Los cuerpos de la Furia - Sandro Cohen

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85. Los cuerpos de la Furia. A Josefina Estrada. Donde rezuma la presencia de un rumor de rameras que en hoteles involuntariamente gozan; de entrelazadas ...
Los cuerpos de la Furia A Josefina Estrada

Donde rezuma la presencia de un rumor de rameras que en hoteles involuntariamente gozan; de entrelazadas piernas en calientes cuartos de vecindad; de gritos que en hospitales libran condenados a muerte con dolor; de calabozos que sigilan hombres que se tocan; de sábanas suicidas.

Rubén Bonifaz Nuño, Fuego de pobres

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Introducción: La puerta de salida Para mi padre, Jacob, in memoriam

I Pienso, también, que nunca entenderían lo que quise decir con mis ausencias, cuál fue mi grito, cuáles esperanzas manaban de ese pecho en el exilio.

Y ¿cuál exilio? pienso todavía. Si por esta ciudad no hubiera sido, quién sabe en qué lenguaje mis palabras purgaran su reposo más terrible.

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II * (Que los dioses perdonen lo que he hecho)

No podré cometer los mismos crímenes de Rapallo: purgar esta pasión sin brincar el abismo que separa en la frontera, de lo azul, lo verde sobre el río Leteo que es mi lengua: La patria, al sur, me absuelve de traición.

*Ezra Pound, Cantar CXX

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Cuatro de sal I Se esparce la mañana por mis ojos adormecidos en miradas lentas que me imprimes, paciente oscuridad.

Quisiera, no sé cómo, anublar mi ventana con una piel más honda que la mía, vela endeble de un barco apolillado que naufraga constante por el sol, por estas noches y sus camas, únicos testigos del desvelo, la sentencia de una noche de versos inconformes, de piernas que no encuentran su pareja, de ojos clavados en un techo blanco, más blanco que el vacío, demasiado blanco:

la noche fosforece llagas que iluminan palabras impotentes, cada herida que inflijo, cirujano gozosamente doloroso, escriba imbécil en espera de milagros.

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II La mañana jamás fue la promesa. Las hojas que se dejan de los vientos, de mi vista de sueño sin descanso, son relleno, amenaza, distracciones inútiles que invento desesperadamente para ver si así no caigo, y me convenzo, así, de que el dolor no sea razón de vida; la soledad, estado de una gracia impune, codiciada por los necios que se hacen las preguntas imposibles y duermen cada noche entre las sábanas limpias y frescas, esperando que alguien, algún día, las pueda compartir.

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III Percibo la bondad en tu presencia cuando pienso que caigo para siempre, cuando tus manos me prenden del pecho por dentro, cuando intuyo en la garganta la presión de tus manos.

No sé por qué, pero no tengo miedo. Es un aire que envuelve silencioso mis pasos, la mirada, los olores que dejo como herencia sin querer, un testamento, un grito, una disculpa.

Cierto es que me pregunto por tu ausencia. Me pregunto por qué jamás me esfumas según lo prometido en tu contrato de cada noche; sólo una visita, médico de mortaja, salvador que no cumple con la muerte.

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IV Guárdame de los nervios y los días veintisiete, el recuerdo repentino, las mañanas que siempre son infancia. Guárdame de la sala, la que nunca tuvimos, bibliotecas ordenadas y con alfombra, sueños de ese tipo. Guárdame, sobre todo, de la felicidad y su mentira, de mis hojas en blanco, mis palabras.

Guárdame, tú, de todo esto que eres.

Poco importa. Tomo café, preparo el desayuno, lavo los trastes que dejé de anoche, aparece la fecha en mi reloj y te digo: Guárdame de los nervios y los días veintisiete. Hay castigos mucho más crueles, yo lo sé. Pero no siento nada, porque lo siento todo, y descanso en las brasas del derrumbe.

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Autobiografía del infiel Azular y planchar todos los caos César Vallejo, Trilce I (Autobiografía del infiel)

Qué difícil lavar mi ropa sucia. Las arañas invaden, todavía, el espacio secreto que la cama guarda entre piso y pliegues de mi sábana. No sé qué estoy haciendo aquí, de veras. La misma mugre lenta se amontona en el mismo escritorio de costumbre. ¿Qué sentido podrá tener un cambio? Y si no cambio nunca… ¿qué sentido?

A las dos les he dicho más que todo, con las dos he firmado despedidas, nuestro suplicio de esperanzas truncas que se hunden con su propio peso.

Pero de noche pienso, todavía, que en su carne no acaba el mundo. Todos los muslos que he pasado por mi lengua tienen su buena dosis de la misma sal que busqué en los suyos, y eran dulces

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a pesar de la sal y mis instintos de soltero infalibles.

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II Nunca tendré tus ojos para verte a las diez de la noche de campanas lentas. Busco grandeza en moscas tornasoles que empequeñezcan mi pasión inmóvil; pero no existe luz que dé la cara, no comprendo las manchas que amanecen en mis brazos, la comezón que acecha mi descuido.

