Paz en la guerra de Miguel de Unamuno

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una novela; es un pucblo.» Y que el alma de mi Bilbao, flor del alma de mi Es- parto, rccoja mi alma cn sit rcgazo. MIGUEL DE U N A M U N O . Salamanca, abril ...
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PAZ

EN

LA

GUERRA

0BRA5

DEL

AUTOR

Pvbluadas en la Biblioteca RENACIMIENTO V. Pricto y Covipaiiia. Madrid. Mr Poit

RELIGION

SOLLLOQUIOS CONTRA EL

Y OTROS ENSAYCS.

TIERRAS DE Y

AQUELLO.

DE LA

SENTILLDSNTO

NIEBLA

1911. (Agotada.) E S P A N A . 1911.

DE

MUERTE.

(Cuentds.) 1913. Tercera ediciSn.

SANCHO.

TEAGICO DE LA

(NEVOLA).

ABEL SANCHEZ:

1912.

1912.

VrDA DE D O N QULJOTE Y DEL

Y

CONTERSACIONES.

ESTO Y

ESPEJO

PORTUGAL

1923.

VIDA.

(Novela.)

UNA

I-USTOIUA DE PASION.

LA TIA TULA. ( N o v e l a . )

ANDANZAS Y VTSIONTS ESPANOLAS.

En

(Novela.)

1917.

1921.

otras

1922.

yublicaciones.

(Novola.) «Colecci6u CaWus. Salamanca. 1 9 0 2 . DK MI PAIS. Descripclones, relates y articulos de costum^res. Madrid. 1903. I'OESIAS. Madrid. 1 9 0 7 . IIECUERDOS DE NINEZ Y DE MOCEDAD. Madrid. 1 9 0 8 . RCSARIO DE SONETOS I.IRICOS. Madrid. 1 9 1 1 . ENSAYOS. (Sioto volumcnes.) Madrid. 1 9 1 G - 1 S . E I . CRISTO DE VELAZQUEZ. (Poema.) Madrid. 1 9 2 0 . T R E S NOVEI.AS E J E M P L A R E S Y UN PROLOGO. Madrid. 1 9 2 0 . AMOK

Y

PEDAGOGIA.

PAISAJES.

Est a. n truducidas al itaLiano, al f ranees y al ingles Del sentivviento tr&gico de la vida; al francos el primer tomo do los Ensayos, y al italiano, Vida do Don Quijote y Sancho, El esyejo dc la muerte, Niebla, Abel S&nohez, v on preparaci6n otras.

MIGUEL

DE

UNAMUNO

P A Z EN LA GUERRA

SEGUNDA

EDICION

R E N A C I M I E N T O SAN MARCOS, 42 MADRID

ES PROPIKDAD DERECHOS RESERVADGi:-

IMPRENTA

I.AT1NA.

COVARRUBL&S,

9.—TELKFLNO

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P R O L O G O A p rimer a edicidn dc esta obrci, publiada en I8P7, hace, pves, vcintisris alios, ha ya ticmpo que sc agotd, por lo que he cle&idido dar a luz esta segunda. Y al haccrlo no he qverido reto; aria, vi pulir su estilo conforme a mi posterior mancra de escribir, ni altcrarla en lo vids mlnimo, salvo correccidn de erratas y errores dc bulto. No creo toner derecho, aliora. que me falta alio y medio para llegar a la scscntcna, para co•rregir, y mcncs rejormar, al que fut en mis moeedades de los treinta y dos afios de vida y de ensueno.

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Aqvi, en cstc libro—que es el que fuf.—cnccrrf vids • de doee afios dc trabajo; aqul recojl la. {lor y el frvlo dc mi expcricncia dc ninez y dc moredad; aqul esUt •el eco, y araso el perfume, de los vifts liondos rccvcrdos de mi vida y de la vida del pueblo en que iiad y me cri5; aqvi cstCi la revelaciOn que me fu6 la historia y con clla el arte. Esta obra es tanto como una novcla hislOriea una hitstor ia anovelada. Apcna-s hay en clla dctallc que haya inventado yo. Podria documentor sus mtis mcnudos episodios. Creo que aparte el valor literario o artlstico—mCis 'Men poQtico—que pueda tener, es hoy, en 1023, de tan-

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ta actualidad covio citando se publico. En lo que se pen-saba, se sentia, se sofiaba, se sufria y sc vivla en 1371,. euando brizabtin mis ensuenos infantiles los estallidosde las bombas carlistas, podrdn aprender no poco los mozos, y aun los maduros de hoy. En esta novela hay pinturas de paisaje y dibujo y< colorido de tiempo y de lugar. Porque despuSs he abandonado este proceder, forjando novelas juera de Ivgar y tiempo determinados, en esqueleto, a modo dc dramas intimos, y dejando para otras obras la contempla-cidn de paisajes y celajes y marinas. Asi en mis novelas Amor y pedagogia, Niebla, Abel Sanchez, La tia Tula, Tres novelas ejemplares y otras menores, no he queridodistraer al lector del relato del desarrollo dc acciones y pasiones humanas, mientras he reunido mis estudios artisticos del paisaje y el celaje en obras cspecialcs,_ como Paisajes, Por tierras de Portugal y de Esparia y Andanzas y visiones espauolas. No s6 si he acertado o no con esta diferenciacidn. Al entrcgar de nuevo al publico, o mejor a la naciOn, este libro de mi moccdad, aparecido el auo anterior al' histdrico dc 1S0S—de cuya gencracidn me dicen—este relato del mCis grandc y vius fecundo cpisodio national, lo hago con el profundo convencimiento dc que si algo dejo en la litcratura a mi patria, no ser(i esla novela. lo de mcnos valor en, cllo. Pcrmitidmc, espanoles,. que asi como Walt Whitman dijo cn :una coleccidn de sits pocmas: dEsto no es un libro; es un hombre!», diga yo dc este libro que os entrego otra vcz: . Al decir esto saboreaba la miel de sus memorias. Josefa Ignacia, aunque se los sabla ya de mennria. hallaba siempre nuevos los episodios de los siete anos, sin acabar de convencerse do que aquel santo vanjn hubiese sido un soldado do la fe, ni ver bien ba.jo sus liimnos a la paz el rescoldo del amor a la guerra. Muertos los padres y el tTo de Pedro Antonio, qucd6se este con ly. tienda, y despegailo de su aldea. No tanlo, sin embargo, que, onjaulado en su teuderete, no soiiara en ella alguna vez. Ibansele los ojos tras de las vacas que pasaban por la calle, y muchas veces, dormi-

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tando junto al brasero en las noehes de invierno, ola el reehasquido de las castanas al asarse, viendo la eadena . negra en la ahumada eoeina. Hallaba especial encanto en hablar vascuence con su mujer, cuando despues de cerrada la tienda, quedaban solos dentro de est a a contar el dinero reeaudado durante el dla y a guardarlo.

En la monotonia de su vida gozaba Pedro Antonio de la novedad de cada minuto, del deleite de hacer todos los dlas las mismas cosas, y de la plenitud de su limitaclCn. Perdlase en la sombra, pasaba inadvertido, disfrutando, dentro de su pelle.ja como el pez en el agua, la In lima intensidad de una vida de trabajo, o.icura y sileneiosa, en la realidad de si mismo, y no en la apariencia de los demas. Plula su existencia como corriente de rlo rhanso, con rumor no oldo y de que no se darla cuenta hasta que se interrumpiera. Todas las maEanas bajaba a abrir la tienda y reir saludando a los antiguos vecinos que acudlan a la misma faena; quedabase luego un rato contemplando a las aldcanas que acudlan al mercado con su vcndeja, j cruzaba cuatro palabras con las conocidas. Despues de ecliar un vistazo a la calle/siempre en feria, csperaba los sucesos de costumbre: a las nueve, los jueves, la criada de Aguirre a por las tres libras da chocolate, a las diez tal otra criada, y como novedad los compradorcs imprevistos y fortuitos, a los que no pocas veces miraba cual a intrusos. Tenia su parroquia, una verdadera parroquia, heredada de su trio en la mejor y mayor parte, y se euidaba de los parroquianos, enterandose del curso de sus enfermedades, e interesiindose en sus vicisitudes. A las criadas mismas, y sobre todo, a las que eran antiguas en casa de sus amos, tratabalas tamiltarmeute, dtodoles consejos, y cuando se constipaban, caramelos para suavizar la garganta. Comla en la trastienda, desde donde vigilaba el des-

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pacho; esperaloa en invicrno la hora de la tertulia, y conclulda esta, se recojla a la cama con ansia, a dorrair el sueiio de los nifios y de los limpios de corazdn. D u rante la semana hacia provision de ochavos, y los sabados los colocaba en el mostrador para ir dandoselos u n o a uno a los pobres que desfilaban pordioseando. Cuando el que mendigaba era algun nino afiadia al ochavo im earamelo. Amaba tiernamente a su tienducha, y era reputado de mariclo modelo, de chocliolo por sus convecinos, que mientras dejaban a sus mujeres al cuidado de las tiendas, se iban a echar el taco a los chacolfes. Sus ojos. hablan recorrido en calma aquel recinto durante anos^ dejando en cada uno de sus rinconcillos el imperceptible nimbo de un pensamiento de paz y de trabajo; en cada uno de ellos dormla el cco vagulsimo de momentos de vida olvidados de puro ser iguales todos, y todos s i lenciosos. Y porque le haclan qucrer mas el !ntirno recojimiento de su tienda, amaba los dTa^ grises y de lluvia lenta. Los de calor y luz pareclanle ostentosos e indiscretos. iQue tristeza la de las tardes de los d o mingos en verano, cuando los vecinos cerraban sus tiendas, y 61 desde la suya, abierta por ser confiterla, contemplaba en la calle silenciosa y despierta el recortado perfil de las sombras de las casas! iQu6 encanto, por el contrario, el de ver en los dlas grises caer el agua pertinaz y fina, hilo a hilo, lentamente, sintiendose 01 en tanto a cubierto y al abrigo! Josefa Ignacia ayudiibale en el despacho, cliarlaba con los parroquianos, y gozaba en la paz de su vida al ver que de nada sentla falta su marido. Todas las maCanas, con el alba, iba a misa a su parroquia, y cuando en el viejo devocionario de margcnes nuigricntas y grandes letras, libro que hablandole en vascuence, era el unico al que sabla engender, llegaba al hueco de la oraci6n en que decla que se pidiese a Dios la gracia especial que se deseara obtener, sin mover los labios, de

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vergiienza, raentalraente, haela aiios en que dla por dla, podia un hijo a Dios. Gustaba acarieiar a los nifios, cosa que inipacientaba a su rnarido.

Pedro Antonio deseaba el invierno, porque una vez unidas las noches largas a los dlas grises, y Uegadas las lloviznas tercas e inacabables, empezaba la tertulia en * la tienda. Encendido el brasero, colocaba en torno de •61 las sillas, y gobernando el fuego esperaba a los contertulios. Envueltos en rafagas de humedad y M o iban acudicndo. Llegaba el primero, soplandc, don Brnulio el indiano, uno de esos hombres que, naeidos para vivir, viven con toda su alma, que daba grandes pa=eos para poner a prueba las visagras y los fuclles, llamaba alia a America, y no dejaba pasar ano sin observar el alargarse o acortarse de los dlas, segun la estacion. Veuian luego: frotandose las manos, un antiguo companero do armas de Pedro Antonio, conoc-ido por Gambelu; limpiando, al entrar, los anteojos que se le empaflaban, don Eustaquio, ex oflcial carllsta aeojido al eonvenio de Vergara, del cual vivla; el grave don Jose Maria, quo 110 era asiduo; y, por (illimo, el cura don Pascual, primo liermano de Pedro Antonio, refrescaba la atmflsfera al •desembozarse airosamente de su manteo. Y Pedro Antonio saboreaba los soplos de don Braulio, el frote de riKinos de Gambelu, la limpia de los anteojos de don Eustaquio, la aparicion imprevista de don Jose Maria y {•I desembozo de su primo, y a las voces se quedaba mirando al reguero dc >agua quo corrla por el suelo cliorreando de los enormes paraguas que los contertulios iban de jando en un rinc6n, mientras arreglaba el con la badila la brasa ecliandolc una firma. «No tanto, no tantow, le decla don Eustaquio: mas a ol rooroabnlo ver, removida la capa do ceniza, palpitar el encendido rojor •do la brasa, y recordar entonces aqucllas ondulantes 11a-

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mas de la cocina de la easeria natal; llamas que crepitaudo, lamlan eon sus cambiantes lenguas la aliumada pared, y en euya eontemplacion se durmiera tantas noches; aquellas llamas que le liablan interesado cual seres vivos, encadenados y ansiosos de libertacl, terribles en si, y all! inofensivas. Ilablase forniado la tertulia a poco de terminal' la guerra, glosada en ella como lo fue mas tarde la que promovieron los montemolinistas en Catalufla. Comentaban los articulos en que Babnes, desde «E1 Fensamiento do la Naci6n», pedia la unifin de las dos ramas diniisticas, o refllan Gambelu y don Eustaquio acerca de lo que aquel llamaba la traiciOn, y este el convenia de Vergara. Indignose el convenido cuando el gobierno contests con terribles cireulares al ramo de oliva que ofreciera Montemolln en su maniiiesto de Bourges, y dejO que en Madrid decapitaran la imagen del pretcndiente, a quien Gambelu y el cura tachaban de liberal y de mason, encarnizandose a la vez contra los Orleans, familia de monstruos. Aseguraba don Jose Maria en tanlo, que lnglaterra estaba con alios, e insistla en el hecho de que el autdcrata, que ast llamaba al czar, nohubiera reconocido a Isabel II, y cuando Gambelu le replicaba: «y los rusos que vcnlan eran seras de carl)6n, laiiun, lair6n», sonrela el grave senor diciendose: ipero que haya hombres tan niuos! Estallo la insurrecciGn montemolinista de Catalufla; no es.casc6 el convenido de Vergara sarcasnios a cuenta de aquellos oficialcs catalanes que no liablan gozadode convenio alguno, y anini6se la tertulia con diarias peleas entre 61 y Gambelu, idGlatra de Cabrera, y que acliacaba a los ricos los males todos. La entrada dc Cabrera en Catalufla, la suerte varia de sus armas, su victoria en Avin6, su exfrafla humanidad, la uni6n de carlistas y republicanos, y el fin de la guerra dieron pabulo a la tertulia, asl como la dicron las noticias de la reveflucion italiana desencadenada contra el Papa, las

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hazanas de Garibaldi, la expediciSn espanola, y los chismes que corrlan acerca de la camisa y las llagas de Sor Patroeinio. Todo parecia desquiciarse para don Jose Maria, todo iba bien segdn don Eustaquio, y todo hacla exclamar a Pedro Antonio: —Ahora a trabajar y a vivir; basta de aventuras, que y a tenemos que contar. Josefa Ignacia hacla entre tanto media contando los puntos, y equivocandose a menudo, oyendo cosas que iban a encerrarse en su esplritu sin que de ellas se enterase. Cuando algo detenla su atenciCn distraida, suspensa la lal or, sonrela mirando al que hablaba. No siempre eran sucesos ptiblicos lo que daba pabulo a !a tertulia, sino que a menudo voMan su atencifln •a pas ados recuerdos, sobre todo don Eustaquio, el marotista, bilbaino neto y a la antigua, admirador de sus tiuenos tiempos, que 61 crefa los buenos de la villa. —iQu6 tiempos aquellos, don Eustaquio!—le decia el cura para tentarle. Y con un: «no me tire listed de la lengua», arrancaba don Eustaquio. iTiempos aquellos en que sin fabricas, ni mas puente que el viejo, con las vie.jas forjas •catalanas en la provincia, y la chanela para coniplemento del puente, era la tacita de plata un hogar, en que todos vivlan en familial iQue costumbres! Desnudan•dose en cualquier quechemarin remojaban~e los cliiquillos en la rla, frente a las casas de la Ribera, en medio de la villa. £E1 comercio? En aquella villa de dondc salieran las famosas Ordenanzas del Consulado de mar, jugaban los comerciantes al tresillo a paca de al•god6n el tanto... Y iquien no sabla la canci6n? Un gran viajero, l.ord do Inglaterra, Vi(5 nuicha tierra, Vino a Bilbao; Nuestro comersio,

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Nuestra riquesa, Nuestra grandesa, Quedo espantao. Jauja, Jauja fue del 23 al 33, mientraS mandaron ellos, los realist as, y se hicieron la Plaza Nueva, el Cementerio por el cabildo, y el Hospital por tandas que trabajaban de balde. —Entonces cay6 el 29, el afio del frlo—observaba -don Braulio. Y con un: «ya sali6 ese», scgula don Eustaquio hablando de constitucionales y progresistas, del auo 40, de las aduanas. Y cuando Pedro Antonio, escarbando el brasero, atribula su establecimiento a trabajos de los comerciantes grandes, perjudicados por el contrabando de los chicos, exclamaba el convenido: —Callate, hombre, caDate; parece mentira que hayas servido a la Causa... i.Te atreveras a defender aque11a progresistada? iTe atreveras a defender a Espartero? il-Iasta seras capaz de defender las barbaridades •de Barea...! —iPor Dios, Eustaquio...! —Te digo y te dii'6 siempre que aquello fu6 el acab6se... me rlo yo dc los progresistas de ahora... E n tonces, fljese usted bien, don Pascual, entonces aqul, aqui mismo, por estas mismas calles, en el mismlsimo Bilbao, cantaban «abajo las cadenas y degollina a los frailes». Lo ol yo, yo mismo. Y derribaban iglesias... ban derribado hasta la torre de San Francisco... Desdc cl ano dc la revoluci6n, el 33, todo anda mal... — i Y el convenio? —iQu6 convenio ni qu6 clianfaina! Estos liberalcs de ahora... i.estos? no sirven para nada... Callate, Pedro, callate... —No volveremos ya a ver—anadfa Gambelu—otra inatanza de frailes... no tienen estos el coraje de aqucUris... no valen....

