en el cual ella temblaba de volver a dejarme caer al abandonarme. Mi carácter, mis sentimientos y mis ideas se resistían a secundarla. El respeto y el amor entorpecían mi lengua. Ella me tomaba a veces por tonta, otras por muy burlona. Yo no era ni lo uno ni lo otro. La amaba y sufría en silencio. Mi madre parecía haber renunciado a ayudarme en esta lucha muda y silenciosa. Se burlaba siempre del gran mundo, me acariciaba mucho, me admiraba como a un prodigio y se preocupaba muy poco de mi porvenir. Parecía haber aceptado para si misma, un porvenir en el que yo no tomaría una parte esencial. Yo me sentía muy mal por esta especie de abandono, después de la pasión en la que ella me hiciera vivir en mi infancia. No me llevó más a su casa. Vi a mi hermana una o dos veces en dos o tres años. Mis días de salida estaban llenos de visitas que mi abuela me hacía hacer con ella a sus viejas condesas. Quería, en apariencia, interesarlas en mi juventud, crearme relaciones, apoyos, entre las que la sobrevivirían. Estas damas continuaban siéndome antipáticas, con excepción de la señora de Pardaillan. Por

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la noche, cenábamos o en casa de los primos Villeneuve o en la del tío Beaumont. Debía irme en el momento en que comenzaba a sentirme cómoda con mi familia. Mis días de salida eran lúgubres. Por la mañana, alegre y apresurada, llegaba a mi casa con el corazón lleno de intenciones e impaciencia. Al cabo de tres horas, empezaba a ponerme triste. También lo estaba cuando me despedía; solamente en el convento volvía a encontrar la calma y la alegría. El acontecimiento interior que más alegría me dio fue la obtención largo tiempo acariciada de una celda. Todas las señoritas de la clase grande tenían; sólo yo quedé largo tiempo todavía en el dormitorio, porque temían a mis camorras nocturnas. Se sufría mortalmente, en ese dormitorio situado bajo los techos, frío en invierno y caluroso en verano. Se dormía mal, porque siempre había alguna pequeña que lloraba de miedo o de cólico en medio de la noche. Y después, no estar «en su casa», no sentirse sola aunque fuese sólo una hora al día o por la noche, es una cosa antipática para aquellos que aman soñar y la contemplación. La vida en común es el ideal de la felicidad entre gentes que se aman. La he sentido en el convento, no la he olvidado jamás; pero para todo ser pensante, son necesarias algunas horas de soledad y recogimiento. Es a ese precio solamente que gusta de la dulzura de la asociación. La celda que me dieron por fin, fue la peor del convento. Era un hueco situado al final del cuerpo del edificio que lindaba con la iglesia. Estaba contigua a una semejante ocupada por Coralie le Marrois, austera personal piadosa, creyente y simple, cuya vecindad debía, se pensó, inspirarme respeto. Me llevé bien con ella, a pesar de las diferencias de nuestros gustos; tuve cuidado en no turbar su plegaria o su sueño y de salir sin ruido para reunirme en el descanso con Fannelly y otras charlatanas, con las que se corría una partida nocturna en el granero de las cebollas y en las tribunas del órgano. Nos era preciso pasar delante de

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la habitación de Marie Joséphe, la criada del convento; pero dormía siempre como un lirón. Mi celda tenía aproximadamente diez pies de ancho por seis de largo. Desde mi cama, tocaba con la cabeza el techo en pendiente. La puerta, al abrirla, chocaba con la cómoda situada enfrente, cerca de la ventana y para cerrar la puerta hacía falta entrar en el área de la ventana, compuesta de cuatro pequeños cuadros y que daba a una gotera vecina, que me ocultaba la vista del patio. Pero tenía un horizonte magnífico. Dominaba una parte de París por encima de los grandes castaños del jardín. Grandes espacios, plantados de pepinos, y huertas hermosas, se extendían alrededor de nuestro encierro. Salvo la línea azul de monumentos y de casas que cerraba el horizonte, podía creerme que estaba no ya en el campo, pero si en una inmensa ciudad. La cúpula del convento y las construcciones bajas del claustro servían de base al primer plano, la noche, al claro de luna, era un magnífico cuadro. Escuchaba sonar de muy cerca el reloj y me costó un poco acostumbrarme a dormir, pero, poco a poco, para mi fue un placer el ser dulcemente despertada por ese sonido melancólico y escuchar a los ruiseñores de lejos, retomar su canto. Mi mobiliario se componía de un lecho de madera pintada, de una vieja cómoda, de una silla de paja, de una tosca alfombrilla y de una pequeña arpa Luis XV, extremadamente bella, que ya había brillado entre los hermosos brazos de mi abuela y que yo tocaba un poco para acompañarme cuando cantaba. Tenía permiso para estudiar el arpa en mi celda; era un pretexto para pasar todos los días una hora en libertad y, aunque yo no estudiase, esa hora solitaria y soñadora era preciosa para mí. Los gorriones, atraídos por mi pan, entraban sin miedo en mi habitación y venían a picotear hasta mi lecho. A pesar de que esta pobre celda era un horno en el verano y literalmente una heladera en el invierno (la humedad de los techos se helaba y se convertía

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en estalactitas), la amé con pasión y recuerdo haber besado ingenuamente sus paredes al abandonarla, de tanto que la quería. No sabría explicar el mundo de ensueños que estaba relacionado entre mi persona y ese pequeño nicho polvoriento y miserable. Era allí solamente en donde yo me encontraba y me pertenecía. Durante el día no pensaba en nada; miraba las nubes, las ramas de los árboles, el vuelo de las golondrinas. Por la noche, escuchaba los rumores lejanos y confusos de la gran ciudad que me llegaban como ecos expirantes mezclados con los ruidos bruscos del barrio. Desde el amanecer, los ruidos del convento se despertaban y tapaban fieramente esos clamores mortuorios. Nuestros gallos se ponían a cantar, nuestras campanas sonaban; los mirlos del jardín repetían hasta saciarse sus frases matinales; después, las monótonas voces de las religiosas salmodiaban los oficios y subían hasta mí a través de los corredores y de las mil fisuras de las ruinas sonoras. Los proveedores de la casa gritaban en el patio, situado en precipicio debajo de mi, sus voces roncas y rudas que contrastaban con las de las monjas; y al fin, el llamado estridente de la despertadora Marie Joséphe corriendo de habitación en habitación y haciendo sonar las campanillas de los dormitorios, ponía fin a mi contemplación auditiva. Dormía poco. No he dormido nunca mucho. Sólo tenía ganas de hacerlo cuando era preciso levantarme. Soñaba con Nohant; se había convertido en un paraíso en mi pensamiento y, sin embargo, yo no tenía deseos de volver, y cuando mi abuela determinó que no tendría vacaciones, porque al no quedarme muchos años en el convento, debía aprovecharlos bien para mis estudios me sometí sin pena; tanto temía encontrar en Nohant los pesares que me lo habían hecho abandonar sin lágrimas. Estos estudios, ante los cuales mi abuela sacrificaba el placer de volver a verme, eran casi nulos. Ella sólo se preocupaba por las lecciones de comportamiento y después que yo me convertí en diablo, ya no me importaron. Me preocupaba mucho algunas ve-

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ces, ese abandono errante, pero y ¡el medio de desacostumbrarse cuando uno se ha abandonado por mucho tiempo! Al final, llegó el tiempo en el que una gran revolución se operó en mi. Me volví devota, de golpe, como una pasión que surge dentro de un alma ignorante de sus propias fuerzas. Había agotado, por así decirlo, la pereza y el entretenimiento con mis diablos, el movimiento, la rebelión muda y sistemática contra la disciplina. El único amor violento que había vivido, el amor filial, me había como cansado y herido. Tenía una especie de culto hacia la señora Alicia, pero era un amor tranquilo; necesitaba una pasión ardiente. Tenía quince años. Todas mis necesidades estaban en mi corazón y este se aburría, si valiese tal expresión. El sentimiento de la personalidad no se despertaba en mí. Yo no poseía esa solicitud inmoderada por mi persona, que yo había visto desarrollarse a la edad que yo tenía entonces, en casi todas las jóvenes que había conocido. Me hacía falta, pues, amar algo exterior y yo no conocía nada sobre la tierra que hubiese podido amar con todas mis fuerzas. Sin embargo, no buscaba a Dios. El ideal religioso, eso que los cristianos llaman la gracia, me encontró y se apropió de mí como por sorpresa. Los sermones de las monjas y de las profesoras no influyeron de ninguna manera. Ni aun la señora Alicia influyó en mí de una manera decisiva. He aquí cómo ocurrió; lo relataré sin explicarlo, porque en esas transformaciones repentinas de nuestro espíritu hay una especie de misterio que no nos pertenece y que tampoco podemos explicárnoslo. Todas las mañanas asistíamos a misa a las siete; volvíamos a la iglesia a las cuatro y ahí pasabamos una media hora, consagrada por las piadosas a la meditación, a la plegaria o a cualquier lectura santa. Las demás bostezaban, dormitaban o murmuraban entre ellas cuando la profesora no las veía. Por aburrimiento, tomé un libro que me había dado y que todavía no me había dignado abrir. Las hojas todavía no estaban cortadas; era un bre-

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viario sobre la vida de los santos. Lo abrí al azar. Caí sobre la excéntrica leyenda de san Simeón, de la que Voltaire se ha burlado mucho y que se parece a la historia de un faquir indú más que a la de un filósofo cristiano. Esta leyenda, al principio, me hizo sonreír, después, su rareza me sorprendió, me interesó; la releí más atentamente, y en ella encontró menos absurdidades que poesía. Al día siguiente, leí otra historia y al otro devoré varias con un vivísimo interés. Los milagros me, dejaban incrédula, pero la fe, el coraje, el estoicismo de los confesores y de los mártires se me aparecían como grandes cosas y respondían a alguna fibra secreta que comenzaba a vibrar en mí. Al fondo del coro había un magnífico cuadro del Ticiano que jamás pude ver bien. Colocado demasiado lejos de las miradas y en un rincón sin iluminación, como ya de por si era muy oscuro, no se distinguía nada más que unas manchas de color pálido sobre un fondo oscuro. Representaba a Jesús en el jardín de, los Olivos, en el momento en que cae desfalleciente en los brazos del ángel. El salvador estaba arrodillado, uno de sus brazos apoyado sobre los del ángel que sostenía sobre su pecho esa cabeza yaciente. Ese cuadro estaba colocado enfrente de mí y a fuerza de contemplarlo, lo había adivinado más que comprendido. Había sólo un momento del día en el que yo podía apreciar más o menos los detalles, era en invierno, cuando el sol se retiraba y arrojaba sobre las vestiduras rojas del ángel y sobre el brazo blanco y desnudo del Cristo un último rayo. Los destellos de los cristales hacían fascinante ese momento fugitivo y era en el cuando yo sentía siempre una emoción indefinida, aun en el tiempo en que no era devota y en el que no pensaba jamás llegar a serlo. Hojeando la Vida de los santos, mis miradas se detuvieron más a menudo en el cuadro; era en verano, el sol yaciente no lo iluminaba en el momento de nuestra plegaria, pero el objeto contemplado no era tan necesario para mi vista como para mis pensamientos. Interrogando maquinalmente a esas masas grandio-

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sas y confusas, yo buscaba el sentido de esa agonía de Cristo, el secreto de ese dolor voluntario y agudo y comenzaba a presentir algo mucho más grande y más profundo que lo que me había sido explicado; me entristecí profundamente, como inundada por una piedad y un sufrimiento desconocidos. Algunas lágrimas se agolparon en el borde de mis ojos, las sequé furtivamente, y sentí vergüenza de haberme emocionado sin saber por qué. No habría podido decir que era por la belleza de la pintura, porque se la veía a menudo como para poder decir de ella que tenía aspecto de algo bello. Otro cuadro, más visible y menos digno de ser contemplado representaba a san Agustin bajo la higuera, con el rayo milagroso sobre el que estaban escritas, las famosas «Tolle, lege», esas misteriosas palabras que el hijo de Mónica creyó escuchar salir del follaje y que lo decidieron a abrir el libro divino de los evangelios. Busqué la vida de san Agustin, que ya me había sido vagamente explicada en el convento, en donde este, santo, patrón de la orden, era particularmente venerado. Me interesó extraordinariamente por esta historia, que lleva en si un gran caudal de sinceridad y entusiasmo. De ésa pasé a la de san Pablo y el cur me persequeris? me produjo una terrible impresión. El poco latín que Deschartres me había enseñado, me servía para comprender parte de los oficios y comencé a escucharlos y a encontrar en los salmos recitados por las religiosas una poesía y una simplicidad admirables. En fin, de repente, se sucedieron ocho días en los que la religión católica me pareció un estudio interesante. El «Tolle, lege», me decidió al fin a abrir el evangelio y a releerlo atentamente. La primera impresión no fue demasiado viva. El libro divino no tenía el atractivo de una novedad. Ya había gustado de su lado simple y admirable; pero mi abuela había conspirado tan bien para hacerme encontrar los milagros ridículos y me había repetido tantas veces las versiones de Voltaire sobre el espíritu maligno, transportado del cuerpo de un

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poseído al de una piara de cerdos; me había puesto tan en guardia contra el entrenamiento, que me defendí por costumbre y me quede fría al releer la agonía y la muerte de Jesús. La noche de ese mismo día, yo golpeaba tristemente las losas de los claustros, mientras caía el día por completo. Si estaba en el jardín, me hallaba fuera de la vista de las vigilantes, en fraude como siempre, pero no pensaba hacer picardías y tampoco deseaba encontrarme con mis camaradas. Me aburría. Ya no se podía inventar nada como diablura. Vi pasar a algunas religiosas y pensionistas que iban a rezar y meditar en la iglesia aisladamente, como era la costumbre de las más fervientes en las horas del recreo. Yo pensaba en poner tinta en la pila bautismal; pero eso ya había ocurrido: en atar a Whisky por la pata a la cuerda de la campana de los claustros: era demasiado usado. Sospechaba que mi existencia desordenada tocaba a su fin, que me era preciso entrar en una nueva fase: pero. ¿cuál? ¿Volverme «buena» o «bruta»? Las buenas eran demasiado frías; las brutas demasiado cobardes. Pero las devotas, las fervientes, ¿eran felices? No, tenían una devoción sombría y como enfermiza. Los diablos les creaban miles de preocupaciones, miles de indignaciones, mil cóleras mal expresadas. Sus vidas eran un suplicio, una lucha contra el ridículo y el disparate. De esto hay, por otra parte, tanto en la fe, como en el amor. Cuando se la busca, se la encuentra, se la halla en el momento en que uno menos la espera. Yo no sabía esto, pero lo que me alejaba de la devoción era el temor de llegar a ella por un ánimo calculador, por un sentimiento de interés personal. «Por otra parte no es la fe lo que quiero –me decía a mi misma–. No la tengo no la tendré jamás. Hoy hice el último esfuerzo; ¡he leído el libro, la vida y la doctrina del redentor! ; me he quedado fría. Mi corazón seguirá vacío.» Razonando así conmigo misma, miraba pasar en la oscuridad, como espectros, a las fervientes que iban furtivamente a someter sus almas a los pies de ese Dios del amor y de la contri-

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ción. La curiosidad me hizo querer saber en qué actitud y con qué recogimiento rogaban en la soledad; por ejemplo, ¡una vieja inquilina gibosa que caminaba, toda pequeña e informe, en las tinieblas, más parecida a una bruja que a una virgen buena! «Veamos –me dije–., ¡cómo este pequeño monstruo se retuerce en su banco! La descripción hará reír a los diablos.» La seguí; atravesé con ella la sala del cabildo; entró en la iglesia. Como no se podía ir a esas horas sin permiso, fue lo que me decidió a entrar allí. No abandonaba mi dignidad de diablo entrando como de contrabando. Es bastante curioso que la primera vez que yo entré por mi propia iniciativa en una iglesia, fue para llevar a cabo un acto de indisciplina y de burla.

Una reja de hierro con pequeños dibujos, con una puerta parecida que no se cerraba jamás entre nosotras y las religiosas, separaba las dos naves. A cada lado de esta puerta, pesadas columnas de madera acanalada de un estilo rococó, sostenían el órgano y la tribuna descubierta, que formaban como un atril alto entre las dos partes de la iglesia. Así, en contra de lo usual, el órgano estaba como aislado y casi en el centro de la nave, lo que duplicaba su sonoridad y el efecto de las voces cuando cantábamos coros o motetes en las grandes fiestas. Nuestro antecoro estaba embaldosado sepulcralmente, y sobre las grandes losas se leía el epitafio de las antiguas decanas del convento, muertas antes de la revolución; varios personajes eclesiásticos y hasta laicos del tiempo de Jacques Stuart, ciertos «Throckmorton»entre otros, yacían allí bajo nuestros pies, y se decía, que cuando se iba a la iglesia de noche, todos esos muertos levantaban sus losas con sus cabezas descarnadas y miraban con ojos ardientes para pedir plegarias. Sin embargo, a pesar de la oscuridad que reinaba en la iglesia, la impresión que yo recibí no fue nada lúgubre. Sólo la alumbraba la pequeña lámpara de plata del santuario, cuya llama blanca se repetía en los mármoles del pavimento, como una estrella en el agua inmóvil. Su reflejo daba algunas pálidas pinceladas a los ángulos de los cuadros dorados, a los candeleros cincelados del altar y a las láminas doradas del tabernáculo. La puerta situada al fondo del coro trasero estaba abierta a causa del calor, así como una de las grandes verjas que daban al cementerio. Los perfumes de las madreselvas y los jazmines se expandían frescamente. Una estrella perdida en la inmensidad estaba como recortada por los vitrales y parecía estar mirando atentamente. Los pájaros cantaban; había una calma, un encanto, un recogimiento, un misterio, de los que nunca tuve idea. Me quedé en éxtasis, sin pensar en nada. Poco a poco, las raras personas esparcidas en la iglesia se retiraron dulcemente.

*** Apenas puse el pie en la iglesia, olvidé a la vieja jorobada. Ella trotó y desapareció como una rata en no sé qué rincón. Mis miradas no la siguieron. El aspecto de la iglesia durante la noche me había cautivado. Esta iglesia, o más bien, esta capilla, sólo tenía de llamativo una limpieza exquisita. Era un gran cuadrado, sin arquitectura, todo blanco y nuevo, y más parecido en su simplicidad, a un templo anglicano que a una iglesia católica. Había, como ya lo he dicho, en el fondo algunos cuadros; el altar, muy modesto, estaba adornado con bellas luces, con flores siempre frescas y con telas preciosas. La nave estaba dividida en tres partes: el coro, en el que sólo entraban los padres y algunas personas extrañas con permiso especial en los días de fiesta; el antecoro, en donde se situaban las pensionistas, las criadas y las locatarias; el coro trasero o coro de las damas en donde se situaban las religiosas. Este último santuario era de madera, se le enceraba todas las mañanas así como las sillas de las monjas, que estaban colocadas en un medio círculo siguiendo a la muralla del fondo y que eran de bello nogal brillante como un espejo.

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Una religiosa arrodillada al fondo del coro trasero quedó rezagada después de haber meditado bastante, y queriendo leer, atravesó el antecoro y encendió una pequeña vela en la lámpara del santuario. Cuando las religiosas entraban allí, no saludaban arrodillándose, se prosternaban literalmente delante del altar, y allí se quedaban un instante como aplastadas. Como aniquiladas delante del santo de los santos. La que llegó en ese momento era grande y solemne. Debía ser la señora Eugénie, la señora Xavier o la señora Monique. No podíamos reconocerlas, porque siempre entraban cubiertas con el velo y todo el cuerpo con un gran abrigo negro que flotaba detrás de ellas. Esa vestimenta grave, ese caminar lento y silencioso, ese simple acto lleno de gracia, de atraer hacia ella la lámpara de plata elevando el brazo para coger la sortija, el reflejo que la luz proyectó sobre su grande silueta negra cuando volvió a colocar la lámpara, su larga y profunda prosternación sobre el pavimento antes de retomar, en el mismo silencio y con la misma lentitud, el camino desde su asiento, todo, hasta el incógnito de esa religiosa que parecía un fantasma listo a descubrir las losas funerarias para reintegrarse a la suya de mármol, me causó una emoción mezclada con un terror y con una felicidad extraña. La poesía del santo lugar se adueñó de mi imaginación y me quedé todavía después que la monja hubo hecho su lectura y se hubo retirado. El tiempo corría, había sonado la hora de la plegaria, e iban a cerrar la iglesia. Me había olvidado de todo. No sé lo que pasó en mí. Respiraba una atmósfera de una suavidad indecible, y la respiraba más con el alma que con los sentidos. De repente, no sé qué estremecimiento se apoderó de mi ser, un vértigo pasó delante de mis ojos como si un sudario me hubiese envuelto. Creí escuchar una voz que murmuraba en mi oído: «Tolle, lege.» Me volví, creyendo que podría haber sido Marie Alicia la que me hablaba. Estaba sola. No me hice una ilusión orgullosa, no creí en un milagro. Me

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di perfecta cuenta de la especie de alucinación en que había caído. No me asombró ni me atemorizó. No traté de aumentarla ni de alejarla. Solamente sentí que la fe se apoderaba de mí, como lo había deseado, con el corazón. Me sentí tan agradecida, tan feliz, que un torrente de lágrimas inundó mi rostro. Sentí todavía más que nunca a Dios, que mi pensamiento abrazaba y aceptaba plenamente el ideal de justicia, de ternura y de santidad que jamás había yo puesto en duda, pero con el que jamás me había encontrado en una comunicación directa: sentí al fin esta comunicación establecerse de repente, como si un obstáculo invencible se hubiese abismado entre el ardor infinito y el fuego mezclados de mi alma. Veía un camino vasto, inmenso, sin trabas, abrirse delante de mí; estaba impaciente por iniciarlo. Ya no estaba detenida por ninguna duda, por ninguna frialdad. El temor de arrepentirme, de dudar en mí misma, ni me vino al pensamiento. Era de esos que marchan sin mirar detrás, que dudan largo tiempo delante de cualquier Rubicón que deben pasar, pero que, al tocar la orilla, no ven ya la que acaban de abandonar. –¡Sí, sí; el vuelo se ha roto –me decía yo–, veo que el cielo se abre, iré! ¡pero ante todo, rindamos pleitesía! « «¿A quién? ¿Cómo? ¿Cuál es tu nombre? –decía yo todavía al dios desconocido que me el amaba–. ¿Cómo te rogaré? ¿Qué lenguaje digno de ti es capaz de manifestar todo mi amor? Lo ignoro; pero no importa, tú lees en mí; ves bien que te amo.» Y mis lágrimas corrían como una lluvia tempestuosa, mis sollozos desgarraban mi pecho, había caído detrás de mi banco y regaba literalmente el suelo con mis lágrimas. La hermana que llegaba para cerrar la iglesia escuchó mis gemidos; buscó, no sin temor, y vino hacia mi sin reconocerme, sin que yo misma la reconociese bajo su velo y en las tinieblas. Me levanté rápidamente y salí sin intentar mirarla ni hablarle. Volví tanteando a mi celda; era todo un viaje. La casa estaba tan bien provista de corredores, que lindaba con la misma iglesia;

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me era preciso hacer cantidades de vueltas, circuitos que me llevaban por lo menos cinco minutos si subía de prisa. La última escalera, aunque bastante larga y poco directa, estaba tan gastada que era imposible franquearla sin precaución y sin agarrarse bien de la cuerda que servía de pasamanos; en el descenso, os precipitaba hacia adelante a pesar de todos los cuidados. Habían hecho la plegaria sin mí en la clase; pero esa noche, yo había rezado mejor que nadie. Me dormí quebrada por la fatiga, pero en un estado de beatitud indecible. Al día siguiente, «la condesa», quien por casualidad se había dado cuenta de mi ausencia en la plegaria, me preguntó en dónde había pasado la velada. Yo no era mentirosa y le respondí sin vacilar: –En la iglesia. Me miró dudosamente, vio que yo decía la verdad y guardó silencio. No fui castigada; no sé qué reflexiones le sugirió mi franqueza. No busqué a la señora Alicia para abrirle mi corazón. No hice ninguna declaración a mis amigas diablos. No sentía ninguna prisa de divulgar el secreto de mi felicidad. No tenía la menor vergüenza. No tuve que librar ninguna especie de combate contra lo que los devotos llaman: «respeto humano»; pero me sentí avariciosa de mi alegría interior. Esperaba con impaciencia la hora de la meditación en la iglesia. Todavía sentía en mi oído el «¡tolle, lege!, de mi velada de éxtasis. Tardaba en releer el libro divino: y, sin embargo, no lo abrí más. Soñaba, me lo sabía casi de memoria, lo contemplaba, por así decirlo, en mi misma. El lado milagroso que me había sorprendido no me interesó más. No solamente no tenía ninguna necesidad de examinar, sino que sentía como una especie de desconfianza por el examen; después de la potente emoción que yo había gustado en su plenitud, me decía que era necesario estar loca o ser tontamente enemiga de mí misma para analizar, comentar, discutir el origen de semejantes delicias.

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A partir de ese día, toda lucha cesó, mi devoción tuvo todo el carácter de una pasión. Una vez encaminado el corazón, la razón fue despedida resueltamente, con una especie de alegría fanática. Aceptaba todo, creía en todo, sin combates, sin sufrimientos, sin pena, sin falsa vergüenza. ¡sonrojarse por lo que se adora resultaba imposible! ¡tener necesidad del asentimiento de otros para darse sin reservas a lo que uno siente perfecto y deseado en todos sus puntos! Yo tenía algo excelente, un carácter independiente; pero no era cobarde, no hubiese podido serlo aunque lo hubiese intentado. *** Pero ha llegado el momento en que yo debo hablar de mí aisladamente, porque mi fervor me hizo llevar, durante algunos meses, una vida solitaria y sin distracciones aparentes. Mi súbita conversión no me dio tiempo de respirar. Entregándome por entero a mi nuevo amor, quise saborear todas las alegrías. Fui a buscar a mi confesor para rogarle que me reconciliara oficialmente con el cielo. Era un viejo cura, el más paternal, el más simple, el más sincero, el más casto de los hombres, y, sin embargo, era un jesuita, «un padre de la fe», como se decía después de la revolución. Pero en él no había otra cosa que la rectitud y la caridad. Se llamaba abate de Prémord y confesaba a la menor parte del rebaño ; porque el abate de Villéle, quien era el director de la comunidad y de las pensionistas, no daba abasto. –Padre mío –dije al abate–, sabéis bien cómo me he confesado hasta el día de hoy, vale decir que sabéis que no me he confesado en absoluto. He venido para recitaros una fórmula de examen de conciencia que corre en la clase y que es la misma para todas aquellas que vienen a confesar, forzadas y obligadas. También jamás me habéis dado la absolución, puesto que no os

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la he pedido. Hoy os la pido y quiero arrepentirme y acusarme seriamente. Pero os aseguro que no sé cómo empezar, porque no recuerdo ningún pecado voluntario; he vivido, he pensado, he creído como me han enseñado. Si negar la religión era un crimen, mi conciencia, que estaba muda, no me sirvió de nada. Sin embargo, debo hacer penitencia, ayudadme a conocerme y a ver en mi mismo lo que tengo de culpable y lo que no. –Espera, hija mía –me dijo él–. Veo que esto es una confesión general, como se dice, y que tenemos mucho que hablar. Siéntate. Estábamos en la sacristía, cogí una silla y le pregunté si quería interrogarme. –Nada de eso –me dijo–; jamás pregunto: he aquí la única que te haré. ¿Tienes la costumbre de buscar tus exámenes de conciencia en formularios? –Sí, pero es que hay muchos pecados que creo que no he cometido porque no les comprendo. –Está bien, te prohibo que vuelvas a consultar ningún formulario y buscar los secretos de tu conciencia en otros lugares que en ti misma. Ahora hablemos. Cuéntame simple y tranquilamente toda tu existencia, tal como la recuerdas, tal como la concibes y la juzgas. No arregles nada, no busques ni el bien ni el mal de tus actos y de tus pensamientos, no veas en mí ni a un juez ni a un confesor, háblame como a un amigo. Te dirá en seguida lo que creo deba alentarse o corregirse en ti, por el interés de tu salvación, vale decir, de tu felicidad en esta vida y en la otra. Este planteamiento me hizo sentirme cómoda. Le conté mi vida con efusión, menos extensamente que aquí, pero con los detalles suficientes y precisos, sin embargo, para que el relato durase más de tres horas. El excelente hombre me escuchó con una atención sostenida, con un interés paternal; varias veces le vi enjugarse sus lágrimas, sobre todo cuando yo estaba llegando

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al fin y le exponía simplemente, cómo la gracia me había tocado en el momento en que más perdida estaba. El abate de Prémord era un verdadero jesuita y al mismo tiempo un hombre honesto, un corazón sensible y dulce. Su moral era pura, humana, viviente por así decirlo. No empujaba al misticismo, predicaba en la tierra con una gran unción y un gran señorío. No quería que uno se absorbiese en el sueño anticipado de un mundo mejor, olvidándose del arte de conducirse bien en éste ; por esto precisamente digo que era un verdadero jesuita, a pesar de su candor y su virtud. Cuando hube terminado de hablar, le pedí que me juzgara y que encontrase los puntos en los que yo era culpable, a fin de que, arrodillándome delante de él, me acordase de ellos en confesión y me arrepintiese para merecer una absolución general. Pero él respondió: –Tu confesión ya está hecha. Si no has sido alumbrada antes por la gracia no ha sido culpa tuya. Es ahora, sin embargo, cuando deberás sentirte culpable si perdieses los frutos de las saludables emociones que has vivido. Arrodíllate, para recibir la absolución que voy a darte con todo, mi corazón. Cuando hubo pronunciado la fórmula sacramental, me dijo: –Ve en paz, podrás comulgar mañana. Vive calmada y alegre; no enturbies tu espíritu con remordimientos inútiles; agradece a Dios por haber tocado tu corazón; vive toda la ebriedad de una santa unión de tu alma con el salvador. Era hablarme como es debido; pero se verá pronto que esa quietud santa no bastaba al ardor de mi celo y que yo era cien veces más devota que mi confesor; sea dicho esto en alabanza de ese digno hombre, había conseguido, creo yo, el estado de perfección y ya no conocía las tormentas de un proselitismo ardiente. Sin él creo que yo hubiese sido ahora una loca o una religiosa enclaustrada. Me curó de una pasión delirante por el ideal

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cristiano. Pero en ello, ¿fue cristiano católico o un hombre jesuita del mundo? Al día siguiente, comulgué; era el día de la asunción, el 1 de agosto. Tenía quince años y no me había aproximado al sacramento desde mi primera comunión en La Châtre. Fue en la noche del 4 de agosto cuando sentí esas emociones, esos ardores desconocidos que yo llamaba mi conversión. Puede verse que fui directa a la meta; estaba impaciente por hacer acto de fe, y de rendir, como decían, testimonio delante del señor. Ese día de verdadera primera comunión me pareció el más bello de mi vida, de tan plena de efusión que me sentí y al mismo tiempo de poder en mi creencia. No sé cómo rezaba. Las fórmulas consagradas no me bastaban, las hacía para obedecer a la regla católica, pero después pasaba horas enteras sola en la iglesia, y rezaba abundantemente, enviando mi alma a los pies del eterno y con mi alma, mis lloros, mis recuerdos del pasado, mis intentos para el porvenir, mis afectos, mis dedicaciones, todos los tesoros de una juventud abrazada que se consagraba y se daba sin reservas a una idea, a un bien inalcanzable, a un sueño de amor eterno. Formalmente, esta ortodoxia en la que me sumergía era pueril y estrecha, pero en mí llevaba el sentimiento de lo infinito. ¡Y qué llama no alumbra este sentimiento en un corazón virgen! Cualquiera que lo haya experimentado, sabe bien que ningún afecto terrestre puede dar semejantes satisfacciones intelectuales. Ese Jesús, tal como los místicos lo han interpretado y vuelto a hacer a su modo, es un amigo, un hermano, un padre, cuya presencia eterna, su solicitud infatigable, su ternura, su infinita mansedumbre no pueden compararse a nada real ni posible, no apruebo que las religiosas hayan hecho de él su marido. Hay allí algo que debe servir de alimento al misticismo histórico, la forma más repugnante que el misticismo puede tomar. Este amor ideal por el Cristo no esta en peligro en la edad en que las pasio-

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nes humanas son mudas. Más tarde, se presta a las aberraciones del sentimiento y a las quimeras de la imaginación turbada. Nuestras religiosas inglesas no eran nada místicas, afortunadamente para ellas. El verano pasó para mí en la más completa beatitud. Comulgaba todos los domingos y algunas veces hasta dos días seguidos. He encontrado fabulosa la idea materializada de comer la carne y beber la sangre de un Dios; pero, ¿qué me importaba entonces? Yo no pensaba, estaba bajo el imperio de una fiebre que no razonaba y me sentía feliz no razonando. Me decía: «¡Dios está en ti, palpita en tu corazón, llena tu ser de su divinidad; la gracia circula en ti con la sangre por tus venas!» Esta identificación completa con la divinidad se hacía sentir en mi como un milagro. Ardía literalmente como Santa Teresa; ya no dormía, no comía, caminaba sin darme cuenta de los movimientos de mi cuerpo; me condenaba a unas austeridades que no tenían mérito, porque ya no tenía nada que inmolar, cambiar o destruir en mí. No sentía la tristeza del que es joven. Llevaba en el cuello un escapulario de filigrana, que me purizaba como un cilicio. Sentía el frescor de las gotas de mi sangre y en lugar de dolor era una sensación agradable. En fin, vivía en un éxtasis, mi cuerpo era insensible, ya no existía. El pensamiento se desarrollaba insólitamente. ¿Era eso el pensamiento? No, los místicos no piensan. Sueñan sin cesar, contemplan, aspiran, arden, se consumen como lámparas y no sabrían darse cuenta de esa forma de existencia, que es especial y que no puede compararse a nada. Creo ser poco intangible para aquellos que no hayan pasado por esta enfermedad sagrada, porque yo recuerdo el estado en el cual viví durante algunos meses sin poder definirmelo a mi misma. Me había vuelto buena, obediente y laboriosa, no hice ningún esfuerzo para ello. En el momento en el que el corazón estaba tornado, no me costaba nada actuar de acuerdo con mis creen-

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cias. Las religiosas me trataron con un gran afecto, pero, debo decirlo, sin ningún engaño y sin buscar, por cualquier medio, la seducción, que generalmente se reprocha a las comunidades religiosas por ejercerlo en sus alumnas, para inspirarme más fervor. Su devoción era calmosa, un poco fría, tal vez, digna y, sin embargo, orgullosa. Excepto una solamente tenían una carencia del don y la voluntad del proselitismo efectivo, quizá porque esta reserva respondiese al espíritu de su orden o al carácter británico, que no podían abandonar. Y además, ¿qué muestras, qué exhortaciones pudieran haberme hecho? ¡Me entregaba tan enteramente a mi fe, tan lógica en mi entusiasmo! No era posible una frialdad, olvido, abandono en un espíritu afiebrado como el mío. La cuerda estaba demasiado tensa para aflojarse sola; se hubiera roto. Marie Alicia continuó siendo angelicalmente buena conmigo. No me amó más que antes y ésta fue una razón para que yo la amara más. Al gustar la dulzura de esta amistad maternal tan pura y tan firme, yo saboreaba la perfección de esa alma escogida que me quería por mí misma, puesto que ya había amado a la pecadora, a la criatura ingobernable e ingobernada, tanto como a la conversa, a la criatura sumisa y devota. La señora Eugenia, que siempre me había tratado con una indulgencia demasiado parcial, se volvió mas severa cuanto más razonable yo me volvía. Sólo pecaba distraídamente y ella me regañaba un tanto duramente por eso, a pesar de lo involuntarias que eran mis faltas. Un día mismo en que, perdida en mis sueños piadosos. Yo no había escuchado una orden que ella me daba, me castigó sin misericordia con el gorro de dormir. ¡El gorro de dormir a «santa Aurora»! (así me llamaban los diablos). Causó sorpresa y bastante estupor en toda la clase: –¡Ya veis –decían–, esta mujer contradictoria ama a los diablos y después que uno ha caído sobre la pila bautismal, no puede soportarlo más!