El teléfono suena, como lejos, y cuelgan, siempre, al escuchar su llanto.

¿Dónde fuiste?

Me quito la camisa para verte mejor, mas no tengo ventana que se me abra tan fácil.

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III ¿Por dónde el día que se fue tan largo sin volver la cabeza? ¿En dónde yace el agua que exprimimos en precisas partículas de bestia por entre nuestras pieles?

No sé por qué se monta la mañana en mis hombros, y traza con las uñas un camino de sangre por mi pecho.

A veces pienso: siempre será tarde, que el día nunca encajará en mi noche, que mi noche jamás podrá encontrar la trasluz elusiva de tu sombra olvidada entre sábanas y sueños.

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IV No hay por dónde llegar, no hay por dónde mi mano alcance, intrusa, un lugar que se llame sólo mío, que se funda en lo oscuro y lo caliente, que permanezco lejos como un rostro un poco más allá del horizonte.

He buscado la luz, he buscado la nieve que volviera mi noche, en su blancura, todavía más espesa, más negra, más distante.

He querido estar sólo. Que mi pecho se baste por sí mismo, que mis ojos no busquen otros ojos, que mi cuerpo descanse sin tu cuerpo.

Perdona mi ilusión. No pretendo ser fuerte.

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V Éste es el gris de tardes implacables, frío de lejos en mis piernas sordas que fiel se oculta, que tan fiel se oculta.

¿Dónde ese sol que prometiste, dónde el omnipotente y amarillo calor de engaño, hidrógeno palpable?

¿Dónde un cambio de simples circunstancias, menos gris, menos lluvia, menos esto que escapa de mis manos?

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VI Nunca dije sería tu mañana.

Sólo intento pasar las horas por mis dedos, rescatar, si es posible, de las ruinas una piedra, una mirada intacta, cualquier cosa que sirva de consuelo.

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VII (Planchar en los escombros)

Ya no es engaño fácil la poesía, decir que sufres para publicar; ¿Quién te cree cuando escribes, doloroso: “…esta vida de perros…”? No es posible.

Caminas por el cuarto, señalando cada manojo de cabello y tierra, y piensas que son premios que anhelaste por tu tristeza dulce y resbalosa.

Es hora de lavar —por fin— los pisos, tirar periódicos, papeles viejos que levantaste con esmero atroz en los rincones, para que parezcan todavía más viejos, malolientes, llenos de esa miseria tan querida.

¿No es demasiado que a las diez cuarenta te quedes viendo a medias el semblante por la ventana, reflejado encima de todo Tlatelolco, como espectro en vilo que pregunta por su suerte?

¿Y te parece bien que no haya azúcar, que tu pan esté verde y casi vivo?

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¿Que tu coche se muera de vergüenza al manejarlo por Reforma, sucio, a las tres de la tarde, frente al Ángel?

En serio: hay días en que ya no puedes; no te aguantas ni el tacto de la mano cuando quieres rascarte la cabeza.

Hace pocos minutos sentí el frío que se cuela debajo del cristal. No me tapé, permanecí sentado: mi cara sigue a medias en el aire, un poco atrás de la ventana. Escucho el Vallejo-Hospitales arrancar de la parada, con la misma queja de ayer, su vientre. Quedo fijo, fijo.

Es hora de planchar en los escombros, esfumar cuanta carne permanezca volando fuera de mi alcance. Estoy cansado, el polvo sigue, los papeles están tirados por la sala, pues…

(Ni yo me creo, ¿y he de convencerme?)

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Nocturno apenas 1 Nace el temblor y tiernos epicentros se convulsionan —fuego en todas partes—; esparcen sus anillos, y circundan cada cual mi garganta acalambrada ante el fin que percibe en los crujidos, el yeso separado de su alma, las explosiones amarillas, verdes de tan azules que se inflaman cielos, infiernos y las caras del espanto sembrado en las entrañas de su amor, el parto y la placenta de rumores, derrumbes y ese grito señalando que todo ha vuelto a su lugar, deshecho, que el niño ya camina entre nosotros.

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2 Cuando la luz de golpe se desangra, cuando la música se muere en tálamos de oscuro sacramento por la calle, cuando la mano de este dios se apaga por encima de tristes azoteas que languidecen con la ropa húmeda, tiritando de frío y abandono, quisiera desnudarme de mí mismo, dejar mi piel en el olvido justo que merece el fantasma de su nombre.

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3 No queda cuerpo sobre cuerpo, nada permanece intocable y, como vírgenes, pedimos la pureza que la noche ofrece, cómplice, ladrona, esposa abnegada que encubre la vergüenza, la soledad, el ansia de tocarnos con el castigo de los ojos torpes, con el castigo de creernos puros.

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4 A pesar del calor que me enloquece el sueño que no puede levantarse, hinchado de zumbidos invisibles, tan borracho, drogado por las sombras, que se tropieza con los muebles cuando busca en el suelo su lugar de asilo, cualquier refugio de mi cuerpo ardiente que pena por las llamas de mi cuarto; a pesar del calor que me enloquece, salgo al encuentro de este hijo pródigo que se retuerce, como yo, en el piso: yo, sin el sueño que me calme infiernos, y él sin el cuerpo calmo que lo sueñe.