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—Esto va cada vez a peor... —IQue le hemos de hacer! Mientras vivamos en paz ivaya todo por Dios!—conclula a modo de moraleja Pedro Antonio. Saeaba don Braulio el re!6, y al esclamar: cSefiores, las diez y media», empezaba la desbandada. A las veeesr cuando llovla, esperaban a que escampase un poeo, prolongando un rato el palique mientras a Pedro Antoniole amagaba el sueHo. DescargG la gran tormenta revolucionaria del 48, y el socialisms alz6 cabeza. El cura se preocupaba de la cuestiOn italiana, y discutla de ella irritado por la falta de contradictor. Los sucesos gordos se precipitaban; el Papa huy6 de Roma, y erigi6se en ella la republica; en Francia pasaban por sangrieutas jornadas. Josefa Ignacia abrla mucho los ojos, suspendiendo la labor, al oir hablar de liombres que no creen ni aun en Dios, y volvla a dormitar en su trabajo, murmurando algo entre dicntes. Pedro Antonio deleitabase en secrcto con las truculentas noticias del ramalazo social, con el lapado deleite del que viendo desde junto al brasero, al travfis de la vidriera, deseargar la ventisca, conipadece al pobre caminante. Cuando reunla unos ahorrilios, Ibase al Banco con ellos, y cntonces pensaba cn lo que seria si tuviese un hijo a quien dejarselos. Una de aquellas noches del 49, cuando aeabada la tertulia se qucdaron marido y mujer a contar y guardar las gananeias del dla, la pobre Pcpiiiasi, balbuciente y encarnada, dijo algo a su Peru Anton, difile a este el cora'/Gn un vuelco, abraz6 a su mujer, y exclamS con lilgrimas en los ojos: «isea todo por Dios!» En Jumodel ano siguiente tuvieron un hijo, a quien llamaron Ignacio, y don Pascual fu6 desde cntonces cl tfo Pascual.

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Los primeros meses se encontrfi Pedro Antonio como desorientado ante aquel pobre niiio tardfo, a quien un aire colado, una indigestion, un nada invisible que viene sin saberse como ni de ddnde, podrla matar. Al retirarse por las noches inclinaba su oldo sobre la carita del nino para oirle respirar. Tomabale en brazos rauchas veces, y le contemplaba exclamando: «iQue buen soldado hubieras lieclio...! Pero gracias a Dios vivimos en paz... ea... ea,... ea!» Mas nunca le pasd por las mientes besar al chiquitln. Propflsose educar a su hijo en la sencilla rigidcz caidlica, y a la antigua espanola, ayudado de su primo el cura, y todo ello se redujo a que besara la mano a sus padres al acostarse y levantarse, y a que no aprendiesea tutearlos, costumbre nefanda, hija de la revolueion segfln el tio, que se encargCS de inculear en el sobrinillo el santo temor de Dios. Y buena falta liacla, porque iban poui6ndose los tiempos imposibles, y empezaba Pedro Antonio a mirar al porvenir del mundo. El atentado del cura Merinocontra la rein a, y los comentarios del t!o Pascual a tal suceso, dejaron lionda huella en el chocolatero, que creia ver a Lucifer, disfrazado de cura, saliendo sigilosamente, y durante la noche, del Valle Invisible para pervertir al mundo. Estos sus primeros anos modelaron el leclio del esplritu virgen de Ignacio, y las impresiones en ellos rocibidas fueron mas tarde el alma de su alma. Como sus padres vivian todo el dla en la tienda, apenas paraba en casa, a la que rara vez subla mils que a acostarse. Su casa era la calle que desembocaba en el mercado, teniendo limitado su liorizonte por las niontanas fronteras. Viejas casas, ventrudas no pocas, de balcones de madera y asimetricos huecos, casas en que pare2

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clan liaber dejado su huella los afanes de las familias, de largos aleros volantes, formaban la calle estreclia. larga y s mbrla. No lejos el ancho soportal de Santiago, el simoiitorio o cemeuterio, donde en dlaj de llu\ ia se reunlan loS cliiquillos, cuyas voces frescas resonabaa en la b5veda. La calle adusta, cortada por angostos cantones de sombra. la calle que parecla un ttinel cubierto por un pedazo de cielo, gris de ordinario, parecla •alegrarse al sentir a loa cliiquillos corriendola y cbillando. Ni era triste por dentro, pues sus tiendas ostentaban al exterior todo un caleidoscopio de boiuas, fajas, elasticos, de vivos colores todo ello, yugos, zapatos, colgado todo el genero para que los aldeanos lo tocaran y retocaran. Era una perpetua feria, y los doraingos bandadas de campesinos la cruzaban por medio, yendo y viniendo, parandose a contemplar el genero, regateandolo, haciendo como que se iban para volver luego a pagar y tomarlo. Entre ellos, burlandolos no pocas veces, se cri6 Ignacio. Tenlan los chicuelos su calendario especial de diversiones, segfln la estaci6n y epoca del aiio, segQn el ticinpo; desde los molinillos que armaban en la corriente llovcdiza del centro de la calle los dlas de chaparrfin, liasta el espectaculo imponcnte, por la octava del Corpus, de contemplar a los trompeteros de la villa, con sus casacas rojas, dar desde los balcones de la Casa Consistorial, al aire del crcpfisculo moribundo, sus notas largas y solenines. El amigote de la niiiez de Ignacio, su inseparable, era Juanito Arana, hi,jo de don Juan Arana, do la casa Arana Hermanos, un liberalote de tomo v lomo.

El fundador de la casa Arana, don Jose Maria de Arana, lialna sido un pobre sastre diligente y no tonto, que con algunos ahorrillos sacados a su sudor liabla traficado en goneros coloniales, pidiendo pequciias re-

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jiicsns quo vcnlan en earga general, o agregadas a los •grandes cargamentos de las casas fuertes del comercio de la villa. Tras de la sastreria habla tenido el ahnacen, y solla dejar la sisa, soplandose los dedos, para despa• cliar bacalao. Declase que habiendosele escapade en •cierta ocasion algunos ceros de mas al hacer un pedido, hubo de creer en su perdieiSn al encontrarse con todo un buque de carga consignada a n Tomos!—exclamaba Pedro Antonio—. Le mataron entre 1111 fraile y un medico vendidos a la masonerla. . La masonerla era para el antiguo soldado de don Carlos el poder oculto de toda maquinaciSn tenebrosa,

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la explicaciGn del fraeaso de la Causa santa, porque no habiendo poder alguno manifesto a toda luz que le pareciese capaz de tal triunfo, acudla a lo deseonocido y misterioso, creando una divinidad diablcs silenciosos no dan fresco. Trcpaban las montaQas apartandose de los genderos, agarrfl.ndose a las j'erbas, entre argoma, aspirando su tibio olor, y el del brezo y el helecho. Entercabanse en trepar, sin apenas tomar aliento; llegaban a la cima, pesarosos de que no hubiese otra mas alta all! cerca, y se espatarraban en el suelo, boca arriba, sobre la yerba, mirando al cielo, y dejando correr el sudor al aire libre, aire del monte, aire del cielo, envuelto algu11a vez en girones de niebla. Sentian el placer do sudar,

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y como si con ello se les fueran los malos humores de la calle, y se renovaran por dentro. En inmenso panorama desplegabanse a sus ojos en vasta eongregacifin los gigantes de Vizcaya, y alguna vez asentandose a su.s pies la niebla, cubrla el valle como mar fantastieo de indefinida superfieie vaga, de que sobresallan cual islotes las •cimas de los montes, y en cuyo fondo de mar etereo y vaporoso, se vislumbraba a Bilbao cual ciudad sumergida. Bajaban orgullosos de haber vencido al moute, entrando a tomar un euenco de leclie o un vaso de chacoll en cualquiera de aquellas caserlas en que se vela, pegada con engrudo en el portal6n, una estampa piadosa, ahumada y mugrienta. Tramaban alii conversaci6n con •el casero, a quien dirigla Juan Jos6 un sin fin de p r c guntas, empenado en demostrarle interns. Por este tiempo molestabanle a Ignaeio las visitas, evitaba encontrarse en la calle senoritas conocidas, p o nlase rojo para saludar a Rafaela, ya pollita, y con la que tantas veces habla jugado de nino. Reliusaba ir de paseo por el Campo del Volantin, como los lechuguinos, decla. AficionCse a la pelota, a la que jugaba mucho y bien, lmci6ndolo por las tardes, antes de cntrar al escritorio, y poniendo en ello toda su alma. Desafiaba a "todos, echaba roncas ostentando los clavos de la mano, y haciendo que le tentaran los callos. Mas no todos los dias podia ,iugar ni trepar montes, pues habla que esperar para esto a los domingos, que se mojaban a menu do. Y en estas tardes de Uuvia, bajo •el cielo plomizo por el que corrlan nubarrones negros, no les qucdaba otro remedio que meterse a un chacoll; a jugar al mus, a merendar y a alborotar. A las meriendas iban el y Juan Josfi con Juanito Arana y otros, entre ellos un tal Rafael, a quien Ignaeio "no podia aguant'ar, porque despui§s de haber bebido, les •enjaretaba versos y mis versos, hici6ranle o no caso. Eran recitados de Espronceda, de Zorrilla, del duque

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de Rivas, de Nicor.iedes Pastor Diaz, versos de cadencias tamborilescas, que recitaba Rafael con machaeante hinchazon, ecos tardl> s de aquella revolution literaria que estallara en Madrid, y que mientras en el Norte se batlan eristinos v carlistas, hacla se batieran en los teatros de la corte romanticos y clasicos. A11I, en el chacoll, cliarlaban de todo. Rafael llenaba hasta la mitad el vaso acampanado, miraba a su traves el sol para juzgar del color y claridad del llquido, y lo apuraba luego de un trago, quedandose eabizbajo y como quicn medita. Al final de la merienda Juan Jose se ponla a fumar pidiendo la baraja, Ignaeio bromeaba con la criada, a la que manoseaba Juanito, y Rafael declamaba: Dadme vino, en el se ahoguen Mis recuerdos, aturdida Sin sentir huya la vida, Paz me traiga el ataud... - Asl dieren fuego al escritorio!—exclamaba eio, como moraleja de la tarde de expansion.

Igna-

Era un domingo de primavera. Una violenta nortada manchaba el ciclo de la villa con nubarrones negros, que corrlan como desesperados; a ratos diluviaba chaparrdn y a ratos llovla gota a got'a. Ignaeio y sus companeros fueronse a un chacoll donde merendaron fuerte, gritaron, disputaron y cantaron liasta cnronquocerse. Ignaeio no quitaba ojo de la moza (jiie les servla sintiendose desasoscgado, irritado contra si mismo. Rind con Juanito acerca de polltica, y como al salir del chacoll afln sobrase tarde, decidieron a ddnde hablan de ir, mientras Ignaeio callalm, presa de palpitaeiones, y Rafael, disintiendo del aeuerdo, s e fu6 recitando:

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Que en un mar de lava hirviente Mi cabeza siento arder... Ignacio habla oldo aquella tarde con una complacencia, desusada en el, los versos del romantico, hablale halagado su sonsonete, mientras se comla con los ojos a la moza de servicio. Vela todo confuso, pareclale que circulaba el vino por su cabeza, sintiendo ganas de vomitarlo, y con el la sangre. Y as! rod6 con sus compafieros al cuchitril sofocante, donde por primera vez conoci6 el pecado de la came. Al salir y sentir el fresco •de la calle, y ver las gentes que pasaban, sintio vergiienza, mir6 a Juanito, se acord6 de pronto de Rafaela, y todo rojo se dijo: «ique he hecho?» Roto dc una vez el dique, su sangre se despefifi sin que olvidara ya el camino, empczando para el un perTodo de desahogos carnales. Las comilonas fueron desde entonces regulares, y a las veces tras las comilonas el vomitarlas en sucios retiros. Pero no siempre, porquc muchas veces se retiraba a casa, cenalm muy poco v daba mil vueltas en la cama, inquieto, pesaroso do no haber concluldo la tarde en el burdel, con ansia de correr a el, y conciente al a vez de la irritaciSn que •contra si mismo sentla al volver de tales lugares. Cuando, despues de haber entrado en csta vida, lo lleg6 la confesi6n de turno, verdaderamente contrito y avergonzado, confuso y balbuciente, coul'es6 su pecndo, sorprendiendose luego de la naturalidad con que el confesor le oy6, y de la poca importancla que le concediera. Esto le aquietfi, la sangre volviCi a empujarle, cedi6 tras brevlsima lucha de puro aparato eseenico interior, y acostumbrado a confcsarse y a arrepentirse siempre del pecado vie jo. Asl como, sano de cuerpo, no habla sentido hasta • entonccs los latidos del corazon, tampoco. sano de esplritu, habla sentido jamas las palpitaciones de la con-

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ciencia: mas ahora despertabanle dolorosamente unos y otras. Ilabla vivido sin sentir la vida, con el corazdn. abierto al aire y a la luz del cielo, pero ahora no se dormla en cuanto se acostaba; quemabanle las sabanas a las veces. Irritabale el modo como Juanito y sus dermis compaCeros trataban a las mujerzuelas; a 61 le habla ablandado la primera con que peed, le crela una vlctima, 3' o!a ya con deleite los recitados lacrimosos de Rafael, llenos no pocos de condescendencia para con las mujeres caldas.

Una noche llamd Pedro Antonio a su liijo, le interrogC oblig&ndole a que le confesara todo de piano, y el padre, avergonzado, no tuvo fuerzas para reprender al hi,jo. Pedro Antonio murmuraba: Cos as de la edadi Dios mlo, c6mo estan los tiempos...! Vigilare... Pero en su temperamento 110 me extrana, hasta que se case... iCon tal que no pierda el alma! Cuando la pobre madre supo algo de lo que pasaba, llord en silencio, y al verie los ojos enrojecidos, eneerrdso Ignacio en su cuarto para llorar tambien. Josefa Ignacia no hacla sino dar vueltas en su cabeza al demonio de coiorete y zapatos bajos, que muestran medias rojas, tal como le habla visto de pic, a la pucrta de una de aquellas casas, un dia en que fu6 a visitar a una amiga quo vivla hacia aquellos barrios. Llevaba clavada en la inemoria la mirada vidriosa y de un brillo lflgubre. Una de estas noches, estando c-on el tlo Paseual el matrimonio, lc enteraron de los Qltimos pasos del muchacho. El extra se call6 al pronto, y al poco rato les cv^javcW una homilia casera, rcpitietid'>les que calafatearan y embrearan la cabeza del chico para evitarle niortales corrientes de impiedad, que le apartaran de Juanito Arana, que aquello otro pasarta, porque era s61c

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un ardor de la sangre, y que lo temible era la soberhia del esplritu. Se encargo, por fin, de lunar al tobrino por su euenta, de dirigirlo y amonesiarlo. Pedro ^Antonio se acostfi mas tranquib, algo repuesto de su estupor y murmurando: *iVaya todo por Dios!s> Su mujer qued6 mas a oseuras que nunea de aquello de la soberbia del esplritu, entreviendo, por el contrario. en la eoncupisceneia de la earne el misterio de iniquidad, y temblando azogada ante la imagen de extrafias dolencias que vienen sin aviso y matan con verguenza, convirtiendo al cuerpo en asqueroso cadaver viviente. Como la infeliz tenia don de lagrimas, lloraba a cada paso, pidiendo a Dios que librara a su liijo de la c a m e y del esplritu, de la soberbia y de la concupiscencia, y sobre todo de aquella mirada vidriosa y de brillo lugubre. Redoblfi los cuidados a su hijo; iba a ver, cuando 6s te dormi a, si se habla destapado, repetlale «euldate r abrlgate bien; no te levantes todavla si 110 te sientes bien, y mandare recado a Aguirre». En la mesa le instaba a repetir los platos. RebrohVbale la ternura de los primeros afios de madre. Tales mimos y cuidados eran la vergtienza de Ignaeio; su torcedor.

Entonces tom6 el tio Tascual a su sobrino de su cuenta, llevCle consigo dc paseo alguna que otra vez para mejor aleccionarle. Querlale cuanto 61 podia querer segfln la came, pcro sobrc todo se empenaba en formar sus ideas, consideriindole como a materia de edueaeifin. Las ideas, lazo social, eran a sus ojos todo; j a mais le ocurriC mirar a un hombre por mas adentro ni ver en el otra cosa que un miembro de la Iglesia o 1111 extrano a ella. Reprendla a su sobrino los pecados carnales con razones de prudencia humana, a la vez que se esforzaba por eonfirmarle en la fe de sus padres. Todo lo que lela en Aparisi Guijarro, que por eierto 6nfasis nebuloso gustaba a aquel hombre de ideas fijas, todo

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e!lo se lo repetla a Ignaeio, que lo ola embebecido, pensando en Cabrera mientras el tio le decla que el carlismo es la afirmacion, y que como la serpiente infernal prometi6 a nuestro primeros padres que habrfan de ser como dioses, asl el liberalismo nos promete hacernos reyes, para que luego Dios, como a Nabucodonosor, nos convierta en bestias. Lo que sobre todo inspiraba el tio Pascual a su sobrino era desprecio a los liberales, por testarudos, por ignorantes, por c-obardes. De tal modo le removid el cspiritu, y predicdle tanto contra los respetos humanos, que empczd £n Ignaeio un periodo de intensa ostentacidn religiosa. Iba con liacha en casi todas las proeesiones; go^abase en desafiar los respetos humanos, dispuesto a darse de mo.jiconcs con quien dc ello se le burlara; saludaba a los sacerdotes todos, besando la mano a los conocidos; descubrlase al pasar frente a los templos, y ante el viatico hincaba en ticrra las dos rodillas, con mas ahinco cuanta mas gente se lo viera. Repetla en ocasidn y fuera de clla que era cat61ico apostdlico romano y carlista a ' macho y martillo, y a mucha houra. Pero su sangre no habla olvidado el camino del pec-ado; y alguna vcz, despu6s dc liaber rccorrido las ca1 los por la manana, hacha en mano, desafiando los respetos de csta socicdad cobarde, excitado por tanto, Ibasc al anochecer a hartar la carne. Y al ver una vez que la mujerzuela se santiguaba por un trueno, anuddsele la garganta, y cuando le rid el cseapulario, acordandosc de paso tie las melopcas de Rafael, sintid un santo orgullo por la tierra bendita, donde cireuTfe, como en la «ncina, una savia sana ba.jo el mu6rdago. iPobre mujer! iera vizcalna!, vlctima dc algfln negro sin duda. Cuando Juanito Arana le echaba'en cara su flaqueza lt'spondla: —Puedo ser un calavera, hasta un perdido si quieres, sin dejar dc ser catdlico... Soy 'de carne y hueso, pero la fe...