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El gorro de dormir no me afectó, tenía conciencia de mi inocencia y hasta le agradecí a la señora Eugenia el que me hubiese castigado a mi en lugar de otra en un caso parecido. Yo no pensaba que ella me amaba menos, porque me otorgaba su preferencia como a escondidas. Si sufría o estaba triste, venía por la noche a mi celda y me interrogaba fríamente, hasta burlonamente; pero ponía de su parte mucho más que las demás, esa divertida solicitud ese deseo de ir a verme a mi, deseo que no había sentido por ninguna otra que yo sepa. Yo no sentía el deseo de abrirle mi corazón como en el caso de Marie Alicia, pero era sensible a esa parte afectuosa que podía darme y besaba con reconocimiento su mano larga, blanca y fría. Fue en medio de mi primer fervor cuando inspiré una amistad que fue considerada más extraña todavía que la que le inspiraba a la señora Eugenia, pero que me ha dejado los más dulces y más queridos recuerdos. En la lista de nuestras religiosas, he nombrado a una hermana conversa, la hermana Heléne, de la cual no he hablado ampliamente por pretender hacerlo en el justo momento en que su existencia se unió a la mía; he aquí el momento. Atravesaba yo el claustro, un día, cuando vi a una hermana conversa sentada en la última tabla de la escalera, pálida, yaciente, bañada en un sudor frío. Estaba situada entre dos orinales fétidos que bajaba del dormitorio para vaciarlos. Su fetidez había vencido a su coraje y a sus fuerzas. Estaba pálida, delgada, camino de volverse tísica. Era Heléne, la más joven conversa, consagrada a las funciones más penosas y más repugnantes del convento. A causa de ello nadie la apreciaba entre las pensionistas. Hubieran temblado al sentarse cerca de ella; evitaban hasta rozar su hábito. Era fea, de tipo vulgar, llena de pecas en una piel como terrosa. Y sin embargo, esa fealdad tenía algo de atrayente; esa figura calmosa en el sufrimiento tenía como una costumbre y

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una indiferencia hacia el sufrimiento que al principio no se comprendía bien y que se hubiera podido tomar como una indiferencia grosera, pero que se revelaba cuando uno había leído en su alma y los indicios confirmaban el poema oscuro y rudo de su pobre vida. Sus dientes eran los más bellos que jamás he visto; blancos, pequeños, sanos y dispuestos como en un collar las perlas. Cuando se hablaba de una belleza ideal, se mencionaban los ojos de Eugenia Izquierdo, la nariz de Maria Dormer, los cabellos de Sophie y los dientes de la hermana Heléne. Cuando la vi tan desfalleciente, corrí hacia ella; la sostuve en mis brazos; no sabía qué hacer para socorrerla. Quería subir al taller, llamar a alguien. Recobró fuerzas para impedírmelo y, al levantarse, quiso recoger lo que había dejado y continuar su trabajo ; pero tenía un aspecto tan horrible, que no me hizo falta mucha virtud para coger yo sus baldes y llevarlos con su lugar. La volví a encontrar con la escoba en las manos, dirigiéndose hacia la iglesia. –Hermana –le dije–, se está matando. Está demasiado enferma para trabajar hoy. Déjeme decírselo a Gallinita para que ella envíe a alguien para que limpie la iglesia y así usted se va a acostar. –¡No, no! –dijo ella, sacudiendo su cabeza pequeña y obstinada–, no necesito ayuda; siempre puede hacerse lo que uno quiere; yo quiero morir trabajando. –Pero es un suicidio –le dije–, y Dios prohibe buscar la muerte, aun con el trabajo. –Tú no entiendes nada –repuso–. Me espanta morir, pero pronto lo haré. Estoy condenada por los médicos. Y bien, prefiero reunirme con Dios dentro de dos meses, mejor que dentro de seis. No me atreví a preguntarle si hablaba así por fervor o por desesperación; le pregunté solamente si me permitía ayudarla a limpiar la iglesia, puesto que yo estaba de recreo. Consintió, diciéndome:

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–No necesito ayuda, pero no hay que rechazar a un alma que quiere hacer un acto de caridad. Me enseñó cómo había que hacer para encerar la madera del coro trasero, para limpiar el polvo y para frotar las sillas de las monjas. No era difícil e hice un lado del hemiciclo mientras que ella hacia el otro; pero, joven y fuerte como yo era, el trabajo me agotó, mientras que ella, endurecida por la fatiga y ya repuesta de su desvanecimiento –tenía el aspecto de una muerta y la lentitud aparente de una tortuga–, terminó su tarea más rápido y mejor que yo. Al día siguiente era un día de fiesta; no para ella, puesto que todas las jornadas exigían los mismos cuidados domésticos. El azar me hizo encontrarla otra vez cuando iba a hacer las camas del dormitorio. Habia treinta y pico. Me preguntó si quería ayudarla, no porque quisiese alivio en el trabajo, sino porque mi compañía comenzaba a gustarle. La seguí con un movimiento de agrado que fue natural, no me empujó la dedicación religiosa que inspira el amor a la pena. Cuando el trabajo se terminó, disminuido a la mitad por mi ayuda, nos quedaron algunos instantes para descansar, y la hermana Heléne, sentándose sobre un cofre, me dijo: –Ya que eres tan complaciente, podrías enseñarme un poco de francés, porque no sé decir una palabra y eso me acompleja con las sirvientas francesas a quienes tengo que dirigirme. –Su ruego me, alegra –le dije–. Me prueba que ya no piensa más en morir dentro de dos meses, sino en conservarse la mayor parte del tiempo posible. –No quiero otra cosa que lo que Dios quiera– repuso . No busco la muerte, pero tampoco la evito. –No puedo dejar de desearla, pero no la exijo. Mi existencia durará tanto como el señor quiera que dure. –Mi buena hermana –le dije–, ¿está entonces usted seriamente enferma? –Los médicos pretenden que si respondió ella–, y hay mo-

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mentos en los que sufro tanto que hasta creo que tienen razón. Pero, después de todo, me siento fuerte, así que bien podrían equivocarse. ¡Vamos, que sea lo que Dios quiera! Se levantó, agregando: –¿Querrás venir esta noche a mi celda?; me darás la primera lección. Consentí penosamente, pero sin vacilar. Esta pobre hermana me inspiraba, a pesar mío, repugnancia; no su persona, sino sus vestidos, que eran inmundos y cuyo olor me daba náuseas. Y después, amaba mucho más mi hora de éxtasis, la noche en la iglesia, que el aburrimiento de dar una lección de francés a una persona muy poco inteligente y que sabía muy mal también el inglés. Me resigné, sin embargo, y, llegada la noche, entré por primera vez en la celda de la hermana Heléne. Fui agradablemente sorprendida al encontrarla limpísima y perfumada con el olor de los jazmines que subía basta su ventana. La pobre hermana era limpia también; tenía su vestido de sarga violeta, sus pequeños objetos para su arreglo bien colocados sobre una mesa atestiguaban el cuidado que daba a su persona. Vio en mis ojos y esto me preocupó. –Estás asombrada –me dijo– por encontrar limpia y hasta rebuscada en esa cuestión a una persona que cumple sin pena las más viles funciones. Es porque tengo horror a la suciedad y a los malos olores por lo que he aceptado alegremente esas funciones. Cuando llegué a Francia me sentí enferma al ver el fogón sucio y las cerraduras oxidadas. En nuestra casa, nos mirábamos en la madera de los muebles y en los hierros de los utensilios. Creí no habituarme jamás a vivir en un país en donde eran tan negligentes. Pero para hacer limpieza hace falta tocar las cosas sucias. Ya ves que mi gusto debía hacerme tomar el estado que me ha sugerido para trabajar en mi salvación. Dijo todo esto riéndose; porque era alegre como las perso-

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nas muy valientes. Le pregunté lo que había sido antes de ser religiosa y se puso a contarme su historia en un pésimo inglés, en una lengua simple y rústica cuya grandeza e ingenuidad me sería imposible volear en estas páginas. Esta historia simple y terrible me inspiró de golpe una predilección entusiasta por la hermana Heléne. Vi en ella una santa de la antigüedad, ruda, ignorante de las delicadezas mundanas y de los compromisos del corazón con la conciencia, una ardiente fanática y tranquila parecida a Juana de Arco o a santa Genoveva. Era, de hecho, una mística, la única, creo, que hubo en la comunidad: tampoco era inglesa. Tocada como por un contacto eléctrico, le tomó las manos y exclamó: Sois más fuerte en vuestra simplicidad que todos los doctores del mundo y creo que me mostréis, sin quererlo, el camino que debo seguir. ¡Seré religiosa! –¡Tanto mejor! –me dijo ella con la confianza y la rectitud de un niño: serás hermana conversa conmigo, trabajaremos juntas. Me pareció que el cielo me hablaba por boca de esta inspirada. Al fin había yo encontrado una verdadera santa como las que yo había soñado. Mis otras monjas eran como ángeles terrestres, quienes, sin lucha ni sufrimientos, gozaban anticipadamente de la paz del paraíso. Esta era una criatura más humana y más divina al misma tiempo. Más humana, porque sufría; más divina, porque le gustaba sufrir. No había buscado la felicidad, el reposo, la ausencia de las tentaciones mundanas, la libertad del recogimiento en el claustro. ¡Las seducciones del siglo!, pobre hija de los campos, nutrida de trabajos groseros, no los conocía sin embargo. Sólo había soñado y conseguido un martirio diario, lo había entrevisto con la lógica salvaje y grandiosa de la fe primitiva. Era exaltada hasta el delirio bajo una apariencia fría y estoica. ¡que naturaleza poderosa! Su historia me hacía

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temblar y arder. La veía en los campos, escuchando, como nuestra «gran pastora» (1), las voces misteriosas en las ramas de las encinas y en los murmullos de las hierbas. La veía pasando por debajo del cuerpo de ese niño, hermoso cuyas lágrimas caían sobre mi corazón y pasaban por mis ojos. La veía sola y de pie en el camino, fría como una estatua y el corazón atravesado, sin embargo, por los siete dardos del dolor, elevando su mano alada hacia el cielo y reduciendo al silencio, por la energía de su voluntad, toda esa familia gimiente y llena de respeto. –¡Oh, santa Heléne me decía yo al irme–, tenéis razón, estáis en lo cierto!, estáis de acuerdo con vos misma. ¡Si!, cuando se ama a Dios con todas las fuerzas, cuando se lo prefiere a todo lo demás, no puede una dormirse en el camino; no debe esperarse órdenes, debe uno dárselas; se debe correr hacia los sacrificios. ¡Si!, me habéis abrasado con el fuego de vuestro amor y me habéis mostrado la senda. Seré religiosa; seré una desesperación para mi familia, y la mía por consecuencia. Es preciso esa desesperación para poder tener el derecho de decirle a Dios: «¡Te amo!» Seré religiosa y no «dama de coro», pues viven en una simplicidad rebuscada y en un abandono beato. Seré hermana conversa, sirvienta agotada de fatiga, barredora de tumbas, encargada de las inmundicias, todo lo que quieran, aunque sea olvidada después de haberme maldecido los míos; a pesar de que, devorando la amargura de la inmolación, no tenga más que a Dios como testigo de mi suplicio y su amor como recompensa.» No tardé en confiar a Marie Alicia mi proyecto de profesar. No se sobresaltó. La digna y razonable mujer me dijo sonriendo: –Si esta idea te agrada, cuídala, pero no la tomes muy en serio. Hay que ser muy fuerte para poner en ejecución una cosa dificil. Tu madre no consentirá voluntariamente, tu abuela todavía menos. Dirán que te hemos inducido y no es esa nuestra intención ni nues-

tra manera de actuar. No acariciamos las vocaciones en sus comienzos, las esperamos en su completo desarrollo. Todavía no te conoces a ti misma. Crees que se madura de un día para otro; vamos, vamos, «mi querida hermana», todavía pasará mucha agua bajo el puente antes de que firmes ese escrito que ves allí. Y me mostró la formula de sus votos. Escrita en latín en un pequeño cuadro de madera negra encima de su reclinatorio. Esta fórmula, contraria a la legislación francesa, era un eterno contrato; la firmaban en una mesita sobre la cual, en el medio de la iglesia, se posaba el santo sacramento. Sufrí un poco las dudas de Marie Alicia sobre mi vocación, pero me defendía de este sufrimiento como de una revuelta de mi orgullo. Solamente seguía creyendo, sin decir nada, que la hermana Heléne tenía una mayor vocación. Marie Alicia era feliz, lo decía sin afectación y sin énfasis, y uno veía que era sincera. A veces, decía: «La mayor felicidad es la de estar en paz con Dios. No lo hubiese estado en el mundo, no soy una heroína, poseo el temor y tal vez el sentimiento de mi debilidad. El claustro me sirve de refugio y la regla monástica de higiene moral; atemperando estas ayudas poderosas, sigo mi camino sin muchos esfuerzos ni méritos.» Así razonaba esta alma profundamente humilde, o si se quiere, este espíritu perfectamente modesto. Era, a pesar de todo, más fuerte de lo que creía. Cuando yo trataba de razonar con ella a la manera de la hermana Heléne, sacudía dulcemente la cabeza: –Niña mía me decía–, si buscas el mérito del sufrimiento, lo encontrarás de sobra en el mundo. Piensa que una madre de familia, aunque no sea más que por traer hijos al mundo, sufre y trabaja más que nosotras. El sacrificio de la vida claustral puede compararse con el que una buena esposa y una buena madre deben imponerse todos los días. No te atormentes el espíritu y espera lo que Dios te inspire cuando estés en la edad de elegir. El sabe mejor que tú

(1) Juana de Arco.

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y que yo lo que te conviene. Si deseas sufrir, tranquilízate, la vida te servirá para eso y tal vez encuentres, si tu amor por el sacrificio persiste, que es en el mundo y no en el convento el lugar donde encuentres tu martirio. Su bondad me imponía respeto y fue ella quien me preservó de pronunciar esos votos imprudentes que las muchachas jóvenes hacen algunas veces, adelantándose en el secreto de su efusión delante de Dios; determinaciones terribles que pesan a veces durante toda una vida sobre las conciencias timoratas, y que no se violan, aunque no hayan sido recibidas por Dios, sin dañar gravemente la dignidad y la salud del alma. Sin embargo, yo no me defendía del entusiasmo de la hermana Heléne; la veía todos los días, espiaba la ocasión y el medio de ayudarla en sus rudos trabajos, consagrando mis ratos de ocio del día a compartirlos, y los de la noche a darle lecciones de francés en su celda. Tenía, ya lo he dicho, poca inteligencia y apenas sabía escribir. Le enseñé más inglés que francés, porque pronto me di cuenta que era por el inglés por donde debíamos comenzar. Nuestras lecciones no duraban apenas media hora. Ella se cansaba rápidamente. Esta cabeza tan fuerte, tenía más voluntad que poder. Disponíamos, entonces, de media hora para charlar, y yo amaba nuestro entretenimiento, que, sin embargo, era parecido al de una criatura. Ella no sabía nada, no deseaba saber nada fuera del circulo estrecho en el que su vida se había encerrado. Tenía una profunda desconfianza hacia toda ciencia ajena a la vida práctica, muy característica del campesino. En frío, hablaba muy mal, no encontraba palabras comunes y no podía enhebrar sus ideas, pero cuando el entusiasmo volvía, tenía unos arranques de una espontaneidad sublime, unas palabras llenas de una extraña profundidad en su infantil concisión. No dudaba de mi vocación, no trataba de retenerme y hacerme vacilar en mi entrenamiento; creía en la fuerza de los de-

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más como en la suya propia. No aturdía su espíritu con ningún obstáculo y se persuadía de que debía ser muy fácil obtenerme una dispensa para entrar en la comunidad, a pesar de las prohibiciones de la regla, que no admitía nada más que inglesas, escocesas o irlandesas en el convento. Confieso que la idea de ser religiosa en otro que no fuera el convento de las inglesas me hacía temblar, prueba de que realmente no tenía una vocación firme; y como yo le confesaba la duda de esta preferencia por nuestro convento, ella me apoyaba con una indulgencia adorable. Quería encontrar mi preferencia legiítima, y esta pereza del corazón no alteraba, según ella, la excelencia de mi vocación. Ya he dicho en alguna parte de esta obra, a propósito de La Tour D’Auvergne, según creo, que lo que certifica una verdadera grandeza es no pensar jamás en exigir de los demás las grandes cosas que uno mismo se impone. La hermana Heléne, esta criatura llena de instintos sublimes, estaba de acuerdo conmigo. Había abandonado a su familia y a su país. Había llegado con alegría a enterrarse en el primer convento que le habían designado y ella consentía en dejarme elegir mi retiro y «arreglar» mi sacrificio. Era suficiente, a sus ojos, que una persona como yo, que ella consideraba con un gran espíritu (porque yo sabía mi idioma mejor que ella el suyo), aceptase deliberadamente la idea de ser hermana conversa en lugar de preferir ir a una clase. Hacíamos, entonces, nuestros castillos de naipes juntas. Ella me buscaba un nombre, el de Marie Augustine, que yo había elegido en el día de mi confirmación, y que ya llevaba Gallinita. Ella me destinaba una celda vecina a la soya. Ella despertaba mi amor por la jardinería, animándome a cultivar flores en el prado. Había conservado el gusto de picar la tierra, y como yo era demasiado grande como para hacer un pequeño jardín para mí sola, me pasaba la mayor parte de los recreos removiendo el pasto y dibujando avenidas en los jardincitos de las pequeñas. También era curiosa la adoración que las niñas me tenían. En la clase

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superior se burlaban un poco. Anna suspiraba por mi embrutecimiento sin dejar de ser buena y afectuosa. Pauline de Portcarré, mi amiga de la infancia, que había entrado en el convento seis meses después que yo, decía a su madre, delante de mi, que me había vuelto imbécil, porque ya no podía vivir sin la hermana Heléne y sin las niñas de siete años. Había, sin embargo, comenzado una amistad que me debió reconciliar con la opinión de las más inteligentes, puesto que era la persona más inteligente del convento. Todavía no he hablado de Elisa Anster, a pesar de que es una de las figuras más notables en esta serie de retratos de mi relato. He querido guardarla como joya principal de esta preciosa corona. Un inglés, el señor Anster, sobrino de la señora Canning, nuestra superiora, se había casado en Calcuta con una bella india, la cual había tenido muchos niños, doce, tal vez catorce. El clima los había devorado a todos en sus primeros días, excepto un hijo, que se hizo cura, y dos hijas: Layinia, que ha sido compañera mía en la clase pequeña; Elisa, su hermana mayor, mi amiga de la clase superior, quien es hoy superiora de un convento en Cork, Irlanda. El señor y la señora Anster, viendo perecer a todos sus hijos, cuya organización espléndida parecía secarse de golpe en un medio contrario, y no pudiendo abandonar sus asuntos, hicieron el esfuerzo de separarse de los tres que les quedaban. Los enviaron a Inglaterra, a la señora Blount, hermana de la señora Canning. Esta es la historia al menos que en el convento se contaba. Más tarde, he escuchado otra: pero, ¿qué importa? El hecho cierto es que Elisa y Lavinia se acordaban confusamente de su madre llorando desesperadamente sobre la orilla india, mientras que el navío se alejaba rápidamente. Puestas en el convento de Cork, en Irlanda, Elisa y Lavinia vinieron a Francia cuando la señora Blount se decidió a habitar con su hija y sus dos sobrinas nuestro convento de las inglesas. ¿Tenía dinero esta familia? Lo igno-

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ro no se ocupaba nadie de esto entre las devotas. Creo que el padre estaba todavía en la India cuando conocí a sus hijas. La madre estaba también seguramente y no había visto a sus hijas desde hacía doce años. Lavinia era una criatura encantadora, tímida, impresionable, sonrojándose siempre, de una dulzura perfecta, lo que no le impedía ser un poco diablo y nada devota. Sus tías y su hermana la regañaban a menudo. No se preocupaba mucho. Elisa era de una belleza incomparable y de una inteligencia superior. Era el más admirable resultado de la unión de la raza inglesa con el tipo indio. Tenía un perfil griego de una pureza de líneas exquisitas, un cutis de lilas y rosas sin hipérbole, cabellos castaños magníficos, ojos azules de una dulzura y de una penetración chocantes, una especie de fiereza acariciante en la fisonomía ; la mirada y la sonrisa anunciaban la ternura de un ángel; la frente recta; el ángulo facial fuertemente marcado; un no sé qué cuadrado en una figura magnífica en proporciones, revelaba una gran voluntad, un gran poder y un gran orgullo. Desde su más tierna infancia, todas las fuerzas de esta alma vigorosa se habían polarizado en la piedad. Nos llegó santa, como siempre la he conocido, segura en su resolución de hacerse religiosa y cultivando en su corazón una única amistad exclusiva: el recuerdo de una religiosa de su convento irlandés, la hermana Maria Borgia de Chantal, quien siempre alentó su vocación y con la cual se reunió más tarde al tomar el velo. La más grande muestra de amistad que me dió ha sido un pequeño relicario que siempre tengo sobre mi chimenea y que ella tenía de esa religiosa. Todavía leo en él: «M. de Chantal to E. 1816» Lo quería tanto que me hizo prometer que no me separaría jamás de él, y he cumplido mi palabra. Me ha seguido a todas partes. En un viaje el vidrio se rompió, la reliquia se perdió, pero el medallón está intacto y es el mismo relicario el que se ha convertido en una reliquia para mí.

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Esta bella Elisa era la primera en todos los estudios, la mejor pianista del convento, la que hacía todo mejor que las demás, porque poseía en dosis iguales facultades naturales y una firme voluntad. Hacía todo con vistas a su capacitación para dirigir la educación de las jóvenes irlandesas que le serían confiadas un día en Cork, porque ella prefería su convento de Cork como yo el de las inglesas. Marie Borgia era su Alicia y su Héléne. No concebía ser religiosa en otro convento y su vocación no era menos intensa por ello, porque ha persistido con alegría. Tenía mucha más razón que yo al desear hacerse útil en el claustro. Yo seguía los estudios con sumisión, desde que era devota, pero ya no hacía los progresos que sin serlo había hecho. No tenía otra meta que la de someterme a la regla y pidiéndome mi misticismo inmolar todas las vanidades del mundo, yo no veía la necesidad de que una hermana conversa supiese tocar el piano, dibujar y conocer historia. También, después de tres años de convento, salí más ignorante de lo que había entrado. Hasta había perdido esos accesos amorosos por el estudio que en Nohant había sentido a menudo. La devoción me absorbía mucho más que la diablería en un tiempo. Utilizaba toda mi inteligencia para el beneficio de mi corazón. Cuando había llorado de adoración durante una hora en la iglesia, me quedaba destrozada para todo el resto del día. Estaba dispersada en el santuario, no podía aumentar ya por nada terrestre. No me quedaban ni fuerza, ni empuje, ni penetración, según de lo que se tratara. Me embrutecía –Pauline tenía razón al decirlo–, aunque en otro sentido me engrandeciera. Aprendía a amar otra cosa y no a mí misma: la devoción exaltada posee ese gran efecto sobre el alma que domina, o, al menos, mata al amor propio radicalmente, y, si embrutece en algunas cuestiones, purga de muchas pequeñeces y de preocupaciones mezquinas. Aunque el ser humano sea en la conducta de su vida un abismo de inconsecuencias, una cierta y fatal lógica lo lleva siem-

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pre a situaciones análogas hacia las que su instinto le ha conducido. Recuerdo que a veces yo estaba en Nohant, ante los cuidados y lecciones de mi abuela, en la misma disposición de sumisión inerte y de secreto disgusto que en la que me encontraba en el convento ante los estudios que me imponían. En Nohant, no pensando otra cosa que hacerme obrera con mi madre, había despreciado el estudio como cosa demasiado aristocrática. En el convento, sólo pensando en hacerme criada con la hermana Héléne, despreciaba el estudio como demasiado mundano. No recuerdo cómo llegue a relacionarme con Elisa. Había sido dura y fría conmigo durante mi diablería. Poseía unos instintos dominantes que no podía contener, y cuando un diablo estorbaba su meditación en la iglesia y desordenaba sus cuadernos en la clase, se ponía roja; sus bellas mejillas se teñían rápidamente con un tinte violáceo, sus cejas, de si muy juntas, se unían con un fruncimiento nervioso; murmuraba palabras indignadas, su sonrisa se volvía despreciativa, casi terrible; su naturaleza imperiosa y altiva se traicionaba. Decíamos entonces que la sangre asiática se le subía. Pero era una tormenta pasajera. La voluntad, más fuerte que el instinto, la dominaba. Hacía un esfuerzo, palidecía, sonreía, y esta sonrisa, dibujándose en sus rasgos como un rayo de sol, traía con ella la dulzura, la frescura y la belleza. A pesar de todo, hacía falta conocerla muy bien para amarla, y, en general, era más admirada que buscada. Cuando se me dio a conocer no fue así. Me reveló sus propios defectos con mucha grandeza y me abrió sin reservas su alma austera y atormentada. –Caminamos –me dijo– hacia la misma meta por caminos diferentes. Envidio el tuyo, porque marchas sin esfuerzo y no tienes que sostener ninguna lucha. No amas el mundo, sólo deseas dolores y sufrimientos. La alabanza no te disgusta. Se diría que te des-

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lizas en el claustro por una pendiente fácil y que tu ser no tiene ninguna aspereza que lo retenga. Yo –decía ella (y al hablar así su figura brillaba como la de un arcángel)–, tengo mi orgullo satánico! En el templo estoy como la farisea orgullosa y tengo que hacer un esfuerzo para salir a la puerta, en la que te encuentro a ti, soñolienta, en el humilde lugar del publicano. Tengo un sentimiento de búsqueda en la elección de mi suerte futura en la religión. Quiero obedecer, pero siento también el deseo de mandar. Amo la aprobación, la critica me irrita, la burla me exaspera. No tengo –ni indulgencia instintiva, ni paciencia natural. Para vencer todo esto, para impedirme caer en el mal cien veces al día, me hace falta estar en una continua tensión con mi voluntad. En fin, si sobrenado por debajo del abismo de mis pasiones sufriré mucho y me hará falta una enorme asistencia del cielo. Allí, ella lloraba y se golpeaba el pecho. Me veía forzada a consolarla, yo, que me sentía un átomo al lado suyo. –Es posible –le decía– que yo no tenga los mismos defectos que tú, pero tengo otros, y no tengo ninguna virtud. Como no tengo tu fuerza, las sensaciones vivas me las ahorro. No tengo ningún mérito siendo humilde, porque ya por carácter, por posición social tal vez, desprecio muchas cosas que el mundo estima. No conozco el placer de la alabanza, ni mi persona, ni mi espíritu son notables. Tal vez, yo sería muy vana si tuviera tu belleza y tus facultades; si no tengo el gusto de mandar es porque no tendría jamás perseverancia para gobernar lo que fuese. En fin, recuerda que los más grandes santos han sido aquellos a quienes más les costó llegar a serlo. –¡Es cierto! –exclamaba ella–. Sufrir es glorioso y las recompensas son proporcionales a los méritos. Después, de repente, dejaba caer su cabeza encantadora en sus bellas manos: –¡Ah! –decía suspirando–, ¡eso que yo pienso es todavía un orgullo! Se insinúa dentro de mi por todos los poros y toma to-

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das las formas para vencerme. ¿Por qué quiero yo encontrar la gloria al cabo de mis combates y un más alto lugar en el cielo que tú y la hermana Héléne? Verdaderamente soy un alma muy desgraciada. No puedo olvidarme y abandonarme un solo instante. Quizá estas luchas interiores, la valiente y austera joven, consumía sus más brillantes años; pero parecía que la naturaleza la había formado para eso, porque cuanto más se agitaba más resplandeciente estaba de color y de salud. No era mi caso. Sin lucha y sin tormenta me apagaba en mis expansiones devotas. Comencé a sentirme enferma y muy pronto el malestar cambió la naturaleza de mi devoción. Entro en la segunda fase de esta vida extraña. *** Había pasado varios meses sumida en una gran beatitud; mis días corrían como horas. Gozaba de una libertad absoluta puesto que ya no estaba de humor para abusar. Las religiosas me llevaban con ellas por todo el convento, al taller, en el que me invitaba a tomar el té; a la sacristía, en la que yo amaba guardar y plegar los ornamentos del altar, a la tribuna del órgano, en el que repetíamos nuestros coros y motetes; a la «habitación de las novicias», que era una sala que servía para la escuela de canto, al fin, al cementerio, que era el lugar más prohibido para las pensionistas. Este cementerio, situado entre la iglesia y el muro del jardín de las escocesas, no era nada más que un cuadrado de tierra con flores, sin tumbas y sin epitafios. Un montoncito de pasto anunciaba únicamente el lugar de las sepulturas. Era un lugar delicioso, lleno de árboles y de verde lujuriosos. En las noches de verano, casi nos asfixiábamos por el olor de los jazmines y las rosas; en el invierno, con la nieve, los ribetes de las violetas y las rosas de bengala sonreían todavía sobre el manto