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5 Punzante el nervio pleno de la sangre enloquecida en un cerebro hostil, rompe en relámpago por sienes y ojos que se escurren en charcos por la sábana; los sonidos se agolpan cien por uno, los cañones estallan sus membranas, tímpanos de repente reventados por esta inteligencia traicionera: el enemigo que se esconde, hermano entre cejas, y aguarda la señal de hendir el cráneo, consumar el acto que imprima para siempre nuestra marca de Caín, encendida por la frente en las noches que ahogan nuestro sueño.

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6 Tu cuerpo, luz entre los muebles, abre un camino de estrellas que se apagan; tus muslos, fuego íntimo en su fuego, señalan otra senda más oculta; si tuviera que asir la llama fría, incendio que consume los deseos, abriría mi pecho como el buitre que rebaña su carne, sangre y alma: y pendo de tu cuerpo como broma que, por gracia del mar, firme se adhiere a la piel contumaz de la ballena; pero mis dedos se resbalan siempre por ese vidrio frío en tu mirada que, lo mismo, me prende: azufre y flama.

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7 Con el pulmón abierto, de ceniza hinchado frente al réquiem giratorio, interminable por la sala al treinta y tres… y tres… los tercios infinitos: huele a muerte implosiva, los inciensos que respiramos antes de los vómitos dulces, asfixias mensajeras; jalan del pecho, te vacían el estómago; todo está listo para el viaje, el cielo se precipita sobre las alfombras, los sillones, y negro, sólo negro.

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8 A veces no se sabe en qué escondido rincón la noche albergará sus lánguidas serpientes; porque, a veces, esperamos en vano el toque de su lengua, luz que se lanza a lo oscuro y que se pierde otra vez en su boca condenada, en el abismo que soñó con Ella cuando incendiaron, para siempre, el sol de su vergüenza, oculta desnudez debajo de horizontes resbalosos en busca de la puerta que celaron.

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9 Una vieja ponzoña serpentea feliz de hallarse en casa de un amigo; se me apagan los dedos, las ventanas y demás orificios de mi cuerpo: de repente una luz perfora el muro, jadea la cama rechinante arriba en el departamento de un amor desconocido; amor que, por el techo, gotea líquidos redondos, tibios remedos de una mano que recorre, despacio, el hueco entre la espalda fría y la pared que absorbe su calor: una vieja ponzoña serpentea entre mis puntas bífidas al aire.

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10 Tómame así, desfallecido, entero: vuélveme la semilla de tu noche, de mi sueño que yace en los canales negros, en los papeles que la lluvia, a sabiendas, ahoga a sangre fría porque cierre la noche mis ventanas, porque la noche sepa: soy la noche.

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11 Se obstina en la ventana la blancura de un reflejo de lámpara tajado por la persiana de navajas dobles: la lluvia vuelve intenso su calor al aplastar, sobre el cristal herido, su membrana que aísla de los buitres el nido levantado en mezcla, yeso y las horas de estarlos vigilando.

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12 Busco estaciones de humo iluminado, de sueños que no alcanzan sus orgasmos, durmientes tan lejanos que bostezan apenas cuando, duros, los vagones sobre ellos impregnan por la noche los oídos del niño que despierta; escucha los jadeos del viajero nocturno trasoñando a la mujer por la cual desfallece, solo, y muere.

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13 Más allá de la curva, un horizonte largo de luces y alquitrán oculto entre las piedras y los rieles fríos: rayos de acero, espinas sin cadáver, con toda la paciencia de este mundo, esperan –relumbrantes– bajo el peso caliente de la máquina sombría que engulle las columnas paralelas; se tienden blancas sobre el lomo negro de la tierra: indefensa, mas distante.

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14 La noche son gardenias que levantan su aroma por encima de la noche: pasan las sombras por sus hijos y hablan iluminadas por la brisa verde: vertiginosa su blancura azul acendrada en la piedra de palomas negras que aguardan, al acecho, cielos más sorpresivos, invisibles, blancos en su curreo interminable, oscuro: altar que las gardenias, con su olor a pecado, me esculpen en el aire.

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15 Pido a la noche que se vuelva más noche, más líquido de luces, ácido encendido en la piel humeante, bajo las futuras heridas que no dejan de llamar a sus fieles y discípulos.

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16 Hay un llanto que apenas, a las doce, logro escuchar por la pared o el techo; no sé qué signifique, ni quién tenga la culpa de su voz, o si será un recuerdo que viene desde lejos a posarse en mis brazos y dormir; ese llanto respira en cada risa que se deshace como nieve cuando, en la mañana, el sol nos vuelve a todos a nuestro estado original de lágrima; mas aquél es un llanto que no llora nadie; es el infinito que capturo y, mariposa, muere entre mis manos; el mío, en fin, es llanto de navaja cuyo filo recorre las heridas que no encuentran aún sus cicatrices.