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Quedabale aun tiempo para arrepentirse do veras, porque Dios s61o abandona a los soberbios que no lo creen. Esto pensaba recordando aquellos ejemplos do empedernidos pecadores que conservaron siempre la costumbre, adquirida en la ninez, de rezar una jaculatoria a Maria Santlsima al acostarse, aunque lo hicieran maquinalmente y sonolientos, y a los CUM los asisti6 y salvo en sus ultimos momentos la Virgen. •xSi yo 110 ereyera en el infierno, ique serla de ml?», pen;aba, cnorgulieciendose, porque a sus ojos el calavera creyonto era un ser caballeresc-o. un prodigo del tesoro espiritual, a quien no sabe apreciar nuestra sociedad avara. lijera y cobardc. De tal manera traducla libreniente las ' homilias de su tlo. La carne de Ignacio, amodorrada cn cl pecado, no hostigaba al csplritu, dejandole dormir virgen cn su fe. A ralz de una confesiSn, se prometla no eeder; poco despues hacerlo tan solo por higiene, por evitar mayores males y vicios mas l'eos; y una vez caldo, se consolaba con su fe. Cuando sus padres sospecharon que no so habla curado, aeudieron alarmados al tlo Pascual. La madre lloraba y el padre meditaba, sin saber en qu6. El cura le.s dijo: —Vere de poner reined io, y algo creo se ha conseguido ya... Cuando se case sentara cabeza, y de.senganado, se acojera a puerto seguro, a trabajar por la fo, que es lo que ahora liaee falta. No todos pueden sor unos Gonzagas... Malo es esto, procuraremos cl remodio, pero serla poor que le diera por otra cosa, como al mocoso de Arana... Hay que distinguir do tiempos, Perico... Muclio cuidado, si, pero no puedes obligarle a que se retire a la oraciCn a casa: hay males casi inevitables... Cucsti6n de paciencia y tino ol curarlos... Cuidado, que no por esto voy a liacer la apoteosis del vicio, como esos escritores franeeses sin pudor ni fe... franceses al caix>...

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Despues eojiG por su cuenta a su sobrino, y al verle bajar la .cabeza avergonzado, le dijo: —iPide fuerzas a Dios... que adn tienes buen fondo! Le echo un sermoncito, instdle a perseverar en la fe,. y para distraerle le hizo entrar en el casino carlista.

La f e de Ignacio se confirmaba. No entendla de filosoflas ni enredos, ni se inetla en honduras jamas; hablanle presentado cerrado el libro de los siete sellos, y sin abrirlo, crey6 en el. Decla discutdendo con Juanito y Rafael que a el le dieran ateos rabiosos, librepensadores desenfrenados, demagogos fanaticos, que de no ser catdlico carlista, seria ateo y petrolero, porque los peores eran los mansos, los moderados... itlsicos! No crela en la virtud del inerSdulo, cuando mas hipocresla pura o soberbia satdnica, ni creia que haya ateos ni muchachos que a los 17 anos no hayan hecho cosas feas. —Ahl le tienes a Pachico, que es incredulo, y se pasa de formal... —Ese es un chiflado a quienes los masones le ban vuelto el juicio... Ese, aunque diga otra cosa, cree... Ya le veras ir todos los dlas a misa... —Si 61 te oyera ya s6 lo que te responderla; que con los aSos se enfrla la sangre, pero se endurece la cabeza... Nunca la cortedad de Ignacio ante los extranos f u e mayor que en esta 6poca, ni nunca le habla dado tanta vergiienza de encontrarse en la calle a Rafaela, y tener quo saludarla.

Coincidi6 el que la mujerzuela que fascinara a Ignacio se ausentase de la villa, con que el cansancio y el tlo Pascual hubiesen obrado sobre 61, y entonces volvif), con el buen tiempo, a sus autiguas correrlas por los moutes, que le daban paz. Envolvlale en ellos la cabna

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del eampo, mientras de la tierra tibia y verde parecta. subir un balsamo que le curaba del vaho de la calle, vaho de alientos humanos cargados de sucios deseos y de indecentes suspires. Reunlanse los eompafieros de siempre y buscabanchacolles lejanos y romerlas remotas. Algunos domingos iban a comer a la aldea, cosa que 110 desagradaba a Pedro Antonio y su mujer, que creian distraerTa eso a Ignaeio. Despues de comer copiosamente eclulbanse en el suelo, sobre la yerba, y contemplaban el campo charlando. Al caer de la tarde tomaban camino de vuelta. Puesto cl sol, se dilula la luz en la sombra, y Ins montanas del fondo se recortaban azuladas en ol cielo bianco. Era a la hora de la oracifin, en que descansa la vista en el dulce derretimiento de los colores, v se avivan el' oido y el olfato, para recojer 6ste los aromas que snbon envueltos en el frescor que precede a la noche, y aqurl, algtin que otro ladrido, o el chillido de algGn chiquillo, que como voces del mismo valle llegan cubiertos por el chirriar de las cliicliarras. Sollan volver por caminos de la montana. Poco a poco iba todo oscurcciendose. Ignaeio, sin conciencia de si mismo, dejAbase penetrar por las voces del valle. Enajenado en lo que le rodeaba, con el alma fuera y abierta al fluir de las impresiones fugitivas, asistla al desfile por ella de pilas de trigo, de gritos infantiles que saltan recortados del valle, sin las resonancias que los empanan en un recinto, de los inm6viles arboles. Ya era un aldeano que apoyado en su laya les miraba desde la orilla del camino, ya otro que al cruzar les saludaba lentamente, ya velan a lo lcjos el humo azul de una caserla, vacas que pastaban mansa.mente sin levantar cabeza, lo Oltimo, en fin, que se le ponla delante sobre el fondo calmoso del anochecer. Todos los expedicionarios iban callando, absortas en la caminata, cuando al oir unas lejanas campanadas y descubrirse un aldeano a rezar, exclamaba Rafael:

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Ese vago rumor que rasga el viento Es el son funeral de una eampana... Y entonees se alzaba vibrante la voz de Juan Jose •cantando: Au...au...aupa! que el eampanero Las oraciones ay! va a toear Ay end! yo me muero Maitia, maitia, ven aca... Y al oiiio romplan t'odos a can tar siguiendole: Aunque la oraci6n suene Yo no me voy de aqui, La del panuelo rojo, Loco me ha vuelto a ml... Y Rafael sostenla la nota en planidero tr6molo, mirando a lo alto y puesta la mano sobre el corazdn* Al divlsar desde lo alto el estrellado de los farolillos sobre el fondo negro de Bilbao, uno de el los. sin dejar de can tar, lo senalaba con el dedo a los denias. Las cadencias del zortzico, sus notas que pareclaa danzar una danza solemne, cubrtan las voces del campo. Dentro de las calles de la villa bajaban el tono, mientras .junto a • olios los verdaderos hijos del pueblo se desgafiifcaban cnnturreando por medio de cllas para atraer la atenciCn de los transeuntJes y ser objcto dc la curios id ?d piiblica. Llegaba Ignaeio a casa, y se acostaba diciendose: maBana escritorio, imaldito escritorio! Estas expediciones daban paz a su esplritu turbulento, y le aquietaban para toda la semana, desalic.gando su alma en aquellos cantos. Amaba el canto mas bien que la mfisica; gozaba en dar su voz al viento, era un •cliorro dc energla que le aliviaba el alma.

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Las audacias de pensamiento y expresidn de Juanito eran tales que Ilego a saberlas su padre y para catinar las inquietudes de dofia ilicaela sobre todo, vi6se preeisado a llamarle aparte para reprenderle por cllo. Tenia a la religion, por su parte, aun sin darse de ello clara euenta, eual una economla a lo diviin, en que se trataba de resolver el gran negoeio de nuestra s-dvaciSn econ6micamente, obteniendo la mayor felicidad eterna posible a eosta de la menor mortifieacifin temporal que se pudiera; cumplir y bastaba; la puntualidad era la garantla del credito. Una vez frente a su liijo dljole que sabla sus tonterlas pero que habla callado por prudencia, mas como la cosa iba a mayores ya, velase obligado a llamarle al oiden; que no pocos le vituperaban el c6mo educaba a su hijo, sin faltar quien le culpara a 61 de tales doctrinas. —Tu eres joven aun y no conoces el pueblo en que vives. Cuando tengas mis anos, pensaras de olra manera. Hay que saber vivir, y aqul el manifestar esas ideas no hara mas que perjudicarte... y adenitis, inodo perdei'iis la cal»za sin sacar cosa de provecho. Mira a los ingleses, un pueblo pr&ctico si los hay; all! cada cual practica su eulto y tieno el buen gusto do 110 disputar por cllo; y no como aqul, en esta ])obre Espana. iClaro esta! Un pats como el nuestro, donde forman mayor!a los que no saben leer... Demos a Dios gracias por habernos hecho nacer en la religion verdadera y dejemos a los curas el cuidado de estudiarla... iOjala se-

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atuvieran a ello! TQ atiende a lo que debes atender, sin meterte en carnisa de once varas. Quien mas qui6n menos, todos hemos pasado por iu edad... Con que no vuelvas a dar motivo de queja... Dicho esto, fuese don Juan a velar por la fortuna de la casa, satisfecho de su sensatez, mientras el hijo que(10 diciendose: «iVaya unas teorlas! Estos o son memos O...T> Y muy bajito, muy bajito, para no avergonzarle del todo, le dijo una voz interior: «iBah! Si asl no fu&se, no habrla hecho acaso la fortunita que has de lieredar un dla, cuando 61 muera.a

Gambelu se recrealm con las proclamas revolueionarias que desde cl verano del G7 hablan empczada a h n zar Prim, Baldrich, y Topete. Habldbase on ellas del despotismo oficinesco, se ofrccla la aboliciOn do eonsumos y dc quintas, reduccifln de contribuciones, conservaciGn de grados, ascenso a los jefes y oficiales que secundaran la causa, y licencia absoluta despues del triunfo a los soldados. Conclulan llamando ia las armos! Haclale singular gracia todo aquello de que nada hay mas perjudicial que los motines, ni nada mfts santo que las revoluciones, el lema de Baldrich iabajo lo existente!, y sobre todo lo de que no tuvieran mils que un propCsito, la lucha. «Asl son los liberates—decla el cura—, destruir por destruir.i> —Mira, Pcrico—dccTa Gambelu a Pedro Antonio— esto de que «destruir cn medio del estruendo es la misi6n de las revoluciones armadas^ es divine; lo del estruendo sobre todo... A esto dice don Jose Maria con misterio que Prim no comprende las dcstrucciones silenciosas... En la tertulia de fines del 07 hablase comentado la noticja do que los revolueionarios lnibieran ofrecido al joven Carlos la corona de Espafla, para hacerle rey constitucional, con la sancifin revolucionaria que acla-

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niara su legitimidad inediante el sufragio universal, 110ticia que provoeo agrias diseusiones entre los contertulios, mientras Pedro Antonio esearbaba el brasero, p a reeiendole indiferente en si todo aquello, mero tenia de disputas divertidas. A Gambelu le entusiasmaba que los progresistas desearan el eoneurso de Cabrera, y ni aim el eura lo vala eon malos ojos, porque guard aba su odio para los moderados. Algunas noches acudia don •Jose Maria, estabase un rato, enareaba la eejas, movla la cabeza, se levantaba bruseamente, dieiendo: «ivaya, tengo que liacer!», se salia para irse a dormir. —iVaya con Dios!—le decla don Eustaquio; y as! que liabia sal'ido exclamaba: imajadero! Entraron en el 6S impacientes, irritado el cura porque no acababa de llegar la tan cacareada Gorda. Olase de vez en cuando que aca o alia liabia aparecido una partida; restringida la prensa, succdid la clandestina a la legal. De la rein a y su palacio contabanse atroces aborainaciones, que haclan exclamar a don Eustaquio: «ipobre senora!», sintiendo hacia ella una companion protectora, al estimarse uno de aquellos a quienes debla el trono. Don Braulio, dueno de una pequena iinea -en Castilla, se preocupaba de que era alio sin cosecha, en que 110 habrla de cojerse un grano de trigo, cos a que regocijaba al cura, aun sin 61 quercrlo. STablaban del cl6ficit, y tomaron a mal agiiero la muerte de Nnrvaez. Cuando don Jose Maria anuncid la magna reunidn carlista, especie dc Consejo del clero, la grandcza y el pueblo todo espauol, reunion que, presidida por don Carlos, iba a celebrarse en Londres, en obsequio a Cabrera, enfermo, e imposibilitado dc ir a Gratz, residencia del joven pretendiente, exclamd Pedro Antonio: «iVaya por Dios! iSi viviera don. Tomas!...» A lo que contestd Gambelu: «iAt!n tenemos a Cabrera!» V anadid don Jose Maria: «iSe trata dc salvar a la patria de •un 93 espaiiol!» —iQue es eso?—preguntd Gambelu.

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Y cuando se lo hubieron explicado quedo-e desean— do un 93, porque querla ver c6mo liabrlan de caiubiar las eosas, que eran ya muy vie.jas y muy conocidas. Recordaba los tiempos aquellos en que ola gritar por las calles «imueran los frailes!», tiempos de vigor. Impacientiibase cl tio Pascual por el result ado de la reuni6n de Londres, y del deportam'iento a Cauarias de los generales, y repetia a Pedro Antonio que en Austria ve.jaban a la religi6n, que el Papa era vlctima del furor revolucionario, y que Rusia persegula a los cat6licos. Rccreabase en su interior, olfateando vientos de tempestad, tiempos de lucha y de deslinde de campos. Sfipose por fin haber tenido lugar el Conse.ja, que Cabrera no asisti6 a 61 por habersele abierto las hericlas del 48, y que fue recibido don Carlos al grito da civiva el rey!» Dejclase que el viejo caudillo iba a ponerse al frente del partido, y que iban a expiar sus pecados el trono, la aristocracia, la indtistria y el comercio. —Todos, todos ellos han contribuldo al desquiciamicnto—aseguraba el cura. —Iremos a las urnas—afiadla don Jo»s6 Maria- - , nos utezelaremos en estas revueltas de la politica bullauguera y parlamentaria, y luego...

Ignaeio estaba inquieto porque no ola hablar mas K

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terio de la Gobernacion, y en medio del estruendo quedo en pie lo existente. Al saber el 29 Pedro Antonio que la reina habla huldo de San Sebastian a Francia, reeordfi los sangriantos siete aiios, cuando dona Isabel era una nina adorada y exclamando: ipobre senora!, sinti6 que se habla rolo el pacto de Vergara. Ignacio se ech6 a la calle a ver lo que pasaba. Un tenienta de carabineros, y un par de militares gritaban •en la segunda fila de los bancos del Arenal «iviva la liter-tad! iAbajo los Borbones!» En el Suizo entraba y salla gente, discutiendose mucliO en corrillos. Entonccs sintiO Ignacio un apretdn, y oyo la voz de Juanito que exclamaba alegremente: cAhora se respirab El aire estaba igual que siempre. Se sacfl la musica y rccorri6 las calles de la villa tocando el himno de Riego, precedida de una banda de chiquillos. Aquellas notas despertaban un mundo en algunos viejos, y haclan retozar el alma a los chicuelos. Cuando la mGsica pas eon la cabeza, labor mas dura que la del campo. Era su tema l'avorito, porque le costaba mucho pensar, pero> not.aba.se desde luego que lo exponia eual leccidn aprendida, reservandose siempre su prop io pensamienlo, informulado para 61 mismo. Calliibase luego, y mientras Ignaeio sentia que le entraba en el alma, dulce como la leche, el campo preiiado de reposo, Domingo, dando largas chupadas a su pipa, saciaba su vista en la vaea, acariciandola eon la mirad a. Porque la vaea le daba crla, ledia abono y trabajo, era su providencia y su orgullo. (Jon una prestada habia cmpezado a vivir, y otra que \endld, con su crla, en la feria de Basilrto, le did 10 duros, en oro, enterrados en el londo del area, el prineipio de sus aliorros. Dirlase que su casta, en la larga convivencia cuu el buey, habia tornado de 61 la resignation y la calma Xuerte, la laboriosiclad, el paso lento cor. que le segula

nrrnoBr,

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Iras la rastra y el arado, paso a paso, siguieudo el suroo fecundo, y que como el toro, tarubien su casta, sacad* de sus nativos pastas, embestla con vigor, llenando los campos ajenas con sus hazanas. Ignaeio penetrd en la vida sosegada de Domingo. Era la caseria una de las mas antiguas de Vizcaya, de armazon de madera. Era un iiermoso ejemplar de la rivienda del pastor que se hace sedentario, testigo vivo del pcrfodo de transicidn del pastoreo al cultivo del campo. El granero y la cuadra. sobre todo esta, la ocupaban casi por completo; resultando asi una cuadra con aprtndices para las personas. Habia en ella algo de vegetal, como brote de la tierra misma, diriase era unn •espont&nea eflorecencia del suelo o un capricho goologioo. Un parral cubrla su faehada; y trepaba por sus costados, abrazandola amorosamente, la yedra verdc, poi' entre cuya trama asomaban las reducidas ventanas. Y tenia a In vez eici'ta flsonomla humana, como si se hubieran en olla impreso los silenciosos dolores y las •oscuras alegrias de vidas ignoradas. Parecia nacida allt, a la vez condensaci6n del ftmbito rural y expansion del hombre, del encuentro de uno y otro, rfistica y vieja, hecha a las lluvias, los vientos, las nieves y las "tormentas, triste y seria. Una gran pieza a ras del suelo estaba dividida e » cocina y cuadra, separadas por un tabique mampara, en •que por una aberturas pasaban las vacas sus cabezas para tomar el pienso, comiendo asi el ganado v sus amos en t'amilia. No habla ehimenea, y asi el humo for•tificaba las vigas y mantenla seco el camarote, segu» Domingo. El humo busoaba salida por las ventanas o el tejado, pareciendo, cuando humeaba este, el vaho del sudor de la caseria o la humareda de la ofrenda de un altar. Mientras Domingo eomia su borona en leche o sus patatas, podia rascar el testuz a las vacas, que coiuia* junto a el, sentir las resoplidos de su aliento, varies llo•var do un lado a otn> del morro el malz fresco; y ellas,

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cuando bendecla el la mesa, mirabanle con sus dulcet -ojazos humedos, impregnados de resignaci6n, como si quisieran tomar parte en la plegaria. Y cuando muglan, resonaba su voz pastosa en la ahumada cocina. En invierno calentaban el hogar con su calor, y a la vez ooa la fermentaciGn de su estiGrcol, mientras dormla la familia, con las aberturas todas heirmeticamente cerradas, respira-ndo aire gastado y espeso.