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sin mácula. Una linda capilla rústica, especie de hangar abierto que encerraba una estatua de la virgen y que estaba festoneada de pámpanos y hiedra, separaba ese rincón sagrado de nuestro jardín y la sombra de nuestros castaños se entendía por debajo del pequeño techo de la capilla. Pase allí horas deliciosas soñando y sin pensar en nada. En mis épocas de diablo, cuando podía deslizarme en el cementerio, sólo era para recorrer las pelotas elásticas que las escocesas perdían debajo del muro. Pero ya no pensaba en las pelotas elásticas. Me perdía en un sueño de una muerte anticipada, de una existencia de sueño intelectual, del olvido de todas las cosas, de contemplaciones incesantes. Escogía mi lugar en el cementerio. Me extendía allí con la imaginación para dormir, como si hubiera sido el único lugar del mundo en el que mi corazón y mi ceniza pudieran haber reposado en paz. La hermana Héléne me entretenía en mis pensamientos de felicidad y, sin embargo, la pobre joven no era feliz. Sufría mucho, ya porque sus fuerzas le volvían, ya porque la abandonaban; pero creo que su mal era moral. Creo que estaba un poco perseguida y regañada por su misticismo. Había noches en que la encontraba llorando en su celda. Apenas me atrevía a interrogarla, porque a mi primera palabra ella sacudía su cabeza cuadrada con un aire desdeñoso, como queriendo decirme: «He soportado muy bien otras cosas y tú no has podido.» Verdad que, inmediatamente, se arrojaba en mis brazos y lloraba sobre mi hombro; pero sin una queja, sin un murmullo, ningún ruego se le escapó jamás. En medio de esas desilusiones que trataba de consolar, la tristeza se apoderó de mí. Una noche, entré en la iglesia y no pude rezar. Los esfuerzos que hice para reanimar mi corazón fatigado no sirvieron nada más que para abatirlo. Me sentía enferma desde hacia algún tiempo. Tenía unos dolores de estómago insoportables, nada de sueño y poco apetito. No es precisa-

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mente a los quince años cuando se pueden soportar austeridades como las que yo me imponía. Elisa tenía diecinueve, la hermana Héléne veintiocho. Languidecía visiblemente bajo mi exaltación. Al día siguiente, me levanté con esfuerzo; tenía la cabeza pesada y estuve distraída en la plegaria. La misa la escuché sin fervor. Lo mismo me ocurrió por la noche. Al día siguiente, realicé tales esfuerzos de voluntad que mi emoción y mis transportes volvieron otra vez. Pero al día siguiente estaba peor. El período efusivo había terminado; una lasitud indescriptible se había apoderado de mí. Por primera vez después de mi devoción, tuve dudas, no sobre la religión, sino sobre mi misma. Estaba persuadida que la gracia me abandonaba. Recordé esta frase terrible: «Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos.» Al fin creí que Dios ya no me amaba, porque yo no lo amaba bastante. Caí en una desesperación sombría. Comuniqué mi mal a la señora Alicia. Sonrió y quiso demostrarme que se trataba de una indisposición pasajera, a la que no había que dar mucha importancia. –Todo el mundo está sujeto a esos desmayos anímicos me dijo. Cuanto más te atormentes más crecerán. Acéptalos humildemente y reza porque esta prueba termine, pero si no has cometido ninguna falta grave, de la cual tu languidez sea el justo castigo, ten paciencia, espera y reza. Lo que me dijo allí era el fruto de una gran experiencia filosófica y de una clara razón. Pero mi débil cabeza no la supo aprovechar. Había sido demasiado feliz con los ardores de la devoción como para resignarme a esperar tranquilamente su retorno. La señora Alicia me había dicho: «¡Si no has cometido nada grave!» Y yo buscaba la falta que había podido cometer, porque suponer que Dios hubiese sido tan cruel como para retirarme la gracia sin otro motivo que el de probarme, no se podía consentir. «Que él me pruebe en mi vida exterior, lo concibo – me decía–; se acepta, se busca el martirio, pero para eso la gracia

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es necesaria y si se quita la gracia, ¿qué quiere entonces que yo haga? No puedo hacer nada sin él. Si me abandona, ¿es culpa mía?» Así murmuraba yo contra el objeto de mi adoración, y como una amante celosa e irritada le hubiera querido enviar amargos reproches. Pero dudaba de esos instintos rebeldes y golpeándome el pecho: «Si –me decía–, debe ser mi culpa. Debo haber cometido un crimen del que mi conciencia endurecida y embrutecida se niega a hacerme culpable.» ¡Y allí estaba yo, estrujando mi conciencia y buscando mi pecado con un rigor increíble, como si uno fuera culpable cuando a pesar de buscar no encuentra nada! Entonces me convencí de que varios pecados veniales equivalían a un pecado mortal y busqué otra vez esa cantidad de pecados veniales que yo debía haber cometido, que yo cometía, sin duda, a todas horas, sin darme cuenta, porque está escrito que el justo peca «siete veces por día» y que el cristiano humilde debe decirse que peca hasta «setenta veces siete». Había mucho orgullo, seguramente, en mi embriaguez. Hubo un exceso de humildad en mi retorno a mi misma. Yo no sabía hacer nada a medias. Tomé la espantosa costumbre de analizar en mí las pequeñas cosas. Digo espantosa porque procediendo sobre la propia individualidad se deja sin desarrollar una sensibilidad fuera de regla, dándose una importancia pueril a los menores movimientos del sentimiento, a las menores operaciones del pensamiento. De allí, a la disposición enfermiza que se ejerce sobre los demás y que altera el afecto por una susceptibilidad demasiado grande y por una secreta exigencia, no hay nada más que un paso; y si un jesuita virtuoso no hubiera sido en aquella época el médico de mi alma, me hubiese vuelto insoportable, para con los demás, como ya entonces lo era para conmigo misma. Durante un mes o dos viví en ese suplicio de todos los instantes, sin encontrar la gracia perdida, vale decir la confianza

que nos hace sentir verdaderamente asistidos por el espíritu divino. También todo el trabajo que yo me tomaba para volver a encontrar esa gracia, no servía nada más que para perderla anticipadamente. Me había convertido en eso que en el estilo devoto llaman «una escrupulosa». Una devota atormentada por escrúpulos de conciencia se volvía miserable. No podía ya comulgar sin angustias, porque entre la absolución y el sacramentos no podía evitar el temor de haber cometido un pecado. El pecado venial no hace perder la absolución., un acto ferviente de contricción borra la mancha y permite acercarse a la mesa santa; pero si el pecado es mortal es preciso abstenerse o cometer un sacrilegio. El remedio es recurrir rápidamente al director o, en su defecto, al primer padre que pueda encontrarse para obtener una nueva absolución. Tonto remedio, verdadero abuso de una institución cuyo pensamiento primitivo fue grande y santo y que para los devotos se convierte en una habladuría, una picardía pueril, una obsesión por el creador rebajado al nivel de la criatura inquieta y celosa. Si se había cometido un pecado mortal en el momento o antes de la comunión, ¿no sería preciso abstenerse y esperar una más larga expiación, una reconciliación más dificil que las que se operan, en cinco minutos de confesión, entre el padre y el penitente? ¡Ah!, los primeros cristianos no lo hubieran comprendido así: los que hacían en la puerta del templo una confesión pública antes de considerarse lavados de sus faltas, los que se sometían a pruebas terribles, a años enteros de penitencia. Así entendida, la confesión podría y debería transformar un ser y hacer surgir verdaderamente al hombre, nuevo de la crisálida del viejo. El vano simulacro de la confesión secreta, la corta y trivial exhortación del padre, esa tonta penitencia que consiste en decir cualquier plegaria, ¿es acaso la institución pura, eficaz y solemne de los primeros tiempos? ***

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Hablo con un espíritu de justicia y de examen; mi experiencia personal me conduciría a otras conclusiones si me encerrase en mi personalidad para juzgar el resto del mundo. Tuve la felicidad de encontrar un digno padre, quien fue por mucho tiempo un amigo tranquilo para mi, un consejero muy sabio. Si hubiese encontrado un fanático, me hubiera muerto o vuelto loca, como ya he dicho; si un impostor, yo sería probablemente atea, al menos lo pude haber sido por reacción durante un tiempo dado. El abate de Premord fue durante algún tiempo el depositario generoso de mis confesiones. Yo me acusaba de frialdad, de abandono, de disgusto, de sentimientos impíos, de tibieza en mis ejercicios píos, de pereza en la clase, de distracción en la iglesia, de desobediencia, en consecuencia, «y todo esto –decía yo–, siempre, a toda hora, sin contricción eficaz, sin progresos en mi conversión, sin fuerzas para llegar a la victoria». Él me regañaba muy dulcemente, me predicaba la perseverancia y me despedía, diciéndome: –Esperemos, no te descorazones; tienes que arrepentirte, entonces triunfarás. Al fin, un día que yo me acusaba con más energía y que, lloraba amargamente, me interrumpió en medio de mi confesión con la brusquedad de un hombre valiente, aburrido de perder el tiempo. –No te comprendo –me dijo– y tengo miedo de que tu espíritu esté enfermo. ¿Quieres autorizarme para que me informe de tu conducta por la superiora o por la persona que tú me designes? –¿Qué aprenderá usted con eso? –le dije–. Las personas indulgentes y que me quieren le dirán que tengo las apariencias de la virtud; pero si el corazón es malo y el alma está extraviada, yo sola puedo juzgarme y el buen testimonio que le darán sobre mí me hará sentir más culpable. –¿Serás entonces hipócrita? –repuso él . ¿Puede ser posible?

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Déjame informarme sobre ti. Lo haré esencialmente; vuelve a las cuatro y hablaremos. Creo que vio a la superiora y a la señora Alicia. Cuando volví, me dijo sonriendo: –Ya sabía yo que estabas loca y que es preciso regañarte. Tu conducta es excelente, tus damas están encantadas; eres un modelo de dulzura, de puntualidad, de piedad sincera; pero estas enferma y eso influye en tu imaginación; te vuelves triste, sombría y como estática. Tus compañeras ya no te reconocen, se asombran y lo lamentan. Ten cuidado, si continúas así te harás odiar y temer por la piedad, y el ejemplo de tus sufrimientos y de tus agitaciones impedirá más conversiones que otra cosa. Tu familia se inquieta por tu exaltación. Tu madre piensa que el régimen del convento te esta matando; tu abuela escribe que se te fanatiza y que tus cartas se resienten por una gran preocupación espiritual. Sabes bien que ocurre todo lo contrario; tratamos de calmarte. Ahora que sé la verdad, exijo que abandones esta exageración. Cuanto más sincera es, más peligrosa se vuelve. Quiero que vivas libre y plenamente en cuerpo y en espíritu, y como en la enfermedad de «escrúpulos» que tienes hay mucho de orgullo bajo formas humildes, te doy como penitencia volver a los juegos y a los entretenimientos inocentes de tu edad. Desde esta noche, correrás por el jardín como las otras, en lugar de prosternarte en la iglesia como recreo. Saltarás a la cuerda, jugarás en pareja. El apetito y el sueño te volverán en seguida y cuando ya no estés físicamente enferma, tu cerebro apreciará mejor esas faltas de las que te acusas. –¡Oh, mi Dios! –exclamé yo–; me imponéis una penitencia más ruda de lo que pensáis. He perdido el gusto del juego y la costumbre de la alegría. Pero tengo un espíritu tan débil que no puedo observarme siempre; olvidaré mi salvación y a Dios. –No lo creas –repuso él–. Por otra parte, si vas demasiado lejos, tu conciencia, que habrá recobrado la salud, te advertirá

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seguramente y escucharás sus reproches. Piensa que estas enferma y que Dios no ama los impulsos afiebrados de un alma delirante. Prefiere un homenaje puro y firme. Vamos, obedece a tu médico. Quiero que dentro de ocho días me digan que en ti se ha operado un gran cambio, tanto en tu aspecto como en tus maneras. Quiero que seas amada y escuchada por tus compañeras, no solamente por aquellas que son buenas, sino, sobre todo, por aquellas que no lo son. Hazles conocer el amor del deber y su dulzura, y que la fe es un santuario del que se sale con una frente serena y un alma benevolente. Recuerda que Jesús quería que sus discípulos tuviesen las manos limpias y los cabellos perfumados. Esto quería decir: no imitéis a esos fanáticos e hipócritas que se cubren con cenizas y que tienen el corazón tan impuro como su rostro; sed agradables a los hombres, con el fin de hacerles agradable la doctrina que profesáis. Y bien, hija mía, de ti depende que no entierres tu corazón en las cenizas de una penitencia mal entendida. Perfuma ese corazón con una gran amenidad y tu espíritu con un goce amable. Dada tu manera de ser no hay que pensar en que la piedad convierta el humor de las personas, hace falta amar a Dios en sus servidores. Vamos, haz tu acto de contricción y te absolverá. –¡Cómo!, padre mío –le respondí–, ¿me distraerá esta noche, me disipará y, sin embargo, usted quiere que comulgue mañana? –Sí, realmente así lo quiero –respondió–, y puesto que yo te ordeno divertirte como penitencia, habrás cumplido un deber. –Me someto a todo si me promete que Dios me verá contenta, volviéndome a enviar sus dulces transportes, esos impulsos espirituales que me hacían sentir y saborear su amor. –No puedo prometértelo de su parte –dijo él sonriendo–; pero respondo yo mismo, ya verás. Y el buen hombre me despidió, estupefacta, revolucionada y asustada de su orden. Sin embargo, obedecía, ya que la obe-

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diencia pasiva es el primer deber del cristiano y reconocí rápidamente que no es muy dificil a los quince años volverle a tomar el gusto a la cuerda y a los juguetes. Poco a poco me integré en el juego con agrado, y después con placer, y después con pasión, porque el movimiento físico era una necesidad de mi edad, de mi organización y yo había estado privada de él demasiado tiempo como para no encontrarle nuevos atractivos. Mis compañeras se volvieron hacia mí con una gracia extrema, mi querida Fannelly la primera, y después Pauline, y después Anna, y después todas las demás, tanto los diablos como las buenas. Al verme tan contenta, creyeron por un momento que me volvería otra vez terrible. Elisa me regañó un poco, pero le conté así como a aquellas que buscaban y merecían mi confianza, lo que había pasado entre el abate de Prémord y yo, y mi alegría fue aceptada como legítima y aun como meritoria. Todo lo que me había predicho mi director me ocurrió. Recobré rápidamente la salud física y moral. La calma se hizo en mis pensamientos, al interrogar a mi corazón, lo encontraba tan sincero y tan puro que la confesión se convirtió en una corta formalidad destinada a otorgarme el placer de comulgar. Gustaba, entonces, el indecible bienestar que el espíritu jesuita sabe dar a cada naturaleza según sus inclinaciones y gustos. Espíritu de conducta admirable en su conocimiento del corazón humano y en los resultados que podría obtener para el bien, si, como el abate de Prémord, todo hombre que lo profesa y lo predica posee el amor al bien y el horror del mal; pero los remedios se convierten en venenos en ciertas manos, y la potente simiente de la escuela jesuítica ha sembrado la muerte y la vida con idéntica prodigalidad en la sociedad y en la Iglesia. Pasaron cerca de seis meses que han quedado en mi memoria como un sueño y que sólo pido volver a encontrar en la eternidad, en mi parte del paraíso. Mi espíritu estaba tranquilo. Todas mis ideas eran optimistas. En mi cerebro sólo crecían flores,

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nada erizado de rocas y de espinas. A toda hora veía el cielo abierto para mí; la virgen y los ángeles me llamaban y me sonreían; vivir o morir me era indiferente. El asiento de la divinidad me esperaba con todos sus esplendores y ya no sentía en mí ni una mota de polvo que hubiera podido dificultar el vuelo de mis alas. La tierra era el lugar de espera en el que todo me ayudaba e invitaba para conseguir mi salvación. Los ángeles me conducían de sus manos, como el profeta, para impedir que, en la noche, mi pie no tropezase con la piedra del camino. Cada vez que rezaba, reencontraba mis impulsos amorosos, pero menos impetuosos, tal vez, mil veces más dulces. El culpable y siniestro pensamiento del enojo del padre celestial y de la indiferencia de Jesús ya no me agobiaron. Comulgaba todos los domingos y todas las fiestas, con una increíble serenidad de corazón y de espíritu. Era libre como el viento en esa dulce y vasta prisión conventual. Si yo hubiera pedido la nave de los subterráneos me la hubiesen dado. Las religiosas me mimaban como a su más querida criatura, mi buena Alicia, mi querida Héléne, la señora Eugenia, Gallinita, la hermana Teresa, la señora Anne Joséphe, la superiora, Elisa y las antiguas pensionistas, y las recientes, y la clase pequeña, y la grande, yo atraía todos los corazones hacia mí. ¡Que fácil es ser perfectamente amable, cuando uno se siente perfectamente feliz!

bien, me conozco lo suficiente para decirle que no podrá hacerme amar por nadie sin antes amar yo misma, y que jamás seré capaz de decirle a alguien amado: «Hazte devota, mi amistad vale ese precio.» No, mentiría. No sé obsesionar, perseguir, ni aun insistir, soy demasiado débil. –Yo no he pedido nada de eso –me contestó el indulgente director–; predicar, obsesionar sería de pésimo gusto a tu edad. Se piadosa y feliz: es todo lo que te pido; tu ejemplo predicara mejor que todos los discursos que te pudieses hacer. Tuvo razón en cierto modo. Es cierto que se habían vuelto mejores a mi alrededor; pero la religión así predicada por la alegría, había otorgado fuerza a la vivacidad de los espíritus y no sé si era un medio muy seguro para persistir en el catolicismo. Yo persistí con confianza. Habría persistido, mejor dicho, si no hubiese abandonado el convento. Pero fue preciso abandonarlo; fue preciso ocultar a mi abuela, quien habría sufrido mortalmente la pena tremenda que yo sentía al separarme de los numerosos y encantadores objetos de mi ternura. Mi corazón quedó destrozado. Sin embargo, no lloró, porque había tenido un mes para preparar esta separación, y, cuando llegó, había tornado una tan fuerte resolución de someterme sin murmurar, que parecí calmada y satisfecha delante de mi pobre abuela. Pero estaba desolada y lo estuve por bastante tiempo. No debo, sin embargo, cerrar el último capítulo del convento sin decir que dejé a todo el mundo triste o consternado por la muerte de la señora Canning. Yo había llegado, por su carácter, a respetarla como me imponía mi piedad, pero jamás le tuve simpatía. Fui, a pesar de esto, una de las últimas personas que ella nombró con afecto durante su agonía. Esta mujer, de una potente organización, había tenido sin duda las cualidades de su papel en la vida monástica, puesto que había conservado, después de la revolución, el gobierno absoluto de la comunidad. Dejaba la casa en una situación floreciente,

*** El buen abate me hizo fácil la obligación de ser amable. En los primeros tiempos me había sentido un poco asustada ante la idea de mi deber, en seguida que hubiese yo tomado algún ascendiente sobre mis compañeras, mi tarea consistiría en predicarles y convertirlas. Le había confesado que yo no me sentía capacitada para ese papel. –Usted quiere que aquí todo el mundo me ame –le dije–: y

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con un número considerable de alumnas y grandes amistades con el mundo, que debieron asegurar para el futuro una clientela durable y brillante. Pero esta situación próspera se eclipsó con ella. Yo había visto elegir a la señora Eugenia y como ella me quería siempre, si yo me hubiera quedado en el convento, todavía hubiese estado más mimada; pero la señora Eugenia no se encontró capacitada para el ejercicio de la autoridad absoluta. Ignoro si abusó, si en su gestión cundió el desorden o la división en sus consejos, pero ella pidió, al cabo de pocos años, retirarse del poder y le tomaron la palabra, me han dicho, con un apresuramiento general. Ella había dejado dormir los asuntos, o, mejor dicho: no trató de resolverlos. Todo es moda en este mundo, hasta los conventos. El de las inglesas había sido, bajo el imperio y bajo Luis XVIII, una gran moda. Los más grandes nombres de Francia y de Inglaterra habían contribuido a ello. Los Mortemart, los Montmorency habían enviado a sus herederas. Las hijas de los generales del imperio, situados en la restauración, también fueron enviadas, con el fin, sin duda, de establecer relaciones favorables para la ambición aristocrática de las familias., pero el reino de la burguesía estaba llegando, y, aunque he escuchado a las «viejas condesas» acusar a la señora Eugenia de haber dejado «encañonar» su convento, recuerdo muy bien que cuando yo salí, pocos días después de la muerte de la señora Canning, el «tercer estado» había ya hecho, por sus propios medios, una irrupción muy lucrativa en el convento. Había sido por así decirlo el ramo de su fructuosa administración. Había visto aumentar nuestro personal rápidamente, con una cantidad de jóvenes encantadoras, hijas de negociantes o industriales, muy bien educadas ya, y la mayoría más inteligentes (esto era notable y notado) que las pequeñas personas de la gran casa. Pero esta prosperidad debía ser fuego de paja. Las gentes «de la alta», como dicen hoy en día las pobres gentes, encontra-

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ron ese medio demasiado campesino y la moda de los nombres se inclinó hacía el Sagrado Corazón y hacia la Abadía de los Bosques. Varias de mis antiguas compañeras fueron transferidas a esos monasterios y poco a poco el elemento patricio católico rompió con el antiguo reducto de los Stuarts. Entonces los burgueses, esperanzados, sin duda, con la posibilidad de que sus herederas se rozasen con las de la nobleza, se sintieron frustrados y humillados. O bien, el espíritu volteriano del reino de Louis Philippe, que ya se sosegaba desde los primeros días del reino de su predecesor, comenzó a proscribir las educaciones monásticas. Y de tal manera, que al cabo de algunos años, encontró el convento casi vacío, siete u ocho pensionistas en lugar de setenta u ochenta que hablamos do, la casa demasiado grande y también llena ahora de silencio como antes de ruido. Gallinita estaba desolada y se quejaba con acritud de las nuevas superioras y de la ruina de nuestra «antigua gloria». He tenido los últimos detalles sobre este interior en 1847. La situación era mejor, pero jamás alcanzó la de su antiguo nivel: gran injusticia de la moda; porque, en suma, las inglesas eran en todos los aspectos, un tropel de vírgenes buenas y sus costumbres razonables, dulces y bondadosas no han podido perderse en un cuarto de siglo. *** Fui a abrazar por última vez a todas mis queridas amigas del convento. Estaba verdaderamente desesperada. Llegamos a Nohant en los primeros días de la primavera de 1820, en la gran calesa azul de mi abuela y volví a encontrar mi pequeña habitación en manos de los obreros que renovaban los papeles y las pinturas, porque mi abuela comenzaba a encontrar mi tintura de tela anaranjada con grandes dibujos demasiado fuerte para mis jóvenes ojos y quería reemplazarla por un fresco

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color lila. Como consecuencia, mi lado en forma de carroza fue arreglado, escapando sus plumeros gastados al vandalismo del gusto moderno. Me instalaron provisoriamente en el gran apartamiento de mi madre. Allí nada había cambiado y dormí deliciosamente en ese inmenso lecho dorado que me recordaba todas las ternuras y todos los sueños de mi infancia. Vi por fin, por primera vez después de nuestra separación decisiva, entrar al sol en esa habitación desierta en la que tanto había llorado. Los árboles estaban en flor, los ruiseñores cantaban y yo escuchaba a lo lejos la clásica y solemne cantilena de los campesinos, que resume y caracteriza toda la poesía clara y tranquila del Berry. Mi despertar fue, sin embargo, un indecible conflicto de alegría y dolor. Ya eran las nueve de la mañana. Por primera vez después de tres años, había dormido tanto, sin escuchar la campana del angelus y la voz gritona de Marie Joséphe arrancándome de las dulzuras de los últimos sueños. Podía todavía pasarme allí una llora sin que nadie me castigase. Escapar de la regla, entrar en libertad, es una crisis sin nombre, de la que no se dan enteramente cuenta las almas recogidas y soñadoras. Fui a abrir la ventana y volví a meterme en la cama. El olor de las plantas, la juventud, la vida, la independencia, me llegaban a raudales; pero también el sentimiento del porvenir desconocido que se abría delante de mí implacable y que me sumergía en una inquietud y tristeza profundas. No sabría a qué atribuir esta desesperanza malsana del espirítu, tan poco ligada a la frescura de las ideas y a la salud física de la adoleseencia. La sentía tan intensa, que su claro recuerdo ha permanecido en mi después de muchos años, sin que yo pueda encontrar claramente por asociaciones de ideas qué recuerdos son del día anterior, o qué aprensiones del siguiente. Así, me puse a llorar amargamente, en un momento en que hubiera debido retomar con alegría la posesión del hogar paterno y de mí misma.

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¡Que pequeñas felicidades, sin embargo, para una pensionista fuera de la jaula! En lugar del triste uniforme de sarga amaranto, una linda doncella me traía un fresco vestido rosa. Era libre de arreglar mis cabellos a mi gusto sin que la señora Eugenia me viniera a observar y me dijera que era indecente descubrirse las sienes. El desayuno tenía todas las golosinas que mi abuela amaba y que me prodigaba. El jardín era un inmenso ramo. Todos los criados, todos los campesinos venían a cumplimentarme. Yo abrazaba a todas las buenas mujeres de los alrededores, que me encontraban muy embellecida porque había aumentado un poco de peso. El lenguaje particular de estas gentes me sonaba como una música amada y estaba maravillada de que no me hablasen con los silbidos británicos. Los grandes perros, mis viejos amigos, que me habían ladrado la noche anterior, me reconocían y me colmaban de caricias con sus aires inteligentes e ingenuos que parecen pediros perdón por haberse olvidado un momento de algo. Con la noche, Deschartres, que había estado en no se qué feria distante, llegó al fin, con su chaqueta, sus grandes calzas y su gorra. No podía figurarse, el amigo querido, que yo, después de tres años, habría cambiado y crecido, y mientras que le saltaba al cuello. Preguntaba en donde estaba Aurora. Me llamaba señorita, y al fin hizo como mis perros ; no me reconoció hasta un cuarto de hora después. Todos mis antiguos camaradas de la infancia hablan cambiado. Liset estaba prometida. No la volví a ver, murió poco tiempo después. Cadet se había convertido en valet de cámara. Servía la mesa y decía tontamente a la señorita Julie, quien le reprochaba que rompía todas las garrafas: «Sólo he roto siete en esta semana.» Fanchon era pastora en nuestros campos. Marie Aucante se había convertido en la reina de belleza del villorrio. Marie y Solange Croux eran unas jóvenes encantadoras. Durante tres días, mi alcoba se vio llena de visitas que llegaban continuamente. Ursula no fue de las últimas.

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Pero, como Deschartres, todo el mundo me llamaba señorita. Varios se sentían intimidados delante de mí. Eso me hizo sentirme muy sola. El abismo de las clases sociales había surgido entre unos niños que hasta ese momento se habían sentido iguales. Yo no podía cambiar nada, no me lo hubieran permitido. Comencé a extrañar como consecuencia a mis compañeras de convento. Durante algunos días después, viví plenamente el placer físico de correr por los campos, volver a ver el río, las plantas salvajes, los prados en flor. El ejercicio de caminar en la campiña, y el aire primaveral me sentaron tan bien que ya no pensé más y dormí largas noches de un tirón, pero muy pronto la inactividad del espíritu me pesó, y trataba de ocupar esos eternos ratos libres que tenía por los indulgentes mimos de mi abuela.

ba impaciente por verme como un hombre, a fin de poder persuadirse de que en realidad lo era. Mis faldas inhibían su gravedad; y lo cierto es que cuando adopté la vestimenta masculina se volvió diez veces más maestro y me atosigó con su latín, imaginando que lo comprendía mejor. Por mi parte, encontraba mi nuevo vestido mucho más agradable para correr que mis faldas bordadas, que se quedaban a pedazos en las zarzas. Había adelgazado y no hacía tanto tiempo que yo había usado mi uniforme de ayuda de campo de Murat, para no acordarme del mismo. Hay que recordar también que en esa época, las faldas sin pliegues eran tan estrechas que una mujer estaba como en una trampa y no podía atravesar decentemente un arroyo, sin dejar allí sus zapatos. A Deschartres le apasionaba cazar y me llevaba algunas veces con él. Esto me aburría, justamente por la dificultad de atravesar las zarzas que están multiplicadas por miles y llenas de espinas en nuestras campiñas. Me gustaba únicamente cazar codornices, con el silbato, en los trigos verdes. Me hacía levantar antes del alba. Acostada en una era «gritaba», mientras él en la otra extremidad del campo llenaba el morral. Llevábamos todas las mañanas ocho o diez codornices vivas a mi abuela, quien las admiraba y las compadecía mucho, aunque, alimentándome nada más que de caza menuda, me impedía lamentar rápidamente el destino de esas pobres criaturas tan bonitas y tan dulces. Deschartres, muy afectuoso conmigo y muy preocupado por mi salud, no pensaba en otra cosa cuando escuchaba volar cerca a la codorniz. Yo me dejaba llevar también un poco de ese entretenimiento salvaje de acechar y coger un ave. También mi papel de «llamador», consistente en estar acostada en los trigos inundados de rocío del amanecer, me volvió a traer los dolores agudos en todos mis miembros que ya había sentido en el convento. Deschartres, vio un día que yo no podía montar en mi caballo y

*** Mi vida transcurría en esto y en todo, por un camino independiente a todas las enseñanzas recibidas en el mundo. Deschartres, lejos de retenerme, me empujaba a lo que llaman «excentricidad», sin que ni él ni yo nos hubiésemos dado cuenta en aquellos momentos. Un día, me dijo: –Vengo de visitar Al conde de..., y he tenido una bella sorpresa. Cazaba con un joven que por su blusa y su casquete iba yo a tratar poco ceremoniosamente, cuando él me dijo: –Es mi hija. La hago vestir así, como un muchacho, para que pueda correr conmigo, subir y saltar sin impedírselo unas ropas que vuelven a las mujeres impotentes en la edad en que ellas tienen más necesidad de desarrollar sus fuerzas. Este conde de... se ocupaba, creo yo, en ideas medicinales y para él, ese cambio de ropa era una medida higiénica excelente. Deschartres insistía. –No habiendo jamás educado a una mujer, yo creo que esta-

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que hacía falta llevarme en brazos. Los primeros pasos de mi cabalgadura me arrancaba gritos; sólo después de vigorosos tiempos de galopes con los primeros ardores del sol era cuando me sentía curada. El se asombró un poco y constató al fin que yo tenía reumatismo. Esto fue para él una razón de más para prescribirme los ejercicios violentos y el vestido masculino que me permitirían mejorar. Mi abuela al verme vestida de hombre lloró. –Te pareces demasiado a tu padre –me dijo–. Vístete así para correr, pero vuelve a vestirte como una mujer al regreso, para que yo no me equivoque, ya que eso me hace un mal espantoso y hay momentos en los que embrollo tanto el pasado con el presente, que no sé ni la época en que vivo. Mi manera de ser se exteriorizaba tan naturalmente en la posición excepcional en la que yo me encontraba, que hasta me parecía lógico vivir de una manera distinta a la de las otras jóvenes. Me juzgaron muy extraña y, sin embargo, yo lo era infinitamente menos de lo que podría haberlo sido si hubiese tenido el gusto de la afectación y de la singularidad. Abandonada a mí misma en todo, no encontrando más control en la casa de mi abuela, olvidada por mi madre, empujada a la independencia absoluta por Deschartres, no sintiendo en mí ningún pesar del alma o de los sentidos, y pensando siempre, a pesar de la modificación que se había hecho en mis ideas religiosas, en retirarme a un convento con o sin votos monásticos, lo que llamaban a mi alrededor «la opinión», no tenía para mí ningún sentido, ningún valor y no me parecía de ninguna utilidad. Deschartres jamás había visto el mundo desde un punto de vista práctico. En su amor a la dominación, no aceptaba ninguna crítica a sus decretos, refiriendo todo a su sabiduría, a su omnipotencia, infalible para sus propios ojos, «y como a estiércol miraba a todo el mundo», excepto a mi abuela, a él mismo y a mí; no se reía, sin embargo, como yo, de la crítica. Le ponía

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colérico; se indignaba hasta un grado furibundo contra las gentes tontas que se permitían criticar mi indiferencia por sus costumbres en el vestir. Hace falta decir también que se aburría. Tenía una vida extraordinariamente activa, pero debido a la enfermedad de mi abuela debió tranquilizarse. Había comprado con sus economías un pequeño terreno a diez o doce leguas lejos de nosotros, a donde él iba en otros tiempos a pasar semanas enteras. No atreviéndose a no dormir en casa de noche, por el temor de encontrarse con su enferma en peor estado, comenzaba a sumergirse en su bilioso estado. Y después, sobre todo, estaba privado de la compañía de esta amiga que siempre le había sido fiel. Tenía necesidad de atarse exclusivamente a alguien y de otorgarle la admiración y la alegría que a nadie otorgaba. Yo me había convertido, entonces, en su Dios, y tal vez mucho más que mi abuela en su tiempo, porque me miraba como su obra y creía poder cobrar en mí un reflejo de sus perfecciones intelectuales. Aunque a menudo me abrumaba, yo consentía en satisfacer su necesidad de discutir y de disertar, sacrificándole unas horas que habría preferido dedicar a mis propias búsquedas. Creía saber todo y se equivocaba. Pero como sabía muchas cosas y poseía una memoria admirable, no tenía una sabiduría aburrida; solamente era fatigante por carácter, a causa de la exuberancia de su vanidad. Con la figura más ceñuda y el lenguaje más absoluto que imaginarse pueda, tenía sed en algunos momentos de alegría y de abandono. Galanteaba tontamente, pero se reía mucho cuando yo se lo hacía. En fin, sufría todo lo mío, y mientras que adoptaba actitudes violentas contra los que no le admiraban, no podía pasarse sin mis contradicciones y mis picardías. Este dogo era un perro fiel, y, mordiendo al primero que veía, se dejaba tirar de las orejas por la niña de la casa. ***

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Yo seguía amando la música. Tenía en mi habitación un piano, un arpa y una guitarra. No tenía tiempo para estudiar nada, pero leía muchas partituras. Esa imposibilidad de adquirir un talento cualquiera me aseguraba, al menos, una fuente de goces, al habituarme a leer y comprender. Quería aprender también la geología y la mineralogía. Deschartres llenaba mi habitación de cascotes. Yo sólo aprendía a ver y a observar los detalles de la oración sobre los cuales él me llamaba la atención; pero siempre me faltaba tiempo. Hubiera sido indispensable que nuestra querida enferma hubiese sanado. Hacia el fin del otoño se mejoró un poco y yo fui feliz, pero Deschartres contemplaba esa mejoría como un nuevo paso hacia la disolución del ser. Mi abuela no tenía, sin embargo, una edad como para no poder levantarse. Tenía setenta y cinco años y sólo había estado enferma una vez en su vida. El decaimiento de sus fuerzas y de sus facultades era bastante misterioso. Deschartres atribuía esta ausencia de reacción a la pésima circulación de su sangre en un sistema circulatorio muy estrecho. Debía atribuirse mucho más a la ausencia de voluntad y al desmayo moral, después del espantoso dolor por la pérdida de su hijo. Todo el mes de diciembre fue lúgubre. No se levantó mis y casi no habló. Sin embargo, acostumbrados a estar tristes, no estábamos aterrorizados. Deschartres pensaba que ella podía vivir bastante tiempo así, en una lucha entre la vida y la muerte. El 22 de diciembre me hizo levantar para darme un cuchillo de nácar, sin poder explicar por qué deseaba darme ese pequeño objeto y por qué pensaba en l. Ya no tenía ideas claras. Sin embargo, se despertó todavía una vez para decirme: –Pierdes a tu mejor amiga. Fueron sus últimas palabras. Un sueño de plomo cayó sobre su rostro calmo, siempre fresco y bello. Ya no se despertó y se apagó sin ningún sufrimiento, al amanecer y cuando la campana sonaba para la festividad de nochebuena.