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17 Espirales taladros se sujetan fríos entre las sienes al desnudo; abiertas y goteantes, su dolor perfuma catalépticas almohadas hechas nudo entre brazos a presión: no sabemos si el sol es enemigo, si seca las heridas, si nos cura estas crudas, migajas que se adhieren aún a nuestro labio humedecido por el sueño, la fiebre y la esperanza.

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18 De noche los fantasmas se nos abren; son pocos, y lo oscuro les promete silencio: la ceguera coludida entre cada pareja y sus espaldas; entre baldosas y esos vidrios rotos que asumen un matiz extrañamente sublime cuando, anónimos, recrujen bajo los pies de niños que no oyen sus pasos extraer el brillo negro.

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19 Buscar tu piel cuando la ausencia impone un sello de silencio en esta casa… cuando busco tu espalda siempre fresca y encuentro un hueco que traspasa el muro cada vez más cercano, cada vez más íntimo en su golpe a la cabeza, sus ataques frontales sobre el cuerpo indefenso que lanza, en su delirio, una súplica sorda de suspiros; buscar tu piel donde dejaste aromas de un amor que agoniza en otra parte, es el recuerdo atroz de que no existo, la espina de que nunca me abrazaste, la duda que me erige en el insomnio.

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20 No hay testigos de noche, no hay testigos; tampoco hay noche, pues la noche es todo, porque las luces no iluminan nada, porque los besos se nos pierden, siempre, entre labios que asfixian cada beso.

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21 Presiente el mosco, encima de la piel, la húmeda dulzura del sudor, y se acerca en sigilo como un tigre de vuelo lento, casi transparente, a reclamar la sangre de la bestia que lucha con su sueño por dormir, mientras escucha –apenas– la sirena que se prolonga en el calor nocturno, omnipresente, oscura en sí: mortal.

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22 Y si no me bendices con tus garras de terciopelo, dientes que me inventan con cada trozo de mi carne, dura en el altar perfecto de tu boca; si no me abrazas, con tu muerte líquida, la lisa superficie de mi sangre a presión entre el vaso y sus esclusas, la leche que no encuentra la salida, la tinta que renuncia a los azules, el agua que se priva de su sangre… si no me vienes a erigir tu esclavo, el que limpia tus botas con saliva de sereno candente, que recorre la lengua por tus piernas enlodadas para probar la gloria de tu infierno; si no te hincas como diosa virgen y vencida a mis pies que, victoriosos, pisan tu pecho inflado de miradas que cualquiera te ha puesto sin pensar; si no eres luz y oscuridad tejidas, un solo torbellino de fracaso triunfante entre los brazos más desnudos de un cuarto desvalido, que amanece sólo por el calor de nuestros cuerpos; no soy nada, ni el blanco de la sombra que dejas al pasar por una calle o el mismo cielo donde naufragamos tantas veces, felices, en tinieblas.

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23 Las voces de la sala, como barcos perdidos en la niebla que los cubre, lanzan, intermitentes, sus palabras de ciego, nada más por escuchar el filo de su eco cuando vuelve: los cansados silbidos que atraviesan, de un lado al otro, el puerto de un país enemigo, inconformes con su suerte, la derrota sufrida en la victoria, la leve estela de un amor lejano que sigue todavía nuestro rumbo, que irrumpe en plena sala, resollando intermitentes las palabras ciegas que lanzamos, perdidos otra vez en un país de no sé qué enemigos.

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24 Cuando un grillo, en la noche, se desgasta poco a poco en rincones que su canto de feliz moribundo me ilumina, se me caen los segundos entre alas, voy dejando mi huella de sonoras fricciones que se mueren al instante, pero que dejan, en su voz, el nombre de una letra que, sola, se repite llenando, a solas, todos los cuadernos que me describen a las doce y media, de seis patas enfrente del espejo en busca de una luz, cualquier sonido que me aplaste y me deje descansar.

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25 Otra vez las gardenias respirando en el recuerdo de perfumes verdes y eléctricos que van y no regresan; a la izquierda, corrientes que me empapan de oscuros electrodos y distantes máscaras que levantan sus ojeras hasta una mueca mía, temblorosa: se completa el circuito de los polos y levanta la víctima pupilas enloquecidas de la luz a chorro, enfoca a su verdugo de sonrisa estúpida –su mano todavía en el asa del crimen–, y maldice la noche en que su madre lo parió.

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26 Hay amantes que flotan en el aire; sus pechos líquidos se funden, fluyen en ríos de caricias desbocados; hay diáfanos amantes cuyos muslos transparentan la forma de una lengua que, todavía lejos, se desquicia en los dobleces de la ingle oscuros; hay espaldas tan claras que iluminan la noche de sus besos incontables; mas hay besos tan agua que nos vuelven azules cuando cubren, por completo, el litoral de nuestra sed saciada; hay amantes que duermen entre brazos y, por ellos, el mundo permanece en sombra, porque el sol, siempre lo esconden en la calma profunda de su pecho.