Por la noche eojla Ignacio la cama con un gusto •que hacla tiempo no experimentara, y muy pronto, al calor del lecho, asedi&banle imagenes lfibricas, de que trataba de defenderse. Poniase a rezar, y alguna vez se levant/'i para refrescar el cuerpo. Fu6 como una vueltn a los riempos en que luchaba mfc con el pecada Al amanecer corrla de nuevo a la vicja. caserla del monte; al paso cncontraba la de la moza de ojos bovlnos, con quien habla bailado el dla de la boda, y aunque tal paso no era por el camino derecho, siempre iba por el. La muchacha, al verle, sonrela, suspendiendo un momento la labor. Ni ella sabla castellano, ni 61 vascuence, y era un juego para los dos repetir las pocas frases sueltas que cada cual conocla del idioma del otro. —IBuenos dias! —lEffv.n on.' —-Bilbano loco, burla aldeano. —Nrscarhn polita, cderra... Echabase ella a reir con todo el pecho v toda ol alma, mientras Ignacio se la comla con los ojos. Un dla que la hall6 en un raonton de heno, fu6 tal el efecto del olor de 6stfc, que le subi6 una oleada de sangre a la garganta, y sintiandas de Maria Luisa, asceusos y gracias, que reconocerla el gobierno al eabo. —Con discursitos nada haremos—exclamaba el Ho PascuaL —Cabrera! Cabrera!—repetla Gambelu. —Cu&nto mejor someter la cuesti6n al arbitrage del Papa!—afiadifi don Eustaquio. —Qu6 inoeentada!—exclamS vivamente el cura, ailadiendo—qu6 Papa ni que chanfaina! El Papa en lo suyo„ j nosotros en lo nuestra Nuestros reyes que eran piadoslsimos, sablan en lo temporal tenerle a raya... —Y la infalibilidad? —No diga usted majaderlas! La infalibilidad se refiere a materias de fe y costumbres, y cuando habla ex cathedra, y nada tiene que ver con e s t a —SI, hecha la ley hecha la trampa... ivaya unoc curas! —Vaya unos ignorantes! —Les mandan predicar paz, y predican guerra! —Cristo vino a traer guerra... —Y ustedes a cobrar del gobierno. —Y usted, usted!—dijo el cura tomando un tono lento y reconcentrado—un haragan que chupa del presupuesto... A usted que no le toquen en el Convenio— Separabanse. «iValiente bruto!» murmuraba el uno, «ivaya un t!o!» se decla el otro, y al siguiente dla sentla cada uno de ellos la neeesidad del otro, y el que antes llegara a la tertulia cstabase impaciente hasta que llegase el otro. Necesitabanse mutuamente, acudiendo a la tertulia a molestarse, soltiindose veladas alusiones. El dla en que el uno parecl'a quedar sobre el otro, sallase este amoscado y taciturno, mas por dentix) so querlan con un carino que tomaba forma de rencor, en solidaridad de beligerantes que se completan. Necesit;'ibanse y se deseaban para derramar cada uno de ellos en cabeza del otro la irritacion que el estado de las cosas le producla.

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Entraba el tlo Pascual y desde luego: —Vamos, don Eustaquio, esta usted de enhorabuena! —Por que? —-Han nombrado prlncipe a Espartero, el duque de -la Victoria... imire usted que llamar victoria al Convenio! De semejante manera solian empezar las escaramuzas, sostenidas ya a cuenta de los asuntos carlistas, ya a prop6sito de las borrascas de las Cortes, ya del alzamiento que se preparaba. Gambelu intervenia sacando a relucir a Cabrera, en quien ponla toda salvaciSn. Ignacio no hacla sino pensar en la campana. Nada de resignaci6n ya; los tlsicos del alma se resign an y dan en cavilar bajo el yugo, revolviGndose la mollera, se hacen revolueionarios parlanchines, y cuando hartos ya de tanta cabronerla, quieren alzar el gallo y resistir, encuentranse sin saliva en la garganta, de haber tragado tanta, y sin meollo en la voluntad, capaces s61o de un ataque epil6ptico. La guerra, la guerra a todo trance!

El alzamiento iba a ser cosa de juego, de coser y •cantar, mera amenaza. Bastaba ya de novenas, triduos y desagravios. Los liberales que tentan algo que perder se acoquinarlan, aeabando por ayudarles. Nada de sangre; dominarlan a Bilbao sin un tiro, y los caballos de las huestes de don Carlos beberlan las aguas del Ebro a los cuatro dlas cle entrar en Espafia, para tomar refrigerio y continuar triunfalmente hasta la corte. El pretexto hablan de ser las elecciones. I,os liberales habianse armado por su parte. Don •Juan sc alistG cn la milicia, temiendo mas a los bulliciosos voluntaries de la libertad, que a los carlistas. Llcgaron las elecciones, tan escandalosas como se las hablan los carlistas prometido. Volvieron con ellas los

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hombres a sus pristinos instiutos, limitando 1H ley moral al partido, como a su tribu salva.je; fue Ueito matar al enemigo; tropeles compuestos de liombres incapaces de robar aislados, robaron eu cuadrilla actas; desbord&ronse todos los semi-crimiuales, y en todo aparecio, mas o menos, el fondo de criminalidad. El pueblo al ejercer su soberanla, romp 16 toda ley, mostrandose al desnudo, tirano y esclavo eu una pieza. C-ontdse en la tertulia c6mo se hablan echado sobre el gobierno todos los de oposici6n, radicales, moderados, federates, carlistas, dinasticos y anti-dinasticos. Aquellas cortes serian las de los l&zaros, pues tantos y tantos, muertos en la elecciCm, resueitaron en el escrutinio. Hubo mesa presidida por coroneles de la guarnici6n, y en otra los canones ampararon el escrutinio. —Ya esta echada la suerte, ctlca jacta est!—di.jo el cura levautandose—lo dijo don Carlos: «Carlistas! ahora a las urnas; despuds a doude Dios nos llamels —Mas vale lo malo conocido que lo bueno por conocer—murmur6 don Eustaquio, revistiendo con este. refran, quinta esencia del esplritu conservador y esc^pvtico, el fondo de sus temores egoistas.

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Ginebra, l-l abi-il 1872. Querido Rada: El momenta solemne ha llegado. Los buenos espanoles llaman a su legitime Rey, v el Rev no puede desoir los elamores de la pntria. Ordeno y mando que el dla 21 del eorriente se haga el alzamiento en toda Espaua, al grito de iabajo el oxtranjero! iviva EspaSa! iviva Carlos VII! Yo estare de los primeros en el puesto de peligro. El que cumpla, merecera bien del Rey y de la patria: el que no cumpla, sufrira todo el rigor de mi justicia. Dios to guarde. CAHI.OS.

Esta orden enfatiea provocO pasajero levantamionU. primaveral. El domingo, 21 dc abril, reunieronso los comprometidos en el Casino, y dosde all! se dirigteron, despues de oir misa, para quitarse desde luego el cuidado, al campo, por grupos formados en su mayorla de aldeanos establecidos en la villa. Iban algunos brincando y saltando al son del pito, coma de romerla, y hu.bo

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quien, en vlspera de boda, la aplazo hasta que la manifestation pasara. Don Miguel Arana contemplaba en la plaza del mercado la mareha de los voluntarios, reereandose con el reflejo de la alegrla de los que marchaban, gozando en la contemplaci6n de aquel descuidado impulso juvenil. iQuien pudiera irse con ellos y como ellos?—pensaba—iquien fuera libre de danzar y brincar por calles, y •de liacer de la guerra una fiesta? isuyo es el mundo! Ignacio, luchando entre el respeto a sus padres y el anbelo de irse al monte, acompanO a Juan Josd a misa, y lucgo en un gran trecho del camino. Sentla oscuramente que sin la voluntad de sus padres jamas llegarla a ser verdadero voluntario. Siguieronlcs dlas de ansiedades, en que ascendiendo solo a las alturas que rodean a la villa, registraba con la mirada los repliegues todos del terreno, atento a descubrir a los suyos, deseando su venida entonces que Bilbao estaba desguaruecido.

El siguiente domingo, don Juan Arana, que sostenla muy someras relaciones con Pedro Antonio, entrd en la tienda de este por la manana, so pretexto de comprar una golosina. — H a visto usted esos batos—dijo al chocolate ro de pronto—nombran una diputaciOn por las annas y Hainan a la nucstra ilegttima. —iVaya todo por Dios! —No s6 que van buscando ustedes... —iNosotros? —Bueno, si, los amigos de usted. La culpa tiene quien de.ja libres a los curas, que abusau de tal moflo del confesonario... —iNo diga usted esas cosas, don Juan!—dijo Josefa Ignacia. —SI, lo dicho—prosigui6, exaltandose al no verse

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•sontradicho—lo menos cuarenta curas sc han ido al monte... iles parece a ustedes? — N o lo creo. —IY porque no lo has de creer mujer? — Y a todo esto el obispo ni una pastoral... Deblan .-suprimir esa catedral, foco de conspiraciCn... «Debo de producirles extraSo efecto; de seguro que se dicen: ique rabioso», pensaba don Juan; y a punto -en que entraban Gambelu y don Eustaquio, prosiguid: —Mientras no se triture a esos aldeanos no habra cosa derecha... Hay que arrasar a esa gente, que pide mas agua cuanto mas llueve... —iAlto! ipare usted los pies alii!—exclam6 Gambelu, a la vez que Pedro Anton decla calmosamente:— Vaya usted a arrasarlos. —Ya llegara Serrano... —ZA decir esas cosas ha venido usted. don Juan? Esta pregunta de Josefa Ignacia fu6 jarro de agua fria para don Juan. Vi6se por un momenta desde fuera, tal cual lo veian los otros, coniprcndiG sus miradas, reportase de sflbita irritacifin interna, y diciendo: cieste es un foco de conspiraci6n!» reco.iif) su compra, y sali6 exclamando en sus adentros, al respirar el aire dc la •calle: sibuena les he soltado; pero buena de verdad!j> —No les falta razdn del todo—dijo don Eustaquio, y auadiendo:—iYa le tenemos aqui!—sac6 la aloeuciCn que diera don Carlos el dos de mayo. Lo de rigor, el sagrado fuego de la independencia, guardado a ti'avos de cuarenta generaciones, y su oliligado acompafiamionto. Al acabar de oirlo leer, pregunto Pedro Antonio con calma: Y nuestra gente ipor d6nde anda? Era la primera vez que llamaba nuestra a la gente del levantamiento. Cuando llegado don Juan a casa, se encontr6 con la mirada serena de su hija, sintiC toda la necedad del ,-papel que liabia heclio en la confiterla.

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panico en Bilbao el dla de la Ascension, por euatro tiros oldos sobre la plaza del mercado! Ilnlan despavoridas las aldeanas, abandonando su vendeja algunas; cerraronse a toda prisa las tiendas. Temlase queentrara de un momento a otro el enemigo, que tenia acorralada all! cerca, a legua de la villa, a una columna salida de esta la vlspera. CruzO don Juan corriendo la calle, a armarse, mientras el chocolatero sonrela, decodos en su mostrador; repercutla la llamada de corneta en las calles desiertas; de cuando en cuando asomaba una cabeza a alguna ventana, a registrar con la mirada la calle. Ignacio, que iba al encuentro de los suyos, o,y6 llorar en un casa, y en otra un «ipatrona, asGmesea ver por d6nde vienenb contestado con un aivaya un iiiilitar!» — Que serii cuando vean la gorda, la verdauara gorda?—dijo Pedro Vntonio al sabersc que todo ello no habla pasado de una broina que cuatro chicos del enemigo quisieran dar a la villa. Siguieronse dias de ansiedad. Don Juan, indignadode que resistieran los batos en Mauaria y Ouate, de.ipues de las noticias del copo de Oroquieta, y de los runiores de hulda, muerte o prisifin de don Carlos, su rey, pedla que les deshiciera Serrano dentro de aqucl triangulo en que proyectaba encerrarlos. Y he aqul que de pronto suena la voz do convenio. iConvcnio! Levanto Bilbao su grito al cielo; sin haber roto un plalo, eran ellos, los de la villa leal, quienes iban a pagar los vidrios rotos. Con Juan Jose, de vuelta ya de la breve campana, fue Ignacio a prcsenciar cl recibimiento que la villa hacla a Serrano, el del convenio, saludandole con silba. —Con mamarrachos como este bien pueden alzar el •gaYio to i/irtet ^ oJivntB. comn 61— -Y con usted, quien se mete?—contesto Ignacio al encontrarse con el padre de Rafaela. Calla, desvergonzada... Fuerte, mas fuerteh—excla-

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m6 enseguida, volvitSndose a un chicuelo que junto a el se divertla en ensayar la poteneia de su slibido.

El alzamiento pas6 eual nube de verano, pero deian•do germen de interminable? disputas. Pron u nciamiento de paisanos, naeido de una ordeu, terming en un convenio; fue tan sSlo un motln. Habla sucumbido a la misma pesadumbre de su masa; el tiempo, que da resisteneia, le mate en flor. Presentaron, ademas, al eniemigo un lingote de hombres, en vez de una masa suelta que, como el azogue, se desparramara para volver a reunirse; -efectos todos de la orden. • Don Juan, fuera de si por el convenio, paseiindose por el escritorio, exclamaba: — A l bolsillo! al bolsillo! Duro en el aldeo.no... repartimiento, con forme a fuero, entre las que ban salido al monte y sus instigadores... aumento de migueletes; que pague la provincia, menos Bilbao, se cntiende, el ;gasto de las tropas; quitarles la miaa a los euros montaraces... al bolsillo! al bolsillo! Fuera crtfradlas y congregaciones... son contra fuero...! Mamarraclio! nos llama liberales del tanto por ciento, nos abandona a esos fac•ciosos, y sale con que no pucde inspirarse en sentimientos locales, sino en la conducta de los guerreros de la antigiiedad... mamarracho! figurdn!... Juanito! —Papa! — A ver como 110 vuclvo a verte con el hijo del confitero!

Una tarde, en un chacoll, narr6 Juan Jos6 a Ignacio la breve campana. Hablanse reunido mas de trcs mil hombres, y formados siete batallones, hulx> que despachar a no pocos chi•cos a sus casas, por falta de armamento. Con fusiles anos y con palos otros, empezaron el ejercicio. !Qu6 en-

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tusiasmo al recibir al batalldn de encartados, que h a bia desarmado, tras un tiroteo, a veinticinco guardias civiles! Fue un paseo, sobre todo en un prlncipio. Saltan los easeros a ofrecerles agua, pan, leche, huevos, queso; llegaban por las veredas, haciendo resonar los montes verdes con sus jijeos, como de romerla, las hermanas portadoras de la muda; de los pueblecillos sa11a la gente a verlos. Rodeados de muchedumbre que les aelamaba, respirando el aire de primavera que henchla la extensa vega, entraron en Guernica, y alii formaron en el juego de pelota, en algarada de entusiasmo, cuatro mil hombres armados. Dieron vivas a la religidn, a los fueros, a Espafia, algfiij iabajo el extranjero! y niun iviva Carlos VII! cual este mandara y ordenara. Proclamaron al 11 su Diputacidn, por el sufragio arm ado, frente a la intrusa. Vinieron luego los combates, la muerte triste del j e f c de las fuerzas, herido al frente de ellas; la mareha nocturna de veintifln horas, a la luna intermitente, por montes y jarales, durmiendose inuchos en pie, y por ultimo el desaliento y el abandono, y el convenio final. Cuando Juan Jos6 termind su relato quedaronse los dos contemplando el panorama que a la vista se les dcsplegaba; las montafias difuminadas en ncblina, tamo visidn de sueDo, y Bilbao rcposando tranquilo a sus pies. Ignaeio soud aquella noche que de los montes circundanles bajaban a la villa tropeies tie aldeanos, y que Rafaela corrla despavorida, mientras ge:nla desesperado su padre, contemplando el saqueo de su almacfin.

Fluyd el verano en calma, mientras continuaba la guerra en Cataluna. Visitd el rey Amadeo a Bilbao, y no pudo eoutcner Pedro Antonio un compasivo ipobrecillo! el dia en que-

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le vi6 bajar a pie y con escasa compania, las calzadas de Begona. recibiendo de lleno el aguacero de un chubasco. Don Jos6 Maria visitaba con frecuencia al confitero, y6ndole con cuentos y cliismes de miseriucas del olimpo earlista, de las disidencias de don Carlos, a quien trataba de cesarista, con la Junta, a cuenta de su favorito y secretario. Hablase hecho el buen senor cabrerista ac6rrirno, y no podia tolerar que el tlo Pascual culpara a Cabrera de haberse casado con una protest ante. Para el cura el modelo era el Santon, como llamaba don Jos6 Maria a Lizarraga, el general devoto, que persuadidode que Dios da a las naciones los reyes que se merecen, ponla sus manos sobre el pecho, consult aba su eorazCm y aceptando el que su Dios le claba, doblada la cabeza, pedla, si es que era azote, misericordia para si, y eonversi6n para el Rey. —Generales como este nos hacen falta! —Lo que nos hace falta es programa—replicaba don Jose Maria—un programa detinido... menos guerreros, menos heroes y mas pensadores! Y el buen senor, persuadido de que las ideas rigen • al mundo, como la astronomia a los astros, Ibase trazando en su interior escenas de visitas con 6ste o con el otro, y sosteniendo silcnciosos diiilogos, mientras arqueaba las cejas y accionaba, sin darse de ello cuenta. Ignaeio y Juan Jos6 lelan en t'anto con avidez los relates de la campana de Cataluna, exaltfuidose con aquella guerra de gatadas, de sorpresas de ciudades a la luz del medio dla, y de tiros en las calles. Se cntusiasmabau con el segundc Cabrera, con el demonio dc Ian Cruces, segfln los liberates, con el ex-zuavo pontiflcio Savalls, especie de gato montes, a quien su Rey pedla se arrancase del corazCn, pai'a derramarlo sobre los dem&s, parte del fuego santo que en 61 atesoraba.