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Ni Deschartres ni yo lloramos. Cuando el corazón cesó de latir y el aliento de empañar ligeramente el espejo, hacía ya tres días que la llorábamos definitivamente, y, en ese momento supremo, solamente sentimos la satisfacción de pensar que había franqueado sin sufrimiento corporal y sin angustias anímicas lugar para una mejor existencia. Yo había evitado. No hubo lucha entre el cuerpo y el espíritu para separarse. Tal vez, el alma ya había volado hacia Dios, sobre las alas de un deseo que la reuniría con la de su hijo, mientras que nosotros velábamos ese cuerpo inerte o insensible. Julia le hizo un último arreglo, con el mismo cuidado que en los mejores días. Le puso su gorro de encajes, sus lazos, sus sortijas. Nuestra tradición era la de enterrar a los muertos con un crucifijo y un libro de religión. Llevé los que había preferido en el convento. Cuando fue colocada en el ataúd todavía estaba hermosa. Tenía una expresión sublime de tranquilidad. A la noche, Deschartres me llamó; estaba muy excitado y me dijo en voz baja: –¿Tiene usted coraje? ¿No piensa usted que hay que rendir a los muertos un culto mis tierno que el de las plegarias y las lágrimas? ¿No cree usted que desde allá arriba nos ven y se conmueven por la fidelidad de nuestros pesares? Si piensa así, venga conmigo. Era aproximadamente la una de la mañana. Hacia una noche clara y fría. La nevisca, llegada antes de la nieve, hacía caminar con dificultad y atravesando el patio, al entrar en el cementerio lindante, caímos varias veces. –Esté tranquila –me dijo Deschartres, siempre exaltado bajo una apariencia de extraña sangre fría. va a ver usted al que fue su padre. Nos aproximamos a la fosa abierta para recibir a mi abuela. Bajo un pequeño arco, hecho de piedras toscas, estaba un ataúd al que se le uniría el otro dentro de poco.

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–He querido ver esto –dijo Deschartres–, y vigilar a los obreros que han abierto esta fosa durante el día. El ataúd de su padre esta todavía intacto; solamente se han caído los clavos. Cuando me quedé solo, quise levantar la tapa. Vi el esqueleto. La cabeza se había separado por sí misma. La he tomado, la he besado. He sentido tan grande alivio yo que no pude recibir su último beso, que, me he dicho que usted tampoco lo había recibido. Mañana esta fosa se cerrará. No se abrirá sin duda nada más que para usted. Hay que bajar, hay que besar esa reliquia. Será un recuerdo para toda nuestra vida. Algún día, habrá que escribir la historia de su padre, aunque no sea más que para que sus hijos, que no lo han conocido, lo amen. De ahora a quien usted amaba tanto, una prueba de amor y de respeto. Yo le digo que allí en donde él está ahora, la ve y la bendecirá. Yo me encontraba también bastante emocionada y exaltada por encontrar muy simple lo que me decía mi pobre preceptor. No sentía ninguna repugnancia, y no encontrándolo extraño, me hubiera pesado y lamentado que habiendo concebido este pensamiento no hubiese sido ejecutado. Descendimos en la fosa y hice religiosamente el acto de devoción que mi preceptor iniciara. –No hablemos de esto a nadie –me dijo él, siempre tranquilo aparentemente, después de haber cerrado el ataúd y saliendo conmigo del cementerio–: creerían que estamos locos y, sin embargo, no lo estamos, ¿no es cierto? –Ciertamente –respendí yo con convicción. Después de ese momento he observado que las creencias de Deschartres cambiaron completamente. Siempre había sido materialista y no había intentado nunca ocultarlo, aunque siempre tuvo el cuidado de buscar en sus palabras términos medios para no referirse a la divinidad y a la inmaterialidad del alma humana. Mi abuela era deísta, como decían en su tiempo, y le había prohibido volverme atea. Le costó frenarse, y, por poco que yo hubiese estado volcada a la negación, me habría confirmado a su pesar.

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Pero se obró en él una revolución repentina y hasta extrema como su carácter, porque poco tiempo después le escuché sostener ardientemente la autoridad de la iglesia. Su conversion había sido un movimiento del corazón, como la mía. En presencia de esos fríos huesos de un ser querido, no había podido aceptar el horror de la nada. La muerte de mi abuela reavivando el recuerdo de la de mi padre, lo había cogido delante de esa doble tumba aplastada bajo los demás más grandes dolores de su vida, y su alma ardiente había protestado, a pesar de su razón fría, contra el decreto de una separación eterna. En el día que siguió a esa noche de una solemnidad extraña, condujimos juntos los despojos de la madre cerca de los del hijo. Todos nuestros amigos vinieron y todos los habitantes del villorrio estuvieron presentes. Pero el ruido, las figuras entontecidas, las batallas de los mendigos quienes, apresurados en recibir el reparto acostumbrado, nos empujaban hasta la fosa para encontrarse de los primeros en la distribución de la limosna, los cumplimientos de condolencia, los aires de compasión falsa o verdadera, los lloros escandalosos y las triviales exclamaciones de algunos servidores bien intencionados; en fin, todo lo que aparenta ser lamento exterior me resultó muy triste y me pareció irreligioso. Estaba impaciente porque la gente partiera. Estaba muy agradecida a Deschartres por haberme llevado allí, en la noche, para rendir a esa tumba un homenaje grave y profundo. A la noche, toda la casa, vencida por la fatiga, se durmió temprano. El mismo Deschartres también lo hizo, agotado por una emoción que había tomado una forma nueva en su vida. No me sentí cansada. Había estado profundamente penetrada de la majestad de la muerte; mis emociones, conformes a mis creencias, habían sido de una tristeza apagada. Quise volver a ver la habitación de mi abuela y pasar esa última noche en vela en su recuerdos, como ya había pasado tantas otras en su presencia. En seguida que el ruido cesó en la casa, y que me aseguré de

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estar bien sola, descendí y me encerré en su habitación. Todavía no se había pensado en ordenarla. La cama estaba abierta, y el primer detalle que vi fue la forma exacta del cuerpo, que la muerte habíale perfilado con su pesadez inerte y que se dibujaba sobre el colchón y la sábana. Yo veía allí toda su forma grabada en cruz. Me pareció, al apoyar los labios, sentir todavía frío. Botellitas medio vacías estaban aún sobre su mesilla. Los perfumes que habían quemado alrededor de su cadáver llenaban la atmósfera. Era benjuí, que ella siempre había preferido en vida, y que se lo había traído de la India, en una nuez de coco, el señor Dupleix. El que quedaba lo quemé. Arreglé sus frascos como a ella le gustaba; bajé las cortinas, como cuando ella vivía. Encendí la lámpara de noche que todavía tenía aceite. Reanimé el fuego, que todavía no se había apagado. Me extendí sobre el gran sillón y me imaginé que todavía estaba ella allí, y que al tratar de adormilarme, escucharía tal vez todavía su débil voz que me llamaba. No dormí y, sin embargo, me pareció escuchar dos o tres veces su respiración, y esa especie de gemido al despertarse, que mis oídos conocían tan bien. Pero nada claro se produjo en mi imaginación, demasiado deseosa de alguna visión para llegar a la exaltación que la hubiese podido producir. No hubo nada. El cierzo silbó afuera, un pájaro cantó y también un grillo que mi abuela no quiso nunca dejar coger a Deschartres, a pesar de que a menudo la despertaba. El reloj de péndulo sonó. El de repetición, colocado sobre la cama para que la enferma lo mirase con frecuencia, se quedó mudo. Terminó por sentir una fatiga que me durmió profundamente. Pero cuando al cabo de algunas horas me desperté, había olvidado todo, y me levanté para mirar si dormía tranquila. Entonces, el recuerdo me invadió con las lágrimas, que me aliviaron y con las que mojé su almohada, sobre la que continuaba grabada la forma de su cabeza. Después, salí de esa habitación, en donde al día siguiente fueron colocados los canda-

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dos y que me pareció violada por las formalidades del interés material. *** Abandoné Nohant con el corazón cerrado, con un sentimiento parecido al que había experimentado al salir de las inglesas. Dejaba todas mis costumbres estudiosas, todos mis recuerdos del corazón y a mi pobre Deschartres, sólo y como embrutecido de tristeza. Mi madre sólo me dejó llevar algunos libros predilectos. Tenía un profundo desprecio por eso que ella llamaba mi originalidad. Sin embargo, me permitió quedarme con mi doncella Sophie, a quien yo quería, y llevarme a mi perro. *** En esta época, el señor y la señora Duplessis fueron a pasar algunos días a París, y como yo vivía con mi madre, venían a buscarme todas las mañanas para pasear con ellos, cenar en el cabaret, como ellos decían, y callejear por los bulevares. Ese cabaret era siempre el Café de París a los «hermanos provincianos»; la callejería, era la Opera, la Puerta de San Martín, o algún mimodrama en el circo, que despertaba los recuerdos guerreros de James. A mi madre sí la invitaba a todas estas salidas; pero a pesar de que esas cosas la divertían, me dejaba ir con frecuencia sin ella. Parecía que quería volear todos sus derechos y todas sus funciones maternales en la señora Duplessis. Una de esas noches, tomamos después del espectáculo unos helados en el Tortoni, cuando mi madre» Angela dijo a su marido: –¡Allí está Casimir! Un joven delgado bastante elegante, con un rostro alegre y

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un aspecto militar, vino a saludarles y a responder a las ansiosas preguntas que le dirigían sobre su padre, el coronel Dudevant, muy estimado y respetado par la familia. Se sentó cerca de la señora Ángela y le preguntó en voz baja quién era yo. –Es mi hija –respondió ella en voz alta. –Entonce –repuso él siempre en voz baja–, ¿es mi mujer? No olvidéis que me prometisteis la mano de vuestra hija mayor. Creí que era Wilfrid; pero como ésta me parece de una edad más acorde con la mía, la acepto, si queréis entregármela. La señora Ángla rió a sus anchas, sin pensar que semejante galantería se convertía en su predicción. Algunos días más tarde, Casimir Dudevant vino al Plessis y entró en nuestro grupo con una alegría y una ilusión que no podían ser mejor augurio de su carácter. No me hizo la corte, cosa que nos hubiera turbado, pues ni siquiera se le ocurrió. Entre nosotros había una camaradería tranquila y él le decía a la señora Ángela que desde hacía tiempo tenía la costumbre de llamarlo su yerno: –Vuestra hija es un buen muchacho. Mientras que por mi lado yo decía: –Vuestro yerno es un buen chico. No sé lo que nos empujó a continuar por todo lo alto el juego. El padre Stanislas, que era muy malicioso, me gritaba en el jardín cuando jugábamos: –¡Corre cerca de tu marido! Casimir, plegándose al juego, gritaba por su cuenta: –¡Entregadme a mi mujer! Nos comenzamos a tratar como marido y mujer con tan poco embarazo y tan escasa pasión como el pequeño Norbert y la pequeña Justina lo hicieron. Un día, el padre Stanislas, habiéndome dicho a ese respecto no sé qué maldad en el parque, me hizo tomarle del brazo y preguntarle por qué quería dar siempre un aspecto amargo a las cosas más insignificantes.

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–Porque tú estas loca imaginándote –me respondió–, que vas a casarte con ese joven. Él tendrá sesenta o noventa mil libras de renta, y seguramente no tiene la menor intención de hacerte su mujer. –Le doy mi palabra de honor –le dije–, que jamás he pensado en él para marido; y en vista de que este juego, de pésimo gusto si no hubiera comenzado entre personas tan castas como nosotros, puede convertirse en algo serio en cerebros tan malignos como el vuestro, voy a rogar a «mi padre» y a «mi madre» que acaben con él rápidamente. El padre primero, a quien encontré al entrar en la casa, respondió a mis reclamaciones, diciéndome que el padre Stanislas chocheaba. –Si haces caso a los epigramas de ese viejo, no podrás levantar jamás un dedo sin que él lo interprete con una segunda intención. No se trata de eso. Hablemos seriamente. El coronel Dudevant tiene, en efecto, una hermosa fortuna, un buen pasar, mitad suyo y mitad de su mujer; pero en el suyo debe considerarse como personal su pensión de retiro como oficial de la legión de honor, como barón del imperio, etc. No tiene nada más que una tierra bastante buena en Gascuña, y su hijo, que no es de su mujer, y que es hijo natural, no tiene derecho nada más a la mitad de esta herencia. Probablemente la tendrá entera, porque su padre lo ama y no tiene otros hijos, pero, con todo, su fortuna no excederá nunca la tuya y hasta será menor en los comienzos. Así, no hay nada que imposibilite vuestro casamiento, como nos figuramos en el juego, y este matrimonio sería más ventajoso para él que para ti. Ten entonces la conciencia tranquila, y haz lo que te plazca. Renuncia al juego si no te gusta ; no le prestes atención si te es indiferente. –Me es indiferente –le respondí yo—, y creería ser una ridícula y darle importancia si me ocupase de él. Las cosas quedaron así. Casimir partió y volvió. A su vuelta

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estuvo más serio conmigo y me pidió mi mano con mucha franqueza y claridad. –Esto no es, tal vez, muy común –me dijo–; pero no quiero obtener el primer consentimiento, sino es de ti, absolutamente libre de espíritu. Si no te soy antipático y, sin embargo, no te puedes decidir rápidamente, préstame más atención y me dirás dentro de algunos días, dentro de algún tiempo, cuando quieras, si me autorizas a que mi padre y tu madre se conozcan. Esto me agradó. El señor y la señora Duplessis me habían hablado tan bien de Casimir y de su familia, que yo no tenía motivos para no prestarle una más seria atención. Encontré sinceridad en sus palabras y en toda su manera de ser. No me hablaba de amor y se sentía poco dispuesto a la pasión súbita, al entusiasmo, y, en todos los casos, nada hábil para manifestarse seductoramente. Hablaba de una amistad a toda prueba y comparaba la felicidad doméstica de nuestros anfitriones con la que él prometiera dedicarme. –Para probarte que estoy seguro de mi –decía él–, quiero confesarte que me quedé muy impresionado al verte, de tu aspecto bueno y razonable. No te encontré ni bella, ni bonita; no sabía quién eras, jamás había escuchado hablar de ti, y, sin embargo, cuando a señora Ángela me dijo riendo que tu serias mi mujer, sentí de golpe en mi la sensación de que si semejante cosa llegaba, yo sería muy feliz. Esta vaga idea me ha vuelto más firme todos los días, y cuando me he puesto a reir y a jugar contigo, me ha parecido que te conocía desde hace mucho tiempo y que éramos dos viejos amigos. Creo que en la época de mi vida en la que me encontraba, y, saliendo de tan grandes perplejidades entre el convento y la familia, una pasión brusca me hubiera asustado. No la hubiera comprendido, me hubiera parecido falsa o ridícula, como la del primer pretendiente que se me habla declarado en Plessis. Mi corazón no había dado jamás un paso adelantándose a mi igno-

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rancia; ninguna inquietud de mi ser había turbado mi razonamiento o dormido mi desconfianza. Encontré, entonces, el razonamiento de Casimir simpático y, después de haber consultado con mis anfitriones, quedó con él en los términos de esa dulce camaradería que, acababa de convertirse en una especie de derecho para existir entre nosotros. Yo no había sido jamás objeto de esos cuidados exclusivos, de esa sumisión voluntaria y feliz que asombra y conmueve a un joven corazón. Ya no podía dejar de mirar a Casimir, como el mejor y el más seguro de mis amigos. Arreglamos con la señora Angela una entrevista entre el coronel y mi madre, y hasta ese momento no hicimos ningún proyecto, porque el porvenir dependía del capricho de mi madre, quien podía desbaratar todo. Si ella no estaba de acuerdo, había que dejar de lado nuestra unión y contentarnos con una amistad entre ambos. Mi madre llegó a Plessis y sintió, como yo, un tierno respeto por el noble rostro, los cabellos de plata, el aspecto de distinción y de bondad del viejo coronel. Conversaron entre ellos y con nuestros anfitriones. Mi madre, me dijo: –He dicho que sí, pero en una forma en que puedo desdecirme. No sé todavía si el hijo me gustará. No es hermoso. Me hubiera gustado un yerno hermoso para darme su brazo. El coronel tomó el mío para ir a ver una pradera artificial detrás de la casa, mientras hablaba de agricultura con James. Caminaba con dificultad, habiendo tenido ya violentos ataques de gota. Cuando nos separamos con James de los otros paseantes, me habló con un gran afecto, me dijo que yo le gustaba extraordinariamente y que sería muy feliz considerándome como hija. Mi madre se quedó algunos días, estuvo amable y alegre, bromeó con su futuro yerno para probarlo, le pareció un buen

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muchacho, y partió permitiéndonos estar juntos bajo la vigilancia de la señora Ángela. Se había convenido que se esperaría, para fijar la fecha del casamiento, el retorno a París de la señora Dudevant, quien estaba pasando una temporada con su familia, en Le Mans. Hasta ese momento, las familias debían conocer la fortuna recíproca, y el coronel debía arreglar la renta, que de la suya, quería proporcionar a su hijo. Al cabo de una quincena, mi madre volvió como una tromba al Plessis. Había «descubierto» que Casimir, en medio de una existencia desordenada, había sido, durante algún tiempo, mozo de café. No sé en dónde había pescado semejante noticia. Creo que era un sueño que había tenido la noche anterior y que al despertarse se lo había creído. Ese temor fue acogido con grandes risas que la enojaron. James le respondió seriamente, le dijo que nunca había casi perdido de vista a la familia Dudevant, que Casimir no había incurrido nunca en ningún desorden; Casimir mismo protestó y dijo que él no tenía vergüenza de ser mozo de un café, pero que no habiendo abandonado la escuela militar para otra cosa que para hacer una campaña como subteniente, y no habiendo dejado la armada en su licenciamiento nada más que para hacer su derecho en París, viviendo allí en la casa de su padre y gozando de una buena pensión, o siguiéndole al campo, jamás había tenido, ni durante ocho días, ni mucho menos durante doce horas, el «entretenimiento» de servir en un café; ella se obstinó, pretendió que se reían de ella, y llevándome afuera, se desahogó en delirantes insultos contra la señora Ángela, sus costumbres, su casa y las intrigas de Duplessis, que servían para casar herederas con aventureros para beneficiarse personalmente, etc. La violencia de su paroxismo me hizo preocuparme por su razón, esforzándome en distraerla, decidiéndole que iba a hacer mi equipaje y que me marcharía en seguida con ella; que en París tomaría todas las informaciones que deseara, y que, mientras

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que no estuviese satisfecha, no veríamos a Casimir. Se calmó inmediatamente. –¡Sí, sí! –, dijo... ¡vamos a hacer el equipaje! Pero apenas había yo comenzado, cuando me dijo: –He reflexionado; me voy. No me quedo aquí. Tu sí, quédate. Me informaré y te hará saber lo que me digan. Partió esa misma noche, volvió todavía e hizo escenas del mismo tipo. En suma, sin haberla rogado demasiado, me dejó en el Plessis hasta la llegada de la señora Dudevant a París. Viendo entonces que se interesaba en el casamiento y que me llamaba con intenciones que, parecían serias, me reuní con ella en la calle Saint Lazare, en un nuevo apartamento bastante pequeño y bastante feo, que había alquilado detrás del viejo Tivoli. Desde las ventanas de mi cuarto de aseo, veía un jardín enorme y durante el día yo podía pasearme con mi hermano, que acababa de llegar y que se instaló en el entresuelo, debajo de nosotras. Hipólito había terminado su temporada, y en vísperas de ser nombrado oficial, no había querido renovar su compromiso. El estado militar le causaba horror, después de haberse dado a él con pasión. Había pensado adelantar más rápidamente: pero veía que el abandono de los Villeneuve se había extendido hasta él, y encontraba ese oficio de soldado en guarnición, sin esperanzas de guerra y de honor, embrutecedor para una inteligencia e infructuoso para el porvenir. Podía vivir sin miserias con su pequeña pensión, y le ofrecí, sin oposición por parte de mi madre, que tanto lo estimaba, quedarse en mi casa hasta que quisiese y consiguiera un nuevo destino. Su actuación entre mi madre y yo fue beneficiosa. Sabía mucho mejor que yo encontrar la debilidad de su carácter enfermo. Se reía, le hacía burlas, jugaba con ella y hasta la regañaba. Mi madre le soportaba todo. Su cuero de húsar no era tan fácil de hervir como mi susceptibilidad de adolescente y el poco caso que hacía de sus algaradas, las volvía tan inútiles que ella renun-

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ció a considerarlas. Me reconfortó al decirme que estaba loca por sentirme afectada con sus desigualdades de humor; le parecían cosas sin importancia, en comparación con la sala de policía y los golpes de sable del regimiento. La señora Dudevant vino a hacer su visita oficial a mi madre. Poco valía por su inteligencia y corazón aunque tenía maneras de gran dama y la apariencia de un ángel de dulzura. Le besé la frente porque su aspecto afligido, su voz débil y su linda figura distinguida inspiraban desde el principio y me inspiraron, a mí, una simpatía más duradera que de costumbre. Mi madre se quedó encantada con esos avances que acariciaban justamente lo más álgido de su orgullo. El casamiento se decidió, después fue discutido, más tarde roto y después retomado en un grado de caprichos que duraron hasta el otoño y que me convirtieron otra vez en un ser infeliz y enfermo; porque yo había reconocido de buen grado con mi hermano que en el fondo de todo eso mi madre me quería y no creía una palabra sobre las ofensas que su boca había prodigado. No podía acostumbrarme a estos altibajos de alegría loca y de sorda cólera, de ternura abierta y de indiferencia aparente o de una aversión completa. Ella no tenía consideración alguna con Casimir. Le había tomado manía porque, como ella decía, su nariz no le agradaba. Aceptaba sus cuidados y se divertía en probar su paciencia que no era grande, y que, por tanto, se sostuvo con la ayuda de Hipólito y la intervención de Pierret. Más ella me contaba lo peor y sus acusaciones resultaban tan falsas que le era imposible no producir una reacción de indulgencia o consideración en los corazones que ella quería agriar o desengañar. Finalmente se decidió, tras muchas conferencias de negocios bastante lastimosas. Quería casarme bajo un régimen de dote, provocando cierta resistencia por parte de M. Dudevant padre, a causa de desconfianzas contra su hijo que ella le expuso sin ningún reparo. Yo había comprometido a Casimir para que

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resistiera con fuerza esta medida conservadora de la propiedad, que tiene casi siempre por resultado el sacrificar la libertad moral del individuo a la inmobilidad tiránica del inmueble. Por nada del mundo hubiera yo vendido la casa y el jardín de Nohant, pero sí una parte de las tierras, a fin de formarme un ingreso en relación con el gasto que suponía la importancia relativa de la habitación. Yo sabía que mi abuela se había sentido siempre muy molesta a causa de esta desproporción; pero mi marido debió ceder ante la obstinación de mi madre que gozaba el placer de efectuar un último acto de autoridad. Nos casamos en septiembre de 1822, y después de las visitas y de la vuelta del viaje de bodas, después de una pausa de algunos días entre nuestros queridos amigos del Plessis, partimos con mi hermano hacia Nobant, en donde fuimos recibidos con alegría por el bueno de Deschartres. Pasé el otoño y el invierno siguiente en Nohant, cuidando a Mauricia. En la primavera de 1824, me invadió una gran tristeza cuya causa no puedo decir. Estaba en todo y en nada. Nohant estaba mejorado, pero revolucionado; la casa había cambiado de costumbres; el jardín había cambiado de aspecto. Había más orden; se permitían menos abusos a los criados; los apartamentos estaban mejor arreglados; las avenidas más limpias; los planteles aumentados ; con los árboles caídos hablan hecho fuego, matado a los perros viejos enfermos y sucios, vendido los viejos caballos fuera ya de servicio, renovado todas las cosas, en una palabra. Estaba mejor, seguramente. Todo eso, además, ocupaba y satisfacía a mi marido. Yo aprobaba todo y no tenía nada que lamentar razonablemente; salvo el espíritu de esos cambios. Cuando esa transformación tuvo lugar, cuando ya no vi más al viejo Phanor acostarse cerca de la chimenea y poner sus patas sobre el tapiz, cuando me dijeron que el viejo pavo real que comía en la mano de mi abuela no comería más las fresas del jardín, cuando ya no encontré los rincones sombríos y abando-

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nados en los que me había paseado en mis juegos infantiles y en los ensueños de mi adolescencia, cuando, en suma, un nuevo interior me habló de un futuro en el que ninguna de mis alegrías ni de mis dolores pasados iba a figurar, me sentí mal, y sin reflexión, sin conciencia de un mal presente, me sentí aplastada por un nuevo disgusto: la vida que tomó entonces un carácter enfermizo.

partido. ¿De qué me, habría quejado? ¿Qué podía yo exigir? ¿Por qué habría yo atormentado esa vida llena de porvenir? Hay, por otra parte, un punto de partida en el que, quien ha dado el primer paso no debe ser interrogado o perseguido, so pena de verse forzado a convertirse en algo cruel y desgraciado. No quería que esto sucediese. Él no tenía capacidad para sufrir; y yo no quería perder su respeto irritándolo. No sé si tengo razón al considerar la fortaleza como uno de los primeros deberes de la mujer, pero no está en el despreciar una pasión creciente. Me parece que allí se comete un atentado contra el cielo, el único que otorga y priva de los verdaderos afectos. No se debe disputar la posesión de un alma como si se tratara de un esclavo. Debe entregarse al hombre su libertad, al alma su vuelo y a Dios la llama de él emanada. Cuando ese divorcio tranquilo, pero irremediable, se llevó a cabo, traté de continuar una existencia que en nada exteriormente se había modificado; pero esto fue imposible. Mi pequeño cuarto ya no me quería. Vivía entonces en el viejo boudoir de mi abuela, porque sólo tenía una puerta que no era un pasaje para nadie, bajo cualquier pretexto que pusiese. Mis dos hijos ocupaban la grande habitación próxima. Yo los escuchaba respirar, y podía velar sin incomodar sus sueños. Este boudoir era tan pequeño, que con mis libros, mis herbarios, mis mariposas y mis piedras (me divertía siempre con la historia natural sin aprender nada), no había lugar ni para una cama. La sustituí por una hamaca. Mi despacho era un armario que se abría como un secreter, donde un grillo, que la costumbre de verme había acostumbrado, vivió largo tiempo conmigo. Se alimentaba de mi pan en migajas, que yo tenía cuidado de elegirlo blanco, preocupada porque no se envenenase. Venía a comer sobre mi papel, mientras que yo escribía, después de lo cual se iba a cantar a un cierto cajón de su predilec-

*** Porque esta soledad que había franqueado los más vivos años de mi juventud no me convenía más, esto es lo que no he dicho y que puedo perfectamente decir. El ser ausente podría decir casi «invisible», con el que yo había hecho el tercer integrante de mi existencia (Dios, él y yo), estaba fatigado de esta aspiración sobrehumana al amor sublime. generoso y tierno, no lo decía, pero sus cartas ya no llegaban, sus expresiones se volvían más vivas o más frías, según el sentido que yo quería darles. Sus pasiones tenían necesidad de otro alimento que la amistad entusiasta y la vida epistolar. Había hecho un juramento que me sostenía regularmente, y sin el cual yo hubiese roto con él, pero no había hecho un juramento que restringiese las alegrías o los placeres que él podía encontrar en otra parte. Sentí que me convertía para él en una atadura terrible, o que no era más que una diversión espiritual. Me incliné demasiado modestamente hacia esta última opinión, y he sabido más tarde que me equivoqué No me aplaudí anticipadamente por haber puesto fin a la opresión de su corazón y al impedimento de su destino. Lo amé mucho tiempo todavía en silencio. Después pensé en él con calma, con reconocimiento y siempre pienso en él con una amistad seria y una estima profunda. No hubo ni explicación, ni reproche, desde que tomó tal