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27 Dónde puedas estar, no sé; mas siento la vida desde lejos: vagas, pero palpables pulsaciones de una sangre que fluye por las venas de esa virgen que no conozco todavía; y busca mi imagen por los muros de una tienda de ventanas más grandes que este cero que detento a la izquierda, este tranquilo caminar por marasmos dulces, pasos a desnivel entre tus claros ojos y la torpeza negra de los míos; no sé por dónde vengas, pero sabes que espero tu llegada; los aviones descienden por la Torre y dan la vuelta como garzas azules que parecen blancas al extender su vuelo; bajan despacio sobre el cuerpo serenísimo de la ciudad dormida; ya viniste; si mañana saliera el sol, no creo; pero si el sol saliera, buscaría tu huella por las calles entre puertas y vidrios: una cara; vaga vida distante; un ave deslumbrada; sangre joven, aún perdida entre nosotros.

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28 Sé que se acerca el fin; unas palabras solamente me queda decir, antes de que suba el telón, de que salgamos todos al aire libre, de que caiga el día en plena cara de mi espanto a sangre fría, en sueños, el más rudo despertar entre ángeles y cojos, ángeles cojos de mi guardia baja, en huelga desde siempre y sin banderas; sólo una vuelta más y terminamos; un día, un siglo, una palabra sola, principio y fin, principio y fin, principio… todo me queda por decir, y nada.

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29 Sigue girando el engranaje lento en lo sonoro de su oscuridad; apenas se perciben los avances de una luz que carcome las entrañas de su recinto humano y, de repente, caen los pedazos de cristal heridos por ese vientre reventado en si, que sangra por la fusa enloquecida al romper sus corcheas, y derrama por el plato sonidos discordantes que se revuelven, ácido en el piso; cuando el silencio vuelve, no es la luz: no hay nada todavía; sigue el disco al treinta y tres, sus infinitos tercios tercos; persisten como el llanto sordo de ese niño que pide lo nombremos, que lo saquemos fuera de su música, que termine su réquiem, que no muera despierto en las tinieblas que soñamos.

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30 Qué lejos de mi noche las palabras; no sé cuánto les falte todavía por llenar un espacio de verdad, que no desaparezca entre las luces de una mañana falsa, siempre lejos; a veces ni las siento cuando salen a la calle sin nada que decir, cuando se pierden, solas, en su noche y no regresan hasta el otro día, casi irreconocibles, tan cansadas que se tiran al suelo, y a dormir; pero no es la mañana, se resisten a invocar la Palabra que me esconden, que me despierte y me devuelva entero a un sol desconocido, esa estrella enemiga que busco en horizontes que sólo ellas saben inventarme cuando cierran mis ojos, cuando duermo.

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31 Como si nada, todo se me vuelve la noche a punto de estallar en rosas: un sol que puja en el cercano oriente iluminando soñolientas alas de aviones que regresan a dormir con otras garzas; todavía lucha con las entrañas vueltas un nudillo tembloroso que parte, poco a poco, las luces temerosas que dibujan las nubes, edificios, las cobijas que encierran, silencioso, tu calor cansado que no quiere disiparse entre las hojas de una flor despierta, en las manos de un hombre deshojado.

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32 Pero tu cuerpo, cúmulo imposible de sendas que mis manos desconocen, yace preñado de su mismo aliento, lentísimos aromas que lo envuelven en una nube de vapores blancos cuyo rumor apenas se percibe; mas si tocara desafiante el cielo (que algunos han llamado con tu nombre), ¿qué ser humano, iluso, frenaría los cuerpos de la Furia incandescentes, a los gemidos postreros de la boca de un infierno que quisiéramos amar? Abrácenme las Furias, yo te espero.

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33 Y esto, por fin, no es nada, sino luz brutal y ciega sobre cuerpos lentos, caras que se resisten todavía a desembarazarse de su sueño, y se protegen bajo almohadas puras de cansancio que viven y respiran cada segundo de inconsciencia alegre hasta el momento en que nos vuelven cuanta pesadilla seremos y hemos sido, sólo esto: lo que somos, lo que sea de cada quien, los que no pueden nunca despertar, los que viven con los ojos abiertos, los que luchan y se mueren, los que se mueren sin luchar y encaran su más digno fracaso con los hombres, como hombres, solos, un billete viejo en la mano que pierde en todas nuestras mejores loterías; cinco números en rojo deletrean nuestro nombre, lo que queda del niño, lo nacido en sus entrañas: este día, nueva luz, ceguera infinita; en fin, un cuerpo que no olvida a su padre en las mañanas de la cocina oscura de las cinco, un plato de cereal, la radio, nada que lo empuje a ese frío que era suyo, hielo enemigo de los viejos huesos comidos por los días y sus noches,

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vivamos, pues, vivamos todos, nadie quede fuera, y abramos las ventanas al sol, a un aire nuevo que no olvide, pues el niño es el padre de los hombres, de los mendigos, huérfanos, palabras que son mendigos, huérfanos y todo lo que nunca he podido comprender.