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Trascurrido el otono en calma, empezaron a principles del invierno a pulular partidas y proelamas, mientras crecia el ruido del cura de Santa Cruz, y se bablaba de las hazanas de Olio. Lleg6 la noehe buena, la mas larga de las veladas invernales, y aquella en que al abrigo, en el hogar domesl'ico, de la inclemencia del cielo oseuro, se celebra la fecunda l'ormaeidn de la familia Iiumana frente a los rigores de la Is'aturaleza, conmemorando el religioso misterio de la bajacla del Verbo Redentor al seno de la Santa Familia errante, en pobre portal, breve hogar de paso, en dlas de proscricifin, y en noche larga y fria. mientras los angeles eantaban cgloria a Dios en las alturas y en la tierra, paz»; la bajada do Crista a alumbrar a los que se asientan en tinieblas, y a enderezar nuestros pit-s por camino de paz. LlegS la noche buena, •el (jab6n vasco, la fiesta vascougada, la fiesta que siendo comfin a todos los pueblos cristianos, toma en cada uno de ellos privativa fisonomla, y se convierte asi en la fiesta de raza, la de las tradiciones peculiares a cada pueblo. Colcbrabala Pedro Antonio en ia ehocolaterla. Erale la fiesta recojida y dulce de su vida de plenitud de limitation; la fiesta en que le parecia danzar en el ambiente, dejando los rinconcillos de la tienducha en que reposaban, los impereeptibles nimbas cle sus pensamientos de paz y de trabajo; la fiesta de los dias grises, de las lluvias lentas, de las horas de reposo y de rumia mental junto al brasero. Asi que se propasaba un poco el chocolatero en la bebida, sentia deslefrsele la capa que sobre el espiritu le amasara, con lo oseuro y lo luimedo de la lonja do trabajo, la labor del majadero; gritabale el vinillo gcncroso: iLiizaro, levantate!, y . rota la costra, brotaba el juvenil Pedro Antonio do los siete anos. Chicoleaba enlonees a su mujer, llamandola hermosa; hacia como que iba a abrazarla, mientras ella, encendido el rostro, le

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rechazaba. El tlo Pascual, asistente a la cena, reia, fumando un veguero, e Ignacio se sentla en tales momentos inquieto, incapaz de ahuyentar inipertinentes re< cuerdos. Esta noehe es noclie buena, Y maiiana Navidad... repetla Pedro Antonio, no sabiendo mas de la canciSn. Desp ues evocaba viejos cantares vascos, de lenta melodia monStona, oldos con recojimiento por su hijo, su mujer y el cura. Aquella noche se empenS en hacer bailar a Ignacio con su madre. Retirfise el cura, v Pedro Antonio, mas en cahna, recojiendose en el mundo de sus memorias, records que aquella noche, la noche de paz y de retire, la dc la cspfritu de la familia. era adenitis en su mundo interior la noche de la guerra. —i Noche buena! Hoy hace 36 alios entrd aqul Espartero... iNoche buena, noche buena! iQue noche Can mala aquella! Muehos chicos se hablan ido a celebrar gabon con sus padres... Nevaba... Relato una vez mas la noche de Luchana, concluyendo: —iSi viviera don Tomas...! A mi edad cargarla a (in con el chopo.. —No digas eso, Peru Anton... —Calla, querida, ca'lla; iqu6 sabes tfl de estas cosas? Aqul tenemos a Ignacio; no ha tie scr menos que yo... para algo le hemos criado, y es hijo de su padre... Esta voz, b rot ad a de lo Intimo di\l padix), sacudiS las entrafias al hijo, que aquella noche, insomne cn el leeho por el hartazgo, sin poder pegar ojo, daba vucltas y mas uieltas, rcvolviendo cn su mente su mundo interior. La earne, ahita de celxi, le hostigaba, tray6ndole visioues del burdel; la sangre, fcbricitada por cl vino, evoc£.ba!e a la vez cscenas de guerra; y allfi, cn el

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CUtimo termino, cual fondo permanente, flotaba inaeci,sa la imagen de las montanas.

iPeticion tenernos!—se dijo Pedro Antonio, cuando a los pocos dlas le llaraO aparte don Jose Maria. —iEl hijo dare, pero lo que es dinero, no sueltc mas ya, Fuese el conspirador, calumniandole en su corazdn: cQuiere que el hijo le trabaje el capital puesto a la causa!* Entraron en el nuevo afio, dimiti6 el rey Amadeo, harto de desaires, y al proclamarse la repflblica, pudieron cambiar los carlistas su grito de i aba jo el extranjero! por el de iviva el rey!, ya no ambiguo. Ignaeio y Juan Jos6 recorrlan los montes que cireunda a la villa, ansiosos de ver fuerzas carlistas, esperando se presentara Olio con sus navarros de un momcnto a otro a las puertas de Bilbao. Llevaban al monte, y en 61 leian, las proclamas, que menudeaban por enlonces. Alii, en la montaiia, aquella retdrica de convencidn inflamaba sus corazones sencillos. «Habian confundido en el polvo del desprecio y del olvido,» llenandola de insultos, a la dinastla intrusa del ex trail jero, del hijo del descomulgado carcelero del inmortal PIo IX, y rcdoblaron las proclamas al estr6pito de la «escandalosa algazara de la bacanal revolucionaria,» seguros de que «lo que Dios hace es permanente y ilota sobre las tempestades de la tierra.» Anunciaban que habia sonado la hora. «iQu6 es lo que esperaban cuando la sociedad se derrumbaba, les amenazaba el eaos y se acercaban las aguas del diluvio? cuando estaba la religion dc sus padres oprimida, la patria ultrajada, la monarquia legitima vilipendiada y amenazada la propiedad? cuando se lamentaba el sacerdote meudigando su sustento, gemla la virgen del SeEor, y los arnos de negros de Puerto Rico eran amenazados en sus inte-

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reses? «iVencer o morir! que el Dios de los ejercitos no abandona a los suyos, si agrupados con fe en derredor a la bandera santa que tremolC en Covadonga y venci6 en Bailen, sin contar el numero de los eneniigos, quieren de veras, siendo esclavos, ser libres.» Recordabase a los cafcalanes sus glorias pasadas, cuando impusieron leyes al Orientte; a los aragoneses la Virgen del Pilar, espulsadora de los soldados de la Revolucidn francesa, que pelearia a su lado; a los astures la sombra de Pelayo y la Virgen de Covadonga; y azuzabase a los castellanos contra «la gabilla de cinicos e in fames especuladores, mercaderes impfldicos, tiranuelos de lugar, polizontes vendidos, que, como los sapos, se hinchaban en la inmunda laguna de la expropiacidn de los bienes de la Iglesia;» contra «los mismos que les prestaban el dinero al treinta por ciento, los que les dejaron sin montes, sin deliesas, sin hornos y hasta sin fraguas, los que se hicieron ricos comprando con cuatro cuartos y mil picardlas todos los predios de la riqueza comfln, y lo hicieron gritando unas veces iorden! y otras ianarquia!» «Va a ser barrida tanta inmundicia y cieno; el dia de la liquidacidn estfl. cerca.» Llamiibanles ia las armas!; iban a arrojar de su seno a los ojalateros. a los que de las ruinas del moderantis1110 volteriano se levantaban traidores y raquiticos, a los que prepararon y amasaron con sangre de leales la negra traicidn de Vergara; el apiitico y el seducido iban a morder el polvo de su amargo remordimiento. Llamaban a su lado a los soldados de la nacitfn, de Isabel primcro, de Amadeo despuds, de la repflblica entonces, de Espana nunca. Bastaba de gucrras civilcs; todos serlan vencedores. El Rey abrla los brazos a todos los espanoles, respetarla los derechos todos adquiridos, echarla un velo sobre lo cubicrto por el Concordato, acojerla a los sapos hinchados en la inmunda laguna de la amortizacidn para aprovechar sus hinchazones. iGuerra! las cenizas de sus mayores iban a pe-

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lear a su lado ia las armas! iguerra a los lierejes y filibusteros! iguerra a los ladrones y asesinos! iabajo lo existente! iSantiago, eierra a Espana y a ellos, que son peores que moros! iVivan los fueros vascongados, aragoneses y .eatalanes! iVivan las franquicias de Castilla! iViva la libertad bien entendida! IViva el Rey! iViva EspaSa! iViva Dios! Y el monte tan sereno, tan inmutable y tan silencioso, sosteniendo a las pobres ovejas que pacian en sus faldas, nutriendo los arroyos que bajaban murmurando por entre piedras. Todo ese tumulto reldrieo, que brotaba de las proclamas, iba a encender la fantasia de Ignaeio y la de Juan JosG, quienes, despuGs de leerlas, tendian la vista por las eimas sileneiosas, esperando verlas coronadas por los cruzados. Don Jose Maria persegula, entre tanto, el programa •definido.

Monudeaba Pedro Antonio los cabildeos y encerronas con su primo el cura; vid Ignaeio una vez que su madre se enjugaba los ojos. Hacla algfin tiempo que el muchacho estaba fuera del escritorio, sin hacer cosa de provecho. El padre hablaba mucho de la guerra, de la lenta organizacidn de las fuerzas; miis que nunca evocaba sus recuerdos de gloria militar. Con frecuentes insinuaeiones velatlas, buscaba el que brotara de Ignaeio la iniciativa, mientras Gste esperaba la anliclada indication patcrna. Y as! llegd dia en que, sin liaber pronunciado palabra concreta ninguno de ellos, resultd como un acucrdo tacito, natural, brotado espontancamente de la vicla de familia. Buscaba Pedro Antonio ocasidn de hallarse a solas con su hijo, y a la vez la rehula. Encontrdla alguna vez, mas diciGntlose: todavla no, es pronto,—diferla la e x plication. Y acontccid, por fin, una maGana, que ha-

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ll&ndose Gambelu eu la tienda, a punto que entraba Ignacio, dijo a ejte: —iQue es eso? iPiensas estarte asl, hecho un vago? iEa! debes ser hijo de tu padre... ial campo! ial campo! Y a un tiempo mismo respondieron; el hijo:—Por ml...; y el padre:—No lie de ser yo quien le quite la voluntad... Koto el hielo, llegaron las explicaciones, y acudi6 el tlo Pascual a connrmar la voluntad de padre e hijo, y preparar a 6ste. Porque una campaiia como la que iba a emprender era algo serio, grave, solemne. Cuando supo Josefa Ignacia la resoluci6u adoptada, aceptfila con la misma resignacifin con que aceptara alia, cuarenta anos hacla, la de su entonces novio Pedro Antonio. Sac6 del seno, y difi a su hijo, un «detente, bala», que, a ocultas de todos, le liabla bordado. —En cuanto pase Semana Santa y Pascuas, te iriis, —le dijo el padre. Aquella noche apenas durmi6 Ignacio. Ahora, ahora era verdadero voluntario de la cruzada; ahora sentla el coronamlento de su vida, y que se le abrla un mundo. Son6 extranos sucesos en que andaban mezclados Carlomagno, Oliveros de Castilla, ArtGs de Algarbe, el Cid, Zumalaearregui y Cabrera, bajando todos por espesas helgueras de la moutaiia.

Los tllas de Semana Santa pas iron los Ignacio y Juan Jose reeorriendo las montauas, contemplando el lunes de pasiSn, desde lo alto de Santa Marina, al grueso de las fuerzas carlistas, a legua y media de Bilbao, viendo agitarse como un hormiguero a la nuichedumbre, llenos dc eomez6n de bajar a unirse con ella. i Quien lo dirla? Aque'ila masa de Tnombrea, aqudL tropel que se escondla a ratos entre vcrdura, aquel p u nado de voluntarios, era la esperanza de Dios, del Key

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y cle la Patria. Eran los hombres del campo, los voluntaries de la Causa. Hartabanse del panorama. Como filas de telones se desplegaban a su vista las Cordilleras, cual inmensas oleadas petrificadas de un mar enorme, desvaneeiendose sus tintas hasta perderse en el l'ondo las del ultimo ter• mino. Tras sombria barrera de monies, y bajo el cielo os•curo, velasc alguna vez un vallecito verde, de mosaico soleado, rinconcillo paradisiaco, verde lago de reposada luz. Y todo el inmenso oleaje de las montanas, con sus sombras y claros, y rayos filtrados de las nubes oscuras, difundla una serena calma. Por Pascua fueron al baile campestre de las criadas, •donde se hartaron de bailar. Encontraron all! a Juanito y Pachico, de quienes se despidieron. —iQuien sabe si algdn dia os podre servir!—les dijo Ignacio. —iDivertirse!—exclamG Pachico al despedirles. Cuando uno de aquellos dlas oyG Ignacio deeir, al entrar en la villa Lagunero con su zamarra: «iaqul tenemos al nucvo Zurbano!®—le miro sonriendo de compasiGn en su coraz6n. Pedro Antonio se crela a ratos trasportado a sus alios de exaltaciGn do vida; enardeclale aquel entrar y salir de tropas, los ecos cle las cornetas le batlan los recuerdos. A la vista de la zamarra de Lagunero evocGsele, tambien a 61, la figura do Zurbano, del terrible Barea, y recordG a su mujer aquella octubrada, cuando recien casados ellos, el -11, en aquella paz de odios y do luehas entre moderados y progresistas, entrG en Bilbao el dia de Santa Ursula, el tigre de la zamarra. iQuo dia! Atrancd el chocolatero su tienda, y se puso a consolar a su m\ijer, covitandole escenas de la guerra, mientras el pueblo corrla a la Sendeja, dejaudo desiertas las calles. Y iqu6 dlas sc. siguieron! los del implacable bando con pena de la vida hasta por usar boina y llevar

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bigote, dias en que se iba con terror a ver los cuerpos M o s e inertes de los apresados de la vispera. —Vete, vete, Ignaeio, vete pronto, y a acabar con ellos... El dia 22 de abril eolgO Josefa Ignacia a su hijo el escapulario al cuello, le colocO el «detente, bala» y le bee6; oy6 luego 6ste una homilia del tlo Pascual, que, al acabarla, le did un abrazo, y sali6 con su padre a buscar a Juan Jose, el cual, cuando llegaron, se despedia da su madre. Desde la puerta, esta: —No dejes un guiri para muestra! iguerra a los enemigos de Dios! No vuelvas a casa hasta que sea rey don Carlos, y si te matan, reza por mi. Pedro Antonio les acompaii6 hasta el Puente Nuevo, donde habia una avanzada carlista, llam6 al jefe, habldle, volvidse luego a su hijo y dici6ndole: nos verejnos amenudo! torn6 a la villa, llevaudo en su alma un tumulto de recuerdos, del dia, sobre todo, en que el 33 so alz6 en Bilbao con Zabala, y la confusa y aglomerada vision de sus siete aiios epicos. Vi6 a don Juan a la puerta de su almacen, y le saludO sin el menor asomo de rencor.

Cuando Ignaeio y Juan Jose se presentaron en Villaro al cuartel general, recibiCles el jelc friamentc, con un: «que traen ustedes?»—y ecliando un vistazo a las cartas de recomendacidu:—«manana quedarfui incorporados»—dijo, y di6 media vuelta para continual' una couversacidn interrumpida. «iQu6 traen ustedes?»—Llevaban voluntad! Era esc el rnodo de recibir a los voluntarios? Alii parecia hacerse todo como dc oficio, cual si fuese por compromiso, sin aparente entusiasmo. Pasaron aquella noche acostados en el suelo de una sala, sin poder pegar ojo, llcnos de anhelo. A la siguiente manana recibieron orden de agregarse al batallon de

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Bilbao. Ignaeio hizo un gesto de disgusto. Llevabanle a los mismos cuyo trato querla evitar, a los de su pueblo mismo, a antiguos companeros de calle y de Casino, a los bullangueros, cuando el iba buscando aldeanos, hombres de campo. Componiase el batalldn por enhances de unos cien hombres, armados muchos de ellos con palos. —Volvemos a encontrarnos!—dijo Celestino a Ignaeio, al ver que este le miraba a los galones. SI, volvlan a encontrarse; volvla a encontrar al viejo Idolo de cuyo hechizo se redimiera, aunque al parecer tan sdlo. Encontraba arniado y con galones al esplritu de la disputa, no de la guerra; velale la espada, como lengua alilada y serpentina. Y entonces comprendid oscuramente, en las honduras de su esplritu, sin conciencia clara de tal comprensidn, la vacuidad de las ideas clasificables, lo hueco de la palabrerla de todo programa. Como eran los dlas del precepto pascual, comulgaban los voluntarios, comunidn de rflbrica, hecha de prisa. Reciblan el mlstico pan de los fuertes como en hci'vicio disciplinario. No faltalm quien no habia comulgado hacla auos. Ignaeio se sentla triste entre aqucllas partidas de hombres aspcados de fatiga, mal armados, que recorrlan los pueblos levantando tributes v raciones, y tomando eada cual por donde podia a la vista de los roses enemigos. Aquello era descsperante; era dar vueltas a una noria en pozo enjuto. —Buena diferencia de lo de abril!—exclamaba Juan Jose. Y Celestino:—Bah! todo se andara, poquito a poco sc va a Roma, y no de golpe y porrazo. Empezd para Ignaeio un pcrlodo de marclias y contramarchas, de caminatas forzadas por las fragosidades do los montes, faena de estropcar al mas duro, y todo ello nada mas que para sacar raciones e ir sosteniendo-

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se. Nieve de primavera eubria los montes; el aire sutil> les cortaba el rostro. Caminaban ya por encafiadas sombrias, en euyo fondo susurraba el rlo entre fronda, penetrados de humedad; ya trasponiendo la encafiada, se abrla a su vista una vega, o unas montanas lejanas cuyo< cielo hacla presentir el mar; a las v.eces en el oscuro panorama, sombreado por nubarrones, un verde oasis bafiado en luz qua llovla de un desgarrfin de la oscura cobei'tura. Caminaban amenudo bajo una lluvia terca y fina, lenta como el hastlo, que les calaba los huesos y el alma, difuminando el paisaje, que parecla cntonces derretirse. Caminaban silenciosos de ordinario. Viendo humear las caserlas y a los aldeanos trabajar su terra no, en la paz del campo, olvidabase de que iban a la guerra. iGuerra en el silencio del campo? iguerra en la paz de las arboledas? Brind&banles 6stas, con su sombra de paz, descanso; y en el las se tendlan a las veces, onlre los troncos que cual columnas de un templo rfistico sostenlan la b6veda del follaje, por donde se cernla dulciflcada la luz del sol. Conocla ahora de nuevo a los voluntaries, viendolos con otros ojos, pues asl que se eucontr6 entre sus conipafieros de facciSn, sintifi como ellos; al juntarse honibres armados en son de guerra, miran como de otra» casta, cual a servidores suyos, a los pacliieos trabajadores. Al llegar a una caserla donde habla de lmcer alio O' noche, gritaba con voz refeuelta y de mando: anui.', esto es, madre, a la vez que patrona. Y reunlanse luego como en pals conquistado en la gran cocina, en torno al fuego del hogar, a sccarse. La familia se les unla, \ los niDos se apartaban silenciosos a un rincCn, a escudriuar desde alii a los axtraflos visitantes. Y algunos los llamaban y animaban, preguntftndoles sus nombres, dandoles los fusiles para que jugaran con ellos, llenos hacia los inocentes de una ternura que nunca hablan sentido con tanta fuerza. Ignacio m&s de una vez los sent —Los nifios... iay Jesfis! iMarcelino! —iAquI esti, mama! —iTodos? —SI, todos. Pas6 un silencio supremo, en cuyo vaelo se ola el fatigoso anhelo de la enferma, que sentla prenada su mente de cosas que decir de despedida, peru sin acordarse de ninguna entonees, llena de sueno. «iCuftndo acabari esto?» pensaba. Al momento de silenciosa angustia, siguid una trepidante detonaeidn que parecifi hater bambolear la easa. La enferma extendiO los brazos aterrada, y dando un grito, el Ultimo, cay6 en la almohada. «iDisparan de rabia, manana entran las tropas, Mieaela!» entr6 exclamando don Epifanio. Aeercfise a la eaina, mii^3 aquella mirada plaeida e inm6vil, luego a don Juan y a su hija, y poni6ndose muy serio, murmurO: «idescanse en paz!» Ilablasele quebrantado el coraz6n, habia muerto el mundo para ella, y con el se le desvanecieron de la pobre eabeza tan martillada, los temores y ansiedades, fantasmas que turbaron el agitado sueno de su vida, y as! pudo descansar por fin en la eterna realidad del suefio inacabable. Entraban y sallan en la easa zapadores, los nifios ruiraban con ansiedad el trAfago, ansiosos de ir a recojer los cascos de bomba, a ver el destrozo. Don Juan qued6 aturdido mAs que dolorido; dofia Mariquita, enjugftndose los ojos, se aprestaba a disponer a la muerta; Kafaela se dijo: «imuerta!... imuerta?^ j sin comprcnderlo bien se puso a dar 6rdenes para el entlerro, porque su padre querla que fuese al punto.