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ción. Algunas veces caminaba sobre mi escritura y yo me veía obligada a cazarlo para que no se habituase a beber tinta fresca. Una noche, al no escucharlo moverse y no verle a mi lado, lo busqué por todas partes. Encontré a mi amigo, pero nada más que a sus dos patas traseras entre las junturas de la ventana. No me había dicho que salía a menudo y la criada lo había aplastado al cerrar la ventana. Guardé sus tristes restos en una flor, durante largo tiempo y como una reliquia; pero no sabría decir la impresión que ese pueril incidente me causó, por su coincidencia con el fin de mis poéticos amores. Traté de hacer poesía; había oído decir que el espíritu bello en todo consuela, pero, al escribir La vida y la muerte de un espíritu familiar, obra inédita para siempre, me sorprendí más de una vez llorando. Pensaba a pesar de todo en ese pequeño grito del grillo, que es como la voz misma del hogar, y en que podía haber cantado mi felicidad real, que había mecido, al menos, los últimos destellos de una dulce ilusión, y que acababa de irse para siempre con ella. La muerte del grillo marcó, entonces, como un símbolo, el final de mi estancia en Nohant. Pensaba de otra manera, cambiaba mi forma de vivir, salía, me paseaba mucho durante el otoño. Esbocé una especie de novela que jamás vio la luz; después de leerla, me convencí de que no valía nada, pero que podía hacer algo menos malo, y que en suma no era peor que muchas otras que hacían vivir bien o mal a sus autores. Reconocí que escribía rápido, fácilmente, largo tiempo sin fatigarme; que mis ideas, revueltas en mi cerebro, se despertaban y se unían, por la deducción, al correr de la pluma, que, en mi vida de recogimiento, había observado mucho y entendido muy bien los caracteres que el azar había hecho desfilar delante de mi, y que, en consecuencia, conocía lo suficiente la naturaleza humana para pintarla; en fin, que, de todos los pequeños trabajos de los que era capaz, la literatura propiamente dicha era el que me ofrecía

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más oportunidades de suceso como profesión, y, digámoslo, como medio de vida. Algunas personas con las que confié al principio, dudaron. ¿Podía existir la poesía, me decían, con una preocupación semejante? ¿Ha sido para encontrar una profesión material en suma, para lo que yo he vivido de una manera tan ideal? Yo, tenía esa idea desde hacía mucho tiempo. Desde antes de mi matrimonio, había sentido que mi situación en la vida, mi pequeña fortuna, mi libertad para no hacer nada, mi pretendido derecho de mandar sobre un cierto número de seres humanos, campesinos y domésticos; en fin, mi papel de heredera y de castellana, a pesar de sus cortas proporciones y su imperceptible, importancia, era contrario a mi gusto, a mi lógica y a mis facultades. Hay que recordar cómo la pobreza de mi madre, que la había separado de mí, había influido sobre mi pequeño cerebro y sobre mi pobre corazón de criatura; como había, en mi interior, rechazado lo hereditario y proyectado durante mucho tiempo huir del bienestar con el trabajo. A estas ideas románticas sucedió, en el comienzo de mi matrimonio, la voluntad de complacer a mi marido y de ser la mujer de hogar que él deseaba. Los cuidados domésticos no me han molestado jamás, y no soy uno de esos espíritus sublimes que no pueden bajar de las nubes. Vivo mucho en las nubes, ciertamente, y es una razón de más para que sienta la necesidad de volver a encontrarme a menudo sobre la tierra. Con frecuencia, fatigada y obsesionada por mis preocupaciones, habría dicho encantada lo que Panurgo sobre el mar embravecido: «¡Felices aquellos que plantan repollos! ¡Tienen un pie en la tierra y otro no lejos del azadón!» Pero ese azadón, esa especie de cosa entre la tierra y mi segundo pie, era justamente lo que yo necesitaba y lo que no encontraba. Hubiera querido una razón, un motivo tan simple como la acción de plantar repollos, pero también algo lógico,

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para explicarme a mí misma la meta y el propósito de mi actividad. Yo veía perfectamente que cuidándome mucho para economizar en todas las cosas, como me habían recomendado, no llegaba a otra cosa que a convencerme de la imposibilidad de ser económica sin egoísmo en ciertos casos; cuanto más me acercaba a la tierra, resolviendo el pequeño problema de hacerle dar lo mis posible, más veía que la tierra da poco y que aquellos que tienen poco o poca tierra para cultivar no pueden vivir de su esfuerzo. El salario era escaso, el trabajo incierto, el cansancio y la enfermedad demasiado inevitables. Mi marido no era inhumano y no me reservaba nada más que para el detalle de lo que se gastaba; pero cuando al cabo de un mes veía mis cuentas, perdía la cabeza y me la hacía perder a mi diciendo que mi renta no estaba de acuerdo con mi liberalidad, y que él no tenía ninguna posibilidad de vivir en Nohant y con Nohant en ese plan. Era la verdad; pero yo no podía tomar sobre mí la responsabilidad de reducir a lo estrictamente necesario las necesidades de aquellos sobre los cuales yo no gobernaba. No me resistía a nada de lo que me era impuesto o aconsejado, pero no sabía actuar por mi cuenta. Me impacientaba y era bondadosa. Lo sabían y abusaban de mí muy a menudo. Mi gestión sólo duró un año. Me había pedido no pasar de los diez mil francos; gasté catorce, de lo cual me sentí tan culpable como un niño descubierto. Ofrecí mi dimisión y la aceptaron. Entregué mi portafolio y hasta renuncié a una pensión de mil quinientos francos que me estaba reservada por contrato de casamiento para mis arreglos. No me hacía falta tanto, y prefería ser discreta en mis gastos a reclamar más dinero. Después de esta época hasta 1831, me quedé sin un centavo, no tomé ni cien monedas de la bolsa común sin pedírselas a mi marido, y cuando le pedí que pagara mis deudas personales al cabo de nueve años de matrimonio, sólo llegaban quinientos francos. No cuento estas pequeñas cosas para quejarme de haber

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soportado una presión ni sufrido por una avaricia. Mi marido no era avaro, y no me privaba de nada; pero yo no tenía necesidades, yo no deseaba nada fuera de los gastos corrientes establecidos por en la casa, y, contenta por no tener ya ninguna responsabilidad, le entregué una autoridad sin limites y sin control. Él había tomado naturalmente la costumbre de mirarme como a un niño bajo tutela, y no tenía nunca ninguna razón pata enfadarse con una criatura tan tranquila. He entrado en detalles, porque dirá cómo, en medio de esta vida de religiosa que yo llevaba realmente en Nohant, y, para la cual no faltaban ni la celda, ni el voto de obediencia, ni el del silencio, ni el de la pobreza, la necesidad de existir por mi misma se hizo al fin sentir. Sufría viéndome inútil. No pudiendo asistir de otra manera a las pobres gentes, me había hecho doctora rural, y mi clientela gratuita habla crecido hasta el punto de aplastarme de fatiga. Por economía, me había hecho también un poco farmacéutica, y cuando volvía de mis visitas, me embrutecía con la confección de ungüentos y jarabes. No me abandonaba en ese trabajo; ¿qué importaba soñar allí o en otra parte? Pero yo me decía que con un poco de mi dinero, mis enfermos hubieran estado mejor cuidados y mis resultados habrían sido más brillantes. Y, después, la esclavitud es algo inhumano que se acepta con la condición de soñar siempre con la libertad. Yo no era esclava de mi marido, me dejaba libremente con mis lecturas y mi ocio; pero estaba sujeta a una situación dada, que no dependía de él liberármela. Si yo le hubiera pedido la luna, me habría dicho riendo: «Si tienes con qué pagarla, te la compro»; y si yo hubiera dicho que deseaba conocer la China me hubiese respondido: «Ten dinero, haz que Nohant produzca y vete a la China.» Había sentido más de una vez la necesidad de tener recursos, por modestos que fuesen, pero de los cuales pudiese yo disponer sin remordimientos y sin control, para la felicidad de un

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artista, para una limosna bien colocada, para un hermoso libro, para una semana viajando, para un pequeño regalo a una amiga pobre, ¡qué sé yo!; para todas esas cositas de las que uno puede privarse, pero que sin las cuales, sin embargo, no se es hombre o mujer, sino más bien ángel o bestia. En nuestra ficticia sociedad, la ausencia total de dinero constituía una situación imposible, la miseria espantosa o la impotencia absoluta. La irresponsabilidad es un estado de servilismo; es una cosa parecida a la vergüenza de la prohibición. También me, había dicho a mí misma, que llegaría un momento en que ya no podría quedarme en Nohant. Esto se debía por aquel entonces a unas causas pasajeras, pero que a veces veía yo agravarse de una manera amenazadora. Hubiera sido preciso echar a mi hermano, quien, agobiado por una pésima gestión de sus propios bienes, había ido a vivir con nosotros por economía, y a otro amigo de la casa a quien yo dispensaba, a pesar de su fiebre báquica, una verdadera amistad; un hombre, que, como mi hermano, tenía corazón y espíritu como para vender, un día sobre tres, sobre cuatro o sobre cinco, según «el viento», decían ellos. Porque había «vientos salados» que hacían llevar a cabo muchas locuras, «figuras saladas» a quienes no se podía encontrar sin tener ganas de beber, y cuando se había bebido, uno se encontraba con que, de todas las cosas, el vino era todavía la más salada. No hay nada más lastimoso que los borrachos espirituales y buenos; uno no puede enfadarse con ellos. Mi hermano tenía un vino sensible, y yo me veía forzada a encerrarme en mi celda, para que no viniese a llorar toda la noche, las veces en las que no había pasado de una determinada dosis que le inspiraba deseos de estrangular a sus mejores amigos. ¡pobre Hipólito! ¡que encantador era en sus buenos días y qué insoportable en sus malas horas! Además, su mujer vivía también con nosotros, su pobre y excelente mujer, que sólo tenía una felicidad en el mundo, la de su salud, tan débil que se pasaba en su

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cama más tiempo que sobre sus pies, y que dormía con un sueño lo bastante profundo como para no darse cuenta de lo que pasaba a nuestro alrededor. Queriendo franquearme y sustraer a mis hijos de influencias malignas, posibles algún día; segura de que me dejarían alejarme, con la condición de no pedir la parte de mi herencia, partición ilegal, por otra parte, había intentado crearme algún pequeño trabajo. Había intentado hacer traducciones: era demasiado largo, ponía en ello demasiados escrúpulos y conciencia; también intenté hacer retratos al carbón o a la acuarela en algunas horas, pescaba muy bien el parecido, no dibujaba mal mis pequeñas cabezas, pero a ese trabajo le faltaba originalidad. Coser, lo hacia rápido, pero no veía muy bien, y me di cuenta que eso sólo me brindaría cuanto más diez monedas por día. ¿Modas...? Pensé en mi madre, que no había podido dedicarse a esto por la falta de un pequeño capital. Durante cuatro años, fui tanteando y trabajando como una negra no haciendo en definitiva nada que valiese la pena, con el único fin de encontrar en mí una capacidad cualquiera. Por un instante creí encontrarla. Había pintado flores y pájaros de adorno, en composiciones microscópicas sobre unas tabaqueras y sobre unas cajas de cigarros de madera de Spa. Había algunas muy bonitas que el barnizador admiró en uno de los pequeños viajes que hice a París para llevárselas. Me preguntó si era mi trabajo; le respondí afirmativamente, para ver lo que me decía. Me dijo que pondría esos pequeños objetos en su vitrina y que trataría de venderlos. Al cabo de algunos días, me contestó que había conseguido ochenta francos por la caja de cigarros; yo le había dicho, al azar, que quería por ella cien francos, pensando que no me darían ni uno. Me encontré con los empleados de la casa Giroux y les presenté mis muestras. Me aconsejaron ensayar muchos objetos distintos, abanicos, cajas de té, cofres, y me aseguraron que ellos me los venderían. Me llevé, entonces, de París una provisión de

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materiales, pero usaba mis ojos, mi tiempo y mi pena en la búsqueda de los detalles. Algunas maderas reaccionaban milagrosamente, otras dejaban partirse los dibujos o desaparecer bajo el barniz. Tuve accidentes que me retrasaron, y, en suma, las materias primas costaban tan caras, que con el tiempo perdido y los objetos estropeados, yo no veía, suponiendo una entrada firme, otro dinero que para poder comer un poco de pan. Sin embargo, me obstiné; pero la moda de esos objetos pasó a tiempo para impedirme, continuar en mis propósitos. Y después, a pesar de mí misma, me sentía artista, sin haber jamás pensado en decir que podía serlo. En una de mis estadías en París, entré un día en el museo de pintura. Sin duda no era la primera vez, pero siempre había visto sin ver, persuadida de no conocerme y no sabiendo todo lo que se puede sentir sin comprender. Comence a emocionarme singularmente. Volví al día siguiente, al otro también; y, al viaje siguiente, queriendo conocer una a una todas las obras maestras y darme cuenta de la diferencia de las escuelas un poco más que por la naturaleza de los tipos y de los sujetos, me fui misteriosamente sola, desde que abrieron el museo, y me quedé allí hasta que lo cerraron. Estaba como pasmada, como clavada delante de los Tizianos, los Tintoretos, los Rubens. Fue primero la escuela flamenca que me cautivó por la poesía de la realidad, y poco a poco llegue a comprender por qué la escuela italiana era tan apreciada. Como no tenía a nadie para decirme lo que era bueno, mi admiración creciente tenía todas las trazas de un descubrimiento y yo estaba muy sorprendida y muy feliz al encontrar en la pintura unos goces iguales a los que había disfrutado con la música. Estaba lejos de entender, no había tenido jamás la menor noción seria de este arte, que, no mucho más que los otros, no se revela a los sentidos sin el socorro de las facultades y de la educación especiales. Yo sabía muy bien que decir delante de un cuadro: «Juzgo porque veo, y veo porque tengo ojos», es una impertinencia es-

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pantosa. Entonces, no decía nada, ni me preguntaba si entre mi persona y las creaciones del genio había obstáculos o afinidades. Miraba, estaba dominada, transportada en un nuevo mundo. Por la noche, veía pasar delante de mí todas esas grandes figuras, que, de la mano de los maestros, han adquirido un «cachet» de potencia moral, aún aquellas que no encarnan otra cosa que la fuerza o la salud física. Es en la pintura buena que se siente lo que es la vida: es como un resumen espléndido de la forma y de la expresión de los seres y las cosas demasiado a menudo ocultos o flotantes en el movimiento de la realidad y en la apreciación del que los contempla; es el espectáculo de la naturaleza y de la humanidad visto a través del sentimiento genial que lo ha compuesto y colocada en escena. ¡que buena fortuna para un espíritu ingenuo que no lleva frente a semejantes obras ni prevenciones de critica, ni pretensiones de capacidad personal! El universo se me revelaba. Veía al mismo tiempo en el presente y en el pasado, me volvia clásica y romántica al mismo tiempo, sin saber lo que significaba la querella agitada de las artes. Veía al mundo verdadero surgir a través de todos los fantasmas de mi fantasía y todas las dudas de mi contemplación. Me parecía haber conquistado no sé qué tesoro infinito cuya existencia desconocía. No habría podido decir el qué, no sabía el nombre de lo que yo sentía apresurarse en mi espíritu ardiente y como dilatado; pero tenía fiebre, y me iba del mundo del museo, perdiéndome de calle en calle, no sabiendo a donde me dirigía, olvidándome de comer, y dándome cuenta de repente de que ya era la hora de ir a escuchar «Freischutz» o «Guillermo Tell». Entonces, entraba en una pastelería, cenaba un bollo, diciéndome con satisfacción, delante de la pequeña bolsa que me habían entregado, que la ausencia de mi comida me daba el derecho y el medio de ir a un espectáculo. Puede verse que en medio de mis proyectos y de mis emociones yo no había aprendido nada. Había leído historia y algu-

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nas novelas; había descifrado partituras; había echado una mirada distraída sobre los periódicos y había cerrado los ojos un poco a propósito a las intrigas políticos del momento. Mi amigo Néraud, un verdadero sabio, artista hasta la punta de las uñas en la ciencia, había tratado de enseñarme botánica; pero, corriendo con él por el campo, llevando él su caja de hierro blanco, llevando yo a Mauricio sobre mis hombros, me había entretenido, como decían las buenas gentes, nada más que con la mostaza; todavía no había estudiado yo bien mostaza y lo único que sabía era que esta planta pertenecía a la familia de las crucíferas. Me distraía en las clasificaciones y en las clases, por el sol dorando los campos, las mariposas corriendo detrás de las flores y Mauricio corriendo detrás de las mariposas. Además, me hubiera gustado ver y saber todo al mismo tiempo. Hacía hablar a mi profesor y en todas las cosas, él era brillante e interesante; pero con él sólo me iniciaba en la belleza de los detalles, y el lado exacto de la ciencia me parecía arido para mi frágil memoria. Me penó; mi Malgache, así llamaba yo a Néraud, era un admirable, iniciador, y todavía yo estaba en edad de aprender. Sólo yo podía instruirme de una manera general, que me hubiera permitido entregarme sola en seguida a estudios serios. Me costaba comprender un montón de cosas que él resumía en unas cartas encantadoras sobre la historia natural y en unos relatos de sus lejanos viajes, que me abrieron un poco el mundo de los trópicos. He vuelto a encontrar la visión que él me dio de la isla de Francia escribiendo la novela Indiana, y para no copiar lo cuadernos que él reuniera para mí, no he podido hacer otra cosa que tomar sus descripciones e insertarlas en las escenas de mi libro. Es lógico que no aportando a mis proyectos literarios, ni talento probado, ni estudios especiales, ni recuerdos de una vida superficialmente agitada, ni conocimiento profundo del mundo, yo no tuviese ninguna especie de ambición. La ambición se apo-

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ya sobre la confianza en uno mismo, y yo no era tan tonta como para contar con mi pequeño genio. Me sentía rica de un fondo muy restringido; el análisis de los sentimientos, la descripción de un cierto número de caracteres, el amor a la naturaleza, la familiarización, si es que pudiera hablar así, con las escenas y las costumbres de la campiña: era suficiente para empezar. «A medida que yo vaya viviendo –me decía–, veré más gentes y cosas, extenderé mi circulo de individualidades, agrandaré el cuadro de las escenas y si hace falta que me sumerja en la novela inductiva, que llaman histórica, estudiaré el detalle de la historia, y adivinaré con el pensamiento el de los hombres que ya no viven.» Cuando mi resolución hubo madurado acerca de probar fortuna, vale decir, los mil escudos de renta que siempre había soñado, declararla y seguirla fue cuestión de tres días. Mi marido me debía una pensión de mil quinientos francos. Le pedí mi hija y el permiso de pasar en París seis meses al año, con doscientos cincuenta francos por mes de ausencia. No hubo ninguna dificultad. Pensó que era un capricho del que me cansaría pronto. Mi hermano, que pensaba lo mismo, me dijo: –¡Tú imaginas vivir en París con una niña sin más de doscientos cincuenta francos por mes! ¡Es demasiado risible, tu que no sabes ni lo que cuesta un pollo! Volverás antes de los quince días con las manos vacías, porque tu marido está decidido a mostrarse sordo a cualquier demanda de un nuevo subsidio. –Está bien –le respondí–, ensayaré. Préstame por ocho días el apartamiento que ocupas en tu casa de París, y guárdame a Solange hasta que tenga yo mi casa. Volveré efectivamente pronto. Mi hermano fue el único que trató de combatir mi resolución. Se sentía un poco culpable del disgusto que mi inspiraba mi casa. No quería aceptarlo por si mismo, y lo aceptaba conmigo por su cuenta. Su mujer comprendía mejor y me aprobó. Tenía confianza en mi coraje y en mi destino. Sentía que yo adop-

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taba el único medio de evitar o adoptar una determinación más penosa. Mi hija no comprendía todavía: Mauricio no hubiera comprendido si mi hermano no se hubiese tomado el trabajo de decirle que me iba por mucho tiempo y que tal vez no volvería. Pensaba que la pena de mi pobre niño me retendría. Sus lágrimas me partieron el corazón, pero conseguí tranquilizarlo y darle confianza en mis palabras. Busque un alojamiento y me establecí pronto en el Quai Saint Michel, en uno de los entresuelos de la gran casa situados en la esquina de la plaza, en la punta del puente, en frente de la Morgue. Tenía allí tres pequeñas piezas muy limpias que daban sobre un balcón desde el que yo dominaba una gran parte del curso del Sena y desde, donde contemplaba los monumentos gigantescos de Notre-Dame, Saint-Jacques la Boucherie, la Sainte-Chapelle, etc. Tenía cielo, agua, aire, golondrinas, verdor sobre los techos; no me sentía muy bien en el París civilizado, que no hubiera convenido ni a mis gustos, ni a mis recursos, pero sí, en el París pintoresco y poético de Víctor Hugo, en la ciudad del pasado. Tenía, creo, trescientos francos de alquiler al año. Los cinco peldaños de la escalera me cansaban mucho, jamás he sabido subir; pero era preciso subirlos y a veces con mi robusta hija en los brazos. No tenía criada; mi portera, muy fiel, muy limpia y muy buena, me ayudó a hacer mis trabajos caseros por quince francos al mes. Me hice llevar la comida de un comedor muy limpio y muy honesto, por dos francos al día aproximadamente. Enjabonaba y lavaba yo misma la ropa pequeña. Llegué entonces a encontrar mi existencia posible dentro del limite de mi pensión. Lo más difícil fue comprar muebles. No lo hice con lujo, como se pudo creer. Me dieron crédito y pagué puntualmente; pero ese establecimiento, por modesto que fuese, no pudo orga-

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nizar todo en seguida, pasaron algunos meses, tanto en París como en Nohant, antes de, que yo pudiese trasplantar a Solange de, su palacio de Nohant (relativamente hablando) a esta pobreza sin que ella sufriera, ni lo advirtiese. Todo se arregló poco a poco, y desde que la tuve conmigo, con la comida y el servicio asegurados, pude tranquilizarme, no salir por el día sólo para llevarla a pasear al Luxembourg, y pasar escribiéndo todas las veladas cerca de ella. La providencia vino en mi ayuda. Cultivando una maceta de plantas olorosas en mi balcón, trabé conocimiento con mi vecina, que, más lujosa, cultivaba un naranjo en el suyo. Era la señora Badoureau, que vivía allí con su marido, instructor primario, y con una encantadora hija de quince años, dulce y modesta rubia de ojos lánguidos, que tomó un cariño enorme a Solange. Esta excelente familia me ofreció hacerla jugar con otros niños que iban a tomar lecciones particulares, cuando ella se aburriese del pequeño espacio de mi casa y de la continuidad de sus idénticos entretenimientos. Eso volvió la existencia de la niña, no solamente más posible, sino más agradable, y no hay cuidados y ternuras que esas gentes encantadoras no le prodigaran, sin jamás permitirme indemnizarlos, a pesar de que su profesión hubiera convertido la cuestión en lo más natural y a la retribución como bien adquirida. Hasta ese entonces, vale decir, hasta que mi hija estuvo conmigo en París, yo había vivido de una forma menos fácil y hasta de una manera inusitada, que respondía, sin embargo, perfectamente a mis propósitos. Había querido leer, pero no tenía ni un libro. Además, era invierno y no es muy económico quedarse en casa, cuando se deben contar los leños. Traté de instalarme en la biblioteca Mazarino; pero más hubiera valido que me fuese, creo, a trabajar sobre las torres de Notre Dame, del frío que allí hacía. No pude aguantar, pues soy el ser más friolero que haya existido. Había allí viejos que se instalaban en una mesa, inmóviles, satisfechos,

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momificados, y que no parecían darse, cuenta de que sus narices azules se cristalizaban. Yo envidiaba ese estado de petrificación: los miraba sentarse y levantarse como empujados por un resorte, para asegurarme de que no estaban hechos de madera. Además, estaba todavía ávida de sacarme mi provincianismo de encima y de ponerme al corriente de las cosas, al nivel de las ideas y de las formas de mi tiempo. Sentía la necesidad, tenía curiosidad; excepto las obras más notables, yo no conocía nada de las artes modernas; tenía sed sobre todo de ver teatro. Yo sabía que para una mujer pobrera imposible realizar tales fantasías. Balzac decía: «No se puede ser mujer en París, a menos de tener veiticinco mil francos de renta». Y esta pardoja elegante se convertía en una realidad para la mujer que quería ser artista. Sin embargo, veía a mis jóvenes amigos de Nohant, mis compañeros de la infancia, vivir en París con casi tan poco como yo y estar al corriente de todo lo que interesa a la juventud inteligente: los acontecimientos literarios y políticos, las emociones de los teatros y museos, de los clubs y de la calle. Veían todo, estaban en todo. Tenía tan buenas piernas como las de ellos y esos buenos y pequeños pies del Berry, que han aprendido a caminar en los malos caminos, en equilibrio sobre viejos zuecos. pero sobre el pavimento de París, yo era como un barco sobre un vidrio. Los zapatos finos se rompían en dos días, las medias me hacían caer, no sabía levantar mi vestido, estaba cansada, fatigada, resfriada y veía a los zapatos y vestidos, sin contar los pequeños sombreros de terciopelo arruinados por las goteras, convertirse en ruinas con una rapidez espantosa. Yo ya había pensado en esos defectos y en esas experiencias antes de establecerme en París, y le había planteado el problema a mi madre, que vivía muy elegante y cómodamente con tres mil quinientos francos de renta: ¿cómo mantener el arreglo más modesto en ese clima tremendo, a menos de vivir encerrada en

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una habitación siete días de ocho? Ella me había contestado: «Es muy posible a mi edad y con mis costumbres; pero, cuando era joven y a tu padre le faltaba el dinero, él había pensado vestirme como un muchacho. Mi hermana hizo otro tanto, y nos íbamos a todas partes, a pie, con nuestros maridos, al teatro; a todas partes. Fue una economía importante en nuestros hogares». Esta idea me pareció al principio divertida y después muy ingeniosa. habiendo estado vestido de muchacho durante mi infancia, habiendo luego cazado en blusa y polainas con Deschartres, no me asombré en absoluto al retomar una vestimenta que no era nueva ya para mí. En aquella época, la moda ayudaba bastante. Los hombres llevaban largas chaquetas cuadradas, llamadas «a la propietaria», que caía hasta los talones y que dibujaban tan poco la figura, que mi hermano, poniéndose la suya en Nohant, me había dicho riendo: –Es muy bonita, ¿no es cierto? Es la moda y ya no choca. El sastre toma las medidas de una garita y sirven ya para todo un regimiento. Me hice hacer, entonces, una chaqueta-garita en grueso paño gris, con el pantalón y el chaleco iguales. Con un sombrero gris y una gruesa corbata de lana, parecía un pequeño estudiante de primer año. No puedo explicar el placer que me causaron mis botas: me hubiera gustado dormir con ellas, como hizo mi hermano cuando era joven y calzó su primer par. Con esos pequeños talones herrados, me sentía sólida sobre el suelo. Corría de una punta a otra de París. Me parecía que yo era capaz de dar la vuelta al mundo. Después, mis ropas resistían. Corría en cualquier tiempo, volvía a cualquier hora, iba al patio de todos los teatros. Nadie me miraba, ni dudaban de mi disfraz. Aparte que yo lo llevara cómodamente, la ausencia de coquetería de la vestimenta y del rostro ausentaban toda sospecha. Estaba muy mal vestida y tenía un aspecto muy simple (mi aspecto habitual, dis-

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traído y como tonto) para llamar o fijar la atención. Las mujeres no saben ocultarse, ni aun en el teatro. No quieren sacrificar la finura de su cintura, la pequeñez de sus pies, la gentileza de sus movimientos, el brillo de sus ojos; y es por todo eso, sin embargo, es por la mirada sobretodo, que pueden llegar a no ser fácilmente descubiertas. Hay una manera de deslizarse por todas partes sin que nadie vuelva la cabeza, y de hablar sobre un diapasón bajo y sordo que no suene aflautado a los oídos que pueden oíros. El resto, para no ser notada como «hombre», sólo hace falta una costumbre: no distinguirse como mujer. A pesar de que esta rara existencia no tuvo nada de lo que yo tuviera que arrepentirme más tarde, la adopté no sin saber los efectos inmediatos que podía tener sobre las conveniencias y los arreglos de mi vida. Mi marido la conocía y no la condenaba ni impedía. Lo mismo ocurría por parte de mi madre y de mi tía. Yo estaba, entonces, en regla con las autoridades constituidas de mi vida. Pero, en todo el resto del medio en el cual yo había vivido, debía encontrar probablemente más de una critica severa. No quise exponerme. Quise elegir y saber y conocer las amistades que me serían fieles, así como aquellas que se escandalizarían. A primera vista, yo trataba un buen número de gente cuya opinión me era casi indiferente, y a quienes comencé por no dar ningún signo de vida. En cuanto a las personas que yo amaba realmente y de las que debía esperar alguna reprimenda, me decidí a romper con ellas sin decirles nada. «Si me aman –pensaba yo– correrán detrás de mí, y si no lo hacen, olvidaré que existen, pero siempre podré quererlas en el recuerdos; no habrá explicaciones hirientes entre nosotros; nadie dejará de gustar el puro recuerdos de nuestro afecto.» De hecho, ¿qué podían saber ellas de mi meta, de mi porvenir, de mi voluntad? ¿Sabían ellas, sabía yo misma, al quemar

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mis naves, si tenía algún talento, alguna perseverancia? Jamás había dicho a nadie una palabra sobre el enigma de mi pensamiento; todavía no la había encontrado de una manera segura; y cuando yo hablaba de escribir, era riéndome y burlándome de la cuestión y de mí misma. Sin embargo, una especie de destino me empujaba. Lo sentía invencible y estaba decidida a que lo fuese: no un gran destino, yo era demasiado independiente en mi fantasía para abrazar cualquier género de ambición, pero un destino de libertad moral y de aislamiento poéticos en una sociedad en la cual yo sólo pedía olvido y permiso para dejarme ganar el pan cotidiano sin esclavitud. Quise, no obstante, volver a ver por última vez a mis amigas de París. Fui a pasar unas horas al convento. Todo el inundo estaba tan preocupado por los efectos de la revolución de julio, por la ausencia de alumnas, por la perturbación general de la cual se desprendían las consecuencias materiales, que no tuve que hacer ningún esfuerzo para no hablar de mí. Sólo vi un instante a mi buena madre Alicia. Estaba ocupada y con mucha prisa. La hermana Helena estaba en retiro. Gallinita me paseaba por los claustros, por las clases vacías, por los dormitorios sin camas, por el jardín silencioso, diciendo a cada paso: ¡Esto va mal!, ¡esto va muy mal! De mi época, sólo quedaban las religiosas y la buena Marie Josefa, la brusca y sonriente sirvienta que me pareció la más cordial y la única viva en medio de esas almas preocupadas. Comprendí que las monjas no pueden y no deben amar con el corazón. Viven de una idea y no dan una verdadera importancia a otra cosa que no sea las condiciones exteriores que constituyen el marco necesario a esa idea. Todo lo que turba el orden de una meditación que necesita una tranquilidad immutable y una seguridad absoluta, es un acontecimiento terrible o, cuando menos, una crisis difícil. Las amistades exteriores no pueden hacer

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nada por ellas. Las cosas humanas no tienen valor a sus ojos si no es en razón de la menor o mayor ayuda que pueden proporcionar a sus condiciones de existencia excepcionales. No extrañé más al convento, viendo que allí el ideal estaba sometido a semejantes eventualidades. La vida de una comunidad es un mundo fijo, y el cañón de Julio no se había inquietado por la paz de los santuarios. Yo tenía el ideal alojado en un rincón de mi cerebro, y sólo me eran precisos algunos días de completa libertad para hacerlo explotar. Lo llevaba en la calle, con los pies en la nevisca, los hombros cubiertos de nieve, las manos en los bolsillos, el estómago un poco vacío a veces, pero con la cabeza cada vez más llena de sueños, de melodías, de colores, de formas, de rayos y de fantasmas. Ya no era una dama, ya no era tampoco un señor. Me empujaban sobre la calzada como algo que podía estorbar a los caminantes ocupados. Me era igual; yo no tenía ninguna ocupación. No me conocían, no me miraban, no me regañaban; era un átomo perdido en la inmensa muchedumbre. Nadie me decía como en La Châtre: «Allí pasa la señora Aurora; tiene siempre el mismo sombrero y el mismo vestido»; ni como en Nobant: «Allí está nuestra señora que monta sobre su gran caballo; debe estar deprimida para montar así.» En París, no pensaban nada de, mi; no me veían. Yo no tenía ninguna necesidad de apresurarme para evitar las frases triviales, podía hacer toda una novela, sin encontrar a nadie que me dijese: «En qué diablos piensa usted?» Todo esto valía más que una celda, y yo podría haber dicho con René, pero con tanta satisfacción como él pudo decirlo con tristeza, que me, paseaba por un desierto de hombres. Después que miré bien, y una vez que repasé y saboreé por última vez todos los rincones de mi convento y de mis recuerdos queridos, salí diciéndome que ya no pasaría más esa reja, detrás de la cual dejaba mis más santas ternuras en estado de divinidades sin fierezas y como astros sin nubes; una segunda visita hubiese