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Por Lavista y la Arena I Qué hermosa madrugada en la Doctores. Todos los muertos nos están bailando en la noche de alcohol y compromisos más allá de la luz y su mañana. El aire cala más profundo: labios que ignoran esta Furia de vestal enloquecida, en busca de un pecado cualquiera que bautice el mío sacro. No sé por dónde iré con estos ojos imposibles: lo sé, no son los tuyos ni los míos. Ignoro, por tu vida, el rumbo que ha seguido mi ceguera hacia el futuro de una luz que enciendes por toda la Doctores y esta noche.

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II Pido tus ojos, solamente pido que tus ojos dibujen otra cara menos mía, más tuya: reconozco el miedo que le tengo a tu belleza. Porque sé que tu cara es más que sueño, más que mis dedos que imagino encima de tu espalda secreta, muy adentro; quiero verte desnuda, pero ángel. Y no espero que salgas, tal vez nunca me tendrás de respiro en tu respiro; no sabré nunca si soy yo en tu fuego, o sólo agua; y por eso, solamente, pido tus ojos, solamente pido que me mires aquí: torpe y confuso.

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III Pedí tus ojos y me diste el mundo. No tenías que hacerlo, ni siquiera mirarme muerto en vida, como cera fría que espera un fuego más profundo. Hablé del miedo y, suave, con tu boca me erigiste respiro en tu respiro. No conozco respuesta, sólo miro espacios huecos que mi mano invoca. “Aunque vengas mañana —Carlos dijo—, en tu ausencia de hoy perdí algún reino”. Mas hoy, destruido, no seré rey, no tendré corona, ni hallaré escondrijo. ¿Por qué me alzaste de ceniza, amada, si mi cuerpo de ayer se ha vuelto nada?

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IV ¿Qué diosa es ésta que traigo entre manos? Tan cerca estaba de tocar su luz que seguro llegaba al paraíso antes que Dios, mucho antes que ese Dios. Tan ciego es el camino de mis ojos que sólo abarcan el reflejo opaco de un brillo que se asfixia con los tuyos, lejos de lo que fueron estos ángeles. ¿Qué diosa es ésta que me deja un hombre, este hombre que pensó llegar más lejos, rebasar —pero en grande— su frontera? Déjame darte mi única disculpa: nunca he sabido tanto como ahora que el asesino siempre he sido yo.

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V Mientras tu cuerpo permanece inmóvil, la fuente ahoga sus colores negro y gris que emergen lejos de estos árboles y del adiós que se tortura en vilo. Hay verdes que son verdes más allá de mis ojos vacíos en la noche. La alameda, el silencio y las parejas se pierden con rumores y susurros. Esa voz que se empina en su dolor oscuro no concibe tu camisa entreabierta en mi sueño que se arrastra por las baldosas frías, y temblando corta punzante el aire con el ansia de amanecer en el calor humano.

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VI Si no vuelvo a cantar esta memoria cansada de nocturnos, los vacíos impregnados de cuerpos al vinagre, las miradas que pierdo con mis ojos; si no sé devolver todas tus lágrimas enteras con los mares que acompañan disueltos en palabras mías, muertas en mi vida, este entierro prematuro; si desconozco al hombre que me pintan, si no sé ni por dónde va el camino, si volviera a perder, si me perdiera... No espero nada de ángeles cansados, de milagros con Dios o sin los dioses; tampoco esperaré que tú me esperes.

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VII Sin embargo, los coches se desplazan, invisibles, se pierden por Lavista; El Tranvía y la Arena, pues aún no se apagan: la paz es de los justos. Doctores, caminé por la Doctores encendido de ciego y cuba libre. Dieron las cuatro y calles fatigadas me confiaron su voz con su silencio. No me arrepiento, evito explicaciones, aunque siento el dolor que te he sembrado, aunque siento el dolor que nos sembramos. Estoy aquí en la casa, no lo sabes. Yliana duerme con zapatos nuevos y su mano recorre las almohadas.

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Diez oraciones para un siglo veinte I Imposible acercarme a lo que solo respira en esta cárcel impaciente, en este futuro que podría nacer si no fuera por el sol que todo me aplasta, que me define todo hasta morir.

Imposible escapar del último entierro de estos cuerpos que aún se mueven en esta luz secreta: los cuerpos.

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II Te juro: Hay algo más que nosotros en nosotros, algo lejano y propio, imposible detrás de cada pelo, los besos que te siembro donde no puedan descubrirnos en esta seducción que alzas bandera,

el sabor de mi traje asesino.

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III Reclamas un destino por tus cuerpos, y por sentir tu sal entre mis dientes, de nuevo alcanzaré el puñal que baila en mis ojos, mi saliva reciente en tus hombros, adentro, las caderas que me encierran en el suspiro largo del deseo que clavas en el pecho de todos los reyes que he sido contigo desde cuándo.