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La eampana que tocaba a bomba doblaba a, muerto.. Juanito no sabla qu6 liacer, enjugandose en silencio laslagrimas que le arraneaba la desnuda gravedad del ambiente moral, mas sin verdadero dolor, llorando por llorar, sintiendo un gran vaclo sobre una gran tranquilidad interior. Querla hacerse el fuerte, y era pura frialdad. Rafaela coji6 a Marcelino, le llevfi al lecho mortuorio y le hizo besar en la frente a la difunta, diciendole:siinami ha muerto, s6 siempre buenof* El chico se fu6 a un rincfin, y rompi6 a llorar a lagrima viva, mas en llanto silencioso. El llanto mismo le acongojaba, y la congoja le trala a la mente el recuerdo de aquel relato de la muerte de Julia, la madre de Juanito, el hfroc del libro de lectura escolar. Lloraba de micdo, sin saber de quG. Al mediodla llcgS don Miguel, que se quedo mirando un rato a la muerta, y se enjugS unas lagrimas, sintiendo luego escalofrlos al pensar en su filtima hora. Retirado a un rinc6n, sac6 del bolsillo su baraja, y se puso a sacar un solitario espiando a su sobrina, y pensando en to solo que quedarla al morirse. Vinieron cuatro hombres a Uevarse el cadaver, sin cura ni acompaSamiento alguno, sin un triste respouso, ni atin de los que se echan como de limosna, mascullando el latin para salir del paso. Cuando Rafaela vi6 sacar la caja, vlnole a la mente, involuntariamente, aquello de Encima de la caja, carabl Encima de la caja, carabi Un pajarito va, carabl hurl h u r i Elisa, Elisd, de Mambrfl... cantinela que flotaba viva, sobre la oseura nube d e ideas que brotan de la muerte, cantinela que saeudida, rolvla de nuevo

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cantando el plo plo, carabl eantando el plo pin, earabl el plo plo pa, carabl hurl hura... «Sin madre! la llevan en la caja... quien se sentara, 'en adelante, junto a ml en la mesa...? encima de la caja, carabl... ya no tengo a quien cuidar... iqu6 voy a hacer en estos dlas de encierro...? un pajaril'o va, carabl hurl hura... si tuviera una hermana... pero ihermanos los dos! cantando el plo plo, carabl... ique cancidn mas molesta!... Ya no vere a mama... i

cantando el plo plo, carabl...

Icuiintas veccs lo he cantado en el atrio de San Juan, cuando venlan los chicos a asu$t.arnos...i>—SonO una campanada de lx>mba.—«...Los chicos... Solla venir el, Ignaeio, el del confltero, el que est a en el monte... entro los asesinos de mama.» Entre tanto, la caja y el cadaver estaban en medio de la calle, pues sus portadores, al oir campanada de bomba, so hablan refugiado en un portaL «iCufmdo aeabarfl. esto? Elisa ya se ha muert'o, carabl... si, ha muertol muerto... que es eso? muerto... muerto... muerto...

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la llevan a enterrar, carabl hurl liura... pero ique canci6n mas mosca! ique dlas estos...! que hermoso pelo lleva, carabl. iqui6n se lo peinara?... yo se lo peinaba por las maiianas... iqu6 hare a esa liora?» En el momento en que volvla a su mente la terca eantinela infantil eantando el plo plo, resono la bomba; el estampido la sac6 de su ensimismamiento, huyfi la caneioncilla, y se ech6 Rafaela a llorar exclamando: «iay mi madre!» Don Miguel la mirfi asustado, y don Epifanio que no sabia que deeirle exelamS: «graeias a Dios! lloTa, ni.ia mla, llora!» —SI, si, ya lo se... dejame en paz...—le dijo a E n rique, que se le aeercaba a deeirle algunas de las simplezas de rigor en tales easos. Aquella noehe tardS Rafaela en dormirse. Las cam-panadas de bomba, finico eco que en las tinieblas le venla del mundo exterior, contaban el eurso lento de las horns, que rodaban sobre la eternidad, y en su esplritu sobre el misterio de la muerte. Cay 6 una bomba cn la casa vecina; su alma y su sangre so eoneentraron; sintljj como si el estampido la levantara del suelo, y al encontrarse viva en el lecho, tuvo la oscura intuicidn de ser la vida incesante milagro, y al rezar «hagase tu voluntad» di6 inconcientes gracias a Dios porque se habla 1 lev ado a su madre. Cuando al siguiente dla de San Jose se suspendi6 el Iximbardeo, pens6 Rafaela: «ahora que liubiese la pobre doscansado un p o c o b

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habia dicho el viejo don Castor. Una noche en que se acercaron tres o cuatro, con cautela, al pie de una trinchera de la villa, decla uno: «aqul un cartucho de dinamita, y brecha abierta!» Otro proponla apostar de noche una companla en cierta easa, para que al abrir al centinela los sitiados, se colaran ellos dentro. El capitiin estaba cada vez mas tieso con Ignacio, buscando pretexlo para arrestarlo. Fuese Ignacio al comandante, y le abri6 su pecho; querla mas la guerra en serio, la verdadera. El comandante le hizo reflexiones, mas insistiendo 61, pudo gestionar y obtener orden de traslado, a Somorrostro. Y se fue dejando el regalo, y que sus companeros comieran, bebieran y descansaran comentando el bombardco. Movlale un extrano impulso, un Intimo desasosiego, el ansia por prcsenciar algo nuevo y verdaderamente serio. No se sontla de la misma madera que sus compa'fieros, bien hallados en el estrecho clrculo del batall6n, viviendo de jnurmuraciones y rencillas, habituados a la monfitona sucesi6n de las guardias. En sus momentos de vacilacifin y desaliento, antes de tomar la resolution de dar aquel paso, dici6ndose: «si yo soy asl!» recordaba el aforismo de I'achico: las cosas son como son, y no pueden ser de otra mancra. Y al recordar a Pachico, sentla el vaclo Intimo de la guerra, y para acallar su dcsencanto buscaba emociones vivas. Llevaba al monte el esplritu de la calle. Al sabcrlo Pedro Antonio se puso Hvido e intcntd partir, y quitar a su liijo de la eabeza aquel disparate. «iEs tan terco!» se dijo, desistiendo de su primer prop6sito. Y empez6 a dar pasos, a escribir cartas, a inffluir para deshacer la calaverada del muchacho.

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En la villa iban las cosas de mal en peor. En la suspension del bombardeo que siguiO al dla de San Jose, olase tronar los eanonazos hacia Somorrostro. Empezaba a sentirsa el hambre entretenida; habia quintuplicado la mortandad; los niiios sufrlan eseasez de luz y . de aire, y los lonjinos, o nacidos en las lonjas, apenas eran viables, como paridos en sobresalto. Iba oscureciendose el ambito espiritual, palideciendo los juegos. Pasaba ya de broma aquello. En la familia Arana dejo la partida de dona Micaela estela de seriedad; el sentimiento de la muerte envolvia, cual acorde profundo, a los menudos sucesos todos cotidianos, dandoles, con unidad armSnica, vida profunda; tenia la infinita trama de la vida ordinaria. Aparecla el «morir habemos» cual realidad viva, que fu6 poco a poco disipandose, liasta volver a su estado normal de f6rmula abstracta y muerta. Pareclale a las veces a Rafaela que resucitaban los ecos de las lamentaciones de la difunta, y que el medroso esplritu de 6sta vagaba por la lonja, inquieto por la suerte de los suyos. Don Juan notaba que le hablan arrancado una cqstumbre, y aunque su hija llenaba la casa, todas las mafianas sentla el silencio de un rumor continuo que habia sonado en su alma, sin el darse apenas cuenta hasta entonces. Echaba de mcnos los suspiros y qucjas de su mujer, y empezO a suspirar en su interior, a verlo todo mas negro afln que anteriormente; a excitar a don Epifanio a que le animase, como su mujer antes. Poco despues de viudo tocOle hacer centinela en el cementerio, y alii, recap acitando, recorriO en su memoria los anos de su matrimonio, y llonj hacia dentro de si, apoyado en el arma. Tambien el morirla... icentinela, alerta!... alerta estci! Aquella pobre mujer sufrida habia puesto arreglo y orden en su casa, le habia ahorrado cuidados y •embellecido. gu vida con una queja tierna, dulclsima,

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humilde, callada, llena de matices, cca algo que fue para el el aroma del hogar. Keeord6 las noehes frfas y h timed as del invierno, en que encontraba a su Micaela junto al brasero. En el silencio de la noche se oian limpios y puros los alertas del campo enemigo. —Es irreparable esto—repetla a don Epifanio—irreparable! qu6 destrozo! Ahora dicen, que en cuanto entren, borraran hasta el nombre de Bilbao. Lo que es en eso tiene raz6n La Guerra, aqui no hay mis enemigos que el cura v elaldeano. La Guerra atizaba -odio contra el aldeano, comentando el de la poblacion rural hacia Bilbao; pedla todo para este y para Vizeaya nada; que se separara a la villa del Senorlo, sin tener que doblegarse al sanedrin de Guernica; que se acabara de una vez el largo pleito entrc los en la calle agrupados y los esparcidos por la montafla, el pleito que llena la historia de Vizeaya, la querella entre la villa y el monte, la lucha entre el labrador y el mercader. —Alguna vez que hablan elaro los bilbainos—exdarn aba n en el monte.

Durante la semana de suspensi6n de fuego, que sigui6 a la de San Jos6, empez6 la gente a percatarse de la crcciente escasez de viveres. Ptisose a todos los vecinos a raci6n de una libra de pan los armados y los demfus media, y hubo requisa de almacenes, de la que pudo salvar don Juan sus dos sacos de harina, mientra? hubo quien pagO por ello 25 duros de multa. El veinticinco de marzo Nos pusieron a racifln, Poco importa que el pan falte Si nos sobra coraz6n, dico una de las canciones de aquel tiempo.

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Olase frecuentes disparos lejanos, y a favor de la. tregua iban los curiosos a contemplar los liumos delejercito libertador, y a eonientarlos. Hablaban unos del monte negro o monte de la artillerla: otros velan las co~ lumnas libertadoras, y muchos nada. —Es en Noeedal! —No, senor, es en San Pedro Abanto! —Y yo les digo a ustedes que ese hunio es de mas. alia de la ria de Somorrostro! —De mas alia? Buen liberal esta usted! —Oiga, Zubieta, ipor qu6 no lia traldo usted el a n teojo curvo? —Pero 110 .ve usted, alii, a la dereelia? Claro! si tienecerrado el anteojo... —-Tienen ustedes telarafias en los ojos... —Y usted visiones en ellos... Una mafiana se eneontraron los mirones en la casai en que se refugiaban, con este letrero: «Manicomio modelo, de aqul a Leganes.® —Es la derrota de Serrano—decian unos al oir el1 eampaneo del 27. —El ejSrcito avanza victoriosamente!—exclamaba don Epifanio, repitiendo esta frase del brigadier, frase e n tonces en boga.

Desde la mtterte de su madre sentlase Rafaela otra. Sucediendo a la serenidad con que la liabla cuidado,. hered6 de ella una solicitud ansiosa e inquieta por su padre y hermanos. Durante el dla aturdlanle los sucesos la angustia, pero de noclie preguntandose sin cesar: le dije. Y ivaya unas cargas a la bayoneta! —SI, di eso; f&cil es entrar, pero... y salir? iC6mo nos fusilaron por la espalda cuando volviamos de habei'los barrido hasta aquella ladera! «;.Qu6 valen Lamlndano y Montejurra?»—pensaba Ignacio, oyendo tales relates frente al valle calmoso y sereno. Todo conspiraba a llevar su alma a maxima tension. I-Iablanse conglomcrado las bandas, hactendose de la fracciOn ejercito; el esplritu militar vivificaba a aquellos voluntaries ya fogueados, que no hulan, como antes, de risco en risco, sin6 que, parapetados en sus fosos, espereban la acometida. El aire del mar, templado en la montafia, les henchla el pecho, mientras la atm6sfcrn moral se cargaba poco a poco, ensanch.lndoseles las almas para cl momento supremo. Entre tanto Aula n-.on6tona la vida del batallOn, con sus pcquefias rencillas. sus envidiejas y sus chismes, con todas las miserias de la paz. Murmuraban muchos del mal trato, y eso que comlan a pedir de boca, came y vino sin escn.se*.

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No acababa de hacerse ignacio a la franqueza poco recojida de los navarros, a aquella su proverbial franqueza; pareclale enti-e ostentosa e hipficrita, sintiendo que quien tiene el corazfiu en la boca, no lo lleva en su sitio. Habia que oirlos hablar de los jc-fes. Los jefes? Fuera de dos o tres, eran unos pillos, que sSlo pensaban or. bebcr y en querindangas. Por unas palabras que un chico tuvo con una buena moza, sobre si le nego o no agua, aquel espingarda tuerto hizo ir al pobrecico al campanario de la ermita, donde le dejaron seco de un tiro, durante la accidn. —Eso sera uno... •—Uno? Y otro, y otro, y casi todos... Cuando yo digo que nlnguno de Castilla vendra a hacernos ricos...—y el que lo decta rniraba a Sanchez, un castellano que habia entre ellos, hombre serio, de quien declan que se fue a las filas huyendo de la justicia, y que no querta estar entre paisanos suyos. Atratale a Ignacio aquel hombre serio, verdaderaniente serio, sobrio en sus manifestaciones todas, aquel hombre que mandaba el respeto. Alto, cetrino, seco como una cepa de vid, eran tales su porte y su aire, quo se lo tomaria por descendiente de antigua raza de conquistadorcs. Los ceiiudos campos castellanos, sin fronda y sin arroyos, sccos y ardientes, pareclan liaber depositado en 61 su austera gravcclad. Hablaba poco; mas una vez roto el nudo de su lengua, brotabanle las palabras precisas y sGlidamente encadcnaaan las unas a las otras. Pensaba liso y llano, mas con violento claros•curo dentro de la monotonia del con junto, de su pensar. 1X>. ordinario no podrla asegurarsc que pensaba; vivla perdido en el espectaculo de las cosas presentcs. —-Mo han diclio que mataste a uno—le dijo un dta Ignacio. —Mo, desgraciaclamente san6, mala yerba nunca mucre.

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—Pero hombre... —Ustedes los senoritos no entienden de estas cosa?. Mi pobre difunta se puso enferma de sobreparto, y tuve que poner a criar al nifio. Entre los ladrones del medico y el boticario imal rayo les parta! me pelaron; vinieron malas cosechas, y quede sin un ochavo partido por medio. Me f u l entonces a la ciudad, y acudl a ese infame... Esos ladrones son los que entienden dc leyes itoma! como que las ban inventado ellos!... y con que cl dinero andaba escaso y eran los tiempos malos y no s6 que andrOminas rn&s, me hizo lirmar un pacto retro; total, que el muy roldo me arm6 la zancadilla para quedarse con mi casa cn el tercio de su valor... una easita como un sol... mire usted! Ayunamos todos, liasta la mi mujer ipobrecilla! de modo que cuando llego el veneimiento, pude reunir el dinero, sacando algo de otros, para salvar mi casita, y sail del pueblo con tiempo. En cuanto llegu6, ful a su casa, donde me dijeron que no estaba en la ciudad, y yo dije digo a la zorra de su mujer: «aqul traigo los cuartos, Esteban Sftnchez no falta, aqul estan; usted es test:go...» iQue si quieres! De nada me sirvi6. Cuando volvi, el bandido me dijo que habla cspirado cl plazo, y otros me trataron de bruto por causa de que no habla ido al juzgado a depositarlo ante testigos... embrollos! como si a los hombrcs honrados que tenemos que sudar para ganarnos un ro'ulo pedazo dc pan nos quedara tiempo de estudiar las leyes que sacan dc su cabcza esos ladrones, cada dla nuevas V m&s enrevesadas... iclaro! de ellas viven, de enrcdar la madeja... cochino del gobierno! porreteros, cuadrilla de salteadores! Le rogu6, le pedl por su madre rolda, me cche a sus pies llorando... llorando, si, llorando a los pics de aquel bandido... nada! miraba al suelo y mo decla dice: «yo no como con lagrimas... comedias, comedias! bucnos maulas cstais; si os hiciera caso, me peMbais.» Me propuso que me quedara de rentero en mi cusa, en mi propia casa, y liasta quiso darme una limos-

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na el tlo asqueroso. Y al salir le dije digo: se ha de aeordar usted de Esteban Sanchez. A los pocos dlas de lobarme la casa con el alcahuete del escribano, se me murio la mujer, de la pena la pobrecilla, por no ver esas cosas, y el hijo despues. yo creo que de asco, por no vivir en este mundo porretero. Y vera usted como fue eso. Cuando me dijeron que venla el tlo sarna a hacerse cargo de lo que me liabia robado, le espere en el camino, y le solte un tiro. Le digo a usted que 110 se murio. Dieron parte,, y tuve que huir de esa cochina justicia de los ricos y de los abogados, y me vine aca, a matar liberales. No podia parar, los peores en contra de ml eran aquellos mismos a quienes dej6 sin camisa otras veces el tlo asqueroso itlos cabronesl... Bandidos! ladrones! Han inventado mil cosas para ronarnos el trigo... la ley, la ley, siempre sacau el cristo de la ley... hay que quitar las leyes, senor Ignaeio, y palo al que iki ande dereclio! Yo he de dar guerra... Solo, sin familia, forajido a quien la justicia persegula, aquel hombre recio y serio cuadraba como ningfin i,tro, en el ancho marco de la guerra. Oyendo sus desullogos sentia Ignaeio renacer en sus adentros el fuego del entusiasmo que le habla caldeado en la montaSa, cuando lela en ella con Juan Jose aquellas proclamas en que se azuzaba a los pobres hombres de bien en contra de la «gavilla de elnicos e infames especuladores, mercaderes impudicos, tiranuelos de lugar, polizontes vendidos, que, como los sapos se hinchaban en la inraunda laguna de la expropiaei6n de los bienes de la Iglesia.s Estaba ya encima el dla de la liquidacion, en que iba a ser barrida tanta inmundicia.