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despertado preguntas sobre mi interior, sobre mis proyectos, sobre mis disposiciones religiosas. Yo no quería discutir. Hay seres que se respetan demasiado como para contradecirlos y de los que uno no se quiere llevar más que una bendición tranquila. *** Volví sin tristeza a mi casa y a mi utopía, segura de dejar penas y buenos recuerdos, satisfecha de no tener nada sensible que romper. La baronesa Dudevant me preguntó por qué me quedaba tanto tiempo en París sin mi marido. Le respondí que mi marido estaba de acuerdo. –Pero, ¿es cierto que tiene la intención de imprimir libros? –Si, señora. –¡Vaya! –exclamó ella–, ¡que idea tan extraña! –.Si, señora. –Es algo bello y bueno; pero espero que no figurará su nombre sobre las tapas de los libros impresos. –¡Oh!, nada de eso, señora no hay peligro. No hubo otra explicación. Ella partió poco tiempo después para el Midi, y no la he vuelto a ver nunca. El nombre que pondría en las tapas impresas no me preocupó en absoluto. En realidad, había resuelto guardar el anónimo. Una primer obra fue esbozada por mi, y repasada por completo por Jules Sandeau, a quien Delatouche bautizó con el nombre de Jules Sand. Esta obra trajo otro editor que pidió otra novela con el mismo seudónimo. Yo había escrito Indiana en Nohant, quise entregarla con el seudónimo exigido; pero Jules Sandeau, por modestia, no quiso aceptar la paternidad de un libro que le era extraña. Esto no le importaba al editor. El nombre es todo para la venta, y el pequeño seudónimo había cuajado, querían mantenerlo a toda costa. Delatouche, consultado, zanjó la cuestión por un compromiso: Sand quedaría intacto y yo elegiría otro nombre que sólo

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me serviría a mí. Elegí rápido y sin buscarlo el de George, que me parecía sinónimo de Berrichon. Jules y George, desconocidos para el público, pasarían por hermanos o primos. El nombre me fue bien adjudicado, y Jules Sandeau quedó legítimo propietario de Rose y Blanche y quiso retomar su nombre completo, a fin, decía él, de no valerse de mis plumas. En esta época, era muy joven y le sentaba muy bien mostrarse tan modesto. Después, ha dado muestras de mucho talento por su cuenta y ha logrado un verdadero prestigio. Yo he guardado el del asesino de Kotzebue que le había pasado por la cabeza a Delatouche y que inició mi reputación en Alemania, a tal punto que recibí cartas de ese país, en las que se me pedía establecer mi parentesco con Karl Sand, como una probabilidad de mucho mayor suceso. A pesar de la veneración de la juventud alemana por el joven fanático, cuya muerte fue tan bella, confieso que ni se me ocurrió escoger como seudónimo ese símbolo del paladín iluminista. Las sociedades secretas están en el pasado de mi imaginación, pero sólo llegan hasta el paladín exclusivamente, y las personas que han creído ver en mi insistencia de firmar Sand y en la costumbre que ha crecido de llamarme así, una especie de protesta a favor del asesinato político, se han equivocado por completo. Eso no entra en mis principios religiosos, ni en mis instintos revolucionarios. La moda de la sociedad secreta no me ha parecido nunca una buena explicación de nuestro tiempo y de nuestro país; jamás he creído que pudiese salir otra cosa de entre nosotros que una dictadura, y en mí misma, no he podido nunca tampoco aceptar el principio dictatorial. Es, entonces, probable que yo hubiera cambiado de seudónimo si lo hubiese creído destinado a conquistar una celebridad; pero justo en el momento en que la crítica se descargó contra mí, a propósito de la novela élia, me sentí halagada de pasar inadvertida en la muchedumbre de plumas de la más humilde clase. AL ver que, bien a mi pesar, ya no fue así, y que, se ataca-

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ba violentamente todo en mi obra, hasta el nombre con el que estaba firmando, lo mantuve y continué escribiendo. Lo contrario hubiese sido una cobardía. Y en el presente lo mantengo, a pesar de que suponga, como se ha dicho, la mitad del nombre de otro escritor. Sea. Este escritor, lo repito, tiene el talento suficiente para que cuatro letras de su nombre roben cualquier «tapa impresa», y no me suena mal en boca de mis amigos. Es el azar de la fantasía de Delatouche que me lo ha dado. Más todavía: me siento honrada de haber tenido a ese poeta, a ese amigo como padrino. Una familia, cuyo nombre yo había encontrado adecuado para mí, ha encontrado el de Dudevant (que la baronesa nombrada trataba de escribir con un apóstrofe), demasiado ilustre y demasiado agradable como para comprometerlo en la república de las letras. Me han bautizado, oscura e inconsciente, entre el manuscrito de Indiana, que era entonces todo mi futuro, y un billete de mil francos, que eran en aquel momento toda mi fortuna. Fue un contrato, un nuevo matrimonio entre el pobre aprendiz de poeta que yo era y la humilde musa que me había consolado de mis penas. Dios me guarde de contrariar lo que he dejado decidir a mi destino.¿ Qué es un nombre en nuestro mundo revolucionado y revolucionario? Un número para aquellos que no hacen nada, una enseña o una divisa para los que trabajan o combaten. El que me dieron, me lo he hecho yo sola con mi labor. Jamás he explotado el trabajo de otro, jamás he tomado, ni comprado, ni robado una página, una línea de quien fuese. De los siete u ochocientos mil francos que he ganado después de veinte años, no me ha quedado nada, y hoy, como hace veinte años, vivo al día, de ese nombre que protege mi trabajo y de ese trabajo del que no me he reservado ni un céntimo. No creo que haya nadie que tenga que reprocharme algo, y, sin estar orgullosa de lo que sea (sólo cumplí con mi deber), mi conciencia tranquila, no ve nada peligroso en el nombre que la designa y la personifica.

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Eramos, entonces, tres Berrichons viviendo en París, Felix Pyat, Jules Sandeau y yo, aprendices literarios, bajo la dirección de un cuarto Berrichon, el señor Delatouche. Este maestro quiso y debió ser un lazo entre nosotros, y sólo deseábamos constituir una familia, de la cual el padre hubiera sido él. Pero su carácter agrio, susceptible y desgraciado traicionó las intenciones y las necesidades de su corazón, que era bueno, generoso y tierno. Se enredó por turno con nosotros tres, después de habernos enredado un poco juntos. He dicho, en un artículo necrológico bastante detallado sobre el señor Delatouche, lo que había de bueno y de malo en él, y he podido especificar lo, malo sin faltar en nada al reconocimiento que yo le debía y la viva amistad que le había manifestado varios años antes de su muerte. Para mostrar cómo lo malo, vale decir ese dolor inquieto, esa susceptibilidad malsana, esa misantropía en una palabra, era fatal e involuntario, sólo tuve que citar fragmentos de sus cartas, o de si mismo, y algunas palabras llenas de gracia y de fuerza, con las que él se adornaba en su grandeza y su sufrimiento. Ya había escrito sobre él, durante su vida, con el mismo sentimiento de cariño y afecto. Jamás he tenido nada que reprocharme a su respecto, ni siquiera la sombra de una equivocación, y no habría sabido nunca cómo y por qué yo no le gustaba, si no hubiera visto por mí misma, en el declive rápido de su vida, lo profundamente prisionero que estaba de una hipocondría sin recursos. É1 me hizo justicia al ver que era justa con él, vale decir, que estaba lista para correr hacia él si me hubiese abierto los brazos, sin acordarme de sus cóleras y de sus injusticias mil veces reparadas, según yo, por un impulso, por un arrepentimiento, por una lágrima de su corazón. Delatouche había comprado el Fígaro y lo hacía casi él solo, en un rincón del fuego, conversando, ya con sus redactores, ya con las numerosas visitas que recibía. Estas visitas, a veces en-

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cantadoras, a veces risibles, posaban un poco, sin darse cuenta, ante un secretario respetable que, cobijado en los pequeños rincones del apartamiento, no olvidaba escuchar y criticar. Yo tenía mi pequeña mesa y una pequeña alfombra cerca de la chimenea; pero no era muy asidua en ese trabajo, del que no entendía nada. Delatouche me agarraba un poco por el cuello para hacerme sentar; me daba un tema y un pequeño trozo de papel al que uno debía ajustarse. Yo emborronaba diez páginas que tiraba al fuego y en las que no había puesto ni una palabra sobre lo que debía tratar. Los otros tenían espíritu, agilidad, facilidad. Se reía o se charlaba. Delatouche estaba radiante de causticidad. Yo escuchaba, me entretenía mucho, pero no hacía nada que valiese la pena, y, al cabo de un mes, él me entregó doce francos con cincuenta céntimos o quince francos como máximo por mi colaboración, todavía demasiado bien pagada. Delatouche era admirable por su gracia paternal, y se rejuvenecía con nosotros hasta lo infantil. Recuerdos una cena que le dimos en Pinson y un fantástico paseo al claro de luna a través del barrio Latino. Nos seguía con un pino que había recogido para ir a no sé dónde y que guardó hasta medianoche sin poder desembarazarse de nuestra enloquecida compañía. Ibamos sin meta fija y queríamos demostrarle intencionadamente que esa era la manera más agradable de pasearse. Le gustó bastante, pues cedió sin lucha. El cochero del coche de alquiler, víctima de nuestras picardías, había tomado el asunto con paciencia, y recuerdos que llegados no sé por qué ni cómo a la montaña. Sainte Geneviéve, como él iba muy lentamente por la calle desierta, nos comenzamos a entretener, atravesando el coche, en fila india, dejando las puertas y los estribos abiertos, y cantando no sé que canción con un tono lúgubre: tampoco recuerdo por qué todo eso nos divertía y por qué Delatouche se reía tanto. Se me ocurre que era por la alegría de sentirse tonto una vez en su vida. Pyat tenía un propósito: dar una serenata a los carnice-

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ros del barrio; y se iba de carnicería en carnicería cantando a grito pelado: «Un carnicero es una rosa.» Fue la única vez que vi a Delatouche verdaderamente alegre, porque su espíritu, habitualmente satírico, tenía un fondo depresivo que convertía a menudo a su manera de ser en algo mortalmente triste. –Son felices! –me decía– dándome el brazo, mientras que los demás corrían adelante; ¡no han bebido nada más qua agua roja y están borrachos! ¡Qué buen vino el de la juventud!, ¡y qué bella risa la de aquel que no tiene ningún motivo! ¡Ah, si uno pudiera divertirse así dos días seguidos, pero enseguida que uno sabe por qué y de qué se divierte, ya no lo hace más, se tienen ganas de llorar! El gran temor de Delatouche era el de envejecer. No podía resignarse y decía: –No se tienen cincuenta años, se tienen dos veces veinticinco años. A pesar de esa resistencia, era más viejo de lo que aparentaba. Ya enfermo, y agravando su mal con la impaciencia con que lo soportaba, tenía, a menudo, por la mañana, –un humor irascible delante del cual yo me escurría sin decir nada. Después, me llamaba o me iba a buscar, tratando de borrar con mil gracias la pena que había causado. Cuando más tarde he buscado la causa de su repentina aversión me dijeron que había estado enamorado de mí, celoso y herido por no haber sido jamás adivinado. Esto no es cierto. Yo le despreciaba al principio, porque me había prevenido el señor Duris Dufresne. Era un amigo, y sobre todo un maestro celoso por naturaleza, como el viejo Porpora que he escrito en una de mis novelas. Cuando él había incubado una inteligencia, desarrollado un talento, no podía soportar que otra inspiración o que otra ayuda que la suya osase aproximarse.

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Uno de mis amigos que conocía un poco a Balzac me lo había presentado, no como a una musa departamental, sino como a una buena persona de provincias muy maravillada de su talento. Era la verdad. A pesar de que Balzac no había todavía producido sus obras maestras en esta época, yo estaba impresionada por su forma nueva y original y le consideraba ya como un maestro digno de estudio. Balzac había sido, no desagradable como Delatouche, sino también excelente, con más plenitud e igualdad de carácter. Todo el mundo sabía cómo el contento de sí mismo –contento tan bien fundado que se le perdonaba– le desbordaba, cómo le gustaba hablar de sus obras, contarlas, hacerlas charlando, leerlas en borradores o en las pruebas. Ingenuo y buen muchacho como nadie, pedía consejo a los niños, no escuchaba la respuesta, o se servía de ella para combatirla con la obstinación de su superioridad. No enseñaba jamás, hablaba de él, de él solamente. Una sola vez se olvidó de él y habló de Rabelais, que yo no conocía todavía. Estuvo tan maravilloso, tan encantador, tan lúcido, que nos decíamos al abandonarlo: «Si, sí, decididamente, tendrá todo el porvenir que sueña; comprende demasiado bien lo que no le va, para no cuidar en extremo su gran personalidad.» Vivía entonces en la calle Cassini, en un pequeño entresuelo muy alegre, al lado del observatorio. Fue por él o en su casa, creo, que conocí a Emmanuel Arago, un hombre que debería convertirse en un hermano para mí y que en ese entonces era todavía un niño. Hice amistad con él, dándome grandes aires de abuela, porque era todavía tan joven que sus brazos crecían durante el año más de lo que sus mangas toleraban. Sin embargo, había escrito ya un volumen de versos y una pieza de teatro muy espiritual. En una bella mañana, Balzac, habiendo vendido muy bien la Piel de zapa, despreció su entresuelo y quiso abandonarle; pero, después de reflexionar, se contentó con transformar sus peque-

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ñas habitaciones de poeta en un conjunto de boudoirs de marquesa, y, un buen día, nos invitó a tomar helados en sus muros forrados de seda y bordados con puntillas. Todo esto me hizo reír mucho; yo no creía que él tomaba en serio esa necesidad de un «lujo vano» y pensaba que todo eso para él era una especie de fantasía pasajera. Me equivocaba, sus necesidades de imaginación coqueta se convirtieron en las tiranas de su vida, y para satisfacerlas, sacrificó a menudo el más elemental bienestar. Desde entonces, vivía un poco así, faltándole de todo y privándose hasta de la sopa y del café antes que de la plata y de la porcelana de China. Reducido prontamente a expedientes fabulosos para no separarse de las cosas que alegraban su vista, artista fantástico, vale decir niño con sueños dorados, vivía con su cerebro en el palacio de las hadas; hombre obstinado, a pesar de todo, aceptaba voluntariamente todas las inquietudes y todos los sufrimientos antes de no forzar a la realidad para guardar las cosas de sus sueños. Pueril y poderoso, siempre envidiando cualquier «bibelot», y nunca celoso de cualquier gloria, sincero hasta la modestia, jactancioso hasta la habladuría, confiando en sí mismo y en los demás, muy expansivo, muy bueno y muy loco, con un santuario de razón interior en el que entraba para dominar todo en su obra, cínico hasta la castidad, borracho al beber agua, intemperante por su trabajo y sobrio en otras pasiones, positivo y romántico con un exceso parecido, crédulo y exótico, lleno de contrastes y de misterios, así era el joven Balzac, ya inexplicable para cualquiera que se cansase de un estudio demasiado constante sobre él mismo, en el que condenaba a sus amigos, y que todavía no parecía a ninguno tan interesante como lo era realmente. En efecto: en esta época, muchos jueces, competentes por otra parte, negaban el genio de Balzac o, al menos, no lo creían destinado a una tan asombrosa carrera. Delatouche era uno de

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los más recalcitrantes. Hablaba de él con una aversión espantosa. Balzac había sido su discípulo, y su ruptura, de la cual el último jamás supo el motivo, estaba todavía demasiado fresca y sangrante. Delatouche no daba ninguna razón buena de su resentimiento, y Balzac me decía a menudo: –¡Cuídate!; verás que una buena mañana, sin que te des cuenta, sin saber por qué, encontrarás en él a un enemigo mortal. Delatouche me disgustó al denigrar a Balzac, que hablaba de él con un pesar y una dulzura encantadores; pero Balzac dudaba y creía firmemente en una enemistad irreconciliable. Se equivocaba, porque con el tiempo, podían haberse reconciliado. Entonces era demasiado pronto. Traté en vano varias veces de sugerirle a Delatouche lo que podía acercarlos. La primera vez saltó hasta el techo. –Entonces, ¿lo has visto? –gritó–; ¿lo ves? ¡Sólo faltaba esto! Creí que me tiraba por la ventana. Se calmó, enfurruñado, volvió y terminó por «aceptar a mi Balzac», Al ver que esa simpatía no se llevaba la que él reclamaba. Pero a cada nueva relación literaria que yo debía establecer o aceptar, Delatouche volvía a la misma cólera, y aun los indiferentes le parecían enemigos si él no me los había presentado. Yo hablaba muy poco de mis proyectos literarios con Balzac. No hubiera creído o no pensó siquiera si yo era capaz de algo. No le pedí sus consejos, ya que me dijo que los guardaba para sí mismo; y esto, tanto por una modestia ingenua como por una egoísta ingenuidad; porque sabía ser modesto bajo la apariencia de la presunción, más tarde lo he reconocido, con una sorpresa agradable; y en cuanto a su egoísmo, también tenía sus reacciones de entrega y de generosidad. Su trato era muy agradable, un poco fatigante en las frases, que yo no sabía responder bien, variando los sujetos de la conversación; pero su alma era de una gran serenidad y en ningún momento me pareció malvado. Subía con su gordo vientre los

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escalones de la casa del Quai Saint Michel y llegaba resoplando, riendo y cantando sin tomar aliento. Agarraba los papeles de mi mesa, los miraba y tenía la intención de enterarse de lo que eran; pero inmediatamente, pensando en la obra que estaba a punto de comenzar, se ponía a contarla, y, en suma, yo encontraba esto más instructivo que todas las prisas que Delatouche, interrogador desesperante, daba a mi fantasía. Una noche que habíamos cenado en la casa de Balzac de una manera extraña, pues creo que la cena se compuso de buey cocido, de un melón y de champaña helada, se fue a poner una hermosa bata nueva, para mostrárnosla con una alegría de niña, y quiso salir vestido así, con una candela en la mano, para conducirnos hasta la reja del Luxemburgo. Era tarde, el lugar estaba desierto, y yo le dije que lo asesinarían cuando volviese a su casa. –En absoluto –me dijo–, si me encuentro con unos ladrones, me tomarán por un loco, y tendrán miedo de mí, o por un príncipe, y entonces me respetarán. Hacía una noche encantadora. Nos acompañó así, llevando su candela, hablando de los cuatro caballos árabes que todavía no poseía, que pronto tendría, que jamás ha tenido y que creyó firmemente poseer durante algún tiempo. Si lo hubiéramos dejado, nos habría conducido hasta la otra punta de París. Yo no conocía otras celebridades y tampoco deseaba conocerlas. Hallaba una oposición tan grande de ideas, de sentimientos y de sistemas entre Balzac y Delatouche, que temía perder mi pobre cabeza en un caos de contradicciones si prestaba atención a un tercer maestro. Vi, en aquella época, una sola vez, a Jules Janin para pedirle un favor. Ha sido el único paso que he dado jamás hacia la crítica y como no era para mí, no tuve ningún escrúpulo. Encontraba en él a un buen muchacho sin afectación y sin ninguna vanidad, teniendo el buen gusto de no demostrar su espíritu sin necesidad y hablando siempre de sus perros con más amor que de sus escritos. Como yo amo también a los perros, me encontraba

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muy cómoda con él; una conversación literaria con un desconocido me hubiera intimidado horriblemente. He dicho que Delatouch era desesperante. Era así por su culpa y trataba de que todo lo que hacía no le gustase. De tiempo en tiempo, leía sus novelas antes de su publicación, con más discreción e intimidad que Balzac, pero con más complacencia si veía que lo escuchaban con atención. Por ejemplo, no se podía mover un mueble, temblar o estornudar en esos momentos, en seguida se interrumpía para preguntar, con una solicitud educada, si se estaba enfriado o si se tenía alguna inquietud en las piernas; y fingiendo haber olvidado su novela, se hacía mucho rogar para aparentar buscarla y volverla a encontrar. Tenía mil veces menos talento para escribir que Balzac; pero como tenía más capacidad para deducir sus ideas con palabras, lo que leía admirablemente parecía realmente buenísimo, mientras que lo que Balzac contaba de una manera a menudo imposible, no representaba a veces otra cosa que una obra imposible. Pero cuando la obra de Delatouche estaba impresa, se buscaban en vano el encanto y la belleza de lo que se había escuchado, y cuando se leía a Balzac ocurría todo lo contrario. Balzac sabía qué exponía mal, con fuego, con espíritu, pero sin orden y sin claridad. También prefería leer con el manuscrito en la mano, y Delatouche, que hacía cien novelas sin escribirlas, no tenía casi nunca nada para leer; o a veces algunas páginas que no expresaban su proyecto y que le entristecían visiblemente. No tenía facilidad; también, le horrorizaba la fecundidad y lanzaba contra la de Balzac (sin pensar en la de Walter Scott, a quien adoraba) las invectivas más burlonas y las comparaciones más medicinales. Siempre he pensado que Delatouche gastaba demasiado talento en palabras. Balzac sólo gastaba su locura. Arrojaba allí su plenitud y guardaba su sabiduría profunda para su obra. Delatouche se iba en demostraciones excelentes, y, aunque rico, no lo era suficientemente como para mostrarse generoso.

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Yo hubiera pecado de tonta no escuchando todo lo que Delatouche me decía; pero ese perpetuo análisis de todas las cosas, esa disección de los otros y de sí mismo, toda esa crítica brillante y a menudo justa, que se centraba en la negación de sí mismo y de los demás, entristecía singularmente mi espíritu, y tanta prevención comenzó a cansarme. Yo aprendía todo lo que no se podía hacer, pero no lo que había que hacer, y así pedía toda la confianza en mí. Reconocía, reconozco todavía, que Delatouche me sirvió de mucho conduciéndome a la duda. En esta época se hacían las más extrañas cosas literarias. Las excentricidades del genio de Victor Hugo, joven, habían emborrachado a la juventud, aburrida de las viejas arengas de la restauración. Ya no se encontraba romántico a Chateaubriand; se buscaban títulos imposibles, asuntos desagradables, y, en esta carrera rimbombante, hasta las gentes de talento se plegaban a la moda y, cubiertos de oropeles extraños, se lanzaban a la lucha. Estuve tentada de hacer lo mismo, ya que los maestros me daban el mal ejemplo, y buscaba rarezas que no hubiese podido jamás llevar a cabo. Entre los críticos del momento que se resistían a ese cataclismo, Delatouche poseía discernimiento y gusto sobre lo que había de bueno y de malo en las dos escuelas. Me retenía sobre esta cuesta resbaladiza con burlas cómicas y avisos serios. Pero, de inmediato, me arrojaba sobre unas dificultades inextricables. –Huye, de todo esto –me decía–. Sírvete de tu propio fondo; lee en tu vida, en tu corazón; da tus impresiones. Y cuando estábamos hablando de cualquier cosa, me decía: –Eres demasiado absoluta en tus sentimientos, tu carácter está, demasiado apartado; no conoces ni al mundo ni a los individuos. No has vivido ni pensado como todo el mundo. Tienes un cerebro vacío. Yo me deda que él tenía razón y me volví a Nohant, decidida a fabricar cajas de té y tabaqueras de Spa.

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Al fin, comencé Indiana, sin proyecto ni esperanzas, sin ningún plan, poniendo resueltamente en la puerta de mi recuerdos todo lo que se me presentaba como precepto o como ejemplo, y no cayendo en el estilo de los otros ni en mi propia individualidad para realizar el personaje y los tipos. Se ha dicho mucho que Indiana era mi persona y mi historia. No es cierto. He pintado muchos tipos de mujeres, y creo que cuando se haya hecho esta exposición de impresiones y reflexiones de mi vida, se verá bien que jamás me he puesto en escena con los rasgos de ciertos tipos femeninos. Soy demasiado romántica para haber visto una heroína de novela en mi espejo. Jamás me he encontrado, ni demasiado bella, ni demasiado amable, ni demasiado lógica en el conjunto de mi carácter y de mis acciones para prestarme a la poesía o al interés, y para esto habría tenido que embellecerme y dramatizar mi vida. Con este trabajo no hubiese nunca llegado a hacer nada. Mi «yo», al enfrentarme, siempre me ha enfriado. Lejos estoy de afirmar que un artista no tiene el derecho de pintarse y contarse, y cuanto más se corone con las flores de la poesía para mostrarse ante el público, mejor hará, si tiene la suficiente habilidad para que no se le reconozca demasiado bajo este disfraz, o si es lo bastante bella, para que la nueva vestidura no le haga ridículo. Pero, en lo que me concierne, yo era de una tela demasiado abigarrada como para prestarme a una idealización cualquiera. Si yo hubiera querido mostrar el fondo serio, habría contado una vida que hasta ese entonces tenía más parecido con la del monja Alexis (en la novela poco recreativa Spiridion) que con la de Indiana, la criolla apasionada. O bien, si hubiese tomado la otra cara de mi vida, mis necesidades infantiles, alegres, de tontería absoluta, habría hecho un tipo tan poco parecido que no hubiese encontrado nada para que él lo expresara, ni hubiese conseguido hacerte realizar acciones con un cierto sentido común. No tenía la menor teoría cuando comencé a escribir, y no creo haberla tenido jamás cuando un deseo novelesco me ha

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puesto la pluma en la mano. Esto no impide que mis instintos no me hayan creado la teoría que establecí, que he seguido generalmente sin darme cuenta, y que, en el momento en que escribo, está todavía discutiéndose. Según esta teoría, la novela sería una obra de poesía y de análisis. Serían necesarias situaciones verdaderas y caracteres auténticos, hasta reales, agrupándose alrededor de un tipo destinado a resumir el sentimiento o la idea principal del libro. Este tipo representa generalmente la pasión del amor, porque casi todas las novelas son historias de amor. Según la teoría, anunciada (y es aquí cuando comienza), hay que idealizar el amor, el tipo, por consecuencia, y no temer darle todas aquellas potencias cuya aspiración está en uno mismo, o todos aquellos dolores que se han visto o que se han sentido. Pero, en ningún caso, hay que avalarlo con el azar de los acontecimientos; es preciso que muera o triunfe, y no debe temerse otorgarle una importancia excepcional en la vida, fuerzas por encima de lo vulgar, encantos o sufrimientos que sobrepasen absolutamente lo común en las cosas humanas, y hasta un poco lo admitido por la mayoría de las inteligencias. En resumen; la idealización del sentimiento que hace el personaje, dejando al arte del escritor el cuidado de colocar a este personaje en unas condiciones y en un cuadro de realidad más o menos sensible para hacerlo sobresalir, si lo que se pretende escribir es una novela. ¿Es cierta esta teoría? Creo que sí; pero no es, no debe ser absoluta. Balzac, con el tiempo, me ha hecho comprender, por la variedad y la fuerza de sus concepciones, que se puede sacrificar la idealización del personaje a la descripción verdadera, a la crítica de la sociedad y de la misma humanidad. Balzac resumía completamente esto cuando me decía: –Buscas al hombre tal y como debería ser; yo le tomo tal y como es. Créeme, los dos tenemos razón. Estos dos caminos

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conducen a la misma meta. Yo también amo a los seres excepcionales, soy uno de ellos. Me hace falta, por otra parte, para hacer resaltar a mis seres vulgares, y no les sacrifico jamás sin necesidad. Pero estos seres vulgares me interesan más que a ti. Los engrandezco, los idealizo, en sentido inverso, en su horror y en su tontería. Doy a sus deformidades proporciones espantosas o grotescas. Tu, tu no sabrías hacerlo; haces bien al no mirar a esos seres y a esas cosas que te proporcionarían pesadillas. Idealiza en lo bello y en lo hermoso; es obra de mujer. Todavía vivía en el Quai Saint-Michel con mi hija cuando apareció Indiana (creo que fue en mayo de 1832). En el intervalo del pedido a la publicación, había escrito Valentina y comenzado élia. Valentina apareció dos o tres meses después de Indiana, y este libro fue también escrito en Nohant, adonde yo iba siempre regularmente a pasar unos tres meses. Delatouche subió a mi entresuelo y encontró el primer ejemplar de, Indiana, que el editor Ernest Dupuy acaba de enviarme, y sobre cuya tapa estaba yo poniendo precisamente su nombre. Lo cogió, lo sopesó, le dio vuelta, curioso, inquieto, burlón sobre todo en ese día. Yo estaba en el balcón; quise llamarle, hablar de otra cosa, no hubo medio. Quería leer y leyó, y a cada hoja exclamaba: –¡Entonces, es una imitación! ¡La escuela de Balzac! Imitación, ¿qué quieres? Balzac, ¿qué quieres? Vino al balcón con el volumen en la mano, criticándome palabra por palabra, demostrándome por a más b que había copiado el estilo de Balzac, y que con ello no había conseguido ser ni Balzac ni yo misma. Yo no había buscado ni evitado esta imitación artística, y no me parecía que el reproche estaba fundado. Esperé, para condenarme yo misma sin mi juez, quien ya se llevaba el libro después de haberlo hojeado por completo. A la mañana siguiente, cuando me desperté, recibí esta nota: «George, quiero pedirte per-

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dón; me arrodillo delante de ti. Olvida mis críticas de ayer por la noche, olvida todas las críticas que te he hecho y dicho desde hace seis meses. Pasé la noche leyéndote. ¡Qué contento estoy de ti, criatura!» Creía que todo mi éxito se limitaría a esta nota paternal y ni esperaba la rápida y nueva petición del editor que pedía Valentina. Todos los periódicos hablaron del señor George Sand con elogio, insinuando que la mano de una mujer había debido deslizarse aquí y allí para revelar al autor ciertas delicadezas del corazón y del espíritu, pero declarando que el estilo y las apreciaciones tenían demasiada virilidad para no ser la obra de un hombre. Estaban todos un poco Kératry. Todo eso no me causó ninguna preocupación, pero hizo sufrir a Jules Sandeau en su modestia. He dicho ya que ese éxito le llevó a retomar su nombre completo y a renunciar a los proyectos de colaboración que ya habíamos considerado entre los dos como imposibles. La colaboración es todo un arte que no pide solamente, como se cree, una confianza mutua y buenas relaciones, sino una habilidad particular y una coincidencia en los procedimientos ad hoc. Porque el uno y el otro éramos demasiado nuevos para repartirnos el trabajo. Cuando lo ensayábamos, sucedía que cada uno de nosotros volvía a hacer por completo el trabajo del otro, y esta repetición sucesiva hacia de nuestra obra el tejido de Penélope. Por la venta de cuatro volúmenes de Indiana y Valentina, me vi con tres mil francos que me permitían una tranquilidad en mi presupuesto, tener una criada y permitirme una mayor comodidad. La Revue des Deux-Mondes acababa de ser comprada por el señor Buloz, quien me pidió novelas. Hice para esa colección Métella, y no sé qué más. La Revue des Deux-Mondes estaba copada por lo mejor de los escritores de aquella época. Excepto uno o dos, tal vez, todo el que ha conservado un nombre como publicista, poeta, novelis-

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ta, historiador, filósofo, crítico, viajante, etc., ha pasado por las manos de Buloz, hombre, inteligente que no sabe manifestarse, pero que posee una gran finura bajo su aspecto rudo. Es muy fácil, demasiado fácil, burlarse de este genovés testarudo y brutal. Él mismo se deja llevar con gentileza cuando no está de mal humor, pero lo que no es nada fácil es el no dejarse persuadir o gobernar por él. Ha tenido por diez años los cordones de mi bolsa y, en nuestra vida de artistas, esos cordones, que no se abren para darnos algunas horas de libertad, si no es a cambio del mismo número de horas de esclavitud, son el hilo de nuestra misma existencia. En esta larga asociación de intereses he enviado diez mil veces a mi Buloz al diablo, pero le he hecho enfadar tanto que seguimos igual. Por otra parte, a pesar de sus exigencias, de sus durezas y de sus sondeos, el déspota Buloz tiene momentos de sinceridad y de verdadera sensibilidad, como todos los caprichosos. Se parecía a veces a mi pobre Deschartres, por ello le he soportado tanto tiempo en su conducta malvada, entremezclada con movimientos e intentos de amistad cándida. Nos hemos enredado, nos hemos odiado. He reconquistado mi libertad sin daño recíproco, resultado al que hubiéramos llegado sin proceso si él hubiese podido evitar su testarudez. Le he vuelto a ver poco tiempo después, llorando a su hijo mayor, que acababa de morir en sus brazos. Su mujer, que es una persona distinguida, la señora Blaze, me había llamado cerca de ella en ese momento de supremo dolor. Les tendí mis manos sin recordar la reciente guerra, y no la he vuelto a recordar después. En toda amistad, por más turbulenta e incompleta que sea, hay lazos más fuertes y más durables que nuestras luchas de interés material y nuestras cóleras de un día. Creemos detestar a personas que amamos siempre a pesar de todo. Cantidades de disputas nos separaban a los dos; una palabra bastaba, a veces, para hacernos franquear esas disputas. Estas palabras de Buloz: « ¡Ah!, George, ¡qué desgraciado soy!», me hicieron olvidar todas las