Y no sé.

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IV Imposible llevar esta comedia al telón que no baja para nadie.

Siento mis huesos chillar como ratas en busca de un entierro menos digno.

Oh Dios, si sólo pudieras vivir, tu mentira, tan dulce…

Y mi sangre es la tuya todavía en todas mis venas, cortadas, en todas las lenguas que me devuelven imperceptible al olvido.

Tan cerca estoy de saber que no existes que amaré tus ayeres de neblina, tu boca dejará de hacerse carne y te vendré a buscar en las últimas gotas de tu pecho.

Te habré amado, y nunca estaré tan cerca de tu ausencia que no hay prisa en la muerte, no hay sangre en la mañana.

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V Veo por encima de mi final hacia la blancura de mi condena, y tú sabías que el mundo era más grande que yo, y me dejaste sólo con mis ojos: las manchas infinitas de mi túnica de ser humano.

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VI Por cada noche de embriaguez más pura, por esta lejanía tan de vaso, busco la luz que el día nunca pudo hacer pasar por soles inocentes, los latidos que brincan desde dentro de todos los vacíos: brazos incandescentes en la lluvia y las llantas que asfixian cada charco embarrado en mi cuello, aquí bajo una luz delatora de noche, inyectado de adredes y no puedo y ojalá me despedace el futuro de cualquier tranvía.

Mis costillas conocen esta lumbre, y bajo por otra calle más densa de olores. Lo sé: Hay algo más que nosotros en nosotros.

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VII Inútil parar, inútil la mano que niega el paraíso. Todo se ve en el rojo de los huesos, pero el calcio no cambia su calor de lengua en lengua, de sepultura en distante e íntima sepultura.

Quisiera decirte, a pesar de todo, que siempre he sido este vaho que te quema frío, sin luz, este vaho asesino que encubre nuestra boca, y vuelvo a los mares de tu pecho míos, río de carne, fuego de mi cuerpo que absorbe todas las palabras, que incendia todos los cuerpos.

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VIII Imposible parar: imposible, la mano inventa oscuro.

Embiste. Empuja. Soy mucho menos entre muslos tuyos que la noche. Estoy… Soy el dueño… Imposible parar, imposible la lengua que pretende abrevar en el agua de fiebre:

la lluvia que me seca desde dentro.

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IX Y yo, aquí, bajo el cuerpo de noche, me enciendo quedo escuchando tus manos rozar el brillo de tu cara espejo.

¿A caso mi cara no despide calor? ¿Acaso mi piel no sufre sed de tu boca? Ahora la quiero tanto en el valle de mis piernas… Paso hambres por tu sombra que se niega a acercar su negro al mío, porque no piensas que, afiebrada, erijo tu imagen entre sueños, no me duermo con labios abiertos por tu lengua.

Ven. Por una noche, no seré heroína; por una noche, simplemente hermosa, llenaré, simplemente, con delirio tu sueño; tu mañana, con mi fuego; de bálsamo, tu noche.

Si no me prendes con tu llama en alto, otras serán mis últimos amantes.

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X Hay tiempo.

Todavía no muere ningún sol de mañana. Esperaba encontrar todas las huellas pero ni doy con el lugar del crimen.

Busco un lugar que esté fuera del tiempo: su sentencia me alcanza inexorable y no muero.

Esto, solamente, quisiera pedir: que me des una muerte que lo sea de veras, que me tomes en brazos de tu infierno blanco.

No sé dónde he pasado tantas noches sin voz, sin cara, lengua que me diga:

Yo no soy de este mundo.

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Éxodo ¿Quién te ha puesto a ti por príncipe y juez sobre nosotros? ¿Piensas matarme como mataste al egipcio? Entonces Moisés tuvo miedo, y dijo: “Ciertamente me han descubierto…”, y huyó delante de Faraón. Éxodo, 2: 14-15 I El hambre sube por las venas, cruel, como lava encendida de su mismo líquido; fuego de la entraña, brota en pulsaciones que abren su bostezo insaciable y la dejan como túnel en lo negro, suspensa en la vorágine de su propio quejido, más intenso con las semanas y las horas: días que alimentan su noche interminable.

El hambre son tus dedos que se aprestan a tocarme y no tocan sino el hambre, el nervio enloquecido de sí mismo que brinca y se flagela hasta caerse exhausto, recubierto de su propia saliva resbalosa, de su orgasmo solo y a medias, de su muerte sorda que no muere ni nunca resucita.

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Son los puños cerrados contra el pecho, el brazo flexionado hasta parar la sangre en todo el cuerpo para hacerla gritar que basta, que no puede más.

Son las palabras que me arranco en busca de sentidos que existen para nadie. Son las monedas que dejé escondidas debajo de la alfombra con el sueño de encontrar, algún día, mi tesoro.

El hambre sube por las venas, cruel, y no deja escupir ni el aire. Hierve en las piernas, las ingles, en el pelo: Zarza en llamas, consagro tu calor porque no me abandones en camino, porque jamás tu fuego se sofoque, porque tus brazas nunca se me apaguen y nunca dejen de quemarse vivas, de consumir el hambre que me empuja al abismo tan dulce que me tiendes.