El Hey les revisto cuando se hallaban todos en posiciones, paseando su corp actio, bandera de carne, como quien dice: aqul estoy yo, por quien os batls, ianimo! El 24 empezo el fuego. Las granadas pasaban sobre id

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los fosos, levantando nubes de polvo al ehocar en tierra y reventar en ella. Era un humo bianco lejano seguido de una detonaeiOn sorda; luego un fuerte zumbido, al que bajaba Ignacio la eabeza; levantabase despues por alii cerca polvo y humo del suelo, con un tremendo estallido; y seguian los grunidos rechinantes del aire al ser rasgado por los cascos, easa toda que ponia primero frio en el corazon, para calentarlo en seguida. Pero las mas de las granadas iban lejos, o.yendose sfilo el acompasado caiioneo. Aquel tronar regular, lGgubre. en graves notas musicales, que se dilataban hasta morir derretidas en el silencio, hubiera sido en el mundo de los vivientes slmbolos la solemne voz inarticulada del invisible y terrlfico dios de la guerra, divinidad marm6rea y dura, ciega y sorda; no era el estruendo, la griteria confusa, la exeitante bullanga del combate libre. en que los combatientes se entremezclan. Y nada habia alii que hacer, nada mas que recibir resignadas v a pip (irme, con valor pasivo, los proyectiles. Durmi6 Tgnacio aquella noche en la ansiedad del gran dia. Con el alba les llevaron a Santa Juliana. I.as batallones se removlan distribuyundose, yendo de un lado a otro, a ocupar posiciones, con la marcha suelta de fresca madrugada, como cuando se va, refrigerado por cl sueno reparador, a reanudar la lalx>r cotidiann. Al amanecer de este dia, 25 de marzo, rompieron fuego los cafloncs liberates. Del Janeo y del mar retumbaba a lo lc.ios continuo caiioneo, mientras las tropas nacionales, protegidas por los eanones, invadlan cl va11c, desplcgftndose en redondo, a su frentc. Kl centro de las fuerzas atravesaba el puente de In rla, bajo un chaparr6n de balas; iba el ala tzquicrda a envolver aqual puntiagudo Montafio donde se estrellaron en febrero; la derecha amagaba subir a copar Ins posiciones de la izquierda carlista, alia en las alturns. A las nueve y media encaden/ibanse las descargas en un tronar continuo, mientras eubrla el (-scenario

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todo una nube de liumo. Ignacio cargaba su fusil con regularidad, como hacxan todos en derredor de el. Era la faena, la obligada faena, a la que estaban atentos, absortos en la accion del momeuto, y sin cuidarse del peligro. Trabajaban como en una fabrica los obreros. sin conciencia de la finalidad de su trabajo, sin idea alguna del valor social de este. Fermin rabiaba por no poder fumai'se un pitillo, siquiera uno. Apenas llevaban una bora de tarea. cuando recibieron orden de ponerse en marcha. A donde? Alia! les dijo el j e f e senalando un pico a la izquierda, en las estribaciones de la sierra de Galdames. Empezaron a subir cuestas y cruzar caminos; a ratos se les ocultaba el campo del combate, de donde oian el incesante y arrastrado tronido; a ratos descubrlan la humareda, comr nube bajp, sobre el risueiio valle, al pie de las eternas montaiias silenciosas. Entraron en terrenos de miner fa, desolados y tristes, sin mas que algunas plantas tlsices entre la rubia mena; todo era esplanadas y derrumbaderos, graderlas y enormes escalones en tajos rectos. Prcsentabase el terreno cual carcomido de sucia lepra, corroido el fresco mantillo que alimenta la verdura, mostrando la tierra sus entranas, con agujeros dc trecho en trecho. E iban subiendo, subiendo, sin que aquello acabase nunca. Ilablase llevado la vispera a guardar el portillo de •Cortes,—un paso de la sierra,—a un batall6n de guipuzcoanos, reorganizado con chicos bisoiios despufe de la insurreccion intestina del cura Santa Cruz. Apenas llegados al puesto de su destino, encajaronles cn el foso en que se guarccian una granada, que matfi a nucve de ellos; pasaron junto a los muertos toda line, nochc, una noche de angustia y de reflexi6n; en la cul ma silenciosa se les cristaliz6 el miedo, y cuando, de mafiana, oyeron rechinar las granadas homieidas sobre sus cabezas, dejaron que el enemigo ocupara el aband.i•nado parapeto, mientras en las baterlas pr6ximas se

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batlan con coraje castellancs, aragoneses y alaveses,. rnaldiciendo a los aterrados por la noche triste. As! que llego el batail6n al punto de su destino, llevaronle a unos penascos frente al perdido parapeta Estaban en un alto, entre frondosos repliegues de la sierra, dominando el campo del c-oinbate. Invadi61e a Ignacio vivo sentimiento de hallarse aislados, abandouados a sus propias fuerzas; sintio escalofrlos, sed y ansias de desaguar el cuerpo, que se le desmadejabaLa tarea de bacer fuego, apuntando al bianco, le distrala algo. iA ellos muchachos!—grit6 una voz alegre que le reanimC, screniindole el pecho y la vista. —Vamos a tener funci6n!—le di.jo Fermln. Ecbaron a andar; oyeron un toque y una voz que decla: a ellos! Apretaron entonces el paso, cuya viveza calmaba las ansias de Ignacio. —Pero quien ha ordenado eso? barbaros!—gritabit cl j c f c , corriendo con ellos, arrebatado por la masa, como 1111 satelite por su planeta. iQue quiCn habla ordenado cl toque? Las circunstancias, el caracter del momenlo, uno cualquiera. —A ellos!—gritaban de los parapetos vecinos, animandoles. —A ellos!—les azuzaba el ,iefe, somctiendose a la orden anSnima, a la inspiraci6n del momento. Ignacio, con la bayoneta calada, como los demas, •16 con claridad serena que el enemigo hacia fuego desde cl parapcto, para contenerlos; y que luego aparcela en otra llnea mas lejana. Al entrar en cl parapeto, al poco rato, lo cncontraron abandonado. Uno dc sus conipancros esgrimla la bayoneta sobre un pobre sold.ido, que, acurrucado junto a la trinehera, le miraba con ojos estfipidos. —-Ddijale, barbaro! —No me deja usted mojarla? No so daba Ignacio clara cuenta de c(3mo se encon-

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traban en el parapeto, en cuyo derredor desgarraban al aire cascos de granada. Salieron de el, llegando a una hondonada circular, a una especie de barrena A un companero que cay6 a su lado, lo dejaron all!. La masa se detuvo, empezando a desprenderse de ella los que la componlan, para ir cruzando un raso, abierto a los fuegos enemigos. Crela Ignaeio tener fiebre. Vets •cruzar la descubierta a un compaiiero, mientras el iba pensando: ahora... ahora... ahora...—y a las veces en uno de aquellos «ahora», al recibir el companero la bala en la cabeza, punto el mas expuesto a los tiros, daba unos botes como 1111 pelcle de goma, antes de caer fal vez para no volver a levantarse. Entre tanto los cascos de las granadas rechinaban. desgarrando el aire, y all! cerca, los del tercero, a pie firme, apretaban el fusil cuando caTa alguno entre sus filas. A la orden, fue Ignaeio a atravesar In. descubierta. evitando tropezar eon uno tendido a su paso. Junto a el di6 un compaiiero un salto bramando, y cayO como un fardo, lo cual dio a Ignaeio ansias de risa, como de la mas grotesca pirueta. —iHemos vuelto a nacer!—le di.jo Fermln, cuando hubieron pasado la descubierta, mientras 61 sentia que le ahogaba el ansia de reirse de aquella grotesca voltorela. Y aproveehando la observaci, se salen siempre con la suya. La brega habia sido ruda. Cuando murio el dia, nada sablan del resto de la llnea.

Aquella noche soplalm un viento glacial. Ignacio, ari-ebujado en la manta, sentla el penetrante frlo de la noche entumecerle el cucrpo quebrantado. Algunos do sus compaiieros se hablan abrazado para prestarse rautuo calor; muchos estaban sucios do humo de polvora y

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de polvo amasado eon sudor. Al abrigo de unos pefiascos, no lejos de los muertos, esperaban, en el sileucio de la noche, el dla, para morir tal vez. Sin lograr pegar ojo, esforzabase Ignacio por reconstruir la Jornada, y sClo le quedaba el confuso recuerdo de una pesadilla, en que se dibujaban escenas clams y vivas, entre ellas la del pobre muchaclio enemigo, de rodillas en el suelo, bebiendo su sangre. Y iaquella risa? icfimo le habia atacado aquella risa esttipida? Sentlase pesaroso, y con ansias de llorar, al recuerdo ahora, en el sileucio de la noche, de aquella voltereta tragica. Y"a no volverla a tocar la guitarra aquel pobre Julian; habia dado el salto mortal, el supremo y verdadero salto. Momenta hubo en que se sintiS Ignacio como arrmieado del suelo y suspendido en el aire. Morir? iqud es eso?—pensaba, no pudiendo concebirse muerto.—iY si muero? ipobres padres!... Un padre nuestro por el arrodillado...» 4Q116 pensarfa su padre de aquella calaverada de h.iherse ido a Somorrostro, dejando el batallon en que habia vivido tantos meses? Era una locura, un disparate, mas... £c6mo volverse atr&s? la cosa no tenia ya lemedio; a lo hecho, pecho. En aquellas tardes solemnes e itimdviles, en que el tiempo parecla detenerse y convertirse en pasajera eternidad, el esplritu dc la muerte arrastraba por la mente de Ignacio apelotonada neblina de oscuros presentimientos. Ola roncar y anhelar a los que cstaban a su lado; mfts alia jugaban otros a las cartas, a la luz de una hoguera. Junto a 61 empezO uno a gritar; sacndi61e para que despertara. —iQu6 te pasa? —Sonaba con un muerto que vl de nifio,—contcr-t6 el otro abriendo los ojos, y respirando con fuerza,—un muerto que vl una noche, junto a un camino... —Yo no puedo dormir de noche en el campo,—afiacli6

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otro que- estaba acurrucado y apoyado en el fusil—ino lo puedo remediar! Todos sintieron un escalofrlo al oir: el centinela estii medio helado, arrecido! —iQuien anda por alii? iA ver, a buscarle! iAlgunn se ha salido de la lineal... —iBah! Sera Soriano que habra ido a registrar i algfin muerto... —Vaya una vida aperrada... —iPse! Mejor que antes—dijo Sanchez—siquiera aqui no hay que trabajar... —-Esto cs pcor todavla. —Peor que trabajar, no hay nada. —Ilombre, cl trabajo... —SI, es cosa muy honrada. —Dicen que es una virtud... - SI, ajuna. Asl nos dicen los senores, para que revenlemos a trabajar y les mantengamos. Somos unos brutos, no servimos para nada. Aqul a lo que tira todo el mundo es a no trabajar, y si puede, hace bien... es la mayor de las cabronadas... iAnda, y que revienlen otros! Cansate, stida la gota gorda, revientate en :m rincfin con tantas liendrcs como tu padre, y dejales a tits hijos un nombre honrado como el que mas, dientc-; en la boca, y las manos vaelas para que se descoyunten a trabajar... iQue trabaje el nuncio! Es una cabronada, s61o los brutos trabajan... iPor que hemos venido las mas de los voluntarios? - -iJuego!—gritaba uno en cl grupo de la hoguera. A poco rato estaban contando cuentos, los mas d ellos obscenos. Acabaron comentando la campana. Empez6 a clarear cl dla, oyeron los rumores fresco? del alba, que se corrla por el cielo, y no pensaron y.r sino en cl combatc, cn la tarea, en la obligacion.

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Antes de salir el sol, recomenzd el estrepito. El enemigo avanzaba en toda la linea, mjentras cubrla al Talle una nube de humo, de que brotaba ineesante tableteo. Sobre la humareda se estendla el eielo impa.sible y sereno de un dia de radiante priniavera, eubrienlo el verde de las montanas, donde insectos y plant as prosegulan su lenta y sileneiosa lueha p o r la vida. Les llevaron eueima de Pucheta, donde, desde un Voso, haclan fuego a los liberates, que intentaron en vano tomarla por tres veees, rechazados las tres a la liayoneta. Al acometer, haelanlo con la ceguera del toro, nue al embestir, bajando la cabeza, mira al suelo. Los pobres quintos nacionales calan como la mies dorada en sus llanuras cae bajo la segur. Mordlan el polvo acribiilados a tiros, v algunos escuplan el alma, suspirando unois, otros makliciendo. Aeometlau con los dientes apretados y los ojos fijos, dispuestos a hundir el hierro en la carne caliente, y, sin conseguirlo, puosto que el enemigo no esperaba el clioquc, calan como f a r dos. Ilabla quien, lciiador alia en su tierra, se sentia desasosegado al correr blandiendo la bayoneta con ol fusil en ristre, inquieto ante el comezon de enarbolarlo a guisa de hacha. Arrancados de sus bogares,-—lugares vivos,—de sus parientes, de su mundo, llevaronles a morir alii, hijos tambien de padre, sin que jamas, tal vez, bubieran oldo uombrar los unos la huinilde aldea de los otros. Al morir los pobres se apagaban sus recuerdos, la vision do su serena eampina y de su eielo, sus amores, sus esporanzas, su mundo; el mundo todo se les desvanecla; al morir ellos, morfan mundos, mundos enteros, y morfan sin haberse conocido. Mas de diez mil fusiles y treinta canones disparaban a minuto, y ni a fin as! logrfi el liberal extender su linea por la izquierda carlista, quo querla envolver. Qued6 Ignaeio aturdido del ruido, con un tumulto de imp res io nos borrosas. Aquella noche Is pasaron abrien-

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do zan.jas, para ponerse mejor a cubierto de la artillerla encmiga. Todos pedlan picos y palas y se esforzaban por rivalizar navarros, castellanos, vascongados y aragoneses. Dirlase que cavaban sus sepulturas. A media noche se pusieron en marcha Ignacio y compaueros, y antes de amanecer estaban en las casas de Murrieta. Aquellos dos dias habian dejado honda huella en su alma; por primera vez pensaba: a que viene la guerra?

AmaneciC) esplfindido el dia de Nuestra SeBora de las Dolores, generalisima del e.iercito carlista. En ton ados los animos por las precedentes dos jornadas, al romper el tiroteo de mafiana sentiase en el ambito moral el bochorno que anuncia el choque de dos nubarrones cargados. En aquellas horas solemnes reparti6se la correspondencia entre los del Gobierno. Unos se entcraron del estado de sus hijos; lelan otros las angustias de la mujer; guardaban algunos en el seno el filtimo adiGs materno. Reinaba gran silencio, en cuya quietud pensaba cada cual en sus cosas, en su mundo. Ignacio y sus compaueros pasaron Ia mafiana agazapados en un parapeto delantero a Murrieta. Unos limpiaban el fusil, esperaban calmosamente otros a la facna. A las doce la artillerla liberal concentrd sus fuegos contra la ermita de San Pedro, que iba quedando hecha una criba. y contra Murrieta. Pasado el puente do Musques, dispar6 el liberal una fuerte columna al Montaiio, para distraer la dorccha carlista. avanzando en tanto por el cent'ix). a San Pedro, a abrirles la llr.ea en cun a. De vez en cuando se levantaba en la cresta del puntiagudo Montaiio una polvareda, y al disiparse esta, velase a los jefes carlistas, de pie, agitar los brazes y repartir sablazos de piano. Unas mil hombres, pegados como lombrices al suelo de la cima rocosa, latlan

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contra la tierra, recibiendo las granadas del Janeo, e impidiendo con sus fuegos el avance del enemigo. A la una, con un cielo esplendido, dispararonse las columnas liberates sobre el centro carlista. El returnbar del canfin apagaba el tabletco de la fusilerla. Los pobres soldados disparaban al azar, por dar ocupacion a las manos y desabogo a los nervios. Al distinguir los roses, y a la voz de ifuego! liacialo Ignacio, viendo a traves de la humareda caer bombres y volverse otros, mientras los oliclales agitaban sus panuelos, como pastores que gulan un rebaiio reacio al matadero. Salian formados de la ermita de las Carrcras, y al dar unos pasos quedabanse diezmados. Cuajaban en un miedo comun los miedos de cr.cla uno. los micdos aislaclos; detenlase la masa un momenta; v luego corrla liacia atr&s, desbecha, dejando despojos en el campo. para volver enseguida a formarse, y salir de nuevo. Iban a la muerte con salvaje resignaci6n, sin saber a d6nde, ni por que, ni para que iban, a matar a un desconocido o ser por el nuiertos, resignados como pobres borregos cerrados a toda vision del futuro: morlan absortos en la acci6n, sorprendidos en su esfuezo por la muerte omnipresente. El fuego se extendla en una linea de dos leguas, mientras las naeionales avanzaban, protegidos por los fuegos de la artillcrla, "omo avanza el mar, por oleadas de flu.jo y de re flu,jo. Delante dc las casas de Murricta, cn un crucero do las veredas que desde la carretera conduccn a las faldas del Montano, segaba de prisa la muerte. Iban los naeionales guarecien close en los setos que guarneclan las veredas, encorvados, recibiendo en la cara el aliento de la tierra que les llamaba, y oyendo sobre sus cabezas el resoplido de las granadas que los proteglan. Los oficiales, apoyados en largos palos, animaban, y a las veces apaleaban a los rezagados. En sitios baclan los vivos parapeto de los muertos. Por la parte de San Pe-