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cuestiones de cifras y de procedimientos. Y él también, en otros tiempos, me había visto llorar, y no me había abandonado. Solicitada muchas veces después para entrar en campañas contra Buloz, me he negado de raíz, sin vengarme de él, aunque la crítica de la Revue de Deux-Monde continuó diciendo que yo había tenido mucho talento mientras había trabajado con ella, porque después de mi ruptura, ¡ay! ...¡ingenuo Buloz! ¡me es igual! A propósito de los Cuentos graciosos, que aparecieron hacia la misma época, tuve una discusión con Balzac, y como él quería leerme, a pesar mío, unos fragmentos, casi le tiré su libro a la nariz. Recuerdo que, como le traté de gordo indecente, él me trató de pudorosa y salió gritándome en la escalera: –¡No ores otra cosa que una idiota! Pero sólo conseguimos ser mejores amigos, dado que Balzac era verdaderamente tierno y bueno. Después de algunos días pasados en el bosque de Fontainebleau, yo deseaba conocer Italia, de la que tenía sed como todos los artistas y que me satisfizo en un sentido opuesto al que yo esperaba. Me cansé rápidamente de ver cuadros y monumentos. El frío me dio fiebre, después el calor me aplastó y la belleza del cielo terminó por fastidiarme. Pero la soledad surgió para mi en un rincón de Venecia, y allí me hubiera encadenado por mucho tiempo si hubiese tenido a mis hijos conmigo. No referiré aquí, estén seguros, ninguna de las descripciones que he publicado ya en las Cartas de un viajero, o en varias novelas cuyo escenario ha sido Italia y Venecia particularmente. Daré solamente sobre mí misma algunos detalles que tienen naturalmente un lugar en este relato. Sobre el barco a vapor que me condujo de Lyon a Avignon, me encontré con uno de los más notables escritores de ese tiempo, Beyle, cuyo seudónimo era Stendhal. Era cónsul en CivitaVecchia y volvía a su puesto, después de una corta estancia en París. Era brillante y su conversación recordaba la de Delatouche,

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con menos delicadeza y gracia, pero con más profundidad. A primera vista, era un poco también como él, gordo y con un rostro muy fino bajo una máscara pesada. Pero Delatouche se embellecía, en ocasiones, con su repentina melancolía, y Beyle siempre era satírico o burlón en cualquier momento en que uno le mirase. Conversé con él parte del día y le encontré muy amable. Se burló de mis ilusiones sobre Italia, asegurándome que me cansaría rápido y que los artistas en busca de lo bello en ese país eran unos verdaderos cretinos. Yo no le creí, al ver que estaba harto de su exilio y que volvía a disgusto. Se burló, con mucha gracia, del tipo italiano, que no podía sufrir y con el que era muy injusto. Me predijo sobre todo un sufrimiento que no sufrí nunca, una ausencia de conversación agradable y de todo lo que, según él, constituía la vida intelectual, los libros, los periódicos, las noticias, la actualidad, en una palabra. Comprendí lo qué le faltaba a un espíritu tan encantador, tan original y tan snob, lejos de las relaciones que podían apreciarlo y excitarlo. Se jactaba sobre todo de un desdén por toda vanidad y trataba de descubrir en cada interlocutor alguna pretensión para rebatirla con el fuego de su burla. Pero no creo que fuese malo; se esforzaba demasiado en parecerlo. Todo lo que me anunció sobre el aburrimiento y el vacío intelectual en Italia me halagó en lugar de asustarme, porque yo iba allí, como a todas partes, huyendo del bello espíritu que él me atribuía. Comimos con otros pasajeros en un pésimo albergue del pueblo, porque el piloto del vapor no se atrevía a franquear el puente Saint-Esprit durante la noche. Estuvo allí locamente alegre, se condujo razonablemente y, bailando alrededor de la mesa con sus gruesas botas forradas, se volvió un poco grotesco y nada bello. En Avignon nos condujo a ver la gran iglesia, muy bien situada, en la que, en un rincón, un viejo Cristo en madera pintada, de tamaño natural y verdaderamente horrible, fue para él materia de los apóstrofes más increíbles. Esos simulacros que

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los meridionales apreciaban, le horrorizaban, pues no había en ellos, según él, otra cosa que la fealdad bárbara y la desnudez cínica. Tenía ganas de dar puñetazos a la imagen. No vi con pena que Beyle tomara el camino de tierra para llegar a Genes. El mar le atemorizaba, y mi propósito era llegar rápidamente a Roma. Nos separamos después de algunos días de relación divertida; pero, como el fondo de su espíritu traicionaba el gusto, la costumbre o el sueño de lo obsceno, confieso que me cansó, y que si hubiese tomado, el camino marítimo yo habría tal vez tomado el de la montaña. Era, por otra parte, un hombre eminente, con una sagacidad más ingeniosa que justa en todas las cosas por él apreciadas, con un talento original y verdadero, escribiendo mal, y hablando, sin embargo, de tal manera como para impresionar e interesar vivamente a sus lectores.

Alfred de Musset sufrió más gravemente que yo el efecto del aire de Venecia, que castiga a muchos extranjeros. Se enfermó gravemente y la fiebre tifoidea le puso a dos dedos de la muerte. No fue solamente el respeto debido a un genio lo que me inspiró por él una gran solicitud y que me dio, a mi que estaba muy enferma también, fuerzas inesperadas; eran también los aspectos encantadores de su carácter y de sus sufrimientos morales que de ciertas luchas entre su corazón y su imaginación crecían sin cesar en ese organismo de poeta. Pasé diecisiete días a su cabecera sin tomarme más de una hora de reposo en veinticuatro. Su convalecencia duró casi ese tiempo, y cuando partió, recuerdo que la fatiga produjo en mí un efecto singular. Le había acompañado muy temprano, en góndola, hasta Mestre, y volvía a mi casa por los pequeños canales del interior de la ciudad. Todos esos canales estrechos, que sirven de cables, están atravesados por pequeños puentes de un solo arco para el pasaje de los peatones. Mi vista estaba tan cansada por las veladas, que veía todos los objetos atravesados, y particularmente esas filas de puentes que se presentaban delante de mi como arcos puestos sobre su curva. Pero la primavera llegaba, la primavera del norte de Italia, la más bella tal vez del universo. Grandes paseos en los Alpes tiroleses y en seguida en el archipiélago veneciano, sembrado de islotes encantadores, me colocaron otra vez en estado apto para escribir. Hacía falta: mis pequeñas finanzas estaban agotadas y no tenía nada para volver a París. Tomé un pequeño alojamiento más que modesto en el interior de la ciudad. Allí, sola durante toda la tarde, no saliendo más que por la noche para tomar aire, trabajando todavía durante la noche con el canto de los ruiseñores aprisionados que pueblan todos los balcones de Venecia, escribí André, Jacques, Mattea y las primeras Cartas de un viajero.

*** Venecia era la ciudad de mis sueños, y todo lo que yo había imaginado sobre ella se me quedó corto al verla, por la mañana y por la noche, por la calma de los días hermosos y por el reflejo sombrío de las tormentas. Amaba esta ciudad por ella misma, y ha sido la única del mundo que he podido amar así, porque una ciudad me ha dado siempre el efecto de una prisión que soporto por mis compañeros de cautiverio. En Venecia se viviría largo tiempo solo y se comprende que en el tiempo de su esplendor y de su libertad, sus hijos la hayan casi personificado en sus amores y la hayan querido no como a un cosa, sino como a un ser. A mi fiebre sucedió un gran malestar y atroces dolores de cabeza que no conocía, y que se instalaron desde entonces en mi cerebro, como jaquecas frecuentes y a menudo insoportables. Sólo pensaba quedarme en esa ciudad algunos días y en Italia algunas semanas, pero acontecimientos imprevistos me retuvieron anticipadamente.

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Pero sea cual sea la crítica, él dejará un gran nombre y maravillosas obras. Cuando se le ve pálido, débil, nervioso y quejándose de mil pequeños males obstinados en tenerle en vilo, uno se asombra que esta delicada organización haya podido producir con una rapidez sorprendente, a través de contrariedades y de fatigas infinitas, obras tan colosales. Y sin embargo, allí están, y las seguirán, si Dios quiere, muchas más, porque el maestro es de esos que se crecen hasta la última hora y sobre los cuales se cree en vano apresar la última palabra en cada nuevo prodigio. Delacroix no ha sido solamente grande en su arte, ha sido grande también en su vida de artista. No hablo de sus virtudes privadas, de su culto por su familia, de sus ternuras para con sus desgraciados amigos, en una palabra, de los encantos sólidos de su carácter. Éstos son méritos individuales que la amistad no publica desenfadadamente. Los desahogos de su corazón en sus admirables cartas, constituirían un bello capitulo que le pintaría mejor de lo que yo trato de hacerlo. Pero, ¿acaso los amigos vivientes deben ser así revelados, aun cuando esta revelación no pueda ser otra cosa que la glorificación de su intimidad? No; no lo creo. La amistad tiene un pudor, así como el amor posee el suyo. Pero lo que de Delacroix pertenece a la apreciación pública para el beneficio que siempre se aprovecha de los ejemplos nobles, es la integridad de su conducta; el dinero que ha querido ganar ha sido escaso, la vida modesta y con frecuencia agobiante que ha aceptado antes que doblegarse ante los gustos y las ideas del siglo y las escasas concesiones a sus principios sobre el arte. Es la perseverancia heroica con la que, sufriente, enfermo, desgarrado en apariencia, ha seguido su carrera, riéndose de tontos desdenes, no devolviendo jamás el mal por otro mal, a pesar de las encantadoras formas de espíritu y de sabiduría que le hubiesen hecho formidable en esas luchas sordas y terribles del amor propio; respetándose a sí mismo en las menores cosas, no burlando jamás al público, exponiendo cada año en medio de un

Eugéne Delacroix fue uno de mis primeros amigos en el mundo artístico, y tengo la felicidad de contarlo siempre entre mis viejos amigos. Viejo, ya se sabe, es la palabra relativa a la vejez de las relaciones, y no a la persona. Delacroix no tiene ni tendrá vejez. Es un genio y un hombre joven. Bien que, por una contradicción original y picante, su espíritu crítico acorta el presente y enreda el porvenir, a pesar de que él se complace en conocer, sentir, adivinar, querer exclusivamente las obras y a menudo las ideas del pasado, es, en su arte, el innovador y el atrevido por excelencia. Para mí, es el primer maestro de este tiempo, y, relativamente de los del pasado, quedará como uno de los primeros en la historia de la pintura. Este arte, no habiendo generalmente progresado después del renacimiento, y pareciendo menos gustado y menos comprendido relativamente por las masas, es natural que un tipo de artista como Delacroix, largo tiempo tapado y combatido por esta decadencia del arte y por esta perversión del gusto general, haya reaccionado con todas las fuerzas de sus instintos contra el mundo moderno. Él ha buscado en todos los obstáculos que le rodeaban monstruos para redimir, y ha creído encontrarlos a menudo en las ideas de progreso de las que no ha sentido o no ha querido sentir nada más que el lado incompleto o excesivo. Es una voluntad demasiado exclusiva y demasiado ardiente la suya para amoldarse con cosas en estado de abstracción. En esto él es, en la apreciación de lo social, como era Marie Dorval en la de las ideas religiosas. Para estas fuertes imaginaciones hace falta un terreno sólido para edificar el mundo de sus pensamientos. No se puede decirles que hay que esperar que la luz se haga. Les horroriza lo vago, ansían el gran día. Es muy simple: ellas mismas son el día y la luz. ***

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fuego cruzado de insultos que habrían aturdido o descorazonado a cualquier otro; no reposando jamás, sacrificando sus más puros placeres, ya que ama y comprende admirablemente las demás artes, a la ley imperiosa de un trabajo por largo tiempo infructuoso para su bienestar y su éxito: viviendo, en una palabra, al día, sin envidiar el ridículo fasto con que algunos artistas advenedizos se rodean, él, cuya delicadeza orgánica y cuyos gustos se hubieran tan bien acomodado, sin embargo, en un poco de lujo y de descanso. En todos los tiempos, en todos los países, se cita a los grandes artistas que no han entregado nada a la vanidad o a la avaricia, que no han sacrificado nada a la ambición, que no han inmolado nada en absoluto a la venganza. Nombrar a Delacroix es nombrar a uno de esos hombres puros, sobre los cuales el mundo cree decir lo suficiente al declararlos honorables, no sabiendo cómo la mancha es dificil para el trabajador que sucumbe y al genio que lucha. No tengo por qué relatar aquí la historia de nuestras relaciones; está en una sola palabra: amistad, amistad sin nubarrones. Cosa bien extraña y bien dulce, aunque entre nosotros es y ha sido absolutamente real. No sé si Delacroix tiene imperfecciones en su carácter. He vivido cerca de él, en la intimidad del campo, y en las sucesivas y frecuentes relaciones no me he dado cuenta jamás de ninguna mancha, por pequeña que fuese. Y, sin embargo, nadie ha sido tan dulce, tan ingenuo y más abandonado en la amistad. Tiene tantos encantos, que cerca de él uno se encuentra a sí mismo sin defectos, por lo fácil que es dedicarse a quien bien lo merece. Le debo, ciertamente, las mejores horas de puras delicias que he gustado como artista. Si otras grandes inteligencias me han iniciado en sus descubrimientos y en sus sueños en la esfera de un ideal común, puedo decir que ninguna individualidad de artista me ha sido más simpática y, si pudiera expresarme así, más inteligible en su expansión vivificante. Las

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obras maestras que se leen, que se ven o que se escuchan, no penetran nunca tanto como dobladas de alguna manera en su poder por la apreciación de un genio dominante. En música y en poesía como en pintura, Delacxoix es fiel a sí mismo, y todo lo que dice cuando se manifiesta es encantador o magnífico sin que él mismo se dé cuenta. *** No creo interrumpir el orden de mi relato consagrando todavía algunas, páginas a mis amigos. El mundo de sentimientos y de ideas en el que éstos me hicieron penetrar forma parte esencial de mi verdadera historia: la de mi desarrollo moral e intelectual. Estoy profundamente convencida de que debo a los demás todo lo que he adquirido y guardado como bueno en mi alma. Llegué al mundo con el gusto y la necesidad de lo verdadero, pero no tenía una suficiente y poderosa organización como para dedicarme a una educación de acuerdo con mis instintos, o para encontrarla ya hecha en los libros. Mi sensibilidad tenía necesidad, sobre todo, de ser regulada. No ocurrió así: los amigos inteligentes, los sabios consejos llegaron demasiado tarde, y cuando el fuego habíase por largo tiempo incubado bajo la ceniza, como para haber sido apagado fácilmente. Pero esta sensibilidad dolorosa fue a menudo calmada y siempre consolada por afectos sabios y bienhechores. Mi espíritu, medio cultivado, era para ciertas miradas una tabla rasa, para otras una especie de caos. La costumbre que tengo de escuchar, y que es una gracia de estado, me inclina a recibir de todos aquellos que me rodean una cierta suma de claridad y muchos sujetos de reflexión. Entre estos últimos, los hombres superiores me hicieron progresar rápidamente, y otros hombres de una talla menos elevada, algunos hasta un poco ordinarios, pero que no lo fueron nunca ante mis ojos, me ayuda-

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ron fuertemente a separarme del laberinto de incertidumbres en el que mi contemplación había caído. Entre los hombres de un talento apreciado, el señor SainteBeuve, por los abundantes y preciosos recursos de su conversación, me fue muy saludable, al mismo tiempo que su amistad, un poco susceptible, un poco caprichosa, pero siempre preciosa para volverla a encontrar, me otorgó algunas veces la fuerza que me faltaba en misma. Me afligió profundamente por las aversiones y los ataques acérrimos contra personas que yo admiraba y respetaba; pero yo no tenía ni el derecho ni el poder de modificar sus opiniones y encadenar sus vivacidades discursivas; y como conmigo siempre fue generoso y afectuoso (me han dicho que no lo ha sido siempre hablando de mí, pero no lo he creído), como por otra parte me había socorrido con solicitud y delicadeza en ciertas distracciones de mi alma y de mi espíritu, considero como un deber el contarlo entre mis educadores y benefactores intelectuales. Su estilo literario me ha servido, sin embargo, como tipo, y en los momentos que mi pensamiento experimentaba el deseo de una expresión más osada, su forma delicada y hábil me ha enredado, siempre mucho más. Pero cuando las horas de fiebre pasaban, volvía a esta forma un poco «vanlotada», como se vuelve al mismo Vanloo, para reconocer la verdadera fuerza y la verdadera batalla a través del capricho individualista y del certificado de la escuela, bajo estas travesuras sonrientes de la búsqueda, encuéntrase muchas veces el genio del maestro. Como poeta y como crítico, Sainte–Beuve es un maestro también. Su pensamiento es a menudo complejo, lo que le oscurece al principio., pero las cosas que tienen una conciencia real merecen que se las relea, y la claridad está viva en el fondo de esta aparente oscuridad. El defecto de este escritor es su exceso de calidades. Sabe tanto, comprende tan bien, ve y adivina tantas cosas, su gusto es tan abundante y su objeto lo persigue por tantos lados a la vez,

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que la lengua debe parecerle insuficiente y el marco siempre demasiado estrecho para el cuadro. *** Fue en el transcurso de este año cuando me aproximé muy humildemente a las dos más grandes inteligencias de nuestro siglo, Lamennais y Pierre Leroux. Había proyectado consagrar un largo capitulo de esta obra a cada uno de estos hombres ilustres, pero el limite de este libro no puede ser ampliado a mi gusto, y no quería cortar de raíz dos temas tan vastos como los de su filosofía en la historia y el de su misión en el mundo de las ideas. Esta obra es el prólogo extenso y completo de un libro que aparecerá más tarde, y en el que, no teniendo ya más que contar sobre mi propia historia y su desarrollo minucioso y lento, podré abordar individualidades más importantes y mis interesantes que la mía propia. Me limitaré entonces a esbozar algunos rasgos de las figuras imponentes que he encontrado dentro del período de mi existencia contenido en este libro y a relatar las impresiones que de ellas recibí. Iba, por aquel entonces, tratando de buscar la verdad religiosa y la verdad social en una sola y misma verdad. Gracias a Everard, yo había comprendido que estas dos verdades son indivisibles y deben completarse la una con la otra; pero yo no veía otra cosa, todavía, que una espesa bruma débilmente dorada por la luz con que velaba mis ojos. Un día, en el medio de las peripecias del proceso monstruo, Listz, que había sido recibido bondadosamente por el señor Lamennais, consiguió que subiese hasta mi granero de poeta. La criatura israelita, Puzzi, alumno de Listz, después músico bajo su verdadero nombre, Herman, y hoy en día carmelita con el nombre de hermano Augustin, les acompañaba.

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El señor Lamennais, pequeño, delgado y sufriente, sólo tenía un débil soplo de vida en su pecho. ¡Pero qué rayo en su cabeza! Su nariz era demasiado prominente para su corta estatura y para su delgada fisonomía. Sin esa nariz desproporcionada, su rostro habría sido bello. Su mirada clara lanzaba llamas; la frente recta y cruzada de grandes pliegues verticales, índices de voluntad ardorosa, la boca sonriente y la máscara móvil bajo una apariencia de contracción austera, formaban una cabeza fuertemente caracterizada para la vida de renunciamientos, de contemplación y de predicación. Toda su persona, sus maneras simples, sus movimientos bruscos, sus actitudes extrañas, su alegría franca, sus obstinaciones, sus repentinas bondades, todo en él, hasta sus gruesos vestidos limpios, pero pobres, y sus medias azules, olían al hombre bretón. No tardé mucho tiempo en sentir por él y por su alma cándida y valiente respeto y afecto. Se revelaba de golpe y por entero, brillante como el oro y simple como la naturaleza. En esos primeros días en que lo vi, llegaba a París, y, a pesar de las vicisitudes pasadas, a pesar de más de un medio siglo de dolores, volvía a debutar en el mundo político con todas las ilusiones de un niño sobre el porvenir de Francia. Después de una vida de estudios, de polémica y de discusión, abandonaba definitivamente su Bretaña para morir en la brecha, en el tumulto de los acontecimientos, y comenzaba su campaña de miseria gloriosa al aceptar el título de defensor de los acusados de abril. Era bello y valiente. Estaba lleno de fe y la proclamaba con nitidez, con claridad, con calor; su palabra de una inteligencia, nacida en un medio de creencias era bella, su deducción viva, sus imágenes radiantes y cada vez que reposaba sobre uno de los horizontes que había recorrido sucesivamente, vivían con él el pasado, el presente y el porvenir, la cabeza y el corazón, el cuerpo y los bienes, con un candor y una valentía admirables. Se replegaba entonces en la intimidad con un destello que

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atemperaba un gran fondo de natural gozo. Aquellos que, habiéndole hallado perdido en sus ensueños, no han apreciado en él otra cosa que sus ojos verdes y su gran nariz acerada como una cuchilla, le han temido y han declarado su aspecto diabólico. Si le hubieran contemplado tres minutos, si hubieran cambiado con él tres palabras, hubiesen comprendido que era preciso amar esa bondad que temblaba delante del poderío, y que en él todo se daba en grandes dosis, la cólera y la dulzura, el dolor y la alegría, la indignación y la mansedumbre. Esto se ha dicho y lo han expresado y comprendido muy bien, cuando al día siguiente de su muerte los espíritus rectos y justos han abrazado de una sola mirada esta ilustre carrera de trabajos y sufrimientos; la posteridad lo dirá siempre, y será una gloria el haberlo reconocido y proclamado sobre la tumba todavía tibia de Lamennais: este gran pensador ha sido, si no perfectamente, al menos admirablemente lógico consigo mismo en todas sus fases evolutivas. Lo que, en las horas de sorpresa, otros críticos por otra parte serios, pero situados momentáneamente en un punto de vista demasiado estrecho, han llamado las evoluciones del genio, no han sido en él otra cosa que el progreso de una inteligencia nacida en un medio de creencias pasadas y condenadas por la providencia a elastizarlas y a quebrarlas, a través de mil angustias, bajo la presión de una lógica más poderosa que la de las escuelas, la lógica del sentimiento. Esto es lo que me sorprendió y penetró, sobre todo cuando la escuché resumirse en un cuarto de hora de ingenua y sublime conversación. Fue en vano que Sainte-Beuve me hubiera puesto en guardia, en sus encantadoras cartas y en sus espirituales entremeses, contra la inconsecuencia del autor del Ensayo sobre la indiferencia. Sainte-Beuve no tenía aparentemente, entonces, el espíritu de la síntesis de su siglo. Sin embargo, había seguido la marcha y había admirado el vuelo de Lamennais hasta las protestas del Porvenir. Al verle poner el pie en la política de acción,

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se sorprendió al contemplar ese augusto nombre mezclado entre tantos otros que parecían protestar contra su fe y sus doctrinas. Sainte-Beuve demostraba y acusaba el lado contradictorio de esta marcha con su talento de costumbre; pero, para sentir que esta crítica sólo se basaba en apariencias, bastaba con mirar de frente, con los ojos del alma y escuchar con el corazón al ermitaño de La Chenaie. Sentíase espontáneamente todo lo que había de auténtico en esa alma sincera, en ese corazón prendado de justicia y de verdad hasta la pasión. Mezcla de dogmatismo absoluto y de sensibilidad impetuosa, Lamennais no salía jamás de un mundo explorado por la puerta del orgullo, del capricho o de la curiosidad. ¡No!, estaba prisionero de un impulso supremo de ternura, de piedad ardiente y de caridad indignada. Su corazón decía probablemente, entonces, a su razón: «Has creído estar allí en lo cierto. Has descubierto ese santuario, creíste poder quedarte siempre. No presentabas nada al exterior, habías hecho tu siembra, corrido las cortinas y cerrado la puerta. Eras sincero, y para fortificarte en lo que creías definitivo y bueno, como en una ciudadela, habías rodeado tu lugar con todos los argumentos de tu ciencia y de tu dialéctica. ¡Y bien, te equivocaste!, porque las serpientes habitaban contigo, a tu pesar. Se habían deslizado, frías, mudas, bajo tu altar, y he aquí que, acaloradas, silban y se alzan a la cabeza. Huyamos; este lugar está maldito y la verdad sería profanada. Llevémosnos nuestros trabajos, nuestros descubrimientos, nuestras creencias; pero vayamos más lejos, subamos más alto, sigamos a esos espíritus que se elevan rompiendo sus cadenas; sigámosles para levantarles un nuevo altar, para conservarles el divino ideal, ayudándoles a librarse de las ataduras que los frenan y a curarse del veneno que les ha arrojado en los horrores de esta prisión.» Y se iban juntos, ese gran corazón y esa razón generosa que cedían siempre mutuamente. Construían juntos una nueva iglesia, bella, sabía, apuntalada según todas las reglas de la filosofía.

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Y era maravilloso ver cómo el arquitecto inspirado plegaba el plano de sus antiguas creencias ante el espíritu de su nueva revelación. ¿Qué había cambiado? Según él, nada. Le he escuchado decir ingenuamente en distintas épocas de su vida: «Desafío al que intente probar que no soy ya el católico ortodoxo que escribió el Ensayo sobre la indiferencia.» Y tenía razón. En el tiempo en que había escrito ese libro, no había visto al «papa levantado al costado del zar bendiciendo a sus víctimas». Si lo hubiese visto, habría protestado contra la impotencia del papa, contra la indiferencia de la iglesia en materias de religión. ¿Qué es lo que había cambiado en las entrañas y en la conciencia del creyente? Nada, realmente. No abandonaba jamás sus principios, únicamente las consecuencias fatales o forzadas de los mismos. Suele decirse que en él existía una real inconsecuencia en las relaciones de todos los días, en sus distracciones, en su credulidad, en sus desconfianzas repentinas, en sus retornos imprevistos. No es cierto, porque aunque hayamos sufrido a veces de su facilidad a dejarse influir por esas personas que explotaban su afecto en beneficio de su vanidad o de sus rencores, no podemos decir que esas inconsecuencias fueran reales. Estaban en la superficie de su carácter, en el grado del termómetro de su salud quebrada. No salían de las entrañas de su sentimiento. Nervioso e irascible, se enfadaba muy a menudo autos de haber reflexionado, y su único defecto era el de creer con precipitación en maldades que no se tomaba ni el tiempo de verificar. Pero confieso que por mi parte, a pesar de que él me ha atribuido algunas gratuitamente, no he podido sentir jamás hacia él la menor irritación. Yo tenía una especie de debilidad maternal por ese viejo, al que reconocía, al mismo tiempo, como uno de los padres de mi iglesia, como una de las veneraciones de mi alma. Por el genio y la virtud que en él brillaban, estaba en mi cielo, sobre mi cabeza. Por las rarezas de su temperamento débil, por sus desprecios, sus burlas, sus susceptibilidades, era para mí como un

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niño generoso, pero como un niño al que se le debe decir de tiempo en tiempo: «¡ten cuidado, vas a ser injusto! ¡abre los ojos!» Y cuando aplico a semejante hombre la palabra niño no es desde lo alto de mi razón que lo pronuncio, sino desde el fondo de mi corazón enternecido, fiel y lleno de amistad hacia él y más allá de la tumba. ¿Qué hay de más sorprendente, en efecto, que el ver a un hombre genial, virtuoso y científico no poder entrar en la madurez de carácter, gracias a una modestia incomparable? ¿No os conmovéis vosotros al ver al león de Atlas dominado y persuadido por el perro compañero de su cautiverio? Lamennais parecía ignorar su fuerza, y creo que no se tenía idea de lo que representaba para sus contemporáneos y para la posteridad. Cuanto más profundizaba en la idea del deber, de su misión, de su ideal, más abusaba sobre la importancia de su vida interior e individual. La creía nula y la libraba a las azarosas influencias de las personas del momento. El más insignificante ser humano habría podido emocionarlo, irritarlo, turbarlo y, por necesidad, persuadirlo para elegir o abstenerse en la esfera de sus gustos más puro y de sus costumbres más modestas. Se dignaba responder a todos, consultarlos en última instancia, discutir con ellos, y a veces escucharlos con la ingenua admiración de un escolar delante del maestro. De esta debilidad sorprendente de esta humildad extrema, resultaron algunos malentendidos que sus verdaderos amigos sufrieron. De mí, no ha sido mi personalidad lo que Lamennais ha admirado, sino mis tendencias socialistas. Después de haberme empujado hacia adelante, creyó que yo caminaba demasiado rápida. Yo encontraba que a veces él caminaba demasiado lentamente para mi gusto. Los dos teníamos razón en nuestro punto de vista: yo, en mi pequeña nube, y él, en su gran sol, porque éramos iguales, me atrevo a decirlo, en candor y en buena voluntad. Sobre ese terreno, Dios admite a todos los hombres en la misma comunión. Contaré, además, la historia de mis pequeñas disidencias con

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él, no para reflejarme, sino para mostrarle en uno de los aspectos de su rudeza apostólica, repentinamente atemperada por su suprema equidad y su encantadora bondad. Me bastará con decir, por ahora, que tuvo a bien, en algunas entrevistas muy cortas, pero muy plenas, abrirme un método de filosofía religiosa que me hizo una gran impresión y un gran bien. Al mismo tiempo que sus admirables escritos alumbraron en mi esperanza la llama casi apagada. *** El señor Lamennais me había invitado a pasar algunos días en La Chenaie; partí y me detuve en el camino, preguntándome lo que iba yo a hacer allí; yo, tan tonta, tan muda, tan molesta. Osar pedirle una hora de su tiempo precioso, era ya demasiado, y en París ya me había él otorgado algunas; pero ir a aprovecharme de días enteros era lo que yo no me atrevía a aceptar. Tuve miedo, no le conocía todavía en toda su bondad, en toda su gentileza, como más tarde le he conocido. Temía la tensión sostenida de un gran espíritu que yo no hubiera podido seguir y el más humilde de sus discípulos hubiera sido más capaz de sostener un diálogo serio con él. Yo no sabía que le gustaba descansar, en la intimidad, de los trabajos arduos de la inteligencia. Nadie hablaba con tanto abandono y gusto de todo lo que concierne a todos. No era dificil, además, el excelente hombre, para el espíritu de sus interlocutores. Se le divertía con nada. ¡Y cómo se reía! Se reía como Everard, hasta sentirse enfermo, pero más a menudo y más fácilmente que él. Ha escrito en alguna parte que los lloros son las quejas de los ángeles y la risa las de Satán. La idea es hermosa, allí donde está, pero en la vida humana, la risa de un hombre de bien es como el canto de su conciencia. Las personas verdaderamente alegres son siempre buenas, y él era justamente la prueba de ello.