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II Y el abismo soy yo, soy mi pecado limpio, soy mi tristeza descendiendo las escaleras que no llevan nunca a la calle, a la noche, al pequeñísimo dolor que nace en las rodillas, pero que acaba en las afueras de este brazo, de la ciudad y de los pies oscuros, invisibles, que bajan lentamente a los lugares que da miedo ver de madrugada sin alcohol, sin nada que absorba tantos golpes al estómago vacío, al pecho frío de miradas que rompen los cristales del hotel.

Ojalá fuera yo de esas miradas de exangüe lentitud después del hecho, que buscan en la calle no sé qué mendigo que convierta su silencio en placer; en delicia, su amargura.

Ojalá fuera yo de vellos negros y sudorosos bajo luces tenues, bellos en su cansancio de encendida pasión que se desliza por las sábanas, por los muslos, por cuántas entrepiernas que, a fuerza de presión, se me iluminan con todo su coraje en roja espera por San Juan de Letrán y El Salvador,

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por el camión abandonado siempre con miras a la puerta de servicio.

Cuántas veces salí con estas manos oliendo a la vergüenza de tener vergüenza. Cuando miro el cielo apenas trazado de las cinco y media, pienso en la ausencia de estrellas y mujeres que caminen muy lento de los brazos de infinitos señores, elegantes cisnes negros que pronto se hundirán en las aguas más negras de esta noche, quince minutos antes del eclipse entre el sol y mis ojos deslumbrados.

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III Y el hambre vuelve por las venas, lento; crece, agoniza; en agonía crece hasta que todo es hambre, nada queda sino las contracciones que puntúan el espacio expansivo entre los muros que no contienen nada, ni siquiera la nada que rellena su vacío cada vez más aullante de ese blanco que se tiñe de sangre fugitiva, que busca cualquier vaso menos pobre, la salida oportuna hacia el desierto, otro vacío que transforme látigos en miel, pirámides en templos, hiel en leche, esposas en la libertad de conquista, de muerte y vida eternas.

No sé por dónde caminar con esta piel extranjera, dónde convencerme de que no soy el mismo que salió, dónde esconderme para verme el rostro, pedirle a Dios que me permita entrar por la buena a mi tierra prometida, dejar a Jericó, dejar vivir a la gente, guardar esta inocencia que niegan sus historias y las manos que inventaron el oro, que parieron a esclavos en sus casas y palacios, que hicieron fábricas y embutes, putas

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y diputados, todos en el nombre de la patria de dioses y los diablos que se desposan, fieles a su alianza, para comerse en los burdeles bajo protestas y subsidios y elecciones.

Cuál paraíso. Nunca quise el cielo. Amo desesperadamente cada luz que mancha lo negro de amarillo, de música, de aceite y de fantasmas que se besan discretamente en sombras detrás del Metro, a espaldas de la noche.

Esto es la vida; esto, libertad. No quiero sino el hambre que devora la grasa de lo inútil, la que limpia el plato. El hambre nos entrega duros para otro cuerpo hambriento; y al saciarse cada quien con sus hambres explosivas, nos quedamos dormidos y abrazados por el fuego que nunca nos consume, el hambre que me empuja y me subleva en tu vientre, el vacío que me colma de aullidos y palabras y silencios.

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IV Cuando caigo al abismo palpitante del susurro que inventa a nuestras bocas, de sudores que sueñan este cuerpo, de orgasmos que levantan su aleluya en vilo entre el infierno y paraísos que nunca dejaremos de olvidar, salgo a la calle a respirar su piel mojada en el recuerdo de la lluvia, esa nostalgia que, por cruel, enciende las gotas ínfimas que todavía se suspenden encima de mi pelo y empiezan a cargarme de su historia, sus naufragios y criptas clandestinas, su culpa, su pecado y esa muerte que expira y desvanece y vuelve y sube otra vez por las venas como el hambre que llena de silencios más oscuros la noche, la que enciende las sirenas de ambulancias anónimas llorando la herida de otro siglo, de otro enfermo que yace todavía con la cara abierta por sus buitres, corazón sin sangre por la sangre que se espesa en el desierto, en toda la ciudad, en mis manos manchadas para siempre, en tu cuerpo que duerme entre mis manos.

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V A veces necesito la distancia, verme desnudo y sin palabras justas que clarifiquen todos mis sentidos; a veces necesito estar oscuro, perderme sin remedio por caminos que he dispuesto a conciencia de mi engaño; a veces necesito convencerme de tantas cosas; de que cobro un sueldo feliz, de que mi ropa luce igual que ayer y de que mi hija me recuerda en sus noches de fiebre cuando siento su cuerpo desbocarse en pesadilla, cuando maldigo el día en que nací.

A veces, necesito simplemente salir, estar más lejos de mí mismo:

olvidar y olvidar y todavía…

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