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dro iban las masas a estrellarse a la colina, dejando cn su reflujo cuerpos ensangrentados, como el mar algas. CaTan a Ins veces sobre los muertos los vivos, j ahogaba las quejas de los heridos el roncar del fuego. Mementos de panico all! o aqul, pero en general el micdo hacia avanzar a todos, conl'undidos cobardes con bravos, huyendo hacia adelante. Resbalaba alguno; miradas de vivos, que caminaban a la muerte, cruzabanse con miradas inmoviles, que venlan del misterio. Cesabai; los ayes de algfln herido al recibir segundo balazo, y •otros se quejaban de pisotones, de sed muchos. Todns se dejaban hacer, moviendose como en fiebrc lficida. Ignacio hacia fuego con regularidacl, sereno, y dandose cuenta clara de todo. El tiempo dormla inmfivil en su alma, por donde desfilaban sin enlace, pero claras v precisas, las impresiones actuales. Vi6 que a uno de sus companeros, que se salla de la txnnehera, le segular. los dermis, y se fue tras de ellos, cuando el enemigo eutraba cn aquella, rematando a bayonetazos a heridos y rezagados. Era la masa la que tomaba determinaciones, sin que sus miembros vieran claro el objeto de ellas; los oficiales ordenaban llcvar a cumplido remate los movimienfos que se produclan espontancos en el cuerpo que mandaban, haciendose, cmpero, la ilusi6n de provocarlos y -iirigii'los. Subieron a las casas de Murrieta, donde se propnnlan hacerse fucrtes. —Dc aqul no nos echan hasta que hagan astillas U •casa a cafionazos... l o s soldados cnemigos avanzaban a palos. Nuevas masas de atacpie empujaban en su flu jo a las que de reflujo reculaban. Al ver asomar los roses, del arrimo de los setos dc las sendas, al raso, pensaba Ignacio: iahora!, y entonces, tras la dcscarga, soltaban algunos el fusil, caycndo como muSecos destornillados. Junto a Ig-

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uacio, uno de los compafleros, tendido en el suelo, respiraba con fuerza como para almacenar aire. En un momento se llen6 la casa de estrepito v polio, empezando a resquebrajarse uno de sus lienzos. —AquI nos hacen polvo a canonazos, vamonos a las de arriba! —Antes hay que dar fuego a esta. Al oir esto apareciCS, no supieron de (16rule ni c6mo, un paisano, que les rog6 que no quemaran su casa, ofi'eciendoles dinero. —Si de todos modos no te sirve... Subi6 Ignaeio con otros al pa.jar, y reuniendo un grueso ato, lo dieron fuego. Empezaron enseguida a salir y a subir al arrimo de las casas, mientras el fulgor rojo de las hogueras se reflejaba en la eara. cadaverica ya, del que habla liecho acopio de aire. Mientras salian los unos entraban los otros, los enemigos, mezclandose como atontados al pie de la casa. Alii estaban, casi en contaeto, a cuatro pasos lines de otros, y como aturdidos de verse alii juntos, sin saber lo que pasaba. Un oficial liberal blandia el palo tras uno de los filtimos en retirarse. En las casas de Murrieta alto descansaban muchos carlistas, porque tornado por el enemigo cl barrio ba jo, sus canones suspendieron el fuego. A Ignaeio y compaBcros les llevaron por un camino liondo y rcsguardado, a ocupar 1111 parapeto en el alto de las Guijas.

Respir6 un momento. Estaban en 1111 tcrreno esquistoso y llcno do maleza de argoma y brezo, encima de la esplanada de Murrieta. Enfilaban todo el camino do las Carreras a Murrieta, y el crueero de la muerte. Ante sus ojos se extendia en vasto panorama casi todo el campo de batalla; San Pedro entre maleza, y la ermita de Santa Juliana, que como un bulio gigantesco parecla contemplar la matanza con sus dos huecos de la torre,

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a guisa dc dos grandes ojazos despavoridos; a la espal-. da de la position, el barranco donde los navarros hnblan dado en febrero su lamosa earga; enciina el puntiagudo Montano; y entre este y el Janeo un pedazo de mar sereno, el rineoncito de la playa de Pobefia, donde romplan mansamente las olas, lamiendo las arenas, fin los hondos senos de aquella mar, screna y tranquila entonees, en sus quietos abismos, prosegula tambien, entre sus mudos moradores, Idnta y silenciosa lucha por la vida. Por todas partes ceiraban el horizonta montes tras de montes, cual escalera para subir al cielo, cimas que parecian encumbrarse para mejor ver la lucha. En •el fondo, alia a lo lejos, Begoiia, y los alderredorcs de Bilbao. Una nube en corona semi-circular velaba el val le. Las granadas encmigas se clavaban al pie dc ellos. en un viiiedo. Las leniibles eran las que les venian de flanco, desde el Janeo, donde grupos de paisanos contemplaban la funcifin de guerra, ayudandose para cllo de anteojos de larga vista, de gemclos de mar y de teatro. Estaban ellos, los del batallGn, agazapados en un parapeto en forma de lengua, de rod ill as cn cl foso. El dia se habia nublado; el combate resoplaba mas pau«ado, como recobrando aliento. —No puede haberseles ocurrido subir por peor sitio liay (|ue venir aca para vcrlo; esto es un botrino, dijo uno. Al oir Ixitrino mlr6 Ignacio maquinalmente hacia Bilbao, su rinc6n nativo, acordandose de los pobres anguleros que en las noches de invierno pasau y repasan su cedazo por debajo del tembloroso rellcjo del farol'llo que sirve de seiiuelo a las angulas. Por un momento If distrajo aquella visifin dc paz, aquel recuerdo del pndfico pescador engaiiando a las angulas para comerselas. Oycrou un gran grilerio en el carnpo enemigo, y

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poco dcspuCo de el, vieron avanzar nuevas masas a San Pedro. El general en jefe, una vez reposada la comida en aquel sill6n de p a j a en que deseabezaba las siestas, habla pedido en un arranque marcial su caballo para presentarse a las tropas, despues de herlao su segundo. Los soldados le aclamaban, enardeeidos por el arranque, entusiasmados como en la plaza de toros se entusiasma la concurrencia cuando el matador sacude hacia atras la montera, al plantarse en cl supremo momento de ir a tirarse a matar a la liera. Barridos a tiros por el frente v los flancos, reeibiendo fuegos en redondo, avanzaban al arroyo de San Pedro, euya defensa era desesperada, briosa por parte de los carlistas. De aquella posici(5n dependta todo, alii estaba entonces la clave, o por lo menos as! lo crelan. y en creyendolo asi, as! resultaba por el liccho mismo de creerlo. Lleg6 un momento en que sin 61 haberlo previsto. se le acabaron las municiones a Ignacio, y al encontrarse forzosameute ocioso, le oprimieron ansias violentas. No sabla que hacer del fusil, que hacer de si mismo; pareclale, que desarmado, estaba mas expuesto a las bala*enemigas. «Este se descubre dcmasiado—pensaba mi rando a uno de los prfximos a el—si por fln le dejaran fuera de combate...» Cay6 al calx) su vecino como rendido de fatiga, soltando el fusil, en realidad herido, o Ignacio se fue a 61, le torn6 las municiones y empezfi o disparar, dejando que retiraran al otro. Segun iba declinando la tarde era mas rudo el forcejeo; dirlase que tenlan prisa todos por de.jar rcmatada la tarea antes de que se les echase encima la noclie. Irritabanse, a la vez, por la resistencia; era ya cuestion de tes6n, de pura terquedad, no podia quedar asi aquello. Y por debajo del sobrexcitado instinto de testaruda obstiuacion, crecla la fatiga, una enorme fatiga; habia que concluir antes de que llcgasen a faltar las fuerzas, para poder tenderse luego, a aspirar cl aire a plenos

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pulmones, eon inspiraciones profundas. Un esfuerzo supremo, y ia dcscansar! «Voy a quedarme solo®—pensaba Ignacio, mientras invadla la soledad su alma. Solo, solo entre tanta gecite, abandonado de todos como un naufrago, sin que nadie le tendiese una mano arniga. Se estaban matando sin quererlo, por micdo a la muerte; un terrible poder oeulto les cegaba, anegandoles on el presente fugitivo, para deshacerlos a los unos contra los oti-os. ReeibiO municiones de repuesto. Segula haciendo fuego como quien sigue andando rendido dc xatiga, porque le llevan las piernas. Los liberates—iliberales los pobres! ique sablan ue esas cosas?—los liberales so estrellaban irnpotentes contra la colina fragosa de San Pedro. De las compatiias que partlan a ella espcsas y floridas, solo unos pocos so retiraban de entre cuerpos scgados en flor, en la llor dc. la juventud. La muerte guadanaba, repartiendo a) azar sus golpcs. A la eakla de la tarde asomiindosc Ignacio a la salida de la trinchcra, por pura curiosidad, sintio una punzada lmjo cl coraz6n de Jestis bordado por su madrc, le ccliO mano, ofusciisele la vista, y cay6. Sentlase desfaKeccr por momentos, que se le iba la cabeza, liquidandosele la vislfin de las cosas presenles, y luego una iumersion en un gran sueQo. Cerraronse, por fin, sus sentidos al presente, se desplomO su memoria, se recoji6 su alma, y brotS en ella en vision espesada su ninez, en brevtsimo espacio de tiempo. Tendido en el campo el cuerpo, pendiente al borde de la eternidad cl alma, reviviO sus dlas frescos, y en un instance prcfiado de anos, desfilO, en orden inverse al de la realidad, el panorama de su vida. Vi6 a su madre que, a vuelta 61 de una cachetina, le sentaba sobre sus lodillas, y ie ii.'ipiaba el barro de la cara; asistifi'a sus dlas dc ecouela; vi6 a Rafaela a los oclio anos, de corto y trenzas; revivi6 las noches cn que ola a su padre los rclatos de los siete

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alios. Lleg6 a aquellas otras en que en camisa, y de 10dillas sobre su camita, rezaba con su madre. v cuando en esta visi6n murmuraban en silcncio sus iabios una plegaria, la moribunda vida se le recojiS en los ojos y desde allt se perdi6, dejando que la madre Uerra reehupara la sangre al cuerpo. casi exangiie. En su earn quedo la expresii5n de una ealma serena, como la de haber descansado, en cuanto vencid a la vida, en la paz de la tierra, por la que no pasa un ininuto. Junto a 61 resonaba el l'ragor del combate, mientras las olas del tiempo se rompian en la eternidad.

Amaneei6 triste y nebuloso el dla 28. Los earlistas del Montano reciblan el cafioneo, lezando en voz alta algunos el acto de contricifin. La niebla liizo cesar el fuego, se abrieron las nubes, y la lluvia l'orni6 charcos de barro junto a los muertos. Iban los batallones nacionales al relevo destrozados y mustios, rendidos de fatiga. El de Estella se habla terciado, quedando cinco de sus \eintifln oliciales. El suelo del campo de refriega estaba lleno de capotes, morrales. cartuchos, panes, mezclados despojos de unos y de otros con la tierra cornGn, que recoje el pasado > encierra el futuro. Yactan unos cuerpos con los abiertos ojos fijos en el eielo, ojos ya souolientos, ya negros de terror petrificado; otros pareclan dormir; algunos tenian crispadas las manos sobre el arma; estos. de bruces; aquellos, de rodillas. Sobre el pecho quieto de uno reposaba la cabeza fria de otro. A unos los liabia sorprendido cl supremo momenta en el gesto Ultimo de la accidn, absortos en la tarea, atentos a la consigna; a otros en la laxitud del abandono; a quienes sobrecojidos por el terror, a quienes por la angustia, a qui6nes por la languidez del sueDo flltimo, el del derretimiento. En la noche triste del 28 dnrmieron los vivos cerca de los muertos, mientras los cuervos se congregoban

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en las alturas. Los navarros murmuraban por que .->e les habia sacado de su tierra para Uevarles al matadero, v todo p o r aquel eondenado Bilbao! El desalieuto haela presa hasta en los jefes. Aquella noche, en consejo de generates presidido p o r el viejo Ello, el heroe de Oriamendi en la pasada guerra civil de los siete alios, die/ y ocho asistentes, incluso el Rey, opiuaron por que se levantara el sitio de Bilbao, p a r a economizar sangre r tiempo. Opusieronse Berriz y el viejo Andechaga, alma de lo Vizcainos, cabaliero andante. Y Ello, acostandose al parccer de los dos contra el de los dicz y ocho, acord6 continuar el sitio. No valieron protestas: el apatieo anciano evocaba en su memoria la tozuda lucha que en aquellas mismas montanas se habia librado a sus ojos en 1836. En su esplritu senil dibujarlase, de seguro, el presente sin color ni relieve; la rudas y tremendas impresiones de los tres dias de forcejeo en el valle, solo le habrlan dcjado, tal vez, un cco apagado y una vision neblinosa, p o r debajo de la cual resurgla potente la reavivada visi6n dc los siete'anos, sirviendo la de lo-! combatcs rccicntes, al entrar p o r sus sentidos sonolientos, de acicate al dcspertar dc los vivos recucrdos qi;e brotaban de la juvcntud de su conciencia. La eficacia toda do aquellas jornadas sobre el fatigado esplritu dr Ello debi6 de ser volverle a la ilusi6n do sus anos dp gloria, al mecerlc el poso de sus mas caros recuerdos. El otro viejo, And6chaga, el del lanz6n y la adarga de hierro de las montaflas y de madera de los bosques Vizcainos, se alerr6 tambidn a los montes de sus recucrdos de guerra. Con el esplritu de la tradicifin retuvieron a los j6venes tradicionalistas, a tomar el desquiu del 36. Eran los oxperimcntados, los ancianos, los gulas naturales de la juventud inexperta; eran, adenitis, la Jlor de la lealtad carlista. Reunidos unos y otros en el campo neutral, para dar sepultura a los muertos, hablan abierto grandes zanjas en que los echaron como quien sotierra lango>-

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tas, sin el ultimo beso de sus madxes, blancos y negro-; .en. la santa fraternidad de la muerte, a descausar para siempre en paz en el seno del campo del combate, regado con su sangre. Cayo sobre ellos con la tierra la ultima oracifin, la ultima lastima y despues un inmenso olvido. Alii, con la cabeza desnuda bajo el impasible cielo, respondiau los vivos a los responsos dc los capellanes, pidiendo, junto a los muertos, la venida del reino de Dios; que se hicicse su voluntad, as! en la tierra como en el cielo, cn el mundo de la realidad lo mismo que en el del ideal; que les dieso aquel dla el pan cotidiano; que les perdonase sus deudas, as! como ellos perdonaban las de sus enemigos; que les librara de, mal. V mientras pedlan todo esto maquinalmente, con la boea tan s61o, sin fijarse en lo que iban pidicndo, mas con ia conciencia de ejercer un acto de picdad suprema, miraban los cuerpos liojos, incrtes, los miraban, suspenses eti solemne seriedad ante cl eterno misterio de la muerte. iQuo eran aquelios hombres menos que un dormido? iQuo pasaba en sus entraiias? iQue sentirian entonces? En los mas 110 provocaba aquel espectaculo pensamiento concreto alguno, no les sugeria idea i'ormutable, sino que les envolvia en hondo sentimiento de seriedad. iEnterrados alii, en monton, en tierra por la que pasaria pronto el arado o la laya, lejos de sus padre! Ni una simple cruz que recordara al caminaute dc la vida los que rcgaron con su sangre los campos aquellos de hierro. Sanchez, mirando cl cuerpo de Ignacio, decfa: - 1 1 a hecho bien en morirse. El cuidado... quitar•selo cuanto antes de encima. Las hercdades estaban pisoteadas, deshechos los trigales, desiertas y liechas unas cribas las casas. Ilabian empezado a mezclarse unos y otros, merced a la piedad a los muertos, comenzando por insultarse, para •acabar bebiendo del mismo vaso, y cantando a coro. Cay6 el dia 29 como un rayo eutre los navarros la

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noticia de la muerte de Olio y de Radica, a quienes aleanz6 una granada mientras examinaban el campo enemigo. Ilablan perdido a sus heroes, a Olio el que cambio el 33 la sotana del seminario por el uniforme realista, el que al morir dejaba a su Rey en herencia trece mil liombres formados frente al enemigo, en quince meses, de los veintisiete con que habla entrado en Espafia; hablan perdido a Radica, su caballero Bayardo, el albanil de Tafalla, el que llev6 tantas veces a la victoria a su segundo dc Navarra. Naci6 en los navarros con esta desgracia desaliento, irritaci6n y desconfianza; querian al pronto cojer a la bayoneta el can6n homicida; murmuraban luego de aquel loco empeiio de tomar a Bilbao, cmpeno a que se habla. opuesto Olio, como se decia habcrse opuesto Zumalacarregui cn los siete afios. Cada cual contaba a su modo el suceso; dccian que Dorregaray y Mendiry se hablan retirado a tiempo por indicaci6n de un espia; comentaban el que la granada hubiera arrebatado la vida de los incorruptos. Dectase que al retirar moribundo al pobre Olio, se habla erguido Dorregaray en vi6ndole, para asegurar en tono triigico que habia de vengar aquella sangie tan vilmente dcrramada. Entre tantas muertes, aquellas dos las rcsumian y simbolizaban todas; hablan muerto sin gloria los que les llcvaron a ella. Y corrla ya dc boca en boea la palabra fatal: itraici6n!

Aplacaronse al fin las iras, y recomenzaron los parlamentos, en que se juntaban soldados y oficiales de un bando y de otro, a beber, a cantar, y a armar Umba. iPara que querian el dinero? Fermin ofrcciC lo ganado a un negro, a la Virgen de su pueblo, si le sacaba sano y salvo de aquellos trances, y si el dinero le duraba. Ilablaban en grupo de oficiales de ambos bandos de los sucesos de la guerra. —Qui6n nos hubiera dicho cuando empez6 que He-

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garlamos liasta esto... Nosotros crelmos que era cosa •de coser y eantar, de plantarnos en Madrid en un abrir y cerrar de ojos... —Y nosotros hemos estado ereyendo que eran ustedes cuatro gatos que no sablan sino huir al ver un ros, y que en euanto se enviara aqul una eolunina bien organizada, se desharla la facciGn como por ensalmo... —Y a dGnde hemos llegado... iQuien lo liabia de creer! Y lo triste es que no es cosa de volverse atrds, un arreglo parece imposible, y serla una lastima despuSs dc tanta sangre derramada por la causa... —Que no se derrame la que afln queda en las venas, ino es eso? —iQue lastima no se ofrezca ahora alguna campaHa como aquella de Marruecos, en que peleamos usted, mi coronel, y yo—decla un coronel carlista a otro liberal— ante el enemigo comun serlamos todas uno... —iQue caramha! De todos modos da gusto pelear con •valientes... espanoles todos al fin y al cabo... Al separarse liabia un calor nucvo en el apreton do manos, porque entonces, despues de haberse batido unos con otros, mucho mejor que peleando con el moro, sentlan a la patria, y la dulzura de la fraternidad liumana. Peleando los unos con los otros hablan aprendi