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No fui, entonces, a La Chenaie. Volví sobre mis pasos a París y recibí una carta de mi hermano político pidiéndome acudir a Nohant. Se ponía entonces de mi parte y prometía conseguir que mi marido abandonase sin pena el alojamiento y la renta de mi tierra. «Casimir –decía él– está harto de los problemas de la propiedad y de los gastos que exige. No sabe llevarla. Tú, con tu trabajo, podrías hacerlo. Él quiere ir a vivir a París o a la casa de su madre, en el Midi; se sentirá más rico con la mitad de tus rentas y la vida de soltero que estando en tu castillo...», etc. Mi hermano, que más tarde tomó el partido de mi marido contra mí, se expresaba allí con mucha libertad y severidad sobre la situación de Nohant en mi ausencia. «No debes abandonar así tus intereses –agregaba–, es una maldad hacia tus hijos», etc, En esta época, mi hermano ya no vivía en Nohant, pero hacía frecuentes viajes. El 16 de febrero de 1836 el tribunal dictó una sentencia a mi favor. El señor Dudevant estuvo ausente, lo que nos hizo creer a todos que aceptaba la condición. Pude ir a tomar posesión de mi domicilio legal en Nohant. El juicio me confiaba el cuidado y la educación de mi hijo y de mi hija. Creí verme obligada a llevar más lejos las cosas. Mi marido escribió a Duteil y eso me hizo esperar. Pasé algunas semanas en Nohant a la espera de su llegada al país para nuestra liquidación y nuestros arreglos. Duteil haría por mí todas las concesiones posibles, y yo debía, para evitar todo encuentro irritante, volver a París una vez que el señor Dudevant llegase a La Châtre. Estuve, entonces, en Nohant durante unos días prociosos de invierno, en los que sabored por primera vez después de la muerte de mi abuela las dulzuras de un recogimiento que no turbaba ninguna nota discordante. Había, tanto por economía como por justicia, despedido a todos los domésticos acostumbrados a gobernar mi lugar. Sólo me quedé con el viejo jardinero de mi abuela, establecido con su mujer en un pabellón al fondo

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del patio. Estaba absolutamente sola en esta gran casa silenciosa. Ni siquiera recibía a mis amigos de La Châtre, con el objeto de no dar lugar a ninguna amargura. No me hubiese parecido de buen gusto subir en seguida la cremallera, como decimos entre nosotros, y dar la impresión de celebrar ruidosamente la victoria. Fue entonces cuando como consecuencia de una soledad absoluta y por una sola vez en mi vida, he vivido Nohant en el estado de «casa desierta». Esto ha sido por largo tiempo uno de mis sueños. Hasta el día en que he podido gustar sin alarmas las dulzuras de la vida familiar, me he mecido siempre en la esperanza de poseer en cualquier lugar ignorado una casa, ya fuese una ruina o un chamizo, en la que yo podría de tiempo en tiempo desaparecer y trabajar sin ser molestada por el sonido de la voz humana. Nohant fue en ese momento, vale decir, en ese tiempo –ya que fue corto como todos los pobres reposos de mi vida– un ideal para mi fantasías. Me divertía arreglándolo, vale decir, desarreglándolo yo misma. Hacía desaparecer todo lo que me recordaba cosas penosas y colocaba los mejores muebles como los había visto ubicados en mi infancia. La mujer del jardinero entraba en la casa nada más que para hacer mi habitación y traerme la comida. Cuando se llevaba los servicios, yo cerraba todas las puertas que daban al exterior y habría todas las del interior. Encendía muchas bujías y me paseaba por las grandes piezas del piso bajo, después por el pequeño boudoir en el que yo dormía siempre, hasta el gran salón iluminado en otros tiempos por un gran fuego. Después, apagaba todo, y caminando con la sola iluminación del fuego que se apagaba en la entrada, saboreaba la emoción de esta oscuridad misteriosa y llena de pensamientos melancólicos después de haber revivido los alegres y dulces recuerdos de mis años jóvenes. Me entretenía teniendo un poco de miedo al pasar como un fantasma delante de los espejos empa-

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ñados por el tiempo, y el ruido de mis pasos delante de las habitaciones vacías y sonoras me hacía a veces estremecerme, como si la sombra de Deschartres se hubiese deslizado detrás de mi.

a dejar el mundo y la vida de París sin que una persona amada por él y dedicada a él le acompañara, me pidieron ansiosamente no rechazar el deseo que él manifestaba tan a propósito y de una manera tan inesperada. Tuve miedo de ceder a sus esperanzas y a mi propia solicitud. Ya era suficiente el irme sola Al extranjero con dos niños, uno de ellos enfermo, el otro exuberante de salud y de turbulencia, y encima llevarme un tormento para el corazón y una responsabilidad de médica. Pero Chopin estaba en un momento de salud que engañaba a todo el mundo. Excepto Crzymala, que no se equivocaba demasiado, todos teníamos confianza. Rogué, sin embargo, a Chopin que consultara sus fuerzas morales, porque no había jamás vislumbrado sin miedo, después y desde hacia varios años, la idea de abandonar París, su médico, sus relaciones, su apartamiento y hasta su piano. Era un hombre de imperiosas costumbres y todo cambio, por pequeño que fuera, constituía un acontecimiento terrible de su vida. Partí con mis niños diciéndole que pasaría algunos días en Perpignan, si es que no lo encontraba; y que si no llegaba al cabo de un cierto número de días, pasaría la frontera de España. Yo había escogido Mallorca en base a los informes de algunas personas que creían conocer bien el clima y los recursos del país, y que no los conocían en absoluto. Mendizábal, nuestro común amigo, un hombre tan excelente como célebre, debía ir a Madrid y acompañar a Chopin hasta la frontera, en el caso de que él cumpliese su sueño viajero.

*** Hay otra alma, que vuelvo a encontrar con mucha placidez en mis entretenimientos con los muertos y en mi espera de ese mundo mejor en el que nos debemos reconocer todos por el rayo de una luz más viva y más divina que la de la tierra. Hablo de Frédéric Chopin, que fue el huésped de los últimos ocho años de mi vida retirada en Nohant bajo la monarquía. En 1838, cuando Maurice me fue definitivamente confiado, me decidí a buscar para él un invierno más dulce que el nuestro. Esperaba así preservarlo del retorno a los reumatismos crueles del año anterior. Quería encontrar, al mismo tiempo, un lugar tranquilo en el que pudiera hacerle trabajar un poco, así como a su hermana, y trabajar yo misma sin exceso. Se gana mucho tiempo cuando no se ve a nadie, uno se ve forzado a velar mucho menos tiempo. Como yo estaba haciendo mis proyectos y mis preparativos de partida, Chopin, a quien yo veía todos los días y a quien amaba tiernamente por su genio y su carácter, me dijo varias veces que si él se ponía en el lugar de Maurice, él mismo sanaría rápidamente. Le creí y me equivoque. No le puse en el viaje en el lugar de Maurice, sino al lado de Maurice. Sus amigos le empujaban desde hacía un tiempo para que fuese, a pasar alguna temporada al Midi o al centro de Europa. Le creían tísico. Gaubert le examinó y me juró que no lo estaba. –Usted le salvará, en efecto –me dijo–, si le da aire, paseos y reposo. Los otros, sabiendo muy bien que Chopin jamás se decidiría

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*** Tengo muy poco que decir aquí sobre Mallorca habiendo ya escrito un volumen sobre ese viaje. He contado mis angustias ocasionadas relativamente por el enfermo a quien yo acompa-

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ñaba. Una vez llegado el invierno, se derramó de repente en, unas lluvias torrenciales, y Chopin presentó, también súbitamente, todas las características de una afección pulmonar. No sé lo que habría sido de mí si el reumatismo le hubiera afectado a Mauricio; no teníamos ningún médico que nos inspirara confianza, y las más simples medicinas eran casi imposibles de encontrar. El azúcar misma era de pésima calidad y enfermaba. Gracias al cielo, Mauricio, al enfrentar de la mañana a la noche el viento y la lluvia, con su hermana, recobró una salud perfecta. Ni Solange ni yo temíamos los caminos inundados y lo adverso. Habíamos encontrado en una cartuja abandonada y ruinosa en parte, un alojamiento sano y de lo más pintoresco. Yo daba las lecciones a los niños por la mañana. Corrían todo el resto del día, mientras que yo trabajaba; por la noche, corríamos juntos por los claustros al claro de luna, o leíamos en las celdas. Nuestra existencia hubiera sido muy agradable en esta soledad romántica, a pesar de lo salvaje del país y de la picardía de los habitantes, si el triste espectáculo de los sufrimientos de nuestro compañero y ciertos días de seria inquietud por su vida no me hubiesen robado a la fuerza todo el placer y todo el beneficio del viaje. El pobre gran artista era un enfermo detestable. Lo que yo había temido aunque no mucho, llegó desgraciadamente. Se desmoralizó de una manera absoluta. Soportando el sufrimiento con bastante coraje, no podía vencer la inquietud de su imaginación. El claustro estaba para él lleno de terrores y de fantasmas, aun cuando se sentía bien. No lo decía, yo lo adivinaba. Cuando volvía de mis exploraciones nocturnas por las ruinas con mis hijos, le encontraba a las diez de la noche pálido, delante de su piano, con los ojos extraviados y los cabellos sobre el rostro. Le hacían falta algunos instantes para reconocernos. En seguida trataba de hacer un esfuerzo para reírse, y nos tocaba las cosas sublimes que acababa de componer, o, para

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decirlo mejor, las ideas terribles o desgarradoras que acababan de apoderarse de él, como a su pesar, en esa hora de soledad, de tristeza y de terror. Fue allí en donde compuso las más bellas de esas cortas páginas que él modestamente intitulaba los preludios. Son obras maestras. Varios representan la visión de monjes trepanados y la audición de cantos fúnebres que lo acorralaban; otros son melancólicos y suaves; le nacían en las horas de sol y de salud, por el miedo de la risa de los niños en la ventana, por el lejano sonido de las guitarras, por el canto de los pájaros bajo el follaje humilde, a la vista de rosas pequeñitas desmayadas sobre la nieve. Otros, todavía, son de una tristeza sombría y al encantar el oído, destrozan el corazón. Hay uno que le nació en una velada de lluvia lúgubre y que arroja sobre el alma un abatimiento temeroso. Sin embargo, ese día lo habíamos dejado Mauricio y yo muy bien para ir a Palma a comprar algunos objetos necesarios a nuestro campamento. La lluvia llegó, los torrentes se habían desbordado; habíamos hecho tres leguas en seis horas para volver en medio de la inundación y llegamos en plena noche, sin zapatos, habiendo corrido peligros incontables. Nos apresuramos, pensando en la inquietud de nuestro enfermo. En efecto, seguía vivo, pero se había como limitado a una especie de desesperación tranquila y cuando llegamos, tocaba su preludio admirable llorando. Al vernos entrar, se levantó dando un gran grito, después nos dijo con un aspecto azorado y con un tono extraño: –¡Ah! ¡Yo ya sabía que estabais muertos! Cuando se repuso y vio el estado en que estábamos, se sintió enfermo por el espectáculo retrospectivo de nuestros peligros; pero en seguida me confesó que mientras nos había esperado había visto todo en un sueño, y que, no distinguiendo más el sueño de la realidad, se había calmado y como adormilado tocando el piano, persuadido de que él mismo estaba muerto. Se

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veía flotando en un lago; unas gotas de agua pesadas y heladas le caían lentamente sobre el pecho y cuando yo le hice escuchar el ruido de esas gotas de agua que caían, en efecto, lentamente sobre el techo, negó haberlas escuchado. Se enfadó por lo que yo traducía con la frase de armonía de imitación. Protestó con todas sus fuerzas, y tenía razón, contra la puerilidad de esas imitaciones para el oído. Su genio estaba lleno de misteriosas armonías de la naturaleza, traducidas por equivalentes sublimes en su pensamiento musical y no por una repetición servil de sonidos exteriores. Su composición de aquella noche estaba inundada con gotas de lluvia que resonaban sobre las tejas sonoras de la cartuja, pero que se habían traducido en su imaginación y en su canto por lágrimas cayendo del cielo sobre su corazón. Había tenido algunas veces ideas graciosas y completas en su juventud. Ha hecho canciones polonesas y romances inéditos de una gentileza encantadora y de una dulzura adorable. Algunas de sus composiciones posteriores son todavía como fuentes de cristal en las que se mira un rayo de sol. ¡Pero qué raros y cortos son esos tranquilos éxtasis de su contemplación! El canto de la alondra en el cielo y el muelle flotamiento del cisne sobre las aguas inmóviles son para él como los destellos de la belleza en la serenidad. El grito del Aguila imponente y afamada sobre las rocas de Mallorca, el silbido amargo del cierzo y la sombría desolación de los árboles cubiertos, de nieve lo entristecían mucho más tiempo y más vivamente que la alegría que le causaban el perfume de los naranjos, la gracia de los pámpanos y la cantilena morisca de los campesinos. Su carácter era así en todos los sentidos. Sensible en un instante a las dulzuras del afecto y a las sonrisas del destino, e introvertido durante días y semanas enteras por la tonta conducta de un indiferente o por las menudas contrariedades de la vida real. Y, cosa extraña, un verdadero dolor no lo derrumbaba tanto como uno pequeño. La profundidad de sus emociones no es-

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taba relacionada con sus causas. En cuanto a su deplorable salud, él la aceptaba heroicamente en los peligros reales y se atormentaba miserablemente en las alteraciones insignificantes. Ésta es la historia y el destino de todos los seres en los que el sistema nervioso está desarrollado en exceso. Con el sentimiento exagerado por los detalles, el horror a la miseria y las necesidades de un bienestar refinado, Mallorca le horrorizó naturalmente al cabo de pocos días de enfermedad. No había medio para ponerse otra vez en camino, estaba demasiado débil. Cuando mejoró, los vientos contrarios reinaban en la costa y durante tres semanas el barco no pudo salir del puerto. Era la única embarcación que había. Nuestra permanencia en la cartuja de Valdemosa fue un suplicio para él y un tormento para mí. Dulce, alegre, encantador en el mundo; cuando estaba enfermo era desesperante en la intimidad exclusiva. No había alma más noble, más delicada, más desinteresada; nadie más fiel y más leal; ningún espíritu más brillante en la alegría; ninguna inteligencia más seria y más completa en lo que dominaba; pero en revancha, ¡ay!, ningún humor era tan desigual; ninguna imaginación tan sombría y tan delirante; ninguna susceptibilidad más imposible de no irritar, ninguna exigencia sentimental más imposible de satisfacer. Y nada de todo esto era por su culpa. Era por su mal. Su espíritu estaba en carne viva, el pliegue de una hoja de rosa, la sombra de una mosca le hacían sangrar. Exceptuándome a mí y a mis hijos, todo le era antipático bajo el cielo de España. Se moría de impaciencia por salir de allí, mucho más que por los inconvenientes de la estancia. Pudimos al fin llegar a Barcelona y de allí, por mar todavía, llegar a Marsella, cuando el invierno finalizaba. ***

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Mi hermano había ido a vivir al Berry. Se había quedado en la tierra de Montgivray, en la que su mujer había heredado a una media legua de nosotros. Mi pobre Hipólito se había conducido con respecto a mí tan loca y tan extrañamente que no fue demasiado ignorarle un poco; pero yo no podía ignorar a su mujer que siempre había sido perfecta conmigo, ni a su hija, a quien yo quería como si hubiera sido mía, habiéndola educado en parte con los mismos cuidados que yo había tenido con Mauricio. Además, mi hermano, cuando reconocía sus errores, se acusaba tan absolutamente, tan locamente, tan enérgicamente, diciéndome mil ingenuidades espirituales, jurando y llorando efusivamente, que mi resentimiento desaparecía al cabo de una hora. En otro que no hubiera sido él, el pasado hubiera sido inexcusable, y con él, el porvenir no debería tardar en ser intolerable, pero, qué hacer? ¡era él! Era el compañero de mis primeros años, era el bastardo feliz, vale decir, el niño mimado entre nosotros. Hipólito hubiera tenido poca gracia posando de Antony. Antony es algo real pero relativamente en los prejuicios de ciertas familias; por otra parte, lo que es bello es siempre bastante verdadero; pero bien se podría hacer la contrapartida de Antony y el autor de ese poema trágico Podría hacerla él mismo tan verdadera y tan bella. En ciertos medios, el hijo del amor inspira un interés tal que llega a ser, si no el rey de la familia, el miembro al menos más emprendedor y más independiente de la misma, el que se atreve a todo y a quien se tolera todo, porque sus entrañables necesitan protegerlo del abandono de la sociedad. De hecho, no habiendo nada oficial y no pudiendo pretender a nada legal en mi interior, Hipólito había hecho siempre dominar su carácter turbulento, su buen corazón y su mala cabeza. Su seducción, su alegría invencible, la originalidad de sus salidas, sus efusiones entusiastas e ingenuas por el genio de Chopin, su deferencia constantemente respetuosa hacia él únicamente, aun en el inevitable y terrible «después de bebido»,

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encontraron simpatía cerca del artista eminentemente aristocrático. Todo fue bien en el comienzo, y admití eventualmente la idea de que Chopin Podría reposar y mejorar su salud entre nosotros durante algunos veranos, ya que su trabajo lo reclamaba necesariamente en París durante el invierno. Sin embargo, la perspectiva de esta especie de alianza familiar con un amigo nuevo en mi vida me dio qué pensar. Me asustó del deber que aceptaba y que había creído abandonar después del viaje a España. Si Mauricio recaía en el estado de languidez que me había absorbido, ¡adiós a la fatiga de las lecciones, y adiós también a las alegrías que mi trabajo me brindaba!; ¿y qué horas serenas y vivificantes de mi vida podía yo consagrar a un segundo enfermo, mucho más dificil de cuidar y de consolar que Mauricio? Una especie de terror se adueñó de mi corazón por la presencia de un nuevo deber contraído. No estaba ilusionada por una pasión. Tenía por el artista una especie de adoración maternal muy viva, muy verdadera, pero que no podía ni por un instante luchar contra el amor de la entraña, el único sentimiento casto que puede ser pasional. Yo era todavía bastante joven para haber podido luchar contra el amor, contra la pasión propiamente dicha. Esta eventualidad de mi edad, de mi situación y del destino de las mujeres artistas, sobre todo cuando ellas odian las distracciones pasajeras, me asustó mucho, y, resuelta a no dejar jamás actuar una influencia que pudiese distraerme de mis hijos, veía un peligro pequeño, pero siempre posible, hasta en la tierna amistad que Chopin me inspiraba. Después de reflexionar, este peligro desapareció ante mis ojos y hasta tomó un carácter opuesto, el de algo que me preservaba contra determinadas emociones que yo ya no quería conocer. Un deber de más en mi vida, ya tan ocupada y repleta de fatiga, me pareció una oportunidad más para la austeridad hacia

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la cual yo me sentía llamada con una especie de entusiasmo religioso. Si yo hubiese cumplido mi proyecto de encerrarme en Nohant durante todo el año, de renunciar a las artes y de hacerme la institutriz de mis hijos, Chopin se hubiera salvado del peligro que le amenazaba a él por mi culpa: el de aficionarse a mí de una manera demasiado absoluta. Por aquel entonces no me amaba todavía como para no poder distraerse, su afecto todavía no era exclusiva. Se entretenía conmigo después de un romántico amor que había tenido en Polonia, de dos entretenimientos que habían mantenido después en París y que todavía podía retomar, y, sobre todo, de su madre, que era la única pasión de su vida, y lejos de la que, sin embargo, se había acostumbrado a vivir. Viéndose obligado a abandonarme por su profesión, que era su honor mismo, puesto que vivía de su trabajo, seis meses en París lo hubieran entregado otra vez, después de algunos días de malestar y de lágrimas, a sus costumbres elegantes, de suceso exquisito y de coquetería intelectual. Yo no podía dudar; no dudaba. Pero el destino nos empujaba en lazos de una larga asociación, y a ella llegamos los dos sin darnos cuenta.

almas desesperanzas atroces, sobre todo cuando improvisaba; de repente, como para ahuyentar la impresión y el recuerdo de su dolor a los demás y a si mismo, él se volvía hacia un espejo, arreglaba sus cabellos y su corbata y se mostraba súbitamente transformado en inglés flemático, en viejo impertinente, en inglesa sentimental y ridícula, en judío sórdido. Eran siempre tipos tristes, por cómicos que resultaran, pero perfectamente comprendidos y tan delicadamente representados que no se podía evitar admirarlos. Todas estas cosas sublimes, encantadoras y extrañas que sacaba de sí mismo hacían de él el alma de las sociedades escogidas y se lo disputaban literalmente, por su noble, carácter, su falta de egoísmo, su fiereza, su orgullo bien entendido, por ser enemigo de cualquier vanidad de mal gusto y de cualquier insolencia, por la seguridad de su manera de ser y las exquisitas delicadezas de su sobrevivir; por todo esto se lo buscaba; estas condiciones hacían de él un amigo tan serio como agradable. Arrancar a Chopin de tantos mimos, asociarlo a una vida simple, uniforme y constantemente estudiosa, él que había sido educado sobre las rodillas de las princesas, era privarle de lo que lo hacia vivir, de una vida ficticia, es cierto, pero, parecido a una mujer disfrazada, depositaba por la tarde, al entrar en su casa, su gracia y su encanto, para dar su noche a la fiebre y al insomnio; de una vida que hubiese sido más corta y más animada que la del retiro y la de la intimidad restringida al círculo uniforme de una sola familia. En París, él visitaba varias cada día, o él elegía al menos cada tarde una diferente para plegarse a ella. Tenía así casi veinte o treinta salones para divertir o encantar con su presencia. No estaba hecho ciertamente para vivir largo tiempo en este mundo ese tipo extremo de artista. Estaba devorado por un sueño idealista que no combatía ninguna tolerancia de filosofía o de misericordia al uso de ese mundo. Jamás quiso transigir con la

*** Chopin quería ir siempre a Nohant y jamás lo soportaba. Era el hombre de mundo por excelencia, no el de un mundo demasiado oficial y numeroso, pero del mundo íntimo, de los salones de veinte personas, del momento en el que la mayoría se va y en el que los íntimos se colocan alrededor del artista para arrancarle con amables impertinencias lo más puro de su inspiración. Era entonces solamente cuando él entregaba todo su genio y todo su talento. Era entonces también cuando después de haber sumergido a su auditorio en un recogimiento profundo o en una tristeza dolorosa, porque su música deslizaba a veces en las

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naturaleza humana. No aceptaba nada de la realidad. Allí residía su vicio y su virtud, su grandeza y su miseria implacable hacia la menor mancha, poseía un inmenso entusiasmo por la menor luz, y su imaginación exaltada hacía todos los posibles para ver un sol. Era, entonces, a la vez dulce y cruel para el objeto de su preferencia, porque contaba con los demás, usurero de la menor claridad, y despreciaba el pasaje de la menor sombra. Se ha pretendido que, en una de mis novelas, yo he descrito su carácter con una gran exactitud analítica. Se han equivocado, porque han creído reconocer algunos de sus rasgos, y, procediendo con ese sistema, demasiado cómodo para ser seguro, hasta al mismo Listz, en una Vida de Chopin, un poco exuberante de estilo, pero repleta, sin embargo, de muy buenas cosas y de muy bellas paginas, he trazado, en el Príncipe Karol, el carácter de un hombre determinado por su naturaleza, exclusiva en sus sentimientos, exclusiva en sus exigencias. Este no era Chopin. La naturaleza no dibuja como el arte, por más realista que sea. Tiene caprichos, inconsecuencias, no reales probablemente, pero muy misteriosas. El arte no rectifica estas inconsecuencias porque está demasiado limitado para hacerlo. Chopin era un resumen de esas inconsecuencias magníficas que sólo Dios puede permitirse crear y que tienen su lógica particular. Era modesto por principios y dulce por costumbre, pero imperioso por instinto y lleno de un orgullo legítimo que se ignoraba a si mismo. De allí sus sufrimientos que no razonaba y que no se fijaban sobre un objeto determinado. Además el príncipe Karol no es artista. Es un soñador, y nada más; no teniendo genio, tampoco tiene el derecho que él mismo otorga. Es, entonces, un personaje más verdadero que amable, y es tan poco el retrato de un gran artista, que Chopin, leyendo el manuscrito cada día sobre mi mesa, no se había dado cuenta de nada, a pesar de su susceptibilidad.

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Y, sin embargo, más tarde me han dicho que por reacción se lo imaginó. Algunos enemigos le hicieron creer que esa novela era una revelación de su carácter. Sin duda, en ese momento, su memoria estaba debilitada: ¡había olvidado el libro que no releyó! ¡Esa historia se parecía tan poco a la nuestra! Era completamente distinta. No había entre nosotros ni las mismas alegrías ni los mismos sufrimientos. Nuestra historia, la nuestra, no tenía nada de novelesco: el fondo era demasiado simple y demasiado serio como para que tuviéramos jamás la ocasión de una querella recíproca, el uno a propósito del otro. Yo aceptaba toda la vida de Chopin tal y como si se realizase fuera de lo artístico, ni sus principios políticos, ni su apreciación de los hechos; yo no encarnaba ninguna modificación de su ser. Respetaba su individualidad como respeté la de Delacroix y las de mis otros amigos dirigidas en un camino diferente al mío. Por otro lado, Chopin me vinculaba, y puedo decir que me honraba, con un género de amistad que era excepcional en su vida. Siempre era el mismo para mí. Tenía, sin duda, pocas ilusiones sobre mi persona, puesto que no me hacía jamás descender en su estima. Es lo que hizo durar largo tiempo nuestra buena armonía. Extraño a mis estudios, a mis búsqueda, y, por lógica, a mis convicciones, encerrado como estaba en el dogma católico, decía de mí, como la madre Alicia en los últimos días de su vida: «¡Bah!, ¡bah!, ¡estoy segurisima que ella ama a Dios!» Pero si Chopin era conmigo la entrega, la gracia, la prevención, la obligación y la deferencia en persona, no ocurría lo mismo, ni era así, con aquellos que me rodeaban. Con ellos la desigualdad de su alma, vuelta a veces genorosa y fantástica, tomaba carrerilla, pasando siempre de la alegría a la aversion y reciprocamente. Nada apareció, nada jamás ha aparecide de su vida interior, cuyas obras maestras eran la expresion misteriosa y vaga, pero de cuyos labios no se traicionó el sufrimiento. Al

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menos así fue su reserva durante siete años, y yo sola tuve que adivinarlos, dulcificarlos y retardar la explosión. ¿Por qué una combinación de acontecimientos extraña a nosotros no nos alejó mutuamente antes del octavo año?

el lago tranquilo, y poco a poco las piedras cayeron en él una a una. Chopin se irritaba a menudo sin ningún motivo y a veces injustamente contra intenciones buenas. Vi el mal agravarse y extenderse a mis otros hijos, raramente a Solange –la preferida de Chopin porque no le había consentido nada–; a Agustina con una amargura espantosa y al mismo Lambert que no ha podido adivinar el porque. Agustina, la más dulce, la más buena, la más inofensiva de todas nosotros, estaba consternada. ¡Había sido al principio tan bueno con ella! Todo fue soportado; pero, al fin, un día, Mauricio, cansado de los pinchazos, habló de abandonar la partida. Esto no podía ni debía ser. Chopin no soportó mi intervención legítima y necesaria. Bajó la cabeza y dijo que ya no le amaba. ¡Que blasfemia después de esos ocho años de dedicación maternal! Pero el pobre corazón no tenía conciencia de su delirio. Yo pensaba que algunos meses pasados en el alejamiento y el silencio curarían esa plaga y devolverían una amistad plácida, una fase equitativa. Pero la revolución de febrero llegó al país y se volvió momentáneamente odiosa a ese espíritu incapaz de plegarse a una desintegración cualquiera en las formas sociales. Libre de retornar a Polonia, o seguro de ser tolerado, había preferido languidecer diez años lejos de su familia que adoraba, al dolor de ver a su país transformado y desnaturalizado. ¡Había huido de la tiranía, como ahora huia de la libertad! Lo volví a ver un instante en marzo de 1848. Apreté su mano temblorosa y helada. Quise hablarle y se escapó. Tenía derecho a asegurar que ya no me amaba. Le evité este sufrimiento y puse todo en manos de la providencia y del futuro. No debía verlo más. Entre nosotros había algunos corazones malvados. También había algunos buenos, que no supieron entenderlo. Hubo algunos frívolos que prefirieron no mezclarse en asuntos tan delicados. Me han dicho que él me había llamado, recordado y amado

*** Mi vida, siempre activa y sonriente en la superficie, era interiormente más dolorosa que nunca. Me desesperaba de no poder dar a los otros esa felicidad a la que yo había renunciado por mi parte; porque yo tenía más de un punto de profunda pena contra el cual me esforzaba en reaccionar. La amistad de Chopin no había sido jamás un refugio para mi en la tristeza. Él tenía bastante con soportar sus propios males. Los mios le hubieran aplastado, y sólo los conocía vagamente y no los comprendía en absoluto. Hubiese apreciado todas las cosas desde un punto de vista muy diferente del mío. Mi verdadera fuerza me la daba mi hijo, que estaba ya en edad de compartir conmigo los más serios intereses de la vida y que me sostenía por su igualdad anímica, su razón precoz y su inalterable alegría. No tenemos, él y yo, las mismas ideas sobre muchas cosas, pero tenemos grandes parecidos de organización, muchos gustos iguales y necesidades parecidas; en otras palabras, un lazo de afecto natural tan estrecho que un desacuerdo cualquiera entre nosotros no puede durar nada más que un día y un momento de explicación cara a cara. Si no habitamos el mismo cerco de ideas y de sentimientos hay, al menos, una gran puerta siempre abierta en la pared medianera, la de un afecto inmenso y la de una confianza absoluta. Después de las últimas recaídas del enfermo, su espíritu se había ensombrecido extremadamente, y Mauricio, que lo había amado tiernaniente hasta ese momentos, se sintió herido de una manera imprevista por él, debido a una cuestión fútil. Se abrazaron momentos después, pero el grano de arena había caído sobre

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filialmente hasta el fin. Creyeron oportuno ocultármelo hasta el fin. Creyeron un deber también el ocultarle, que yo estaba lista para correr hacia él. Ha hecho bien si la emoción de volver a verme hubiese abreviado su vida en un día o solamente en una hora. No soy de esas que creen que las cosas se resuelven en este mundo. No hacen otra cosa que comenzar y, seguramente, no terminan nunca. Esta vida terrena es un velo que el sufrimiento y la enfermedad hacen más espesa para ciertas almas, y que no se descorre nada más que por momentos y para las organizaciones más sólidas, y que la muerte desgarra para todos. Hacia la época en que perdí a Chopin, perdí también a mi hermano más tristemente todavía: sin razón se había apagado desde hacía algún tiempo; el alcohol se apoderó destruyéndolo de su humana entidad, sumiéndolo entre la idiotez y la locura. Había pasado sus últimos años enfadándose y reconciliándose conmigo, con mis hijos, con su propia familia y con todos sus amigos. Mientras que continuó viéndome, prolongué su vida poniendo agua en el vino que le servían, puesto que por su paladar atrofiado no se daba cuenta. Suplia la calidad por la cantidad, según su borrachera resultaba más o menos leve. Pero yo sólo retardaba el instante fatal en el que, ya no teniendo fuerzas la naturaleza para reaccionar, no podría él mismo encontrar su lucidez. Pasó sus últimos meses evitándome y escribiéndome cartas inimaginables. La revolución de febrero, que ya él no podía comprender en cualquier punto de vista que se colocara, había dado un útimo golpe a sus facultades vacilantes. Al principio, republicano apasionado, hizo como tantos otros que no tenían, como él, accesos de locura como excusa; tuvo miedo y se puso a soñar que el pueblo quería su vida. ¡El pueblo!, el pueblo del que él salía como yo por su madre y con el que vivía en el cabaret más de lo necesario para fraternizar, se convirtió en su espantapájaros, me escribió diciendo que sabía de fuentes seguras que mis amigos políticos querían asesinarle. ¡Pobre hermano!,

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una vez que esa alucinación pasó, llegaron otras que se sucedieron sin interrupción hasta que su imaginación desordenada se apagó e hizo lugar al estupor de una agonía que no tenía otra conciencia que la propia. Su descendencia le sobrevivió pocos años. Su hija, madre de tres hermosos niños, todavía joven y bella, vive cerca de mí en La Châtre. Es un alma dulce y valiente que ha sufrido ya bastante y que no fallará en sus deberes. Mi cuñada Emilia vive todavía cerca de mí, en el campo. Por largo tiempo víctima de las actitudes de un ser amado, descansa de sus grandes fatigas. Es una amiga severa y perfecta, un alma recta y un espíritu alimentado de buenas lecturas. Durante los años esbozados al relatar sus emociones principales, había encerrado en mi seno otros dolores todavía más lacerantes cuya revelación, suponiendo que pudiese hablar de ellos, no sería de ninguna utilidad en este libro. Fueron desgracias, por así decirlo, extrañas a mi vida, puesto que ninguna influencia por mi parte pudo alejarlas. Desgracias que no entraron en destino, llamadas por el magnetismo de mi individualidad. En ciertos aspectos, construimos nuestra propia vida; en otros, soportamos la que nos hacen los demás. He contado o hecho presentir de mi existencia todo lo que en ella ha entrado por mi voluntad, o todo lo que se ha encontrado llamado por mis instintos, he dicho cómo he superado o sufrido las diversas fatalidades de mi propia organización. Es todo lo que yo quería y debía decir. En cuanto a las penas mortales que la fatalidad de las otras organizaciones hizo pesar sobre mí es la historia del martirio secreto que sufrimos todos, ya sea en la vida pública, ya sea en la vida privada, y que debemos soportar en silencio.

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